Conservadurismo y tradicionalismoen la Academia Mexicana de la Historia
En la España de inicios del siglo XVIII, durante el reinado de Felipe V, se crearon la Real Academia Española (1714) y la Real Academia de la Historia (1738) como recintos o espacios del saber en los que los individuos discutían libremente sus puntos de vista y opiniones sobre la ciencia y las artes. Desde tiempo atrás en Inglaterra y Francia habían surgido asociaciones privadas, pero que también gozaban del apoyo de su monarca como la Royal Society (1660) y la Academia de Ciencias de París (1666) cuyos miembros se reunían de manera voluntaria.2
El primer intento de fundar la Academia Mexicana de la Historia se dio en el año de 1836 durante la época en la que Antonio López de Santa Anna gobernaba el país. Sin embargo, debido a la constante inestabilidad social y política que vivía México el proyecto no fructificó. Posteriormente con el triunfo republicano en 1867 regresó el interés por establecer una institución que albergara al conocimiento histórico y sus mayores exponentes. En 1875 nace la Academia Mexicana de la Lengua, cuyo propósito era lograr la corresponsalía española. Es importante recalcar que desde un principio se buscó que estos recintos académicos tuvieran el reconocimiento de la “madre patria”. Como bien lo apuntó Josefina Zoraida Vázquez, “resulta curioso que el nacionalismo desbordante que se expresó durante los años de la restauración de la República, no inclinara a los intelectuales mexicanos a fundar academias independientes”.3 En efecto, estamos ante un grupo netamente hispanista que buscó —durante la segunda mitad del siglo XIX— instaurar, como medio de presión ante el gobierno mexicano que poco a poco se iba transformando en un Estado de marcadas tendencias indigenistas y mestizas,4 academias que resguardaran la tradición española que era considerada el verdadero fundamento de la nacionalidad mexicana.
Durante el año 1888, España aceptó que se fundaran academias filiales en América, y se establecieron únicamente las de Buenos Aires, Bogotá y Caracas, la de México tendría que esperar hasta el siglo XX.5 Nemesio García Naranjo, durante su gestión como secretario de Instrucción Pública (1914), creó, aunque sin mucho éxito, una nueva Academia en la que sobresalían Luis González Obregón, Genaro García, José de Jesús Núñez y Domínguez, Nicolás Rangel, Juan B. Iguíniz, Genaro Estrada, Manuel Romero de Terreros, Atanasio G. Saravia, Francisco Fernández del Castillo, Manuel Gamio y Alberto María Carreño.6
Posteriormente, durante el año 1916, algunos de estos primeros integrantes, redactores y colaboradores de la Revista de Revistas,7 decidieron fundar sin patrocinio externo una Academia de la Historia que aspiraba a ser reconocida por la Real Academia de Madrid. Manuel Romero de Terreros y el padre Mariano Cuevas S.J. fueron los encargados de promover que se otorgara a la academia mexicana la corresponsalía española.8
Así el 27 de junio de 1919, a propuesta de los académicos de número Duque de Alba, marqués de San Juan de Piedras Alba, Ramón Menéndez Pidal, Julio Pujol, Ricardo Beltrán y Juan Pérez de Guzmán, se aprobó la fundación de la Academia Mexicana. Varios de los fundadores eran católicos fervientes e hispanistas comprometidos, o como lo ha manifestado Josefina Zoraida Vázquez de tendencias “conservadoras”.9 Desde la primera reunión se relejan las intenciones tradicionalistas, propias de una visión pro española de la nueva institución: “A continuación el P. [Mariano] Cuevas tomó la palabra para manifestar que en la Real Academia se abrigan deseos de que esta Correspondiente emprenda estudios serios relativos a la Historia de México con especialidad del periodo colonial, estando muy interesado en el proyecto S.M. el Rey de España D. Alfonso XIII.”10
En el terreno específico de la historiografía, Álvaro Matute considera que hacia finales del siglo XIX el cientificismo en México siguió dos vertientes básicas: el empirismo y el positivismo. Entre los empiristas destacaban Manuel Orozco y Berra (1816-1881) y Joaquín García Icazbalceta (1824-1894), quienes mediante el estudio riguroso de las fuentes buscaban encontrar en los hechos lo que realmente había sucedido. Los positivistas, por su parte, aunque coincidían con los empiristas en su afán de encontrar la verdad en los acontecimientos, postulaban que era posible conocer las leyes inmutables del devenir histórico. Francisco de Asís Flores, Francisco Bulnes, Justo Sierra, Porfirio Parra, Ricardo García Granados y Andrés Molina Enríquez, fueron algunos de los defensores del positivismo historiográfico. Posteriormente en el siglo XX, después de 1910, surgieron dos tipos de historiografías: la “pragmático-política” y la “empirista tradicionalista”. En la primera se relataron los eventos inmediatos producidos por la Revolución Mexicana, mientras que en la segunda, conformada por historiadores como Luis González Obregón y Artemio del Valle Arizpe, se privilegiaron las tradiciones de raíz hispánica y católica.11
Por esta razón, pensamos que es más adecuado catalogar a los miembros de la Academia Mexicana de la Historia como “tradicionalistas” —evitando el término “conservador” que nos remite de inmediato a un pensamiento estático, atemporal—, en oposición a los intelectuales “progresistas” o revolucionarios que surgieron de la coyuntura armada y que abogaban por la secularización del Estado y la edificación de instituciones educativas y culturales de corte moderno. Frank Ankersmit, basado en Karl Mannheim, apuntó que el tradicionalismo consiste “en la dependencia de tradiciones establecidas para la orientación en la vida de todo individuo”, en este sentido incluso el revolucionario puede ser considerado como tradicionalista.12 En nuestro caso nos interesa particularmente el tradicionalismo hispanista y católico de la Academia.
La historia escrita por estos historiadores comúnmente llamados conservadores estuvo marcada desde el siglo XIX por su oposición declarada a la historia liberal y sus ideales “modernos”: tolerancia religiosa, libertad de prensa, individualismo, laicismo en la educación y secularización de la vida pública.13 En general, los temas a los que más recurrieron fueron la historia de la Iglesia o de la América española; los estudios de la conquista y sus actores, en especial la apología de Hernán Cortés; la evangelización y las biografías de sus misioneros; la forma de gobierno y las instituciones coloniales; la independencia de México y sus actores olvidados como Agustín de Iturbide; los intelectuales católicos como Lucas Alamán y militares como Miramón; la Reforma entendida como “el gran robo de los bienes de la Iglesia” y también fueron frecuentes los temas vinculados con Estados Unidos en los que se le pintaba como el “gran enemigo”.14
Entre los miembros de la Academia que ingresaron a la institución durante nuestro periodo de estudio y que escribieron sobre estos temas destacan el padre Jesús García Gutiérrez con sus obras: Apuntamientos de Historia Eclesiástica Mejicana (1922), La lucha del Estado contra la Iglesia (1935) y Acción anticatólica en México (1938); Mariano Cuevas S. J., con sus Documentos inéditos del siglo XVI para la Historia de México (1914), Cartas y otros documentos de Hernán Cortés (1915) —compuesto por escritos inéditos pertenecientes al conquistador a quien calificó de “varón reposadísimo y sereno que sabía esperar sus momentos de fuerza y de luz”, “grandísimo conocedor del corazón humano y de sus tortuosas veredas, sabio apreciador de la importancia de los pormenores y aparentes pequeñeces en el desarrollo de los grandes planes”—15 y su Historia de la Iglesia en México (1921-1928), y Francisco Elguero con su revista América Española (1921-1922) donde se publicaron un gran número de artículos sobre los temas ya referidos.16 En suma, en este contexto, la Academia Mexicana de la Historia propondría una historia alternativa a los lineamientos revolucionarios desde una postura historiográfica aristocrática, católica, hispanista y local/regional.17
En defensa de la hispanidad
Desde el siglo XIX para los hispanoamericanistas mexicanos la nacionalidad tenía hondas raíces españolas. Para este grupo el idioma, la religión católica y las costumbres, eran los baluartes peninsulares que desde la conquista habían constituido el sustento identitario de México. Otros de sus tópicos recurrentes fueron la defensa de la figura de Hernán Cortés como padre fundador de la nacionalidad; y la revaloración de Agustín de Iturbide como el libertador y real artífice de la Independencia.18
Estos mismos objetivos e ideales nutrieron al hispanismo durante la primera mitad del siglo XX. Desde una postura más imperialista, principalmente a partir del ascenso de Primo de Ribera, el hispanismo tuvo como principio primordial la idea de que España era la cabeza de una gran familia, comunidad o raza trasatlántica. La raza española no era simplemente cuestión de sangre, sino que también la cultura, la historia, las tradiciones, la religión y el lenguaje formaban parte imprescindible de lo que llamaron “la patria espiritual”.19 Los defensores de este tipo de hispanismo rechazaban prácticamente todas las contribuciones indígenas en la formación de las nuevas naciones y eran opositores a la injerencia del pensamiento político, cultural y económico estadounidense en los países americanos.20
En opinión de Isidro Sepúlveda, durante las primeras décadas del siglo XX esta postura “panhispanista” compartiría créditos dentro de la intelectualidad española y americana con un hispanismo “progresista” o “liberal culturalista” cuyos fundamentos ideológicos se respaldaban en el krausismo y el positivismo. José Ortega y Gasset, Altamira y Crevea, Blasco Ibáñez, Giner de los Ríos y Américo Castro son algunos de los exponentes de este grupo heterogéneo y de tintes seculares.21 En la Academia Mexicana de la Historia convivieron estos dos tipos de hispanistas: unos defensores del catolicismo a ultranza y del imperio espiritual español, y otros más cercanos al liberalismo y que se caracterizaron por intentar ser mediadores entre posiciones encontradas. Sin embargo, a pesar de sus diferencias ideológicas, ambos grupos coincidían en un mismo amor al pasado colonial tradicionalmente opuesto al nacionalismo mexicano oficialista que se había inculcado como medio de crear la tan ansiada unidad.
Entre los miembros fundadores de la Academia tenemos a ocho firmantes y tres que llamaremos simbólicos porque pese a que no asistieron a las reuniones, se les incluyó como parte del grupo. En conjunto, la personalidad y trayectoria de los once son un indicador de las aspiraciones ideológicas del proyecto institucional, su posicionamiento frente al proyecto nacionalista postrevolucionario.22 Los que firmaron el acta de fundación fueron Luis García Pimentel (1855-1930), hijo de Joaquín García Icazbalceta; Luis González Obregón (1865-1938), director del Archivo General de la Nación y primer presidente de la Academia; Francisco Asís de Icaza y Breña (1865-1925), poeta y ensayista que radicó gran parte de su vida en España; Jesús Galindo y Villa (1867-1937), director del Museo Nacional y presidente de diversas asociaciones literarias y científicas; los padres Jesús García Gutiérrez (1875-1958) y Mariano Cuevas, S. J. (1879-1949), quienes en sus obras historiográficas defendieron el papel preponderante de la Iglesia católica en la cultura mexicana; el crítico del arte Manuel Romero de Terreros (1880-1968) y el bibliófilo jalisciense Juan B. Iguíniz.23
En cuanto a los tres restantes, tenemos al sacerdote guanajuatense Ignacio Montes de Oca y Obregón (1840-1921), personaje de aires aristocráticos que en su momento se le vincularía con el Imperio de Maximiliano de Habsburgo; miembro de la primera generación del Colegio Pío Latinoamericano; Obispo de Tamaulipas, Linares y San Luis Potosí; exiliado a la caída de Victoriano Huerta, radicó en España e Italia, para finalmente morir en Nueva York en 1921 en su viaje de regreso a México.24 El segundo fue el padre Francisco Plancarte y Navarrete (1856-1920), arqueólogo michoacano y miembro de una de las familias zamoranas más influyentes dentro de la clerecía mexicana. Su tío el también sacerdote Antonio Plancarte y Labastida lo envió a Europa para que ingresara como alumno del Colegio Pío Latinoamericano —en el mismo periodo que Ignacio Montes de Oca—; en 1892 fue miembro de la delegación presidida por Francisco del Paso y Troncoso para viajar a Madrid a las celebraciones del IV Centenario del Descubrimiento de América; fue primer obispo de Campeche (1896-98), segundo de Cuernavaca (1899-1911) y después arzobispo de Linares (1912-1920).25 Por último, Francisco Sosa Castilla (1848-1925), fue un liberal porfirista e hispanista ferviente. Se desempeñó en el Ministerio de Fomento (1909) y como director de la Biblioteca Nacional en sustitución de José María Vigil. Entre las asociaciones a las que perteneció destaca la Academia Mexicana de la Lengua de la que fue miembro desde 1892.26
Consideramos que es importante el reconocimiento de estos tres historiadores ya que, aunque no pudieron participar activamente como académicos, son representantes del hispanismo y del tradicionalismo historiográfico que defendió el grupo fundador. No por casualidad la Real Academia de Madrid aceptó su ingreso a la correspondiente mexicana.27 En cuanto a los ocho firmantes, aunque todos cultivaron el amor a las letras españolas y a la historia colonial algunos provenían, políticamente hablando, de la tradición liberal. Quizá gracias a este pasado ideológico y su capacidad como historiadores, fue posible que continuaran trabajando en las instituciones que poco a poco serían transformadas por la Revolución de 1910: como el Museo Nacional, el Archivo General de la Nación, la Universidad de México y la Secretaría de Relaciones Exteriores, sólo por mencionar las más representativas del periodo.
Es el caso de Luis González Obregón, quien se formó bajo la guía de Ignacio Manuel Altamirano y estudió en la Escuela Nacional Preparatoria —uno de los baluartes del positivismo porfiriano—, pero que también desde sus primeras obras México viejo (1900) y México viejo y anecdótico (1909) rastreó la herencia española en las calles y rincones de la Ciudad de México.28 Posteriormente, bajo los auspicios de la Secretaría de Relaciones Exteriores, a cargo de Ignacio Mariscal y su secretario particular Balbino Dávalos, en 1911 fue nombrado director de la Comisión Reorganizadora del Archivo General de la Nación y más tarde director del mismo hasta 1917. El equipo de trabajo que se encargó de organizar los millares de documentos con los que contaba el acervo estuvo formado por Rafael Alba, Manuel Puga y Acal, José Juan Tablada y Enrique Santibáñez. A la salida de estos, ingresarían al proyecto Francisco Fernández del Castillo, Enrique Fernández Granados y Nicolás Rangel. Lamentablemente para ellos, los acontecimientos revolucionarios coartarían la labor que se estaba emprendiendo.
A pesar de las interrupciones propias del contexto bélico, el paulatino orden que se iba logrando en el cúmulo de papeles que se encontraban en el Archivo permitió que diversos investigadores fueran construyendo nuevos trabajos, enriquecidos con los recientes hallazgos: Genaro García publicó algunos documentos relacionados con la guerra de Independencia; Luis Castillo Ledón escribió su estudio sobre el cura Miguel Hidalgo, y José Coellar dio a conocer desconocidas fuentes sobre Morelos. En general, salieron a la luz algunos juicios inquisitoriales y la vida política y cultural del periodo virreinal, es decir, procesos históricos desconocidos o poco estudiados hasta ese momento.29
Es interesante que González Obregón logró, gracias a su posición de privilegio como maestro de las nuevas generaciones de historiadores, colaborar en las instituciones formadas por hombres intelectualmente surgidos en los tiempos de Porfirio Díaz, pero renovadas durante los gobiernos revolucionarios y que sostuvieron la estructura cultural y científica del nuevo régimen.30 Su permanencia en estos recintos y su continua defensa de las tradiciones españolas, le convirtieron en uno de los historiadores más influyentes del periodo de transición. Es claro que bajo su sombra se fortaleció el grupo historiográfico que le disputaría a la intelectualidad revolucionaria su lugar de privilegio como educadores.
Miembro de su misma generación, Francisco A. de Icaza, pese a que vivió gran parte de su vida en el extranjero, a su regreso a México en 1919 pudo vincularse con los dirigentes intelectuales respaldados por el Estado. A finales del siglo XIX en España frecuentaría asiduamente los centros literarios como el Ateneo de Madrid en el que conocería a las “grandes figuras literarias de la Restauración”: como Campoamor, Castelar, Echegaray, Azaña, Núñez de Arce, Pardo Bazán, Galdós, Valera, Clarín, Pereda, Menéndez Pelayo, entre otras importantes figuras de la intelectualidad española.31 Después sería Ministro Plenipotenciario en Alemania (1904-1912), donde perfeccionaría el idioma y con el pasar del tiempo conocería con amplitud sus letras, historia e instituciones.32
Al morir Justo Sierra (1912), quien fungía como ministro en España, Icaza fue designado su sustituto. Así, hacia finales de 1913, después de haber pasado casi diez años en Alemania, fue nombrado jefe de la Legación mexicana en Madrid. Sin embargo, la comodidad económica y emocional que le había acarreado el nuevo puesto sería efímero: en 1914 con la caída del gobierno huertista y la entrada de Carranza al poder todos los cargos diplomáticos fueron revocados. Debido a la falta de ingresos para mantener los lujos y privilegios a los que estaban acostumbrados él y su familia, se dedicó por completo a la investigación y a la escritura de artículos para periódicos españoles y mexicanos.33
Como ya se mencionó, en 1919 regresó a México, después de casi veinte años de ausencia, con la esperanza de recuperar su puesto diplomático o por lo menos lograr posicionarse y hacer amistad con el grupo que ahora dirigía los destinos culturales de la nación. A su llegada inmediatamente conoció a jóvenes que, aunque estaban iniciando su carrera literaria, ya se encontraban bien posicionados en el mundo intelectual. Entre otros, Icaza conoció a Genaro Estrada quien en esa época era jefe del Departamento Administrativo de la Secretaría de Industria bajo la dirección de Alberto J. Pani. Estrada de inmediato se encargó de colocar al poeta recién llegado en un puesto diplomático para solventar su precaria situación económica. Finalmente logró que se le asignara la jefatura de la Comisión Mexicana de Investigaciones y Estudios Históricos establecida en Madrid que había estado a cargo de Francisco del Paso y Troncoso desde su creación en 1892 hasta su muerte en 1916. En febrero de 1920, Icaza ocupó su nuevo cargo y se le asignaron como ayudantes a Artemio del Valle-Arizpe, a la poetisa María Enriqueta y a Alfonso Reyes.34
Mientras tanto en México, con el asesinato de Venustiano Carranza, de nueva cuenta la estabilidad en el país estaba en entredicho. Estaba claro que con el cambio de gobierno la Comisión encomendada a Icaza corría el riesgo de desaparecer. No obstante, gracias a las gestiones de Genaro Estrada y de José Vasconcelos, quien por aquellos años se desempeñaba como rector de la Universidad Nacional, la Comisión continuó sus labores de investigación histórica.35
Quince años más joven que los dos anteriores, Manuel Romero de Terreros, marqués de San Francisco, mostró afición por el mundo aristocrático colonial desde sus primeros trabajos. Como son los casos de su libro Los condes de Regla. Apuntes biográficos (1909) y su artículo “Apuntes biográficos del Ilmo. Sr. D. Juan Gómez de Parada, obispo de Yucatán, Guatemala y Guadalajara” (1911) publicado en los Anales del Museo Nacional. En 1912 inició sus colaboraciones en el suplemento ilustrado del El País. Diario Católico dirigido por Trinidad Sánchez Santos.36
Años después daría a conocer su libro Torneos, mascaradas y fiestas reales en la Nueva España (1918), en el que además de escribir el prólogo reunió una serie de textos cuyo tema principal eran los torneos y justas de armas de origen medieval que se habían introducido a México “desde los primeros tiempos del coloniaje”.37 Entre los autores a los que incluyó, pertenecientes en su mayoría a la época colonial y al siglo XIX, destacan Joaquín García Icazbalceta, Juan Suárez Peralta, Manuel Orozco y Berra, Andrés Pérez de Rivas y Carlos de Sigüenza y Góngora. Debemos destacar que el libro fue publicado por la editorial Cvltvra, fundada en el año 1916 por los hermanos Agustín y Rafael Loera Chávez y el ateneísta Julio Torri, una de las casas editoriales más importantes de la época.
Otro de sus primeros libros fue Ex Antiqvis. Boceto de la vida social en la Nueva España publicado por primera vez en 1919. El prólogo de la obra fue escrito por Luis González Obregón, en el que expuso el gozo que sentía en presentar el trabajo de su “amabilísimo amigo” quien era ampliamente conocido en México y “allende los mares” por sus artículos sobre “la vida de la sociedad hispana durante la época del coloniaje”. Para él, la pluma del marqués de San Francisco transportaba a sus lectores y los hacía vivir “en aquella selecta sociedad” que había sido el virreinato: “Qué mayor alegría me puede proporcionar el Señor Romero de Terreros, que convidándome a conocer, como él lo conoce, el gran mundo colonial; edificándome con la piedad de los virreyes, muchos de ellos deudos suyos y todos amigos míos.”38
Como su título lo indica, el texto es un boceto de la vida social de la clase alta colonial. La primera sección, que abarca poco menos de la tercera parte del volumen, está dedicada a “Las primeras Virreinas” y es un homenaje a las esposas de los virreyes que gobernaron en Nueva España. Cinco virreyes fueron los elegidos por Romero de Terreros para darlos a conocer a los lectores del siglo XX: Antonio Mendoza, Gastón de Peralta, Martín Enríquez de Almanza y Lorenzo Suárez de Mendoza quienes, respectivamente, estaban casados con Catarina de Vargas, Ana de Castilla y Mendoza, Leonor de Vieo, María Manrique y Catalina de la Cerda. Después tenemos estudios sobre las frecuentes inundaciones que sufría la Ciudad de México desde inicios del siglo XVII y las devociones que el pueblo le rendía a la Virgen de Guadalupe; sobre “la Guardia de Alabarderos” creada por Felipe II para que custodiase y cuidase a los virreyes del Perú y Nueva España en sus andanzas; sobre los paseos a caballo “con toda pompa y solemnidad” que realizaban los candidatos a recibir el grado de doctor en alguna facultad de la Universidad de México; entre otras anécdotas, datos interesantes y usos y costumbres de la época colonial escritos de forma elegante y amena.
Como reconocimiento a su arduo trabajo en pro de las letras, en aquel mismo año de 1919, la Academia Mexicana de la Lengua lo recibió como miembro de número, ocupando el lugar que le correspondía a Francisco del Paso y Troncoso (1842-1916). El discurso que pronunció aquel día fue titulado “El estilo epistolar en la Nueva España” en el que realizó un estudio sobre las Cartas de Relación escritas por Hernán Cortes y dirigidas a Carlos v, a las que consideró, “de la más grande importancia histórica, y hasta como fundamento de nuestra literatura patria”. Sin embargo, antes de entrar de lleno al tema elegido, inició su disertación evocando la figura del insigne personaje al que “por capricho del destino” sustituía como miembro de la Academia.
Si no cabe comparación entre la obra del insigne escritor y la del que tiene hoy el honor de dirigirles la palabra, hay, sin embargo, un punto de contacto entre el gigante y el pigmeo: la afición decidida que éste tiene a la historia de Méjico, especialmente en lo que se refiere a los tres siglos coloniales. Es indudable que la sangre hispana, que heredé di mis mayores, háceme ver con simpatía todo cuanto a la Madre Patria se refiere.39
Naturalmente encontramos este orgullo hacia lo español en gran parte de sus obras. Además de ser un estudioso de la cultura virreinal, Manuel Romero de Terreros se destacó por ser uno de los primeros exponentes de la historia del arte en México. En 1921 la Facultad de Altos Estudios de la Universidad Nacional lo comisionó para que escribiera un estudio sobre la arquitectura, la pintura y demás artes que se desarrollaron durante la época virreinal. El resultado fue su Historia sintética del arte colonial (1922), que “a pesar de sus errores y omisiones” esperaba que sirviera “de estímulo para estudiar y amar el arte colonial” que debía “reputarse como el arte verdaderamente mexicano”.40
Desde ese momento mantendría una estrecha relación con la Universidad Nacional, primordialmente como colaborador en los cursos de verano organizados por Pedro Henríquez Ureña, cuya finalidad fue en un principio traer estudiantes norteamericanos a México para que estudiaran la cultura, el arte y la historia del país.41 En 1925 escribió una carta a Luis González Obregón en la que manifestó lo siguiente: “Aquí nos tiene usted instalados en el vetusto Mascarones. No sé cuándo volveremos a la antiestética llamada Universidad que nos legó la llamada Dictadura”.42 Además de su crítica a la Universidad, la misiva también muestra su velada añoranza, nada fuera de lo común en la época, al gobierno de Porfirio Díaz.
Desde ese año la Casa de los Mascarones sería ocupada por la Universidad Nacional para dar los cursos de verano, es muy probable que el marqués de San Francisco impartiera ahí alguna materia sobre el arte colonial. Posteriormente se desempeñaría como profesor en el Instituto de Investigaciones Estéticas fundado en 1936, en sustitución del Laboratorio de Arte formado un año antes por Manuel Toussaint, Federico Gómez de Orozco, Rafael García Granados y Luis MacGregor.43
También obra destacada fue Las artes industriales en la Nueva España (1923) en la que se dedicó a las artes que se establecieron desde las primeras décadas del virreinato: como la orfebrería, el hierro forjado, las obras trabajadas en bronce (armas, sillas, jaeces y carruajes), la madera tallada, dorada y pintada, la marquetería, la construcción del mobiliario eclesiástico y civil, la escultura en marfil, la cerámica, los tejidos y bordados y otros trabajos artesanales.44
Este amor manifiesto a la cultura española también se vería reflejado en su interés por la literatura. En Nociones de literatura castellana (1926), hizo un recorrido histórico por los representantes más prominentes de las letras hispánicas desde el siglo VI hasta el XX. Empresa sumamente ambiciosa que, sin embargo, pudo llevar a buen puerto. En el prefacio de la obra advierte que su trabajo no tuvo más objeto “que el de refrescar la memoria de los estudiantes de historia de la literatura castellana”.45
Para contrastar este tipo de hispanismo dentro de la Academia, es importante referirnos al sinaloense Genaro Estrada (1887-1937),46 miembro de la Academia desde 1920 quien, aunque también manifestó en sus escritos interés por la literatura y cultura española, su hispanismo fue de corte liberal.
El caso de Estrada es sui generis, ya que desde los años veinte se desempeñó en la Secretaría de Relaciones Exteriores y sería un elemento importante del gobierno cardenista. No obstante, cuando ingresó a la Academia en 1920, todavía se le vinculaba con el grupo huertista, esto sería clave para que obtuviese desde muy joven un lugar destacado entre los historiadores tradicionalistas: los defensores de las antiguas estructuras de privilegio y de las herencias mexicanas de origen español.47
Para Álvaro Matute, Estrada fue uno de los grandes precursores de la profesionalización historiográfica en México. Gracias a su cargo como Oficial Mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores durante el gobierno del general Obregón, inició la organización del archivo que hoy lleva su nombre. Surgió la colección Archivo Histórico Diplomático Mexicano en 1923 y posteriormente las bibliografías de algunos estados de la República y de personajes sobresalientes de las letras nacionales. Además, Estrada también intentó establecer en México un Instituto de Investigaciones Históricas inspirado en el que dirigía Ramón Menéndez Pidal en Madrid.48 El Centro de Estudios Históricos de Madrid se fundó en 1910 bajo la batuta del propio Menéndez Pidal y con la colaboración de Rafael Altamira y Crevea, Elías Torno y Monzo, Manuel Gómez Moreno, Julián Ribera, Marcelino Menéndez y Pelayo, Pedro Longás Bartibás, Manuel Gómez Moreno, Francisco Giner de los Ríos, Miguel Asin y Eduardo Hinojosa. Después, durante los años veinte, se incorporarían al proyecto Claudio Sánchez Albornoz, Américo Castro, Amado Alonso y Dámaso Alonso, quienes renovarían de manera importante la historiografía española de la primera mitad del siglo XX.49
Además de interesarse por temas historiográficos y bibliográficos, Genaro Estrada escribió poesía y prosa de manera sobresaliente. Entre sus obras narrativas y novelas destacan Visionario de la Nueva España. Fantasías Mexicanas (1921) y Pero Galín publicada en 1926 por la editorial Cvltvra. Lo interesante de estos dos textos es que, en ellos, Estrada plasmó sus ideas y sentimientos con respecto a la época colonial de la que era tan afecto. Sin embargo, satirizó a los “colonialistas” y con ello demostró que se encontraba lejos de defender una posición católica como la de Romero de Terreros. Su Visionario de la Nueva España…, es una colección de historias que retratan la época virreinal desde una mirada romántica del pasado. Presenta una Ciudad de México que aún resguardaba, a pesar del paso del tiempo y los cambios propios de la época moderna, construcciones de antaño, mudos testigos de la herencia española.
Salíamos […] a recorrer la ciudad, huyendo de la vida moderna, para refugiarnos en los sitios más lejanos o en los lugares más inadvertidos […] visitamos las capillas pobres […] detuvímonos cien veces ante las portadas antiguas y cien veces recorrimos sus primores minuciosos; aprendimos de memoria las oraciones en latín embutidas en los nichos herrumbrosos; subimos a los campanarios y en más de una ocasión encontramos todavía, al volver una esquina o en la banca de un jardín solitario, a un hombre del siglo XVI. En suma, captamos una nueva pasión, aprendimos a amar esta vieja Ciudad de México […] Encontramos que la tradición de México, casi siempre libresca y fantasmagórica, es realmente bella y profundamente humana y que la ciudad encierra, íntegramente, el alma de los siglos.50
Algunos años después, desde una mirada autocrítica del género colonialista, más que apologética, en Pero Galín (1926) volvió a manifestar su pasión por los siglos coloniales. La novela inicia con un apartado ensayístico titulado “Género” en el que, como su nombre lo indica, se examinan las características muy particulares de este tipo de literatura “colonizante”. Mientras que en el siguiente apartado “Ometecuhtli y Habedes”, desarrolla de manera sintética las agrias disputas entre indigenistas e hispanistas por agenciarse —desde el siglo XIX— el derecho de expresar la mexicanidad y lo “autóctono”.51
En cuanto al género colonialista, que es el que aquí interesa resaltar, Estrada destacó la labor emprendida por Luis González Obregón quien desenterró toda una tradición que parecía olvidada de prelados y monjas, galeones españoles, oidores y virreyes, quemaderos inquisitoriales, hechiceras, cordobanes y escudos de armas.
Cada objeto era una evocación; cada evocación era un tema. Y para el desarrollo de cada tema se acomodó un léxico especial, hecho de giros conceptuosos y torturados, de olvidados arcaísmos, de frases culteranas, de gongorismos alambicados […] Surgió, en una palabra, la fabla.52
La fabla era “la médula del colonialismo aplicado a las letras”. Era, en pocas palabras, desarrollar cualquier tema ubicado entre los siglos XVI al XVIII y utilizar palabras que sonasen al estilo “colonial” como en el caso de sustituir ésta por aquesta, sucesos por subcesos, etc. De forma sarcástica, Estrada retrató a este tipo de escritores que durante los años veinte habían disputado a los indigenistas el lugar de privilegio en la cultura nacional:
El escritor colonialista conoce bien estas triquiñuelas y las usa con aplicada técnica. Helo aquí ya en su mesa de trabajo, con la pluma alerta, porque una sociedad “artístico-recreativa” lo ha invitado para colaborar en cierto álbum, cuyos productos se destinarán a un asilo de señores sin trabajo. Habrá en el álbum […] artículos que, según lo anuncia el prospecto, relejarán fielmente los diversos aspectos de la vida nacional, en sus múltiples manifestaciones.53
Con esta obra que rallaba en la comicidad, Genaro Estrada logró tomar distancia de las prácticas literarias y nacionalistas defendidas por los colonialistas comunes. Aunque siguió interesado en las fuentes historiográficas de la época, lo hizo desde una postura menos romántica y apasionada, actitud que caracterizaría a las generaciones posteriores de estudiosos del pasado.
Entre la historia nacional y la región
Desde que México alcanzó su Independencia —y primordialmente a raíz de la pérdida del territorio en 1848 y de la intervención francesa (1862-1867)—, uno de los objetivos primordiales de los gobiernos liberales fue lograr la ansiada homogeneidad nacional que esperaban evitaría los continuos levantamientos separatistas y las luchas intestinas entre las diferentes regiones del país. Se buscó fomentar una historia patria que dejara de lado las historias locales y que permitiera la uniicación de los mexicanos bajo una misma idiosincrasia.54
Durante el porfiriato, en los Congresos Nacionales de Instrucción de 1889-1890 y 1890-1891, la preocupación primordial fue trabajar para lograr la uniformidad de la enseñanza en toda la República con el fin de formar ciudadanos que respondieran a los mismos ideales. Entre los objetivos de la enseñanza de la historia uno de los más importantes fue ilustrar a los niños sobre la vida de los grandes personajes que habían hecho de México una nación independiente. Además, en el plan ideado por Enrique C. Rébsamen en su Guía metodológica para la enseñanza de la historia, el último grado de la escuela elemental estaría dedicado a la historia general o universal “para despertar el amor a la familia humana” en los mexicanos. Rébsamen también se oponía a que se enseñara la historia local para después abordar la historia nacional como proponían algunos educadores.55
En apariencia, con el estallido de la Revolución, estos postulados nacionalistas no sufrieron grandes cambios. Continuaron los esfuerzos por fortalecer a la historia patria en detrimento de la local. Desde 1909 Andrés Molina Enríquez, en Los Grandes Problemas Nacionales, había hecho hincapié en que los grandes problemas no resueltos por el gobierno de Porfirio Díaz habían sido no solventar la heterogeneidad de objetivos, la falta de unidad y la injusta repartición de la riqueza. Ante esta añeja añoranza por la unidad nacional, surgieron diversas propuestas educativas como las de Guillermo Sherwell, La enseñanza pública en México, estudio sobre sus deficiencias y la mejor forma de corregirlas (1914); David A. Berlanga, Pro-Patria (1914); Félix F. Palavicini, La Patria por la escuela; Martín Luis Guzmán, La Querella de México (1915); Paulino Machorro Narváez, La enseñanza en México (1916); Julio Hernández, Sociología Mexicana y la Educación Nacional (1916); C. Trejo Lerdo de Tejada, La Revolución y el Nacionalismo. Todo para todos (1916) y Manuel Gamio, Forjando Patria (1916).56
El proyecto educativo emprendido por José Vasconcelos como Rector de la Universidad Nacional de México y después como responsable de la Secretaría de Educación Pública, además de tomar en cuenta estas ideas homogeneizadoras, estuvo cimentado sobre ideales sociales para lograr una educación eminentemente popular. Entre los miembros más destacados de su grupo de trabajo se encontraban antiguos porfiristas como Ezequiel A. Chávez y Enrique O. Aragón y jóvenes como Alfonso Caso, Manuel Toussaint, Alberto Vázquez del Mercado, Manuel Gómez Morín, Genaro Estrada y Mariano Silva.57
Además de defender el método científico para acceder a la verdad de los hechos y privilegiar los temas virreinales y cercanos a la Iglesia, los miembros de la Academia también manifestaron, conforme a los tiempos que corrían —marcados por la sacudida revolucionaria— el deseo tácito de incluir a las diferentes regiones del país en su propuesta. Su tradicionalismo, más allá de las limitantes teóricas y metodológicas que esto acarrearía, coadyuvó a que en México se fomentaran los estudios de los diferentes estados de la República y sus manifestaciones culturales. ¿Podemos pensar que ante el proyecto nacionalista, propio de los regímenes liberales consolidados desde 1867, los “conservadores” derrotados defendieron a ultranza las tradiciones locales y regionales que se relejarían en la Academia Mexicana de la Historia?58
Durante la primera mitad del siglo XX estos investigadores del pasado, pese a que defendían las tradiciones coloniales y al catolicismo, quizá en su afán de oponerse a una historia patria uniicadora que venía desarrollándose desde finales del siglo XIX y de las ideas sociales postrevolucionarias, incluyeron en su seno a importantes representantes de la historia regional, es decir la que se enseñaba y se escribía desde los diferentes rincones del país. Las tradiciones locales, cercanas al sentir católico, fueron uno de sus ejes discursivos. Ante la historia nacional homogénea, financiada por el Estado mexicano, los miembros de la Academia fomentaron una historia que defendía las tradiciones católicas e hispanistas provenientes de sus propios terruños. Esto no quiere decir que este grupo de historiadores explícitamente se pronunciasen a favor de una historia regional en detrimento de la nacional; sin embargo, se privilegió a la historia colonial: la de la sus misioneros y grupos aristocráticos, la de sus conquistadores y sacerdotes.
Entre los fundadores de la Academia —los ocho firmantes y los tres simbólicos—, tenemos a quienes nacieron en Jalisco, Guanajuato, Michoacán, en el Estado de México y en Campeche. Posteriormente ingresarían el sinaloense Genaro Estrada; los yucatecos Juan Francisco Molina Solís, Jorge Ignacio Rubio Mañé y Silvio Zavala; los tabasqueños Manuel Mestre Ghigliazza y Marcos E. Becerra; el potosino Primo Feliciano Velázquez; el duranguense Atanasio G. Saravia; los michoacanos Francisco Elguero y José Bravo Ugarte; los jaliscienses Victoriano Salado Álvarez, José López Portillo y Weber, y José Ignacio Dávila Garibi; el veracruzano José de Jesús Núñez y Domínguez; el toluqueño Miguel Salinas Alanís; el coahuilense Vito Alessio Robles; el poblano Guillermo Tritschler y Córdova; y el guanajuatense Toribio Esquivel Obregón.
Es cierto que no todos los que aquí hemos mencionado se dedicaron por completo a la historia de sus respectivos lugares de origen; no obstante, esta enumeración muestra el espíritu regionalista que animaba a la asociación. Un medio para rastrear las propuestas historiográficas de estos académicos son, además de sus obras personales, sus discursos de recepción y de bienvenida. Mediante la lectura de estos textos podemos rastrear sus preocupaciones temáticas. Por ejemplo, el exporfirista Juan Francisco Molina Solís (1850-1932),59 quien ingresó a la Academia en 1920, disertó sobre la civilización maya, cultura indígena de su natal Yucatán. La península en su opinión ofrecía “a los cultivadores de la ciencia histórica y arqueológica, campo de abundante cosecha” que esperaba el trabajo de historiadores “diestros e inteligentes en la eminentísima tarea de extraer la verdad de los monumentos” para “conseguir desentrañar los orígenes de la humanidad en el continente colombino”.60
Por supuesto que una de las grandes atracciones del sureste mexicano era la cultura maya a la que Molina Solís consideró inteligente, laboriosa y perseverante, constructora de grandes edificaciones y poseedora de una lengua, que gracias a la labor gramatical de los misioneros franciscanos “tenía reglas tan exactas como las que gobiernan los idiomas modernos”.61 Sin embargo, en su opinión, en el momento en el que llegaron los españoles la cultura maya ya se encontraba en “completa decadencia moral debido a las plagas mortíferas, la deificación de vituperables pasiones vergonzosas y la esclavitud del pueblo en provecho de los poderosos”. Así el cristianismo de los misioneros fue una cura contra “el envenenamiento social” que sufrían los nativos. No obstante, pese al esfuerzo de las órdenes religiosas, la “raza maya” no perdería su “espíritu belicoso” que saldría a relucir durante la llamada Guerra de Castas (1847-1901). De acuerdo con la tradición decimonónica que le precedía, Molina Solís pensaba que los mayas “seducidos por poderosos caciques, se rebelaron contra la civilización pretendiendo reivindicar exclusivamente para sí la posesión del territorio yucateco por medio del incendio y el asesinato” sin tomar en cuenta a los mestizos —“una nueva raza, joven y vigorosa”— que también tenía derecho a la tierra en la que había nacido.62
Más de una década después, el también yucateco Jorge Ignacio Rubio Mañé (1904-1988)63 en su discurso de ingreso pronunciado originalmente en 1933 o 1934 y ampliado en 1944, aprovechó la ocasión para exaltar a la ciudad de Mérida.64 Después de los obligados agradecimientos, inició su disertación con una semblanza de su maestro Molina Solís a quien comparó con historiadores como Justo Sierra O’Reilly, Eligio Ancona, Serapio Baqueiro Preve y Crescencio Carrillo y Ancona. En resumen, para él su obra era la más íntegra y documentada para “conquistar la verdad”.65
En cuanto a su estudio, que versó sobre los primeros pobladores europeos de la ciudad de Mérida, cabe destacar su defensa, aunque sosegada, de los conquistadores españoles. Apuntó que, aunque en su mayoría eran “vulgares aventureros con insaciable sed de maniatar derechos, arrebatar tierras y robar riquezas, cometiendo toda clase de abusos”, también existieron los casos de quienes abrigaban “bellísimos sentimientos de hidalguía” que brotaban de “pechos de cristianos caballeros”.66 Pensaba que la historiografía mexicana por lo general se había dedicado a manchar la imagen de los hispanos:
Ha existido una conspiración fraguada contra la verdad en beneficio de un mal entendido nacionalismo que se ha querido fincar en sentimentalismos indianófilos. Ha existido un propósito definido de amontonar literatura, con etiqueta de historia, para formar ambiente contra ciertas épocas. Con razón uno de nuestros egregios y eximios historiadores nacionales, el gran don Joaquín García Icazbalceta exclamaba que nuestra historia está por hacerse.67
Es importante recalcar que durante los años treinta las luchas entre hispanistas e indigenistas en México tomaron nueva fuerza, principalmente con la entrada al gobierno del general Lázaro Cárdenas. Este posicionamiento político en bandos encontrados habla de historiadores que no habían alcanzado una concientización crítica de sus objetos de estudio.68 Sin embargo, con el pasar del tiempo el trabajo de Rubio Mañé fue tornándose menos apasionado, buscó apartarse lo más posible de las disputas ideológicas de la época optando por un tono más académico.69
También importantes impulsores del estudio histórico de los estados y regiones del país fueron los jaliscienses José López Portillo y Weber y José Ignacio Dávila Garibi, quienes en sus discursos de ingreso a la Academia en 1934 y 1938, respectivamente, abordaron a los cronistas de la conquista de la Nueva Galicia.70 En el discurso de bienvenida que Atanasio G. Saravia le dedicó al primero, se muestra la importancia del terruño para estos historiadores: “Natural es que quien de Jalisco procede y que además lleva en las venas sangre de los conquistadores, se incline con apasionada fruición al estudio” de Nueva Galicia.71 Tiempo después, el propio Portillo y Weber al recibir a su paisano Dávila Garibi escribió que ambos creían que “lo mejor del mundo” había sido la Nueva Galicia y en aquel momento lo era Jalisco. En suma, pensaba que los dos eran unos “desesperados buceadores en el mar histórico” de su tierra natal que por desgracia había sido poco estudiada.72
Otro caso es el del ya mencionado Genaro Estrada, quien además de interesarse por la historia y literatura colonial que se desarrolló en la Ciudad de México, se dedicó a la investigación de su lugar de origen y desde la Secretaría de Relaciones Exteriores, apoyó la indagación histórica de las diversas regiones del país. A partir de 1926 lanzaría la serie de bibliografías de los estados de la República: José G. Heredia la de Sinaloa; Vito Alessio Robles la de Coahuila;73 Jesús Romero Flores la de Michoacán; Luis Chávez Orozco la de Zacatecas y Felipe Teixidor la de Yucatán.74
Estrada puede considerarse un “mediador cultural”75 ya que además de incentivar el conocimiento desde una mirada plural, convivía por igual con bandos en conflicto: con los intelectuales del régimen y con los tradicionalistas que se mantenían al margen del poder político. En su introducción a la obra inédita de Eustaquio Buelna, Apuntes para la historia de Sinaloa, escrita en 1924 abogó por una historia regional ampliada:
La publicidad ha dado sus preferencias, en México, a la historia cuyo teatro tiene el vasto escenario comprendido entre el Atlántico, por Veracruz y el Valle de México, llegando frecuentemente hasta Zacatecas, por el norte y hasta Oaxaca, por el sur. Aisladamente, Yucatán también ha sido objeto de vastos estudios y minuciosas investigaciones, y de la región occidental la de Jalisco es la más conocida por los historiadores. Permanecen todavía poco estudiadas las partes situadas al norte y al noroeste de la República […] Para el curioso que quiere enterarse de la historia de México han sido suficientes, hasta ahora, los compendiados textos escolares; y el que pretende ahondar más el conocimiento por medio de las obras generales al uso, recurre decididamente a esos enormes volúmenes, tan conocidos y que, aunque representan un esfuerzo del todo respetable, no sirven ni para precisar, ni para divulgar lo que de todos debiera ser ya harto conocido.76
Después, fiel a su estilo reflexivo, Estrada realizó un minucioso examen de las obras que se habían dedicado a la historia del occidente mexicano, haciendo especial énfasis en Sinaloa: como la obra del padre Andrés Pérez de Ribas, Triunfos de nuestra santa fe (1645); la de fray Antonio Tello, Crónica miscelánea (1653); la de Matías de la Mota Padilla, Historia de la conquista de la provincia de la Nueva Galicia (1742); las del propio Eustaquio Buelna, Compendio histórico, geográfico y estadístico de Sinaloa (1877); y Apuntes para la historia de la guerra de intervención francesa en Sinaloa (1884).77
En resumidas cuentas, como lo vaticinaría Wigberto Jiménez Moreno en 1952, esta tendencia en la historiografía mexicana que rescataba el pasado de las diferentes regiones del país sería muy fructífera a lo largo del siglo XX:
Si se me pregunta ahora cuáles serán las tendencias que seguirán en lo futuro los estudios antropológicos e históricos, esquivaré, tanto como pueda, el disfraz de zahorí. Más, suponiendo que en el porvenir habrá de realizarse al menos una parte de lo que debiera hacerse, espero que se dará mayor énfasis a la historia regional como corresponde a la visión de un México múltiple.78
Además de los ya mencionados, investigadores como José Fuentes Mares, Francisco R. Almada, Israel Cavazos Garza, Rafael Montejano y Aguiñaga, Luis González, fueron, durante el siglo XX, maestros indiscutibles del género79 y recientemente historiadores como Carlos Martínez Assad han recogido esta herencia.80
En gran medida, los miembros fundadores de la Academia Mexicana de la Historia fueron los herederos idóneos de la tradición hispanista decimonónica, y defensores, durante la primera mitad del siglo XX, de los valores católicos como baluartes de la mexicanidad. En el contexto revolucionario, estos bienes identitarios fungieron como un importante contrapeso ideológico frente a los postulados indigenistas, mestizos y seculares de la intelectualidad del nuevo régimen. Sin embargo, como vimos, también ingresarían posteriormente a la institución historiadores reformistas como Genaro Estrada cuya visión liberal le permitiría vincularse con un hispanismo menos combativo.
Por otro lado, la historia regional fomentada por varios de los miembros de la Academia, fue otro importante elemento nivelador ante las propuestas nacionalistas y homogeneizadoras postrevolucionarias. Los académicos, con la defensa de las tradiciones locales, de sus terruños y lugares de origen, dejaron constancia de un México plural que se negaba a morir.