“[…] tomé parte en aquellos hechos viendo, oyendo y sufriendo muchas cosas que, si a otros no los movían, a mí hasta me sacudían y que todavía hasta me estremecen con solo recordarlas. […] A mí me parece que no mentí. […] Yo me limité a contarles: quiénes, qué, cuándo, cómo y algunas veces a qué horas”.1
INTRODUCCIÓN
El objetivo principal de este artículo es el estudio de un personaje sui generis, Francisco Esquivel, seminarista michoacano que abandonó —forzado por la persecución religiosa— sus estudios en el Seminario de Zamora, para incorporarse a la Cristiada con las armas en la mano, bajo el seudónimo de Capitán Villalobos. Una vez terminada la guerra y obtenida la dispensa eclesiástica, prosiguió la carrera sacerdotal hasta su ordenación.2
Hemos documentado el involucramiento del seminarista en la lucha, e identificado qué tipo de formación o ideología lo condujo a tomar tal decisión, ubicando esta como parte de la histórica controversia doctrinal sobre la legitimidad o licitud de la violencia para un católico, y esbozando un sugerente escenario comparativo entre regiones, con otros seminaristas y sacerdotes que también abrazaron las armas entre 1926 y 1929.
Dos escritos autobiográficos de Francisco Esquivel, procedentes del Archivo del Obispado de Zamora, constituyen el núcleo de este trabajo que emprendí estimulado por las conversaciones con el responsable de dicho Archivo, don Jorge Moreno Méndez, autor también de una serie de artículos sobre tan notable personaje, publicados en el semanario diocesano Mensaje, que igualmente hemos aprovechado. Las memorias del padre Esquivel ofrecen, asimismo, numerosos pasajes costumbristas de la vida en campaña durante la Guerra Cristera, y episodios tan insólitos como la entrevista entre un futuro presidente de la República y el seminarista y excristero, años después de terminada la guerra.
VIOLENCIA, GUERRA Y RELIGIÓN
De entrada, el tema de la violencia extrema ejercida por un aspirante al sacerdocio es un asunto delicado y controvertido: ¿Es moralmente lícito para un cristiano levantarse en armas en contra de un régimen que haya violentado derechos fundamentales? La discusión se remonta por lo menos a los primeros tiempos del cristianismo, y ha transitado por distintas vertientes hasta nuestros días. El Antiguo Testamento es pródigo en abordar el tema, y si bien no aparece el término de guerra santa “sí habla de guerras de Yahvé”, de pelear “las batallas del Señor”, como al reunirse las tribus al toque de la trompeta, en torno a Gedeón.3 Los libros de Macabeos y múltiples referencias más evidencian la justificación de la resistencia armada, puesto que se combate “en contra de los poderes constituidos […] para salvar al pueblo de la ruina y se lucha a favor del pueblo y de las cosas santas”.4 Tales conceptos experimentarán un giro crucial en el Nuevo Testamento: “Habéis oído que se dijo: ojo por ojo, diente por diente. Pero yo os digo que no opongáis resistencia al malvado. Antes bien, si uno te da un bofetón en la mejilla derecha, ofrécele la izquierda” (Mateo 5, 38-48).5
Por otro lado, el término de “guerra justa” adoptaría una modalidad peculiar desde una perspectiva cristiana, ya que en la teología católica no se considera a la vida humana como el valor más alto; los honores concedidos a los mártires desde los comienzos de la Iglesia así lo demuestran. Dado el hecho de que ni siquiera a la paz se le ha concedido un valor absoluto, la violencia armada puede entenderse como la búsqueda de “una verdadera paz en una situación de injusticia”.6 De nuevo, el concepto se ha prestado a interpretaciones antagónicas a través de la Historia, pues así como siempre habrá cristianos que rechacen “el recurso a la violencia para alcanzar valores tales como la justicia y la paz”,7 para el jesuita norteamericano John Courtney Murray una voluntad de paz puede llevar “dentro de sí la voluntad de hacer respetar, en caso extremo por la fuerza de las armas, el precepto de la paz”, siempre admitiendo que la guerra “debe ser limitada e incluso condenada como ‘mala’”8 (la doctrina del “mal menor”).
SAN AGUSTÍN Y SANTO TOMÁS DE AQUINO
En los primeros siglos del cristianismo, teólogos y pensadores como Lactancio, Tertuliano y Orígenes, se opusieron terminantemente al uso de las armas en contra de un gobierno opresor. Cuando llegamos a San Agustín —siglo IV—, si bien “la guerra aparece como una lamentable realidad”, ya se admite la posibilidad de que sea lícita, siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones indispensables que justifiquen “una reacción armada ante una injusticia grave”.9 Es así como “Agustín le dice a Bonifacio, gobernador de África, que no pierda nunca el objetivo de la paz, pero que la guerra puede ser necesaria para salvaguardar la paz”, si bien está siempre consciente de que “esta justificación de la violencia parece contradecir la enseñanza de Jesús”.10 En el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino afirma que emprender una guerra no siempre es pecado, si constituye, precisamente, una “guerra justa”. Es decir, cuando se trata de reparar un agravio (la “causa justa”), y “la intención de los que hacen la guerra sea recta”, buscando “obtener un gran bien o evitar un gran mal”.11 Tres siglos más tarde, figuras tan notables como Francisco Suárez y Francisco de Vitoria se expresarían en términos parecidos.12
A fines del siglo XIX, León XIII, aunque justificaría ciertos casos de desobediencia de los ciudadanos a sus gobernantes (“cuando se les exige algo que repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino”), no deduce como consecuencia inmediata “un enfrentamiento violento al poder establecido”, nos dice González Morfín; debían entrar en consideración para los ciudadanos y creyentes agraviados la llamada desobediencia civil o la objeción de conciencia. “La enseñanza de los pontífices —prosigue el autor—, siempre ha sido tendiente a encauzar esta resistencia mediante los medios pacíficos”, por más que existan situaciones en que se conceda como legítimo el uso de la fuerza.13 En el siglo XX, será Pío XII quien más extensamente abordará el tema del derecho a la legítima defensa, aunque en fechas posteriores al conflicto cristero.
LA CRISTIADA Y EL CASO MEXICANO
En el terreno, siempre espinoso, de la justificación moral del levantamiento cristero, nos encontraremos con un espectro de posiciones, diversas y muchas veces contrapuestas, entre sacerdotes y obispos que autorizaron, toleraron o rechazaron la guerra religiosa mexicana.
Para González Morfín, es hasta cierto punto extraño que los cristeros se plantearan el problema de la licitud de su rebelión, puesto que las agresiones eran tan innumerables que dicha cuestión estaría resuelta desde Santo Tomás. Pese a ello, había una situación muy distinta: “el Magisterio pontificio repetidamente había reprobado los movimientos de insurrección y, en el caso de México, lo mismo habían hecho los obispos locales en diferentes ocasiones”. Una encíclica de León XIII, Quod apostolici muneris (1878), explicaba que incluso si los gobernantes civiles traspasaran sus límites, “la doctrina de la Iglesia católica no permite levantarse por propia cuenta contra ellos”, con objeto de no dañar más a la sociedad, y aun en circunstancias sin ninguna esperanza, solamente “ha de apresurarse el remedio con los méritos de la paciencia cristiana y constantes oraciones a Dios”.14 Una notable muestra de antibelicismo proclamada desde el Vaticano durante el siglo XIX fue la del papa Gregorio XVI, reprobando la insurrección de los católicos polacos contra el Zar, en 1832. Ya en el siglo XX, apenas unos cuantos años antes del estallido cristero, los obispos de Irlanda habían condenado la rebelión católica, advirtiendo que se excomulgaría a quien continuara en armas en contra del gobierno y amenazando con suspender a divinis a todo sacerdote que hubiese aprobado el levantamiento.15
No obstante lo anterior, el desarrollo de una doctrina digamos, “mexicana”, sobre la resistencia armada, siguió otra trayectoria, y se basó en fuentes distintas a las que provenían del Vaticano. Diez años después del inicio de la guerra, el célebre periódico cristero David —con una evidente connotación bíblica en su nombre— fundamentó la legitimidad del levantamiento basándose en dos teólogos de fines del siglo XIX y principios del XX: Theodor Meyer y Maurice de la Taille.16
El primero volvía a remitirse a la Biblia y a los Macabeos, y daba “un paso importante en la elaboración de una teoría sobre el recurso lícito a las armas”, al admitir el derecho a la resistencia colectiva por parte de un grupo de ciudadanos, “en virtud del derecho natural inherente a cada individuo”,17 cuando ya se hubiesen agotado otros recursos no violentos. En realidad, el mismo Meyer oponía numerosas restricciones al recurso extremo de la violencia armada, pero admitía ya que esta no podía descartarse en forma absoluta. Por su parte, La Taille, en fecha tan cercana al comienzo de la Guerra Cristera como 1924, al estudiar las distintas formas de resistencia incluida la armada, concluía que, si los bienes supremos de una nación solo pueden salvarse mediante una intervención popular —la religión lo era—, no se puede impedir “el ejercicio de este derecho de defensa”, pese a las calamidades y el dolor subsecuentes. Una resistencia que, por cierto, podría “no diferenciarse prácticamente de una rebelión”.18
Por último —siguiendo a González Morfín—, las prestigiosas opiniones de varios teólogos romanos, sobre todo de la Universidad Gregoriana, contribuyeron a “disipar las últimas dudas” entre dirigentes y católicos partidarios de la defensa armada. Uno de estos distinguidos teólogos, Arthur Vermeersch, hablando en concreto sobre México, reprobaría a quienes a su vez desautorizaban el movimiento armado: este era al mismo tiempo un derecho y un deber de los católicos mexicanos; el teólogo incluso rechazaba las “falsas doctrinas pacifistas”.19
Además del David, no podemos cerrar esta sección sin mencionar otro semanario cristero, el célebre Peoresnada [sic], publicado en plena lucha, de julio de 1927 a mayo de 1929 —al filo de los “arreglos”—, que además de información contenía “reflexiones sobre la legitimidad de la lucha armada”, sugerentes comparaciones históricas con guerras religiosas de otras épocas, y exponía el pensamiento de teólogos como el ya citado Francisco de Vitoria.20
LOS OBISPOS MEXICANOS: COINCIDENCIAS Y DISCREPANCIAS
Todavía en abril de 1926 —dos meses antes de la promulgación de la Ley Calles—, la carta pastoral de los obispos mexicanos seguía optando por una resistencia pacífica, e instaba a los católicos a “hacer frente a nuestros enemigos, no con la fuerza de las armas […] sino con la oración común” y por medio de la organización; ya suspendido el culto, las declaraciones episcopales eran igualmente claras: rechazo al levantamiento armado.21 Y como nos recuerda González Morfín, a lo largo de la guerra el episcopado, en forma oficial, “no se pronunció por la licitud o la ilicitud del recurso a las armas”, aunque algunas de sus declaraciones fueron suficientes para que los rebeldes se mantuvieran en pie de guerra, salvo en el momento de los “arreglos”.22
En noviembre de 1926, el Comité Episcopal había respondido a un memorial en toda forma de la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa, que entre otros puntos los exhortaba a no condenar el movimiento armado; desde agosto, anárquica y espontáneamente, este ya se había iniciado en varios estados de la República y los dirigentes de la Liga aspiraban a encabezarlo.23 Tácitamente, no hubo condena episcopal al alzamiento armado y, en efecto, aquélla convocó al país a la rebelión armada para el 1 de enero de 1927.
No obstante, Pascual Díaz y Barreto —obispo de Tabasco, en ese momento en el exilio—, aun admitiendo la opción de “la defensa armada contra la injusta agresión de un poder tiránico”, agotados todos los medios pacíficos, no reconocía que ese momento hubiera llegado en México. Por tanto, no se hacía solidario con los católicos, seglares o eclesiásticos, que hubieran optado ya por esa forma de defensa lícita. Y en enero de 1927 el Comité Episcopal reiteraba ser ajeno a movimientos armados; no obstante, citando en términos muy generales a los “grandes Doctores de la Iglesia” volvía a reconocer que “hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano ha procurado poner a salvo por medios pacíficos”.24
A lo largo de la Guerra Cristera, el episcopado en pleno no condenó nunca la insurrección católica; cuidadosamente, evitó por igual pronunciarse a favor de la vía armada elegida por decenas de miles de fieles. Aunque las posiciones particulares de algunos obispos fueran antagónicas: en Veracruz, Antonio Guízar y Valencia, prohibió a los católicos de su diócesis toda intervención armada, mientras que el prelado duranguense, González y Valencia respaldaría a los cristeros abiertamente mediante su muy conocida Pastoral dictada en Roma en febrero de 1927: “estad tranquilos en vuestras conciencias y recibid nuestras bendiciones”.25
De otro ardiente partidario de los cristeros, Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla, se ha considerado habitualmente que declaró lícito el levantamiento, pero según González Morfín, “se había abstenido de manifestar públicamente sus opiniones para evitar con ello incitar a quienes aún no se habían levantado en armas”. Finalmente, solo hasta febrero de 1929 —cuatro meses antes de los “arreglos”—, para rebatir la “enésima acusación del gobierno [el subsecretario de Gobernación] inculpando al clero del levantamiento armado”, emitió una respuesta en la que hacía evidente la responsabilidad de los gobiernos posrevolucionarios al obligar “al pueblo católico a defenderse de sus agresiones”.26 No obstante, el intransigente prelado recomendaba a los sacerdotes la resistencia pasiva, “por ser de mayor perfección” (seguramente con el objetivo del martirio); pero si la tiranía atacaba libertades esenciales, asesinaba y atentaba “sistemáticamente contra la vida y la honra de las familias y de los individuos, entonces la defensa armada es un deber social que se impone a todos los miembros de la comunidad”.27 Creemos —a diferencia de nuestro autor— que el obispo finalmente sí se declaraba abierto partidario de la guerra, si bien se trataba de una opinión personal y no de una pastoral dirigida en toda forma a los feligreses.
En cambio, en Michoacán, nuestro escenario de estudio, el arzobispo Leopoldo Ruiz y Flores se reveló como uno de los opositores más tenaces a la violencia armada en su estado —sin llegar a descalificar a sus feligreses cuando abrazaban las armas—. Es cuantiosa la documentación resguardada en el Archivo de la Diócesis de Zamora que así lo atestigua; tal postura es frecuentemente citada por Matthew Butler en su relevante estudio sobre la Cristiada michoacana. Así, en febrero de 1926, Ruíz y Flores suplicaba a sus fieles —en palabras de Butler— “que aguantaran la persecución con estoicismo como obra de la Divina Providencia”; frente a la ley estatal que restringió el número de sacerdotes autorizados, el arzobispo “adoptó una estrategia conciliadora y legalista”,28 y cuando finalmente, ante la injusta legislación, se vio obligado a ordenar la suspensión del culto al mes siguiente, “prohibió de manera tajante que se emplearan medios violentos”, articulando la respuesta de los católicos solo mediante protestas por escrito ante las autoridades. Ya estallado el levantamiento, a principios de 1927, Ruiz y Flores volvió a exhortarlos a “que enfrentaran la crisis con humildad y mortificación, no con violencia”, ordenando a la vez a sus sacerdotes apoyar y no descuidar la religiosidad de sus parroquianos.29 Aun reconociendo el magisterio de santo Tomás de Aquino, en cuanto a la licitud de la resistencia al tirano, recordaba que tal argumento era válido solo en función de que el mal se redujera; el prelado, en cambio, pensaba que la rebelión católica habría de fracasar. Por cierto, tal “derrotismo” habría de ganarle “el odio incondicional de los católicos más radicales”;30 este se haría evidente después de los “arreglos”, de los que fue figura protagónica el arzobispo de Morelia.
En cuanto a Roma, en junio de 1928, un breve texto en L’Osservatore Romano —periódico oficial del Vaticano— hacía una importante aclaración: no obstante que el Pontífice “se ha colocado siempre de parte de sus hijos perseguidos y sufrientes por la fe de sus padres”, a la vez señalaba que nunca había “impartido una bendición especial a la insurrección armada, ni tampoco otorgado indulgencias especiales, ni estimulado colectas de dinero para los combatientes”,31 según lo habían difundido, falsamente, otros medios. Sin duda, tampoco condenaba en modo alguno el levantamiento.
A RAS DE TIERRA: SACERDOTES Y SEMINARISTAS ANTE LA GUERRA
Tan diversas —e incluso antagónicas— como las posiciones de sus obispos, lo fueron las formas de participación o de abstención sacerdotal en la Guerra Cristera, y sobre ellas quizá haga falta en estos momentos una clasificación actualizada. Clásicamente, Jean Meyer los ha dividido en: sacerdotes activos contra los cristeros, los que se mantuvieron en la pasividad, sacerdotes neutrales y, finalmente quizá unas cuantas decenas que se involucraron de muy distintas maneras en el conflicto, incluidos los que empuñaron un arma y aun tuvieron bajo su mando contingentes numerosos.32
Tal esquema, a escala nacional, se reproduce igualmente en el estado de Michoacán. Sin pretender un inventario exhaustivo: el párroco de Cotija, Gabriel González, quien fungió como capellán de tropa; en la región de Coalcomán, el P. José María Martínez, metido a fondo entre los cristeros; y desde luego el padre Federico González Cárdenas, vicario de San José de Gracia, sin duda el alma de la resistencia en su tierra natal. Al menos dos sacerdotes más se alistaron entre las tropas cristeras michoacanas: Enrique Morfín, profesor del Seminario, y Miguel Guízar Morfín, vicerrector del mismo, capellán cristero (no oficial, puesto que no los hubo) muerto en combate cerca de Los Reyes, y hermano del jefe rebelde Luis Guízar Morfín.33
No obstante, debemos reiterar que no era este el perfil de nuestro personaje, quien apenas se iniciaba en la carrera sacerdotal. El caso de Francisco Esquivel es mucho más similar al del jesuita Heriberto Navarrete, nacido en Etzatlán, Jal., en 1903 —casi coetáneo de Esquivel—, miembro activo de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana y de la Unión Popular, apresado y luego deportado al Penal de las Islas Marías en 1927. A su regreso, se sumó a la lucha como asistente del general Enrique Gorostieta hasta su conclusión, en junio de 1929. Navarrete terminaría más tarde la carrera de ingeniería civil en Guadalajara, ingresó a la Compañía de Jesús en 1933 y se ordenó en 1939 (dos años después que el padre Esquivel).34
Comparten estas características un puñado de seminaristas colimenses, dos de ellos muy relevantes: Miguel Anguiano Márquez, quien alcanzó el grado de general y, después de la guerra, ya ordenado, fue rector del Seminario de Texcoco; y José Verduzco Bejarano, jefe de Estado Mayor de aquél, merecedor por sí solo de una monografía: hombre de acción y reflexión, Verduzco no desconocía que la participación armada lo condujo a matar adversarios, como era inevitable. En una de las varias entrevistas concedidas a lo largo de una dilatada trayectoria ministerial —que culminaría como rector del seminario colimense—, admitía igualmente que aquellas muertes pudieron haber sido “un impedimento para recibirme de sacerdote, pero se hizo una investigación exhaustiva y se me ordenó”. Décadas después, el padre Verduzco Bejarano reflexionaba para su entrevistador: “En la Cristiada se dieron circunstancias muy difíciles para la conciencia”.35 La abundancia y relevancia de la participación bélica del Seminario de Colima ha sido valorada de manera notable por John Adrian Foley y Jean Meyer.36
En el obispado zamorano, además de Francisco Esquivel, un condiscípulo de trayectoria casi idéntica, Ezequiel Montaño, combatió igualmente hasta los “arreglos” de 1929, reingresó al Seminario de Zamora y se ordenó para luego ejercer el ministerio en numerosas parroquias: Patamban, Tangancícuaro, Tacátzcuaro, etc. Un caso más, muy significativo, fue el del seminarista cotijense Rubén Guízar Oceguera, quien ya estudiaba en el Pío Latino en Roma —a donde pudo haber marchado Esquivel de no haber cambiado el rumbo de su vida—, cuando prefirió regresar a México e incorporarse a la tropa del célebre jefe michoacano Anatolio Partida durante la primera Cristiada. Lo distingue el hecho de que tomó las armas nuevamente en “la Segunda”, muriendo quizá en combate o a manos de sus propios compañeros de armas (según Enrique Guerra Manzo, de acuerdo a documentos del Archivo Aurelio Acevedo; Rubén Guízar se habría indultado en abril de 1933, y luego de tratar de convencer a otros jefes para hacer lo mismo, Ramón Aguilar, general cristero, lo capturó e hizo fusilar).37
LAS MEMORIAS DEL PADRE FRANCISCO ESQUIVEL (A) CAPITÁN VILLALOBOS, I
Mamarracho de algunos de mis recuerdos
El padre Francisco Esquivel Zavala esperó hasta 1986 (sesenta años después del estallido cristero, a casi medio siglo de su ordenación sacerdotal y ya cumplidos los ochenta de edad), para escribir las memorias que aquí glosamos, intituladas Mamarracho de algunos de mis recuerdos desde 1908 hasta 1928. Constituyen solo la primera parte, hasta su primer combate en noviembre de 1928, a las órdenes del célebre Ramón Aguilar. La segunda parte, Páginas de un diario, específicamente “cristera”, está fechada muchos años antes, en 1953; las comentaremos según la secuencia cronológica de los hechos.
En el Mamarracho de algunos de mis recuerdos, el futuro sacerdote rememora los hechos presenciados en su infancia: el paso asolador del carrancismo triunfante, al posesionarse de ciudades y pueblos michoacanos, y la ocupación de Zamora por uno de sus más brillantes y aguerridos generales, el violentamente anticlerical Joaquín Amaro, robando “los ornamentos sagrados de la Catedral, y [ordenando] a sus soldados que los usaran como sudaderos de sus caballos”, además de cerrar las escuelas católicas en todo su sector militar y las casas de religiosas, apropiándose del Colegio Teresiano y convirtiéndolo en cuartel.38 El Seminario Diocesano y su riquísima biblioteca fueron igualmente clausurados y saqueados; muchos volúmenes de enorme valor bibliográfico —afirma el padre Esquivel— terminaron en manos de abarroteros, convertidos en papel de envoltura para manteca. Un gabinete de física, importado de Francia, acabó asimismo en el cuartel; nadie entre los soldados sabía utilizar aquellos equipos “salvo el moderno telescopio; no para mirar los astros, ¡sino para atrancar el zaguán del cuartel por las noches!”. Amaro se robaría igualmente la cantera destinada a la nueva Catedral.39
Según el Mamarracho, el futuro secretario de Guerra no solo se apropió del lujoso mobiliario también francés, propiedad de un rico hacendado de la ciudad, para amueblar una gran casa en la ciudad de México, sino que hizo lo mismo con “miles de vacas, bueyes, becerros y toros” de otros acaudalados zamoranos: “Al pasar aquel ganadal por las calles de Purépero, yo no pude contar el número de animales. Pero sí me acuerdo que, durante todo el día, no pudimos atravesar la calle hacia la plaza […] no me lo estaban contando, sino que lo estaba viendo con mis propios ojos” [cursivas nuestras].40 Reiterando su voluntad de testigo veraz de los hechos (“Yo vi y oí todo aquello. No fue de otro modo”), las memorias describen las frecuentes incursiones de los carrancistas al cercano pueblo de Caurio, sus salvajes saqueos –llevándose hasta los metates y molcajetes de los vecinos, con las gallinas amarradas de sus monturas– y, bajo amenaza de colgar a quien se quedara en el pueblo, obligaron a todos los habitantes a abandonar sus hogares. Muchos de estos desplazados —prosigue Esquivel— que habían perdido todo, pasaron a engrosar las filas de Chávez García “para combatir a los carrancistas”.41
Por razones de espacio, hemos suprimido casi todas las vivencias de infancia y juventud relatadas por Esquivel. Jorge Moreno Méndez retrata a un adolescente de vida campirana, aficionado a los deportes, apasionado por los caballos y las jineteadas, diestro en el “conocimiento y manejo de las armas [que] fueron también preparándolo para el futuro”, sin excluir los más variados oficios (sembrador, cargador, curtidor, albañil, carnicero), un bagaje de experiencias que resultarían vitales cuando se vio obligado a auxiliar económicamente a su familia, tras la muerte de su padre, en 1919; Francisco contaba apenas 14 años de edad. El “sueño americano” lo tentó, y entre 1923 y 1924 trabajó en los Estados Unidos. Al regresar a Purépero, invitado a una reunión de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (ACJM), atraído por la curiosidad y sin mayor convicción vocacional en un principio, ingresó al Seminario Diocesano de Zamora en diciembre de 1924. Entre señales cada vez más ominosas, pese a la patente hostilidad hacia la Iglesia, el año 1925 transcurriría en una relativa tranquilidad para el plantel y sus aspirantes al presbiterado.42
A principios de marzo de 1926 el Seminario fue violentamente clausurado, de nuevo por órdenes del general Joaquín Amaro —como en 1914—, ya entonces secretario de Guerra; el joven seminarista Pancho Esquivel estudiaba el segundo año de latín, que logró concluir gracias a que el curso se siguió impartiendo en varias casas particulares de la ciudad, por acuerdo con el obispo Manuel Fulcheri. Al intensificarse la persecución religiosa, el obispo dio por concluidos los cursos en septiembre y mandó a sus casas a los seminaristas hasta nueva orden.43 Carente de medios de manutención, aquel aspirante a sacerdote no tuvo más remedio que emplearse en los más diversos “destinos”; comenzó ese mismo mes como cargador en el molino de trigo de su pueblo, con un sueldo diario de un peso, en pocos meses fue ascendido a administrador y luego a gerente de la empresa.44 Esta era, por cierto, una de las varias empresas de beneficio público fundadas por el padre Antonio Gracián, sacerdote de la misma diócesis, profundamente comprometido con el catolicismo social y personaje muy admirado por Francisco Esquivel, al que dedica un buen número de fojas del escrito, así como a la fascinante corriente de los católicos sociales; como lo lamenta el autor del Mamarracho, aquélla terminaría arrasada por el carrancismo anticlerical en la década anterior, y ya en los años veinte por los gobiernos de la posrevolución. En ella había cobrado una enorme relevancia el obispado zamorano.45
Alrededor de un año después, en septiembre de 1927, se abrió una nueva oportunidad para proseguir sus estudios, ya no en Zamora sino en la ciudad de México —el Seminario zamorano seguía cerrado—, Esquivel renunció a la gerencia del molino, y junto a otros dos paisanos seminaristas, continuaron la carrera sacerdotal en la capital mexicana.46 Demasiado breve fue este feliz reinicio vocacional: a fines de enero de 1928 la policía capitalina irrumpió en el Seminario y lo clausuró. Alumnos y profesores fueron apresados y conducidos “a los sótanos de la Inspección General de Policía [incluido] el obispo auxiliar de México”;47 echados del Seminario sin más ropa que la puesta, “nos robaron absolutamente todo”: libros y cuadernos, “los pupitres y hasta el edificio”; de los dormitorios, la policía se llevó los colchones y la ropa de cama. Confinados todos en celdas subterráneas y en condiciones infrahumanas, “el sótano en que a mí me tocó estar, tendría de cupo solo unos 25 metros cuadrados; y allí nos encerraron a unos cincuenta seminaristas. La losa de cemento que cubría aquel sótano tendría cuando mucho como un metro y cincuenta centímetros de altura, de modo que no podía uno permanecer erecto, sino solo encorvado”; en el piso en declive escurría agua de día y de noche.48
Quien décadas después sería cardenal de México, el entonces sacerdote Miguel Darío Miranda, se encontraba ese día en la misma prisión y en otro sótano idéntico, por haber sido sorprendido impartiendo una clase de religión a un grupo de Damas Católicas.49 Las decenas de seminaristas arrestados fueron luego conducidos al patio de la prisión, en donde el general Roberto Cruz —responsable unos meses antes del fusilamiento del padre Pro— les ordenó dar un paso al frente a quienes fueran profesores del Colegio Seminario. “Y me acuerdo, como si ahorita lo estuviera viendo —prosigue Esquivel—, que el primero en dar el paso al frente fue el padre don Juan Segale”, profesor de Física, “quien se paró no acobardado, sino muy erguido y vestido aquel día con una gran gorra texana, un paliacate atado al cuello, un grueso suéter de color guinda, un pantalón brich y unas botas de minero”. El oficial que había dado la orden le dijo: “Usted no parece un profesor sino un militar, a lo que Segale, con voz vigorosa, solo contestó: Ojalá lo fuera”.50
Según el escrito autobiográfico, el general Cruz comenzó a leer un discurso avisándoles que serían puestos en libertad, a condición de que “abandonaran esa absurda carrera que tratan de seguir”; espontáneamente, todo el alumnado comenzó a abuchearlo, desconcertando por completo a Cruz, quien suspendió la lectura y ordenó que fueran llevados a los mismos sótanos. De alguna manera —el autor afirma que nunca supo cómo se enteraron— muchas familias de la capital supieron que serían liberados, y acudieron en sus automóviles a las puertas de la prisión para recoger a los estudiantes y conducirlos a sus casas.51
La identidad de la señora que les dio alojamiento a él y a una veintena de compañeros la revela el mismo escrito: “era la mamá de un coronel Garduño que daba por entonces clases en el Colegio Militar de la Ciudad de México, allá en Popotla. En aquella casa, al amanecer, aquel coronel Garduño se paró ante nosotros muy firme, muy rasurado, elegantemente uniformado y muy serio nos dijo: “¡Ah… pensaron escaparse, y a dónde vinieron a caer!”.52 La madre entonces lo corrige y lo exhorta a auxiliarlos, y el coronel, ya sonriente, nos dijo: “No se asusten jóvenes, yo mismo fui el que le dijo a mi mamá que fuera en mi carro a recogerlos”, obsequió a cada uno con monedas de plata, y le regaló una fina gabardina a Esquivel. Luego de hospedarse con otra familia católica cerca del Bosque de Chapultepec, tres días después decidió regresar a su tierra natal. No volvería nunca Esquivel a encontrarse con aquel caritativo coronel.53
El 2 de febrero de 1928, ya en Purépero, sin esperanzas de reanudar sus estudios, sin dinero y sin trabajo, el seminarista consiguió rápidamente un empleo como cobrador de camión. En este punto de la narración Francisco Esquivel da cuenta del intenso proceso reflexivo que lo llevará a tomar una decisión crucial: resentido por el saqueo del Seminario a manos de la policía capitalina, testigo del mal trato dado a los católicos y de las continuas violaciones a sus derechos, “sabiendo yo cómo estaban fusilando o colgando a muchos padres solo por ser sacerdotes, y a otros hombres honradísimos solo por ser buenos católicos; […] y habiendo leído detenidamente el Manifiesto del general don Enrique Gorostieta Velarde”, decide abrazar la lucha armada.54
LAS MEMORIAS DEL PADRE FRANCISCO ESQUIVEL (A) CAPITÁN VILLALOBOS, II
Páginas de un diario55
A partir de estas reflexiones pasamos a las fojas del segundo expediente autobiográfico, con las palabras iniciales: “Mi suerte está echada. ¡Dios bendiga mi resolución!”. Así se expresa el autor cuando faltan solo dos días para la salida del tren a México; él y dos de sus compañeros seminaristas, paisanos además, viajarán de ahí a Roma para proseguir sus estudios en el Colegio Pío Latino Americano. El joven de 23 años ha recibido varias insistentes cartas del padre Plancarte, “tratando de persuadirlo a que se vaya con ellos”; vacilante, se ha resistido a tan tentadora invitación “porque siento que Dios me quiere en otra parte. Solo él y yo sabemos la lucha tremenda que he tenido que librar en mi interior en estos días. Pero ahora que he resuelto quedarme”, se siente en paz y tranquilo.56
A pesar del privilegio de estar entre los designados por el padre Plancarte para emprender el viaje de Zamora a Roma, ese “halagador sueño”, se ha desvanecido durante la intensa introspección que ha orillado a Francisco Esquivel a tomar una alternativa radicalmente opuesta, negándose a “salir de mi Patria, desgarrada, ajada, herida, regada con la sangre de muchos hermanos míos que se han levantado en armas y luchan por un grande y sagrado derecho!” Confía además en que, al restablecerse la paz, retornará a los estudios eclesiásticos “con el brío y el fervor de mis primeros años”.57
Manifiesta estar dispuesto al sacrificio de su vida: “¡Moriré contento, con el grito de ¡Viva Cristo Rey! en mis labios […] luchando por un derecho de Cristo y mío. El suyo, derecho de Rey ultrajado al que pretenden desterrar; el mío, de súbdito que quiere servir a su Señor”.58 Aunque da por hecho que sus colegas lo juzgarán de loco o se burlarán, el joven Esquivel confía sobre todo en que, si el Señor lo había llamado inicialmente al Seminario, ahora Él mismo lo convocaba a luchar por el derecho de libertad religiosa.59
Recuerda asimismo los instantes cruciales de las despedidas en su tierra natal. Mientras sus condiscípulos marchan “hacia lo que han deseado con ahínco [con] una ilusión grande y sublime”, a él lo espera una suerte muy distinta, llevando “la alegría y la esperanza en el corazón porque voy a luchar por Cristo y porque si Él lo quiere […] venceremos en la lucha”. No sabe si volverá a ver a sus seres queridos, “¿O quedaré quizás tendido en el campo de batalla, con el corazón frío… sin vida… atravesado por una bala? ¿Y mi cuerpo, perdido entre tantos otros podrá siquiera ser recogido para darle sepultura?”.60 Reflexionando en la doble dimensión de lo divino y lo humano, se cuestiona si su vocación no será “Una exótica y fragante flor tronchada; una ilusión grande y sublime”, segada “por una muerte gloriosa, sí”, pero a la que teme su propia naturaleza. Y da gracias a Dios por haber sentido en profundidad su “llamada a la lucha en compañía de mis hermanos por tu Santa Iglesia perseguida”. Finalmente se despide con gran exaltación de su madre y hermanos, llevando “en mi corazón, grabados con el fuego de la despedida, vuestros rostros […], ¡En vuestro nombre voy a la lucha!”.61
Luego de salir de su Purépero natal (“nuestros corazones se quedan en sus casitas rojas”), ya en Zamora, en los andenes, los momentos en que se acerca el tren para abordarlo no son menos sobrecogedores; finge ante sus compañeros Gonzalo y Luis un contratiempo ya que debe de arreglar todavía algunas cosas en Zamora, asegurándoles que se reunirá con ellos en México. “Al fin, un fuerte silbatazo de la locomotora que anunciaba a los viajeros la pronta salida del tren, y que a mí me sonó la trompeta de gloria, vino a librarme de aquella situación embarazosa”. Mostrando cada vez más sus notables dotes literarias, tras los abrazos y la despedida, inimaginada por sus compañeros, leemos la emocionada descripción de la partida del tren, en aquel punto de quiebre en su vida.62
EL CAPITÁN VILLALOBOS
En el mes de octubre de 1928 y a través de un amigo de Zamora (Gabriel Vargas), supo el joven Esquivel de una partida de cristeros que se acercaría a Jacona al mando de un tal general [Gabriel] González —seudónimo del ex militar federal Fortunato Tenorio, compañero de armas de Gorostieta— , para recibir un cargamento de parque.63 Así, provisto de una cobija, un morral y una pistola oculta, parte a lo desconocido. La caminata nocturna por el campo da pie a este sensible narrador para desplegar un hermoso relato costumbrista, hasta encontrarse en plena madrugada con el grupo cristero que merodeaba por esos contornos:
El cielo, con unas cuantas estrellas que brillaban débilmente, empezaba a encapotarse; varias nubes subían del norte, grises, amenazadoras, con prisa. […] Noche plena de sus ruidos. Sinfonía nocturna. Aquí y allá el monótono canto del grillo y el estridente y largo […] larguísimo berrear de los becerrillos de agua en las orillas de los charcos y vallados. Jugar del viento con las bulliciosas hojas de los árboles y de las plantas. De cuando en cuando, sobre mi cabeza, el prolongado sisear de una blanca lechuza, que se perdía luego en la oscuridad, a lo lejos. […] Yo caminaba en silencio […] caminar largo, a la ventura. […] Ya casi perdida la esperanza de encontrar el campamento cristero aquella noche… de pronto algo vino a romper aquél, mi ruidoso silencio. Una voz fuerte, cercana, gritó “¡Alto ahí. Quién vive!”64
Tras identificarse con el grito de “¡Cristo Rey!”, Francisco Esquivel sabe que ha llegado a su destino. Ya entre sus compañeros de armas, el autor reconoce que su talante humilde y su físico “no les daba muy buena impresión”; tampoco podía adivinar el modo en que habrían de someterlo a prueba para iniciarse en el combate. Las emociones que le provoca su encuentro con el grupo de cristeros, son esenciales en esta narración: compartir la cena y, antes de acostarse, rezar sus oraciones habituales, “por primera vez, como soldado de Cristo Rey”, con aquéllos que serían “mi nueva familia de allí en adelante […] mis compañeros de ideales y de infortunios […] mis nuevos hermanos […]. Y casi para dormirme empezó a llover, lluvia lenta, menuda, callada, hermanándose con mis silenciosas lágrimas”.65
Algunos días después, el mayor que encabezaba el centenar de rebeldes al que Esquivel acababa de incorporarse, supo de la presencia en una población cercana de un grupo de “callistas”.66 Sin comunicarlo a nadie, decidió atacarlos; tras una lluviosa jornada nocturna, en la madrugada abandonaron el camino para retomarlo un kilómetro antes de la loma en donde estaba apostada la avanzada federal, en plena oscuridad.67 Luego de hacer alto, aquel mayor mandó llamar a uno solo de sus hombres: el exseminarista recién reclutado; le ordenó apearse del caballo y proseguir ambos la caminata. Apenas unos cuantos metros antes de llegar a la cumbre de aquella loma, cuando
[…] el centinela de la avanzada callista tal vez oyó el ruido de las jaras que se quebraban a nuestro paso, porque inmediatamente nos marcó: ‘¡Alto, ¿quién vive?!’. Pero aquel temerario mayor que ya iba prevenido, por toda contestación le comenzó a descargar su 45. Mientras que yo, que iba manicruzado por no saber a lo que íbamos, pronto desenfundé mi pistola y se las comencé a disparar a donde salían los flamazos de aquella avanzada de callistas. 68
El mayor y el exseminarista continuaron el sorpresivo tiroteo sobre los federales, que salieron en huida mientras la caballería cristera se lanzaba sobre ellos, matando a algunos de los que huían y capturando vivos a dos soldados. Concluida aquella insólita escaramuza, su bautizo de fuego, Esquivel le reclamaría a aquel temerario mayor: “¿Por qué no me dijo a lo que veníamos. ¡Pues yo venía manicruzado y sin desenfundar mi pistola! Carcajeándose, solo me dijo: […] te quería dar una caladita. Pero sí vas a poder… sí vas a poder. Ya vi cómo empujas”.69
Luego de varias jornadas de caminata a través de los cerros, el 24 de noviembre de 1928 se encontraron con el general González, cerca de Santiago Tangamandapio, y le entregaron el parque. Ese mismo día, el mayor recibió una fina yegua de sangre inglesa —casi de seguro robada a algún rico de la región por el oficial cristero— y, “en presencia del general González, de los coroneles José María Méndez y Ramón Aguilar, y de sus estados mayores”, le ordenaron al joven recluta ensillarla y calarla. El exitoso amansamiento de la yegua le permitió seguir montando aquel fino animal, al tiempo que quedaba incorporado a la tropa del general González. El día 26 de noviembre, en un combate librado en el Rancho del Compromiso, cerca de Chavinda, resultaba mortalmente herido el general; al día siguiente fallecía, cerca de Santiago Tangamandapio.70 Su muerte hizo que Francisco Esquivel cambiara de jefe y de tropa —y perdiera el privilegio de seguir montando aquella yegua inglesa—, quedando desde ese momento a las órdenes del coronel Ramón Aguilar.71
VIOLENCIA, MUERTE Y RELIGIÓN: MEDITACIONES “A RAS DE TIERRA”
Ya en su faceta del Capitán Villalobos, una constante en estas Páginas de un diario es la introspección, ardua, punzante, como los párrafos que dedica a la proximidad de la muerte:
¿Por qué al sentirla a nuestro alrededor, al encontrarnos a un paso de ella tiemblan nuestro cuerpo y nuestra alma? Hoy he estado con la muerte, he estado junto a ella […] He sentido su helado aliento invadir mi cuerpo y sacudir mi alma en las vibraciones de una emoción indecible […] asombrosa […] terrorífica […] Sin duda que ella veía en mí la presa segura y próxima, pero […] “No caerá ni un solo cabello de vuestra cabeza sin que lo permita vuestro Padre que está en los cielos”.72
Concluida con fortuna la arriesgadísima escaramuza, Esquivel retoma ese debate interior: “Señor, ¡qué vanas y huecas me parecen las explicaciones que los que no tienen fe, dan a los desenlaces favorables! ¡Buena suerte!... ¡Casualidad! Hoy he visto palpable, tangible, tu Providencia divina sobre mí, pobre criatura tuya. ¡Te agradezco infinitamente, Señor!”.73
Del mismo modo, tras una importante victoria en Ecuandureo, en vez de describir la acción de armas nuestro personaje vuelve a la meditación sobre la violencia, la guerra y la muerte:
¡Qué honda y amarga tristeza siento en el alma después de cada combate! Después de la gran emoción que embarga mi espíritu durante la lucha, esperando a cada instante la muerte que puede llegar de todas partes, después de la alegría inmensa y natural que sobreviene a cada victoria; después del acerbo dolor, de la profunda agonía que siente el corazón con cada derrota, nos invade esa tristeza negra y profunda a tal grado que logra superar mis demás sentimientos.74
Y la amargura que le transmite el campo de batalla al terminar el combate: “¡Visión dolorosa, preñada de muerte y de agonías, de cadáveres sin número, de hombres cuyo corazón hace algunos instantes todavía palpitaba con las vibraciones de la valentía y del arrojo, de la hombría y la nostalgia del hogar lejano, del cariño hacia unos pequeños y una mujer que en vano esperarán ya su regreso!”. Lo estremecen “los miembros mutilados, llenos de tierra, barro y sangre” y el contraste entre los “rostros pálidos, serenos” de algunos cadáveres y las “muecas terribles, asquerosas, imborrables”, de otros. “¡Campo de batalla! […] Quejidos, llantos de los que aún tienen un hálito de vida […] alaridos que penetran en el alma y la hacen sufrir indeciblemente, alaridos punzantes, candentes”.75
Una enorme tristeza le invadía el alma, escribe Francisco Esquivel (a) Capitán Villalobos, al disponerse a cumplir las órdenes de recoger lo que se pudiera: armas, municiones, vestidos, una tarea sencilla pero repugnante: “¡Quitar los rifles, pistolas, cuchillos, por la fuerza, de aquellas manos rígidas, frías, apretadas, de los cadáveres que con sus ojos sin vida, vidriosos, desencajados, nos miraban! […] Despojar de sus vestidos aquellos cuerpos inertes, ensangrentados, pesados, inflexibles […] Solo el que ha hecho esto puede experimentar el terrible sentimiento que invade el corazón al hacerlo”.76
En el resto de estas Páginas se sintetizan incidentes y episodios de la vida en campaña (unos cuantos meses más, hasta junio de 1929) del seminarista transmutado en combatiente, que habría de alcanzar el grado de capitán, de muy diversa índole. Quizá lo que más toca las fibras sensibles de su autor, es la azarosa facilidad con que parecen intercambiarse la vida y la muerte en la cotidianeidad de la guerra, y de ahí la conmoción que le provoca, después de una escaramuza, dar muerte por propia mano a un soldado callista oculto, quien a su vez iba a disparar sobre un compañero cristero desprevenido.77
En este autorretrato durante su etapa bélica, complementario al del seminarista Francisco Esquivel (trazado en el Mamarracho de algunos de mis recuerdos), el Capitán Villalobos ya no se escinde ante la disyuntiva conceptual, abstracta, de la paz o la guerra, la carrera sacerdotal o las armas. Sus reflexiones son ahora concretas y dolorosas, se insertan en un ámbito más humano, lo atormentan la muerte y los sufrimientos causados por el propio soldado cristero en sus adversarios —tan humanos como él—. La disyuntiva que lo desgarraba sobre sus dos posibles futuros ha dado paso a la cavilación sobre las inexorables consecuencias de la opción asumida: los horrores de la guerra.
Vale la pena destacar, asimismo, la descripción de la misa a la que asiste la tropa —constituía un suceso insólito para aquellos combatientes la presencia de un sacerdote en el frente de batalla o en el campamento—, relatada con éxtasis: “una dicha indecible, inmensa, encajada en una mañana radiante de junio”, oficiada por un anciano sacerdote y en donde la Eucaristía adquiere su profundo significado de identificación entre las vidas divina y humana.78 El reconcentrado fervor y la conmovedora atención con que se registran los detalles del oficio religioso y de su escenario, y aun el vestuario del clérigo, expresados mediante inspiradas metáforas, nos permiten entrever que el capitán cristero no ha abandonado sus intenciones sacerdotales: la vocación no se ha extinguido.
Es igualmente reveladora —por omisión—, la ausencia en estas páginas de toda referencia al fin de la guerra, en junio de 1929. Sobre los “arreglos” y el vergonzoso licenciamiento cristero que el propio Capitán Villalobos debe haber pasado como un gran trago amargo, nada nos dice este Diario. Podemos arriesgar una conjetura: quizá el combatiente, próximo a dejar esa faceta para volver al camino de su vocación original, decidió optar por el silencio, como tantos otros compañeros de armas, a pesar de sí mismo, respetando por anticipado la disciplina eclesiástica, cuyo estado pensaba asumir en un futuro próximo.
Un episodio cuya audacia es más propia del género de aventuras, narrado minuciosamente y que aquí se reduce a lo indispensable, lo protagonizan el Capitán Villalobos y un grupo de veinticinco hombres que se disfrazan con el uniforme de soldados federales, y fingen llegar como refuerzo a una población en la que su Defensa Social espera el ataque cristero. Los rebeldes necesitan armas, urgentemente. Villalobos se presenta como capitán del ejército federal, y hace comparecer al jefe de la Defensa del pueblo para reclamarle que algunos vecinos del lugar dan auxilio a los cristeros (los miembros de la Defensa no han podido evitarlo). En castigo, el general que les proporcionó sus rifles Máuser ha decidido quitárselos; armas y parque deberán entregársele. Le asegura que los cristeros no atacarán; avergonzado, el jefe de la Defensa acata las órdenes superiores y sus miembros entregan armamento y municiones a la tropa de cristeros disfrazados de “callistas”. El éxito de la estratagema es completo, ¡incluso Villalobos ha firmado un recibo!79
DE NUEVO EL SEMINARIO… Y AL FIN EL SACERDOCIO
El escrito, a partir de su sección VIII, nos traslada mediante una gran elipsis hasta 1933, cuando Francisco Esquivel (ex-Capitán Villalobos), ha reanudado sus estudios en el Seminario de Zamora.
Quizá la anécdota más insólita en una vida de por sí pródiga en aventuras, la vivió el recién incorporado seminarista ante quien era en ese momento jefe de operaciones en Zamora, el general Manuel Ávila Camacho.80 El futuro presidente de la República los mandó comparecer a él y a otro excristero, ni más ni menos que en el propio cuartel, para hacerle una proposición casi inverosímil; Francisco Esquivel pensaba que su fin había llegado. Informándole que hay orden de fusilarlo, el general le dice: “conozco tus dotes militares; en ti, muchacho, hay madera de militar; puedes servir excelentemente a la Patria en la milicia”, y le propone cambiar de nombre, quedando bajo su responsabilidad: “te llevo al Colegio Militar, costeando yo todo lo necesario para tu carrera. ¿Qué dices?”.81 El seminarista agradeció aquel inesperado ofrecimiento pero lo rechazó, asegurando al general que en su alma “estaba viva la llama de mi vocación al sacerdocio”. Ávila Camacho supuso que no le atraía el escaso sueldo en el Ejército, y reviró con otra proposición insospechada:
Tú sabes que mi hermano Maximino vive en continuo peligro, trae siempre la vida pendiente de un hilo por tener tantos enemigos. […] Es cierto que trae varios pistoleros. […] Pero de ninguno me fío. Mi hermano necesita de un hombre inteligente, vivo, rápido y diestro en el manejo del arma, y yo creo que tú puedes desempeñar bien el oficio. […] Estoy bien enterado de tus cualidades. Si aceptas hoy mismo escribo a mi hermano […] y mañana sales para Puebla a desempeñar tu oficio. […] Te tratarán bien y ganarás lo que menos pienses.82
A la reiterada pregunta de Ávila Camacho sobre si aceptaba el puesto de pistolero, Esquivel se negó una vez más:
—Créame que le agradezco con toda el alma […] pero dispénseme que no acepte su ofrecimiento. “¿Pero por qué, problemas de familia? Todo lo resolveremos…”.
—No, nada de eso. Pienso… pienso… ¡ser sacerdote! De pronto creí que se encolerizaba, […] pero contestó tranquilamente, como siempre:
—“Ni modo. Ahí no me meto…”.83
Las fojas finales de este Diario enaltecen esa constancia: “Aquella vocación no fue una ilusión rota, como la caña seca y cascada que se quiebra bajo el peso abrumador de fuerte vendaval; ni flor tronchada y marchita”. Venciendo adversidades hasta alcanzar la anhelada ordenación, el ministerio de Francisco Esquivel habría de concretarse en la conducción parroquial de Purépero (su pueblo natal), Nahuatzen, Tancítaro, Pajacuarán y muchos pueblos más.84
A modo de colofón, se cierra el escrito con una noble y hermosa anécdota, sin fecha precisa: muchos años después de la guerra, el padre Esquivel regresa a su curato tras haber llevado el viático a un muchacho gravemente enfermo, en un rancho de la jurisdicción de la parroquia de Tancítaro a su cargo. Lo acompaña el padre del joven, un ranchero entrado en años, y le dice: “Padre, desde que salimos del pueblo, trajo su merced hartos recuerdos a mi memoria vieja”, y al preguntarle el sacerdote a qué se refiere, el hombre replica:
No sé por qué, padre, pero cuando lo vide montarle al caballo, se me vino luego, luego a la mente mi Capitán Villalobos. Le monta igualito que él, naiden le igualaba en eso. […] Era un muchacho, ahora ya ha de estar grande, que peleó con nosotros allá en la Cristiada. Yo fui su asistente, harto tiempo […] Desde lo del indulto no he vuelto a saber nada de él. Zamora, enero 29 de 1953.85
COMENTARIOS FINALES
Varias son las líneas de comentarios y análisis que se desprenden de los dos escritos autobiográficos aquí trabajados. La más relevante, a mi juicio, es esta suerte de traducción a reflexiones y emociones muy concretas, personales e íntimas, del gran dilema que desveló las conciencias de un cierto sector de católicos, seglares o clérigos y, como en los casos de Francisco Esquivel y otros más, de seminaristas que vieron truncadas sus legítimas aspiraciones durante el conflicto religioso y armado de la década de 1920, y que lograron retomarlas en la década siguiente, aún bajo un nuevo periodo de tenaz persecución antirreligiosa.
El inevitable cuestionamiento sobre la violencia extrema desde la perspectiva cristiana, cobra aquí su cabal dimensión. Ya sea en la acuciante disyuntiva que afronta el joven exseminarista al tomar la decisión final, o en las escalofriantes descripciones de los enemigos muertos en combate (aquéllos que quizá han sucumbido por su propia mano); en ese papel bifronte como actor y testigo del azar infinitesimal que decide entre la vida y la muerte, y de cómo se experimenta la estremecedora sensación de su cercanía. Todo ello convierte a Francisco Esquivel —transmutado en Capitán Villalobos—, por sus capacidades simultáneas de acción y reflexión, en alma gemela del colimense José Verduzco Bejarano. Las vivencias plasmadas a través de las páginas de estas memorias reflejan, “a ras de tierra”, con dolorosa concreción, un dilema cardinal planteado desde los libros del Antiguo Testamento, pasando por los primeros Padres del cristianismo para llegar a San Agustín y Santo Tomás, hasta los teólogos que en los siglos XIX y XX sirvieron como fundamento para sustentar la legitimidad del movimiento cristero.
Al menos otras dos cualidades podemos advertir en estas memorias inéditas: las virtudes literarias del autor, evidentes en las entrañables emociones experimentadas al incorporarse a la Cristiada —apenas ocho o nueve meses que lo marcaron de por vida—, y en sus inspirados pasajes costumbristas; una voluntad obsesiva por relatar todo aquello que ha vivido, no permitir que su experiencia vital se perdiera en el tráfago de la Historia, o quedara aplastada por el muro de silencio historiográfico impuesto por Iglesia y Estado a la epopeya cristera durante casi cuatro décadas (al menos en el medio académico mexicano). Así, una y otra vez nos encontramos en estas páginas frases como “Y qué, si yo he contado lo cierto”, y muchas otras que otorgan a Francisco Esquivel (a) Capitán Villalobos una suerte de vocación “herodotiana”, hermanándolo con numerosos actores y testigos que nos legaron sus testimonios sobre la gran guerra religiosa mexicana.86