Renegar de la Madre Patria y acusarla de explotadora y
judaica es infamia indigna de mexicanos verdaderos,
o propia de cretinos sin ilustración.
José Elguero (1929)
A MODO DE INTROITO
José Elguero Videgaray nació en Morelia el 27 de octubre de 1885, siendo el segundo de los hijos de un matrimonio formado por Magdalena Videgaray y el que fuera abogado y periodista michoacano, Francisco Elguero Iturbide. Nació y creció en el seno de una familia católica y, como era de esperar, su formación se hizo en un ambiente estrictamente religioso, primero en el Colegio de la Compañía de Jesús de Puebla y después en el Seminario de Morelia dirigido, en aquellos años bisagra de ambos siglos, por Francisco Banegas y Galván.
Si bien cursó la carrera de Derecho y, tras su graduación en 1908, dio sus primeros pasos en el campo de la abogacía de la mano de su padre, muy pronto José Elguero acabaría dedicándose por completo al cultivo de la palabra escrita en el ámbito del periodismo, publicando sus primeros artículos en El País, periódico mexicano fundado en 1899 por el tlaxcalteca Trinidad Sánchez Santos. Paradojas del destino, las circunstancias hicieron que, a la muerte de este en septiembre de 1912, Elguero se convirtiera en el director de este “diario católico”, un distingo que, como tal, figuraba en su cabecera en aquellos años del México revolucionario.1
Residiendo en la Ciudad de México, y desde la nada fácil trinchera de la prensa, oteó con preocupación el incierto horizonte de la Revolución mexicana. Sus consecuencias las vivió en carne propia, hasta el grado de que su biografía quedaría marcada por la experiencia de tres exilios, coincidiendo con las presidencias de Venustiano Carranza, Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Su primo, Joaquín García Pimentel, con el que compartió el primero de los destierros en 1914, escribió a propósito lo siguiente: “Si bien es cierto que la tiranía de Obregón y de Calles no lo dejaba expresarse con libertad, también lo es que siempre encontraba el modo de criticar los excesos de los tiranos”.2 Huelga decir que el escritor michoacano fue un exiliado de la Revolución por sus aceradas críticas a algunos de sus presidentes.3
A pesar de sus incursiones en determinadas revistas y de diversas colaboraciones en otros rotativos, Elguero acabó siendo un conocido y reconocido periodista de Excélsior, un periódico mexicano fundado por Rafael Alducin y Rómulo Velasco, entre otros, y cuyo primer número vería la luz un 18 de marzo de 1917 en tiempos de la presidencia del mencionado Carranza. Con el paso de los años, exilios incluidos, Elguero dejó tras de sí un legado de innumerables publicaciones en forma de editoriales, artículos o dando forma y contenido a sus tradicionales secciones periodísticas como “Comentarios al Vuelo”, “Editoriales Breves” o “Ayer, hoy y mañana”, esta última creada ex profeso para él por Excélsior un 11 de agosto de 1936.
Infatigable lector de la literatura del Siglo de Oro español, así como de poetas coetáneos como Federico García Lorca, Elguero fue un escritor incansable que, además del artículo impreso en revistas y periódicos, también quiso incursionar en el mundo editorial, publicando los siguientes libros: Política contemporánea. Los mexicanos en el destierro (1916); Ximénez de Cisneros: ensayo de crítica histórica (1919); España en los destinos de México (1929); Una polémica en torno a frailes y encomenderos (1938) y Ayer, hoy y mañana, un libro editado por Polis en 1941, dos años después de su muerte, bajo la iniciativa y coordinación de su buen amigo, el también escritor hispanista Jesús Guisa y Azevedo.4
Precisamente, y a propósito, el libro que Elguero publicó en 1929, después de regresar de su tercer exilio, será el objeto de análisis en el presente manuscrito, con el fin de descubrir, primero, la particular intrahistoria que hubo detrás de su elaboración; segundo, bosquejar el contexto histórico del que fue deudor; y tercero, poner sobre la mesa los fundamentos en él recogidos y que reflejaron el pensamiento de Elguero en su condición de patriota mexicano y, a la vez, defensor de la herencia que España legó a México en el momento de la consumación de su independencia en septiembre de 1821. Como se irá viendo, no se exagera al afirmar que José Elguero fue uno de los grandes hispanistas, no solo mexicano del pasado siglo XX, sino conocido y reconocido también en España.5 Hecho este introito, pasemos a presentar su contenido.
ELGUERO Y SU RESPUESTA A UN LIBELO ANTIESPAÑOL
En 1929 tuvo lugar la publicación en la capital mexicana de un nuevo libro de José Elguero intitulado España en los destinos de México, una reunión de 219 páginas donde, entre sus particularidades, no se especificaba ni el nombre de la editorial ni tampoco el taller donde se imprimieron.6 Aunque fue una obra bien conocida en México y hasta reconocida en otros países como España, el autor nunca consideró que fuera el mejor de sus libros. En opinión del aludido García Pimentel, Elguero “no se mareó con la aceptación que tuvo en todas partes España en los destinos de México, muy merecida, por cierto, pero a él no lo llenaba. “Es un libro elemental”, decía”.7
Al margen del matiz, la razón de ser de aquel nuevo título del escritor michoacano se debió a la publicación en México de otro libro, intitulado Los Gobernantes de México desde D. Agustín de Iturbide hasta el Gral. D. Plutarco Elías Calles.8 Bajo este tenor, y abarcando el lapso del primer siglo del México soberano, se trataba de un ensayo interpretativo sobre las causas que habían propiciado las diferentes revoluciones y hasta conflictos internacionales ocurridos en México desde el estallido del movimiento insurgente en 1810 hasta la Guerra Cristera en los años veinte del pasado siglo, coincidiendo con la presidencia callista. El titular de aquella publicación fue un militar mexicano, el que fuera teniente coronel del ejército Roberto Donato Fernández.9 Natural de Veracruz, dejó asiento de esta tesis:
Podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que si nosotros los mexicanos no eliminamos a los españoles y los sustituimos en los negocios que manejan, lo harán en nuestro lugar los norteamericanos, porque se cansarán de ver que nosotros, por no darnos cuenta (ocupados en la política), de que el peor enemigo que tenemos es el español.10
Asimismo, y en la reedición de su manuscrito en 1931, avanzó la siguiente idea con respecto a la herencia virreinal que, a su entender, estaba presente en el imaginario colectivo del pueblo mexicano:
La lucha entre los mismos colonizadores por el derecho de apropiación y explotación dejó hondos rastros de mentalidad de la clase gobernante criolla que heredó sus funciones, continuándose hasta nuestros días y revistiendo la forma de caudillaje, régimen semejante al feudal medieval europeo.11
Sin entrar en detalles, aquel libro del militar mexicano, que puso la firma a su manuscrito en Tlalixcoyan un 15 de mayo de 1928, generó una profunda animadversión en José Elguero que, en un tono claramente despectivo, lo calificó de “folleto” y hasta de “pasquín”, no tanto por la reunión de aquellas escasas 74 páginas —del libro se tiraron 25 000 ejemplares—, sino por la falta de verdad en sus aseveraciones, así como por la ausencia del rigor histórico del que, en su opinión, adoleció su autor desde la primera y hasta la última de sus páginas. Presto al uso de adjetivaciones, Elguero también tildó de “libelo” a la obra y de “libelista” al autor, al que también calificaría de ser un “escritor antiespañol” y, por encima de todo, un “panfletista”.12
A la postre, y como si se tratase de un embate editorialista librado en las páginas de la prensa diaria, Elguero escribió su libro España en los destinos de México con el propósito inicial de dar respuesta a este militar escritor y hasta para neutralizar sus valoraciones que quiso asumirlas a título de acusaciones. En esencia, y como se irá viendo, la refutación fue su gran aliciente. Por eso, estamos en presencia de una particular afrenta editorial, de “libro contra libro”, entre un militar que se adentró en el universo editorial y un periodista que conocía bien por oficio la trinchera de la palabra impresa. Así, y en aquellos años álgidos de la Revolución mexicana, el ámbito editorial se enriqueció con las aportaciones de un militar que llegó a ser condenado a pena de muerte, y un periodista que padeció la experiencia vital de tres exilios.13
Entrando en materia, hay que decir que Elguero comenzó su libro incorporando un primer apartado bajo el elocuente tenor de “explicación preliminar”, donde se advierte un cierto apremio por dejar asiento de su postura. Siendo un admirador del pasado colonial novohispano y un declarado defensor de la herencia española de México, se comprende no solo su reacción ante la lectura de aquella publicación sobre los pasados gobernantes mexicanos, sino la razón profunda que le llevó a sentarse a escribir el libro que aquí se anuncia.14 Entre sus primeras palabras, rescatamos las siguientes: “Apareció hace poco un folleto, de firma desconocida, en que se lanza a España y a los españoles que han vivido y viven en México, los cargos más peregrinos, disparatados y virulentos”. “Para el autor del libelo —precisaba Elguero—, todos los infortunios de México se deben a la educación española que recibimos, a la cultura colonial y al espíritu de explotación que, según él, anima a los peninsulares”.15
Al hilo de lo anterior, Elguero acusó a Roberto Donato Fernández de proyectar la idea de que México no debía nada a España, de que la “obra de España” en México y en el resto de la América española no solo había sido “nula”, sino también “grandemente perjudicial para estas tierras americanas”.16 Frente a valoraciones como las presentes, Elguero declaró estar en presencia de un “libelo plagado de embustes, necedades e impertinencias” y de un “folleto” que se reducía a una “novela mal urdida”, por cuanto sus datos no solo eran “falsos, sino inverosímiles”, y sus conclusiones “siempre calumniosas y ridículas”. Por consiguiente, el autor del aquel “pasquín” no había hecho otra cosa que la de reunir un sinfín de “calumnias y falsedades [...] contra España y los españoles” [pp. 200 y 201].17
A propósito de calumnias y falsedades, Elguero recuperó aquellas palabras donde el autor del “folleto”, “como quien forja una novela descabellada”, culpaba a España y a los españoles, un siglo después de haberse consumado la independencia, de “todas nuestras dificultades”, entre ellas, del conflicto bélico de México con Francia en 1838 —la llamada Guerra de los Pasteles—, de la pérdida de Tejas y de la guerra con Estados Unidos (1846-1848) o de la posterior intervención francesa por Napoleón III en 1862 y el consecuente legado del Imperio de Maximiliano.18 Al entender del “libelista”, y a pesar de la consumación de la independencia el 27 de septiembre de 1821, la dominación española seguía vigente y, por lo tanto, solo a España había que culpar de los fracasos consumados. He aquí el siguiente fragmento que seleccionaba de la obra del militar veracruzano:
Solo a España y a los españoles deben imputarse aquéllos y, para sacudir yugo tan pesado y librarnos de semejante ignominia, es fuerza adoptar medidas radicales que, de una vez por todas, nos rehabiliten como hombres libres y señores de la tierra y de los bienes que hoy, todavía después de cien años de emancipación, detentan esos malhechores con perjuicio evidente de los mexicanos.19
Señalado el mal por parte del “implacable hispanófobo” —acepción de Elguero—, para un militar como Fernández, la sanación de México pasaba por la ejecución de dos resoluciones, tan estratégicas como urgentes: la primera, la confiscación de los bienes de “todos los españoles que viven en México” y, la segunda y de inmediato, “su expulsión del país”.20 Solo así, y en su opinión, se habría de lograr “el bienestar de que ahora carecemos, y el pueblo será rico y la patria grande y respetada”.21
Presentada su propuesta con este nivel de elocuencia, Elguero avanzó una primera valoración al respecto. Dice así:
En sí mismo, y sobre todo para las personas cultas o cuando menos sensatas, ninguna importancia tiene; pero es síntoma de que todavía en México (no entre la mayoría de los mexicanos, ciertamente), existe el viejo e inexplicable rencor contra España y los españoles, que, además de ser injusto, tiende a privarnos de la propia y auténtica personalidad mexicana, que se formó al influjo de la cultura ibérica e hizo del Anáhuac semibárbaro un país de civilización europea.22
Identificada la causa y expuesta la motivación, Elguero advertía a sus lectores que no se proponía escribir “un libro erudito ni de grandes alientos”, sino más bien “refutar, tan solo, el folleto anti-español”, un ejercicio que, para el escritor michoacano, sería “fácil empresa y la refutación, total y decisiva” [p. 11].
Por consiguiente, y siendo aquello un asunto de refutación, Elguero se entregó a la tarea de elaborar un “ensayo de crítica histórica” —así lo denominó—, con el fin de demostrar una “tesis trascendental para los mexicanos que de veras amen a su país y deseen encontrar la manera más adecuada de poner a cubierto la idea nacionalista contra el único peligro que la amenaza seriamente”. En suma, y siguiendo con las palabras de Elguero, “diré con sencillez y brevedad algo de lo mucho que hizo España en beneficio de México” [p. 12].23
Si sus primeros párrafos tenían este alcance, mientras que los últimos sirvieron al autor para ratificar su intención primera, reconociendo que la materia no estaba agotada y que tampoco se sentía satisfecho “de haber puesto en el empeño todo el entusiasmo de que soy capaz”, al cumplir “con un deber que no vacilo en calificar de patriótico”. Así, su compromiso último era la defensa de México, habida cuenta de que, a su entender, prodigaban “agentes de la mentira” que no tenían “escrúpulo en propagarla en nuestro país, inficionando al pueblo con el virus del odio anti-español”. Por todo ello, desde el bastión de la palabra impresa animaba a los buenos mexicanos a poner “la verdad en su punto” para después demostrarla y difundirla con el fin de que “el error no prospere ni perdure” y los extranjeros, “que nos observan y conocen nuestra cultura”, juzguen a México “por sus aspectos de civilización europea y no solamente por la miseria y el atraso de los indios y por la demagogia, más miserable y atrasada todavía, de los falsos apóstoles” [pp. 212 y 213].
JOSÉ ELGUERO, UN MEXICANO DEL SIGLO XX
A nuestro entender, uno de los pasajes más importantes del libro de Elguero se presenta al final, cuando, a título personal, y por momentos a modo de confesión y hasta de advertencia contra sus detractores, avanzó estas significativas palabras: “Vivo en mi siglo y no soy un emigrado de otras épocas”, haciendo después el siguiente aditamento: “El dominio español en México pasó y estuvo bien que pasase”.24 De dicho testimonio, así como de la lectura de su manuscrito y hasta del resto de su obra escrita, se desprende que Elguero no fue un defensor propiamente de España ni mucho menos un impulsor de cualquier forma de tutela sobre el México soberano proveniente de la antigua metrópoli, sino un apologeta de la herencia novohispana y de la pertinencia estratégica de su conocimiento y reconocimiento para la revitalización de la identidad nacional mexicana.25 Y esto así, bajo el entendido de que la independencia novohispana y la conformación del nuevo Estado soberano en 1821, había sido “un tesoro valiosísimo”
Como escritor y católico, Elguero destacaría, por encima del resto de la herencia novohispana, el valor patrimonial de la lengua de Lope de Vega —su escritor predilecto— y de la religión católica desde la triple dimensión espiritual, formadora y cultural. Específicamente, lamentaba que México no había sabido aprovechar ese legado español, “concretamente en el plano religioso”. La observación tenía su particular trasfondo, máxime si tenemos en cuenta que Elguero escribió su libro unos meses después de la mencionada Guerra Cristera (1926-1929), cuya génesis es deudora de la contemplación del artículo 130 constitucional y la consiguiente modificación del Código Penal por parte del presidente Calles en 1926, con el fin de limitar y controlar las manifestaciones religiosas en México como parte de un modelo mayor de sujeción de las diferentes iglesias, particularmente la católica, al Estado.26
En aquel enrarecido clima de posguerra, Elguero reclamaba para sí y para todos los mexicanos, el ejercicio de un derecho fundamental no solo para el cultivo de la fe católica, sino para asegurar su defensa ante cualquier tipo de injerencia estatal: la libertad.27 En su opinión, debía haber tolerancia de cultos, separación sin intromisiones entre la Iglesia y el Estado y, entre otras más, libertades de pensamiento, asociación, imprenta y enseñanza, y no únicamente a título meramente formal. Así lo reclamaba: “Y ahora lo que pedimos, lo que necesitamos, es que esas libertades sean efectivas y que de ellas gocen todos [sic] los mexicanos sin excepción alguna” [p. 213].
Sin duda alguna, este exhorto por la libertad de culto acabaría siendo una reclamación constante en el pensamiento católico mexicano de las primeras décadas del siglo XX, tal y como sucedió durante la cristiada o, tan solo unos años después, con motivo de la reforma del artículo tercero constitucional durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, donde, más allá del diseño de una educación pública conforme a las aspiraciones socialistas, lo que se puso en tela de juicio fue la libertad de los padres para elegir el tipo de educación que deseaban para sus hijos, un derecho que se vindicó frente a la pretensión totalizadora del Estado.28
Al margen de estas reivindicaciones, y para el caso que nos ocupa, Elguero estaba convencido de que el régimen que España estableció en sus colonias de América, debía ser una fuente de aprendizaje para México y, para alcanzar tal propósito, había que comenzar por conocer y rescatar al personaje central sin el cual no podía concebirse lo que acabaría siendo la Nueva España. Así, y para encontrar al padre de la génesis nacional, había que remontarse hasta el siglo XVI, tal y como Elguero hacía desde las páginas de su libro.29
HERNÁN CORTÉS, FUNDADOR DE UNA NUEVA NACIONALIDAD
Como buen hispanista mexicano, José Elguero fue un defensor de la figura y obra de Hernán Cortés,30 al que consideraba, “de hecho y de derecho, el padre de la nacionalidad mexicana” [p. 100].31 Durante toda su vida fue un gran admirador de aquél que naciera en 1485 en la localidad pacense de Medellín, en ese entonces territorio de la Corona de Castilla.32 De hecho, el 13 de agosto de 1936, tan solo dos días después de la creación de su nueva sección “Ayer, hoy y mañana” en Excélsior, el periodista michoacano traía a colación la memoria de aquel extremeño a propósito de la evocación de los 415 años desde que “tomó a la antigua Tenochtitlán, la actual Ciudad de México, después de un sitio prolongado y sangriento”. Al personaje lo calificó de “celebridad” por haber sido el artífice de “ese hecho de armas”, a partir del cual “empezó a fundarse la nueva nacionalidad mexicana, que arranca del tronco indígena y del tronco español”.33 “Y eso, aparte de que trajo a estas tierras una civilización que no se compara con la semisalvaje de los naturales”, añadiría Elguero.34
Regresando a su libro de 1929, Elguero avanzó, entre otras, con la siguiente aseveración que deja a la luz su particular valoración sobre la herencia que México recibió en el momento de su independencia: “Grande fue la obra de España en América, y, especialmente, en México, su Colonia favorita”.35 Concebida así la Nueva España, como obra gestada, después consumada y finalmente legada, Elguero destacó de ella la figura por antonomasia de los tres siglos del largo periplo colonial: Hernán Cortés. Como se dice, el escritor michoacano fue un convencido cortesiano, a quien calificó de ser “el más ilustre de los mexicanos” y ensalzó tanto su figura, obra y herencia como detractor fue de sus críticos. “¡Honrosos, nobilísimos orígenes los nuestros!”, llegó a escribir Elguero, para añadir después: “Su figura fue tan grande que, a pesar de la ingratitud y de la ignorancia, no se desvanece entre las nieblas del pasado, sino que crece y se agiganta de día en día”.36
Elguero no solo fue admirador de Cortés y de la herencia virreinal novohispana, sino de la pertinencia de convertirlos en auténtica fuente de aprendizaje para el presente. Para el escritor michoacano, el régimen establecido por España en sus colonias de América debía estudiarse “atentamente, porque, a pesar del tiempo transcurrido, todavía puede suministrarnos utilísimas enseñanzas, sobre todo en lo que se refiere al problema del mejoramiento de las tribus indígenas que, entre nosotros, suman millones de individuos” [p. 214]. Si bien es cierto que Elguero reconocía que España había establecido un régimen colonial, este sin embargo no se había opuesto a un “régimen de libertad política y civil” [p. 213], hasta el grado de llegar a formar “una nación, la que hoy se llama México” [p. 51]. En suma, creía que los tres siglos del virreinato novohispano había legado una herencia conformada por cuatro elementos esenciales —“religión, paz, civilización y cultura”— y “lo que es importantísimo: se formó la nacionalidad mexicana”.37
En efecto, Elguero volvió a insistir en la idea de que el verdadero logro de Hernán Cortés había sido la fundación de una nueva nacionalidad sin la cual no podía concebirse el México soberano. He aquí las palabras del periodista michoacano sobre el testamento de aquel que murió un 2 de diciembre de 1547: “España, al conquistar y colonizar esta parte del continente americano que se llama México, se propuso fundar una nación con todos los atributos que a esta corresponden”, para añadir el siguiente matiz: “No esclavizó a las tribus indígenas ni procuró embrutecerlas como dicen algunos estúpida o dolosamente. Con los elementos de las dos razas, organizó una nacionalidad en toda forma, de acuerdo con los planes de Hernán Cortés” [p. 99]. Por consiguiente, Elguero lamentó que, “para vergüenza nuestra”, aquel conquistador español no tuviera en México “un solo monumento” que honrase su memoria. “Al revés, algunos le denigran y rebajan, mientras que, a raíz de la Conquista, cuando aún humeaban las ruinas de la gran Tenochtitlán, los indios le veían con admiración y le veneraban como a un padre”, apostillaría para la ocasión.
Como es sabido, detrás de la figura de Cortés se encontraba aquella España monárquica que, a partir de 1492, iniciaría la gestación de un nuevo imaginario colectivo en la mayor parte del continente americano y que daría lugar a una hispano-americanidad, que sería debidamente ensalzada por Elguero. He aquí su fragmento:
Los descubridores y civilizadores de nuestra América no eran ni iberos ni celtas ni fenicios ni griegos ni romanos ni tampoco godos: eran (y somos nosotros) la suma étnica de esas razas y el producto de aquellos diez siglos de evolución de dichas naciones hispánicas, reducidas a dos solamente (España y Portugal) al finalizar el siglo XV [p. 162].
Por consiguiente, y en materia de nominación y procedencia, no tendría dudas a la hora de afirmar que los mexicanos “eran (y somos) propiamente hispanos, españoles, y no otra cosa” y, de consiguiente, “las naciones fundadas y formadas por aquellos descubridores y civilizadores no son iberoamericanas, sino real, y propiamente, HISPANO-AMERICANAS [sic]”.38
Mostrando admiración, Elguero reconoció que aquellos españoles del siglo XVI, que conquistaron el Anáhuac y después fundaron una colonia llamada Nueva España, fueron hombres con “carácter de hierro” y, derivado de ello, la verdad histórica pedía que se les exhibiera “con sus errores y aciertos, con su heroísmo sin par y sus exageraciones, violencias y aún gravísimas faltas”, aun a sabiendas que “no fueron, en lo malo, peores que los de otros países”. Para Elguero, no todos los titulares de aquella conquista merecían los cargos de crueldad y avaricia “que se les imputan frecuentemente”, puesto que los hubo “equilibrados como Hernán Cortés que, por lo general, fue benévolo y generoso con los indios”.39
A propósito, Elguero no reparó en reconocer los errores y faltas cometidos por el conquistador extremeño, si bien lo exculpó de la forma siguiente: “¿Y quién no los ha cometido? Hombre era y hallábase sujeto a las miserias de la especie humana”. En su descargo, y frente al modelo de colonización anglosajona en el norte de América, Elguero avanzó el siguiente entrecomillado que, aunque extenso, bien merece la pena su reproducción íntegra:
No vinieron al Anáhuac presidiarios del Viejo Mundo para realizar la empresa de la Conquista, como sucedió en los Estados Unidos, sino un puñado de héroes que asombraban por su bravura; no modelaron el alma de la nueva raza de hombres de puritanismo farisaico y ética convencional, sino verdaderos apóstoles de la fe de Cristo, santos misioneros encendidos en el fuego de la caridad y el amor al débil [p. 101].
Si bien rescataba y hasta salvaguardaba la figura de Cortés, poniéndola frente al espejo del modelo de conquista anglosajón, Elguero quiso refutar otra de las tesis presentes en el “libelo” y que guardaba relación con la verdadera nominación de la obra y herencia que dejó tras de sí aquel soldado extremeño. Si bien por su condición de hecho de armas, aquella empresa resultó ser una conquista militar, lo que sucedió después distaba mucho de ser una explotación económica.
LA TESIS DE ELGUERO SOBRE LA CONQUISTA CORTESIANA
Como era de prever, José Elguero abordó en las páginas de su libro el espinoso tema de la “conquista”, ese “hecho de armas” —según acepción suya— que Cortés consumó en 1521 en aquella parte del territorio mesoamericano sobre la que después se levantarían los cimientos de la Nueva España. De hecho, la tesis del mencionado Fernández era que el “nuevo edificio social de México” venía descansando sobre los cimientos de la “fuerza bruta de la conquista”.40 Como se verá a continuación, las valoraciones del escritor michoacano fueron en torno al binomio “conquista versus explotación” y, por consiguiente, Elguero escribió un nuevo fragmento, pensando en aquellos que defendían la idea de que la significación del pasado colonial novohispano debía ser reducido a un régimen exclusivamente de enriquecimiento económico. He aquí sus palabras: “Los que piensan y dicen que España se apoderó del territorio conocido con el nombre de Anáhuac para explotarlo únicamente, se equivocan por ignorantes o mienten con despreciable mala fe” [p. 51].
A su entender, el modelo colonial español, a diferencia del anglosajón, se sustentó sobre la base de la protección, preservación y civilización de la población autóctona dejando una herencia que pervivía tras el paso de los siglos: “Efectivamente, conservó, protegió y civilizó, hasta donde sus fuerzas le alcanzaron, a los naturales del país; les dio sus industrias, artes y letras; les adoctrinó en la religión de Cristo para que abandonasen sus ritos supersticiosos y bárbaros”. Continuaba con su argumentación señalando que España,
[…] mandó a que gobernasen la Nueva España hombres escogidos que, en su mayoría, resultaron excelentes virreyes, al extremo de que, durante trescientos años, pudo conservar la paz en tan extenso territorio, realizando así una de las empresas más extraordinarias, por la paciencia, la energía y la habilidad que revela, de que hay memoria en los anales de los pueblos [p. 51].41
Ciertamente, y en aquellos años de tensiones revolucionarias, y después de haber vivido la experiencia de tres exilios, Elguero valoraba de aquella herencia española el haber logrado lo que podría llamarse la “pax novohispana”.42
La cuestión de la explotación no era un asunto menor en aquellos años veinte del pasado siglo. Como es sabido, la explotación petrolera venía siendo uno de los temas de debate en México, particularmente sobre el grado de participación de las compañías extranjeras en la gestión y explotación del subsuelo y el consiguiente destino de la producción y los beneficios. Por momentos, y ante el progresivo auge del nacionalismo revolucionario, emergía con fuerza la tesis de que México era un país explotado por foráneos o, al menos, en un mercado como el del petróleo que, tras su nacionalización en 1938, tantos ingresos habría de generar a las arcas estatales.
En este contexto, la Nueva España volvía a ser un tema recurrente para Elguero, quien aprovecharía una vez más para salir en defensa de la herencia española y dejar asentadas algunas de sus tesis en torno a la conquista y el posterior periodo colonial. En materia de explotación del pueblo mexicano, los verdaderos responsables había que buscarlos en aquel siglo del México independiente y no en el lejano pasado. He aquí sus palabras:
Lo que debiera parecer monstruoso a quienes sostienen la tesis de la explotación de España en América, es el grandísimo provecho que han logrado y logran compañías e individuos de otras naciones, establecidos con empresas lucrativas en nuestro país, y a los que poco o nada debemos. […] los enemigos de España que censuran a esta nación […] debieran escandalizarse ante las cifras que arrojan los balances de ciertas empresas extranjeras radicadas en México [p. 94].
Elguero tenía la certeza de que las “compañías yanquis” petroleras habían extraído de México “cantidades muchísimo mayores, proporcionalmente a lo que ha durado esta explotación, que las enviadas a España en la época colonial” [p. 95]. Por lo tanto, el escritor michoacano aprovechó la ocasión para denunciar la “inconsecuencia de los hispanófobos”, a quienes además tildaba de “yancófilos apasionados” [p. 95]. A estos críticos del pasado novohispano les recordaba también que los magnates del petróleo no vivían en México, sino en sus palacios de Londres, Nueva York o Los Ángeles y que, por consiguiente, “nada les interesa la suerte de México” [p. 97]. Si bien se mostraba partidario de la participación extranjera en la explotación de los recursos petrolíferos del país, “si proceden conforme a la ley y a la moral” —precisión que incorporaba para la ocasión—, aprovechó el ejemplo para demostrar la “inconsecuencia de los que hacen a España el cargo injusto de habernos esquilmado sin escrúpulo y sin medida [...] a trueque de civilizarnos y darnos patria”. “¿Qué vamos a decir ahora de los extranjeros —se preguntaba— que se aprovechan de nuestros recursos naturales para enriquecerse, sin hacernos, en cambio, el más leve beneficio?”. Así, y a modo de respuesta, Elguero concluyó que “renegar de la Madre Patria y acusarla de explotadora y judaica es infamia indigna de mexicanos verdaderos o propia de cretinos sin ilustración” [p. 98].43
Esta tesis, así presentada, acabaría siendo una constante en la vida de Elguero. El 20 de junio de 1938, semanas después de la histórica nacionalización del petróleo el 18 de marzo por parte del presidente Cárdenas, el periodista del Excélsior se hizo eco de un discurso donde el mandatario, también michoacano, hacía referencia a la región veracruzana del Cerro Azul, situada en la Huasteca Baja, a propósito de criticar a las compañías petroleras por haberse ido del país sin dejar ningún beneficio de mejoramiento social. Aprovechando la ocasión, Elguero volvió a hacer la siguiente defensa del pasado novohispano, lamentando no solo el egoísmo del capitalismo moderno, sino también la presencia de aquellos que venían tildando de oscurantista el pasado virreinal: “Los españoles que explotaron nuestras minas durante la Colonia, se enriquecían, pero fundaban ciudades, levantaban templos, construían casas de beneficencia y casi siempre, por no decir que siempre, dejaban en el país sus fortunas”.44
UN MEXICANO, DEFENSOR DE LA HERENCIA ESPAÑOLA
Avanzada la escritura de su libro, y con los argumentos que se han presentado, Elguero entró en valoración y reconocimiento de la verdadera herencia que la Nueva España virreinal había legado a su país en el momento de su independencia en 1821. El asiento de su primera tesis tenía rango de convicción: “España transmitió a México una civilización y una cultura. [...] Lo que España hizo en América fue grandioso, sobrehumano” [p. 171]. Si la hispanofobia reducía el pasado novohispano a un asunto de conquista y explotación, Elguero defendió la hispanofilia poniendo en valor la grandeza sobrehumana del doble patrimonio cultural que, en forma de civilización y cultura, había dejado España tras sus tres siglos de presencia en territorio mesoamericano. En su opinión, la empresa que Hernán Cortés emprendería a partir de 1521, quedaba plenamente justificada “ante la moral y ante la civilización”, conforme a los presentes argumentos:
El pueblo azteca, el más fuerte del Anáhuac, tenía entre sus prácticas religiosas los sacrificios humanos y entre sus costumbres la antropofagia. Periódicamente llevaba la guerra contra otras tribus con el exclusivo objeto de hacer prisioneros, que esclavizaba u ofrecía en holocausto a la implacable divinidad bárbara, jamás ahíta de sangre humana [p. 14].
En cuanto a su régimen de gobierno, Elguero recordó que se basaba en un “despotismo ilimitado”, donde “la voluntad incontrastable del gran cacique era la ley única, y apenas la casta sacerdotal influía en el ánimo de aquél mediante la sugestión supersticiosa y el temor a los misterios de lo desconocido”. Por consiguiente, no tardó en reconocer que los dos “primeros efectos saludables” de aquel hecho de armas cortesiano habían sido, primero, “la supresión de los sacrificios humanos y del canibalismo” y, segundo, “la abolición de la esclavitud”. Para Elguero, “el grande, el indiscutible beneficio que a Hernán Cortés debieron las razas indígenas del Anáhuac, fue haberlas libertado de la barbarie caníbal y de la práctica abominable de los sacrificios humanos”.45
Situando el acontecimiento en su contexto histórico, Elguero aceptó que aquella empresa de armas bajo la capitanía de Cortés había sido verdaderamente una conquista y que aquellos “conquistadores” llegaban al continente, que fue llamado América a partir de 1492, en busca de “grandes riquezas, que no siempre encontraron”. Empero, añadió que junto al conquistador también llegó el misionero, “verdadero apóstol de la religión de Cristo que despreciaba los bienes terrenos e interponíase entre el soldado español, muchas veces duro de entrañas y ávido de oro, y el indio vencido y miserable”.46
A propósito, Elguero no desaprovechó la oportunidad que le brindó la redacción de su libro para refutar una de las tesis más defendidas por quienes consideraban que Cortés había acabado con una gran civilización, sin duda otro de los temas de debate en aquellos años, particularmente auspiciado por el sector revolucionario indigenista.47 He aquí sus palabras: “Los que a toda costa pretenden desacreditar la obra de España en el Nuevo Mundo, alegan que, con la Conquista, se destruyó una gran civilización, digna de conservarse con esmero”. Para Elguero, dicha tesis no podía “defenderse con seriedad” ni resistía “el más mínimo análisis”. Con la excepción de los mayas —que en su opinión “eran los más adelantados”—, los “indios del Anáhuac” practicaban el canibalismo, sacrificaban a los prisioneros en homenaje a sus divinidades, carecían de grandes cuadrúpedos para el tiro y la carga, desconocían la escritura fonética y los cereales panificables, ignoraban el uso industrial de la rueda, no trabajaban el hierro y, finalmente, “la inmensa mayoría de la población vivía miserablemente”. En consecuencia, y con esta argumentación, el escritor michoacano consideraba que, “poco o nada, pues, tuvieron que destruir los conquistadores y, en cambio, importaron a América cuanto de útil existía en Europa, con diligencia y en profusión notables” [pp. 31 y 32].48
Presentada la prueba con la que pretendía desmantelar la tesis de la destrucción de una gran civilización con la llegada de Cortés, Elguero estaba convencido de que la religión católica había sido la verdadera aportación de los españoles a tierras americanas. Así, y en este rubro, evocó aquel 13 de mayo de 1524, una fecha que consideró “memorable en los fastos de México”, cuando desembarcaron en Veracruz el franciscano español Martín de Valencia junto con otros miembros de su misma orden como los misioneros Francisco de Soto, Martín de la Coruña, Juan Juárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente, García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Palos, Juan de Ribas, Francisco Jiménez y Andrés de Córdoba.49 En su opinión, todos ellos eran “varones de tan aquilatada virtud, que con justicia se les ha comparado con los primeros apóstoles de Cristo y, a su acción maravillosa y fecunda, débese en gran parte la evangelización del indio mexicano y eso que ahora se llama, con pedantería y mal gusto, “incorporar el indio a la civilización”” [p. 16].50
Para la ocasión, Elguero recordó que, tan pronto como Cortés supo de la llegada de estos misioneros, se aprestó a recibirlos “con las mayores muestras de respeto y veneración”. “Bien sabía lo que hacía el fundador de la nueva nacionalidad”, añadió.51 Y, sin embargo, pocos años después de que arribasen aquellos hombres de armas y aquellos otros de fe, la nueva tierra conquistada y evangelizada recibiría una tercera presencia, cuya procedencia no había que buscarla en el otro lado del mar. He aquí las palabras de Elguero, hombre de fe con profundas raíces católicas y particularmente mariano: “En una estéril roca de los alrededores de la antigua Temistitán, habrían de florecer las rosas del milagro a las plantas de la Virgen India, madre y protectora de los vencidos, luz de sus almas y consuelo de sus corazones” [p. 19].
El señalamiento del tridente estaba hecho: Cortés, el misionero y la Virgen de Guadalupe. Por todo ello, y a partir de aquellos primeros años del siglo XVI, España comenzaría a forjar esa herencia que, a modo de testamento, recibiría México tras consumarse la independencia novohispana y la conformación del nuevo Estado soberano.52 Si bien durante el período se cometieron abusos, tal y como reconocería Elguero, “la condición de los indios era privilegiada, [...] de acuerdo con la legislación y con las disposiciones especiales dictadas por los monarcas españoles”. A su vez, “los Sumos Pontífices de la Iglesia” reconocieron que “los naturales del país mexicano eran seres racionales, enteramente iguales a los conquistadores” y, conforme a las disposiciones recogidas en las Leyes de Indias, “se prohibió usar hasta la palabra “conquista”, y hasta se penaba a los descubridores por ocupar o tomar con ningún pretexto, causa o motivo, los bienes de los indios” [pp. 20 y 21].53
De entre aquellos soldados que vinieron de España, el escritor michoacano destacó a Bernal Díaz del Castillo, “verídico e inimitable cronista, hombre de bien a carta cabal y ponderado en sus acciones y juicios”. Y también a otros como él que pronto sintieron “el grande amor que tenían a la tierra conquistada” y que la hacían suya “no solo para vivirla, sino para sepultarse en sus entrañas después de la muerte”. “La virtud y hasta la santidad no eran excepcionales entre los conquistadores”, puntualizó para la ocasión.54
Y así, y además de hombres de espada y otros de cruz, con España también llegó un sinfín de avances, desconocidos hasta ese entonces en tierras americanas. En consecuencia, y “debido a la inteligencia y a la energía de los conquistadores, de los misioneros y de los gobernantes de Nueva España, se convirtió en pocos años el Anáhuac semibárbaro en tierra de civilización”. A propósito, Elguero recordó que, para 1539, la Nueva España ya tenía su primera imprenta y, poco después, en 1551 su primera universidad que “precedió al Harvard College de las colonias inglesas en poco menos de cien años” [p. 30].
La forja de la identidad novohispana daba un salto hacia adelante con la formación y transmisión del conocimiento para dar pronto sus primeros frutos. A la altura del año 1600, Elguero se hacía eco de la edición de 14 diccionarios en lenguas indígenas “para uso de los misioneros y de los naturales”, de cuadernos de música o de una multitud de “trabajos lingüísticos” escritos por los integrantes de las diferentes órdenes religiosas. De cualquier manera, ponía el acento en la idea de que el verdadero aporte de la imprenta fue “la evangelización de los indios que tanto monta como decir civilización”, habida cuenta de que los misioneros se valieron de “cartillas, vocabularios y gramáticas” para enseñar la “lengua castellana, a fin de que pudiesen adquirir la doctrina católica”.55
Con estas señas de identidad, pronto el virreinato se convirtió en una España trasplantada, llegando del otro lado del mar los avances científicos y tecnológicos que se conocían en Occidente.56 Elguero reconoció que fue así como se dio la rápida propagación de la cría del caballo, ganado vacuno y otros animales domésticos, por no hablar del cultivo de cereales —trigo, cebada o centeno—, legumbres —habas, garbanzos o lentejas—, frutales —manzanos, naranjos, almendros, morales, castaños—, forrajes como la alfalfa o fibras como el lino. En su opinión, semejante caudal de importación dio a la agricultura novohispana “un impulso jamás imaginado por las tribus indígenas anteriores a la dominación española”. Por lo tanto, concluía, “al traer los españoles elementos de tamaña importancia, empezó en México la verdadera y única civilización que poseemos”.57
Junto con aquella agricultura y ganadería, también llegó la manufactura, tal y como fue el caso de la industria de la seda que, a la altura de 1531, ya tenía su particular arraigo, así como el ramo de la minería que servía, además, para la fundación de “grandes centros de población” con el consiguiente progreso agrícola y el florecimiento de otras industrias como el vidrio o la loza. Elguero rememoró la fundación del ingenio azucarero en Cuernavaca, tan solo cuatro años después de la llegada de Cortés y el posterior desenvolvimiento “que alcanzó el cultivo de la caña y la producción del azúcar” [pp. 37 y 38]. Este desarrollo económico tuvo su legado en materia de aprendizaje, evitando el monopolio en cuanto al manejo del conocimiento y formación. En palabras de Elguero, “pocos años después de consumada la Conquista, los indios habían aprendido, aleccionados por los españoles, los oficios e industrias de estos”.58
Como hombre de fe, el escritor mexicano ponderó sobremanera la herencia española que devino de la aportación de la propia Iglesia católica, no solo por la evangelización de los indios y la preservación de la fe católica, sino también por las manifestaciones de arte que esta institución eclesial fue creando en pueblos, ciudades y en toda la vasta geografía novohispana. Elguero se refería de la forma siguiente a semejante “potencia creadora”:
La Iglesia, como de costumbre, dirigía el movimiento artístico en la Colonia, y si se quiere medir su enorme esfuerzo, su pródiga fecundidad, su no igualada ni superada potencia creadora, cuéntense los templos edificados por los religiosos, los obispos y los fieles, desde las Californias hasta Guatemala, muchísimos de ellos verdaderas joyas arquitectónicas, que hoy todavía constituyen, y serán mientras se mantengan en pie, lo más valioso que tenemos en materia de arte [p. 60].
En materia numérica, el escritor michoacano precisó que fueron “cerca de cinco mil iglesias” las construidas sobre el lienzo de la Nueva España, “que no solo fueron y son todavía testimonios vivos de la fe, sino también centros de población y focos de cultura”. Al igual que sucedió con determinados nodos de desarrollo económico vinculados con la minería y el cultivo de la caña de azúcar, Elguero recordó que “en torno del templo agrupábase el pueblo” y que la afluencia de los fieles atraía a los comerciantes, “y al poco edificábase el villorrio, la villa y la ciudad”. Por consiguiente, y en su opinión, resultaba “inexplicable que ciertos hispanófobos, a pesar de sus pretensiones de artistas, censuren al gobierno colonial y a la Iglesia por haber construido millares de templos” [p. 61]. Por eso, y ante esta exposición de evidencias, Elguero estaba convencido de que el legado colonial era lo único de lo que podían vanagloriarse “los hijos de este país”, haciéndose esta pregunta con su correspondiente respuesta y ambas en un tono irónico: “¿Cuántas ciudades hemos construido desde la Independencia hasta nuestros días? Torreón, alguna otra en el norte..., y eso es todo”.59
Esta defensa de la obra religiosa durante el lapso virreinal sería sustento para que Elguero llegase a una nueva conclusión, a saber: “La historia de la Iglesia durante la Colonia es la historia de Nueva España”, habida cuenta de que fenómenos como la “evangelización, enseñanza, ciencias, artes, filología, industrias, y, en especial, defensa de la raza indígena contra los abusos de conquistadores y encomenderos, todo lo tomó a su cargo la Iglesia Católica”. Si bien la obra de los misioneros fue “eminentemente civilizadora y nacionalista”, por consiguiente, “las tribus bárbaras o semibárbaras que aún existen en México, son aquellas que no alcanzaron a recibir el influjo y la enseñanza de los misioneros”. Por eso, añadiría para la ocasión, “en nuestras congregaciones de indígenas del centro de la República, hay sin duda ignorancia y pobreza, pero no barbarie”. Haciendo loa de la herencia misionera novohispana, el escritor michoacano precisaría lo siguiente: “Las misiones de California y de Tejas, particularmente, fueron obras que llamaría yo de gigantes si no me pareciera más propio llamarlas de santos”.60
VALORACIONES FINALES
Ponemos el punto final a estas páginas no sin antes avanzar un último cuadro de valoraciones. Como se ha visto, en la figura del michoacano José Elguero encontramos a un abogado por formación universitaria, pero a un periodista y escritor por profesión y particularmente por vocación. Hombre de fe y de profundas raíces católicas, fue un gran admirador de la Historia, una disciplina a la que le otorgaba el crédito de asegurar el conocimiento del pasado, algo que consideraba estratégico para encontrar los aprendizajes necesarios en toda pretensión de gestación del presente.
A propósito, y en su condición de hispanista, el escritor michoacano estaba convencido de que la salvaguarda de México pasaba por el conocimiento y defensa de su pasado, reivindicando la herencia española como premisa forjadora de la identidad nacional mexicana. Entre sus convicciones, estaba la necesidad de formar los espíritus no cultivados de la niñez ingenua y del trabajador ignorante. En su condición de escritor, avezado en el ejercicio de la crítica desde la trinchera de la prensa diaria, defendió como pocos la herencia que España había testado a México en el momento de la consumación de su independencia y salió con determinación, empuñando el arma de la palabra, al encuentro de sus críticos y de quienes hicieron gala de su hispanofobia y el fomento de la inveterada leyenda negra contra España. A esa España, hacedora del imaginario novohispano, la distinguía con nominaciones como “Madre España” o “Madre Patria”.
Para Elguero, reivindicar España era reivindicar a México. Se consideraba un patriota mexicano y, como tal, creía que el presente y el futuro identitario de su México natal pasaban por hacer del pasado colonial español una fuente permanente de aprendizajes. Aquello no era una guerra del presente contra el pasado —y la consecuente legitimación de los actores del primero o del segundo—, sino de la pertinencia de mirar y mirarse en el espejo de la herencia recibida. En aquellos años revolucionarios, y tras la Guerra Cristera, Elguero fue defensor de la paz que reinó en la Nueva España durante aquellos tres siglos, principalmente por el elemento cohesionador que aseguraba la religión católica.
Hábil y curtido escritor, su apuesta fue por la técnica de la refutación desde el ejercicio de la palabra impresa. Sagaz en el manejo de la adjetivación, Elguero desplegó contra aquellos que tildaba de hispanófobos un sinfín de calificaciones o, más bien, de descalificaciones. No tuvo reparo en llamarles “belitres de cerebro huero”; “demagogos de piqueta demoledora”; “ignorantes”; “mentirosos con despreciable mala fe”; “cretinos” o portadores de una “fantasía seca” y de un “cerebro vacío”.
En el fondo, y como se ha visto, el problema residía en los potenciales receptores del mensaje. En consecuencia, lamentó la existencia en su México natal de un “vulgo” ignorante y manipulado por la “demagogia mexicana”, aireada por medio de “la vanidad de los hombres ilustrados a medias” y su particular afán de perpetuar “falsedades históricas” para el fomento de intereses particulares. Al militar Roberto Donato Fernández, autor del libro que generó su particular animadversión, lo tildó de libelista, de escritor de un “desdichado pasquín” y de mostrarse como un “implacable hispanófobo”
En su afán por acabar en México con el “virus del odio anti-español”, estaba convencido de que se estaba haciendo una mala lectura del pasado colonial, como resultado de una selección sesgada y descontextualizada de acontecimientos históricos que se traducía en argucia manipuladora hasta hacer del pasado un arma arrojadiza. A su entender, esa propaganda antiespañola y la revitalización de la vieja leyenda negra contra España, solo perseguían el adoctrinamiento del pueblo por parte de determinados sectores revolucionarios. Siguiendo una lógica maniquea, su discurso hispanófilo pretendía neutralizar, o cuando menos minimizar, los argumentos del discurso opuesto e hispanófobo, procedente desde fuera de México o desde adentro, principalmente, desde determinados sectores de la Revolución.61
La muerte de José Elguero, tras una larga y doliente enfermedad, tuvo lugar en la Ciudad de México el 3 de julio de 1939, significando, en palabras de José Luis Martínez, “un verdadero acontecimiento” en el ámbito del periodismo mexicano, como así quedó demostrado ante “las manifestaciones de condolencia que se hicieron, a través de la prensa, en toda la República”.62 Aquel día, México perdía a uno de los grandes defensores de la herencia española como fuente para la configuración y reconfiguración de la identidad nacional ante el desafío de su desintegración por elementos endógenos o exógenos. “Aun cuando creo pertenecer exclusivamente a la raza blanca —llegó a confesar en su libro—, soy mexicano por los cuatro costados. Mis abuelos lo fueron ya, y ellos y mis padres me legaron, como herencia preciosa, el amor a España” [p. 13].
Con este último apunte, ponemos el punto final, recuperando una última valoración de nuestro escritor moreliano José Elguero, a propósito de su insistencia en la idea de que las artes y las letras habían florecido en la Nueva España hasta los últimos días del “régimen virreinal”, antes de apostillar esto: “También en estas disciplinas de la imaginación y del entendimiento humanos, la Madre Patria nos transmitió su cultura sin regateos ni limitaciones” [p. 60]. Por eso, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el michoacano José Elguero fue un escritor y periodista conocido y reconocido en México y en España, pero particularmente, considerado en ambos países como uno de los grandes hispanistas del momento, siendo su libro España en los destinos de México una de las obras referenciales del pensamiento hispanista.