INTRODUCCIÓN
En la actualidad, el 20 de noviembre es el Día de la Revolución mexicana. Cada año, en las instituciones educativas que corresponden a la Secretaría de Educación Pública, se organizan los habituales desfiles de niños y adolescentes con la intención de mantener vivo el recuerdo de aquella revolución que, desde hace más de 110 años, retumba en los corazones de los mexicanos. También, en algunas comunidades, pueblos o zonas populares, se organizan los festejos, representaciones animadas o desfiles correspondientes con la finalidad de seguir recalcando el contenido social en el que se fundaron los cimientos de la Revolución mexicana.
Sus construcciones memoriales se profesaron y mantuvieron activas a través de la enseñanza del Estado y de las élites que lo conformaron, desde 1920 hasta finales de la década de los noventa del siglo pasado, cuando la hegemonía y el gusto por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) comenzaron a descender. Tras la llegada al poder ejecutivo en el 2000 del Partido de Acción Nacional (PAN) de tendencia derechista, y su permanencia por más de una década, se minimizó la importancia de aquella revolución de principios de siglo, cuyo origen había sido el lema antirreleccionista “Sufragio efectivo, no reelección”.
Este trabajo busca observar cómo en las conmemoraciones del 20 de noviembre, los referentes memoriales de la Revolución mexicana y su vinculación con la política de la época, fueron una bisagra para que el binomio Partido-Estado crearan los elementos necesarios para comunicar los sentimientos nacionalistas y revolucionarios a la sociedad, dependiendo de los intereses de cada una de las administraciones del Ejecutivo federal. Con ello, ubicamos la investigación dentro de la temática de los rituales políticos de la memoria y las sacralizaciones de la política del siglo XX y sus mecanismos para alcanzar legitimidad, poder y consensos políticos. Para esto, tomamos el período que abarca desde que el 20 de noviembre de 1936 cuando fue incorporado en el calendario cívico en el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), hasta el gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940- 1946), ya que a partir de dicho ingreso, la fecha conmemorativa impactó en la pedagogía que se venía llevando a cabo: el Estado se volvió el custodio de la fecha y ya no el Partido Nacional Revolucionario (PNR), como había ocurrido desde 1929 hasta aquel entonces. Asimismo, la premisa que articuló a los dos sexenios, y que se puede ver a lo largo del texto, fueron sus firmes y claras intenciones de consolidar un discurso entorno a la unidad nacional en sus rituales políticos de la memoria, más allá de asumirse como dos administraciones completamente distintas y con aspiraciones poco convergentes. En lo que corresponde a la utilización de la fecha y las expectativas de ambos, en el caso del gobierno de Cárdenas se vieron claros mecanismos y las formas de visibilizar a las mayorías populares, mientras que durante los años del ávilacamachismo, los intentos por promover con más fuerza lo étnico-ancestral y popular, se volvió el guion de las celebraciones, cuya intención buscaba la despolitización ante el ingreso de México a la II Guerra Mundial.
IDENTIDAD, PARTIDO Y PODER
Los proyectos políticos que abarcaron desde fines del siglo XVIII hasta la primera mitad del XX, para alcanzar la paz y legitimidad, recurrieron a las construcciones de sus propias memorias y narrativas del pasado con el propósito de afianzar una identidad con el resto de la sociedad.1 El pasado (la historia) y lo cultural (la etnografía) del país, constituían un mar en el que se pescaban los elementos activos, palpables o imaginarios, a los cuales cada grupo que pretendía alcanzar el poder y consolidar las bases de su nuevo programa, hacía uso de ellos con el objetivo de elaborar la comunión utópica de su aspiración final. De tal manera que, más allá de intentar comenzar algo nuevo, sus proyecciones reposaban en las aguas de las experiencias anteriores. En otras palabras, esa formulación en pasado/ presente/futuro de la que habla Reinhart Koselleck, marcó los deseos (personales o colectivos, de índole nacional o política) de las mentes de aquellos proyectos para escudriñar y realizar las cosificaciones de un tiempo específico al que ellos querían, para nutrir sus razones de existencia y mantenimiento para los años venideros.2
El liberalismo, conservadurismo, socialismo, anarquismo, comunismo y nacionalismo, buscaron inculcar a través de sus conceptos y lenguajes, una identidad en los individuos que se sentían atraídos por una de aquellas causas. Como identidad política surgió el nacionalismo y, para su mantenimiento, tanto el Estado como los grupos de poder que lo había construido —o asaltado—, apostaron a la invención de una serie de prácticas que sirvieron como espacio de sociabilización para cohesionar su grupo y, luego, a la totalidad de la población.3 Para comprender esto, el concepto analítico de “lugares de memoria” de Pierre Nora, permite ver cómo aquellas construcciones tuvieron la intención de transformar un recuerdo (doloroso) en algo vivo para aquellos que se encontraron permeados por dicha identidad. La edificación de personajes, fechas, plazas, monumentos, documentos fundacionales, consignas, himnos, desfiles, manifestaciones públicas, entre otros, obedecen a lo dicho anteriormente y, por su manera impositiva y repetitiva, podría ajustarse a lo que define Nora, como lo que “segrega, erige, establece, construye, decreta, mantiene mediante el artificio o la voluntad una colectividad fundamentalmente entrenada en su transformación y renovación, valorizando por naturaleza lo nuevo frente a lo antiguo, lo joven frente a lo viejo, el futuro frente al pasado”.4 Bajo estos parámetros, la función de estos “lugares” en beneficio de la identidad nacional, ha hecho que esta se vea como un espacio estático y activo, sublime y abominable, elitista o popular, solemne y hasta cursi en las formas y prácticas en que buscan inculcar ese reconocimiento y sentido de pertenencia étnico e histórico,5 de aquellos proyectos políticos.
Ante esto, la Revolución mexicana no fue la excepción. En la insistencia por la necesidad de esta identidad, además de nunca olvidar que dicho proceso político y social desbancó a Díaz del poder, en los años del gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) se comenzó a nacionalizar y oficializar el día de la Revolución mexicana. Es importante aclarar que la incorporación del 20 de noviembre en el calendario cívico en 1936, no indicaba que la fecha haya sido ignorada hasta ese momento por los gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios, o que respondía a un intento por intentar suplantar al 16 de septiembre y el 5 de mayo, ya que, para esos años, los miembros del gobierno habían visto a la “Revolución mexicana” como “heredera” del nacionalismo producido en el pasado liberal decimonónico; es decir, buscaban acercar al 20 de noviembre a aquellas fechas. Por otro lado, desde el gobierno de Emilio Portes Gil (1928-1930), al calor del nacimiento del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1929, la fecha conmemorativa había estado custodiada por el partido.
En la cotidianidad de los habitantes de la Ciudad de México y de otras partes de la república, la presencia y repetitividad de la reciente celebración fue marcada por un dispositivo pedagógico-festivo6 —el desfile deportivo— que buscaba demostrar alegría y organización, la cual era entendida desde el discurso oficial como la demostración de una “sana convivencia” entre los mexicanos, luego de los desgarres sociales que había representado La Cristiada (1926-1929). Sin embargo, también era aquel llamado de unidad ante el inicio de una era en la que el partido de la revolución venía a llenar el vacío caudillista que había dejado la muerte de Álvaro Obregón en 1928.
De tal forma que, entre 1930 y 1935, el desfile deportivo del 20 de noviembre estuvo signado bajo el espíritu de convocar a militares, burócratas, campesinos, obreros y sectores sociales que el PNR necesitaba que se visualizaran ante la sociedad. Del mismo modo, para el Estado posrevolucionario, la fiesta tuvo dos aspectos muy importantes; por un lado, el músculo, expresado en la disciplina como sinónimo de la moral del nuevo hombre revolucionario (en la vida cotidiana y el partido) y, por el otro, un discurso nacionalista anclado en lo histórico y lo étnico, muy característico de la posrevolución, pero en el que se presentaban las consignas y banderas de aquel nuevo caudillo burocrático. Alan Knight, afirma que el impulso del Estado por una nueva moral revolucionaria, buscaba dejar atrás el atraso que representaba la manipulación y la ignorancia de la Iglesia católica y otros sectores conservadores (empresariado nacional e internacional y clases medias),7 pero no hace hincapié en que dicha moral también nutrió a la centralización del poder por el PNR, figura capital en los principales episodios que marcarían el nuevo escenario de la política nacional.
Con estos elementos descritos, “la revolución” (como cándidamente se llamaba) se estableció como una “religión política”8 en la vida de los ciudadanos de la primera mitad del siglo XX, algo equiparable a aquellos fenómenos que surgieron durante la construcción de los Estados modernos y los mismos procesos de secularización de lo político. Aunado a la devoción típica de una religión política, el PNR se transformó en el custodio de los designios de la revolución (entendida como algo sagrado) y, para efectos de sus celebraciones, fue su principal oficiante, el cual implantó un ritual institucional de la religión y moral revolucionarias que se intentaban inculcar entre los mexicanos como una nueva identidad política, además de la cívica, que buscaba la socialización de fuerzas y tendencias partidistas de la vida nacional dentro del binomio partido-Estado.9
LA CONSTRUCCIÓN DEL LUGAR DE MEMORIA: PRÁCTICAS Y SUJETOS
El 20 de noviembre de 1936, El Excélsior reseñaba la noticia de la aprobación por parte de la Cámara de Senadores de la propuesta presidencial de decretar el 20 de noviembre como el “Día de la Revolución Mexicana”. A pesar de que su oficialización comenzaría al año siguiente,10 ya el día memorial ingresaba en el calendario de festividades patrias. La revolución estaría a la par del 16 de septiembre y 5 de mayo, fechas que bordaban las líneas de bronce de la historia nacional.
No había sido fácil la integración del 20 de noviembre en el calendario cívico. Por mucho tiempo se había esperado darle un importante reconocimiento a aquel acto de rebeldía, que Francisco I. Madero había impulsado con su Plan de San Luis en 1910 y el impacto revolucionario que tuvo sobre la dictadura de Porfirio Díaz (1880-1911).11 Incluso, en 1911 se había propuesto la necesidad de un festejo nacional de aquella tarde de noviembre12 y, con el avance de los años, la fecha había sido tentativa a varias modificaciones o propuestas para festejarse, respondiendo a la parcialidad política o preponderancia de algún sujeto o colectivo, algo muy común en el recuerdo que reposa en las memorias fragmentadas.13 Con dicho ingreso, en 1936 se llenaba no solo un vacío memorial (ya que no se sabía qué hacer con la fecha del inicio de la revolución),14 sino que se lograba de una vez por todas institucionalizar en el desfile, un lugar de memoria que permitiera mostrar la pedagogía de la revolución de manera oficial a las nuevas generaciones.15
Para estos años, la Revolución mexicana era entendida dentro de la lógica de las cosificaciones memoriales, como un proyecto a largo plazo continuo, dinámico y cambiante; considerando que allí se encontraba la identidad y mística de la misma. Asimismo, con la puesta en marcha del Plan Sexenal por el cardenismo, con la intención de llevar a cabo una profunda radicalización en los problemas económicos, políticos y sociales aún no resueltos por la revolución, se evidenció una honda aceptación por las masas populares, campesinas y obreras que se sentían redescubiertas tanto por el gobierno como por el partido, de tal manera que lo cambiante de la revolución era entendido en su misma dinámica memorial.16 Fenómeno del que las celebraciones no pudieron escapar.
En cuanto al ritual, es importante destacar que con el empeño de resaltar al “gobierno revolucionario” o la “nueva democracia”, los cardenistas crearon paradas o manifestaciones políticas para celebrar el día revolucionario, además de los desfiles deportivos como el espectáculo inaugural de los Juegos Deportivos de la Revolución. Si bien es cierto que en ambos desfiles se buscaba mostrar, tanto los contenidos revolucionarios como los contingentes, a través de una programación,17 la fecha sirvió también para presentar las propuestas y resaltar aún más los contenidos revolucionarios del gobierno. Es decir, tal y como había ocurrido con las fechas conmemorativas de alta raigambre en otras experiencias, las narrativas del pasado oficial se entrecruzaban con la realpolitik por parte de sus oficiantes, dejando que el ritual, más allá de sus prácticas y coloridas representaciones, quedara supeditado a los mensajes del presente político. Al fin y al cabo, el fin era construir y resaltar las identidades políticas y lealtades colectivas en función a una religión y moral revolucionarias que, para aquel entonces, necesitaba el binomio PNR-Estado ante los sectores opositores.18
En esto, las manifestaciones de apoyo, entendidas como espacios de interacción de las voluntades colectivas, definían al sujeto visibilizado que aparecía en la pluralidad de la sociedad a través de demandas concretas alcanzadas.19 Desde luego que todos los colectivos tenían un origen en la revolución, pero lo que se quería rescatar en el cardenismo era, por encima de todas las cosas, la esencia y “alma” de la revolución y de México a través de la política nacionalista del Estado.20 Tal como lo afirma José Gómez Izquierdo, “El nacionalismo también puede definirse como el nuevo estilo político de control sobre las masas”.21 Es decir que, como lugar de memoria, con la aprobación de la oficialidad del 20 de noviembre, a los cardenistas y miembros del PNR les caía como anillo al dedo para que elevaran la importancia y transcendencia histórica de los veteranos de la revolución22 y mostrarse como un gobierno que alcanzaba las promesas sociales.
Para 1936 la fecha revolucionaria tuvo algo significativo: el reparto agrario en La Laguna. Esto respondía a una de las primeras reivindicaciones ofrecidas por los líderes de la revolución entre 1910-1917 y que había comenzado a mermar durante el Maximato (1929-1935), generando así un descontento en el sector campesino. Ese año, como parte de este sujeto reivindicado por la política cardenista, los diputados se reunieron en el Congreso de la Unión para rendirle un homenaje a los veteranos.23 “De uno de esos palcos colgaba un cartelón de lienzo que decía: «La Confederación Nacional de Veteranos de la Revolución, fraternalmente unida al proletariado, respaldará, en cualquier terreno, la obra inmensamente revolucionaria del ciudadano general Lázaro Cárdenas»”,24 fue alguna de las impresiones que recogió un reportero de Excélsior.
La reivindicación de los revolucionarios rurales también estuvo en la boca del presidente, quien informó el 17 de noviembre de 1936, desde La Laguna, que “Los luchadores que en La Laguna empuñaron las armas en 1910, recibirán tierras, crédito y aperos”. Y, afirmaba para el periódico oficial del gobierno, El Nacional, que:
[…] se ha hecho un padrón con los veteranos de esta comarca que se dediquen a la agricultura, a fin de dotarlos de parcelas, organizándolos en la forma ya ensayada con éxito por los Bancos Nacionales de Crédito Ejidal, para otorgarles anualmente los implementos de labranza y las refacciones que les son menester para que emprendan inmediatamente el labrado de sus tierras, coadyuvando así al éxito que se busca para el año agrícola de La Laguna.25
Dos momentos estelares contribuyeron con el imaginario político y la construcción de aquellas identidades. El primero, fue que los preparativos para iniciar la entrega del reparto agrario se pautaron para el 20 de noviembre, revelando así la importancia del día y, lo segundo, que tendría un acto “tan sencillo como simbólico”, en el que “los antiguos combatientes […] los veteranos de que se trata portarán azadas, rastrillos, palas y otros útiles de labranza con las mismas manos que empuñaron hace veintiséis años el “treinta treinta” revolucionario”.26
Esta sustitución de armas por herramientas agrícolas, buscaba, desde el plano político, una nueva concordia en la democracia cardenista y, desde el memorial, dar cumplimiento de una demanda social que se venía arrastrando desde los años de conflicto armado revolucionario; en ambos planos, los contextos recientes también tuvieron mucha importancia. En el primero de ellos, quedaron en el relieve las diferencias ideológicas entre Calles y sus acólitos y la llamada “nueva democracia” de Cárdenas. La reivindicación y el cumplimiento de la justicia implicaron las negociaciones con estas voluntades colectivas, ya que, en el primer caso, se expresó una mejora real en el reparto agrario y, en el segundo, porque llevar al centro a los veteranos rurales, permitió descender el descontento campesino contra el PNR y que este pudiera conducir a una sublevación armada. En lo memorial, nuevamente la figura de Calles, fuera de la diatriba política, ingresaba en el pasado una suerte de enemigo oligarca o piedra de tranque de los cambios sustanciales de los verdaderos dictámenes de la revolución, un personaje que los cardenistas acercaron más al mismo Porfirio Díaz.27
Pero ni tan casual había sido que aquellas manos ya no portarían las armas para un nuevo alzamiento. El segundo acto simbólico se llevó a cabo cuando el primer mandatario visitó en Santa Lucía, Coahuila, a los “aguerridos y temibles “dorados” de la División del Norte, que en sus mocedades combatieron a las órdenes de Pancho Villa”, quienes recibieron tierras, arados, tractores y semillas. En dicha entrega, Cárdenas dijo que la política ejidal “sirva para hacer la felicidad de México y mantener la paz de la nación”, a lo que el viejo camisa dorada y villista, Fernando Murguía, frente a otros veteranos, como Nicolás Fernández y Lorenzo Ávalos, respondió:
Con este rifle —dijo— peleé en la Revolución hasta que mi general Villa se retiró a la hacienda de Canutillo. Lo guardaba con mucho cariño, pues siempre me recordaba los combates en que había tomado parte; pero ahora debe estar en manos del general Cárdenas, para que no olvide que aquí lo queremos mucho por todo lo que ha hecho por nosotros. Y, amigo —agregó—, no vaya a echar mentiras en su periódico, porque me las paga. Acuérdese de que soy de los meros dorados.28
Los afectos cariñosos, dada la fuerte presencia de las relaciones patriarcales en la cosmovisión popular campesina, mostraron el sustrato cultural a través del acato a la autoridad o el líder que les brindaba la mano ante los problemas económicos. Así, la reivindicación, la justicia social o la solución a los problemas de los sectores más bajos, además de la organización social que buscaba el gobierno, sirvió como medida de contingencia para frenar los intereses de algunos sectores oposicionistas y, quizá lo más esperado, para crear las lealtades incondicionales —incluso de sumisión—de las masas populares, las cuales fueron necesarias y útiles ante la autoridad de un Estado fuerte y nacionalista que tanto buscaban los cardenistas.29 La transformación de los veteranos como nuevos ejidatarios, dentro de las estrategias de la economía nacional,30 se tradujo en la presencia de un brazo fuerte dentro de la política de movilización cardenista y la conducción a una hegemonía política, tal y como terminó ocurriendo con la dependencia que tuvo la Comisión Nacional Agraria (CNA) con el poder estatal.31
Si los campesinos quedaron visualizados y reivindicados como los herederos de la revolución social, en el caso de la Ciudad de México, la fecha se llevó a cabo resaltando a las organizaciones obreras y sociales que marcharon ese día hacia el Palacio Nacional para manifestarle sus lealtades al presidente. Dicha lealtad al Ejecutivo, que en los últimos años del Maximato había sido prácticamente inexistente dada las pugnas laborales, cobraba un tono distinto a través de la construcción de la llamada “unidad con el gobierno”,32 cuya cabeza, entre otros, era Vicente Lombardo Toledano y su Confederación de Trabajadores de México (CTM), importante bastión para las movilizaciones de masas en el cardenismo.
Pero la presencia de los obreros organizados no era casual durante la institucionalización del 20 de noviembre. El gobierno había resuelto un nudo gordiano que había tomado presencia en años anteriores, y era el carácter de día de júbilo que no poseía legalmente la fecha, ya que en años anteriores muchos jefes de comercios e industrias se negaban a conceder a sus trabajadores el día de descanso.33 Con esta transformación de día nacional de la Revolución mexicana, en el caso de las organizaciones obreras, especialmente la CTM, ya no había necesidad de solicitarle al ejecutivo nacional la aprobación de un paro de doce horas. Algo importante a destacar, es que durante los años en que se mantuvo el desfile político en la Ciudad de México, más allá de que el binomio gobierno-PNR figuraban como los organizadores de dicho acto, las fuerzas de trabajadores y campesinos aparecían con gran protagonismo, como reclamando la simbología y significancia de aquel día, tal y como se verá más adelante.
Ese día, desde horas de la mañana se convocó a un paro laboral y los trabajadores pudieron asistir al desfile programado en la Plaza de la Constitución.34 A pesar del orden que habitualmente tenían las marchas revolucionarias en la capital, en esta ocasión hombres, mujeres y niños marcharon desde varios puntos del centro capitalino para escuchar a sus líderes y lanzar odas al presidente y su política. Entre los puntos se encontraba la avenida San Juan de Letrán, avenida Francisco I. Madero, cercanías al Monumento de la Independencia en Paseo de la Reforma, avenida Juárez35 y avenida 20 de noviembre, inaugurada ese mismo día luego de dos años de construcción, y que no gozó de ninguna ceremonia rimbombante36 (Ver mapa 1).
Cerca de 50 000 espectadores obreros se dieron cita en el Zócalo capitalino y en las consignas, por más variopintas que fueron, tocaron tres aspectos resaltantes: el apoyo al primer magistrado y sus políticas de gobierno, el respaldo al Ejército nacional y el repudio al fascismo. La tribuna fue ocupada por el Comité Nacional de la CTM, presidido por Vicente Lombardo Toledano; los senadores Gonzalo N. Santos, Nicéforo Guerrero y otros; miembros del PNR, entre los que destacaba Esteban García de Alba y Arnulfo Pérez Hernández; representantes de los republicanos españoles, el diputado socialista chileno Manuel Eduardo Hubner y el comunista obrero Elías Lafertte Gaviño, estudiantes, entre otros.37
Una vez que el cielo capitalino fue surcado por 18 aviones de la Fuerza Aérea Mexicana, se marcó el tiempo de los discursos. Estos no escaparon de promover los imaginarios políticos que estaban vivos en ese momento tras la aparición de aquellos sujetos populares reivindicados. El primero en pasar a la tribuna de oradores fue Rafael Correa, en nombre de la Confederación Nacional de Veteranos de la Revolución, quien dijo:
Campesinos, obreros y soldados: Llevamos en el alma el sinsabor de los incomprendidos. ¿Cómo es posible, pues, que los tres principales factores del conglomerado estemos distanciados? La idea de esta comunión de almas, que llena de gozo a todos los que combatimos por un gran ideal, siembra pánico y pavor entre patrones y tiranos.38
Por la Escuela de Estudiantes Socialistas de México, Natalio V. Pallares, representando a la juventud que se encontraba allí, dijo: “[somos] los herederos de los principios socialistas que son norma y base de nuestra Revolución, a la que pondremos siempre en marcha para que no se detenga, y estamos acordes en seguir a las masas de trabajadores”. También los republicanos españoles recién llegados a México tomaron la palabra, como fue el caso de la comunista Caridad Mercader, madre de Ramón Mercader —conocido años después por su vinculación directa con el asesinato de León Trotsky en Ciudad de México en 1940—, quien dirigió unas palabras a las mujeres mexicanas para que se organizaran e ingresaran de manera activa a la revolución; incluso instrumentalizó los siglos XV y XVI para justificar su presencia allí:
[…] este pueblo que fue víctima de los conquistadores, pero es que el proletariado de España no tiene culpa alguna de la rapiña y los malos tratos de que fuisteis objeto y estáis con nosotros, los que representamos el régimen legal: el de la República, del que traemos un saludo para ustedes y para el gobierno.39
También tomó la palabra León García, un representante de la Confederación Mexicana Campesina (CMC), quien dijo que como colectivo “[estarán] al lado del proletario de la ciudad, para construir una fuerza incontrastable, y que, conforme los deseos del señor Presidente, ya han girado circulares a todos sus miembros para que se apresten a integrar las reservas del Ejército Nacional”. El más esperado de todos los convocados fue el secretario general de la CTM, Vicente Lombardo Toledano, quien dio el discurso de clausura y uno de los más largos. Revelaba Lombardo Toledano en sus palabras, la idea de la permanente revolución:
Los hombres que participaron en algunas de las etapas de la Revolución y que creen, porque han prevaricado por una cuestión de cansancio biológico, que lo que ellos dieron en su época es el programa absoluto e intocable de la Revolución, se equivocaron. No son los hombres los que han creado […] el proceso de la liberación de nuestro pueblo; es la masa misma, al principio sin conciencia clara de su destino, después con conciencia perfecta de su porvenir: la masa, la que ha ido construyendo paso a paso el enorme edificio mental, el enorme edificio moral de la Revolución Mexicana.40
Con la entonación de los “cantos bélicos” de la Internacional Socialista y del Himno Nacional, se dio por concluido el acto. Ese día los sujetos reivindicados quedaron nacionalizados dentro de la revolución tanto en los hechos como en los sentimientos. Si bien, cinco años antes las masas desfilaban con las banderas e insignias del PNR, ahora estaban al frente de los discursos de la nación mexicana, en la que se imponía de manera definitiva el imaginario de las luchas sociales de la revolución de 1910.
Como lugar de memoria, la fiesta del 20 de noviembre fue creada con la finalidad de ser un espacio de sociabilización entre los protagonistas del presente político y de aquel pasado revolucionario, tal y como quedó en lo relacionado con la exaltación tanto del sujeto campesino como del trabajador y, en aquellas palabras de Lombardo Toledano, representaban el espíritu colectivo y político de aquel momento y su trascendencia por encima de los hombres. Fue, en términos memoriales, la idea de construir la nación a partir de la memoria de aquel pasado revolucionario. Mientras que, en la política de la época, la edificación moral, como unidad discursiva, ordenaba de alguna manera las intenciones a futuro que buscaba el cardenismo: hegemonía y larga vida. Transformación, evidentemente, de esa “nueva democracia” en la verdadera revolución, que en pocas palabras se sintetizaba en la estabilidad política que brindaba el gobierno.
LA UNIDAD NACIONAL: DE LOS CAMPESINOS Y LOS OBREROS A LAS INSTITUCIONES
Con la experiencia de 1936, se podría pensar que la administración de Cárdenas había transformado el 20 de noviembre en un espacio para homenajear anualmente a las masas como parte de una nueva tradición; sin embargo, para 1937 el culto a las instituciones fue el motor de ese día festivo. Para ese año, la fiesta revolucionaria que festejaba su primer año de oficialidad, convocó a los burócratas, organizaciones obreras, ligas campesinas y juventudes, a homenajear al Ejército nacional. Según los miembros de la CTM y del PNR, encargados del mitin político, “Afirmación revolucionaria con motivo del 20 de noviembre. Apoyo al régimen gubernamental del Presidente Cárdenas. Homenaje al Ejército Mexicano”, eran los tres puntos fundamentales.41
Los cardenistas, imbuidos en su nacionalismo exacerbado, homenajeaban al Ejército nacional por ser una institución que, en el fondo, representaba la fuerza, concordia y unión de los ciudadanos. No era casual que el ejército figurara como una de las instituciones más sólidas del Estado mexicano y fiel al presidente (quien venía de sus filas), luego de la depuración de militares callistas, lo que se traducía en paz para el país. Tal y como se lee el Editorial de El Nacional del 19 de noviembre de ese año:
Cuando México rememora la insurgencia popular que tuvo su principio tal día como hoy, hace veintisiete años, cabe detenerse a pensar en los conceptos que legitiman la revolución y le dan carácter de movimiento en marcha, aún después de alcanzada la victoria material. […] El pueblo se alza contra un estado de cosas que de legitimidad solo conserva la forma exterior, pues se ha distanciado del movimiento colectivo de justicia. Un anhelo de las masas no muy deforme, menos perceptible y real, las impulsa a la lucha. El hecho violento no es sino el medio de romper una coacción que no se emplea ya para imponer la ley, sino la voluntad del dictado. Sobreviene de las mayorías, depositarias de una aspiración justiciera en la guerra y creadoras del derecho nuevo en la paz.42
Ese día desfilaron 40 000 personas. Las antiguas banderas del PNR que habían estado presente desde 1931, fueron sustituidas en ese año por el tricolor nacional y la rojinegras propias del CTM.43 Se contaron las organizaciones sindicales públicas y privadas, campesinas, culturales y sociales —cuantitativamente por encima de los contingentes militares—, evidenciando no solo el carisma y la operatividad de la política de masas, sino su formación y obediencia que requería en ese momento la revolución del cardenismo.
Los oradores ya no hablaban del colectivo popular que luchó contra el porfiriato, se enfocaron más bien, en aquellos referentes históricos que les permitieron visualizar a los enemigos internos del país (la oligarquía y la religión católica, y entre los que seguramente se contaba al general Calles). El pasado revolucionario, razón original de la celebración, quedó supeditado a un presente en el que figuraban tanto el Ejército nacional como el jefe de Estado, cabeza de mando de aquél, tal y como lo afirmó Jesús Miranda, representante de la Confederación de Veteranos de la Revolución, cuando aseguraba que la esencia de la revolución estaba en la creación de “un ejército digno, cuyo jefe nato es el propio Primer Magistrado”. Para los comunistas, según su representante Hernán Laborde, era una “institución fiel con que cuenta actualmente la Revolución, cuyo programa se está desarrollando con el más completo apoyo de las mayorías”, pero a la cual también se le sumaban las fuerzas organizadas de la CTM y del PNR.44 Para Arnulfo Pérez, orador del PNR, el ejército había logrado la revolución y la paz del país “en que los trabajadores que ayer se convirtieron en soldados para reivindicar los derechos del pueblo, al volver del campo de batalla se dieron a la no menos noble tarea de cooperar a la construcción de una patria para sus hermanos de clase”, tal y como lo había dicho el presidente Cárdenas el 1º de septiembre de ese año:
Unificación de patriotismo, es decir, a la sombra de la bandera mexicana; unificación revolucionaria, es decir, a la sombra de la bandera de los trabajadores; unificación en pensamiento y en esfuerzo a la sombra de esas dos banderas simbólicas que lejos de excluirse una a la otra, se completan, y se identifican en el ideal supremo de la liberación proletaria.45
Evidentemente, el discurso de Vicente Lombardo Toledano no iba a tomar un rumbo distinto a sus antecesores, ya que para el líder de la CTM:
El proletariado apoya y respalda las demandas económicas de los soldados, de los oficiales y de los jefes, que el Presidente Cárdenas acoge con interés y simpatía como gobernante y como soldado de la Revolución y reitera al Instituto Armado del Pueblo su propósito decidido de contrarrestar la propaganda fascista tendiente a oponer los intereses de los trabajadores a los del Ejército y los intereses del Ejército a los intereses de los trabajadores, cuando tales intereses son los mismos, cuando los enemigos del Ejército son los del proletariado y, cuando la finalidad que ambos persiguen es idéntica, al amparo y bajo la inspiración de la bandera de la patria común. Nuestro homenaje al Presidente Cárdenas, gobernante y amigo del pueblo, ejemplo en el mundo sombrío de hoy, y garantía de la marcha constante de la Revolución Mexicana.46
Aquel discurso patriótico que había encontrado un lugar en aquella famosa frase “un soldado en cada hijo te dio” del himno nacional, se transformó en el llamado a la unidad nacional a toda costa, en el que no solo tenían cabida las transformaciones que había iniciado el gobierno cardenista, sino también, incidió en la defensa de los intereses nacionales contra los enemigos internos. Asimismo, a esto se le sumaba el contexto internacional, el enemigo externo (la dictadura, el anticomunismo extremo) que mostraba su cara con la avanzada del nazifascismo en Europa. Pero, además, tanto Lombardo Toledano como los integrantes de la CTM y los comunistas, al sentirse el soporte principal del gobierno de Cárdenas, se mantuvieron alertas para darle el combate necesario a los nazifascistas que intentaran quebrantar el proyecto revolucionario. Esto no fue en un sentido metafórico, ya que durante esos años la CTM había creado la Comisión Deportivo y Militar, con la intención de mostrar un país repleto de obreros dedicados al fortalecimiento del cuerpo y, por sobre todas las cosas, obedientes, fuertes y entrenados para la guerra.47
La visualización de los enemigos de la patria se transformó en una unidad discursiva en la que los vacíos significantes de la defensa de la patria comenzaron a tener más eco, mientras que al mismo tiempo, el argumento filosófico schmittiano “amigo-enemigo”, se transformó en una importante cuña política para que Cárdenas y los miembros de su gabinete se edificaran como los defensores de la patria y su soberanía.48
Los discursos presentaron a la figura del presidencialismo y al gobierno como los salvadores de los mexicanos. Cárdenas se transformó así, en el protector de las clases “proletarias” nacionales49 con los objetivos claros y definidos. Esto, en la esfera pública, era como una suerte de composición existencial y contrapeso para sus enemigos, con dualidades discursivas que los definían (como socialista/fascista, obrerista/oligarca, entre otras). Lo importante de estas nuevas resemantizaciones del sujeto popular en la dualidad y la reivindicación política, fue el afianzamiento del discurso nacionalista como moral y de la democracia mexicana como revolucionaria, ambas protegidas por el presidente y el partido. Si bien, estas afirmaciones aparecieron en la prensa oficialista, las celebraciones no escaparon de ello.
Los rituales políticos también sirvieron como laboratorios para la construcción de identidades dentro del recién inaugurado sistema del Estado corporativizado, mostrando que las masas eran dignificadas bajo el sello de la justicia social, las cuales estaban subordinadas a la misma moral revolucionaria que se había conseguido gracias al binomio del Estado y el Partido de la Revolución Mexicana (PNR en aquel entonces, y ahora, PRM). Campesinos, obreros y militares estaban integrados de manera activa, pública y radical a las filas del partido y del Estado, pero también bajo la presencia (y hasta la presión) de un discurso de nacionalismo exacerbado y de unidad nacional que los obligaba a mantenerse firmes antes de perder lo alcanzado y conquistado por el gobierno. Así lo expresó el Editorial de El Nacional de ese mismo día:
La Revolución cumple con su destino frente a las masas de México. Ella es el destino y la trayectoria del pueblo, trayectoria y destino desenvueltos incesantes a través de uno de los más profundos movimientos sociales […] Estamos viviendo el más hermoso instante de la Revolución, en el que adquiere su forma definitiva las anchas y generosas actitudes de un hombre con quien está todo su pueblo: nos referimos al general Lázaro Cárdenas.
Esta Revolución de México, que da hoy el grito de ¡PAZ PARA TODOS LOS HOMBRES!, con una solemne demostración de fuerza. La fuerza misma de la Revolución, pero organizada dentro de la disciplina del Partido. El Partido de la Revolución […] Todo el pueblo de México dividido en sectores según sus actividades económicas —el obrero, el campesino, el burócrata— pasa lista de presente en el día de la Revolución, dentro del Partido de la Revolución.50
Los discursos que ponían a la Revolución mexicana como un proceso vivo y presente, estaban intactos en la administración de Cárdenas, pero con el éxito del presidencialismo, la cara del primer mandatario también se colocaba ante las masas como el de las “anchas y generosas actitudes”, con el principal requisito de mantener vivo el presente y porvenir de la revolución a través de la importancia que tenía la inquebrantable disciplina del partido. En la contienda callejera era otra cosa. Si bien existían enemigos, también estaban los amigos de la revolución cardenista. En este juego, la lógica por centralizar la política dentro del partido, gracias a la integración de las viejas y nuevas corporaciones existentes en el país y, aunado a la demagógica idea de los “salvadores de la patria”, se hizo hincapié en los nuevos protagonistas que comenzaron a aparecer por medio de las políticas del Estado. Una prueba del realce de la educación socialista, fue el 20 de noviembre de 1938, cuando este maestro, un nuevo actor social entendido como un servidor de la nación, apareció sosteniendo la antorcha del fuego vivo revolucionario al lado del campesino, el obrero y el militar.51
En este contexto, a los espacios de socialización vinculados al pasado y a moralizar a la sociedad, se agregaron nuevos espacios que se adhirieron a la celebración. Entre 1937 y 1939, se recurrió a las instalaciones del Monumento a la Revolución —aún sin concluir— en el que se realizaron intervenciones de los notables políticos de la época; no era menester utilizar aquel suprimido armatoste metálico que había dejado inconcluso la dictadura de Díaz,52 transformado para la época en el monumento a la “comunidad” de hombres y mujeres que había dado el todo por el todo en la revolución, tal y como se podía apreciar en sus elevadas esculturas en cada uno de los puntos cardinales que bordean la cúpula. El monumento era uno de los espacios de memoria en el que se manifestaron discursos similares a los efectuados ese día.53 Asimismo, el recién concluido Palacio de Bellas Artes también fue uno de los espacios para la conmemoración del día revolucionario. Por su carácter de espacio reservado de la alta cultura, las citas que se realizaban en él también poseían el mismo tinte, ya que se organizó una velada en honor a la revolución y al recién fundado PRM. De tal modo que, en realidad, era el mismo 20 de noviembre un lugar de memoria, en el que además de la comunión tanto de mexicanos como de extranjeros por una misma idea de nación (proyecto político), estaba marcando la tradición de nuevos espacios revolucionarios: Monumento a la Revolución y Bellas Artes, que apenas aparecían en la vida de los habitantes de la Ciudad de México.
En todo esto no escapó la idea original del dispositivo pedagógicofestivo: el músculo, ya que el desfile deportivo daba pie para crear una cultura física que se había convertido en una política de Estado desde los primeros años de la década de 1930. Evidentemente, la disciplina y moral revolucionarias de las exhibiciones deportivas, permitió al cardenismo, a través de los maestros de la SEP,54 mostrarlas en otros rituales políticos de trascendencia para el gobierno, tal y como ocurrió en las fiestas de la expropiación petrolera en 1938,55 en la institución del Día Nacional de la Bandera, o en la “Jornada de la nacionalidad” en 1940, la cual podría considerarse como la campaña que dio cierre a la gestión de Cárdenas.56
LO ÉTNICO COMO UNIDAD NACIONAL
Con el gobierno del general Manuel Ávila Camacho, el tema de la unidad nacional en aquellos días oficiales del 20 de noviembre continuó con la finalidad de afianzar un sentimiento nacionalista y de soberanía contra el nazifascismo. Ese nacionalismo se mantuvo resguardado, como era de esperarse, en el centralismo del partido y el Estado, pero tuvo un vuelco en la búsqueda de rescatar la esencia del “alma” nacional, dada la presencia de la antropología cultural.
En las campañas de unificación nacional y su expresión en los rituales del 20 de noviembre, el discurso nacionalista tuvo una nueva cosificación en la transmisión de sus mensajes: la idea de nación y su relato se centraron más en lo étnico que en el pasado político. Este desmantelamiento de la reivindicación de las identidades políticas, tal y como se evidenció en el sexenio cardenista, se puede ver en la desaparición de las manifestaciones sociales y sindicales que estuvieron presentes en aquellos 20 de noviembre. El énfasis que puso el ávilacamachismo a la despolitización, se centró en rescatar aquellos orígenes éticos de los mexicanos, una suerte de retorno —por no llegar hasta el porfiritato—57 a la década de 1920, donde un Álvaro Obregón o un Plutarco Elías Calles, preferían dispositivos pedagógicos —como las artes decoraciones o los espectáculos masivos— que evocaban al México prehispánico,58 una reivindicación a los tiempos de la majestuosidad indígena, simbólicamente muerta, quieta, ahistórica y añorada en el sacro bronce nacional; todo lo contrario con la incómoda realidad de las comunidades existentes en aquel momento. Sin embargo, el gobierno de Ávila Camacho echó mano de todo lo que representara una sana convivencia, tal y como lo veremos.
En 1941 se desarrollaron los Juegos Deportivos Nacionales de la Revolución para conmemorar el XXXI aniversario de la gesta revolucionaria, actividades que duraron quince días (desde el 6 de noviembre hasta su clausura el 20 de noviembre), y los cuales:
[…] podrán de manifiesto los deseos y afanes del Gobierno para alentar el desarrollo y perfeccionamiento de las actividades del músculo en todos los sectores sociales de la Nación y, a través de sus múltiples eventos, se demostrarán prácticamente los progresos conseguidos en esta rama durante los últimos años. [En los] JUEGOS DEPORTIVOS NACIONALES DE LA REVOLUCIÓN […] su realización significa una movilización cívica de todo el país alrededor de las fiestas que conmemoran nuestra Revolución; serán un motivo de afianzamiento de los lazos de unidad nacional que debe existir entre los habitantes de todos los Estados y Territorios y constituirán un gran motivo de emulación para los deportistas, lo mismo que para toda la juventud [y] será para las grandes masas del país una fuente de sana distracción, de disciplina ejemplar y de fortalecimiento físico.59
Para ese año, dentro de los preparativos de los Juegos Deportivos Nacionales de la Revolución, que inauguraron un evento que tendría quince días para su desarrollo, se llevó a cabo una actividad que permitió simbolizar la unidad nacional conocida como el “Fuego simbólico de la Revolución” o “Sagrado fuego”. Esta consistió en una gran carrera de relevos desde los puntos más extremos del país (ver mapa 2) para llevar las antorchas que daría clausura a los mencionados juegos en el Teatro y Estadio Nacional de la Ciudad de México, ubicado en la colonia Roma, el 19 de noviembre. El fuego, afirmaba el presidente en su comunicación, “simboliza la unión espiritual de nuestro pueblo y que permanecerá encendido desde la ceremonia inaugural hasta la terminación de la justa deportiva”. La organización de la carrera estuvo a cargo de la Dirección de Educación Física y contó con la colaboración de los clubes de excursionistas, asociaciones estatales de atletismo, zonas militares, presidencias municipales, Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, Departamento de Asuntos Indígenas, Departamento Agrario, entre otras instituciones. Para el gobierno:
México necesita de jóvenes que no solo conozcan teóricamente los problemas que afectan a la nación en el orden económico y social, sino que con un sentimiento práctico y responsable, canalicen sus impulsos hacia las obras constructivas que nuestro país necesita con urgencia, y que el inmenso caudal de energías de la juventud, que por desgracia para la humanidad se pierde ahora en los horrores de la guerra, se emplee en el trabajo que fomenta el progreso y la riqueza.60
En un comunicado que circuló en la SEP, el Ejército nacional y las municipalidades de todo el país, se indicaba que la participación de quienes llevarían el “simbólico fuego” era indistinta, es decir, se podían presentar miembros de las escuelas normales rurales, de la Escuela Regional Campesina, de los internados indígenas, deportistas libres o militares, mayores de 17 años de edad, y dejaba muy claro que el par de corredores que harían el último trecho, Bosque de Chapultepec-Teatro y Estadio Nacional, tenían que llegar de manera simultánea. Pero, entre los deseos más profundos del presidente de la república, estaba el que cada uno de los últimos corredores fueran representantes indígenas de los estados donde habían iniciado ambas carreras con el mencionado “fuego”; es decir, uno yaqui y uno maya vestidos con sus indumentarias autóctonas.
El fuego sagrado fue un elemento prehispánico que marcaba una clara diferencia con las anteriores celebraciones del 20 de noviembre. Lo ancestral de la nación mexicana se puso en el centro. El fuego, que era el principal generador de las mutaciones y el responsable de las acciones que dieron origen al mundo (sol=padre, tierra=madre) en las comunidades indígenas mexicanas, tenía en la representación de la carrera una fuerte carga de la cosmovisión mexica ya que, en esta cultura se festejaba concretamente el “fuego nuevo” (cada 52 años), como parte de una transformación y renovación de la existencia tanto del universo (el sol) como de la humanidad en la tierra en cada nuevo ciclo; entendido de otra forma, el fuego encendido era simbólicamente el mediador entre los hombres y sus dioses, entre lo que estaba arriba y abajo y su futura metamorfosis.61
El 23 de octubre de ese año inició la carrera con el “Sagrado Fuego”, nada más ni nada menos que desde la cuna de los caudillos que “construyeron” —tal y como lo decía la narrativa oficial— el Estado posrevolucionario, Sonora, —según lo informó el gobernador de la entidad, Anselmo Macías Valenzuela—.62 La recepción de la competencia, ante la búsqueda de la unidad nacional, tuvo éxito, ya que la participación de los pueblos y ciudades del país demostraron una profunda y admirable cooperación y, en cada localidad a la que llegaba el “Sagrado fuego”, se realizaba una ceremonia para ser entregado de un atleta a otro, donde se informaba la distancia que recorrería para llegar a su próximo destino, hasta llegar al Teatro y Estadio Nacional.63
Regresando a la competencia, luego del recibimiento del “Fuego Simbólico de la Revolución” en el Teatro y Estadio Nacional, se llevó a cabo un programa cultural a cargo de la Escuela de Corte y Confección, Cuerpo de Bomberos, deportistas de las diferentes Delegaciones Estatales, miembros del Parque “Venustiano Carranza”, Asociación Cristiana de Jóvenes, Escuela de Arte para Trabajadores “1”, Escuela Regional Campesina de Azcapotzalco y la Primaria de la Nacional de Maestros. El programa consistió en una representación de la evolución de la danza: “a) La fiesta de las Rosas, época prehispánica; b) Deportes y danzas indígenas, época colonial; c) Danzas y deporte mestizos; d) Semblanza sobre la introducción de la Educación Física en México, época Pre-revolucionaria; e) México deportista, época actual”.64 Tal fue la importancia que el gobierno de Ávila Camacho le dio al “Fuego simbólico de la revolución” o “Sagrado fuego”, que en los años siguientes se volvió a llevar a cabo.65
Con los elementos de la cosmogonía mexica, el nuevo fuego sagrado que condujo a los atletas del país a la capital, y que encarnó la renovación mística de la revolución en el dispositivo pedagógico-festivo de la fiesta del 20 de noviembre, también gozó de las trampas del nacionalismo étnico. Si bien Ávila Camacho quiso mostrar la etnicidad del país con la carrera, terminó por visualizar únicamente a los aztecas como parte de aquella idea de grandeza aborigen que circulaba desde finales del siglo XIX. Volvió a los cimientos de la historia dorada del pasado prehispánico mexicano centralista, cuyos recursos estereotipados de “raza” o etnicidad del país plasmaron una “identidad” étnica mexicana solo en los aztecas, dejando por fuera las otras culturas indígenas, por no hablar de los afromexicanos. ¿Acaso puede la identidad nacional segregar a sus propios miembros?
El 14 de noviembre, el Comité de Juegos Deportivos Nacionales de la Revolución y el Departamento de Asuntos Indígenas, organizaron en el Palacio de Bellas Artes un festival de danzas folklóricas, ejecutadas por jóvenes indígenas procedentes de varias partes del país. Al espectáculo acudieron el mandatario acompañado de su esposa, secretarios de Estado y miembros del cuerpo diplomático quienes presenciaron, a través de los bailes y sones, la diversidad cultural indígena del país. El amplio programa fue organizado de la siguiente manera:
I.- Sones Veracruzanos. Orquesta Jalapeña. II.- Palabras del señor coronel Ignacio M. Beteta, Presidente de los Juegos Deportivos Nacionales de la Revolución. III.- Presentación de los Grupos de Danzantes. IV.- “La Urraca”, Danza Mística, interpretada por indios de Nayarit. V.- “El Mitote”, Danza Simbólica de los indios Huicholes de las sierras de Nayarit y Jalisco. VI.- “Los Caballitos”, Danza de “Santiagos”, de Fresnillo, Zacatecas. VII.- “La Naguilla”, Danza Bélica de los Indios Coras de Nayarit. VIII.- “Los viejitos”, Danza Humorística, versión de Paracho, Michoacán. IX.- “Los Concheros”, Danza Ritual, interpretada por bailadores del Distrito Federal. X.- “Danza Moctezuma”, versión de Tamazunchale, San Luis Potosí, bailada por indios de raza Náhuatl. XI.- “Los Tocatines”, Danza Costumbrista de Atempán, Puebla. XII.- “Los Santiagos”, Danza Ritual, versión de los bailadores de Atempán, Puebla. XIII.- “Los Chirrioneros”, Camada de la danza Paragileros, Tlaxcala. XIV.- “La Pluma”, atractiva danza imperial, interpretada por indios Zapotecas de Teotitlán del Camino, Oaxaca. XV.- “Los Quetzalines”, Danza ritual, versión de Atempán, Puebla. XVI.- “La Fiesta del Canal”, bailadores de sones del puerto de Veracruz.66
La reunificación de los aspectos étnicos de México en un solo espacio, evidenciaba la riqueza cultural del país, lo que se traducía en la diversidad de las raíces nacionales custodiadas dentro de la ideología revolucionaria “en toda su humana y tolerante amplitud”, tal y como lo afirmaba el Editorial de El Nacional en días posteriores.67 Si bien es cierto, como lo afirma Soledad Loaeza, que esta despolitización se llevó a cabo bajo la justificación avantla-lettre de la reconciliación social desde el conservadurismo en la política de la democracia liberal,68 también se pueden ver que estas manifestaciones eran, por un lado, producto del boom del indigenismo a través de la reciente creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia en 1938 y, por el otro, una respuesta en contra de la dictadura del nazifascismo, cuyo credo de superioridad racial recorría Europa en esos años.
Pero este nacionalismo de las reconciliaciones también mostró las bondades del mestizaje.69 Como era habitual, en la celebración de 1941, se echó mano del charro, figura estereotipada que no solo representaba a la mexicanidad, sino también al pasado de los hombres anónimos que lucharon en los momentos más determinantes del siglo XIX.70 Por ejemplo, en ese año, la Federación Nacional de Charros organizó una fiesta en honor del presidente en el Rancho del Charro (ubicado en la Calzada del Soldado) de la Ciudad de México, que contó con bailes y desfiles de diversos grupos de charros del país,71 nuevamente en un intento por mostrar una unidad nacional. Pero no todo era pasado y aquel mestizaje también se valoró a propósito de la hermosura femenina. Las mujeres, que siempre fueron elogiadas por sus destrezas en las tablas gimnásticas, acrobacias en motocicletas y ejercicios de calistenia durante los desfiles deportivos, por primera vez participaron en un certamen de belleza impulsado ese año; la coronada fue Victoria Eugenia Sagarminaga, de la Secretaría del Departamento de Salubridad, quien estaría en la punta del desfile deportivo. La concordia cultural y social que buscaba el gobierno, con la intención de aplanar de todo conflicto, honraba a las mujeres no como las soldaderas del conflicto armado, sino por su belleza y lozanía.72
Como bien se sabe, en los últimos días de la primavera de 1942, México ingresó militarmente en la Segunda Guerra Mundial al lado de los aliados. La unidad nacional que tantas veces había estado en los rituales festivos, en los mítines políticos y en las intervenciones desde la tarima de los representantes del pueblo, se vigorizó a partir de la noche del 3 de junio. El mensaje prometía y comprometía a todos los mexicanos a un pacto de altura ante los acontecimientos recientes, pero no solo para los que iban al frente contra el nazifascismo, sino para los que se quedaban en el país atendiendo la producción agrícola, industrial y moral.73 Este discurso no solo fue direccionado desde el Estado a la sociedad, sino también a la misma clase política; un ejemplo de ello, fue el movimiento “Acercamiento Nacional” que en la mañana del 15 de septiembre de ese año, dentro del marco de las fiestas septembrinas, promovió la unificación de la familia revolucionaria a través de sus jerarcas. A la reunión asistieron los expresidentes Adolfo de la Huerta, Plutarco Elías Calles, Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio, Abelardo L. Rodríguez y Lázaro Cárdenas, convocados por el oficiante mayor de la unidad nacional, Manuel Ávila Camacho, insistiendo que “No perderemos la guerra si peleamos unidos”.74
Con ambos antecedentes, la celebración del 20 de noviembre de 1942 evidenció, como era de esperarse, el tema de la unidad. Se incrementó en el rito revolucionario la presencia de una sociedad en la que pueblo, obreros y ejército se encontraban unidos en un mismo fin y, cuyo desfile, tuvo el tinte de cívico-militar para demostrar la organización, disciplina y valentía que tenían los mexicanos. Para ello, el programa de la celebración comenzó con un acto cultural, organizado por la SEP y por la Dirección de Educación Física de la Ciudad de México, que fue realizado el 21 de noviembre en el Teatro y Estadio Nacional. Más allá de la presencia de los deportistas que ejecutaron sus tablas gimnásticas y las bandas de música, la novedad de la fiesta realizada en el estadio, fue el estreno de la representación escénica de la obra Historia de la bandera nacional, original de Efrén Orozco Romero, impulsor del Teatro Mexicano de Masas, con música del maestro Melquiades Campos, en la que se realizaba un relato histórico.75
Los lenguajes de la representación de la historia también buscaban contraponerse con los desarrollados en el pasado, porque si bien se hacía una cronología histórica, marcaba su diferencia con el “desfile histórico” porfiriano del 15 de septiembre de los festejos del centenario de la independencia en 1910, en el que se quiso mostrar la conquista como un proceso amistoso, las corporaciones y jerarquizaciones coloniales, y la entrada del Ejército Trigarante de Agustín de Iturbide en 1821, obviando la insurrección de 1810; perfilando una continuidad de la historia patria.76 En la propuesta de Orozco, desde la antropología cultural puesta al servicio del Estado, la historia se remontaba a tiempos prehispánicos como el inicio de la identidad mexicana. Nuevamente apareció el tema étnico. En el primer acto, aparecieron unos aztecas buscando la profecía del asentamiento patrio, del águila sobre el nopal devorando a una serpiente, que dio origen a MéxicoTenochtitlan. En el segundo, la exuberancia del poderío azteca “pasa Cuauhtémoc, representativo y genuino de la fuerza y valor de nuestra raza”, escribió el reportero de El Nacional que se encontraba en el Teatro Nacional,77 mientras concluyó con un cuadro guerreros águilas y tigres. En el tercero, se observó la conquista, con la llegada de Hernán Cortes, acompañado de la Malintzin y con un estandarte, enarbolando las batallas entre indios y españoles “a caballo y los mosqueteros”, con la finalidad de explicar las condiciones injustas de la caída de México-Tenochtitlan. En el cuarto acto, llamado “Paseo del perdón”, se escenificó a la época virreinal “sin una bandera que simbolizara el anhelo popular”; la procesión de los actores “era una mezcla de fetichismo y mundanidad en la que participaban el virrey y la virreina, los nobles, el clero, piquetes de soldados y alabarderos y, por último, el pueblo”.
Seguido de este acto, entró el cuadro de la independencia con una primera fase en la que apareció la figura de Miguel Hidalgo y Costilla acompañado de indios y criollos, escoltado por Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Abasolo y, en la segunda fase, se observó a José María Morelos. Finalmente, el cuadro del Ejército de las Tres Garantías, con la llegada del ejército de Vicente Guerrero y sus jinetes “que tanto quehacer dieron a las huestes virreinales” y, por el otro, la columna de Iturbide “el oportunista y ambicioso capitán que supo dar la impresión de que ayudaba al movimiento libertario solo para satisfacer sus apetitos”. En el centro del estadio, se llevó a cabo el “Abrazo de Acatempan”, al momento en que uno de los actores desenvuelve la bandera tricolor. “El público, puesto de pie, tributó un estruendoso aplauso a tal escena, que en realidad vino a ser la cuna del lábaro que en la actualidad, y por el milagro de la Revolución, ha venido a dar la unidad nacional que soñaran los verdaderos insurgentes”, apuntaba el reportero, con su desmedido compromiso revolucionario.
Los siguientes cuadros fueron pasados de forma rápida, en ellos se observaban grupos de actores vestidos de chinas y chinacos y los “soldados de charros”, para explicar la Reforma; seguidamente de los rurales con vestimentas de cuero y “brillantes corceles” y, finalmente, los revolucionarios con sus “Adelitas” y “Valentinas”. Concluida la representación de la historia, cientos de niñas se apostaron en el centro del estadio, que “tiradas en el suelo y cubiertas con lienzos de colores, formaron una gran Bandera Nacional”, mientras las notas del himno nacional daban por concluido el acto.78
La bandera nacional como símbolo de “unificación nacional” que recorrió todo el país, no dejó de estar presente en los siguientes actos del 20 de noviembre durante el ávilacamachismo. Pero sí dejaron claro que el relato nacional finalizaba con la revolución y esta se transformaba en la heredera, continuadora y protectora de toda la historia de México, algo que terminó por transformarse en una mitología.
Mientras tanto, en el centro de la Ciudad de México, el desfile del músculo mostró la disciplina de los contingentes en pro de la democracia mexicana. “Disciplina y vigor, signos del México democrático” apuntaba en letras grandes la edición de El Nacional al día siguiente del desfile. La lucha contra la dictadura que quiere imponer su credo, hizo que 40 000 ciudadanos militarizados y 20 000 deportistas pertenecientes a las dependencias gubernamentales, regiones, centrales de obreros y campesinos, elementos libres, Ejército nacional, entre otros, se citaran en el centro capitalino para expresar, bajo la unidad del tricolor nacional, el “llamado de la Patria, para alistarse en estos momentos de prueba y de sacrificio por los que atraviesa nuestro país”.79
Curiosamente, aquel día revolucionario estuvo dedicado a la niñez mexicana, siendo así un prolegómeno del centenario de 1847 en el que se simbolizaba el nuevo país que se despuntaba tras su ingreso a la guerra, pero de la mano del incómodo aliado de hacía cien años atrás, Estados Unidos, que había invadido e intervenido al país por diez meses. Sin embargo, el futuro y la bandera nacional eran dos elementos sagrados para los mexicanos.
CONCLUSIONES
Los atisbos por los que el 20 de noviembre pasó en los sexenios, tanto de Cárdenas como de Ávila Camacho, permiten llegar a algunas conclusiones que no solo tienen que ver con los lugares de memoria, sino también con sus usos y fines dentro de los discursos de la política del momento. En primer lugar, cómo las conmemoraciones del 20 de noviembre de 1910, lograron conseguir un espacio para marcar el origen concreto de la Revolución mexicana como parte de aquel pasado nacionalista en el que se dio por culminada la dictadura de Porfirio Díaz. Su nacionalización y oficialización dentro del calendario de fiestas patrias, permitió que sus interpretaciones no estuviesen condenadas a las intenciones de algún grupo en particular que intentara hacer desaparecer la importancia histórica del “acto de rebeldía” que sintetizó el Plan de San Luis. Es importante recordar que, en 1936, la fecha reposaba como la fiesta del partido de gobierno (el PNR) y que, además, seis años antes de su incorporación entre las fechas nacionales, el 20 de noviembre no aparecía en el calendario cívico como una fecha del pasado patrio mexicano.80 Quizás, la necesidad de dicha oficialización era para evitar que si la revolución hecha partido y gobierno fracasaban, que el hecho histórico pasara al olvido como parte de unas de las transformaciones del liberalismo mexicano.
Del mismo modo, durante el gobierno de Cárdenas se pudo observar en aquellas multitudinarias marchas que se repetían constantemente, además de la visualización de algunos homenajeados, las lealtades políticas colectivas hacia un actor principal: el binomio partido-Estado. Esto, evidentemente, pasaba por un proceso de negociaciones en las que las fuerzas sociales organizadas y el Estado entraban en una concordia para coincidir en algunos puntos estratégicos, pero simbólicamente desde la política de las masas, el arrastre popular durante esos días se queda jugando a favor del gobierno. Quizá, una de las intenciones de los miembros del PNR y el PRM, por comenzar a celebrar sus veladas en el Palacio de Bellas Artes, era para separar lo parditizado de aquellos coloridos desfiles. El nacionalismo mexicano de estos años —o la mutación del nacionalismo liberal al posrevolucionario—y su ambigüedad en retomar el pasado de bronce como lo propio de la antropología cultural, permitió que en los festejos se pasara de una visualización del sujeto popular histórico y revolucionario a la uniformidad étnica del conglomerado social de México. Es decir, los mexicanos mismos, como respuesta a un cese de la violencia política y el paso a una real concordia, se reconocieron frente a un enemigo que ya no se encontraba entre ellos, partido, gobierno y sociedad, sino a muchos kilómetros de distancia.