La historia de las agrupaciones científicas mexicanas del siglo XIX se ha desarrollado con vitalidad en las últimas tres décadas como parte de los estudios encaminados a comprender los procesos de profesionalización e institucionalización de las ciencias del país, así como las relaciones entre el Estado mexicano y éstas en la construcción de espacios científicos donde se desarrolló la investigación.2 Sin embargo, se han dejado de lado aspectos como su vida interna, la sociabilidad científica entre profesionales y amateurs, la formación de acervos biblio-hemerográficos, museísticos e instrumentales, y su incidencia en la transformación ambiental de México. Este último punto es el objeto de esta investigación. Los estudios sobre las asociaciones mexicanas casi han privilegiado estudios individuales, por lo que se carece de una visión de conjunto en cuanto a los objetivos de investigación que ellas compartieron en cierto lapso como el caso del examen de las especies de árboles.
El periodo de este estudio ha sido denominado por la historiografía política como la “República Restaurada” (1867-1876), durante el cual se amplió la gama de agrupaciones científicas en varias ciudades del país, aunque las de la Ciudad de México se propusieron conformar una representación nacional de la naturaleza, el territorio y la población. En este periodo histórico, convivieron la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (SMGE), la Academia de Medicina de México (AMM), la Sociedad Minera Mexicana (SMM), la Sociedad Mexicana de Historia Natural (SMHN), la Sociedad Farmacéutica de México (SFM) y la Asociación de Ingenieros y Arquitectos (AIA). Sólo las primeras cuatro asociaciones publicaron revistas científicas que daban a conocer las investigaciones que los socios llevaban a cabo y publicitaron el acucioso inventario de los recursos naturales de cada región, en particular las especies de árboles mexicanos de utilidad comercial, industrial, terapéutica y energética. Dichas agrupaciones se propusieron coordinar la explotación de los recursos naturales bajo una serie de técnicas para obtener sus diversos productos comercializables bajo “una organización para los distintos aprovechamientos; y una ordenación para su regulación”, como se verá páginas más adelante.3
Durante el último tercio del siglo XIX, las agrupaciones señaladas desarrollaron un cúmulo de investigaciones encaminadas al estudio, inventario y transformación de los bosques mexicanos como parte de la inserción del país en la red de actividades económicas mundiales. Una situación que los grupos científicos de México compartieron con sus pares de Europa y el resto de América. La tríada “territorios-mercancías-saberes”, fue el eje en el cual los practicantes mexicanos de la Historia Natural (botánica, zoología y mineralogía) produjeron una vasta literatura científica “enfocada en atender las interrelaciones entre expansión territorial, bienes de exportación y nuevos conocimientos” que trajo consigo una paulatina transformación ambiental de prácticamente todas las regiones, pues éstas exportaban distintos recursos naturales.4
El asociacionismo de la Ciudad de México permite adentrarse en los estudios botánicos que se desarrollaron en un lapso fundamental para la modernización de las actividades económicas, gracias a que el medio científico conoció, como nunca antes, su entorno y afianzó su vínculo con los objetivos de las metrópolis científicas y económicas extranjeras.5 La historia de las ciencias naturales desde una perspectiva ambiental da pie a comprender una serie de transformaciones paulatinas a través de la inserción de la República Mexicana “en las economías mundiales como creadora y exportadora de materias primas” desde la década de 1860.6 Los practicantes de la Historia Natural, tanto profesionales como amateurs, fueron parte fundamental del proceso de transformación ambiental mediante el estudio de la lora mexicana con miras a alimentar dicho comercio hacia Estados Unidos y Europa occidental.
El objetivo de la investigación es comprender el interés de los socios de las agrupaciones científicas mencionadas a través de la fuente hemerográfica, mediante la historia social de la ciencia, en cuanto a la serie de estudios que se publicaron sobre los árboles mexicanos como motor de la renovación de la economía nacional en un periodo de reajuste político y auge científico bajo el apoyo del Estado.7 La investigación se propone responder cómo y por qué los practicantes de la ciencia estudiaron los árboles del país, dejando en segundo plano al devenir de ciencias que permitieron tal indagación.
La muestra hemerográfica se compone de 25 escritos, de los cuales se analizan 19. Éstos fueron publicados en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (1839 al presente), revista de la SMGE; la Gaceta Médica de México (1864 al presente), órgano de la AMM; La Naturaleza (1869-1914), periódico de la SMHN; El Minero Mexicano (1873-1903) y El Propagador Industrial (1875-1876), ambas revistas de la SMM. El número de escritos silvícolas releja los intereses de los socios dependiendo de la disciplina que los reunía en cada agrupación. Estas revistas circularon entre los grupos de científicos de las regiones mexicanas, pues algunos eran socios corresponsales, así como fuera de las fronteras nacionales.
La prensa asociacionista revela que los árboles, en tanto que objeto de estudio, fueron de amplio interés para profesionistas8 como farmacéuticos, médicos e ingenieros geógrafos y de minas, así como para un nutrido conjunto de amateurs,9 que habitaban varias ciudades de la República. Los árboles fueron valorados por los socios como materia prima para el comercio y las manufacturas artesanales, refuerzo de la agricultura, ensanchamiento de la terapéutica, y material para la minería, la industria y el transporte ferroviario. De ahí que éstos en cada región se interesaran en inventariarlos para “descubrir” a los capitales los valiosos recursos susceptibles de explotación racional.
Los profesionales de la ciencia estuvieron presentes en las cuatro agrupaciones científicas mientras que los amateurs se concentraron en la SMGE y la SMM, ya que ambas permitieron la entrada a un amplio sector de las clases media y alta del país. Ambos grupos relejaron en los escritos sobre árboles sus procedimientos, intereses y técnicas.
La gama de artículos que se analizarán revela que los socios formaron parte de la burocracia cientifizada, de la federación y las regiones, que contribuyó al ascenso social de los individuos que poseían cierto dominio de las ciencias útiles y algún entrenamiento técnico “para hacer de la ciencia un instrumento para enderezar la acción del Estado y optimizar los rendimientos de sus empresas”.10 Las agrupaciones reunieron a individuos que demostraban públicamente capacidades para emprender el inventario de la lora mexicana, el estudio científico de las especies con propiedades aines a las demandas económicas y proponían vías racionales para su explotación. Cada agrupación era consciente de la importancia de publicar un órgano periódico y, en ocasiones, libros sobre temas particulares, con lo cual se publicitaban trabajos científicos y demandas profesionales.11
También en el lapso de la investigación, en varias ciudades mexicanas residían numerosos practicantes de la Historia Natural que participaban en las señaladas agrupaciones y eran docentes de las escuelas nacionales e institutos científicos y literarios de las capitales regionales. Algunos de ellos escribieron escritos silvícolas que a continuación se analizan, en cuanto a aspectos taxonómicos, anatomofisiológicos, distribución geográfica, usos populares, aprovechamiento industrial y artesanal, vías de aclimatación y opiniones sobre el proceso de deforestación.12
Los árboles y el coleccionismo
Las asociaciones científicas de la Ciudad de México desde los años fundacionales se dieron a la tarea de acopiar objetos de la naturaleza de todo el país con el propósito de poseer una colección representativa de la naturaleza nacional. A la par que se desarrollaba el coleccionismo se publicaban los estudios florísticos encaminados a determinar las especies de la República que contribuyeran al inventario de la lora mundial. Gracias a tales acciones, ésta fue aquilatada por los empresarios mexicanos, europeos y estadounidenses, mientras los gobiernos liberales posteriores a 1867 aceleraban el proceso de “satisfacer necesidades y deseos que las tierras templadas no podían lograr, [por lo que] los extranjeros empezaron a incorporar y subyugar a los trópicos” mediante el control de los recursos vegetales.13 No fue casualidad que las agrupaciones científicas distribuyeran sus publicaciones entre sus pares extranjeras como medio de legitimación académica, pero también como fuente acreditada para aquilatar la valía de los recursos de México.
El ejemplo más claro de la importancia del coleccionismo silvícola como medio para verificar el potencial económico de las especies se encuentra en el dictamen presentado en 1870 por los abogados Ignacio Ramírez (1816-1879) y Luis Malanco (1831-1888), el farmacéutico Gumesindo Mendoza (1834-1884) y el literato Ignacio Cornejo, en las páginas del Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Los autores propusieron al Estado apoyar a la corporación para encargar a las juntas auxiliares que remitieran a la capital muestras de la mayor cantidad de especies regionales para conocer las “bases perpetuas” en que se asentaría el futuro de “la empresa, de la industria, de la agricultura y del comercio”.14 Dichas muestras revelarían, en primera instancia, la diversidad vegetal, para luego emprender una serie de investigaciones que respondieran preguntas fundamentales para aprovechar la lora mexicana y aclimatar especies extranjeras, por ejemplo: ¿Cuáles eran las causas físicas generales y constantes que habían cubierto de arbolado ciertos terrenos de México, mientras otros presentaban “una desnudez perpetua”? ¿Se trataba del tipo de suelo, la temperatura o la humedad? ¿Cuáles especies crecían en cada región climática, hidrológica y edafológica? ¿Era posible aumentar los bosques de manera artificial?15 Esta serie de interrogantes tuvo por base detallar el catálogo florístico del territorio con fines económicos, para lo cual resultaba imprescindible poseer una colección botánica, es decir, tener a disposición de los socios y bajo un mismo techo la diversidad de especies arbóreas del país.
La comisión expuso varias caracterizaciones regionales de los tipos de árboles que se conocían, por ejemplo, de Sonora se sabía que los árboles crecían en
[…] dos terceras partes de su territorio en la región de las calmas, pero sus alturas orientales [alcanzaban] a detener las nubes que [habían] pasado sobre Baja California y las que se [formaban] en el Golfo de Cortés. Entre Hermosillo y Álamos [había] lluvias y ríos que [aumentaban] su caudal a proporción que la sierra se [aproximaba] a la costa y se [alejaba] de la región enseñoreada por los desiertos. Estas causas [obraban] con mayor poder en Sinaloa y en las sierras que [servían] de lindero con Durango. Pero una parte de este mismo Durango, Chihuahua, Coahuila y las llanuras de San Luis Potosí y Zacatecas [carecían] de humedad.16
Los comisionados reunieron informes geográficos, naturalistas y meteorológicos que se conservaban en el archivo o que algunos años antes se publicaron en el Boletín… Con ellos, la SMGE se propuso dar a conocer perfiles regionales que vincularan el tipo de arbolado con las condiciones ambientales de cada entidad. Ello carecía de representación visual a menos que los datos y explicaciones se acompañaran de muestras botánicas.
Los árboles fueron valorados en el dictamen como un preciado recurso económico como se estima en la frase: “¡cubramos de árboles nuestro suelo!”. Los autores propusieron discutir, en el pleno de la SMGE, las medidas científicas que permitieran transformar los pastizales, zonas semiáridas y otros paisajes en bosques al servicio de la economía.17 En 1870 aún no se daban las condiciones que permitieron años después el auge del ferrocarril, por lo que la comisión señaló que aunque los bosques eran un valioso recurso maderero, “la mitad de la República [necesitaba] la madera que a la otra mitad [sobraba] y [sobraría] por algún tiempo” ante la falta de vías y medios de comunicación eficientes, expeditos y baratos.18 Incluso consideraron que la siembra de extensos campos con árboles beneficiaría a las poblaciones cercanas y a la industria basada en la fuerza hidráulica, ya que éstos eran juzgados como la “causa poderosa de humedad y, sobre todo, de manantiales” y la crecida de los ríos.19 Aunque el objetivo de la investigación se centra en los árboles, es patente que las sociedades científicas también reconocieron la valía de otros recursos ambientales para modernizar la economía del país.
La comisión solicitó a la SMGE que instara a los socios corresponsales a organizar juntas agrícolas con una sección dedicada a la silvicultura, a la par que se solicitara al gobierno que destinara dinero a la fundación de cátedras en la capital de la República, ciudades comerciales, puertos y ciudades fronterizas.20 Es de suponer que el propósito de las cátedras sería la promoción de la práctica científica entre hacendados, rancheros y campesinos con el objetivo de cientifizar sus hábitos de tala y evitar que destruyeran las especies útiles para sembrar productos de autoconsumo. La SMGE se planteó aprovechar la red de miembros foráneos para elaborar una visión de conjunto de los recursos silvícolas y su situación, junto con algunas medidas tendientes a robustecer el número de practicantes de la Historia Natural a través de la instrucción formal, el coleccionismo botánico y la publicación de escritos en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
En 1873 el órgano de la SMGE publicó del ingeniero Vicente Reyes las “Instrucciones para la formación de colecciones de maderas de la República” como parte de la discusión colectiva suscitada en las sesiones del año anterior a raíz de las propuestas de Ignacio Ramírez, Luis Malanco, Gumesindo Mendoza e Ignacio Cornejo. Este escrito se encaminó a estandarizar la práctica de los corresponsales de las juntas auxiliares para formar una colección conjunta de árboles que evidenciara las especies que pudieran aprovecharse para la “ebanistería y el arte de la construcción, la industria, el comercio, y, sobre todo, la agricultura”. Los colectores deberían seguir algunas pautas generales como anotar:
[…] qué dimensiones [tenían] comúnmente los individuos del género a que [pertenecía], es decir, su altura y espesor aproximados, [recomendándose] que procurasen enviar ejemplares. El primer dato [era] de la mayor importancia, pues [servía] para conocer si la madera [tenía] una aplicación en el arte de las construcciones o bien, si por la pequeñez de las dimensiones del vegetal arbóreo que la [producía], su uso se [limitaría] a la ebanistería o alguna otra pequeña industria; [habrían] de tener determinada longitud los ejemplares que se [remitieran] a fin de que [pudiera] hacerse sobre ellos los experimentos para determinar los coeicientes de su resistencia a la compresión, flexión, fractura, tensión, experimentos cuyos resultados [eran] de la mayor importancia para el ingeniero, porque le [permitían] calcular a priori las dimensiones que [habrían] de tener las piezas de las construcciones para que [resistieran] con éxito a los esfuerzos a que [habrían] de estar sometidas.21
El plan era que los objetos vegetales que se recibirían en la SMGE poseyeran características similares que orientara a los socios para llegar a conclusiones generales sobre las especies de árboles y sus usos populares, así como la utilidad sancionada por la ciencia con base en los experimentos que se proyectaba realizar. Aunque sólo se mencionan algunos de ellos para las maderas de construcción, las “Instrucciones…” de Reyes muestran la gama de intereses económicos que permeaban los objetivos de los miembros de la agrupación. También es patente la determinación de la especie y del lugar colectado para que en el futuro se elaborara un mapa de la distribución botánica nacional que acompañaría los estudios generales y monográficos. La SMGE esperaba sistematizar el conocimiento producido por las muestras botánicas y los datos remitidos por cada miembro foráneo. Las “Instrucciones…” fueron concebidas como parte de una empresa de larga duración, ya que se esperaba que el envío de tales muestras se efectuara por varios años, dada la extensión del país y la diversidad de los paisajes.
El coleccionismo naturalista fomentando por la SMGE fue parte de la larga tradición científica de la Ciudad de México en este rubro que inició al final del siglo XVIII con la erección del Real Jardín Botánico, el Gabinete de Mineralogía del Real Seminario de Minería y el Gabinete de Historia Natural.22 En este sentido, más que una innovación por parte de los socios, fue una muestra de la continuidad del espíritu del coleccionismo público que se había arraigado entre los practicantes de la ciencia mexicana. También es palpable la participación de amateurs y profesionales en la determinación de los recursos silvícolas de México y la red de socios corresponsales que ampliaron el espectro de injerencia de la SMGE, así como el exhorto al Estado para apoyar sus labores científicas.
Los árboles para el comercio, la industria y las manufacturas
Las revistas de las sociedades científicas muestran la diversidad de vías en que las especies arbóreas se utilizaban en México en las décadas de 1860 y 1870, y su exportación hacia Inglaterra, Francia y Alemania, entre otros países. La estructura del comercio hacia el exterior se componía de “plata acuñada en grandes cantidades y de manera secundaria tintes, maderas tintóreas y de ebanistería”, entre otras plantas como vainilla y cacao. Esta situación se remontaba a la época colonial, pues se enviaban a España dichos productos forestales que crecían de forma silvestre y hasta el siglo XIX se inició la remesa de especies, hasta cierto punto cultivadas desde la perspectiva científica, como hule, henequén, guayule y chicle.23 Estas especies eran recursos comerciales que crecían de manera espontánea hasta que los naturalistas lograron comprender su ciclo de vida para cultivarlos al final de la centuria.
De manera semejante, la caoba y el cedro se exportaban en grandes cantidades desde el sur del país, así como el palo de tinte, el palo del moral y el palo del Brasil que crecían de forma silvestre.24 La mayor parte de tales productos procedían del centro y sur del país que carecían de minas, en los que la explotación de las especies arbóreas señaladas era “la principal fuente de ingresos para los comerciantes, hacendados, trabajadores y también para la administración pública, tanto federal, como estatal y municipal”, gracias al pago de derechos por corte de maderas.25 La distribución de tales especies abarcaba Centro y Sudamérica, y algunas islas del Caribe, así como estaban emparentadas con especies de Asia y África, por lo que la competencia por atraer capitales europeos y estadounidense por parte de los países tropicales se desarrolló con intensidad en el último tercio del siglo XIX.
El farmacéutico Crescencio García (1817-1897), socio corresponsal de Cotija, Michoacán, escribió “Producciones utilísimas en los confines de los Estados de Michoacán y Jalisco, que pueden ser fácilmente explotadas” (1872) para el Boletín... El autor dio a la luz su escrito para dar a conocer al gobierno, los empresarios y los hombres de ciencia, las riquezas naturales de dicha región, en un momento en que en Guadalajara y Morelia se debatía en la prensa acerca de la importancia del ferrocarril en la vida comercial de ambas regiones, así como la necesidad conectar sus puertos del Pacífico con la Ciudad de México y el puerto de Veracruz en el Atlántico. El farmacéutico confiaba que una vez que se concluyera la conexión de ambos océanos, “las infinitas producciones naturales que espontáneamente [crecían] con exhuberancia” en los estados de Michoacán y Jalisco serían valoradas en Europa como materias primas para su industria.26 La confianza en el valor económico de la lora, fauna y minería de tales regiones estuvo patente en el autor, a tono con otros muchos escritos similares de la década de 1870. Es de resaltar que el farmacéutico michoacano a lo largo de su amplio artículo dejó de lado la industrialización de ambas entidades para favorecer el comercio de las especies autóctonas. Una situación que a la larga agravaría la dependencia económica de México respecto de los países de la Europa atlántica y Estados Unidos.
García subrayó que en la serranía que corría de Uruapan hasta Mazamitla abundaba el bosques de pino empleado para vigas y tablazón en la construcción, obtener trementina para fabricar aguarrás y pez; también se explotaba encino blanco, roble, palo de hacha, madroño encarnado, pingüica y tejocote para muebles; fresno y sierrilla para los artesanos tintóreos; copal para hacer barnices e incienso; pochote, granadillo, nogal, palo zopilote y songalicica para manufacturas; y lo más preciado era el bosque de hule “que tantos usos [tenía] en el día” para fabricar tejidos impermeables, como capotes, mangas, botas y calzado.27 Crescencio García publicó como anexo el “Cuadro sinóptico de las producciones naturales en los confines de los Estados de Michoacán y Jalisco” para evidenciar las especies útiles de cada localidad. Como se aprecia, las “Producciones…” y el “Cuadro…” consistieron en un inventario de la lora jalisciense y michoacana, como un documento indicativo del aprovechamiento popular de ellas, pero también de los rubros exportables.
Otro socio foráneo, a tono con el escrito anterior, que elaboró un inventario regional fue P. García, miembro de la Junta Auxiliar de Mérida, que publicó “Las frutas y maderas de Yucatán” (1873). En este escrito se mantuvo la visión de una “inagotable naturaleza que [compensaba] las penalidades inherentes a un clima ardoroso”, propio de los trópicos, a partir de una variedad casi infinita de frutas única en el mundo, compuesta de cerezas, ciruelas, albaricoques, almendras, frambuesas, fresas, peras, manzanas, membrillos, nísperos, entre otras. También las maderas yucatecas llegaban “al infinito y el número se [hacía] inconmensurable” para la construcción de casas y ebanistería, incluso los buques construidos en sus playas eran famosos en el mundo “por la duración y resistencia de sus maderas muy superiores a los que se [fabricaban] en los astilleros de Estados Unidos o de Europa” por la madera de extraordinaria dureza.28 Como en el escrito anterior, P. García desarrolló la lista de especies vegetales de la Península de Yucatán que se utilizaban de forma popular, de las cuales la mayoría carecía de un estudio científico. Es palpable que, a partir del último tercio de siglo XIX, se pretendió que los bosques y selvas mexicanos se insertaran de forma extensa en el aprovechamiento industrial dentro y fuera del país a la par que seguían siendo empleados en actividades artesanales y el hogar.
El ingeniero de minas Mariano Bárcena (1842-1899) en La Naturaleza dio a conocer el estudio monográfico titulado “El marañón” (1870), un árbol que crecía en el Estado de Campeche nombrado como Anacardium occidentale. El objetivo del escrito fue “estimular a los habitantes de nuestras costas a que lo [cultivaran]” para venderlo en Europa como una especie de ornato por su hermoso follaje que se mantenía lustroso a lo largo del año. Los estudios químicos de Bárcena señalaban que podría ser utilizado como aceite terapéutico, goma para la ebanistería y madera para las manufacturas “y, por tanto, [interesaba] a la economía doméstica, a la Medicina y a las artes”.29 El autor expresó un primer intento de aclimatar al marañón en la Ciudad de México y Guadalajara para emprender estudios puntuales de carácter químico, farmacéutico e industrial para reforzar su uso económico. En la revista de la SMHN fue común la publicación de monografías arbóreas que tendieron a señalar toda clase de datos referentes a cada especie y enfatizaron los usos populares y los sancionados por la ciencia. Esto es relevante para la historia mexicana de la Historia Natural, pues es común que las investigaciones privilegien los aspectos de investigación taxonómica y fisiológica como vía para interpretar la práctica de los hombres de ciencia y se deje de lado el aspecto práctico de cada artículo.
El farmacéutico Alfonso Herrera (1838-1901) disertó acerca del oyamel en 1872 en un artículo publicado en la Gaceta Médica de México, mismo que se reprodujo en 1875 en La Naturaleza. La doble publicación muestra los diversos públicos académicos de la ciencia mexicana y el interés de los árboles desde la perspectiva de los profesionales de la medicina y los practicantes de la Historia Natural de ambas agrupaciones. Sobre Abies religiosa, Herrera describió su amplia distribución geográfica que abarcaba de Mazatlán, Sinaloa, a Chilpancingo, Guerrero, y de Huichilaque, Morelos, hasta las zonas mineras de la Sierra Madre Oriental en Hidalgo. A pesar de ser una madera de mala calidad, su baratura y abundancia hacían que este árbol fuera el predilecto de las clases bajas para construir casas y cocinar. No obstante, era preciado por la facilidad con la que se extractaba la trementina para el alumbrado y “sucedáneo en los usos medicinales, así como en los artísticos”.30 Los bosques cercanos a las ciudades del centro del país se emplearon en la segunda mitad de la centuria para la iluminación urbana al sustituirse la manteca y el aceite de nabo por el aguarrás, obtenido mediante destilaciones de trementina que “implicó una explotación extensiva de esas especies arbóreas que llevó al deterioro de los bosques”.31 La intervención de los naturalistas en esta actividad extractivas aún es poco conocida en la historiografía, a pesar de los continuos artículos publicados por ello en la prensa.
En 1875 el amateur Miguel Pérez, secretario de la SMM y miembro de la SMGE, contribuyó a El Propagador Industrial con un estudio sobre el hule (Castilla elastica). Esta planta era conocida en el mundo por revolucionar la producción de toda clase de objetos como chapas para muebles, pizarras, adornos decorativos, peines, hebillas, cinturones, arneses, cañerías flexibles para gas, calzado, ruedas de coche, imitación de objetos de marfil y hueso, como ya había señalado Crescencio García. El autor mencionó que la Castilla elastica dotaría a la República de “una nueva industria” que sólo se haría realidad cuando el gobierno apoyara a los empresarios para instalar fábricas y a los practicantes de la Historia Natural para estudiar las “localidades en que sin cuidados de ninguna especie [crecía] y [prosperaba] este árbol, perdiéndose así la considerable riqueza que de su explotación [podría] obtenerse”.32 Resalta que en varias sociedades científicas de la Ciudad de México los miembros disertaran sobre el hule y las bondades que traería su explotación e industrialización local, a diferencia de otras especies de árboles que, en general, se valoraban como rubros de exportación. Una aspiración que careció del apoyo para concretarse, pues el hule fue un producto comercial que enriqueció a las casas madereras.
Por último, el farmacéutico Manuel María Villada (1841-1924) al año siguiente publicó en La Naturaleza un estudio sobre el hule de Tabasco, Yucatán, Campeche, Chiapas y Veracruz. El autor subrayó la importancia del caucho en la terapéutica mediante una disolución en esencia de trementina para elaborar píldoras contra la tisis pulmonar y “en la cirugía sus usos [eran] más extensos y variados” para elaborar todo tipo de objetos.33 Villada mantuvo las mismas premisas que Pérez, Bárcena y García, al insistir en la importancia de la cientifización de la explotación del hule y su potencial para que despegara la industrialización mexicana. En tono semejante el ingeniero Bárcena publicó un estudio sobre la Hauya elegans en La Naturaleza en 1876, a tono con los escritos del resto de agrupaciones científicas mencionadas.
El aprovechamiento de los árboles mexicanos a partir de la década de 1860 vivió un proceso de cientifización impulsado por los profesionales y amateurs para aumentar su rendimiento como sucedió en otros países de América Latina y en las colonias asiáticas y africanas. El conocimiento científico de las especies señaladas se consideraba como la base de la riqueza y la modernización en las regiones donde crecían, en detrimento de las técnicas empíricas y los usos populares. No obstante, la carencia de medios para industrializar a las especies mencionadas robusteció el papel de México, y el resto de países tropicales, como exportador de recursos. Una situación similar a las especies terapéuticas como se hablará en las siguientes páginas.
Los árboles para la terapéutica
Los practicantes de la Historia Natural también se interesaron desde la época colonial en el estudio de la lora para aliviar las dolencias de la población. En el último tercio del siglo XIX, los árboles fueron examinados desde la perspectiva química y farmacológica para inspeccionar las propiedades acreditadas por la tradición popular. Los escritos de las agrupaciones científicas exponen la disociación establecida entre la terapéutica empírica “planteada como el empleo de medios cuya eficacia, real o supuesta, carece de explicación” y la sanción de ésta a partir de la experimentación química y clínica.34 En el lapso de esta investigación se reforzó la farmacología como una disciplina “cuyo objetivo era ofrecer los conocimientos sobre los medicamentos mediante los cuales era posible exigir un correcto juicio sobre su utilización en el enfermo”.35 En este proceso los actores principales fueron médicos y farmacéuticos de la AMM y, en menor medida, los amateurs.
Un primer ejemplo en este rubro data de 1870, cuando el médico Leopoldo Río de la Loza (1807-1876) analizó la goma archipín (Bursera lancifolia) para finiquitar algunas dudas expuestas en Ensayo para la materia médica mexicana (1832) de la Academia Médico Quirúrgica de Puebla. En tal obra se aseguraba que era una goma “útil en el orden terapéutico e indudablemente en el industrial”, pero la carencia de ciertos instrumentos dejaba abiertas algunas cuestiones sobre los usos médicos. Por ello, el médico emprendió diversos análisis químicos de dicha goma para determinar con exactitud “su acción fisiológica y terapéutica, así como sus aplicaciones industriales” en bien de la sociedad mexicana.36 Este artículo es una fuente para comprender la continuidad de las investigaciones del siglo XIX e incluso un siglo atrás, en cuanto al estudio químico de las especies vegetales para determinar su utilidad terapéutica. No obstante, en el último tercio de la centuria los practicantes de la Historia Natural emplearon a la química para definir las propiedades industriales de la mayor cantidad de árboles, además de otros usos, como el caso de la goma archipín. Médicos y farmacéuticos eran los actores científicos mexicanos con mayor tradición en la auscultación química de la lora y la fauna.37
De nuevo el farmacéutico Alfonso Herrera publicó otro escrito, esta vez en 1872, sobre el yoyote de la Sierra Madre Occidental en la Gaceta Médica de México. La hevetia thevetioides se caracterizaba por “denso follaje, elegancia y hermosura de sus doradas lores y la forma poco común de sus frutos”, razón por la cual los mexicas la denominaron yoyotli. Su savia era empleada por los indígenas para “curar” la sordera, sarna, dolores de muelas y tumores, mientras que el fruto se aprovechaba en la curación de úlceras.38 Dada la gama de usos terapéuticos, Herrera se propuso conocer cuáles eran las características químicas del yoyote para sancionar las “verdaderas” propiedades terapéuticas. Sin embargo, el farmacéutico señaló que carecía de un número suficiente semillas y plantas para emprender los análisis de laboratorio que requerían de varios ejemplares. Es patente que los farmacéuticos echaban mano de la botánica para describir y clasificar a cada planta como base de los estudios farmacéuticos. A la vez, se aprecia el interés por la experimentación y la importancia de los acervos de plantas vivas y secas para ello.
Herrera menciona que, junto con el médico Luis Hidalgo y Carpio (1818-1879), determinó el principio activo denominado como tevetosa. Este último llevó a cabo algunos experimentos fisiológicos con palomas ranas, conejos y perros a los que inyectaba tevetosa. Hidalgo y Carpio concluyó que la única propiedad cierta era el control de la presión arterial, aunque no descartaba que futuras investigaciones hallarían otras bondades de la planta.39 La experimentación fisiológica en diversos grupos de animales fue parte de la investigación farmacéutica sobre los árboles mexicanos, aunque era un procedimiento que requería de mucho dinero y tiempo, de los cuales carecían varios profesionales y amateurs, pero que aportaba certidumbre científica para el empleo de las especies en las boticas. Ello sirvió para que médicos y farmacéuticos convencieran a la opinión pública de preferir sus servicios en lugar de acudir a los yerberos.40
Otro estudio farmacéutico similar fue “Historia de drogas taray (Tamarix gallica)” (1876) incluido en la Gaceta Médica de México por el médico Francisco González. El único amateur que publicó un escrito terapéutico fue Manuel G. Jiménez, cuyo título es “El árbol del Perú” (1875) en La Naturaleza. El conjunto de escritos expuesto en este apartado es un ejemplo de los objetivos de varios miembros de la SMHN y la AMM tendientes a cientifizar la terapéutica popular y robustecer la materia médica de la época mediante la experimentación química y farmacéutica. La terapéutica científica referente a las especies de árboles mexicanos se mantuvo presente en las revistas de las agrupaciones científicas mientras se desarrollaban otras investigaciones de vocación industrial, artesanal y minera.
Los árboles para el combustible y el agua
Los árboles fueron un recurso imprescindible en varias localidades mexicanas, pues se valoraron como medios para obtener combustible casero y de la naciente industria, materia prima de los gremios artesanales y elementos de la infraestructura para el tren (máquinas de vapor, durmientes de las vías, casetas y estaciones) y el telégrafo, así como agua para asentamientos humanos y actividades agropecuarias. La minería, una de las actividades de mayor importancia y raigambre en México, tuvo un impacto contundente en las especies de árboles aledañas a los distritos mineros, pues se utilizaban para construir el andamiaje dentro de los túneles de las minas, se empleaban para escaleras, casas y cuartos, y como combustible para las diversas actividades de los mineros.41 Esta situación provocó la deforestación de las regiones centrales del país que concentraban la producción minera, el grueso de la población y el primer tendido de vías férreas.
La cuestión de los árboles como fuente de combustible estuvo presente por varios años en la prensa científica mexicana. Por ejemplo, Rafael N. de Armenta en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística publicó “Consumo de leña en la minas del Real del Monte, en el año de 1834” (1870) a manera de una estadística histórica para dar cuenta del progresivo consumo de madera por las máquinas de vapor de tal compañía. La estadística muestra que durante 190 días de trabajo se consumieron 24 786 cargas de 12 arrobas de madera. Armenta también subrayó que el consumo de carbón vegetal en la hacienda de Regla era de 900 a 1 000 cargas semanales. El autor propuso a la SMGE pedir más datos a la compañía minera sobre el consumo de leña desde 1834 hasta 1870 para elaborar un peril local del gasto de combustible que pudiera permitir al gobierno nacional tomar medidas para calcular la deforestación y determinar si el territorio albergaba el suiciente número de árboles para aportar energía al principal ramo económico.42 A pesar de la brevedad del escrito, Armenta dio los primeros pasos hacia la construcción de estadísticas históricas sobre el tema, pues sólo emprendiendo esta clase de investigaciones era factible que la corporación emitiera un dictamen al respecto que permitiera a los gobiernos estatales y federal tomar medidas para racionalizar la explotación maderera. Un escrito anónimo semejante fue “Combustible para las máquinas de vapor” (1869) también publicado en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
El ingeniero de minas Pedro López Monroy en El Minero Mexicano dio a conocer “Observaciones sobre algunos combustibles minerales de México” (1873), para convencer a la opinión pública de la importancia de apoyar los estudios mineralógicos como medio científico en el aprovechamiento de recursos que aportaban mayor energía a las máquinas que la madera. Para el autor, México debía seguir los pasos de “Gran Bretaña que [se reputaba] como la reina del comercio y de los metales, [debía] casi en su totalidad el esplendor de su industria y el desarrollo” comercial a los minerales del subsuelo para todo tipo de usos industriales y domésticos.43 La referencia a una de las potencias económicas del mundo fue una vía para centrar la mirada de los lectores en el carbón como recurso energético que robustecería la industrialización y el tendido de vías férreas. El autor desarrolló un amplio escrito para exaltar las bondades de la mineralogía frente a la botánica en este rubro económico. Situación que a la larga beneficiaría la posición social de los ingenieros como los expertos en la explotación de los yacimientos carboníferos.
El ingeniero explicó que en Europa los países mineros habían reforzado sus industrias y trenes al “proporcionarse combustible, independientemente del que [se obtenía] del reino vegetal”, con lo cual se hacía más eficiente el consumo energético y se conservaban los bosques para atraer la lluvia, como ya se había expresado años antes en el seno de la SMGE. Los ingenieros de minas serían los profesionales encargados de explorar el subsuelo mexicano para evitar el “destrozo de los arbolados para proporcionarse en un año el combustible que en Inglaterra y Estados Unidos se [consumía] en unos cuantos días”.44 Como es sabido, los intereses de los ingenieros se impusieron en todo el país a partir de la década de 1880 frente al papel de los practicantes de la botánica en el aprovechamiento de los recursos energéticos.45 Un escenario que hizo posible la modernización económica de México a través del despegue de la infraestructura industrial.
El ingeniero de minas Santiago Ramírez (1841-1922) publicó en el mismo año en las páginas de El Minero Mexicano otro artículo sobre el valor de los minerales frente a la madera como energía industrial. El interés de los profesionales de la minería estuvo en insistir al público que los combustibles eran el “germen fecundo de prosperidad y de riqueza” por ser la base de todos los ramos económicos modernos, ya que encerraban “en su propia sustancia el agente universal a cuya poderosa acción nada [se resistía], cuyos efectos se [utilizaban] en todos los usos” que el hombre había ideado.46 La amplia tradición de la mineralogía y la ingeniería de minas que desde el final del siglo XVIII estaba concentrada en el beneficio del oro y la plata, en la década de 1870 dio un giro hacia la extracción de metales industriales y energéticos que se demandaban en el extranjero, pero también como materia prima para el impulso industrial de México. Los ingenieros de minas se propusieron convencer al gobierno, los empresarios y la opinión pública de abandonar el corte empírico de maderas para abrir la puerta a los profesionales de la minería.
En el mismo tono, la “Estadística que la Diputación del Mineral del Chico remite a la Sociedad Minera Mexicana del territorio de su comprensión” (1873), dada a conocer en El Minero Mexicano, dejó ver que los bosques eran un recurso de gran valor para la industria minera para mantener el régimen de lluvias constante en cada distrito. Esta situación hacía posible que los ríos y manantiales locales gozaran de agua todo el año que estaba a disposición de la vida diaria de los mineros y para los motores de las máquinas empleadas en el desagüe de minas, moliendas y fundiciones de las haciendas de beneficio. En el Mineral del Chico, Hidalgo, la corporación minera se había esforzado en mantener un área vedada del bosque circundante para los fines expresados. No obstante, algunos talamontes furtivos cortaban árboles, por lo cual la Diputación decidió establecer la Comisión de Bosque constituida por seis celadores que recorrían a diario la zona para hacer cumplir el reglamento de veda.47 La “Estadística…” revela otro interés de los ingenieros de minas respecto de los árboles, ya que además de la competencia entre madera y carbón para generar energía, los bosques eran un recurso imprescindible para asegurar agua constante para el funcionamiento de la minería mecanizada en todas sus fases, así como dotar del vital líquido a las poblaciones mineras.
La SMM que congregó a los interesados en la explotación de las minas, en particular ingenieros, se propuso expresar en sus órganos impresos su punto de vista sobre los bosques para influir en la opinión pública. Hoy sabemos que en la competencia entre el carbón vegetal y el mineral, el segundo se aianzó como el principal combustible hasta la extracción moderna de petróleo en el siglo XX. En lo que los miembros de la SMM carecieron de fuerza fue la conservación de zonas boscosas aledañas a los distritos mineros para mantener los recursos hídricos. Una aspiración compartida con otros practicantes de la botánica como se mencionará a continuación.
Los árboles y la conservación
Hasta aquí los escritos de las cuatro revistas científicas capitalinas muestran el aprovechamiento de las especies arbóreas en diversos rubros. Sin embargo, otro grupo de artículos se encaminó a la conservación de los bosques ante el visible deterioro en varias regiones mexicanas. Por esta razón, amateurs y profesionales de la ciencia efectuaron diversos estudios para conocer si la deforestación tenía consecuencias dañinas a la sociedad, como la erosión, los cambios en el sistema de drenaje natural, la modificación del régimen de lluvias, la extinción de especies, incluso el encarecimiento de materias primas, o si tales situaciones se debían a otras causas naturales.48 Éstos publicaron opiniones acerca de la importancia de que el Estado regulara la explotación maderera para mantener el “equilibrio” de la masa forestal para asegurar su aprovechamiento racional por largo tiempo, lo que “no significaba el rechazo a toda actividad de explotación”.49
La conservación en el siglo XIX se refería a “prevenir de la destrucción o del agotamiento los recursos naturales […] defendiendo paralelamente una explotación equilibrada, es decir, no esquilmadora o despilfarradora del medio físico”.50 Esta concepción se aprecia en México desde 1869 cuando los redactores del Boletín… emitieron un panorama de la rápida destrucción de los bosques mexicanos, pues
[…] espacios enteros cubiertos poco tiempo antes de arboledas [aparecían] desnudos o sembrados de cebada o trigo. El consumo de leña de las panaderías, baños, locomotoras, fábricas de loza, [era] enorme y diariamente se [derribaban] y [destruían] doble o triple número de árboles del que sería necesario, si se hiciese un corte ordenado. Otro tanto [podía] decirse de los árboles que se [destinaban] para labrarlos para objetos de las artes o la industria. Tiempo [llegaría], y no [estaba] remoto, en que [se tuviera] necesidad de [importar] madera de Estados Unidos y Rusia. En cuanto a las minas, [había] infinitas que no se [trabajaban] por falta de combustible o por el alto precio de las maderas necesarias para andamios y edificios. La Sociedad [creía] uno de sus deberes y, acaso el más sagrado, de llamar la atención del gobierno, de los gobernadores de los estados, de los ayuntamientos y de los hacendados, para que en la parte que les [tocaba] y, según sus facultades y posibilidad, [contribuyeran] a contener el mal.51
Los redactores perfilaron el conjunto de actividades económicas que afectaban de forma directa el arbolado, casi todas ellas tradicionales, sin las cuales la sociedad mexicana carecería de recursos para ampliar el proceso modernizador. Resalta que la SMGE se consideró un cuerpo de intelectuales capaz de dirigir las acciones científicas encaminadas a detener y, de ser posible, revertir el proceso de deterioro ambiental. Hay que recordar que entonces era la agrupación mexicana de mayor longevidad y que la SMHN estaba recién formada, mientras que la AMM se centraba en el ámbito médico-farmacéutico. Como seguimiento de la situación ambiental, los redactores incluyeron los escritos de los abogados Hilarión Romero Gil (1822-1899) y Antonio Salonio (1841-¿?) para que la opinión pública conociera el estado de los bosques y pedir el auxilio “de las personas instruidas de los estados” y así reemitieran datos y observaciones locales, para que la SMGE elaborara un perfil del general de la situación. Este exhorto antecedió al dictamen de 1870 acerca de la importancia de formar una colección de especies arbóreas. En este sentido, los miembros de las SMGE fueron construyendo un proyecto de inventario, estudio y conservación de los árboles entre 1869 y 1876.
Romero Gil publicó, a nombre de la Junta Auxiliar de Guadalajara, el escrito “Destrucción de los bosques en el Estado de Jalisco” (1869) para ofrecer a los socios un panorama de “ese mal existente en los países bárbaros o poco civilizados”.52 El apelativo de “bárbaro” para una sociedad que dilapidaba su riqueza natural es constante en los discursos conservacionistas de la época, pues las pautas racionales mostraban que preservar los bosques daba la oportunidad de aprovecharlos por varias generaciones, en lugar de derribarlos para usos doméstico o agrícola. La constante participación de las juntas auxiliares regionales reforzó el papel de la SMGE como agrupación centralizadora del conocimiento científico y árbitro de las necesidades de la nación. De esta manera, la Sociedad acopió año con año datos, objetos y proyectos referentes al tesoro botánico de México. Esto fue seguido por las otras sociedades científicas de la época, pero bajo objetivos médico-farmacéuticos, mineros y naturalistas.
Antonio Salonio en el “Reglamento para la conservación y aumento de bosques” de 1845, año en que era gobernador del Departamento de Veracruz, estableció que:
Capítulo I. Juntas Conservadoras de arbolados y sus atribuciones. Art. 1º. A los ocho días de publicado el presente reglamento se instalará en las cabeceras de partido una junta que se denominará Junta Protectora de Arbolados. Art. 2º. Serán vocales natos de esta junta el prefecto o subprefecto como presidente, el párroco, el síndico del ayuntamiento (donde lo haya y donde no, el juez de paz menos antiguo) y dos individuos labradores que nombrará la respectiva prefectura o subprefectura [...] Art. 5º. Son obligaciones de las juntas: […] II. Proponer al gobierno las reformas, adiciones o variaciones que estimen conducentes al objeto a que ella se dirige. III. Dictar por sí las disposiciones que le competa […] a la conservación de bosques y arbolados. IV. Remitir al gobierno anualmente un estado especificativo de los bosques existentes en el partido […] Hacer que se vigilen los cortes de maderas bajo las reglas que se contienen en esta ordenanza y las que se prescriban.53
El reglamento de 1845 fue incluido en el Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística en 1869 por la vigencia del deterioro forestal. En primer lugar salta a la vista la erección de juntas locales para resguardar los recursos botánicos como medida para ayudar al Poder Ejecutivo Departamental en solucionar tal situación. La élite de cada partido, que valoraba a la ciencia como guía en las “mejoras materiales”, conformaría cada junta y tendría como primera responsabilidad proponer las medidas que se ajustaran a la realidad de su jurisdicción. También es interesante la mención a las estadísticas anuales de cada partido que, al remitirse a la capital departamental, formarían un perfil regional para distinguir las situaciones locales. Un procedimiento adoptado décadas después por la SMGE mediante las juntas auxiliares. Es claro que la vigilancia de los bosques correría a cargo e la élite local, pero bajo un reglamento único para todo el departamento. Aunque esta propuesta careció de uniformidad en todo el departamento, sentó la base para que en otras regiones y algunas instancias científicas se propusieran sistematizar la conservación forestal.
Un año después, Manuel Payno (1810-1894) publicó “Bosques y arbolados” a manera de un dictamen leído en la SMGE “pensando que [pudiera] servir de complemento o de ampliación para ilustrar una discusión que [era] de todo punto útil a la República” una vez que las autoridades nacionales, regionales y locales se concienciaran de la gravedad de la situación. El autor se pregunto: ¿Quién había cuidado y cuidaba de los bosques? ¿Qué reglas se habían seguido en este ramo? ¿Qué penas se aplicaban a los que quemaban, talaban y arruinaban los bosques? Y afirmó que tales interrogantes eran de la mayor envergadura si se consideraba que “la plata no [hacía] más que salir de la minas y ponerse en camino para Veracruz, y a veces ni aún el beneficio de la acuñación [dejaba], mientras las maderas y los bosques [daban] la existencia a poblaciones enteras”.54 En efecto, la minería se concentraba en ciertas regiones del centro y norte del país, mientras que prácticamente todas las entidades políticas de México explotaban los árboles en los rubros analizados páginas arribas. De ahí que el autor supusiera que la lora era un recurso igual o más valioso que los minerales. Payno, como vocero de los hombres de ciencia, propuso que la SMGE,
1°. Suplicará al gobernador del Distrito mandar las noticias siguientes: Primera. El número de expendios de leña, madererías, carpinterías y carbonerías [de] la ciudad. Segunda. El número de baños, panaderías, bizcocherías, herrerías, fábricas diversas movidas con agentes de vapor, y la cantidad de leña y carbón que [consumían] diariamente. 2°. Suplicará al señor administrador de la aduana de la capital que remita una noticia de las maderas, leña y carbón introducidas por las garitas en los años fiscales de 1867 a 1870. 3°. Suplicará a los gobernadores de los estados de México, Hidalgo y Morelos que remitan una noticia de los montes que [hubiera] en sus respectivas demarcaciones [...] 4º. Suplicará a los directores de ferrocarriles de Puebla, Guadalupe y Tlalpan que envíen una noticia del consumo diario de leña.55
La iniciativa de Payno reafirmó las acciones encaminadas por la SMGE desde 1869 para erigirse en el cuerpo científico que velaría por la preservación de los bosques, a la vez que reunía material para conocer el estado en que avanzaba la deforestación en el centro del país. Para ello, la Estadística sería una ciencia imprescindible para la elaboración de leyes del ámbito regional y federal. Dicha iniciativa se vincularía con la colección de maderas mexicanas para determinar la gravedad de la explotación en cada región y especie.
Por último, el socio Manuel Balbontín (1824-1894), coronel de Artillería, publicó “Los bosques” (1873) para denunciar el “furor insensato” que envolvía a los habitantes de la República al abatir “los bosques sin calcular los graves perjuicios que [resultaban] a la nación de semejante barbarie y la fatal herencia que [se legaría a los] descendientes”.56 Como ejemplo de la situación que privaba en el país al inicio de la década de 1870, Balbontín escribió que la hacienda de Aguanueva, Coahuila, conocida por la batalla del 7 de enero de 1811 entre los insurgentes del general José Mariano Jiménez (1781-1811) y los realistas del brigadier Antonio Cordero y Bustamante (1753-1823), así como por un enfrentamiento en la guerra entre México y Estados Unidos, había sufrido un grave deterioro ambiental. El relato del coronel narró que la hacienda “era un oasis, lleno de agua y de vegetación frondosa” que acogía al viajero después de varias horas de camino en medio de una vegetación semiárida. En 1872 el autor atestiguó que la hacienda ya no era ese célebre paraíso, pues el dueño había talado el bosque y “en vez del arroyo de agua pura que saturaba el ambiente de agradable frescura”, los habitantes gastaban fortunas en acarrear el agua “para no morir de sed”.57 El testimonio de Balbontín relejó los cambios ambientales producto de malas decisiones por parte individuos, quienes al desconocer las bases científicas de la explotación silvícola, destruían su fuente de riqueza. La relación intuitiva entre árboles y agua que se estableció en el último tercio del siglo XIX dentro de las agrupaciones científicas, fue fruto de amplios debates en las siguientes décadas.
Las propuestas para conservar los bosques mexicanos se basaron en el interés de los intelectuales como garantes de la vigilancia de los recursos naturales ante las élites locales y el Estado. A partir de la Estadística y la Historia Natural, los amateurs y profesionales reunidos en las corporaciones científicas dieron los primeros pasos hacia una representación del deterioro del ambiente nacional. Esto también se evidencia en otros escritos como “Noticias estadística del Distrito de Tacámbaro” (1872) de Antonio Gual y Julio Magaña, miembros de la Junta Auxiliar de Tacámbaro de Codallos, Michoacán, y de forma anónima se publicó “Plantación de árboles” (1875) en El Propagador Industrial.
Consideraciones finales
La historia del asociacionismo mexicano en los siglos XIX y XX aún es tema abordado de forma superficial, pues las revistas de las cuatro sociedades aquí analizadas, aunque son bastante conocidas en la historiografía de la ciencia mexicana, se les ha explorado más para conocer el devenir de las disciplinas científicas que los objetivos asociacionistas. También la dinámica de las agrupaciones culturales de carácter regional y de las juntas auxiliares de las corporaciones de la Ciudad de México carecen de más investigaciones profundas. Además, falta conocer de manera más clara el entramado de agrupaciones regionales y si sus intereses estaban relacionados o no. Ejemplo de ello es la relación entre los miembros de las asociaciones y la transformación ambiental del país.
El estudio de las especies arbóreas da pie a conocer la vida pública de las sociedades científicas capitalinas al entender los objetivos que compartieron, la gama de profesionales y amateurs de la Historia Natural que pertenecieron a varias de ellas, los proyectos económicos que impulsaron desde la racionalidad científica, entre otras cuestiones. De esta forma, se tienden lazos entre la historia de la ciencia y la historia ambiental, pero también con la historia económica, política y regional.
Es interesante que el tema vegetal congregó a distintos grupos de profesionales y una variedad de amateurs repartidos en varias partes de México, quienes de forma colectiva emprendieron una serie de investigaciones sobre los recursos del territorio. La historiografía de la ciencia mexicana centrada en el último tercio de la centuria ha señalado en reiteradas ocasiones que ingenieros, médicos y farmacéuticos se encargaron de la investigación científica y ha dejado de lado la valiosa y continua participación de los amateurs. El estudio de ambos grupos proporciona un análisis más complejo y profundo de la práctica de las ciencias naturales mexicanas del que se contempla en la actualidad.
La muestra hemerográfica analizada fue un corpus de investigaciones silvícolas desarrollado entre 1869 y 1876 como parte de los primeros pasos que los practicantes de las ciencias naturales dieron hacia la modernización de la economía mediante la investigación científica que dictaba las pautas del aprovechamiento y conservación racionales de la lora. Esto con el objetivo de crear un mercado nacional que vinculara los centros regionales de explotación de recursos naturales entre sí y con las metrópolis que los demandaban, así como con el paulatino crecimiento de la industria nacional. Los científicos mexicanos señalaron las vías en que era posible aprovechar los recursos silvícolas para atraer capitales.
También es patente que los autores se desempeñaron como colectores botánicos, quienes hicieron posible continuar el inventario de la inmensa lora nacional, a la vez que algunos poseían los medios para hacer experimentos, como el caso de la terapéutica. Éstos, de igual manera, se vincularon a las instituciones y escuelas científicas, al ámbito gubernamental regional y nacional, y a los empresarios, por lo que los órganos impresos de las agrupaciones de las que formaron parte buscaron interlocutores en esta triada.
Es necesario emprender investigaciones que retomen el papel de las agrupaciones científicas, tanto en el estudio de las especies de árboles en las décadas de 1880 a 1910, como en la gama de objetos científicos que se sometieron a rigurosas investigaciones por los socios, como los metales industriales, el agua, el petróleo, entre muchos otros. También hace falta comprender si los escritos de las agrupaciones capitalinas representaron un interés local o nacional, y cómo fue la recepción de los escritos por el público regional.