Cada vez es más frecuente encontrar investigaciones dedicadas al amplio y abigarrado mundo de las izquierdas, y bajo este rubro entendemos tanto los movimientos políticos y sociales, como los intelectuales y estéticos asociados a esta tradición que buscan ir más allá de los estrechos márgenes de lo político a los que se han ceñido, hasta hace un par de décadas, la mayoría de estudios con su concentración en las grandes figuras o en las discusiones de los comités centrales, para dar paso a eso que, en términos generales, podemos definir como la dimensión cultural. Esta renovación tanto en el plano temático como metodológico, ha posibilitado trabajar a profundidad con una diversidad de fuentes hasta hace poco ignoradas, como son los carteles, películas, revistas, grabados, periódicos, fotografías, pinturas y demás artefactos culturales.1
De esta forma, estas innovaciones han permitido que en los distintos medios académicos gane terreno la idea de que la cultura política de las izquierdas se encuentra articulada, no solo a partir de un conjunto de reflexiones teóricas, plasmadas principalmente en libros, sino por una combinación de teorías y experiencias, ideas y sentimientos, pasiones y utopías que rebasan el ámbito de lo escrito para instalarse en una diversidad de registros artísticos y culturales.2
Es en este contexto de transformación historiográfica, aparece en México la obra del historiador estadounidense John Lear, la cual lleva como título Imaginar el proletariado. Artistas y trabajadores en el México revolucionario, 1908-1940. En este libro, el autor presenta un sugerente análisis sobre las distintas narrativas visuales que durante un período de poco más de tres décadas, construyeron una pléyade de artistas sobre la cuestión de la clase trabajadora. Representaciones que, cabe señalar, fueron producto de las relaciones profundas que tejieron estos artistas con el movimiento obrero y que lograron plasmar en distintos medios como los murales, carteles, grabados, fotografías, revistas y periódicos.
La investigación que presenta Lear se encuentra situada en un arco temporal que corre de forma paralela al nacimiento, desarrollo y decadencia de ese proceso que hemos denominado como la Revolución mexicana. Y no podría ser de otra forma, ya que los protagonistas de su historia, artistas y obreros, se instalaron durante esos años en el centro de la escena política, como quizá nunca lo habían hecho, gracias a las transformaciones sociales y culturales que se vivieron en el país a raíz del torbellino revolucionario.
Antes de pasar a la estructura y contenido particular de cada apartado, nos gustaría reparar en un par de cuestiones que creemos merecen toda nuestra atención, ya que en buena medida, son uno de los hilos conductores de la obra. La primera de ellas tiene que ver con la manera en que Lear trabaja la creación de las distintas narrativas visuales, haciendo explícito su rechazo a ver en ellas productos aislados y, en cambio, las vincula con el momento político y las directrices teóricas del movimiento obrero, es decir, entiende las imágenes que sobre el trabajador se construyeron durante estos años como resultado de un “diálogo entre el cambio social, la política y la estética” (p. 29). Bajo este presupuesto, Lear interroga estas representaciones y brinda, a lo largo del libro, un análisis valioso acerca de la clase trabajadora, la política del movimiento obrero y sobre los discursos que ciertas organizaciones culturales construyeron sobre esa misma clase trabajadora.
Otro de los aportes de esta investigación es que se desmarca del estudio del muralismo, tema ya muy conocido y trabajado desde varios enfoques, y con el cual se suele asociar de manera automática la vida cultural de estos años, para concentrarse en el grabado. Elección que no resulta casual, ya que este se convirtió en el medio predilecto de buena parte de estos colectivos artísticos para tratar de conectar con el mundo obrero. Desde la perspectiva del autor, el uso generalizado del grabado obedeció al hecho de que era un producto barato de producir y fácil de circular, y porque, además, en él lograron condensar ideas clave en torno al trabajo, género, política sindical y artística, que pronto tuvieron resonancias en los debates nacionales de esos años.
En lo que respecta al contenido del libro, este se encuentra estructurado en siete capítulos y una conclusión. En el primer apartado el autor se concentra en el estudio de dos artistas prerrevolucionarios: Saturnino Herrán y José Guadalupe Posada y lo hace porque, desde su perspectiva, fueron los primeros en romper con las imágenes costumbristas de las clases subalternas para dar paso a lo que denomina la “representación moderna del trabajador” (p. 36).
El primero de los artistas, ubicado en un lugar social como es la Academia de San Carlos, y en un contexto marcado por las fiestas del centenario de la Independencia y la transformación de La Ciudad de los Palacios, logró representar en sus obras el agotamiento físico del trabajador y su papel en la transformación del entorno urbano. Pero excluyó todo tipo de referencia a las contradicciones sociales o al régimen de explotación, en clara sintonía con las ideas del mutualismo de esos años. Fue a partir del uso del simbolismo y la alegoría romántica que Herrán logró construir un prototipo visual que Lear define como el trabajador-ciudadano.
Por su parte, al abordar el trabajo de Posada, el autor menciona que hasta antes de la Revolución fue el artista que mejor logró representar el “vasto retrato social del pueblo mexicano”. Dentro de la extensa obra del originario de Aguascalientes, Lear establece una diferencia entre sus grabados incluidos en las llamadas hojas volantes, donde sí dibujó al pueblo mexicano pero pocas veces estuvo presente la clase trabajadora en términos de su función social o como parte del proceso productivo, y los trabajos que elaboró para la prensa satírica a finales del siglo XIX y principios del XX, donde sí son notables las contradicciones sociales, la desigualdad y las consecuencias de la industrialización para las clases trabajadoras. De ahí que, a diferencia de las imágenes de Herrán, en Posada no encontremos una alegorización del trabajador, sino una fuerte denuncia de la verdadera situación de las clases subalternas, o lo que el autor denomina la imagen del trabajador-víctima.
El segundo apartado, que resulta como una especie de bisagra en relación al resto de la investigación, aborda la situación del arte, los artistas y el movimiento obrero en la entraña misma del movimiento armado durante la década de 1910. Si bien durante este período no fueron abundantes las imágenes creadas sobre el trabajador, para Lear el personaje central de este periodo convulso es Gerardo Murillo, mejor conocido como el Dr. Atl, y no por su obra artística en sí misma, sino por los vínculos que tejió con la Casa del Obrero Mundial, su papel en las filas carrancistas y la influencia que ejerció para una generación de artistas que apenas comenzaba a despuntar durante esos años, entre los que se encontraban José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Francisco Romano Guillermín, Carlos Zaldívar, José Guadalupe Escobedo y Ramón Alva de la Canal, quienes lo siguieron en sus andanzas militares por tierras veracruzanas.
En el tercer capítulo -que desde nuestra perspectiva resulta el más importante por el impacto que tuvo la imagen creada por estos artistas-, el historiador estadounidense analiza la representación visual del trabajador presente en el periódico El Machete durante su primer año de vida, cuando fue elaborado por algunos miembros del Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores como Xavier Guerrero, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. Para ello, traza el contexto histórico en el que comienzan a surgir movimientos vanguardistas como el estridentismo y el mismo sindicato, y habla de las relaciones que se tejieron a inicios de la década de 1920 con el creciente movimiento obrero, primero con la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM) y después con el Partido Comunista Mexicano (PCM).
En lo que respecta a la imagen del proletariado presente en este periódico, Lear dice que fue producto de la recuperación productiva de tres tradiciones: los grabados de Posada, la influencia de las innovaciones vanguardistas del estridentismo, ya que varios de sus miembros eran partícipes de las dos organizaciones al mismo tiempo, y la representación del trabajador presente en la segunda ronda de murales plasmada por Rivera en el edificio de la Secretaría de Educación Pública y por Orozco en la Escuela Nacional Preparatoria. Fue a partir de esta articulación y de su militancia comunista, que lograron plasmar en las páginas de El Machete una clase trabajadora víctima de la explotación capitalista y de la elite traidora de la revolución, pero que también es partícipe de su propia transformación, esto es, la imagen del trabajador-víctima-militante.
El tema del cuarto capítulo es la narrativa visual creada por la organización hegemónica del movimiento obrero mexicano: la CROM, ya que al tiempo que El Machete comenzaba a circular por las calles, ellos también echaron a andar su propia revista con el objetivo de “aumentar el bagaje intelectual de las masas, procurando aunar lo útil con lo ameno […] buscando en todos los casos la armonía entre esos dos factores importantes del progreso humano, que se llaman Capital y Trabajo” (p. 137). Esta publicación, a diferencia de otras iniciativas anteriores y posteriores, contó desde el primer número con un amplio presupuesto, ya que buscaba emular en el estilo a la prensa comercial, aunque siempre con un pequeño toque sutil de obrerismo.
Al analizar la representación visual del trabajador presente en la Revista CROM, el autor afirma que parece tener mucho en común con las imágenes alegóricas de Saturnino Herrán, pues en ellas está ausente cualquier índice de contradicción o conflicto y, más bien, buscaron representar a un trabajador “europeizado” que, junto a los líderes sindicales, construía en armonía la nación en una especie de amalgama entre el patriotismo y la conciencia de clase. Imagen del trabajador-ciudadano-consumidor que no resulta extraña, ya que no era más que la contraparte visual de la estrategia política de la confederación obrera al mando de Luis N. Morones.
En el capítulo cinco, el autor da un salto de unos cuantos años y se instala en la década de 1930, en específico durante los años del cardenismo, el Frente Popular y la formación de organizaciones antifascistas. El objetivo es analizar las innovaciones que introdujo la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) con respecto a las representaciones de las clases trabajadoras creadas en los años anteriores. Esta organización se fundó en el año 1934, gracias a los esfuerzos de Juan de la Cabada, Leopoldo Méndez, Luis Arenal y Pablo O'Higgins, aunque al poco tiempo la lista de artistas colaboradores se extendió rápidamente. Su creación, en buena medida, puede ser entendida como una continuación de otras agrupaciones nacionales como Noviembre, Lucha Intelectual Proletaria y el Frente Único Contra la Reacción Estética.
La fuente principal que usa el autor para analizar la representación visual que creó este grupo de artistas es la revista Frente a Frente, aunque desde luego, no descuida los murales y el material gráfico de carácter efímero que sirvió para ilustrar muchas de las luchas políticas de esos álgidos años. Uno de los aspectos interesantes de este apartado, es que muestra cómo la LEAR logró resolver las tensiones que recorrían las dos imágenes dominantes del proletariado de los años veinte, la reformista y la comunista, mediante la creación de una narrativa visual que recibió el impulso decisivo de la retórica del Frente Popular, pero que no olvidó la estética radical de El Machete y la idea de que el trabajador era un actor fundamental de la vida pública del México revolucionario. En términos generales, podríamos decir que la imagen de proletariado que esta organización nos legó, no es distinta de la del trabajador-victima-militante, pero lo que la diferencia es una clara influencia de la cultura internacionalista de izquierda, marcada fundamentalmente por el discurso antifascista.
En el siguiente apartado, el número seis, Lear analiza política y culturalmente el proceso de radicalización del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) a través de su revista Lux, así como la representación del trabajador presente en esta publicación. Tradicionalmente este sindicato se había mostrado renuente a la participación política activa, pero esto cambió a partir de 1934, cuando a la dirigencia llegaron un conjunto de ingenieros que estrecharon los vínculos con el movimiento obrero radicalizado y con el mismo PCM, además, impulsaron una nueva política cultural atravesada por la idea de que el arte debía ser una parte fundamental de su estrategia política y educativa.
El viraje a la izquierda, y en específico con el ala comunista, se comenzó a notar muy pronto en la revista del sindicato, ya que cada vez era mayor la presencia de fotomontajes de estilo soviético, así como de colaboraciones con la misma LEAR. El artista principal fue el pintor Santos Balmori, quien recién había regresado al país durante esa época, y era cercano a Vicente Lombardo Toledano, por lo que también colaboró en la revista Futuroy en la Universidad Obrera de México. La imagen del trabajador plasmada en Lux, dice el autor, se encuentra mediada por la cuestión de la lucha antifascista y la defensa de la República española, ya que estos conflictos internacionales acentuaron aún más el papel protagónico de los trabajadores y de los artistas en la lucha por la transformación de las sociedades. De modo que, no resulta casual que la narrativa visual esté marcada por un constante llamado a la unidad y movilización de la clase trabajadora.
En el capítulo final, el autor realiza una especie de cierre del periodo histórico abierto por el estallido de la Revolución en 1910, ya que muestra cómo el año 1938 representa, por un lado, el punto culminante de la movilización popular, del giro a la izquierda del gobierno mexicano y de la representación gráfica sobre la clase trabajadora como un elemento central en la vida del país, pero también su agotamiento, ya que es a partir de este momento que comenzaron a emerger las contradicciones de la política del Frente Popular, como la ruptura entre algunas organizaciones obreras y la subordinación del PCM a las directrices de la Central de Trabajadores de México (CTM) y al partido oficial, así como la moderación del gobierno cardenista hacia el final del sexenio y la institucionalización de las fuerzas obreras y campesinas.
Como hemos visto hasta aquí, durante estos años los discursos políticos y artísticos tenían profundos vínculos, por lo que esta serie de contradicciones se mostraron de manera muy clara en la práctica de los artistas vinculados a las organizaciones obreras. No resultó fortuito, entonces, que durante los años finales de la década de 1930 la LEAR se disolviera, o que en las imágenes de los trabajadores que comenzaron a circular, hubiera desaparecido todo elemento de conflicto y militancia, y solo conservaran su papel como constructores de la nación, al tiempo que se acentuaba la cuestión de la armonía entre el capital y trabajo. Esto fue el fin de este ciclo político, que se tradujo en el campo de la cultura a través de la pérdida de centralidad de la representación del trabajador-víctima-militante a manos del dominio de la imagen del trabajador-ciudadano-consumidorde Saturnino Herrán y la CROM.
Aunque como toda gran época de florecimiento cultural y artístico, no podía desaparecer así sin más, y en una especie de “epitafio” involuntario, un grupo de seis artistas encabezados por el ya experimentado Siqueiros, pintó entre 1939 y 1940 en la nueva sede del SME el mural titulado El retrato de la burguesía, obra que muestra de alguna manera la densidad de esta relación que se tejió durante los años de esta “genuina revolución social y cultural”, al tiempo que también representó la “máxima colaboración entre trabajadores y artistas en los años treinta, en lo que se refiere a ubicación, ejecutantes, estilo y contenido” (p. 310).