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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.76 Michoacán jul./dic. 2022  Epub 06-Feb-2023

 

Artículos

¿UN ‘HÉROE CIVILIZADOR’? HERNÁN CORTÉS Y LA DISCURSIVA SOBRE LA CIVILIZACIÓN Y LA BARBARIE

A ‘CIVILIZING HERO’? HERNÁN CORTÉS AND THE DISCURSIVE ON CIVILIZATION AND BARBARITY

UN ‘HERO CIVILISATEUR’? HERNAN CORTESET LA DISCURSIVE SUR LA CIVILISATION ET LA BARBARIE

Pedro L. San Miguel1 

1Universidad de Puerto Rico


Resumen

Este ensayo forma parte de una investigación más amplia acerca de la discusión en torno a los conceptos de civilización y barbarie en América Latina. Se rastrea el papel que, en la configuración de dicha discursiva, desempeñó Hernán Cortés, quien se proyectó como “héroe civilizador” por contribuir a la difusión del cristianismo en el Nuevo Mundo, así como por su rol como gobernante, poblador, urbanista y arquitecto del nuevo orden colonial. Como balance, se ofrece una propuesta, inspirada en Walter Benjamín, en torno a la concepción de Cortés como “civilizador” que pretende impugnar el maniqueísmo a partir del cual usualmente se le conceptúa.

Palabras clave Hernán Cortés; Conquista; civilización; barbarie; México

Abstract

This essay is part of a broader investigation about the discussion around the concepts of civilization and barbarism in Latin America. We trace back to the role in the configuration of this discursive played by Hernán Cortés, who was projected as a “civilizing hero” for contributing to the spread of Christianity in the New World, as well as for his role as ruler, settler, urban planner and architect of the new colonial order. As a balance, a proposal is offered, inspired by Walter Benjamín, around the conception of Cortés as a “civilizer” that aims to challenge the Manichaeism from which he is usually conceptualized.

Keywords Hernán Cortés; Conquest; civilization; barbarism; Mexico

Résumé

Cet essai fait partie d’une enquête plus large sur la discussion autour des concepts de civilisation et de barbarie en Amérique latine. Elle retrace le rôle joué par Hernán Cortés dans la configuration de cette discoursive, qui s’est projeté comme un “héros civilisateur” en contribuant à la diffusion du christianisme dans le Nouveau Monde, ainsi que par son rôle de dirigeant, de colonisateur, d’urbaniste et d’architecte du nouvel ordre colonial. En guise de bilan, une proposition est offerte, inspirée de Walter Benjamin, autour de la conception de Cortés comme “civilisateur” qui vise à remettre en cause le manichéisme à partir duquel il est habituellement conceptualisé.

Mots clés Hernán Cortés; Conquête; civilisation; barbarie; Mexique

A la memoria de Carlos Antonio Altagracia Guerrero, héroe de su propia vida y de la de su familia.

UNA CONQUISTA CIVILIZADORA

Una de las repercusiones de la conquista de América por España fue el surgimiento de una discursiva en torno a la civilización y la barbarie.1 En ella, ocuparán lugares centrales la vida material de las sociedades aborígenes —economías y estilos de vida— y sus usos y costumbres —comidas y “maneras de mesa”, vestidos y atuendos, ritos funerarios y prácticas sexuales, entre otros. Dado el trasfondo histórico de la Conquista, también resultarán nodales los temas religiosos. Desde la óptica española —aunque parezca contradictorio dado su carácter devastador—, su dominio sobre los nativoamericanos constituirá un acto civilizador ya que implicó la destrucción del “imperio del Demonio” y la implantación del cristianismo que formaría parte del plan divino.2 En Mesoamérica, esos resultados habrían sido factibles debido a la empresa conquistadora encabezada por Hernán Cortés, quien sería conceptuado, desde la perspectiva española, como un héroe civilizador.3

Esa concepción acerca de Cortés forma parte de un conjunto de “mitos imperiales” —como les ha denominado David Brading— que, desde temprano en la época de la Conquista, pretendieron explicar y justificar las acciones de los españoles en el Nuevo Mundo.4 Ya otros investigadores han destacado que tanto las Cartas de relación de Cortés como La Conquista de México de Francisco López de Gómara, fueron medulares en su proyección como “héroe civilizador”.5 Hasta la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, elaborada por Bernal Díaz del Castillo con la intención de enmendar los sesgos de esas obras, terminó por exaltar a Cortés.6 Esto patentiza las dificultades al enfrentarse a un personaje histórico como Cortés. De ello resulta indicativo que una figura como fray Toribio de Benavente “Motolinía” se erigiera en ardiente apologista de Cortés ante las acerbas críticas de Bartolomé de las Casas, quien fustigó al conquistador —y de paso a López de Gómara, a quien estima como su lacayo— por su sevicia, inclemencia y doblez.7 Para Motolinía, Cortés había actuado a tono con el plan divino que contemplaba la conquista de la Nueva España como parte de la erradicación del demonio y la extensión del cristianismo. Desde tal óptica, Cortés era un predestinado, un héroe civilizador dado que sus actos respondían a un esquema trazado por la divinidad que conllevaba la transformación de unos “bárbaros”, que lo eran sobre todo por su religión. Las Casas pensaba desde un esquema providencialista, razón por la cual fue un defensor de Cristóbal Colón, a quien concibió como un agente del Señor, si bien esto no impidió que adoptara posturas críticas ante él por haber sometido a explotación a los nativos de la Isla Española.8

Estos ejemplos evidencian que, desde su irrupción en la historia, Cortés fue juzgado desde posiciones dicotómicas, desde criterios absolutos, los cuales, a mi modo de ver, dificultan la consideración de los procesos y personajes históricos como realidades ubicadas en un tiempo y lugar determinados, como fenómenos que responden a un “régimen de historicidad”.9 En el contexto de este trabajo, que tiene como trasfondo una exploración acerca de las manifestaciones discursivas en torno a la “civilización y la barbarie” en América Latina, un primer paso en tal sentido radica en trazar qué criterios sustentaron la configuración de Cortés como civilizador. Tal imaginario debe ser considerado a la luz de una España que fluctuaba entre una modernización que pugnaba por emerger y un medievalismo que se resistía a desaparecer. En ella era nodal un cristianismo militante y hasta beligerante, trasladado a América desde los albores de la Conquista, así que la implantación del cristianismo constituirá el cimiento de la gesta “civilizadora” de figuras como Cortés. Mas no se circunscribirán al ámbito religioso las mercedes que obtuvieron los indígenas en virtud de su empresa, un repertorio de bienes materiales.10 Gracias a la conquista española, conocieron las bestias de carga, desconocidas hasta entonces — excepto en la región andina— en el mundo americano.

En Mesoamérica, la labor de cargar y transportar recaía sobre los tamemes, nahuatlismo que luego de la Conquista se empleó para denominar a quienes efectuaban esa tarea; “antes —afirma López de Gómara— ellos eran las bestias”. Asimismo, gracias a los animales introducidos por los españoles se habrían beneficiado los mesoamericanos con la lana de las ovejas, así como con su leche y su queso. Amén de estos productos, la carne la pudieron disfrutar en mayor abundancia en virtud de las reses y los cerdos. La alimentación se benefició, igualmente, con el trigo, cuyo cultivo habría iniciado en la Nueva España un “negro esclavo”. El molino de agua también habría favorecido la alimentación indígena. Alega el cronista que su uso convino especialmente a las mujeres indígenas debido a “que les era principio de mucho descanso” porque la molienda del maíz —antes de la Conquista— recaía sobre ellas. A esto se sumaron otras tecnologías, entre las que López de Gómara resalta los instrumentos para pesar los productos, de los que carecían anteriormente, lo que restringía “la contratación”; la moneda, que no utilizaban —excepto el cacao—, pese a tener “mucha plata, oro y cobre”; el hierro, que no empleaban “por rudeza”; la cera, que desconocían los indígenas, por lo que carecían de “otra candela para alumbrarse de noche que los tizones”, lo que reputa el cronista como “barbarie grandísima”; debido a “la falta de hierro, pez e ingenios para calafatearlos”, no construían los aborígenes “navíos sino de una sola pieza”. A este listado añade otras cosas de las “que son más deliciosas que necesarias”, como la seda, azúcar, lienzo, cáñamo y “pastel”,11 aunque “tenían linda grana y finos colores de flores”.

Amén de bienes materiales, como resultado de la Conquista habrían obtenido los nativo-americanos beneficios culturales de otra índole. Por ejemplo, “latín y ciencias”, conocimientos que, según López de Gómara, valían “más que cuanta plata y oro les tomaron; porque con letras son verdaderamente hombres, y de la plata no se aprovechaban mucho ni todos”, esto como si del latín y las ciencias occidentales se beneficiaran efectivamente todos los indígenas, o como si las repercusiones de esos saberes, en América, hubiesen sido invariablemente provechosas.12 El criterio de López de Gómara acerca de la extensión de las “letras” a América —como si las sociedades nativas carecieran de formas de escritura y de maneras de registrar sus saberes, o como si no poseyeran conocimientos acerca de la naturaleza y su funcionamiento—, revela el papel central que, en la Europa de la época, tenían las “letras” en concebir lo humano y en fijar los límites entre civilización y barbarie. Según tal criterio, la escritura servía como repositorio de conocimientos y de memorias, cruciales en la existencia de sociedades civilizadas. La escritura posibilitaba una trascendencia a la cual no podían aspirar las sociedades ágrafas o en las cuales la escritura era incipiente. Serían, por ende, sociedades inferiores, salvajes, bárbaras. En el caso de América, la expansión de las “letras” resultaba doblemente crucial porque estaba vinculada con la difusión del cristianismo, concebido como La Palabra por excelencia, por lo que sus textos sacros eran El Libro por antonomasia. Tanto por razones culturales como por criterios religiosos y políticos, las “letras” (occidentales) se concebían como superiores a la oralidad, a otras formas de grafía —como la pictografía de los “libros” mesoamericanos—, y hasta a sistemas mnemotécnicos distintivos, como los quipus andinos.13

LIBERTADOR Y GOBERNANTE

De la conquista española —por tanto, de las acciones de Cortés— también habrían derivado una serie de beneficios políticos y sociales.14 Se articuló así una justificación de la Conquista. En esta nueva concepción, antes de la llegada de los españoles, los indígenas estaban “sujetos y despechados”, sometidos a un régimen opresivo. De lo que producían los “villanos [campesinos] pechaban, de tres que cogían, uno, y aun les tasaban a muchos la comida”. De no cumplir con estos tributos, eran esclavizados “hasta pagar”; de no poderse “redimir”, podían ser sacrificados. Sus hijos muchas veces eran, asimismo, usados para sacrificios o para “banquetes, que era lo tirano y cruel”. Como bestias de trabajo eran explotados “en las cargas, caminos y edificios”. Tal era la subordinación sufrida por la gente común que “no se atrevían a vestir buena manta ni mirar a su señor”. Gracias al monopolio de ciertos bienes, como la sal, “las repúblicas no podían liberarse de la servidumbre” que sobre ellas ejercía Tenochtitlan. A ello también contribuía la idolatría, por la cual “no había año que no muriesen veinte mil personas sacrificadas, y hasta cincuenta mil”, lo que constituía una “gran carnicería” y una “gran inhumanidad”. A raíz de la conquista española y que gracias a “la misericordia de Dios son cristianos [los indígenas], no hay tal sacrificio ni comida de hombres”. También habría desaparecido la idolatría y las “borracheras que saquen de seso”;15 y el “pecado aborrecible” de la sodomía había sido erradicado. Como balance de la Conquista, señala el panegirista de Cortés:

Ahora [los indígenas] son señores de lo que tienen, con tanta libertad que les daña. Pagan tan pocos tributos, que viven descansados; pues el Emperador [español] se los tasa. Tienen hacienda propia, y granjerías de seda, ganado, azúcar, trigo y otras cosas. Saben oficios y venden bien y mucho las obras y las manos. No les fuerza nadie, […], a llevar cargas ni a trabajar; si algo hacen, son bien pagados. No hacen nada sin mandárselo el señor que tienen indio, aunque lo mande el virrey […].16

La misma estructura de poder habría sido alterada con la Conquista, favoreciendo a los nativos. Los pueblos indígenas, aunque fuesen del rey, tenían señores indios, quienes además eran “del linaje que eran cuando eran conquistados; y así, no se les ha quitado el señorío ni mando”. De faltar “hombres de aquella casta”, escogían los mismos habitantes de los pueblos a sus autoridades locales. En todo esto, “Dios les hizo merced en ser de los españoles, que los cristianaron, y que los tratan y que los tienen ni más ni menos como digo”.17 Esta concepción acerca de las repercusiones de la Conquista estaba sustentadas en la noción de que el régimen de Moctezuma constituía una “tiranía”. Tal visión comenzó a cuajar, a juzgar por el relato de López de Gómara, desde temprano en la incursión de los españoles en Mesoamérica. En Cempoala, por ejemplo, su cacique habría referido a Cortés que “sus antepasados habían vivido en gran quietud, paz y libertad”. Esa idílica condición habría sido trastornada “de algunos años acá” debido a que el “pueblo suyo y tierra” fueron “tiranizado[s] y perdido[s], porque los señores de México Tenuchtitlan […] habían usurpado, no solamente aquella ciudad, sino aun toda la tierra, por la fuerza de las armas”. De acuerdo con López de Gómara, el señor de Cempoala afirmó que habían intentado librarse del “yugo de su servidumbre y tiranía” mediante las armas, pero el caso era que, “cuanto más las toman [las armas], tanto mayores daños les vienen”. Las represalias incluían la toma de prisioneros para sacrificarlos y comerlos, así como esclavizarlos e incautar sus bienes, “sin tener misericordia ni compasión de dejarlos morir de hambre”. Ante tal panorama, y dado que Cortés le había conminado a que reconociese al monarca español como soberano, el cacique respondió —según la tendenciosa (y seguramente fantasiosa) versión del cronista español— lo siguiente:

[…] ¿quién no se alegrará de ser vasallo, cuanto más amigo, de tan bueno y justo príncipe, como le decían [los españoles] que era el Emperador [Carlos V], siquiera por salir de estas vejaciones, robos, agravios y fuerzas de cada día, aunque no fuese por recibir ni gozar otras mercedes y beneficios, que un tan gran señor querrá y podrá hacer?18

Dado el carácter encomiástico de la obra de López de Gómara, su relato acerca de la entrevista entre el cacique de Cempoala y Cortés posee un matiz sorprendente porque en él, es el jefe indígena y no Cortés quien propone hacer una alianza militar contra Tenochtitlan que incluiría también a “Tlaxcallan, Huexocinco y otras provincias de por allí, además de la serranía de los totonaques, que eran de opinión contraria a los mexicanos”.19 Esto tiende a restarle protagonismo a Cortés quien, como en otras ocasiones, es más bien parco en su narración de ese encuentro; nada dice acerca de la supuesta propuesta del jefe indígena, si bien alude a sus quejas contra la opresión padecida. En ellas se fundamenta Cortés para calificar como “tiranía” el poder ejercido por Tenochtitlan.20 Por su parte, sale Bernal Díaz del Castillo al quite, cuestionando el relato de López de Gómara, aduciendo que fue en otra ocasión cuando se “concertó la rebelión y liga contra Montezuma”.21 Dicha ocasión se habría presentado cuando, estando los españoles en el “pueblo fuerte de Quiauiztlan”, fueron a cobrar tributos unos recaudadores de Moctezuma. Apareció también el “cacique gordo” de Cempoala, quien de nuevo se quejó amargamente de las afrentas que les infligía el gobernante tenochca. A los reclamos habituales sobre tributos, trabajos forzados e hijos arrebatados para sacrificarlos a los dioses, añadió que los recaudadores tenochcas “les tomaban sus mujeres e hijas si eran hermosas, y las forzaban”.22

Fue en tal contexto, alega Bernal, que se concertó la alianza entre españoles e indígenas en contra de Tenochtitlan. Respondiendo a las querellas de los agraviados, Cortés les reiteró que el monarca español le había encomendado “que viniese a castigar a los malhechores, y que no consintiese sacrificios ni robos”. Así que ordenó el apresamiento de los emisarios de Moctezuma, quienes venían “a robar y a llevar por esclavos sus hijos y mujeres y [a] hacer otras fuerzas”. Igualmente, mandó Cortés a los caciques allí presentes “que no les dieran más tributo ni obediencia a Moctezuma”. Asombrados, los jefes indígenas corrieron la voz en sus respectivas comunidades. Ante “cosas [tan] maravillosas y de tanto peso para ellos”, proclamaron que no eran esos actos propios de humanos sino de teules, “que así llamaban a sus ídolos”, que era como decir “o dioses o demonios”; de allí en adelante, así se referirían los indígenas a los españoles. Según Bernal, fue a raíz de esos sucesos que, en virtud de los juramentos de Cortés de que los españoles los defenderían, se “prometieron todos aquellos pueblos y caciques a una que serían con nosotros en todo lo que los quisiésemos mandar y juntarían sus poderes contra Montezuma [sic] y todos sus aliados”. De paso, remata el cronista señalando que los indígenas “dieron la obediencia a Su Majestad”.23

Irrespectivamente de cuál versión esté más apegada a los hechos, lo cierto es que tanto el relato de López de Gómara como el de Díaz del Castillo suscriben la idea de que Cortés fue una suerte de redentor de los reinos y las etnias indígenas, es decir, ambos cronistas rubrican la noción de que Moctezuma era un tirano. Tal criterio, como contraparte, certificaría la creencia de que Cortés habría actuado como libertador de los indígenas sometidos a Tenochtitlan. La concepción de tiranía manejada por Cortés y sus epígonos emanaba, por supuesto, de la tradición clásica, según la cual se trataba de un régimen de gobierno ilegítimo, instaurado y ejercido por la fuerza.24 Desde tal perspectiva, la irrupción de los españoles en Mesoamérica, sus gestiones para socavar el dominio de Tenochtitlan y las guerras desatadas contra dicha ciudad, habrían constituido aspectos legítimos de la oposición a su tiranía, encarnada por Moctezuma. Desde tan sesgada perspectiva, Cortés es representado como un civilizador debido a que habría comandado la impugnación de un régimen opresor cuya inhumanidad —por ende, su barbarie— entrañaba la glorificación de los sacrificios humanos y hasta el canibalismo.

A dicha concepción se aunará otra que también proyectaría a Cortés como un agente de la civilización. Se trata del enunciado, contenido en sus Cartas de relación, de que Moctezuma había reconocido al emperador Carlos V como soberano, transfiriéndole sus reinos, territorios y vasallos.25 Habríase efectuado de tal modo el translatio imperii, concepto medieval originado en la tradición política romana e incorporado posteriormente a la cristiana —sustentado en los libros del Antiguo Testamento—, según el cual el poder legítimo de un reino o monarca era cedido a otro reino o monarca, quien pasaba a ostentar los dominios y los atributos del soberano renunciante, por lo que voluntariamente se convertía en vasallo del nuevo señor.26 Según el relato ofrecido por Cortés, Moctezuma, dirigiéndose a “todos los señores de las ciudades y tierras allí comarcanas”, invocó a ese ancestro de todos ellos, fundador de sus reinos que, alegadamente, había marchado pero que “dejó dicho que tornaría o enviaría con tal poder, que los pudiese constreñir y atraer a su servicio”. Habría continuado el monarca tenochca alegando que eran los españoles a quienes esperaban, por lo que pidió a los señores indígenas que “de aquí en adelante tengáis y obedezcáis a este gran rey [Carlos V], pues él es vuestro natural señor, y en su lugar tengáis a este su capitán”. De tal forma se habría consumado el translatio imperii, quedando Cortés instituido como representante legítimo del monarca español. El acontecimiento, por supuesto, habría tenido una gran carga emotiva, razón por la cual Moctezuma “todo lo dijo llorando con las mayores lágrimas y suspiros que un hombre podía manifestar, y asimismo todos aquellos señores que le estaban oyendo lloraban tanto, que en un gran rato no le pudieron responder”. Cuando contestaron, le dijeron que él era su señor y que le acatarían, por lo “que desde entonces para siempre se daban ellos por vasallos de vuestra alteza”, es decir, del monarca ibero. En tal escenario, hasta entre los españoles hubo quien sintiera “mucha compasión”.27

Como suele ocurrir, las fuentes españolas difieren en torno a este crucial acontecimiento. En el relato de Díaz del Castillo, hay una importante discrepancia con la narración ofrecida por Cortés. Según Bernal, tal suceso ocurrió siendo Moctezuma rehén de los españoles, lo que impugnaría el carácter voluntario de su proceder. De ahí se derivaría la falacia de tal “cesión”, que sería resultado de una coacción.28 Por su parte, López de Gómara concuerda en esencia con la versión ofrecida por Cortés —lo que no es de extrañar dado el carácter obsequioso de su obra—. Si bien resalta uno de los aspectos que, hasta el presente, han marcado las interpretaciones acerca de la Conquista: que los indígenas “tenían pronósticos y señales […] de la venida de gente extranjera, blanca, barbuda y oriental [es decir, que llegarían del este], a señorear aquella tierra”,29 esos “presagios” se habrían imbricado con la leyenda sobre el dios Quetzalcóatl, deidad bienhechora que había partido por el lugar por donde sale el Sol y que por aquí debía retornar. De ahí que, supuestamente, los indígenas consideraran que los españoles fuesen dioses y que Cortés fuera Quetzalcóatl o una encarnación suya. Investigadores contemporáneos han cuestionado estas interpretaciones surgidas, al parecer, luego de la Conquista e instigadas por el mismo Cortés como parte de su campaña de autopromoción.30 Por demás, la noción de que los indígenas concebían a los recién llegados como dioses, es puesta en duda por ciertos pasajes de las mismas fuentes españolas. De particular relevancia es lo que relata Bernal en el capítulo XC de su obra, cuando Moctezuma visitó a los españoles en sus alojamientos en Tenochtitlan y, habiéndolos visto, corroboró que los forasteros eran “de hueso y carne”. Incluso —narra el cronista español—, refutó Moctezuma los alegatos tlaxcaltecas de que él era un dios, certificando que su cuerpo era “de hueso y carne como los vuestros”. De tal suposición se mofó Moctezuma —quien según Bernal era “muy regocijado”, es decir, tenía sentido del humor—: “lo tendréis por burla, como yo tengo de vuestros truenos y relámpagos”, aludiendo de tal forma a las estruendosas armas de fuego de los españoles, que los indígenas equiparaban con esos fenómenos naturales.31

Pese a las divergencias entre las diversas fuentes españolas, lo cierto es que, como ha señalado Matthew Restall, Cortés “creía que periódicamente recibía declaraciones de sumisión de los señores indígenas, quienes, por tanto, reconocían tácitamente la legitimidad de su presencia en México”. El argumento de que Moctezuma había efectuado un translatio imperii, sometiéndose al emperador Carlos V, vendría a ser la coronación de tal percepción. Sería, por supuesto, una apreciación interesada ya que, en primer lugar, justificaba los actos de violencia y crueldad de los españoles y, en segundo lugar, convertía en traición contra el monarca ibero cualquier gesto de resistencia indígena a dichos actos y a los intentos de los foráneos por imponer su dominio. La supuesta cesión de Moctezuma tornaba “cualquier hostilidad [en] una forma de rebelión”.32 La implicación era que, en cuanto se enmarcaba en la noción de lesa majestad, la rebelión o la resistencia eran actos de barbarie que atentaban contra el orden civilizado, representado por el cristiano monarca español. Cortés, en tal relato, funge como el héroe civilizador que habría instituido dicho orden.

Derrotada Tenochtitlan, se inició una nueva etapa en las actividades de Cortés, que acrecentarían su aura como civilizador. A partir de entonces, su rol de militar, aunque presente siempre, quedó supeditado a sus funciones como gobernante, que pasaron a ocupar un lugar más notorio en sus Cartas de relación. Tuvo, por supuesto, que consolidar su resonante éxito militar sobre el más poderoso reino indígena, ampliando la esfera de dominación española sobre el territorio y los señoríos mesoamericanos.33 Ya delegando en otros conquistadores que actuaran en su nombre, ya dirigiéndolas él mismo, Cortés promovió expediciones, primero hacia los territorios de Michoacán, Jalisco, Pánuco, Chiapas y el Soconusco, luego, hasta la lejana “Hibueras” (en la actual Honduras), expedición en la que participó personalmente y que terminó en un desastre. Más adelante, impulsó la exploración del Mar del Sur (el Pacífico); su objetivo final era la búsqueda de una senda hacia las Indias Orientales, proyecto que valoraba como un gran servicio a la Corona dado que se insertaba en la rivalidad entre España y Portugal por conseguir una ruta que diera acceso a los portentosos reinos del Oriente y a sus legendarias riquezas. Esto lo llevó a fraguar planes de navegación que en su mayoría también acabaron en fiascos; entre sus logros se encontró la exploración de la costa noroccidental de México y el “descubrimiento” de lo que vino a llamarse Baja California y el denominado Mar de Cortés. Así iría conformándose espacialmente la Nueva España, aunque el dominio español no fuese igualmente firme en sus diversos componentes territoriales.

POBLADOR Y URBANISTA

Aparejado a la función de explorador y descubridor, se encuentra el rol de Cortés como poblador y fundador de poblados y ciudades. Esa función se inició en 1519 con la institución de la Villa Rica de la Vera Cruz, primer poblado hispano en la Nueva España. Entre otros fines, esta iniciativa formó parte de las estratagemas legales de Cortés para sustentar su ruptura con el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, y su incursión en el amplísimo territorio que tenía ante sí.34 No obstante, será en la ciudad de Tenochtitlan, luego de la debacle provocada por su asedio y derrota militar, donde Cortés emprenderá su más ambicioso y radical programa de reconstrucción y repoblamiento que terminará transformando la fisonomía de la ciudad: de ser una urbe con fachada nativa, terminó siendo una ciudad de porte español. Reconociendo que luego de la guerra la ciudad no contaba con condiciones para que los españoles la habitasen, “páseme con toda la gente [se entiende que los españoles] a un pueblo que se dice Cuyoacán”. Desde ahí dirigió Cortés las obras para reedificar y repoblar la antigua sede del imperio azteca. Para ello, “trabajé de recoger todos los naturales, que por muchas partes estaban asentados desde la guerra”. Asimismo, cooptó a “personas principales” concediéndoles “señorío de tierras y gente”, buscando “honrarlos y favorecerlos”, de manera que las élites nativas colaborasen en la reconstrucción y el repoblamiento de la ciudad. Así se logró que hubiera en ella “hasta treinta mil vecinos” y prevaleciera el “orden que solía [haber] en sus mercados y contrataciones”.

Ese renacer poblacional se debió en buena medida —según Cortés— a las “tantas libertades y exenciones” que había conferido a los aborígenes. Con ello, los “oficiales de artes mecánicas” y otros artesanos y operarios, así como los mercaderes, pescadores y agricultores, podían negociar sus productos en los mercados de la ciudad. Habiéndose recuperado algo de normalidad, se trasladaron los españoles a la ciudad, por lo cual Cortés repartió solares entre sus seguidores, quienes procedieron a erigir viviendas; al redactar Cortés su cuarta carta de relación —que lleva fecha de octubre de 1524—, había “mucha cantidad de ellas hechas, y otras que llevan ya buenos principios”, lo que ocurría, obviamente, gracias a la mano de obra indígena. A ese ritmo —concluye el cronista— “de hoy en cinco años será la más noble y populosa ciudad que haya en lo poblado del mundo, y [la] de mejores edificios”.35 Con todo, la reedificación de la ciudad conllevó enormes sacrificios y hasta tuvo un alto costo en vidas ya que, debido a la guerra, mermaron las siembras de los indígenas, así que al aumentar el número de personas que a ella fluían, escasearon las provisiones. A esto se sumó que “vino pestilencia y murieron infinitos” —se entiende que indígenas—.36

Por demás, la reconstrucción estuvo lejos de constituir una mera restauración de lo destruido y, por lo tanto, de erigir una réplica de la antigua Tenochtitlan. Lo que emergió de esa febril actividad fue algo nuevo, diferente a lo que existía previamente. Se redefinió, para empezar, el uso del suelo y de los espacios. Amén de repartir solares entre los españoles, Cortés designó terrenos para “iglesias, plazas, atarazanas, y otros edificios públicos y comunes”. Es decir, surgieron espacios que correspondían a los estilos de vida imperantes en la Península Ibérica, los que se reprodujeron en el Nuevo Mundo. Y, sobre todo, se segregó étnicamente el espacio urbano, disponiendo Cortés “que el barrio de los españoles estuviese apartado del barrio de los indios”.37 En sí, esta división simbolizó la sociedad que emergió en los momentos inaugurales de la sociedad colonial: en ella, nativos y españoles ocuparían lugares determinados, quedando separados unos de otros. Pese a ello, no estaban totalmente excluidos entre sí ya que los españoles requerirán del trabajo de los indígenas, por lo tanto, de su presencia. Demandaban también los bienes que producían los nativos, en especial los de subsistencia. Cortés mismo reconoció que en el gran mercado de la parte española de la ciudad —había otro en el lado indígena— “hay todas las cosas de bastimentos que en la tierra se pueden hallar, porque de toda ella [los indios] lo vienen a vender”. 38

Habría ejercido en todo esto Cortés el papel de urbanista, de ordenador del entorno citadino, que desde los tiempos más remotos constituye una de las funciones primordiales de los civilizadores.39 Como ha dicho Ángel Rama: “Desde la remodelación de Tenochtitlan, luego de su destrucción por Hernán Cortés en 1521, […] la ciudad latinoamericana ha [sido] básicamente un parto de la inteligencia, pues quedó inscripta en un ciclo de la cultura universal en que la ciudad pasó a ser el sueño de un orden”.40 Como parte de ese orden fraguado por él, amén de reconfigurar la antigua Tenochtitlan, Cortés concibió e impulsó nuevas urbes; tal fue el caso de la mudanza que hizo del “puerto y desembarcadero que hacían las naos en Veracruz”. En esa nueva localidad, que llamó Medellín, se construyó “un gran muelle […] y puso casa de contratación, y allanó el camino de allí a México para la recua que lleva y trae las mercaderías”.41 Abrir caminos y posibilitar, por ende, las comunicaciones y el comercio, son también faenas de un cabal civilizador. Habría coadyuvado así Cortés al surgimiento de esa red de ciudades-puerto que tan cruciales han resultado —económica, social y culturalmente— en la historia latinoamericana.42

Como se puede apreciar, Cortés no se circunscribió a edificar y a acrecentar el número de habitantes de la ciudad de Tenochtitlan, la que a partir de entonces inició el proceso de cambio de nombre: cada vez sería más frecuente que se le denominara México. Consideró “que la gloria y fama de haber conquistado la Nueva España” quedaban incompletas “si no la pulía y fortificaba”. Así que “llevó a México a doña Catalina Suárez”, su esposa, quien había quedado en Cuba, e “hizo enviar por mujeres [españolas, se entiende] a muchos vecinos de México y de las otras villas que poblara”. De tal manera fomentó la colonización de oriundos de España, en especial de mujeres, lo que evidentemente contribuía a la reproducción demográfica, social y cultural de los nuevos dominadores, encargados de difundir la civilización —su civilización— en un mundo en que, desde la óptica de los vencedores, todavía imperaba la barbarie. Como parte de ese designio, otorgó Cortés “dinero para llevar de España doncellas, hidalgas y cristianas viejas; y así, fueron muchos hombres casados con sus hijas a costa de él”.43 Con esta política de colonización habría contribuido a establecer los rasgos definitorios de las ciudades latinoamericanas a lo largo de todo el periodo colonial: el predominio (al menos tendencial) de los sectores étnico-raciales blancos (luego “criollos” y “mestizos”), así como su hispanismo cultural.44

El mundo rural también se habría enriquecido gracias a su afán transformador. De las islas antillanas hizo llevar “vacas, puercas, ovejas, cabras, asnas y yeguas” de manera que se pudiera obtener “carne, leche, lana y corambre”, así como emplearse “para carga, guerra y labor”. Igualmente, se introdujeron en la Nueva España especies vegetales como la caña de azúcar, las moreras para obtener seda, la vid y otras plantas. De las tecnologías existentes en el Viejo Mundo, incorporó “armas, hierro, artillería, pólvora, herramientas y fraguas”. Consciente seguramente de que el dominio que ejercían los españoles se debía en buena medida a su potencia guerrera, es decir, a su superior civilización bélica —si se me permite el oxímoron—, mandó confeccionar “cinco piezas de artillería”; luego aumentó su armamento, llegando a contar con “treinta y cinco tiros de bronce y setenta de hierro colado, con lo que fortaleció a México, y después le llegaron más de España, con arcabuces y coseletes”. Por supuesto, lo que quedó fortalecido con tal armamento fue el poderío español ejercido sobre los nativos. Estos, a tono con el civilizador proyecto cortesiano, fueron sometidos al trabajo en las “muchas y ricas minas” que se encontraron, de hecho, según las concepciones españolas, parte de la barbarie de los indígenas radicaba en que no hacían uso adecuado de los dones y las potencialidades de la tierra; entre esas faltas resaltaba la exigua extracción de metales preciosos. Así que impulsar la minería representaba, desde tal perspectiva, otro acto civilizador, aunque sin ambages reconoció López de Gómara que ello costó “la vida de muchos indios que llevaron a las minas por fuerza y como esclavos”.45

Como gobernante, habría consumado Cortés su acción civilizadora. Sus gestiones como fundador de poblados y como urbanista; sus proyectos de exploración del territorio; sus planes colonizadores; sus intentos por fomentar la producción, por ejemplo, mediante la minería y la agricultura; y sus esfuerzos por incorporar técnicas, animales y plantas del Viejo Mundo a la Nueva España, pueden concebirse como partes constitutivas de un proyecto gubernamental. Ello se evidencia en las “Ordenanzas de buen gobierno” que emitió Cortés en 1524, las que, como ha argumentado José Luis Martínez, significaron “el primer intento de legislación para regular la vida de las nuevas poblaciones”. Con ellas —añade el biógrafo de Cortés—, pretendía contrarrestar a aquellos españoles, que eran la mayoría, moldeados por las prácticas prevalecientes en las Antillas y que radicaban —en palabras de Cortés citadas por Martínez— en “esquilmarlas y destruirlas, y después dejarlas”. Con la intención de brindar estabilidad al dominio hispano en la Nueva España, las “Ordenanzas” abarcaban un amplio espectro de asuntos, desde los defensivos y militares hasta los relacionados con el poblamiento del territorio. Brindan especial atención a las relaciones entre españoles e indígenas, regulando aspectos como los asuntos religiosos y los referentes al adoctrinamiento de los nativos, así como los vinculados con las encomiendas de indios y las relaciones económicas con ellos. La finalidad de las “Ordenanzas” —concluye Martínez— era transformar un hecho militar, la conquista, “en poblamiento definitivo, y […] arraigar […]su propia idea de civilización en el territorio dominado”.46

En cuanto Cortés desarrolló todo un programa administrativo, fue determinante en la institución del Estado español en América. Y el Estado, como han destacado diversos pensadores, históricamente ha fungido como eje central de los procesos civilizatorios. Incluso, hacia el final de su cuarta carta de relación, Cortés pide al rey que le notifique las regulaciones que estime conveniente instaurar en la Nueva España. De tal forma, se proyecta como heraldo del monarca español y, por ende, como creador del poder imperial y como artífice del Estado. Aclara, no obstante: “siempre tendré cuidado de añadir lo que más me pareciere que conviene”.47 Cortés, como se sabe, fue nombrado por la Corona como “gobernador, capitán general y justicia mayor de la Nueva España”, con lo que quedaron validadas sus acciones y, de alguna forma, quedó zanjado de facto su antiguo pleito con Velázquez, gobernador de Cuba, a quien había traicionado.48 No obstante, sus aspiraciones a ser nombrado virrey se vieron frustradas debido a que, en sus nuevos dominios, el rey mantuvo la política —y con más razón debido a la grandeza y la prodigalidad de los territorios recién conquistados—estrenada en las islas antillanas, de desplazar a los conquistadores —cuya autonomía resultaba perjudicial a la Monarquía—, reemplazándolos con una burocracia sujeta a la Corona, pero igualmente afecta a los funcionarios y los cortesanos que, desde la metrópoli, obtenían mayor injerencia en los asuntos del Nuevo Mundo, causando el encono de los conquistadores que se sentían arrinconados.49

En sus últimas epístolas al monarca español, es patente la inconformidad de Cortés con esta situación, llegando a recriminarle, “por mí y los conquistadores”, que se confirieran cargos de valía “al primero que llegue”, en perjuicio de quienes habían ganado a sangre y fuego esos reinos para España.50 Prefigura tal reclamo uno de los conflictos que permearán toda la época colonial: la pugna, primero, entre conquistadores y burócratas, y emanado de ello, posteriormente, las disputas entre “la dinastía de los conquistadores” —ya criollos— y el funcionariado peninsular que ocupó muchos de los cargos estatales, militares y eclesiásticos más codiciados por las élites locales. Eventualmente, tales querellas nutrirán varias de las corrientes principales del pensamiento colonial, contribuyendo a rearticular las discursivas en torno a la civilización y la barbarie en América. En tales concepciones, se iría difuminando la visión original de España como venero de civilización hasta llegarse a enjuiciar como fuente de opresión, oscurantismo y hasta de barbarie.51

ORDENAMIENTO SOCIAL: LAS RELACIONES ENTRE ESPAÑOLES E INDÍGENAS

Más allá de los intríngulis burocráticos y de las incipientes tensiones políticas, Cortés desplegó una política encaminada a cristalizar las relaciones entre la población indígena y los españoles. Su premisa era que, a partir de la Conquista, unos y otros debían coexistir, formando parte de la misma sociedad, de un mismo régimen, pese a que indígenas y españoles ocuparán posiciones muy desiguales en ese nuevo sistema político-social. En cuanto gestor del naciente Estado, tal sería su principal contribución al surgimiento del orden colonial. La expansión del territorio y el sometimiento de las poblaciones nativas fueron elementos cruciales de esa política. La incorporación de Michoacán al poderío español constituye un buen ejemplo de las maneras en que logró ese objetivo. En esta región, Cortés implementó una estrategia que aunó la diplomacia y la persuasión con la violencia. Comprendió incluso una especie de “terrorismo lite”, como cuando llevó a Tenochtitlan a los señores tarascos que fueron a visitarlo, mostrándoles las ruinas de la que había sido la más poderosa ciudad de Mesoamérica; o como cuando condujo al principal cacique tarasco ante “Cuauhtémoc con los pies quemados”, así torturado por los españoles. Los tarascos, ante tales evidencias, optaron por someterse a los españoles.52

La reducción de los indígenas fue conceptuada por los españoles como “pacificación”, término que denota que la resistencia o la rebelión constituían una manifestación infundada contra el naciente orden colonial. En cuanto infringían el sistema legítimo —o, más bien, legitimado por la Conquista—, entrañaban actos de barbarie ya que, según la lógica derivada de la derrota de Tenochtitlan, la civilización era emblematizada por el sistema español, el cristianismo y todo lo que se desprendía de la victoria hispana. Podía suceder que la supresión de las rebeliones no conllevara ventajas materiales ostensibles al nuevo régimen. No obstante, la represión de las insurrecciones poseía un indiscutible valor simbólico en cuanto patentizaba el poderío español. Tal fue el caso de la rebelión ocurrida en la región de Pánuco, como secuela de la cual sus cabecillas fueron ahorcados y cientos de sus participantes resultaron esclavizados. Como las insubordinaciones indígenas eran juzgadas por los españoles como ilegítimas, las represalias y la violencia contra los nativos eran catalogadas frecuentemente como “castigos”.53 Incluso, en el caso de indígenas que previamente habían sido sometidos o que habían aceptado el dominio español pero que se rebelaban, sus actos eran catalogados como “traición” a la Corona.

Como explicación de tales alzamientos, Cortés alegó que los indígenas eran gentes “bulliciosas, que cualquier novedad o aparejo que vean de bullicio los mueve, porque ellos así lo tenían por costumbre de rebelarse y alzarse contra sus señores”.54 Se trataba, pues, de una condición innata, un rasgo intrínseco de las sociedades nativas, otra de esas características bárbaras que los españoles debían rectificar o erradicar. A tono con tal apreciación, la “pacificación”, pese a conllevar el uso de la violencia y el terror, constituía un recurso civilizador. Lo mismo puede decirse de la esclavización de los aborígenes que, además de contribuir a cubrir los gastos de tales “pacificaciones”, representaba un castigo ejemplar, una muestra de lo que podían sufrir quienes violentaran las pautas de sociabilidad política instauradas por el régimen español.55 Es decir, una lección de lo que podían esperar aquellos salvajes e impíos que contravinieran las normas del orden recién establecido y de la nueva civilización. Como derivado de todo esto, Cortés emergía como un “pacificador”, un guerrero-gobernante capaz de instaurar la paz y de mantener el orden.

Mas la hegemonía no depende solamente de la violencia y la represión. En “tiempos normales” —como alegó Antonio Gramsci—, se sustenta en la inscripción de los dominados en los esquemas de poder, buscando obtener su adhesión. Ya mencioné que, para lograr el repoblamiento de Tenochtitlan por los indígenas, que se habían dispersado por sus alrededores, Cortés había reclutado a jefes nativos para que coadyuvasen a dicha tarea. Incluso, nombró a uno de ellos que “conocía del tiempo de Mutezuma [sic], que tomase cargo de la tornar a poblar”. Para facilitar tal encargo, y que “más autoridad su persona tuviese, toméle a dar el mismo cargo que [antes] tenía, que es Ciguacoatl, que quiere tanto decir como lugarteniente del señor”. Aclara, no obstante, que los privilegios conferidos a este y a otros principales indígenas no eran equivalentes a los que ostentaban previamente, de modo que no “pudiesen ofender con ellos en algún tiempo”.56 Las medidas conducentes a integrar a la población aborigen al nuevo sistema político y social no se restringieron a las antiguas élites nativas. Cortés tuvo muy en cuenta el imperativo de incluir en sus proyectos al conjunto de los aborígenes.

En todo ello, contempló las interacciones entre nativos y españoles; incluso, ponderó las repercusiones potencialmente negativas o conflictivas que podían acarrear esos contactos. Así, al recibir órdenes de parte del monarca de que los españoles tuvieran “libremente contratación y comercio con los naturales”, aduciendo que ello redundaría en su pronta conversión “a nuestra santa fe”, Cortés difirió del rey, alegando que tal práctica “sería sin comparación dañosa” porque “los naturales recibirían muy conocido daño, y se les harán muchos robos, fuerzas y otras vejaciones”. Los abusos y los estropicios previstos por Cortés provendrían de que “la más de la gente española que acá pasa, son de baja manera, fuertes y […] de diversos vicios y pecados”, por lo que, de dárseles “licencia de […] andar por los pueblos de los indios, antes por nuestros pecados se convertirían [los indios] a sus vicios”, en detrimento de “su conversión”. En balde resultaría —continúa Cortés—la labor evangelizadora, la que sería desvirtuada por los comportamientos de los españoles: la prédica de los religiosos sería “causa de burla”. Asimismo, los agravios a los indígenas “sería[n] causa [de] que no pudiéndolos sufrir se rebelasen”. En virtud del conocimiento adquirido por los indios sobre los españoles y sus formas de vida, podían entonces “buscar mucho género de armas contra las nuestras”, para lo cual contaban con “asaz habilidad”. Superando en número los nativos a los iberos, resultaría que “muy brevemente nos acabarían” y con ello “cesaría la más santa y alta obra que desde la conversión de los apóstoles acá jamás se ha comenzado”.57

Debido a que constituyeron el basamento económico de la sociedad que emergió con la Conquista —en lo que no se distinguió del régimen que esta sustituyó—, por lo que en torno a ellos giraron en buena medida las relaciones entre españoles e indígenas, Cortés buscó regular el trabajo y los tributos indígenas. Alrededor de estos asuntos, discrepó también de la Corona, la cual había decretado que, “en conciencia”, los nativos no podían ser encomendados, aunque este criterio se modificará acorde con las convulsiones de la política colonial.58 El monarca derivaba su posición —en palabras de Cortés— de esa junta de “letrados teólogos” que concluyó que, en virtud de que “Dios Nuestro Señor los había hecho libres”, a los indios “no se les podía quitar libertad”. Por su parte, Cortés sostuvo que la encomienda no debía ser eliminada debido a los “inconvenientes” que ello conllevaba; de hecho, en una misiva al rey fechada en octubre de 1524, le informa que no había implementado su mandato de suprimirla. Según él, dado que “los españoles no tienen otros géneros de provechos, ni manera de vivir ni sustentarse […] sino por [la] ayuda que de los naturales reciben”, de eliminarse las encomiendas, abandonarían “la tierra los que en ella estuviesen”, lo cual perjudicaría “las reales rentas” y cesaría “la conversión de estas gentes”.59

Amén de estos perjuicios —que atentaban contra la civilización cristiana que recién germinaba en la Nueva España—, la cancelación de la encomienda vulneraba los intereses de los mismos indígenas, dado que, “encomendándolos de la manera que yo los encomiendo, son sacados de cautiverio y puestos en libertad”. En otras palabras, la encomienda, como era implementada por ese esclarecido gobernante que —según su propia concepción— era Cortés, constituía una forma de redimir a los nativos: “cautivos” eran antaño, cuando servían a sus “señores antiguos”. Entonces, no solo les tomaban “todo cuanto tenían”, dejándoles lo mínimo para su sustento, sino que “les tomaban sus hijos e hijas y parientes, y aun a ellos mismos para los sacrificar a sus ídolos”. Tanta diferencia había entre su situación anterior y la que vivían bajo la encomienda, que los nativos temían, “más que otra ninguna amenaza ni castigo”, que se les retornase a sus antiguos señores.60 Según tal lógica, Cortés habría instaurado un régimen de trabajo más evolucionado, menos opresivo que el imperante antes de la Conquista, la que constituiría un acto civilizador en cuanto habría mutado, para bien, la situación de los indígenas.

Tal como fue implementada por Cortés, la encomienda habría, además, evitado los males que ella provocó en las Antillas. Así, “por ella no se espera que vendrán en disminución ni consumimiento” los nativos, como había ocurrido en dichas islas. Que así fuese se debió —argumenta el conquistador— a su experiencia de más de veinte años en el Nuevo Mundo, gracias a la cual había impedido que en la Nueva España se incurriese en aquellos “yerros” que contribuyeron al desmedro de la población indígena en las islas antillanas. Por ejemplo, no admitía que se usara a los mesoamericanos en la extracción de oro, “porque conozco el gran daño que de ello vendrá, y que muy presto se consumirían y acabarían”, aunque este argumento es desmentido, por lo que en otras partes indica el mismo Cortés acerca del destino de los indígenas bajo el yugo español. Había vedado, además, que los nativos fuesen sacados “fuera de sus casas a hacer labranzas”, como se hacía en las islas; en su lugar, en los mismos terrenos de los indios se destinaban predios que eran labrados en provecho de los españoles. Razonaba Cortés: “me parece que [esto] es libertad y manera de multiplicar y conservarse, que no de disminución”. Y con el fin de que las rentas de la Corona no se afectasen con tales medidas, consentía que los españoles “pudiesen rescatar [es decir, comprar] esclavos de los que los naturales tienen por tales, y con otros que sean de guerra”. De estos, “hay tanta copia de gente para sacar oro que, si herramientas hubiese, […] se sacaría más cantidad de oro”. En conjunto, Cortés alega que las medidas implementadas propendían a la “conservación de los naturales” y, por otro lado, contribuían al “provecho y sustentamiento de los españoles”.61

Finalmente, Cortés objetó la disposición de que los indígenas pagaran tributo a la Corona, puesto que de “ninguna cosa que acá se pudiere mandar vuestra alteza podría recibir mayor deservicio”. Adujo como argumento que, aunque los nativos “tienen muy buena manera de entendimiento” —eran, pese a todo, “gente de razón”— carecían “de otras muchas cosas” para poder cumplir cabalmente con las imposiciones fiscales. Para empezar, no contaban con el oro y la plata que seguramente se les exigiría, y lo poco que tenían de esos metales “ya lo han dado y acabado”, acomodaticia forma de encubrir los latrocinios, robos y rapiñas cometidos por los españoles. Por tal motivo, lo que podían aportar los indios como tributo a la Corona era “lo que ahora dan a los españoles” en la Nueva España: maíz, algodón, pulque, “hacer las casas en que los españolen moran [y] criar algunos ganados”. Debido a la modestia de tales bienes y servicios —señala Cortés—, “aun para los que lo recogen no bastaría para mantenerse”. Sus consideraciones al respecto se fundaban, no en abstracciones, sino en su experiencia. Declara que inicialmente había prescrito que una serie de pueblos contribuyesen con sus bienes al monarca; en dicho régimen estuvieron durante un año. Pero los resultados fueron magros y hasta adversos: al cabo de ese año, los pueblos estaban “casi perdidos y destruidos”. De modo que Cortés dispuso, “para que no se perdiesen los pueblos y el fruto de ellos, encomendarlos a españoles, y con esto se han reedificado”. Así aumentaron, además, los ingresos obtenidos por la Corona, por lo que concluyó que, de ese momento en adelante, aplicaría ese sistema a los pueblos indígenas.62

Poca duda cabe de que estas disposiciones emanaban de su posición como líder natural de los conquistadores; incluso, que respondían a los intereses de ese sector social que desde los albores de la época colonial, tuvo que encarar los designios de la Corona por restarle poder, privilegios y utilidades. Tal política no se circunscribió a la Nueva España, habiéndose inaugurado en las Antillas: constituyó el sustrato de la “caída en desgracia” de Cristóbal Colón, así como de las primeras camadas de “descubridores” y conquistadores.63 Por ende, es factible concluir que las propuestas de Cortés respecto a la encomienda y al trabajo de los indígenas, como las referentes a los tributos, contenían un palpable sesgo que respondían a los intereses de quienes habían participado en la Conquista y que se estrenaban como (potenciales) grandes señores, resueltos a recibir lo que concebían como sus más que merecidas retribuciones. Pese a ello, las medidas implementadas por Cortés deben contemplarse también como pautas de un orden social y económico determinado, como una suerte de mapa conceptual en torno a la nueva sociedad que, a su juicio, debía emerger de la Conquista. Era una propuesta que contemplaba una determinada visión “civilizatoria” en cuanto cartografiaba unas relaciones económicas en las cuales indígenas y españoles pudiesen coexistir —desde posiciones diferenciadas y hasta tajantemente delimitadas— en un mismo territorio, conformando una misma sociedad. Será esta, de hecho, la preocupación central de quienes en el siglo XVI, fungieron como arquitectos del Imperio español en América.64

A tono con tal concepción, como gobernante, Cortés pretendió asumir incluso una postura mediadora, intentando apaciguar a los nativos cuando se sentían ultrajados por los españoles. Estando en tierras del sur, por Guatemala, donde radicaba Pedro de Alvarado, que tanta fama de despiadado y sanguinario se había granjeado —entre otros haberes, ordenó la matanza en el Templo Mayor que desató la insurrección tenochca contra los españoles—, encontró que los aborígenes se habían sublevado “por cierto mal trato” que habían recibido. Pese a sus esfuerzos, Alvarado había sido incapaz de sofocar la rebelión. Al llegar Cortés a la región, “sin ninguna dilación vinieron a mí las personas principales de aquella provincia […] y me dijeron la causa de su alzamiento”. Catalogándola Cortés como “harto justa”, la revuelta se debía a que el español que “los tenía encomendados había quemado ocho señores principales”, y aunque pidieron justicia por tal afrenta, “no les fue hecha”. De la entrevista con Cortés, quedaron los indígenas “contentos y están ahora pacíficos y sirven como antes”, aunque hay que tener cautela con su versión, interesada en resaltar sus méritos. Más adelante indica que, habiéndose enterado de que de Cuba y Jamaica llegaban barcos con la intención de cargar indios como esclavos para esas islas, había armado una carabela para impedir que se “hiciese daño a los naturales”.65 Por supuesto, defendía así los intereses de los conquistadores de la Nueva España, cuyo botín principal era la población indígena, fuente de mano de obra, tributos y riquezas.

Los criterios que primaban en ese orden —de esa civilización— que Cortés trataba de instituir eran, por un lado, el servicio a la Corona y, por el otro, la expansión del cristianismo. Más allá de que en sus textos buscara exaltar su propia imagen y de que sus determinaciones respondieran a sus intereses económicos y políticos, así como a los del grupo de conquistadores, Cortés, en cuanto gobernante, aspiró a comportarse a tono con tales pautas. Ello respondía —para parafrasear a Albert Hirschman— a sus pasiones y sus intereses,66 por eso terminará personificando al “antiguo héroe fundador de cultura”:

[…] a medida que avanzaba en el tiempo y el espacio disponía las nuevas fronteras geográfico-políticas, construía ciudades y creaba un orden social allí donde solo debía de reinar el demonio y la barbarie. […] Por último, Cortés se erigió a sí mismo como vivo emblema histórico de un cristianismo redentor: la salvación de millones de almas por el signo de la cruz es el más alto designio que legitima el carácter divino de su empresa.67

Tales designios quedaron consignados hacia el final de sus Cartas de relación, cuando disfrutando ya de su gloria por haber derrotado a Tenochtitlan, le expresa al monarca su imbatible empeño por continuar extendiendo el poder español y el cristianismo. Sus miras se dirigían hacia el septentrión de la Nueva España, donde habitaba “cierta gente y población que llaman chichimecas”, que “son gentes muy bárbaras y no de tanta razón” como las sojuzgadas ya por los españoles. En los chichimecas —que habrán de sumarse a los caribes antillanos como arquetipos de los indios bárbaros—enfocó sus objetivos, enviando huestes a sus comarcas con las instrucciones de que si encontraban en ellos “alguna aptitud o habilidad para vivir como estos otros viven, y venir en conocimiento de nuestra fe, y reconocer el servicio que a nuestra majestad deben”, se tratara de apaciguarlos para conducirlos por las buenas “al yugo de vuestra majestad”. Esto conllevaba —según las directrices de Cortés— a poblar “entre ellos en la parte que mejor les pareciese”; pero si no se aviniesen a tales normas “y no quisieren ser obedientes”, debían entonces los españoles hacerles “guerra y [tomarlos] por esclavos”, con lo cual sería “vuestra majestad servido” y los españoles dispondrían de esa “gente salvaje” como trabajadores para las minas. Incluso, hasta factible sería que, gracias a “nuestra conversación”, “algunos [de ellos] se salvasen”.68

Quedaba así esbozado el esquema civilizador de Cortés que será aplicado a lo largo y ancho de las américas, donde quiera que los españoles plantaron su huella. Religión (cristiana) o muerte: con tal lema podría sintetizarse su proyecto civilizador. En diversas variantes, esa divisa —que erige como principio rector un Absoluto— quedará inscrita en América Latina como una de las raigales expresiones del antagonismo entre la civilización y la barbarie. Así se revelará esa sentencia durante los subsiguientes siglos, usualmente manteniendo como constante a la muerte. Y es que —en palabras que parafrasean a Todorov— «la “barbarie” de entonces era “enteramente humana”»; era «uno de los rasgos que anuncia[ba]n “el advenimiento de [los] tiempos modernos”».69

REFLEXIONES FINALES

El maniqueísmo es la trampa del moralista.

Octavio Paz

Inspirado en un cuadro de Paul Klee, Walter Benjamin ofrece una reflexión sobre la historia. Según él, el “ángel de la historia”, vuelta su mirada al pasado, contempla una cadena de acontecimientos, aunque “no ve sino una sola y única catástrofe, que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas”. Ante tan sombrío escenario, querría el ángel “despertar a los muertos y reparar lo destruido”. Mas tal designio es impedido por “una tempestad” cuyos fuertes vientos le vedan regresar y que, por el contrario, lo impelen “irresistiblemente hacia el futuro”. De modo que las ruinas continúan acumulándose sin cesar, alcanzando el cielo. “Esa tempestad — remata desamparado Benjamin— es lo que llamamos progreso”.70 De esto se infiere que no hay proceso civilizatorio que no entrañe, a la vez, un cúmulo de barbarie, destrucción, ruinas, estragos. Es esta una de las grandes ironías de la historia, al menos si se le concibe no como un diáfano y rectilíneo transitar por el tiempo, sino como un raudal de contradicciones, paradojas, incongruencias, contrasentidos y hasta sinsentidos.

Tales consideraciones de Benjamin subyacen, a mi aproximación, a la figura de Cortés y de forma particular, al rastreo de su imagen como “héroe civilizador”. ¿Lo fue Cortés? A mi modo de ver, lo fue desde la perspectiva de aquellos que, como Motolinía, partían de una visión providencialista de la historia que concibieron la Conquista como parte de un plan divino cuyo fin era la evangelización del Nuevo Mundo. Lo fue también, desde la óptica de quienes, desde una postura más terrena, pensaron el sometimiento de la Nueva España en función del engrandecimiento y el enriquecimiento de España, cuyo concomitante era la expansión de la civilización hispana a ultramar. Pero, sobre todo, lo fue debido a que Cortés inició la instauración de una nueva civilización en la Nueva España, lo que por supuesto conllevó el sometimiento, e incluso el arrasamiento de las sociedades y civilizaciones que hasta entonces, en ella habían florecido. Actuó, por ende, como esa catastrófica tempestad que, en la alegoría de Benjamin, impide al ángel de la historia retornar al pasado a resarcir sus desastres y a resucitar a los difuntos, y que por el contrario, lo propulsa a los tiempos venideros.

Cortés fue, en síntesis, un gran transformador; el más extremista transformador de eso que con el tiempo vino a llamarse México. Inaugura un arquetipo que habrá de marcar —con frecuencia a sangre y a fuego también— los destinos de toda América Latina. Encarna al obcecado con un proyecto, un designio concebido usualmente como un Absoluto. Ya que aspiró a instaurar un nuevo modelo civilizatorio, diferente al prevaleciente hasta entonces, Cortés pretendió arrasar con todo aquello que obstaculizara su objetivo. Advino así en el perpetrador de la primera gran quimera del emergente México. Siguiendo la alegoría propuesta por Marshall Berman, Cortés, como Fausto, fraguó un proyecto de “ingeniería social” con el fin de lograr una Gran Transformación; y como Mefistófeles, fungió como el “filibustero” que realizó el trabajo sucio que conllevó implementar esa metamorfosis, proyectada, literalmente, como una conversión.71

Por eso hoy al otear el pasado, como resultado de sus actos, podemos percibir un lúgubre cúmulo de ruinas. Mas en el transcurso de la historia, ello no resulta excepcional, ya que como nos recuerda el mismo Benjamin, todo documento (o acto) de cultura, es a la vez un documento (o un acto) de barbarie.72 Posiblemente sea este el sino de toda Gran Transformación, pese a las “buenas intenciones”, los “nobles designios” y los “preclaros principios” que puedan esgrimir sus perpetradores.73 Tenerlo presente es quizás una manera de evadir esa trampa epistemológica, historiográfica, ética y —¿por qué no?— política que acarrea escrutar el pasado, que es una forma figurada de asumir el presente desde ese prisma deformante que resulta ser el maniqueísmo.

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Notas

8Entre otros pasajes en las cuales el dominico critica a Colón, ver: LAS CASAS, Historia de las Indias, t. I, pp. 379-382 y 413-419.

11El “pastel” era un colorante usado para teñir telas.

15En torno al consumo de alcohol y la embriaguez durante el periodo colonial: TAYLOR, William B., Drinking, Homicide & Rebellion in Colonial Mexican Villages, Stanford, Stanford University Press, 1979, que arguye que con la conquista se alteraron los patrones de consumo de las bebidas embriagantes entre la población indígena de la Nueva España. Entonces, se expandió el consumo de alcohol que antes estaba restringido a ciertos sectores sociales o a circunstancias especiales, como las fiestas. Asimismo, en la época colonial, el consumo de alcohol fue más acentuado entre los indígenas establecidos en asentamientos españoles.

18Esto y las citas del párrafo anterior provienen de: LÓPEZ DE GÓMARA, Conquista de México, pp. 105-106.

23Las citas de este párrafo provienen de: DÍAZ DEL CASTILLO, Historia verdadera, pp. 79-81. Refiere también Díaz del Castillo que Cortés urdió una tramoya con el fin de engañar tanto a Moctezuma como a sus nuevos aliados. Ambos habrían sido embaucados por el doble juego de Cortés, quien, por un lado, parecía confrontar el poder de Moctezuma y, por el otro, aparentaba ignorar el apresamiento y las afrentas a sus servidores. Incluso, según Bernal, Cortés dejó escapar a dos de los cinco recaudadores para dar la impresión de que estaba de parte de Moctezuma. Este tejemaneje constituye un ejemplo del “maquiavelismo” de Cortés. Sobre el particular: MIZRAHI, Irene, “El maquiavelismo renacentista en Las cartas de relación de Hernán Cortés”, Dactylus, 12, 1993, pp. 98-115.

27CORTÉS, Cartas de relación, p. 74. La relación de Cortés es harto cuestionable, entre otras cosas, porque en dos contextos distintos ofrece virtualmente la misma versión. El primero fue habiéndose aposentado los españoles, poco después de haberlos recibido Moctezuma a la entrada de Tenochtitlan (pp. 64-65); el segundo es el que acabo de referir. En cuanto a esa primera conferencia entre Moctezuma y Cortés —cuando, según el primero, habríase planteado la cesión de los dominios del gobernante azteca al monarca español—, Díaz del Castillo no dice una palabra al respecto. A lo más que llega es a poner en boca de Cortés que el “emperador don Carlos” los había enviado “a verle y a rogar” que “fuesen cristianos” ellos también (Historia verdadera, p. 163). La ausencia en el relato de Díaz del Castillo de lo que sin duda sería un momento crucial de la incursión española en Mesoamérica constituye, de por sí, un mentís a la versión de Cortés.

35Las citas anteriores provienen de: CORTÉS, Cartas de relación, pp. 248-250.

44Para el trazado general de tales rasgos: ROMERO, Latinoamérica: Las ciudades, pp. 45-172.

45Las citas de este párrafo proceden de: LÓPEZ DE GÓMARA, Conquista de México, p. 349.

61CORTÉS, Cartas de relación, p. 266. Las Casas dedicó uno de sus “tratados” a rebatir aquellos alegatos de los españoles que pretendían legitimar la esclavización de los indígenas. Ver: LAS CASAS, Bartolomé de, Tratados I, trad. de Agustín Millares Carlo y Rafael Moreno, Prólogo de Lewis Hanke y Manuel Giménez Fernández, 3ª reimp., México, Fondo de Cultura Económica, 2018, pp. 501-641.

Recibido: 14 de Septiembre de 2020; Aprobado: 02 de Diciembre de 2020

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