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Tzintzun. Revista de estudios históricos

On-line version ISSN 2007-963XPrint version ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  n.74 Michoacán Jul./Dec. 2021  Epub Oct 04, 2021

 

Artículos

Promesas resquebrajadas. La guerra de independencia del Perú y la libertad de los soldados afro, 1821-1830

Broken promises. Peru's independence war and afro soldiers' freedom 1821-1830

Promesses rompues. La guerre d´indépendance du Pérou et la liberté des soldats africains. 1821-1830

Hugo Francisco Contreras Cruces1 

1Departamento de Ciencias Históricas y Geográficas Universidad Tarapacá


Resumen

El alistamiento de soldados afro que estaban bajo régimen de esclavitud se hizo bajo promesa de libertad, la que se plasmó en distintas disposiciones y decretos que se dictaron desde 1820 en adelante. Este artículo explora el proceso de cumplimiento de tales promesas, y se plantea que su ejecución dependió de la capacidad de los libertos de demostrar sus servicios militares, en un contexto cruzado por las presiones de sus amos y la voluntad política de los tribunales y las autoridades peruanas.

Palabras clave esclavitud; promesas; libertad personal; independencia del Perú

Abstract

The enlisting of African descent soldiers subject to a regime of slavery was made with the promise of freedom, which was written down in different legislations and decrees that were dictated from 1820 onward. This article analyzes how these promises were fulfilled and it is argued that this depended on the ability of the newly freedmen to demonstrate their service in the militia, within a context marked by the pressure of their masters and the political will of the courts and the Peruvian authorities.

Keywords slavery; promises; individual liberty; independence of Peru

Résumé

L´enrôlement des soldats africains qui se trouvaient sous le régime d´esclavage se fit sous la promesse de liberté qui fut signée dans des différentes ordres et décrets et qui furent mis en marche à partir de 1820. Cet article explore les processus de la réalisation de telles promesses et suggère que sa réalisation dépendit de la capacité des affranchis de faire preuve de leurs services militaires dans un contexte croisé par les pressions de leurs maîtres, de la volonté politique des tribunaux et les autorités péruviennes.

Mots clés esclavage; promèses; libertè personnelle; indépendance du Pérou

INTRODUCCIÓN

Acabada la guerra de independencia del Perú con el triunfo de las armas patriotas y sofocada la rebelión de las fortalezas del Callao a principios de 1826, todo el entramado militar armado para sostener el esfuerzo bélico antimonárquico fue desestructurado. Los restos del Ejército Unido Libertador del Perú, formado por las divisiones chilena y rioplatense, que arribaron a las costas peruanas en 1820, habían dejado su territorio entre fines de 1823 y 1825 en medio de polémicas y querellas que involucraron a los Estados que contribuyeron a la emancipación del antiguo virreinato. Mientras tanto, las tropas traídas por el general Simón Bolívar se retiraron paulatinamente a Colombia, cubiertas de gloria y premiadas por sus esfuerzos. En el Perú mismo y por primera vez, su novel ejército quedaba solo para enfrentar, entre otras tareas, las disputas caudillistas, asegurar sus fronteras y controlar, incluso policialmente, el país.

No obstante, la llegada de la paz dejó abiertas muchas preguntas en el ámbito político y social. Una de ellas era cómo enfrentar las peticiones de quienes lucharon por la patria, entre ellos, los exesclavos que habían sido reclutados para los cuerpos militares adscritos al Ejército del Perú y a las divisiones de Los Andes y de Chile bajo promesa de libertad y quienes, en la medida en que eran peruanos, se habían quedado en su país de origen. Muchos de ellos habían perdido extremidades o habían quedado incapacitados en distintos grados, lo que les dificultaba llevar una vida laboral y familiar normal; otros no aseguraron su estatuto de libertad o no tuvieron cómo comprobarlo, lo que era crucial, pues sus antiguos amos reclamaban su servidumbre.

Dictaminar a favor de una petición dependió del acceso que los solicitantes tuvieran a los foros de justicia; aunque eso era solo el primer paso, ya que debían reunir pruebas y testimonios que les permitieran demostrar que su paso por el Ejército no fue episódico, sino que habían cumplido con una permanencia mínima, además de haberse integrado antes de una fecha determinada. Aquello resultaba contradictorio, porque cada caso era distinto, bien porque se habían extraviado los registros o porque la legislación había sido dictada según las urgencias o parsimonias del momento, es decir, dependía bajo qué decreto o modalidad el esclavo había sido incorporado al servicio militar. Tales situaciones no solo implicaban a los excombatientes de color, sino también a muchas mujeres afro o afrodescendientes que sirvieron en los hospitales militares patriotas, que ejercieron como lavanderas de las tropas o que acompañaron a sus parientes a la guerra. Ellas, libertas o esclavas, también podían reclamar méritos e intentar demostrar los sacrificios que la causa de la independencia les había costado, incluso el haber perdido a algún ser querido podía ser causa para reclamar una libertad que a todas luces era merecida, pero que otros estaban dispuestos a disputarles.

Las numerosas promesas de libertad, junto a los decretos que la proclamaban ipso facto en la medida que los siervos se alistaran, poco a poco se iban resquebrajando -cuando no resultaban burladas-, pues no faltaron hombres y mujeres que debieron volver a su situación de servidumbre, tanto en el curso de la guerra como luego de llegada la paz.

En este sentido, el presente artículo explora el proceso de cumplimiento de aquellas promesas, procedimiento que se vio envuelto por la carencia de claridad en la aplicación de las disposiciones dictadas al efecto, y por las presiones que ejercieron los antiguos amos casi desde el momento mismo en que las tropas del Ejército sanmartiniano tocaron las costas del sur del Perú. A este respecto, se plantea que el cumplimiento de dichas promesas, en muchas oportunidades, dependió de la capacidad de los libertos de demostrar sus servicios militares en un contexto donde la propia confusión legal y las presiones de los amos les hacían esta tarea extremadamente difícil; asimismo, contribuía a esto la voluntad política de los tribunales y las autoridades peruanas, o la falta de ella.

HUIDA, LIBERTAD DE FACTO Y RECLUTAMIENTO DE ESCLAVOS

La llegada del Ejército Unido Libertador del Perú en septiembre de 1820 a las costas del sur peruano, formado por tropas rioplatenses y chilenas, llevó el enfrentamiento militar independentista al corazón del virreinato limeño.1 Esto, para muchos afros y afrodescendientes esclavizados, y en particular para aquellos que poblaban las haciendas costeñas del sur y del centro-norte peruano, se tradujo en la huida de dichos lugares o en su inclusión masiva en el Ejército independentista y en las fuerzas virreinales, tanto de manera voluntaria como forzosa. La sola noticia de la llegada de las tropas sanmartinianas a una zona abría una coyuntura nueva, no solo en términos militares, sino respecto a que ese hecho significaba una mudanza rápida de los contextos, marcada por la huida de los amos, el nombramiento de nuevas autoridades civiles y militares, y la percepción -al menos de los partidarios del rey o de aquellos que no tomaban una posición política en particular- de estar frente al caos y la anarquía.2 En ese ambiente, muchos esclavos aprovechaban para alejarse de las propiedades donde servían para refugiarse en los montes cercanos, renovando las prácticas de cimarronaje que por muchos años habían estado presentes entre los siervos, o bien para sumarse a las tropas venidas de Chile y cuyas promesas de libertad inmediata no tardaron en llegarles.3

Para los hacendados del norte y el centro del Perú, la huida o el reclutamiento de sus esclavos generaba un impacto económico importante4 debido a que sus propiedades no contaban con números tan grandes de siervos como las del sur, además, su producción vinífera, triguera y azucarera había sido remecida por los efectos económicos de la guerra, lo cual provocó el cierre de los mercados de exportación, que los mares se llenaran de corsarios y el bloqueo de los puertos.5 Una vez inaugurado el Protectorado de San Martín en julio de 1821, los amos de esclavos que habían sido reclutados para la causa de la guerra, destacaron una pasada prosperidad y un presente pobre, situación que los llevó a levantar peticiones ante el nuevo gobierno o los tribunales de justicia con el objetivo de obtener una indemnización por lo perdido, así como la restitución de sus esclavizados.6 Un ejemplo de esta situación es el caso presentado por don Sebastián del Castillo, arrendatario de la hacienda de Vilcahuaura situada en el valle de Huaura, quien con indisimulado dramatismo, manifestó que para el segundo semestre de 1821 solo le quedaba “la camisa que trajo puesta, y de los esclavos las mujeres, y algunos pocos hombres viejos, pues los demas de ocho a cinquenta años los tomaron todos, los utiles para las armas, y los chicos para pajes los oficiales”.7

Estos, según Del Castillo, ascendían a 96 esclavos de ambos sexos, de los cuales le fueron retornados 77 en octubre de 1821. La mayoría eran mujeres, cuyo número ascendía a 43, junto a ellas había 19 muchachos y 18 hombres de quienes no se especificó la edad, por lo que bien podrían ser los viejos a los que hizo referencia. En definitiva, había perdido 19 siervos entre muchachos y varones en edad laboral, de los cuales tampoco brindó referencias de nombres ni de edades.

Tal problema parecía generalizarse en la medida que José de San Martín y su Ejército se movían por la geografía peruana. En un primer momento los lugares que se habían visto afectados eran las haciendas del sur del Perú, donde su recluta voluntaria rindió grandes frutos. Más tarde, serían los valles de Cañete y Huaura los más golpeados por tales hechos, más aún cuando el virrey ordenó reclutar 1500 esclavos, a lo que San Martín reaccionó ordenando activar el alistamiento de soldados de color. Hasta ese momento solo se había limitado a acoger a los voluntarios; ahora la orden era convencer a los esclavos de sumarse al esfuerzo libertador.

Otro que expresó el punto de vista de los amos fue el exalcalde de Lima y posterior coronel del Ejército patriota don Domingo de Orué quien a finales de 1823, relató las consecuencias que la guerra había dejado en su hacienda de Huaito, ubicada en el valle de Pativilca -a 200 kilómetros al norte de la capital peruana-, argumentos que usó para defender la persistencia de la esclavitud y rechazar la libertad de vientres. Señaló que habían huido más de medio centenar de sus siervos en lo que llamó “los primeros días” de la presencia sanmartiniana en el Perú, es decir, entre septiembre y octubre de 1820. A ellos se sumaron 114 en enero del año siguiente, llevados por orden del general Juan Antonio Álvarez de Arenales, dejándole un déficit de brazos que pronto lo llevó al borde de la ruina, más aún cuando, según él, las haciendas cañeras -como la suya- necesitaban cuatro veces más trabajadores que las llamadas de “pan llevar”, es decir, las que cosechaban productos agrícolas de primera necesidad.8 También le habían sido llevadas “muchas negras con el obgeto de que sirbieran de cosineras, y labanderas en los hospitales”,9 ello bajo ningún amparo legal, ya que los decretos que protegían a los esclavos que se alistaban o los que ordenaban su leva, solo hacían referencia a los varones, por lo que cualquier extracción de mujeres o la marcha de estas en seguimiento de sus maridos o hijos era, en sí, un acto ilegal.

Dichas consideraciones eran válidas desde el punto de vista legal; sin embargo, los hechos desbordaban ampliamente tal perspectiva y la salida de mujeres esclavizadas desde haciendas y ciudades para unirse al Ejército, no dejaba de ser importante. Su destino lo había adelantado Orué, puesto que tanto el cuidado de los heridos y enfermos como la alimentación de los soldados comenzaron a ser sustentados, entre otros, por mujeres afro y afromestizas con la plena tolerancia de las autoridades civiles y de los mandos castrenses. Ese fue el caso de Mercedes Jáuregui, quien en 1823 expresó:

[…] hallandome sin mi amado esposo me despojó mi amo de su poder, donde me fue preciso el alojarme al anparo de la patria honde se me destinó al servicio de los hospitales de Huaura, Chancaca, y Guacho, y hey transitado todas las espediciones, sirviendo a los señores oficiales en lavado, y cosina […].10

De tal modo que las mujeres, hermanas o hijas de los soldados situadas en la retaguardia de las unidades en campaña, formaban parte integral de la misma, aunque con un pobrísimo nivel de formalización. En tal sentido, la propia Jáuregui -en esos momentos libre por orden expresa del general San Martín- manifestó que había perdido el documento que probaba dicha libertad “en la derrota de Moquegua con mi ropita, y la de mi esposo”,11 lo que la pone junto a José Jáuregui, su marido, soldado del Regimiento del Río de la Plata, en las inmediaciones o incluso, en el mismo campo de batalla, situado a más de mil kilómetros de Lima y, además, portando los pocos bienes que le pertenecían.

Como Mercedes Jáuregui, eran numerosas las mujeres que cumplían funciones de apoyo al personal y a la sanidad militar. Sin embargo, en la medida en que su participación era de facto y de que no estaban encuadradas en la institucionalidad castrense -al contrario de muchos varones que fueron comprados por el Estado-, conservaban el estatus de esclavizadas y, peor todavía, la gran mayoría podían ser consideradas cimarronas o huidas. Por ello, su permanencia cerca del Ejército y de sus parientes se caracterizaba por su fragilidad, a la vez que su cotidianeidad dependía de la tolerancia de las autoridades, de los mandos militares y, quizás más importante todavía, de que sus dueños no levantarán acciones para hacerlas volver a su servicio.12

La huida de los esclavos se extendía también a aquellos que servían como domésticos de amos y no solo a los que vivían en haciendas y obrajes. A modo de ejemplo, es posible citar la carta que en marzo de 1821 doña Juana Manuela Patiño escribió al párroco de la ciudad de Piura, en el norte del Perú. En ella, con evidente molestia, manifestó que “con estas buyas que hai que a mandado San Martin de que los criados que quisie[re]n boluntariosamente meterse al servicio lo pueden aser se me a ido mi negro Benancio no teniendo otra luz quien me sirva”.13

La misiva hacía referencia a un criado específico y a las consecuencias que para ella tuvieron las disposiciones del general rioplatense de recibir a los esclavos que se alistaran voluntariamente, con el agregado que en el decreto dictado el 21 de febrero de 1821, no era necesario que se presentaran ante el cuartel general del Ejército, solo bastaba que lo hicieran frente a un oficial del mismo, quien al aceptar al esclavo, lo dejaba inmediata y absolutamente libre.14 Ello creaba una coyuntura que difícilmente podía ser desaprovechada, aunque es probable que ningún siervo supiera a ciencia cierta lo que enfrentaría en un conflicto armado.

Al mismo tiempo, a medida que el proceso independentista avanzaba, tras la llegada de Simón Bolívar junto a sus tropas provenientes de la Gran Colombia y la fugaz ocupación de Lima por las fuerzas realistas al mando del general José de Canterac entre junio y julio de 1823, la guerra se trasladó al sur del Perú, lo que en parte alivió la presión por la recluta de nuevas tropas, al menos en la región central del país. Ello, sin embargo, no indicaba que Lima pudiera quedar desguarnecida, más aún cuando a principios de febrero de 1824 la guarnición de las fortalezas del Callao, ahora conocida como El Castillo de la Independencia, se rebeló, declarándose adicta a la causa de la monarquía, lo que derivó en un sitio de casi dos años.15

Parte de los sitiadores correspondió a tropas milicianas formadas por esclavos, específicamente la Compañía de Zapadores y el Batallón de Morenos Leales de Artillería. Esta fue una fórmula con cierta originalidad, al menos en la coyuntura independentista y en el área donde se llevó a cabo el sitio, ya que hasta ese momento la incorporación militar de los afros de condición servil se había hecho en tropas de línea y bajo promesa de libertad.16 En cambio, estos nuevos soldados solo servían a tiempo parcial, con permiso de sus amos y sin variar su condición de esclavizados, aunque lo hacían en labores específicas, como la excavación de trincheras y el servicio de la artillería. Solo habitaban en cuarteles al ser llamados al servicio, que eran los momentos en que gozaban de fuero militar. Volvían a casa de sus dueños apenas dejaban de ser necesarios y esperaban allí hasta el próximo llamado de los mandos militares para recibir entrenamiento o participar del sitio del Callao, puesto que tampoco eran movilizados fuera de la jurisdicción inmediata de la capital. Estos hombres tenían prohibido pasar al Ejército, lo que coartaba cualquier posibilidad de conseguir la libertad por esa vía; no obstante, es posible encontrar numerosos casos de esclavos que todavía en los últimos meses de 1824 y en 1825, se seguían incorporando a las tropas de línea de manera voluntaria e individual.17

Tras los alistamientos, numerosos amos se presentaron ante las autoridades civiles y militares, tanto en Lima como en las provincias, reclamando el retorno de sus esclavizados bajo el argumento de ilegalidad en su reclutamiento. Tal cuestión permaneció durante todo el proceso independentista peruano y quedó sin resolverse al final del mismo, tal y como se verá más adelante.

DE LAS PETICIONES A LAS PRESIONES

Si bien el alistamiento de esclavos para los ejércitos independentistas se había convertido en una situación cotidiana y, probablemente, todas las semanas algunos de estos se integraban a las unidades segregadas o a otras que estaban formadas por afros, indígenas y mestizos, la legislación en torno a dicha recluta, en general, respondía a las coyunturas bélicas que se enfrenta- ban en el momento.18 Por ejemplo, las derrotas de Torata y Moquegua ocurridas el 19 y el 21 de enero de 1823 respectivamente, obligó a completar dichas unidades con urgencia, ya que una división de más de 3800 hombres fue vencida y dispersada por las tropas realistas al mando del general Canterac, dejando alrededor de 700 bajas entre muertos y heridos, y más de 1000 prisioneros,19 muchos de los cuales eran soldados del Regimiento del Río de la Plata -que reunía a los antiguos batallones N.os 7 y 8 del Ejército de los Andes- y del Batallón N.º 4 de Chile, que había reclutado a sus hombres entre los esclavos de la costa sur y centro norte del Perú.20

Lo anterior implicaba la puesta en marcha de nuevos decretos como el dictado el 11 de febrero de 1823, el cual reactivó las funciones de la Comisión de Rescate de Esclavos y extendió su jurisdicción por el norte hasta el río Chancay y por el sur al río Cañete, límites dentro de los cuales los amos debían presentar a la Comisión en la capital y a los comisarios de los valles fuera de ella, una lista de todos sus esclavos varones de 12 a 50 años -incluyendo su tasación-, para luego proceder a un sorteo.21 Asimismo, se volvió a llamar a los siervos para que se presentaran voluntariamente al servicio de las armas, al mismo tiempo que se seguían usando métodos como la “toma” de reclutas en las calles por las patrullas militares que guarnecían las ciudades, particularmente en Lima.22

Como resultado de lo anterior, cada alistamiento era distinto, ya que dependía de bajo qué decreto u orden se había reclutado al soldado, si era voluntario o producto de una leva, o si había sido cogido por alguna patrulla. A posteriori se determinaba si su entrada al servicio militar era legal o no, si había quedado libre por el solo hecho de sumarse al Ejército, o si debía ejercer el oficio de soldado por un tiempo determinado y, como se verá más adelante, todo debía ser comprobado para poder pasar de liberto a libre.23 El conocimiento de este proceso por parte de los reclutados del Ejército y el Estado, podía ser decisivo para el futuro de quienes se habían alistado, más aún cuando los oficiales de reclutamiento o aquellos que recibían a los voluntarios poco se preocupaban en verificar si se alistaban tras ser autorizados por sus amos o si era producto de su escape.

En tal sentido, una de las preocupaciones que debía tener la institucionalidad militar, aunque al parecer ello solo sucedía al dictarse un decreto específico, era la de regularizar la situación legal de los nuevos soldados. Si la esclavitud era una institución vigente en el Perú, entonces resultaba obvio que escapar del poder de los amos era ilegal, incluso si se contaba con el “patrocinio” de los gobernantes y del Ejército. Ello también indicaba que tal situación no se podía desconocer, pues más allá de ser un secreto a voces, la participación militar de los esclavizados, ahora libres o libertos por el imperio de las circunstancias, redundaría tarde o temprano -sobre todo en el caso de que dejaran el servicio de las armas-, en el ejercicio efectivo de su libertad, aunque bien podía terminar estrepitosamente conculcada si sus amos decidían emprender acciones legales o, incluso, el uso de la fuerza para someter a sus antiguos siervos.24

En lo referido a las mujeres afro que servían en los hospitales o aquellas que seguían a la tropa, cualquier decisión que se tomara respecto a su libertad era extraordinaria y atendía a un caso en particular, puesto que en ningún momento se dictó una orden o decreto que les concediera este beneficio de manera general, plena o transitoria. En tal sentido y al calor de la guerra, fueron liberadas algunas como Mercedes Jáuregui, Rosa Camenares25 o Juana Mazo,26 mientras que en otros casos ciertos oficiales militares, siempre actuando tras recibir una petición de ahorramiento, oficiaban a sus superiores manifestando sus opiniones al respecto. Así lo hizo el general Rudecindo Alvarado en una carta al ministro de guerra Tomás Guido, a quien en febrero de 1822 le escribió:

[…] Yo creo que esta, y las demas esclavas mugeres de los soldados del Ejercito, deben ser consideradas con preferencia en el sorteo ofrecido por el gobierno a beneficio de esta casta desgraciada; pues es muy justo que quien pelea por la libertad, logre en su familia los primeros frutos de su empeño […].27

Palabras que hacían referencia a la mujer del soldado de la Legión Peruana de la Guardia José Aparicio, quien había solicitado la libertad de la misma en razón de sus servicios y de hallarse inválida. No obstante, la propuesta de Alvarado estaba lejos de pensar en una libertad ganada por el servicio a la patria. Esto solo quedaba como un antecedente para establecer cierta preferencia de acceso a lo que era un premio en el que el azar era tratado de minimizarse. La libertad como tal no se constituía como un derecho, solo era una prebenda frágil, que bien podía ser discutida por quienes resultaban afectados, es decir, los amos de tales esclavas.

Desde el punto de vista de los dueños de esclavizados y, con cierta independencia de lo anterior, la incorporación de muchos de sus siervos al Ejército parecía marchar por otros cauces. Una parte importante de ellos consideraba que tales alistamientos eran ilegítimos, lo que se evidenciaba en su inmediato reclamo a las autoridades o a los mandos militares, y la consiguiente petición de que les fueran devueltos; tales solicitudes no estaban necesariamente aparejadas con la legalidad o no de la recluta en cuestión. Bien podía suceder que un esclavizado fuera alistado por la Comisión de Rescate, lo que implicaba que el siervo era seleccionado por dicha institución para el “servicio de las armas”, luego era tasado, y al amo se le prometía una compensación equivalente al valor de su esclavo, teniendo la posibilidad de reemplazarlo por otro si es que no aceptaba su alistamiento;28 o bien que este se hubiera presentado voluntariamente como soldado, probablemente huyendo de su amo y solo acogiéndose al último decreto dictado para atraer a este tipo de hombres a las filas, en cuyo caso la presentación del antiguo señor ante las autoridades políticas o militares, procedería igual.

Los amos alegaban que la recluta de sus siervos, en el caso de que esta se hubiera producido por medios legales, estaba viciada porque habían sido compelidos a ello por la Comisión de Rescate o por el comandante de algún cuerpo militar, entre los que figuraban con particularidad el Regimiento del Río de la Plata, el Batallón N.º 4 de Chile y el Batallón N.º 3 del Perú, fuerzas cuyas tropas estaban conformadas principalmente por exesclavos. Ello implicaba que se había aplicado una presión que deslegitimaba el alistamiento y dejaba incólume su derecho de propiedad, lo que le permitía intentar la recuperación de su o sus siervos, o bien que este, al haber procedido de la acogida de un decreto por alguien que no tenía capacidad de decidir por sí mismo, en la medida que -aunque parezca de Perogrullo- era propiedad de otro (el amo), su reclutamiento quedaba invalidado y, por lo tanto, la petición de retorno debía ser cursada rápidamente.

Tales solicitudes inundaban los despachos de oficiales militares y de autoridades civiles, como se puede comprobar al revisar los copiadores de correspondencia o los libros de toma de razón del Ejército entre los años 1823 y 1825. En ellos, a pesar de lo escueto de muchas de sus referencias, se repiten las peticiones de los amos, entre los que se contaban mujeres y hombres de la elite peruana primaria o secundaria, funcionarios, oficiales militares de distintas graduaciones y pequeños industriales, como los panaderos.29

Sin expresar mayores razones más que la necesidad de sus servicios, al menos en el registro documental al que se hace referencia, amos de esclavos rurales y urbanos, que en ocasiones ascendían a dos o más de los mismos, solicitaban su vuelta apelando, por una parte, a su condición de patriotas y de colaboradores del esfuerzo por lograr la independencia, y por otra, a su inalienable derecho de propiedad. Estos, según sus argumentos, no solo habían sido comprados siguiendo todas las normas de la legislación que amparaba dichas transacciones o habían nacido de madres esclavas de su misma propiedad, sino que ninguna mácula -como la de realista o de traidor a la patria- justificaba su desposesión.

Como sucedía con el alistamiento, la respuesta de las autoridades dependía en buena medida de las urgencias militares del momento. La planificación de una pronta campaña como las llamadas de los Puertos Intermedios desarrolladas entre enero y octubre de 1823 en la costa sur peruana, las informaciones de un inminente ataque de las fuerzas virreinales sobre Lima o algún otro punto estratégico, así como el sostenimiento de ciertas acciones de guerra entre las que se contaba el sitio de las fortalezas del Callao, tanto en 1821 como en 1824, implicaban tener los cuadros de las tropas completas y listas para entrar en combate. Esto, a su vez, llevaba a que en la mayoría de los casos dichas peticiones se negaran y más aún, como ya se planteó, que se intensificara el alistamiento.

En ese contexto, en enero de 1824 el general Simón Bolívar ofició al Congreso del Perú para que hiciera “una declaratoria general sobre el destino que deberá darse a los esclabos que se hallan en las filas del Ejército, y son reclamados por sus amos”,30 que a la fecha era esperada por un conjunto de dueños de esclavos, como doña Rosalía Acuña, cuya petición dio origen a un informe solicitado al coronel Juan Pardo de Zela; consideraban que dicha declaración les daría las armas legales para reclamar a sus siervos. Aquella no se produjo, o al menos no hay constancia de que el Congreso se haya pronunciado sobre el particular, lo que parecía no redundar en la actitud de los amos, que seguían presentando peticiones y solicitando informes sobre el reclutamiento de sus esclavos. Solo a principios de 1825, y una vez que las batallas de Junín y Ayacucho sellaron la suerte del partido del rey con su derrota, se tomó una resolución más clara por parte del gobierno respecto a la aceptación de los siervos en las filas castrenses. A esa altura del proceso, sin embargo, solo la resistencia realista de las fortalezas del Callao ocupaba la atención de las autoridades peruanas, pero su caída era cuestión de tiempo, ya que el sitio dejaba ver sus huellas de aislamiento, hambre, cansancio y desgaste generalizado de sus defensores.

De tal modo que, a fines de enero de 1825, Bolívar indicó que cualquier esclavo alistado antes del 5 de noviembre de 1824, en caso de ser reclamado por su amo, no debía ser devuelto, quedando en condición de liberto hasta que cumpliera seis años continuos de servicio militar.31 Tal decisión fue reiterada el 19 de noviembre de 1825, mediante un decreto supremo que indicó que los exsiervos que a la fecha permanecían en el Ejército del Perú y que se habían alistado antes del 4 de noviembre de 1824, quedaban libres. Asimismo, se extendió a quienes acreditaran, mediante documentación, haberse invalidado en el servicio o haber obtenido licencia absoluta.32

Mientras tanto, los esclavos reclutados luego de esa fecha, y en particular aquellos que habían ingresado voluntariamente a las filas, debían ser retornados a la servidumbre si los dueños se presentaban contra sus personas ante una autoridad civil o militar.33 Así sucedió, por ejemplo, con el soldado del Regimiento N.º 3 del Perú José Santos Plata, exesclavo del sargento mayor don José Antonio Barrenechea. En junio de 1825, este último lo reclamó a la Inspección General del Ejército, la que ofició al comandante del N.º 3 para aclarar la fecha de su alta militar:

[…] de cuya expocicion aparece que en dicho Regimiento hay uno llamado Jose Santos, y este haberse dado de alta en 4 de diziembre del año pasado; mas para exclareser esta duda, se pucieron de acuerdo el que reprecenta, con dicho señor coronel concurriendo ambos, a mi precencia, de lo que resultó ser el mismo Jose Santos Plata, que se reclama: por lo que atendiendo a la fecha en que fue alistado, se halla comprendido en el supremo decreto que ordena sean debueltos a sus amos, los esclavos que hubiesen sido incorporados en filas, del 5 de noviembre ultimo en adelante […].34

Casos como este, ahora con un asidero legal claro, comienzan a repetirse en el registro documental, en el cual, incluso con independencia de la fecha en que algún esclavo se incorporó al Ejército, abundan las peticiones de los amos quienes, amparándose en el decreto de enero de 1825 -ratificado en noviembre del mismo año-, insistieron en su restitución.35

Sin embargo, tal legislación, si bien introducía cierta claridad en lo relativo a los siervos reclutados luego del 4 de noviembre de 1824, generaba más dudas en lo referido al pasado reciente, principalmente en dos materias. La primera de ellas, era si este nuevo cuerpo legal reemplazaba los decretos dictados anteriormente, estableciendo para todos los afros reclutados antes de la fecha de su promulgación, la obligatoriedad de haber servido durante seis años en el Ejército, lo que implicaba derogar toda la normativa dictada desde las primeras disposiciones de José de San Martín en 1820, y en cuyo caso, muy pocos serían los beneficiados con la libertad total. La segunda duda que se generaba, era si esta nueva norma solo era aplicable a quienes no se habían acogido a los anteriores decretos de alistamiento, que dependiendo de cuándo y bajo qué circunstancias fueron dictados, otorgaban la libertad inmediata a los siervos o su arribo a ella tras servir un tiempo determinado, el que variaba según de qué orden se tratara.

Quedaba en manos de los tribunales hacer la interpretación de esta legislación, pero como fuera, para los amos se abría una esperanza de recuperar a sus antiguos esclavizados, y para estos últimos, en cambio, se cernía sobre su horizonte un futuro nebuloso en el cual las certezas jurídicas que tenían al reclutarse durante los años previos, así como sus esperanzas, quedaban en un limbo que, probablemente, solo se resolvería al momento en que las autoridades políticas o, en su defecto, los tribunales tomaran decisiones sobre casos concretos y en las cuales no solo sería importante lo legislado, sino también la voluntad política de quienes debían resolverlo.

DE LAS PRESIONES A LAS ACCIONES

En los meses posteriores a la Batalla de Ayacucho las peticiones de los amos queriendo recuperar a sus esclavizados, o de estos intentando validar su libertad, parecen multiplicarse. También se multiplicaban las causas que los afros aducían para considerarse libres. Entre ellas se pueden identificar el haber sido siervos de un español o de un criollo que, dado su carácter de realista, había salido del Perú con destino a la Península; también esperaban quedar libres aquellos esclavos que, en la medida en que habían servido a los realistas sitiados en el Callao durante 1824 y 1825, lograban escapar del asedio para pasarse hacia el sector controlado por los sitiadores. Los primeros, sin embargo, tenían la posibilidad de citar el decreto sanmartiniano del 17 de noviembre de 1821, que normaba específicamente el destino de los esclavos de los españoles emigrados;36 no obstante, en lo que respecta a los huidos desde las fortalezas sitiadas, si bien se consideraba un punto a su favor haber escapado del poder de los enemigos, más aún cuando podían brindar información de lo que sucedía al interior, aquello no significaba su inmediata libertad. Se entendía, más bien, que dichos esclavos debían ser físicamente evaluados para entrar al Ejército, dentro del cual podían optar a su liberación pasando a la categoría de libertos. Eso es lo que sucedió, por ejemplo, con Manuel Guisondondo y Vicente Gómez en marzo de 1825, quienes luego de llegar a las filas patriotas fueron retenidos hasta que la Comisión de Seguridad Pública tomó una decisión con respecto a ellos.37

No obstante, quienes en esos momentos se encontraban en el Ejército o habían servido en él, experimentaban que los caminos para volver a ser esclavizados estaban mucho más abiertos para sus antiguos amos que para ellos el gozar plenamente de su libertad, pues su estatus se hacía cada vez más frágil conforme la guerra se alejaba del horizonte; además, la institucionalidad, que incluía la esclavitud, se normalizaba y se dejaban de tomar medidas extraordinarias que bien podían ser consideradas típicas de una crisis, como lo era un conflicto armado.

Por su parte, los amos en su mayoría habían pasado de las presiones sobre los jefes militares y los funcionarios administrativos a las acciones judiciales; aunque al ver que esta vía fallaba, que era muy lenta o, incluso, sin siquiera recurrir a ella, algunos optaron por ejercer acciones de fuerza simbólica o física contra sus antiguos subordinados. Durante los años de la guerra, pero con mucha mayor frecuencia después de finalizada, es posible encontrar denuncias de presiones directas, raptos y encierros clandestinos, de internación en panaderías o del envío de los esclavos a las propiedades señoriales situadas en lugares como Pisco, Ica, Huaura o Cañete, las cuales estaban alejadas de la capital por decenas o cientos de kilómetros.

Esto era especialmente sensible en el caso de las mujeres que, de hecho, fueron las primeras afectadas por tales acciones, lo que no dejaba de ser lógico, puesto que, como se ha planteado, los decretos que prometían la manumisión a los que se alistaban en el Ejército solo contemplaban a los varones. Ese fue el caso de Juana Mazo, quien en octubre de 1821 había sido liberada por el general San Martín gracias a sus servicios en los hospitales patriotas. No obstante, en 1823 ante la pérdida de su carta de libertad, solicitó se le extendiera una copia de la misma pues temía verse perseguida por su antigua ama, doña Eugenia Molina. Dos años más tarde seguía luchando por lo mismo, pero ahora sus temores se habían hecho realidad. Si en mayo de 1825 Mazo planteó que Molina la acosaba y pugnaba por sacarla de Lima, en diciembre del mismo año la antigua esclavizada denunció que las presiones y las disputas ante los tribunales habían sido reemplazadas por la violencia, manifestando que su pretendida señora:

[…] se abanzó capturarme en un cuarto de su casa havitacion el dia martes veinte y nueve de noviembre ultimo, con el destino tal vez de remitirme a la Hacienda de Caucato, como lo ha executado con Rita Mar que disputaba en este jusgado sobre su enagenacion en esta ciudad. Para livertarme del asalto que conmigo intentava doña Mersedes Molina, traté salirme de la prision suviendo paredes que han livertado mi vida por boluntad de Dios […].38

En sus palabras, no exentas de dramatismo, aprovechó para denunciar otro caso, el de Rita Mar, quien había corrido peor suerte que ella y que, al momento de ser presentado este escrito, había vuelto a servir de manera forzosa aun cuando -según Mazo- ante los tribunales mantenía una causa abierta por su libertad. Este relato, con todo lo particular que es, muestra bien hasta dónde estaban dispuestos a llegar los esclavistas, todavía más si se trataba de mujeres, quienes debían tener a la mano los documentos que acreditaban su libertad ya que de otra forma bien podían resultar raptadas y vueltas a esclavizar. Tales situaciones no solo introducían la violencia a estos procesos, sino también la arbitrariedad y un nulo respeto por la institucionalidad que los amos decían defender, además de hacer recordar las peores prácticas esclavistas, aquellas en las que el rapto o los golpes a los siervos eran parte del trato que los amos y sus capataces daban, sobre todo, a los esclavizados rurales.39

En un sentido similar es posible comprobar que antes de recurrir a la vía judicial, muchos amos apelaban ante los mandos militares con el fin de que se adoptaran los medios para retener a quienes ellos todavía consideraban sus siervos, de tal manera que les permitiera -si se fallaba a su favor- tener acceso inmediato al requerido. Así le sucedió a José Cuadra en agosto de 1825, quien formaba parte del Batallón de Inválidos, el que a petición de su exseñor y por orden de su comandante, fue encarcelado en su cuartel a pesar de poseer una cédula de inválido extendida personalmente por el general Simón Bolívar.40

En una sociedad como la limeña de principios del siglo XIX, en donde la presencia afro era común en las calles y en la cual los esclavos y esclavas jornaleros se confundían sin ningún signo aparente de diferencia con los morenos y mulatos libres -por lo que es fácil pensar que los sistemas de control de parte de los amos eran inexistentes o poco operativos-, la ubicación y el encierro en una panadería o el envío clandestino a alguna estancia rural los hacía retornar dramáticamente.41 Sin embargo, algo había cambiado, y es que más allá de lo que los propios amos pensaran, muchos de sus antiguos siervos habían contribuido, a más de sufrido, en los enfrentamientos militares de la independencia o, en el caso de las mujeres, habían sido testigos de las tribulaciones de sus familiares y protagonistas de la muerte o la recuperación de otros muchos en su papel de rabonas, lavanderas y enfermeras de los hospitales militares.

De todos modos, los amos tenían la voz cantante ante los tribunales. Eran ellos, en su mayoría, los que se encargaban de solicitar el retorno de sus antiguos siervos a la esclavitud; mientras que estos últimos solo reaccionaban frente a tal arremetida, utilizando la vía judicial. Ello no era solo un problema de quién llegaba antes con su petición, sino de quién conducía el proceso, pues esto último implicaba que la parte querellada, es decir, los exesclavos, eran los que debían aportar las pruebas de su libertad legal y definitiva. Probablemente la primera de ellas era comprobar su tiempo de servicio militar, o bien, que habían sido filiados en una fecha anterior al 5 de noviembre de 1824. Tal momento era considerado el límite que separaba la posibilidad de emancipación plena del retorno a la esclavitud y, por lo tanto, era un punto clave en la discusión por la libertad, además de uno de los argumentos más recurridos por los amos para solicitar la vuelta de sus siervos, más aún cuando durante 1825 se siguió reclutando a hombres de este origen. Un ejemplo fue lo planteado en 1828 por doña Angela Zagal quien, al referirse a los méritos militares de su exesclavo Anselmo Zagal, manifestó que este:

[…] por muy pocos meses pertenecio a la milicia en el cuerpo de esclavos que por el año 22, o 23 y para el servicio interior de esta capital se lebanto, y del cual fue separado a muy pocos dias de su ingreso a solicitud de la que suplica porque necesito de el en la provincia de Cañete […].42

Tales palabras pretendían acabar de un plumazo con el alegato de Anselmo, quien meses antes de la presentación de Zagal había solicitado que se certificara administrativa o judicialmente su condición de hombre libre, y más allá de lograrlo o no, la declaración de Zagal registró un precedente en este particular, ya que quienes estuvieron en la misma situación de Anselmo, se vieron en la posición de tener que probar un servicio militar sin interrupción o, al menos, sin grandes periodos ausentes del ejercicio de las armas y por un tiempo suficiente para ser considerado, efectivamente, patriótico y digno de ser premiado con su ahorramiento.

Ello debía hacerse en un contexto donde, tanto las pruebas documentales como las filiaciones militares o las listas de revista, paradójicamente, dada la tendencia de los ejércitos de la época de constituirse en maquinarias burocráticas, eran una suerte de avis rara. Lo anterior, bien porque no fueron debidamente hechas o resguardadas o, en su defecto, porque habían sufrido los embates de la guerra, pues era frecuente que los cuerpos militares marcharan a una campaña con su documentación, la cual reposaba en la sargentía mayor de cada unidad, y en el caso de una derrota, podía terminar abandonada, capturada o destruida por el enemigo.43

Como complemento de lo anterior, y a veces como única prueba de su pasado militar, los exesclavos tenían que recurrir al uso de testigos. Estos debían ser sus antiguos oficiales o los médicos que los atendieron en el caso de haber sido heridos. Parecía ser que, por descontado, sus compañeros de armas de su mismo o similar origen no eran considerados sujetos válidos para testificar, probablemente porque en la medida en que estaban potencialmente sujetos a situaciones similares -al ser libertos o exesclavizados-, y por los lazos de camaradería y amistad que los ligaban con los implicados en las causas, sus testimonios distarían de ser imparciales. Un ejemplo es el caso de José María Leizon, quien perteneció al Regimiento del Río de la Plata, y que en 1827 denunció los intentos de su antiguo amo, don Mateo González, por volverlo a esclavizar.

En el caso de Angela Zagal y su exesclavo Anselmo, este solo había formado parte de una unidad miliciana -si es que se hace fe del alegato de su exdueña-, lo que en principio fragilizaba su posición jurídica, mientras que en el caso de Leizon, él manifestó su filiación militar en un cuerpo de línea y su participación en las batallas de Torata y Moquegua, en las que primero fue herido y luego hecho prisionero, compartiendo su suerte con varias centenas de oficiales y soldados, muchos de ellos afros. A su vez, expuso el haber quedado inútil para el servicio militar producto de la falta de atención médica y a los malos tratos que sufrió a manos de los realistas.44 Con ello, parecía cumplir, al menos desde el punto de vista de su alegato, con los requisitos que exigía el decreto de 19 de noviembre de 1825 para conceder la ahorría definitiva a los soldados libertos.45 Pero sus dichos no eran suficientes, de modo que el tribunal solicitó que presentara el testimonio de sus antiguos oficiales y la realización de pericias médicas.

Tres oficiales testificaron. Todos afirmaron haber conocido al requirente desde el año 1821 y saber de su participación en la llamada Campaña de los Puertos Intermedios, aunque ninguno hizo referencia a su actuación en combate o a sus heridas.46 Quienes sí lo hicieron fueron los médicos del Hospital Militar de Lima quienes, si bien certificaron la existencia de una cicatriz a un costado del pecho, probablemente producto de una herida de bala, lo que les llamó la atención fueron las manos de Leizon, las cuales estaban deformadas, aunque no explicaron la razón y solo se limitaron a decir que era inútil para el servicio militar. Tales antecedentes no fueron suficientes para el tribunal, el cual le solicitó a Leizon -porque este se autodenominó como soldado licenciado-, que acreditara la obtención de su paso a retiro o, en su defecto, el haber continuado en servicio más allá del 4 de noviembre de 1824.

Ambos requerimientos no pudieron ser probados y, aún más, parecían imposible de serlo, ya que por una parte, el regimiento al que perteneció ya no existía porque había sido disuelto en ocasión de haberse rebelado en el Callao a principios de 1824, razón por la cual no había a quien pedir copia de su filiación y menos de su licencia, como tampoco había un archivo u otra oficina pública que se ocupara de tales asuntos; de otra parte, que el propio requirente había estado prisionero hasta el año recién mencionado lo que, al menos en la consideración del tribunal, implicaba que la continuidad en su servicio no era tal, lo que en definitiva lo sentenció a volver al dominio de su amo. Ello abre la interrogante si este criterio de continuidad era general o si se aplicaba caso a caso. Si fuese lo último, había una gran discrecionalidad que podía afectar áreas como la asignación de pensiones para los soldados inválidos, la contabilidad de los años de servicios para optar a un ascenso o un premio, pero por sobre todo, dañaba las pretensiones de libertad total de los libertos que sirvieron en los ejércitos patriotas.

Más aún, en la práctica era posible apreciar que el decreto supremo del 5 de noviembre de 1825, borraba de un plumazo lo legislado hasta ese momento por San Martín y Bolívar. Si en diferentes ocasiones se aceptó la entrada voluntaria de esclavos sin atender a quienes eran sus propietarios o a las circunstancias de su reclutamiento y, más todavía, se decretó la libertad inmediata de los que se incorporan a las filas del Ejército, como lo hizo San Martín por la ordenanza del 1 de agosto de 1821 o el decreto del 2 de septiembre del mismo año, o alcanzarla luego de servir tres años, como se decretó en 31 de enero de 1822, ahora se adoptaba un criterio común que legalmente unificaba en forma y tiempo la incorporación de los afros esclavizados al Ejército. Esto podía generar consecuencias impensadas en la medida en que muchos de estos exmilitares, que tras la guerra vivían como hombres libres, confiados en que sus servicios a la patria al menos habían sido recompensados con la libertad a falta de pensiones, empleos u honores como se solía hacer con los oficiales, ahora empezaban a vivir con desconfianza, con miedo de ser encontrados por sus antiguos amos, incluso encerrados, como le sucedió a José María Leizon quien se vio obligado a trabajar en la Panadería de la calle de Las Mantas, probablemente engrillado.47 Las ardientes promesas de libertad y de honores por servir a la patria, lo que además les hacía ganar dignidad y prestigio, se resquebrajaban al igual que las palabras contenidas en el decreto de 5 de noviembre de 1825, las cuales quedaban al criterio de los jueces.

En contraste al caso de Leizon, que fue reesclavizado -aunque los tribunales se demoraron varios años en fallar-, está el expediente iniciado por Antonio Salazar en octubre de 1825, quien argumentó haber servido como guía al Ejército Libertador del Perú en 1821, de haber sacado clandestinamente a numerosos patriotas de Lima hacia Chancay mientras los realistas ocupaban la capital y, más tarde y luego de dos años de inactividad, de haber formado parte de una guerrilla que actuó en la sierra central durante 1824, donde resultó herido.48 Acciones que comprobó con testimonios específicos como el del comandante de guerrillas Ignacio Quispe Ninavilca, quien no solo declaró en su favor, sino que aportó datos puntuales y relevó los méritos que, en su opinión, habían hecho destacarse a Salazar. Ello llevó a una rápida definición del tribunal, ya que luego de cuatro meses lo declaró libre. Esto demostraba que los procesos de inserción social y económica de los veteranos afros de las guerras independentistas no se validaban por sí mismos, sino que dependían tanto de los contextos legales como de la capacidad para probar que habían servido leal y continuamente a la patria, y más aún que se había tenido un rol destacado en ello. Esto se afincaba en una lógica política y administrativa que se nutría de los viejos preceptos coloniales de prestigio, honor y servicio que las elites patriotas declaraban haber dejado atrás. No obstante, afirmar el haber servido no era suficiente, ello debía ser probado bajo los marcos de la cultura jurídica imperante.

Aquellos que como Leizon formaban parte de la masa de los soldados y que, por lo mismo, solo quedaban registrados en las listas de pago o con más detalle al ser protagonistas de un sumario militar, tenían un camino bastante difícil para conseguir su libertad. Esto significaba un resquebrajamiento profundo de las promesas de libertad hechas a los esclavizados que se enrolaban, voceadas urbi et orbi en los años anteriores, pero prontamente reemplazadas por medidas restrictivas. Estas pretendían, a contrapelo del proceso militar, político y social de cambios que había significado y significaba la independencia del Perú, y en una visión propia de una elite tradicional, dejar lo más impoluto posible el sistema social peruano que seguía incluyendo la esclavitud, la que no se aboliría hasta fines de 1854 en el contexto de una guerra civil teñida por aquellas antiguas promesas de libertad para los soldados afro y sus mujeres.

CONCLUSIONES

El reclutamiento de esclavizados para los ejércitos que participaron de la independencia del Perú, incluidas las tropas virreinales y solo exceptuadas algunas compañías de milicias que se levantaron en Lima durante 1822 y 1825, se hizo bajo promesa de libertad para los alistados. No obstante, dichas promesas de libertad, contenidas en ordenanzas, decretos y otros cuerpos legales dictados tanto por el gobierno del general José de San Martín como por el general Simón Bolívar, se hicieron al calor o la parsimonia del momento. Cuando las necesidades de tropas frescas eran urgentes o los hechos se precipitaban, la libertad era prometida sin condiciones, por lo tanto, el solo hecho de alistarse convertía al esclavizado en una persona libre. Pero si no había una campaña ad portas de emprenderse o el peligro de un contraataque español se percibía lejano, las promesas de ahorramiento se revestían de requerimientos, como servir una cierta cantidad de tiempo en el Ejército. Mientras tanto, los soldados afro bajo esa condición estaban en una suerte de tránsito, denominándoseles libertos. No eran esclavos, pero tampoco eran totalmente libres.

Por su parte, la llegada de una unidad del Ejército Libertador del Perú o de una guarnición, desató una ola de alistamientos de esclavizados, sobre todo en el sur y centro norte del Perú. Más tarde, estos se siguieron incorporando a las filas de los ejércitos independentistas confiados en las antedichas promesas de libertad, y a muchos sin importarles si su alistamiento contaba o no con la anuencia de sus amos, ya que los noveles gobernantes del Perú y sus ejércitos patrocinaban su alistamiento. Otros fueron cedidos por sus dueños, reclutados mediante la actividad de la Comisión de Rescate de Esclavos o tomados a la fuerza por alguna unidad militar. Todos ellos, sin embargo, eran sujetos de las mismas promesas, aunque no a las mismas condiciones para obtener su libertad. Pero aún más, muchos de estos hombres no iban solos, puesto que los seguían sus mujeres, a veces sus hijas o sus madres, quienes no solo se hicieron rabonas, sino también cuidadoras de los heridos y los enfermos en los hospitales militares, sirvientas de los oficiales o cocineras de las tropas. La mayoría de las mujeres afro que cumplía dichas funciones eran esclavas, aunque ahora se podían considerar cimarronas, pues necesariamente habían tenido que huir de su cautiverio para seguir a sus parientes. Al mismo tiempo, ganaban méritos para luego solicitar su libertad por gracia, puesto que esa promesa era solo para los soldados, por lo tanto, esta era siempre extraordinaria y se validaba vía decreto. Tal documento debía ser cuidado como hueso de santo, ya que su pérdida o su destrucción fragilizaba una condición que, de por sí, era feble y podía ser discutida por sus antiguos amos.

Muchos amos de los reclutados y probablemente todavía más los de las mujeres huidas de su poder, aun cuando se consideraran patriotas o, incluso, participaran del esfuerzo independentista, consideraban que el alistamiento de sus siervos era ilegítimo y prontamente pidieron su devolución. Las oficinas de autoridades políticas y militares recibían todos los meses peticiones de ese tipo basadas en la necesidad del servicio esclavo y reafirmadas por la condición de leal a la patria del solicitante. En la medida que el proceso avanzaba, dichas solicitudes no fueron las únicas formas por las cuales se intentó recuperar a los esclavos. Finalizada la guerra en 1824 y aun antes, en el caso particular de las mujeres, los amos recurrieron a los tribunales de justicia contra sus exsiervos y siervas, a la vez que las presiones directas y los casos de raptos y envíos fuera de Lima o el encierro en panaderías con miras a su reesclavización, se hicieron una cruda realidad.

Ante esto, a los exesclavizados solo les quedaba defenderse ante los tribunales, pero más aún, hacer valer las promesas de libertad que el Estado les hizo. No obstante, estas resultaron resquebrajadas cuando no rotas, pues con los numerosos y dispares decretos en que se habían asentado resultaron víctimas de una suerte de borrón y cuenta nueva entre 1824 y 1825, cuando se dictaminó que para conseguir la libertad definitiva el soldado debía haberse alistado antes del 5 de noviembre de 1824, continuar por seis años en el servicio de las armas o poseer licencia absoluta. Esto constituyó una certeza jurídica, pero al mismo tiempo borró de un plumazo todo lo legislado hasta ese momento, y con ello, fragilizó todavía más la condición legal de los exesclavos devenidos en militares, y ni que decir de sus mujeres, siempre pendientes de que una medida extraordinaria las beneficiara. Para los amos, en cambio, fue una inyección de energía que los hizo pugnar con más fuerza para lograr el retorno de quienes todavía consideraban sus siervos.

Esto demostraba que en un contexto donde en apariencia todo cambiaba, aquello era evidentemente falso. Ni la esclavitud había terminado, ni los afros esclavizados que lucharon por la patria -a menos que se hubieran destacado en ello y pudieran probarlo según las lógicas políticas y judiciales del momento-, tenían la libertad asegurada. Las promesas de libertad se fueron resquebrajando y, para hombres como José María Leizon, se rompieron cuando en 1830 y luego de nueve años de vivir como un hombre libre, fue obligado a reconocer un dueño, porque nuevamente era esclavo.

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3Archivo del General Bernardo O'Higgins (en adelante ABO), Santiago, Editorial Universidad Católica, 1962, t. XIV, p. 214, Bando del general José de San Martín sobre el alistamiento voluntario de esclavos. Pisco, 20 de septiembre de 1820; ABO, 1963, t. XV, p. 112, Bando del general José de San Martín sobre el alistamiento voluntario de esclavos y su inmediata libertad, Huaura, 21 de febrero de 1821.

4El reclutamiento de esclavos había tenido un gran hito, que fue su masivo alistamiento en las haciendas cercanas a Pisco durante septiembre de 1820. Este permitió completar las fuerzas de castas de la Expedición Libertadora y formar un nuevo batallón de afros, lo que indicaba que al menos un par de miles de soldados de dicho Ejército, eran libertos o exesclavos recién pasados a esa condición. Véase: CONTRERAS, “Con promesas de libertad”, pp. 134-135.

5Sobre la economía peruana durante la primera mitad del siglo XIX, véase: COSAMALÓN, Jesús (et. al.), Compendio de Historia Económica del Perú, Lima, Banco Central de la Reserva del Perú-Instituto de Estudios Peruanos, 2011, t. IV: Economía de la primera centuria independiente.

7 Archivo General de la Nación del Perú (en adelante ANGP). Fondo Ministerio de Hacienda (en adelante MH), P.L. 1-9, sin foliar (s.f.), Representación de don Sebastián Castillo, arrendatario de la hacienda de Vilcahuaura, al general José de San Martín, Lima, 31 de agosto de 1821.

8AGNP, Colección Santa María, H-5. Sta. 0585, s.f., Memorial de Domingo de Orué, diputado y dueño del Ingenio de Huayto, sobre la defensa de la situación de las haciendas y los hacendados frente al decreto de San Martín sobre libertad de vientres, Lima, 21 de noviembre de 1823.

9AGNP, Colección Santa María, H-5. Sta. 0585, s.f., Memorial de Domingo de Orué.

10AGNP, MH, O.L. 71-264, s.f., Petición de Mercedes Jáuregui sobre que se le conceda su libertad, Lima, 1 de agosto de 1823.

11AGNP, MH, O.L. 71-264, s.f., Petición de Mercedes Jáuregui.

12Hay una gran deuda histórica con la participación de las mujeres en los procesos de independencia americanos. Para el Perú solo hemos encontrado trabajos generales, que revelan sus distintos roles sin profundizar. En ellos las menciones a las esclavizadas y su apoyo a los soldados es casi inexistente. PÉREZ CANTO, Pilar, “Ellas también participaron. Perú 1800-1830”, en ÁLVAREZ CUARTERO, Izaskun y Julio SÁNCHEZ GÓMEZ (editores), Visiones y revisiones de la Independencia Americana. Subalternidad e independencias, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2012, pp. 127-152; MARTÍNEZ HOYOS, Francisco, “Las mujeres en la independencia peruana”, en MARTÍNEZ HOYOS, Francisco (editor), Heroínas incómodas. La mujer en la independencia de Hispanoamérica, Madrid, Ediciones Rubeo, 2012, pp. 125-153. Por otra parte, sorprende que en un reciente libro sobre la historia de las mujeres en el Perú, no haya ningún capítulo dedicado al periodo de la independencia o a las rabonas de esa u otras guerras. ROSAS, Claudia (editora), Género y mujeres en la historia del Perú. Del hogar al espacio público, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2019.

13AGNP, Colección Tomás Diéguez, caja 6, leg. 22, doc. 8, s.f., Doña Juana Manuela Niño a don Tomás Diéguez, cura vicario de la provincia de Piura, Punta, 13 de marzo de 1821.

14ABO, 1963, t. XV, p. 112, Bando del general José de San Martín sobre…, Huaura, 21 de febrero de 1821.

16En el siglo XVIII, particularmente en el Caribe, fueron numerosas las ocasiones en que se había armado a los esclavos en defensa de la tierra y la monarquía; no obstante, el ejemplo más conocido fue la participación de afros esclavizados en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones británicas de 1806 y 1807, lo que a muchos les valió la manumisión y el aumento de su prestigio personal y social. CUADRA, Pablo y María Laura MAZZONI, “La invasión inglesa y la participación popular en la reconquista y defensa de Buenos Aires 1806-1807”, Anuario de Historia Argentina, núm. 11, 2011, pp. 52-54.

17Archivo Histórico del Ejército del Perú (en adelante AHEP), 1825, carp. 2, leg. 1, doc. 394 (1825); AHEP, 1826, carp. 8, leg. 7 y 8, doc. 6 (1824); AHEP, 1825, carp. 3, leg. 16, doc. 17 (1825); AHEP, 1825, carp. 2, leg. 9, doc. 21 (1825); AHEP, 1825, carp. 2, leg. 9, doc. 23 (1825).

19Rabinovich ha estudiado, a propósito de la Batalla de Huaqui (1811), ocurrida en el Alto Perú y que enfrentó al ejército rioplatense con el virreinal peruano, la dinámica y las consecuencias militares y políticas de un “desastre” que, en este caso, significó un retroceso de la independencia rioplatense junto a la pérdida del control sobre el territorio y las riquezas del Alto Perú. RABINOVICH, Alejandro, Anatomía del pánico: la batalla de Huaqui, o la derrota de la Revolución (1811), Buenos Aires, Penguin Random House, 2017.

21 Colección de leyes, decretos y órdenes publicadas en el Perú desde su independencia en el año 1821 hasta 31 de diciembre de 1830 (en adelante CLDOP), Lima, Imprenta de José Masías, 1831, t. I, pp. 322-323. Decreto de la Junta Gubernativa del Perú, sobre el rescate de esclavos para el Ejército, Lima, 11 de febrero de 1823.

23El concepto de liberto es posible de entender de dos maneras. La primera, de uso más general, hace referencia al esclavizado (a) manumitido. La segunda, que se entiende en el contexto de las guerras de independencia americana y que, particularmente en el Río de la Plata se le añade el apelativo “de la Patria” o “por la Patria”, se relación con quien ha sido liberado de la esclavitud por sus servicios a la patria o por haberse incorporado a una fuerza militar. En este último caso, dichos libertos podrían considerarse “en tránsito” a su libertad total, pues debían cumplir ciertos requisitos de años y continuidad en el servicio para lograrla. Una discusión a este respecto en: CRESPI, Liliana, “Ni esclavo ni libre. El status del liberto en el Río de la Plata desde el periodo indiano al republicano”, en MALLO, Silvia e Ignacio TELESCA (editores), “Negros de la Patria”. Los afrodescendientes en las luchas por la independencia en el antiguo virreinato del Río de la Plata, Buenos Aires, SB Editores, 2010, pp. 15-37.

24En otras regiones americanas los libertos reclutados por los ejércitos enfrentaron problemas similares; sin embargo, las soluciones implementadas por los gobiernos independentistas variaron desde la abolición total de la esclavitud en Chile en 1823, cuando la guerra independentista ya tocaba a su fin; la concesión de libertad general a los soldados afro, aunque atendiendo las peticiones de los amos en las Provincias Unidas del Río de La Plata; la concesión de la libertad, e incluso de la ciudadanía a los que lucharon por la patria como fue el caso de Venezuela, situación similar a la que se describe para Colombia. Sobre estos procesos, véase: FELIÚ CRUZ, Guillermo, La abolición de la esclavitud en Chile, Santiago, Editorial Universitaria, 1973; MEISEL, Seth J., “Manumisión militar en las Provincias Unidas del Río de la Plata”, en ORTIZ ESCAMILLA, Juan (coordinador), Fuerzas militares en Iberoamérica siglos XVIII-XIX, México, El Colegio de México-El Colegio de Michoacán-Universidad Veracruzana, 2005, pp. 167-170; VERGARA, Ana, “Las armas a cambio de la libertad. Los esclavos en la guerra de independencia de Venezuela (1812-1835)”, Relaciones, núm. 127, 2011, pp. 47-85; PITA, Roger, La manumisión de esclavos en el proceso de independencia de Colombia: realidades, promesas y desilusiones, Bogotá, Editorial Kimpres, 2014; CONDE, Enrique, “De esclavos a soldados de la patria: el Ejército Libertador como garante de la libertad y la ciudadanía”, Co- herencia, núm. 16, 2019, pp. 79-100.

25AGNP, MH, O.L. 71-265, s.f., Oficio al presidente de la República, remitiéndole la solicitud de doña Rosa Camenares, esclava de don José Basurco, para que se le conceda su libertad, Lima, 4 de agosto de 1823.

26AGNP, Protocolos Notariales (en adelante PN) 1-4, protocolo 671, ff. 555-559.

27AHEP, carp. 2, leg. 13, doc. 67, s.f., El general Rudecindo Alvarado al ministro de Guerra y Marina Tomás Guido, Lima, 11 de febrero de 1822.

28CLDOP, Lima, 1831, t. I, pp. 322-324, Decreto de creación de la Comisión de Rescate de Esclavos, Lima, 11 de febrero de 1823.

29AHEP, Libro copiador N.º 21, s.f., Personal del Ejército, 1823-1824. A modo de ejemplo véanse las peticiones de Mariano Arenas, doña Mercedes Molina, doña Simona Algorta, don Juan Martínez, don Vicente Rivera, José Manuel Ramírez, don Pedro Manuel Escobar, don Toribio Rodríguez, doña María Carvajal, todas fechadas en diciembre de 1823 y que constan en el libro copiador de correspondencia del Ejército del Perú correspondiente a 1823 y enero de 1824.

30AHEP, Libro copiador N.º 21, s.f., Personal del Ejército, 1823-1824.

31AHEP, 1825, carp. 2, leg. 1, doc. 8, s.f., El general Bartolomé Salom al ministro de Guerra y Marina del Perú coronel don Tomás Heres, Lima, 27 de enero de 1825.

32AGNP, MH, O.L. 130-97, s.f., Decreto Supremo sobre la libertad de los esclavos que cumplen ciertos requisitos, Lima, 19 de noviembre de 1825. Este documento ha sido publicado por: TARDIEU, Jean Pierre, El Decreto de Huancayo. La abolición de la esclavitud en el Perú. 3 de diciembre de 1854, Lima, Fondo Editorial del Congreso del Perú, 2004, pp. 300-301.

33AGNP, MH, O.L. 130-97, s.f., Decreto Supremo sobre…, Lima, 19 de noviembre de 1825.

34AHEP, 1825, carp. 2, leg. 9, doc. 18, s.f., El coronel Miguel Antonio Figueredo al ministro de guerra del Perú, Bellavista, 11 de junio de 1825.

35Para otros casos véase la nota núm. 19.

36Decreto de 17 de noviembre de 1821, en TARDIEU, El Decreto de Huancayo, pp. 277-278.

37AHEP, 1825, carp. 3, leg. 16, doc. 17, La Junta de Seguridad Pública al ministro de guerra del Perú, Lima, 24 de marzo de 1825.

38AGNP, PN, vol. 1-4, prot. 671, f. 558, Expediente seguido por Juana Mazo, sobre protocolización de su carta de libertad, otorgada por el general José de San Martín, Lima, 1823-1825.

40Academia Nacional de la Historia de Venezuela, Portal Archivo del Libertador, rollo 51, s.f., El coronel Miguel A. Figueredo al secretario general del general Simón Bolívar, Bellavista, 28 de agosto de 1825.

42Biblioteca Nacional del Perú, sección de Manuscritos, Colección General, D10936, s.f., Expediente sobre la petición presentada por Ángela Zagal, para que se deje sin efecto la solicitud presentada por un esclavo de su propiedad y se le ponga bajo su dominio, Lima, 21 de mayo de 1828.

43A modo de ejemplo, véase lo planteado por Rabinovich quien hace referencia al asalto al campamento patriota durante la Batalla de Huaqui, y la consiguiente pérdida de ropa, víveres, utensilios y documentos. RABINOVICH, Anatomía del pánico, pp. 179-180. Por su parte, la compleja historia archivística peruana ha contribuido fuertemente a este vacío de información. En los archivos públicos peruanos solo se encuentran algunas listas de revista, todas ellas parciales y saltadas en el tiempo, además de correspondientes a ciertos cuerpos militares. Tales listas están en el fondo Ministerio de Hacienda del AGNP; también hay unas pocas en la Colección Donaciones Sueltas, que reside en la sección colonial del mismo archivo. Respecto de las filiaciones militares del periodo revolucionario, no hemos podido encontrar ni siquiera una de ellas, al menos no donde era esperable que aparecieran, es decir, en el AGNP o en el AHEP, que depende del Centro de Estudios Histórico Militares del Perú. Más aun, no existe como fondo o sección el Archivo del Ministerio de Guerra en ninguna de las instituciones mencionadas. Al parecer, según las comunicaciones personales de algunos funcionarios, lo que se conserva de tal documentación está repartida entre las instituciones ya mencionadas, además de la Biblioteca Nacional del Perú, e inserta en distintos fondos. Respecto de la documentación del periodo independentista que resguarda el AGNP. ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN, Catálogo de los documentos de la Independencia del Perú, 1820-1826, Lima, Dirección General del Archivo Histórico, 2012.

44AGNP, sección Guerra y Marina (en adelante GM), caja 139, doc. 19, s.f., Expediente seguido por José María Leizon con su amo don Mateo Gonzales, sobre que se declare su libertad, Lima, 1827.

45AGNP, MH, O.L. 130-97, s.f., Decreto Supremo sobre…, Lima, 19 de noviembre de 1825.

46AGNP, GM, caja 139, doc. 19, s.f.

47AGNP, GM, caja 139, doc. 19, s.f.

48 Revista del Archivo Nacional, núm. 29, 1971, pp. 163-169, Expediente del esclavo Antonio Salazar para que se le otorgue la libertad por haber prestado importantes servicios a favor de la patria, Lima, 1825.

Recibido: 23 de Enero de 2020; Aprobado: 04 de Mayo de 2020

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