Uno tras otro van cayendo en tierra extraña los hombres que representaban una tradición de lucha y que fieles a sus convicciones prefirieron la amarga vida del exilio y la muerte, lejos de todo lo que les era entrañable, a someterse al odioso régimen franquista.
Dolores Ibárruri, 7 de marzo de 1962
1962 en el obituario del exilio español: a modo de introito
Para la causa del exilio español, las primeras semanas de 1962 estuvieron marcadas por los fallecimientos de Diego Martínez Barrio (París, 1° de enero) e Indalecio Prieto Tuero (Ciudad de México, 12 de febrero). De manera súbita y por causas similares, en tan sólo unos días desaparecían dos de los principales referentes políticos del republicanismo español, el primero, en su condición de presidente de la República Española en el Exilio —cargo que ostentó desde la reconstrucción en 1945 de las instituciones republicanas en la capital mexicana— y, el segundo, uno de los principales líderes de la familia socialista, convertido en el “embajador oficioso”1 de la España republicana en México no sólo por su cercanía a las autoridades políticas del país, sino por ejercer con exclusividad la gestión de los fondos del Vita a través de la Junta de Auxilio de los Refugiados Españoles (JARE).
En el caso de este último, y según testimonio de su amigo José Pagés Llergo —director del semanario Siempre. Presencia de México—, vivía “sólo alentado por la esperanza de despertar un día y saber a su Patria liberada. Pero él sentía que no asistiría a esa hora”.2 En efecto, Prieto no pudo asistir a dicho momento como tampoco lo hizo José Giral Pereira, quien fuera presidente del gobierno en el exilio entre agosto de 1945 y febrero de 1947, y cuyo deceso también tuvo lugar en la capital mexicana el 23 de diciembre de 1962. Por derecho propio, y ante tales evidencias, aquél se convertía en un año especialmente señalado en el obituario del exilio español.3
Buena muestra del estado de consternación que se vivió al interior de la España peregrina fueron las cartas que, con fecha de 13 de febrero, Julio Just Gimeno, entonces ministro de Justicia del gobierno republicano en el exilio, escribió desde su residencia en Boulogne (Francia) a varios líderes políticos republicanos una vez conocida la muerte de Prieto. La primera de ellas fue enviada a Toulouse para Rodolfo Llopis, secretario general de Partido Socialista Obrero Español (PSOE), con el fin de transmitirle su pesar por el fallecimiento de Indalecio Prieto, a su entender “uno de los más altos valores de la democracia española y que tanto honraba a tu partido y en general al movimiento obrero de nuestro país”. Sus palabras finales tuvieron el presente nivel de elocuencia: “Estoy consternadísimo por esta nueva pérdida que, como la de don Diego, abre un claro en las filas de los que combatimos desde hace tantos años por la libertad y por España”.4
En la misma línea, otra de aquéllas fue dirigida a Arsenio Gimeno, secretario de la agrupación local del PSOE (París), también para manifestarle su “profunda aflicción” por la muerte de Prieto, una pérdida que, “como la de don Diego, es irreparable y afecta a todos los demócratas”.5 Y, finalmente y entre otras de las reunidas, la remitida a Carlos Esplá, promotor desde México de la creación de Acción Republicana Democrática Española (arde), a quien escribía el siguiente entrecomillado: “Querido Carlos: Unas líneas, porque no tengo ánimos para más, juntando mi pena a la tuya por el fallecimiento de Prieto. No repuesto aún del dolor que me produjo la desaparición de don Diego, este nuevo golpe me deja verdaderamente aturdido. ¡Vaya comienzo de año!”. Para completar, a modo de cierre, con lo siguiente: “Nos vamos quedando en cuadro, sin que surjan nuevos valores. Lo que es comprensible mientras no haya libertad en España. En fin, estoy deshecho”.6
Los testimonios del ministro Just no sólo advierten del profundo pesar que representó para el republicanismo español la desaparición física de líderes políticos como Diego Martínez Barrio e Indalecio Prieto, sino también la desazón ocasionada por la pérdida irreparable de una parte del activo político del exilio, más acentuada, aún si cabe, ante la carencia de nuevos referentes políticos capaces de recuperar para España la democracia perdida.7 Para entonces, habían transcurrido ya 23 años desde el final de la Guerra Civil y el consecuente inicio de la diáspora republicana, y el pesimismo de estas cartas señalaban a las claras las pocas esperanzas que atesoraban los refugiados españoles de regresar con vida a la España perdida.8
Con estos antecedentes, y dada la alargada sombra de las trayectorias políticas de Martínez Barrio y de Prieto, era previsible que la prensa franquista —toda ella y sin excepción alguna afín a los intereses políticos e ideológicos del régimen— quisiera sumarse a su última despedida y, en consecuencia, y a modo de epitafio póstumo, poner la palabra impresa al servicio de la propaganda franquista del momento.9 Como se verá a continuación, este quehacer periodístico estuvo en consonancia con un largo ejercicio de premeditada reconstrucción semántica de estas figuras del republicanismo español, iniciado incluso desde el momento mismo de aquel “alzamiento nacional” del 18 de julio de 1936. En el juego maniqueo en el que cayó la propaganda de ambos bandos, el franquismo no se cansaría de tildar a estas figuras políticas con un sinfín de adjetivaciones despectivas que, sin lugar a la sorpresa, se recuperaron también en el momento de cubrir la noticia de sus correspondientes defunciones.
De este modo, y confirmadas las muertes de aquellos “rojos” exiliados — calificativo especialmente utilizado por los hacedores del franquismo—,10 la prensa española no dejó que estos hechos pasaran desapercibidos bien para atestiguar los decesos, bien para transmitir una premeditada indiferencia a través de la publicación de escuetas notas en columnas de interior o en el caso contrario, para seguir poniendo tinta sobre el papel en un calculado reduccionismo semántico, pródigo en adjetivaciones y calumnias de toda índole. Aquello no se limitó a una simple cuestión de información para los lectores, sino a un fehaciente ejercicio de propaganda política, puesta al servicio de la justificación, legitimidad y pervivencia del régimen franquista.11 Al fin y al cabo, de las notas y artículos publicados se desprendió la idea toral de que bien muertos estaban aquéllos que no habían caído “por” España, pero que, sin embargo, morían fuera de ella y recibían sepultura allende la patria del Caudillo. Por eso, y en ocasiones, tal y como recordaría Ángel Duarte, “los enemigos consiguen reavivar lo mortecino”.12
La agencia <italic>Efe</italic> y sus “notas” sobre Martínez Barrio y Prieto Tuero
A decir verdad, la noticia sobre la muerte del presidente Diego Martínez Barrio mereció una escasa atención en periódicos españoles de gran alcance, algo que también sucedería con la desaparición del propio José Giral. Ambos fueron dos de los grandes protagonistas en el proceso de reconstrucción de las instituciones republicanas españolas en 1945 tras la conferencia de San Francisco, donde, entre otras consecuencias, los países vencedores en la segunda gran guerra dictaron que la España franquista debía quedar fuera de la recién constituida Organización de las Naciones Unidas, entre otras razones, por la complicidad de su régimen con el derrotado nazi-fascismo.13
De hecho, periódicos como ABC o La Vanguardia Española se limitaron a reproducir una breve nota informativa, remitida por la agencia de noticias Efe, bajo el tenor “Ha muerto Martínez Barrios” En ella se decía que este “político español en el exilio”, el mismo que “se tituló presidente de la fenecida República española”, había fallecido de un ataque cardiaco en un restaurante de París “en el que estaba almorzando”. También se exponía que tenía 78 años de edad y que había pertenecido a la masonería, “en la que alcanzó puestos muy destacados”.14 El contenido de aquellas escuetas nueve líneas en columna no aportaba más información. Si bien La Vanguardia Española reprodujo la nota en la parte superior de la columna de la izquierda de su página 23, en el caso de ABC su reproducción tuvo lugar en la parte inferior derecha de la página 59. En ningún caso, la noticia fue presentada en portada.
A pesar de su parquedad, la naturaleza de la noticia de Efe —agencia española fundada en 1939 en España por Ramón Serrano Súñer y Manuel Aznar Zubigaray—, no era ajena a las pretensiones ideológicas del franquismo y a su constante afán de descalificar a los “rojos” del exilio. Tres rasgos venían a confirmar esta idea: primeramente, se recordaba la condición de exiliado que había ostentado este político español desde su abandono de España; en segundo lugar, se decía que se había titulado presidente de una “fenecida” República y, por último, se hacía hincapié en el hecho de que Martínez Barrio había pertenecido a la masonería, sin duda alguna, uno de los siete grandes enemigos de la España franquista, junto con el liberalismo, la democracia, el judaísmo, el capitalismo, el marxismo y el separatismo, tal y como quedó enfatizado, por ejemplo, en el Catecismo Patriótico Español de Albino G. Menéndez-Reigada.15 De cualquier modo, recuérdese que en el discurso oficial franquista había pocas cosas peores que la de ostentar la condición de “rojo”: ser “rojo” y además “masón”. Para entonces, ambas eran adjetivaciones que habían calado muy hondo en el imaginario colectivo del pueblo español tras la Guerra Civil. La propaganda franquista fue especialmente insistente en ello.16
Al margen de estas consideraciones, hay que decir que otros periódicos del momento, como el falangista Arriba, fueron más allá de la simple reproducción de la nota de Efe para dedicar sus últimas e intencionadas líneas a la memoria del aquél a quien llamaron el “Gran Oriente de la Masonería española” y al que la muerte le había sorprendido “con la cuchara puesta en un restaurante parisiense”. Con su habitual virulencia verbal, Arriba dijo de Martínez Barrio que con su muerte desaparecía “otro de los explotadores del pueblo español” y de los que hicieron de la política “una desalmada profesión”. Después de tildarlo como uno de los “picos de oro” de la Segunda República Española, este periódico avanzó para sus lectores la siguiente sentencia lapidaria: “Fue un personaje nefasto para su Patria, a la que vendió, cuando pudo, a los intereses liberal-capitalistas de la internacional masónica”.17
Más allá de los registros presentados, la prensa española no ofreció mayor atención al fallecimiento de Diego Martínez Barrio, el mismo que, como se ha dicho, venía ostentando el cargo de presidente de la República Española en el Exilio desde agosto de 1945.18 Y esto fue así, hasta que tan sólo unos días después saltara a las páginas de la prensa escrita la noticia de la muerte de Indalecio Prieto Tuero, algo que sucedería en los primeros compases de la madrugada de aquel 12 de febrero de 1962, producto de una afección coronaria que, a diferencia de otras ocasiones, no lograría recuperarse.19 “En silencio bajó a la tumba —se leía en Últimas Noticias de Excélsior—, y también, como lo había pedido, fue enterrado envuelto en una blanca sábana. […] Indalecio Prieto esperó tranquilo su final. Lo veía ya muy próximo. Se sentía cansado”.20
En palabras del propio Prieto, recordadas por José Pagés Llergo, “sólo mis hijas acompañarán al pelmazo de Indalecio en su último viaje, y les evitaría este último fastidio si mi cadáver pudiese ir por sus propios pies al cementerio”.21 En efecto, en sus últimas disposiciones, compartidas única y exclusivamente con sus allegados íntimos, Prieto dejó bien claro que “no se diera a saber su fallecimiento antes de que sus restos fueran inhumados”, que el sepelio “se efectuara cuanto antes”, que la conducción del féretro “constituyera estrictamente un acto civil” y que “no se le dedicaran actos necrológicos”.22 Así, y sólo después de consumarse el funeral, se dio a conocer la noticia. “Nadie fue informado del fallecimiento del distinguido político español”, publicó a este respecto el periódico mexicano Excélsior.23
Con los antecedentes registrados, una vez que se dio a conocer el deceso del presidente Martínez Barrio, era de imaginar el particular retrato que la prensa franquista habría de dedicar a otro de los líderes políticos del republicanismo español del siglo XX, a quien la muerte le sorprendió en su domicilio de la calle Nuevo León, número 103, de la capital mexicana, a la edad de 78 años. Para la ocasión, el régimen franquista también quiso hacer una transmisión de la noticia por medio de las ondas sonoras. He aquí, el siguiente entrecomillado que al respecto publicó el periódico francés Le Socialiste: “Los actuales ocupantes de España han celebrado su muerte, dedicándole un cuarto de hora de soeces denuestos por la Radio Nacional del Caudillo. ¡Del Caudillo!”.24
De entrada, y como había sucedido en el caso anterior, periódicos de aquella España como ABC, La Vanguardia Española o Arriba, y para la ocasión otros como El Alcázar e Informaciones,25 se limitaron a reproducir nuevamente, y sin ejercicio valorativo alguno, una escueta nota informativa de la agencia Efe, donde, no ajena a la esperada y acentuada carga semántica, daba cuenta de la muerte de Indalecio Prieto a consecuencia de un ataque de corazón, así como de su sepultura ante “un número reducido de personas”. A su vez, la información de Efe se hacía eco de su desempeño ministerial en cargos como ministro de Hacienda y de Obras Públicas “en el primer periodo de la segunda República española” y también como ministro de Defensa “en uno de los Gobiernos rojos durante la guerra de Liberación española, hasta caer en desgracia por la derrota sufrida en la batalla de Teruel, a comienzos de 1938”. Al igual que en el caso precedente, y a pesar de su condición telegráfica, la nota servía sin embargo para tachar de rojo a aquel gobierno republicano y también para concebir la Guerra Civil —e implícitamente la insurgencia militar franquista— como una guerra de liberación de España. La intencionalidad volvía a leerse entrelíneas, con el único afán de desprestigiar a los españoles del exilio e, implícitamente, legitimar la obra del régimen franquista (diáspora republicana, incluida).26
En el caso de ABC, la nota se alargó unas líneas más y, con el título “Ha muerto Indalecio Prieto”, este periódico recuperó unos fragmentos extraídos de una biografía sobre Indalecio Prieto —“de unas doscientas páginas, divulgada por la agencia Reuter”—, donde, entre otras cosas, se decía que el político asturiano había participado en la revolución de Asturias de octubre de 1934, “cuando fueron proclamados soviets en Bilbao y Oviedo”. Además, esta agencia inglesa añadía que se había extendido la opinión de que Prieto había participado “en importaciones clandestinas de tanques y fusiles utilizados por los revolucionarios, procedentes de la Unión Soviética”.27 De esta forma, y a modo de síntesis final, Prieto quedaba retratado no sólo como un rojo que perdió una guerra de liberación, principalmente a raíz de su derrota en batallas como la de Teruel, sino también como un revolucionario condescendiente con los soviets moscovitas, como un agente importador clandestino de armas y como un político capaz de mantener una vinculación directa con la Unión Soviética, referencia espacial del comunismo y, en consecuencia, país enemigo frontal —y además universal— para la España franquista.28
<italic>Réquiem</italic> por Indalecio Prieto en la prensa franquista
El 19 de julio de 1961, con motivo del 25 aniversario del “alzamiento nacional” y el inicio de la Guerra Civil española, Indalecio Prieto publicó un artículo intitulado “Una carta sin miramientos. A mi colega Francisco Franco”. Teniendo al Caudillo del Ferrol en el punto de mira y con el afán de hacer una radiografía de su régimen político, el líder socialista tildó aquellos largos años de “oprobiosos” para acusar después a su responsable directo de haber “castrado al pueblo español, incapacitándolo para toda rebeldía digna”, y de haber convertido “la gobernación en maloliente sentina”. A su “colega” Franco le responsabilizó de la autoría de haber hecho de España “un apestoso pudridero” y de haber fomentado “adrede” la corrupción, para que, “cuantos no se hubieran manchado con la sangre de millones de españoles, se emporcaran en la administración pública, recibiendo dádivas de las que has estado puntualmente enterado”. La conclusión de todo aquello era la formación de “dos ligas monstruosas: una de asesinos y otra de ladrones”. Finalmente, y fiel a su estilo periodístico, Prieto dedicó las siguientes palabras al destinatario de su “carta sin miramientos”. He aquí el testimonio, a modo de particular sentencia: “Si escribieras tus memorias, las hojas de tal libraco, compendio de malas artes engendradas por el odio, la soberbia y la ruindad, únicamente serían útiles en los retretes. Tente allá, porque hiedes. Tu hedor llega hasta la ribera del Atlántico, desde donde, procurando vencer el asco, te escribo. Ni las brisas oceánicas son capaces de disipar tamaña pestilencia”.29
Con antecedentes periodísticos de este tipo, y más teniendo en cuenta que esta “carta” se escribió tan sólo unos meses antes de su fallecimiento, hay que decir que, a diferencia de lo ocurrido con Martínez Barrio, donde poco más se añadió a la aludida y breve nota de Efe, el diario ABC volvió a hacer noticia de su muerte, tan sólo una semana después de la desaparición de Indalecio Prieto, hasta el grado de dedicarle íntegramente la página 83 del periódico de aquel domingo 18 de febrero. Sobre el papel, aquello se presentaba como una estrategia premeditada para presentar el posicionamiento de este medio de comunicación sobre la vida y obra de este líder republicano, que había permanecido en el exilio desde 1938 hasta la fecha misma de su muerte. Más allá de la información correspondiente, y como se verá a continuación, aquello parecería ser una sentencia lapidaria en toda regla y, por momento, una muestra categórica de la versión oficial del régimen franquista con respecto a esta figura política del republicanismo español.30
Al respecto, y para la ocasión, dos artículos llenaron la mencionada página en toda su extensión: a la izquierda, un editorial bajo el tenor “Un líder colérico y demoledor” y, a la derecha de la misma, un artículo de Mariano Daranas titulado “El oro del demagogo”.31 Sin afán de rodeos, clara muestra de las intenciones editoriales, el primero de ellos sirvió para que, de entrada, ABC —entonces bajo la dirección del crítico y cronista Luis Calvo—, tachara a Indalecio Prieto de haber sido un líder colérico, demoledor y marxista. Rememorando algunos pasajes de su vida política como exiliado, de él se decía que había abandonado España el 27 de noviembre de 1938, “investido con credenciales de embajador extraordinario”, para asistir a la toma de posesión del nuevo presidente de Chile —Pedro Aguirre Cerda—, una celebración prevista para el 24 de diciembre del mismo. En cuanto a la exposición de motivos, se puntualizaba que Prieto había asegurado a los ministros “del moribundo Gobierno rojo” que el motivo real de su viaje era “sondear la posibilidad de una mediación de los países americanos para acabar con la guerra. Éste era el pretexto”.32 Sin embargo, en versión del editorial de ABC “Prieto olfateaba la derrota, sentía los crujidos anunciadores del derrumbamiento y preparaba la fuga”. Por eso, “en cuanto se vio lejos, rompió sus compromisos con el partido y los compadres revolucionarios para operar por su cuenta, adjudicándose una patente de corso”.
Tras este intencionado introito, ABC sacó a relucir uno de los episodios más controvertidos en la biografía de Indalecio Prieto en su calidad de exiliado en México: la apropiación y gestión de los caudales del Vita.33 Recordemos que, a finales de marzo de 1939, atracaba en el puerto mexicano de Tampico el yate Vita al mando del capitán José de Ordorica. Sus bodegas cargaban un suculento tesoro de dinero, oro y alhajas, enviados por Juan Negrín al Comité Técnico de Ayuda a los Republicanos Españoles (CTARE), organismo oficial que representaba en México al Servicio de Evacuación de los Republicanos Españoles (SERE). Sobre el papel, el objetivo de estas reservas no era otro que la financiación del inminente y a la vez complejo proceso de arribo de los exiliados españoles a México ante la previsible derrota del bando republicano en la Guerra Civil.34
Lo cierto es que una vez en puerto, y en ausencia de José Puche Álvarez, comisionado por el presidente Juan Negrín para receptar el cargamento, Indalecio Prieto, quien había arribado a México tan sólo unas semanas antes, se apoderó de la carga con la previa autorización del presidente mexicano Lázaro Cárdenas, para después trasladarla bajo su custodia hasta la Ciudad de México. A partir de este momento, el líder socialista Prieto ejerció el control de estos bienes de forma exclusiva a través de un organismo de nueva creación por la Diputación Permanente de las Cortes de la República en el Exilio conocido como la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE).35
A renglón seguido, ABC daba cuenta de que Prieto estaba “muy bien enterado” de los planes de Negrín para sacar de España y trasladar a América considerables recursos del Estado español, “más un fabuloso tesoro, producto del saqueo de las cajas fuertes de los Bancos y del robo practicado en los conventos y domicilios particulares, tesoro que después se valoró en 200 millones de dólares, y aún parece que se quedaron cortos los tasadores”. En el mencionado editorial, se daba cuenta de que, en febrero de 1939, Prieto se hacía cargo en Nueva York, “‘con malas artes’, como diría más tarde Negrín, de los recursos financieros que tenía en custodia el subgobernador del Banco de España, D. Gonzalo Zabala”, y en marzo, “en combinación con el capitán del yate y la ayuda de conspicuos políticos mejicanos, se apoderaba del cargamento del Vita”. Ante tal suceso —así se decía—, “Negrín telegrafiaba todos los días a Prieto, conminándole para que no utilizase los recursos del Estado republicano sin orden expresa del jefe de Gobierno —el propio Negrín— o del ministro de Hacienda. Prieto no hizo ningún caso”.
Como vemos, y a diferencia de la muerte de otros líderes del exilio —Diego Martínez Barrio o José Giral, entre otros—, la desaparición de Indalecio Prieto sí saltó a las páginas de los principales periódicos españoles. A nuestro entender, Prieto era la encarnación misma de una de las constantes reivindicaciones del régimen franquista: la devolución a España de los tesoros del yate Vita. He aquí la siguiente alusión al caso en un editorial de ABC: “En cuanto sopla la menor ventolera se remueve la cuestión con una interrogante final siempre sin respuesta: ¿Dónde fue a parar el tesoro del Vita? Y cada vez que se plantea el tema, el nombre de Indalecio Prieto queda enredado en la maraña de trapisondas, intrigas y embrollos”.36
En otro orden de cosas, y acerca del activismo político de Prieto en el exilio, se recalcaba de éste su inhibición “de toda acción de conjunto”, también su negativa a participar en los gobiernos en el exilio —porque no le gustaban “las carnavaladas”— y, con el afán de desacreditar al republicanismo español, se recuperarían tres testimonios del mismo Prieto: el primero, donde decía que de la República española “no resta nada, ni el órgano parlamentario”; el segundo, su célebre frase “Somos cadáveres ambulantes que andamos con permiso del enterrador” y el tercero, su pronóstico final: “Nuestro destino es bien claro: acabaremos por consunción”.
Por último, y con el propósito de mostrar algunos rasgos de la personalidad de Prieto, este editorial de ABC decía que de su pasado revolucionario pervivía hasta el final “su furia demoledora, su propensión para la calumnia, su arrebato colérico [y] su resentimiento inexhausto, índices de una rebeldía permanente, cuyos orígenes se encuentran en las penalidades de su niñez, en el ambiente político en que respira y se forma”. También se comentaba que a Prieto le gustaba “la buena vida” y que “practicaba las costumbres burguesas” para terminar con el siguiente remate al editorial: “La vivacidad intuitiva y las inclinaciones naturales de panfletario y demagogo se enderezaron a promover torpes y vanos huracanes revolucionarios”. Por eso, y apelando a la misericordia divina, he aquí el particular cierre al artículo: “Triste destino el suyo. Su nombre ha quedado para siempre unido a efemérides desoladoras y trágicas de la nación [española], a la que únicamente supo aligir con desgracias. Irreductible en su incredulidad, confiemos que en el supremo momento haya merecido la misericordia de Dios”.
El segundo artículo que ABC dedicó exclusivamente al fallecimiento de Indalecio Prieto fue escrito y publicado a dos columnas por Mariano Daranas bajo el tenor “El oro del demagogo”, un significativo título que, sobre el papel, señalaba con el dedo tanto al actor como a su acción. De entrada, he aquí la primera valoración que, al respecto, hace Octavio Cabezas sobre el propio periodista Daranas, quien fuera jefe de prensa del ministerio de Gobernación franquista en 1946 y 1947, así como un acérrimo partidario de imponer una rigurosa vigilancia y reglamentación por el Estado a todos los instrumentos y órganos de publicidad del régimen: “El colmo de la actitud moral soez, en lenguaje y en la intención, lo alcanza el periodista Mariano Daranas que, muy en su estilo desgarrado y provocador, donde los epítetos chabacanos, ofensivos y gratuitamente injuriosos se mezclan con una ristra de aseveraciones calumniosas, hace una semblanza muy sui generis de diversos momentos de la vida política de Prieto”.37
En efecto, y dando cuenta de algunas anécdotas de la biografía política de Prieto, Mariano Daranas se atrevería a decir de él que tenía “facha de gaitero de feria o de bebedor suburbano de sidra”, rasgos éstos que “no estorban a su mímica melodramática, truculenta y a sus fluyentes facultades de orador”. Sin renunciar a su particular afán descriptivo, de Prieto comentaba que tenía “caudal, si no ideas; trémolo, si no emoción; malignidad, si no lógica” y que cohonestaba “la demagogia y el gubernamentalismo, la oposición subversiva al Poder y la frecuentación amable de las jerarquías industriales y bancarias”. Daranas destacó de Prieto que su influencia había aumentado “bajo la República y en la emigración”, entre otros, por ser “banquero, apoderado y verbo de una plana mayor y de una hueste expatriada” y también por haber tenido “acceso y audiencia en las grandes cancillerías”. Sin embargo, y secundando el mismo tono irónico, Daranas no desaprovecharía la ocasión para hacerse la siguiente pregunta: “¿Qué clase de talento es el que no deja tras de sí una empresa de utilidad pública, un programa renovador, un libro instructivo, un ejemplo de vida?” Para darse después la oportunidad de bosquejar la respuesta a tal interrogante: “Ni a su patria, ni a sus pobres hijas, sirve el supuesto valor intelectual de este demagogo. Al contrario. No sólo hace, sino que deshace”.
Con estos antecedentes, Daranas finalizaba su artículo recuperando dos declaraciones de Prieto con el fin de hacer su particular caracterización del líder socialista. La primera, del verano de 1936, a pocos meses de haberse iniciado la Guerra Civil española, cuando Prieto hizo la siguiente premonición: “¡Ganaremos la guerra, porque tenemos todo el oro de la nación!”. Y, al respecto, esto es lo que Daranas comentaría: “Necedad sin disculpa es pronosticar ante el mundo el triunfo de la subversión social contra el rescate nacional a título de marxismo y democracia, so pretexto de que el segundo no tiene dinero y aquélla sí. Dialécticamente, no es frase ni concepto, sino puntilla que descabella a la causa del Frente Popular”. En cuanto a la segunda, ésta de 1939 —cuando, en palabras de Daranas, “la bandera bicolor ondeaba ya en Los Pirineos”—, recogía el momento en que Prieto llegaba “furtivo a París” y en donde comentaría, “más convencido que persuasivo”, lo siguiente: “Dentro de seis meses estaré en Bilbao”. “Talentos así los quisiera —sentenciaría para la ocasión el periodista Daranas— cualquier litigante para el abogado de la parte contraria”.
A tenor de lo visto, la postura de ABC en aquella página 83 del 18 de febrero de 1962 sirvió para hacer, entre otras cosas, la particular e intencionada caracterización de Indalecio Prieto, un ejemplo del tipo de españoles que, al sentir de este tipo de periódicos —entonces de sesgo ideológico franquista—, se encontraban fuera de España cumpliendo el merecido castigo del exilio. Si en un ejercicio de adjetivación directa se le tachaba, entre otros, de marxista, cabecilla rojo, panfletario, demagogo o revolucionario, este líder socialista quedaba retratado entrelíneas como pirata, torpe, necio, ignorante, fugitivo, cobarde, traidor, ladrón, bon vivant o aburguesado. Si bien tenía ganado el destierro —a tenor de esta carga adjetival y al no merecer la misericordia de Franco—, al menos sí se le deseaba la gracia divina en el último trance de su vida.
Secundando esta misma línea editorial, y desde Barcelona, La Vanguardia Española también quiso sumarse al particular réquiem que la prensa española estaba brindando a Indalecio Prieto con motivo de su muerte en la capital mexicana. En este sentido, y haciendo un paréntesis explicativo, hay que recordar que desde 1960 y por órdenes de Franco, la dirección de La Vanguardia Española había quedado en manos de Manuel Aznar Zubigaray, periodista de profesión y hombre del régimen que había llegado a Barcelona procedente de Nueva York, concretamente de la delegación española en las Naciones Unidas. A decir verdad, es más que probable que Aznar guardase aún fresco en su mente el recuerdo de las fuertes y severas críticas que en 1955 le profirió Indalecio Prieto con motivo de su nombramiento como nuevo presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid.38 En ese entonces, y sin tiempo a la demora, el 27 de abril de ese año Prieto publicó un artículo bajo el tenor “Antropometría política. La ficha de un perillán”, dedicado íntegramente a la personalidad y trayectoria política del cuestionado Aznar Zubigaray.39 De entrada, su nombramiento evidenciaba el “enorme descenso en el periodismo español, descenso que corre parejo con el de otros sectores intelectuales”. El autor de esta “ficha” quiso poner en evidencia la “desfachatez” de un “zascandil” que no había tenido reparo alguno en militar en el integrismo tradicionalista, en el nacionalismo vasco, en el republicanismo español y, por último, en el falangismo de “camisa azul”. Para Prieto, y entre las “mayores vilezas” de Aznar, figuraba la publicación de un artículo que, “lleno de injurias para Fernando de los Ríos, escribió a raíz de la muerte de éste [Nueva York, 31 de mayo de 1949], de quien afirmaba que ‘cayó en el más grave y desnacionalizado menosprecio hacia cuanto España ha sido, es y habrá de ser’. […] Y a semejante perillán, con ficha tan repulsiva en periodismo y política, se le denomina maestro en las columnas de Arriba. A tal maestro, tales discípulos”.40
No se oculta que la línea editorial de este periódico barcelonés estaba también marcada por este incidente personal. Para la ocasión, La Vanguardia Española puso nombre a su columna editorial Día a día con el entrecomillado “Muerte de Indalecio Prieto”.41 Como había sucedido con ABC, desde las primeras de cambio quedaban claras las intenciones del periódico, al señalar que, en ese entonces, ninguno de los socialistas jóvenes se interesaría “de veras por los residuos de ideas y las escorias de interpretaciones sentimentales que representaba este viejo combatiente, refugiado en el dulce valle mejicano de Cuernavaca, camino de Temixco y de Cuautla”. Recuperando una de las frases de “viejo combatiente”, que con tanta asiduidad utilizó la propaganda franquista —“Nosotros somos un montón de escombros”—, se decía que este líder republicano nunca había tenido “la resignación indispensable para recogerse humildemente en su rincón, que es lo que corresponde a los escombros, sino que luchó por el prevalecimiento de sus doctrinas y de sus tácticas en la vida pública de España”. En consecuencia, y a modo de conclusión, se comentaba en este editorial de La Vanguardia Española que ésta había sido “la paradoja, éste el drama de una parte de la emigración política española”, para añadir después lo siguiente: “Indalecio Prieto, pese a su anhelo de actualidad, era el hombre de ‘reloj parado’ y de ‘calendario muerto’; la aguja horaria y la del minutero se le habían quedado inmóviles; las hojas del almanaque, yertas”.42
Con respecto al capital político del exilio republicano español, el presente editorial recogía la siguiente valoración: “La perdurable confusión de nostalgias y de realidades en la conciencia de algunos núcleos de la emigración política han sido, durante los últimos 20 años, desastrosa para los propios intereses que esa emigración quería defender. De ahí su inanidad y su monumental fracaso”. Al parecer, esta situación, producto de esta confusión de nostalgias y de realidades en la conciencia, desembocaba constantemente en “campañas injuriosas, en el panfletismo calumnioso, en la pobre invectiva agraviante, como si en el agraviar, en el calumniar, en el injuriar quisieran resarcirse de sus propias equivocaciones”. Por eso, en realidad, y teniendo a Prieto en la memoria, La Vanguardia Española no tendría dudas al señalar que los políticos españoles del exilio continuaban incurriendo “en los increíbles errores políticos que habían cometido durante los años de vigencia republicana”.
Sin quitar el dedo del renglón, y en materia de economía y trabajo, este periódico daba cuenta de que “la mayor parte y la mejor parte de nuestra emigración política” había superado rencores, olvidado “ideas de desquite” y renunciado “al espíritu de 1936”, algo que no sucedía, a su entender, con personajes como Indalecio Prieto que, lejos de “hacer mucho y muy bueno por la Patria común”, habían quedado cegados “hasta el punto de acompasar sus horas según relojes parados y sus días según calendarios resecos”. Por último, y tras este particular cuadro de valoraciones sobre la figura y obra de Prieto, el presente editorial terminaba con la siguiente dedicatoria al fallecido líder republicano: “En lo político fue una atroz calamidad para nuestro país. Con él desaparece, pese a todos los sentimentalismos superficiales, el último enemigo notorio, terco e inútil de una España nacional, seria, nueva; o mejor dicho, el último representante ostensible de una política que no ha querido o no ha podido entender nada de la España que estamos viviendo”.43
Otro de los artículos publicados en La Vanguardia Española con motivo de la muerte de Indalecio Prieto fue escrito por P. Vila San-Juan con el elocuente título “Los traperos de la mentira”. Entre otras cosas, el autor se hacía eco de las recientes publicaciones en la prensa española sobre el fallecimiento de este exiliado español. He aquí las palabras elegidas y sus correspondientes adjetivaciones: “Un ecuánime Día a día en nuestra primera página y una sensata columna de ABC y un brillante artículo de Mariano Daranas sobre el ‘Oro del demagogo’ han añadido con igual exactitud como alteza de miras un comentario a la noticia de la muerte en Méjico de Indalecio Prieto”. En un afán de búsqueda de la verdad —la verdad del régimen, entiéndase—, su posterior valoración descubría las intenciones del articulista sobre las preferencias personales por estas publicaciones: “De las tres exposiciones se deduce el buen propósito de que la generación actual —digamos posterior al 36— no se quede […] sin saber exactamente quién era el personaje que tanta parte tomó en la transformación de España”. Por eso, él mismo se hacía la pregunta sobre si realmente interesaba “a los muchachos de hoy” quiénes habían sido “los hombres que intentaron hundir a España, convirtiéndola en un país más satélite del comunismo”.
A su modo de ver, y buscando respuesta a su pregunta —una estrategia periodística que fue muy común en la confección de este tipo de artículos, tal y como se ha visto más arriba—, Vila San-Juan estaba convencido de que interesaba “sobremanera” a la generación de aquella España de los años 60 “juzgar a los hombres que provocaron o colaboraron a la catástrofe de la República y sus tristes consecuencias con los datos objetivos, serenos y exactos” que el aludido Día a día, la columna de ABC y el artículo de Daranas daban cuenta con motivo de la muerte del “jefazo Indalecio Prieto”. Y esto así para salir al paso de las “exageradas informaciones, elogios y vulgares patrañas que a este mismo propósito se han publicado en algunos periódicos extranjeros, entre los que sobresale uno centroamericano que presenta a sus lectores a Prieto poco menos que como un santo incomprendido y gallardo paladín de las venturas españolas al que ni sus mismos amigos —dice— hicieron debido caso”.44 En consecuencia, he aquí la razón que justificaba el tenor de su artículo: “La generación de ahora, y por lo mismo los biógrafos e historiadores actuales, son los traperos de la mentira”, debido al “cúmulo de bazofias y basura que alrededor de nuestra vida española se ha ido amontonando y tejido por los que decididamente no quieren comprendernos”.45
Con este último comentario, y alertando a la generación de entonces contra los traperos de la mentira, terminaban las valoraciones que sobre la muerte de Indalecio Prieto hizo la prensa española del momento. Más allá de esto, y como si de un punto final se tratase, sólo restaba el silencio en los días, meses y hasta años venideros. El réquiem por Indalecio Prieto, como antes se había hecho por Martínez Barrio, había terminado de la forma y contenido en que aquí se han presentado. Había que juzgar y así se hizo. Después, y tras echar sentencia, sólo restaba apelar a la última misericordia: no la de Franco, sino la de Dios.
Valoraciones finales
Ponemos el punto final a estas páginas, avanzando unas últimas valoraciones. Recordemos que, unos días después de la muerte de Indalecio Prieto, el semanario mexicano Siempre. Presencia de México publicó una carta de Dolores Ibárruri, exiliada en la Unión Soviética y destacada líder del Partido Comunista de España, con el título “Don Indalecio visto por La Pasionaria”. En la misma, y además de aseverar que la democracia española estaba de luto por la pérdida del líder socialista, Ibárruri avanzaría, entre otras, la siguiente reflexión: “Uno tras otro van cayendo en tierra extraña los hombres que representaban una tradición de lucha y que fieles a sus convicciones prefirieron la amarga vida del exilio y la muerte, lejos de todo lo que les era entrañable, a someterse al odioso régimen franquista”.46 En el mismo tono, el mencionado ministro Just también enviaría una segunda carta a Rodolfo Llopis para constatarle que la de Prieto era “una pérdida irreparable como la de don Diego”, y añadir después lo siguiente: “Todo va siendo desolación en torno nuestro, pero es necesario continuar nuestro combate por la libertad y por España, como lo hicieron ellos”.47
Los presentes testimonios relejaban con pesar el hecho de que aquellos exiliados españoles —no sólo políticos, sino hombres y mujeres de toda condición—, iban poco a poco perdiendo la vida en “tierra extraña”, muy lejos de la patria que les vio nacer. De hecho, y como se ha puesto de maniiesto más arriba, las simples notas informativas que se fueron publicando en la prensa española del momento no hacían sino constatar esta realidad, por otra parte, a modo de atestiguamiento de la implacable ley del franquismo, según la cual la salida al exilio de la otra España llevaba consigo la lenta y progresiva muerte de la gran mayoría de ellos fuera de la patria común. Por eso, y tras el triunfo del bando franquista en aquella guerra, la posterior imposición de la victoria no sólo obligó a los perdedores a abandonar España —en el entendido de que muchos de ellos ni siquiera corrieron con tal “fortuna”—, sino a morir y a ser sepultados en el exilio, extramuros de la tierra donde nacieron, creciendo y hasta lucharon. No se oculta que hasta aquí crecería una de las raíces más profundas de aquella guerra del 36.
A decir verdad, este estado de desolación del que hablaba Just no sólo era provocado por la desaparición física de los líderes del exilio y la ausencia de nuevas figuras políticas, sino además por la imparable pervivencia del régimen franquista que, a pesar del aislamiento internacional tras la conferencia de San Francisco en 1945, supo acomodarse a los imperativos de la Guerra Fría hasta hacer de España un bastión para la defensa de Occidente contra el avance comunista. Diez años después de aquello —diciembre del 55—, España lograba su propósito de ingresar en las Naciones Unidas.
En este sentido, los artículos que la prensa española publicó sobre las muertes de Diego Martínez Barrio y de Indalecio Prieto transmitieron el mensaje de que aquéllos eran, ya para entonces, personajes políticos que no representaban amenaza alguna para la estabilidad del régimen franquista. Y, sin embargo, la elaboración de un premeditado réquiem por su muerte todavía podía devengar su propio rédito político. La simple constatación del fallecimiento ya de por sí servía para evidenciar que los “enemigos” de España, aquéllos que la propaganda franquista no se cansó de tildar a todos por igual de rojos y ateos y hasta de claudicar siempre ante los intereses de la Unión Soviética, iban poco a poco desapareciendo. Morir y ser sepultado en tierra extraña formaba parte de la condena y, para el caso que nos ha ocupado, aquélla fue la última enseñanza que podía obtenerse de ellos, después de 23 largos años de exilio. En su España no cabían ni siquiera para merecer sepultura.
Pero para el régimen franquista el beneficio podía ir más allá. Aquel réquiem por este tipo de exiliados representaba una victoria más en la particular cruzada permanente del Caudillo contra los enemigos de España. Evocación y apología del franquismo no sólo por la legitimidad que se le otorgaba a la sublevación armada y a la guerra posterior, sino al proceso constructivo mismo de la nueva España viva. Así, en un premeditado reduccionismo, la muerte de estos exiliados se convirtió en noticia simplemente por el mero hecho de señalarlos con el dedo y, como personificación de la causa del exilio, tildarlos de ladrones, vendedores de patrias, etc., en pocas palabras, de la encarnación del mal que había que seguir extirpando. Quedaba así justificada la decisión de Franco de condenarlos al destierro y, por ende, la pervivencia misma de su régimen político. Al fin y al cabo, y recordando aquellas palabras de Schopenhauer, en materia de estratagemas argumentativas “lo importante no es la verdad, sino la victoria”.48
Como se ha visto, los políticos del exilio español nunca fueron perdonados por el régimen franquista por el simple hecho de que no mostraran la voluntad de abandonar su activismo político y de hacer sus intentos —a la postre, infructuosos— de socavar los cimientos del franquismo.49 Su sola presencia despertó sus simpatías, por ejemplo, en un país como México, con el que la España franquista no pudo ni supo normalizar sus relaciones diplomáticas. A su vez, y esto fue evidente en el caso de Indalecio Prieto, el franquismo siempre le reprochó el hecho de que no devolviera a la España del Caudillo los caudales del yate Vita, uno de los reclamos permanentes del régimen franquista. “Así comenzó la historia de la piratería de los cabecillas rojos en el exilio descrita en cartas, folletos, libros y periódicos, historia que todavía no ha terminado”, aseveraría un editorial de ABC, señalando con el dedo a Prieto y a su gestión al frente de los caudales del Vita.50
Terminamos este artículo, recuperando para la ocasión un testimonio de autoría desconocida, encontrado en el Archivo del Ateneo Español de México, y que fue mecanografiado el 31 de octubre de 1964 en la Ciudad de México, esto es, tan sólo dos años después de las muertes de Diego Martínez Barrio y de Indalecio Prieto. Entre otras tantas valoraciones, en el mismo se dejaba constancia de la siguiente reflexión con motivo de la celebración del día de Todos los Santos. Dice así y con esto cerramos: “El día de mañana, si España quiere recordar a sus eminentes muertos no sólo lo hará en sus cementerios, sino también en los cementerios de México, donde yacen sus sabios, sus filósofos y sus artistas fenecidos aquí. Y no sólo ha de recordar a esos hombres excelsos, sino a tantos y tantos trabajadores humildes que cerraron sus ojos en México, teniendo en ellos la imagen del paisaje lejano y añorado”.51