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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.65 Michoacán ene./jun. 2017

 

Reseñas

Ortoll, Servando, Artíices y avatares: lo que revela el juicio de Tepames, Colima (1909-1914), Guadalajara, Archivo Histórico del Municipio de Colima, 2015, 222 pp.

Verónica Oikión Solano* 

* El Colegio de Michoacán.

Ortoll, Servando. Artífices y avatares: lo que revela el juicio de Tepames. Colima (1909-1914), Guadalajara, Archivo Histórico del Municipio de Colima, 2015. 222p.


El libro cuenta físicamente con un plano de la plaza de Los Tepames (San Miguel de La Unión, Colima) y 24 imágenes, la mayoría son retratos de los distintos personajes que aparecen en el contexto de los sucesos que aborda el autor, y al menos tres fotografías reconstruyen los hechos sucedidos en Tepames y fueron realizadas a posteriori. El tiraje de la obra fue de mil ejemplares.

Para poner en el contexto geográfico a las lectoras y los lectores, comento brevemente que Los Tepames es una localidad ubicada al sureste del estado de Colima, perteneciente al municipio de Colima. La denominación de Tepames se refiere al hecho de la abundancia del árbol llamado “tepame”, vocablo náhuatl cuyo significado es “entre paredes”, en alusión al relieve montañoso que rodea a la población. Durante el periodo colonial se le conoció como San Miguel de la Unión, y sólo hasta 1916 fue oficialmente reconocida con el nombre de Los Tepames.

La obra se despliega en cinco capítulos: el primero denominado “Los sucesos de Tepames y los periódicos de Guadalajara”; el segundo se titula “La misión Xicoy”; el capítulo tres sólo fue designado como “Darío Pizano”; el capítulo cuatro fue llamado “En defensa de Darío Pizano”. Por último, “El juicio de segunda instancia y un vecino ignorado de los Suárez”, fue el título empleado para el capítulo cinco. No hay desequilibrio en la extensión de cada uno de ellos. Se mantiene una uniformidad formal con 30 páginas aproximadamente para cada capítulo. Y, sobre todo, se conserva una secuencia lógica a lo largo del capitulado.

Antes de abordar el contenido de la obra, quisiera hacer una consideración al orden que el autor les dio a los textos que preceden al capitulado, además de conclusiones, epílogo y fuentes consultadas.

Para un lector o una lectora que no tiene conocimiento absoluto de lo que encontrará en el contenido de la obra (como fue mi caso) hubiese sido más útil colocar en primer término el prólogo magnífico que la pluma del Pablo Piccato realizó para esta obra. En segundo término, hubiese venido bien la “Introducción”; en tercer término, la “Nota aclaratoria” (en la que por cierto el autor hace una defensa de la citación a pie de página en contra de la imposición del sistema apa, alegato al que me uno y en el que estoy de acuerdo), y, por último, el texto de Fernando Rodríguez Alonso sobre don Emilio Rodríguez Iglesias, quien escribió una novela titulada El crimen de Los Tepames, basada en los hechos reales de los que se ocupa Servando Ortoll en esta obra. Al abrir las páginas del libro y encontrar de sopetón el texto de Rodríguez Alonso nos deja un tanto desconcertados porque no tenemos el contexto general que ofrece la parte introductoria.

Fuera de este detalle, aplaudo con creces la sagacidad histórica del autor para construir una trama realmente sorprendente. En el fondo, este libro es una verdadera lección de historia; nos da cuenta de la relatividad en la Historia, y nos enseña cómo poder construir una historia con todos sus “artífices y avatares”, es decir, mostrando quiénes fueron los que idearon los asesinatos, quiénes los ejecutaron y cuáles fueron los motivos, y, desde luego, las enmarañadas vicisitudes que conllevó todo ello. Como diría Luis González, no se puede desdeñar una mal llamada “historia pequeña”, local, de lo que él llamó la “matria”, porque la complejidad que la acompaña es reflejo de las repercusiones y los alcances sociales y políticos que la madeja de los acontecimientos de Tepames, Colima, desencadenó como volcán de fuego en el último tramo del porfiriato, alcanzando a distintos actores locales, estatales y regionales, pero sobre todo, insospechadamente, al mismísimo Porfirio Díaz, el viejo dictador.

La vocación de historiador de Ortoll se reina en esta obra para convertirse en pesquisidor con un fino olfato que detecta las riquísimas fuentes de las que abreva: el Archivo Histórico del Municipio de Colima; el Archivo Histórico del Estado de Colima, donde se encuentra el expediente judicial del asesinato de los hermanos Bartolo y Marciano Suárez; el Registro Agrario Nacional, Delegación Colima; la Colección Porfirio Díaz de la Universidad Iberoamericana; la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco; la Biblioteca personal de Jorge Álvarez del Castillo Zuloaga, director de El Informador, de Guadalajara; la Biblioteca Nettie Lee Benson, de la Universidad de Texas, en Austin, y la Biblioteca electrónica de la Universidad de California en San Diego. Y una hemerografía muy amplia y completa integrada por Los Angeles Times (Los Ángeles, California); The New York Times (Nueva York); Diario del Hogar (México); El Imparcial (México); El País (México); La Patria (México); The Mexican Herald (México); El Dictamen (Veracruz); El Correo Francés (Guadalajara); El Globo (Guadalajara); El Kaskabel (Guadalajara); La Gaceta de Guadalajara (Guadalajara), y el Periódico oficial El Estado de Colima (Colima).

El corpus documental es un buen argumento para haber emprendido esta empresa investigativa, sobre todo porque Servando Ortoll realizó una lectura cuidadosa y una revisión crítica que le permitieron localizar huellas sustanciosas, no conocidas hasta la fecha, en referencia a los crímenes cometidos en Los Tepames, y que con tan buena fortuna no se han diluido incluso al paso de más de un siglo.

La obra también gravita sobre una cuestión medular en la confección de una historia local que rebasa sus propios límites, y que el autor atiende de manera explícita al preguntarse: “¿qué mecanismos políticos intervienen para que un conflicto local cobre importancia regional o nacional?” (p. 21). En esta tesitura entran en el escenario tanto la novela de Rodríguez Iglesias (en su alcance de divulgadora de los hechos) así como una pléyade de reportajes y artículos periodísticos, logrando con ello que los hechos de sangre trasciendan el espacio local colimense, se esparzan en el ámbito del occidente regional, con su núcleo central en la ciudad de Guadalajara, y logren relevancia como un verdadero asunto de Estado que tendría que ser atendido por el rancio dictador. En esta transfiguración del acontecimiento local en su propia regionalización y en su impacto nacional, el autor muestra el peso del llamado cuarto poder, es decir, cómo los medios lograron atraer, agigantar y moldear la opinión pública en el caso del juicio de Los Tepames, y cómo detrás de esta dimensión alcanzada también había en juego sus propios intereses políticos antirreeleccionistas contrarios a las divisas porfiristas provenientes del centro del país.

Un tercer elemento que el autor tuvo en cuenta al construir esta historia, fue el hecho de que la novela de Rodríguez Iglesias no alcanzó a vaticinar el final aciago del conflicto y de cómo éste verdaderamente daría muchas vueltas complejas y enredadas en el carrete de la historia. Aquí es de llamar la atención que como coterráneo de los hechos, Rodríguez Iglesias finalizó y publicó su novela y nunca se supo más de él, muy probablemente porque fue asesinado a causa precisamente de la publicación de su novela en cuyas páginas tocó fibras muy sensibles de individuos involucrados en el crimen de Tepames. Cabe mencionar que muchos años más tarde, la editorial Costa-Amic publicaría en 1975 una segunda edición de esta novela.

Otro joven novelista, contemporáneo de nosotros, también se ha ocupado de este suceso histórico. Me refiero al colimense Rogelio Guedea, quien sin mucha imaginación, copió el título de la novela de Rodríguez Iglesias, y apenas en 2013 la editorial Mondadori le publicó El crimen de Los Tepames.

Servando Ortoll, siendo historiador y no jurista, cumple con mucho su afirmación de: “No juzgar desde la óptica del presente” (p. 31). Pero ni él ni el conjunto de sus lectores podemos desprendernos de nuestro propio bagaje e imaginario social, y sobre todo de nuestra propia condicionalidad contemporánea, que a la luz de la lectura de su obra, nos corrobora que tanto en el pasado porfirista como en nuestro presente actual priista, México sigue siendo el paraíso de la impunidad, porque la justicia es inexistente para el común de la gente, como fue el caso de los hermanos Suárez, ejecutados a mansalva, y que las instituciones de justicia tanto ayer como hoy sólo sirven a la causa de los potentados para encubrir sus abusos de poder y su arbitrariedad.

El juego perverso de la así llamada justicia en el caso de los crímenes de Tepames, desvela las demandas incesantes de Donaciana Orozco, la madre de los Suárez, para saber la verdad —que ella misma llegó a atisbar en las cartas dirigidas al presidente Díaz—, y encontrar al final la justicia, pero ni una ni otra fueron cumplidas. Y, sobre todo, nos dejan ver palmariamente cómo funcionaba por dentro la maquinaria judicial porfirista y sus implicaciones de carácter ominoso cuando se trató de diluir o desaparecer complicidades de altos funcionarios públicos, entre éstos el prefecto político Carlos Meillón y el gobernador de Colima, Enrique O. de la Madrid.

En apariencia la historia parece muy simple, el asesinato de dos rancheros —Bartolo y Marciano Suárez— a manos del jefe de la policía local de nombre Darío Pizano y sus subordinados. Se habla en un principio, vagamente, de cuentas pendientes con la justicia por parte de los Suárez y que con ese motivo se les ha buscado para que respondan de sus fechorías. Pero el caso fue que no presentaron resistencia y fueron realmente ejecutados con alevosía y ventaja. La historia se adentra cada vez más para desvelarnos las múltiples aristas por las cuales se relejan los rostros de los autores materiales e intelectuales del doble homicidio. Darío Pizano, el jefe de la policía, que ya se encuentra detenido, alega en sus declaraciones constantemente su inocencia y descarga la responsabilidad en sus gendarmes. Cuando Pizano se da cuenta de que ni el jefe político ni el gobernador están dispuestos a interceder en su favor, con el afán de descargarse ellos mismos de sus propias responsabilidades en el asesinato, decide enfilar sus baterías contra ellos declarando que por órdenes verbales suyas fue que se buscó y se ejecutó a los Suárez con la ayuda de los Anguiano (Mauricio, Onofre y Fermín), enemigos acérrimos y vecinos de los Suárez.

Al seguir la ruta de esta historia, el lector o lectora se puede dar cuenta cómo, de manera fehaciente, van poniéndose en evidencia las nocivas prácticas del cacicazgo y los atropellos del jefe político y del gobernador del estado de Colima, así como la violencia y los excesos en el ejercicio público, el compadrazgo, las tácticas dilatorias en la impartición de justicia y toda clase de abusos que en su conjunto entorpecieron conocer con certeza el grado de responsabilidad de todos los involucrados. Añadiendo a este conjunto a otros actores que encubierta o desembozadamente también llevaron “agua a su molino”. Estos fueron los casos del diputado J. Trinidad Alamillo, dueño de La Gaceta de Guadalajara y aspirante a la gubernatura de Colima, y quien a través de su periódico desencadenaría la campaña periodística en diversos medios de la capital de la república y en distintos estados del país en contra de los funcionarios públicos colimenses, y especialmente contra el gobernador De la Madrid, quien se había negado sistemáticamente a ofrecer justicia. Los medios periodísticos se hicieron todos a una para respaldar a la madre de los Suárez, mostrando una imagen negativa para desacreditar a las autoridades de Colima, y, además, consiguiendo que Donaciana Orozco fuese recibida en audiencia por Porfirio Díaz. Y de cómo este gesto de tono patriarcal fue también una acción dilatoria porque al final el dictador acabó por encubrir a su vasallo, el gobernador de Colima, a pesar de haber enviado como juez de la causa a Eduardo Xicoy, cuyas eficientes indagatorias fueron incómodas para todos los implicados porque exhibieron sus maniobras sucias, extralegales y dilatorias, y mostraron que hubo confabulaciones y conspiraciones entre los indiciados para quitarse culpas.

Para reforzar su labor detectivesca, Ortoll se pregunta: “¿cómo distinguir sus medias verdades de sus medias mentiras?” (p. 85), sobre todo en torno a las declaraciones realizadas por el ex comandante de policía Darío Pizano al juez Xicoy. En estas encrucijadas, el autor hace un alarde prodigioso de imaginación histórica, y al retrotraer el pasado al presente los lectores y lectoras nos sentimos parte de las indagatorias, como casi testigos activos que podemos ir tomando partido y elucubrando quiénes fueron los asesinos y cuáles fueron las motivaciones reales para acabar con la vida de los Suárez.

En esta trama encontramos también luces acerca de cómo funcionaba el aparato de control porfirista; el espionaje realizado por toda una caravana de agentes encubiertos o simples informantes que le tenían al dictador al día la información de lo que ocurría a miles de kilómetros de distancia de la Ciudad de México. Este poder personalista que detentaba Díaz pudo, por encima de la tragedia, maniobrar y sostener a De la Madrid, como dueño y señor que era de las tierras de Colima, aún en la efervescencia que se produjo con motivo de las elecciones locales en 1910. De la Madrid, a su vez, encubrió y protegió a Meillón, el jefe político.

Aunque no me queda muy clara la afirmación del autor cuando se refiere “a la justicia histórica” (p. 124), supongo que tal aseveración es en sentido figurado para representar hasta dónde la indagación histórica desvela las formas más insanas de la injusticia en México.

A la vez, resulta muy importante y sugestiva la puesta en escena de otra figura femenina, como lo fue la esposa de Darío Pizano, María Figueroa, a quien por supuesto se niega a recibir el presidente Díaz, a pesar de los ruegos que incesantemente le hace a través de sus misivas.

Otros actores del elenco resultan ser el padre Negrete, su madre y la criada de ambos, cuyas declaraciones no fueron tomadas en cuenta, y que como nos dice Ortoll: “La ampliación de declaraciones de los tres testigos, […] pudo arrojar más luces sobre el caso, [pero] no habría de verificarse” (p. 152).

Un individuo que nunca fue molestado en las indagaciones judiciales se llamó Juan C. Solórzano, fue diputado, amigo del gobernador De la Madrid, y además representante legal y defensor de los Anguiano. Y otro dato más, resultó ser vecino de los Suárez, con la posible mira “de adueñarse de sus tierras” (p. 180), pues era propietario de terrenos contiguos a los de la familia Suárez. Servando Ortoll demuestra que: “existía una relación entre los vecinos extremos de los Suárez, cuya propiedad estaba rodeada entre la de los Anguiano y la del licenciado Solórzano” (p. 186), y fortalece con ello la hipótesis de que hubo una verdadera conspiración para robar las tierras de los Suárez: “Es posible —nos dice el autor— que el gobernador girara la orden de asesinar a los Suárez, como aseguró Pizano, pero… ¿convenía esto a sus intereses? ¿Cómo se beneficiaría si mataban a dos labradores del alejado pueblo de Tepames? La única posibilidad es que se encontrara asociado con su cercano amigo Juan C. Solórzano” (p. 200).

El epílogo de los crímenes de Los Tepames también está cargado de otra inusitada historia. Estamos en plena efervescencia revolucionaria. La revolución llegó a Colima, y aunque trajo insospechados cambios y excarcelaciones para Pizano y los Anguiano, condenados por los asesinatos, también colocó en primera línea a nuevos actores, no sólo los hombres que en los bandos maderista y constitucionalista estaban marcando la hora del cambio revolucionario, sobre todo destacándose la figura del caudillo invicto Álvaro Obregón. También las mujeres alcanzaron a traspasar la puerta de sus hogares para reivindicar muy rudimentariamente su ciudadanía. Simples mujeres del pueblo impugnaron al porfirista J. Trinidad Alamillo, ya transfigurado en gobernador maderista y a la vez en huertista. Aquellas mujeres tuvieron el valor en abril de 1913 de salir en manifestación en el Jardín Libertad frente al Palacio de Gobierno, “para protestar —se dijo— contra la inactividad del gobernador”. Servando Ortoll no tiene más elementos de explicación acerca de la naturaleza de esa “inactividad” de Alamillo que provocó que las mujeres organizadas salieran en manifestación. Lo ominoso de este caso fue la orden de Alamillo de acallar con las armas la gritería femenina, cayendo asesinadas una gran cantidad de ellas (p. 206).

De tal manera, la obra de Servando Ortoll, Artífices y avatares. Lo que revela el juicio de Tepames, Colima (1909-1914), nos revela la falta de justicia que venimos arrastrando desde aquel aciago pasado; si no ha habido justicia es que los mexicanos y las mexicanas no hemos sabido desbrozar los surcos fértiles de la verdadera democracia, de la que se construye desde abajo. Las muertes de Marciano y Bartolo Suárez conmovieron a la sociedad colimense, y desde luego nunca fueron reparadas, aunque su injusticia maquinada sí tuvo el carácter de alevosa, impecable y perfecta.

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