El 16 de abril de 1850, el presidente José Joaquín de Herrera decretó una ley sobre provisión de obispados que rigió hasta la promulgación de la constitución de 1857. Su objetivo era posibilitar el nombramiento de obispos en un momento en que la arquidiócesis de México y las diócesis de Puebla, Michoacán y Linares vivían una vacante episcopal que, en casos como el angelopolitano, databa de 1847. El nuevo ordenamiento jurídico tocaba dos elementos centrales de la relación entre la Iglesia y el Estado desde la independencia: el patronato y la provisión de obispos. Las posiciones de los dos poderes se habían definido ya en 1822 y se habían reafirmado en la primera reforma liberal de 1833: mientras los regímenes de Iturbide, y más tarde, de Valentín Gómez Farías arguyeron que el patronato subsistía en el gobierno nacional en virtud de ser éste el nuevo señor del territorio y el protector de la Iglesia, así como de ser un derecho inherente a la soberanía del Estado, la jerarquía eclesiástica argumentaba que el patronato había cesado con la independencia respecto a España, pues aquél se había cedido al rey de Castilla en lo personal y sólo podría obtenerse por concesión pontificia.1 Las discusiones entre regalistas y canonistas -por utilizar los términos de Charles Hale- dieron paso a la búsqueda de un concordato que no llegó a firmarse a pesar de que México mantuvo, con algunas interrupciones, una representación diplomática ante la Santa Sede desde 1825.2 En el fondo, como ha observado Brian Connaughton, a partir de la década de 1820 había una búsqueda de acuerdos prácticos entre la religión y la política a pesar de los intensos debates eclesiológicos que existían en el país desde la consumación de la independencia.3
En este contexto, la ley del 16 de abril de 1850 significó un esfuerzo del gobierno de José Joaquín de Herrera por alcanzar un acuerdo aceptable entre los actores involucrados -gobierno federal, cabildos catedrales, la Santa Sede e incluso las elites regionales- que permitiera preconizar obispos con la aprobación del poder civil y el beneplácito de los canónigos de las diócesis vacantes. El asunto no era trivial: según el artículo tercero de la constitución de 1824 -restaurada con el acta de reformas de 1847-, la nación estaba obligada a proteger a la religión católica "por leyes sabias y justas", postura que se ratificó en las bases que establecieron la dictadura en abril de 1853.4 A reserva de exponer la cuestión en detalle más adelante, el decreto del 16 de abril estipulaba que, en tanto se arreglara definitivamente el patronato, la provisión de las mitras se haría a través de tres etapas: primero, los cabildos catedrales enviarían una o dos listas con candidatos al episcopado; el gobierno elegiría al posible obispo de entre ellos y pediría la opinión de los gobernadores interesados para que avalaran al elegido; finalmente, el presidente presentaría al seleccionado ante la Santa Sede, para que fuera preconizado.5
El objetivo de este artículo es analizar la forma en que funcionó la ley del 16 de abril entre su promulgación y la dictadura de Antonio López de Santa Anna, el último régimen que la aplicó; a partir de las provisiones episcopales cubiertas en el periodo, buscó mostrar los límites de los acuerdos Iglesia-Estado entre 1850 y 1855, antes de que la independencia entre instituciones fuera considerada por la segunda generación de liberales mexicanos; con base en la documentación del Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, argumento que la ley del 16 de abril funcionó como un marco jurídico que garantizaba la negociación entre el gobierno federal, la jerarquía eclesiástica y la Santa Sede, en aras de nombrar un mitrado que fuera aprobado por los tres actores en cuestión. Al reconocer que no tenía el derecho de patronato, el gobierno federal permitió que los canónigos - previamente consultados- aceptaran conceder el derecho de presentación al presidente de la república y, más aún, que los gobernadores de los estados ejercieran la exclusiva sobre los posibles mitrados.6 Al mismo tiempo, este mecanismo dio pie a que la curia pontificia aceptara la presentación del ejecutivo federal como una gracia no definitiva -es decir, sin la concesión del patronato a través de un concordato-, en el entendido de que sería Roma quien decidiera en última instancia la preconización o no de un obispo. Así, la legislación fue eficaz en tanto que reconoció la preeminencia de la Santa Sede en el gobierno de la Iglesia mexicana, y garantizó a la jerarquía eclesiástica promover a aquellos eclesiásticos que juzgaba más aptos para el episcopado sin rechazar la participación del poder civil en el proceso. En suma, quiero destacar la importancia de esta ley como un mecanismo que, postergando la solución definitiva del patronato y la provisión episcopal -evitando así un conflicto latente desde la intendencia-, permitía la negociación entre Iglesia y Estado en el marco de una renovación del episcopado.
Como se verá en las páginas siguientes, la aplicación de esta legislación varió en los distintos obispados. Los procesos de Chiapas, Michoacán, Guadalajara y Puebla hacen evidente que la búsqueda de acuerdos no siempre garantizó una provisión episcopal que satisficiera a las partes interesadas. En Chiapas y Guadalajara el proceso siguió los cauces institucionales; la provisión de Linares se complicó con la muerte del elegido; en Michoacán la posición radical del nuevo mitrado ante su juramento civil retardó la posesión del obispo y en Puebla la negativa de la Santa Sede de preconizar al candidato del gobierno mexicano mostró los límites de este acuerdo de mutuas concesiones. Así, este trabajo ilustra los matices regionales de la negociación entre las diversas jerarquías diocesanas y el gobierno federal, así como la incapacidad de éste para garantizar que su presentación fuera respetada en todos los casos por Roma. De hecho, la Santa Sede dejó claro al gobierno mexicano que la solución era aceptable porque permitía la provisión de las diócesis vacantes y por el respeto que se otorgaba a los cabildos catedrales en la selección de candidatos, pero ello no significaba una concesión del patronato al régimen liberal. En suma, estas páginas plantean que los límites de la ley del 16 de abril fueron la preeminencia de la Santa Sede en el nombramiento de obispos en la república, los afanes de una mejor carrera eclesiástica entre el clero y el papel de algunos nuevos obispos en la defensa de lo que juzgaron los derechos de la Iglesia.
La difícil relación entre la Iglesia y el Estado mexicanos con respecto a la provisión de obispos ha sido ya señalada por la historiografía. Michael P. Costeloe ha argumentado que en la década de 1850 la presentación de obispos se resolvía mediante un acuerdo entre la Iglesia y el Estado, que operaba a través de la aceptación del derecho de presentación del poder civil por parte de la jerarquía eclesiástica y en esa medida dependía de la aceptación de las partes.7 Para Brian Connaughton, después de la guerra de 1848 hubo un esfuerzo de conciliación entre la Iglesia y el Estado que, en última instancia, se hizo visible por la capacidad del poder civil para ejercer un "patronato virtual", uno de cuyos ejes era el nombramiento de obispos.8
Esto ocurrió en el marco del desencanto por la derrota entre la clase política, lo que llevó al surgimiento de un nuevo conservadurismo, más crítico, liderado por Lucas Alamán.9 Para Marta Eugenia García Ugarte las provisiones de la década de 1850 fueron posibles gracias al interés del Estado nacional, la jerarquía eclesiástica y la Santa Sede de garantizar el orden y la estabilidad del régimen y la sociedad, fortaleciendo con ello al régimen de Antonio López de Santa Anna a partir de 1853.10
Aprovechando estos avances historiográficos -inmersos en problemáticas más amplias-, este artículo aporta una reflexión en torno al patronato por medio del análisis particular de la provisión de obispos y en la forma en que la ley del 16 de abril de 1850 se aplicó en las distintas diócesis mexicanas. Al hacerlo subraya la diferenciación diocesana del clero y, en fin, muestra que los cabildos catedrales ejercieron un papel importante en el diseño de nuevas normas institucionales -más apegadas a los cánones- para el gobierno de la Iglesia mexicana, convirtiendo al clero en un actor que contribuyó a la búsqueda de soluciones legales que permitieran garantizar la gobernabilidad del país y la normalidad de la Iglesia como mecanismos para superar el desastre de la guerra con Estados Unidos.11
Para mostrar el funcionamiento y los límites del mecanismo de provisión de obispos, he dividido el artículo en dos apartados; en el primero me concentro en las provisiones de Chiapas, Guadalajara y Michoacán, con el fin de evidenciar la forma en que la legislación permitía un acuerdo entre los actores involucrados, si bien la posición final de los elegidos -como Clemente de Jesús Munguía- acerca del patronato podía alterar el resultado del acuerdo; en el segundo apartado analizo en detalle el ejemplo más evidente de los límites de la ley: la provisión de Puebla entre 1850 y 1853. En ella la Santa Sede, después de una amplia negociación diplomática, se negó a preconizar al obispo presentado por el gobierno nacional y optó por otro candidato, lo que llevó al episcopado angelopolitano al mitrado de Chiapas, José María Luciano Becerra y Jiménez. Este proceso mostró que la aplicación de la legislación dependía del acuerdo y la voluntad de las partes; sin él, la Santa Sede nombraría obispos sin reconocer la presentación y negando incluso las instancias del gobierno mexicano. Al hacerlo, la labor conjunta de Roma y los canónigos mexicanos reafirmaba un punto que estaba detrás de la problemática de las provisiones episcopales: que México no había recibido el patronato como una concesión expresa de Roma y, por lo tanto, la Iglesia debía regirse con base en la normativa canónica.
Nombrar obispos según la ley
El gobierno moderado de José Joaquín de Herrera asumió como una de sus principales tareas la reorganización del país después de la guerra con Estados Unidos, fortaleciendo a las autoridades federales hasta donde era posible en un contexto de amplia disputa pública por el destino de México.12 Uno de los temas sujetos a discusión era el problema eclesiástico y más en concreto, la injerencia que el poder civil podría tener en el nombramiento de obispos para las extensas diócesis mexicanas, en el marco del patronato. El problema había cobrado relevancia en octubre de 1847, cuando falleció el obispo de Puebla, Francisco Pablo Vázquez, quien en 1836 había sido nombrado delegado apostólico para formar los procesos de provisión episcopal.13 Su muerte formaba parte, además, de un proceso natural de renovación generacional que había iniciado un año antes con la muerte del arzobispo Manuel Posada y Garduño, y se completaría en 1850 cuando falleció el obispo de Michoacán Juan Cayetano Gómez de Portugal.14
Este último año, el régimen de Herrera debió ocuparse ya del nombramiento de obispos. El 8 de enero de 1850, el ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, Marcelino Castañeda, consultó al magistrado Juan Bautista Morales acerca de la posibilidad y los mecanismos para nombrar obispos que paliaran las necesidades pastorales del país. En su respuesta, Morales recordó que Pablo Vázquez había sido delegado por el papa Gregorio XVI para la provisión episcopal, y expresó el mecanismo básico de nombramiento de obispos en México desde 1831: los cabildos eclesiásticos de las sedes vacantes eran consultados acerca de los candidatos idóneos para ocupar la mitra en cuestión; después de remitir sus propuestas "el Supremo Gobierno... elige a la persona que va a presentar a Su Santidad a fin de que se sirva expedirle [el papa] las bulas correspondientes". Además, recordaba que elegir un buen sacerdote era fundamental, pues "el obispo no solamente debe enseñar y explicar los dogmas católicos, sino lo que es más difícil, y para lo que no basta una instrucción mediana, defenderlos de palabra y por escrito de los ataques de los hereges [sic] e incrédulos, además de ser un modelo de virtud para todos sus feligreses".15 Morales reiteraba: si bien la presentación recaía en el gobierno mexicano, éste debía consultar "en lo privado" con los cabildos, para "estar bien persuadido de que la persona que presenta tiene las recomendables cualidades que exige la dignidad episcopal".16 En suma, la respuesta de Morales mostró que el poder civil estaba interesado en solucionar la falta de obispos en México y tenía especial cuidado en contribuir a la selección de los mejores candidatos -quienes debían tener un claro perfil pastoral-, pero al mismo tiempo estaba consciente de que debía evitar intervenir en aspectos propios de la jurisdicción eclesiástica.
El modelo general descrito a Marcelino Castañeda tenía sus orígenes en la provisión de obispos realizada en febrero de 1831, gracias a las gestiones del entonces canónigo de Puebla y primer ministro plenipotenciario de México ante la Santa Sede, Francisco Pablo Vázquez. El 17 de febrero de 1830, el presidente Anastasio Bustamante había decretado que sin perjuicio del patronato Vázquez debía pedir la provisión de las diócesis vacantes con obispos titulares; según se estipulaba, los propuestos serían elegidos por los cabildos y, después de ejercer la exclusiva, serían aceptados por el gobierno civil. Vázquez los presentaría ante la Santa Sede en nombre del presidente de México.17 Al explicar este procedimiento a Roma, Vázquez argumentó que la elección de los obispos debería ser aceptada por el pontífice, pues si bien el poder civil presentaba de hecho a los futuros mitrados, sólo se hacía tras la elección de ellos por los cabildos respectivos, y no utilizando cualquier presunción de patronato. Con ello, argumentaba el enviado, el mecanismo de provisión capitular mostraba que México era respetuoso de la disciplina eclesiástica, tomando a ésta como el método más seguro para el gobierno de la Iglesia.18 Este proceso se reveló exitoso cuando el recién ascendido papa Gregorio XVI nombró obispos titulares para México; entre ellos destacaron el propio Francisco Pablo Vázquez como obispo de Puebla, y los mitrados Juan Cayetano Gómez de Portugal y José Miguel Gordoa para Michoacán y Guadalajara, respectivamente. A partir de 1836, como ya he señalado, el mitrado angelopolitano se encargó de las nuevas provisiones episcopales hasta su muerte en 1847. Así, por ejemplo, él resolvió el proceso del primer arzobispo de México nombrado tras la independencia, Manuel Posada y Garduño. Su muerte, sin embargo, hizo menester buscar nuevas soluciones para la provisión episcopal.
La respuesta llegó en 1850, durante el régimen del presidente José Joaquín de Herrera, con el decreto del 16 de abril de aquel año, sobre provisiones episcopales. En concreto, la nueva norma estipulaba que, en tanto se arreglara definitivamente el patronato, la provisión de las mitras debía ceñirse a seis reglas, a saber: 15 días después de la muerte del obispo el cabildo en sede vacante debía enviar al gobierno "una lista de los eclesiásticos beneméritos en quienes a su juicio debe proveerse la vacante", en la cual se apuntarían al menos tres personas que cumplieran con los cánones y que fueran mexicanos de nacimiento. Si el gobierno lo consideraba necesario, pediría al cabildo una segunda lista, con el mismo número de personas propuestas; en ella, al menos un tercio de los enlistados debía ser foránea a la diócesis. Una vez recibidos los nombres de parte de los canónigos, el gobierno las enviaría a los gobernadores cuyos estados estuvieran en el límite de la diócesis, para que expresaran su opinión sobre las personas propuestas. Después de recibir la respuesta, "el Gobierno Supremo elegirá de entre las personas a la que juzgue más digna, y la presentará a Su Santidad en la forma que ha hecho hasta aquí".19 Como puede verse, en líneas generales reproducía el modelo de provisiones establecida por Anastasio Bustamante en 1830: previa consulta a los cabildos de las sedes vacantes y la posibilidad de los gobernadores de ejercer la exclusiva, el presidente seleccionaba uno de los candidatos propuestos por los capítulos -usualmente el primero de la lista catedralicia- y lo presentaba a la Santa Sede para su preconización. Con este mecanismo se establecía un acuerdo entre el poder civil y la jerarquía eclesiástica que, concediendo la presentación al presidente y asegurando que rigiera la opinión de los canónigos, permitía la provisión de vacantes evitando al mismo tiempo la definición del problema del patronato.
Algunos casos mostraron que este acuerdo podía funcionar: la traslación del obispo Lázaro de la Garza y Ballesteros de Sonora a México es acaso la mejor muestra de ello. De hecho, en buena medida la ley era una respuesta del régimen liberal a la negativa de la Santa Sede de preconizar para la mitra de México al arzobispo de Cesárea, Juan Manuel Irisarri, después de la guerra con los Estados Unidos. Para dotar de cabeza a la arquidiócesis del país era menester, por tanto, elegir un candidato al que Roma considerara apto para el episcopado -como había señalado Morales- y consultar a los cabildos como se había hecho desde 1831. Sin duda, Lázaro de la Garza y Ballesteros tenía un perfil intachable. Había nacido en Montemorelos, en el Nuevo Reino de León, el 17 de diciembre de 1785, y se había formado en los seminarios de Monterrey y México; fue vicerrector del seminario mexicano y párroco del Sagrario Metropolitano, hasta ser nombrado obispo de Sonora en 1837. Desde entonces sirvió 12 años en la mitra más alejada del país -la sede de las Californias sólo sería erigida formalmente hasta 1840-, desde donde practicó una pastoral que destacó la importancia de los sacramentos en la vida cotidiana de los fieles.20
El 21 de mayo de 1853, por ejemplo, el gobierno federal escribió a De la Garza, señalándole que sería presentado para "la provisión del arzobispado" por el presidente de la república, en vista no sólo de "su virtud, sabiduría, versación en los negocios eclesiásticos y conducta verdaderamente apostólica", sino a que había sido elegido por el cabildo metropolitano en primer lugar de la lista que remitió al gobierno.21 Una vez que De la Garza aceptó el nombramiento, el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos se dirigió a José María Montoya, enviado de México ante la Santa Sede, para que el obispo de Sonora fuera presentado para su traslación ante el papa Pío IX, quien debía "confirmar su nombramiento" y emitir las bulas correspondientes.22 Gracias a estas medidas, el ahora arzobispo De la Garza pudo tomar posesión de México a principios de 1851.
Además del caso de Puebla al que volveré más adelante, para entonces ya se buscaba proveer la mitra de Michoacán, vacante por la muerte de Juan Cayetano Gómez de Portugal en abril de 1850 -el otro acontecimiento que obligó al gobierno a prestar mayor atención a la provisión de obispados. Desde el 22 de abril de 1850, el cabildo michoacano anunció la muerte del obispo Gómez de Portugal, refiriendo además que se había nombrado al canónigo Clemente de Jesús Munguía como vicario capitular.23 Los mecanismos para el nombramiento del nuevo obispo se ajustaron ya a la ley del 16 de abril: la primera lista de candidatos al episcopado fue enviada por el cabildo el 6 de mayo, y tres días después la segunda. Mientras el primer documento enviado había señalado en primer lugar al obispo de Durango, José Antonio Zubiría, seguido del doctoral de México José María Barrientos y el canónigo michoacano Pelagio Antonio de Labastida, la segunda fue encabezada por el vicario capitular Clemente de Jesús Munguía, seguido por el arcediano de Guadalajara Pedro Espinosa y Dávalos y el mitrado de Durango.24
Unos días después, las listas se enviaron a los gobernadores de los estados que cubría la diócesis, para que pudieran ejercer la exclusiva si lo deseaban -es decir, señalar algún candidato que no consideraran apto para el episcopado, el cual quedaría imposibilitado para ser nombrado mitrado. Juan Álvarez, de Guerrero, aprovechó el envío para recomendar a Clemente de Jesús Munguía, lo mismo que el gobernador de Michoacán; ninguno excluyó a alguien. Por su parte, el mandatario de San Luis Potosí señaló que estaba de acuerdo con los candidatos, y no se pronunció por ninguno.25 Con esta respuesta concluyó el periodo de consultas a los estados. Sólo restaba hacer el nombramiento por el gobierno federal. El 28 de junio de 1850 el ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos escribió al canónigo michoacano informándole que el presidente había decidido presentarlo para obispo de Michoacán ante la Santa Sede, en virtud de ser "el primero entre las propuestas por su venerable Cabildo eclesiástico", haber recibido "la recomendación altamente honorífica que ha merecido del Excelentísimo Señor Gobernador de aquel Estado y de otro de los comprendidos en la diócesis" y gracias a "su acreditada literatura... y las virtudes que en él resplandecen como Ministro del Santuario" y, por último, gracias al "acierto y moderación con que ha gobernado en otras veces y está gobernando esa mitra".26
A pesar de que el mecanismo legal funcionó bien y Munguía recibió la preconización de parte de Pío IX, la provisión capitular se complicó el 6 de enero de 1851, cuando el todavía vicario capitular se negó a prestar el juramento civil para recibir las bulas que lo instituían como obispo. Frente a una fórmula que hacía aceptar "desde ahora a las [leyes] que arreglaren el Patronato", Munguía apuntó que no podía jurar porque ello comprometía "los derechos y libertades de la Iglesia".27 El caso, que ya ha sido analizado por la historiografía,28 muestra que el problema del patronato era no sólo vigente en el primer lustro de 1850, sino que formaba parte de uno de los debates más amplios en lo que toca a la posición de la Iglesia frente al poder civil en los años previos a la reforma liberal.
Así pues, la provisión michoacana mostró uno de los límites que tenía la aplicación de la ley del 16 de abril: sólo sería funcional mientras la jerarquía eclesiástica mexicana aceptara que el gobierno federal hiciera uso del derecho de presentación y no buscara por ello atribuirse el patronato. Los acuerdos necesarios para que funcionara la ley sólo serían posibles mientras el régimen aceptara que lo recibía como concesión, no como un producto del patronato. Así, el caso analizado muestra que más que el uso de un patronato de facto, lo que normó las relaciones entre Iglesia y Estado en el segundo federalismo mexicano fue la búsqueda de acuerdos que descansaban no sólo en la necesidad de hacer concesiones por parte de uno y otro -el Estado aceptó no recibir el patronato, la Iglesia aceptó que aquel hiciera uso de la presentación y la exclusiva-, sino en la confianza de ambos actores en un momento en que la crisis política había llamado a la necesidad de garantizar la gobernabilidad del país mediante la paz, el orden y los acuerdos de los distintos actores políticos. En ese sentido, la ley analizada muestra que la Iglesia contribuyó a crear un ambiente de conciliación en aras de dotar de obispos al país -un aspecto fundamental para una nación que reconocía a la Iglesia como la única en el país y protegía al catolicismo con su propia constitución. Si bien Munguía tomó posesión de la diócesis de Michoacán después de retractarse de su primera posición en aras de la armonía entre Iglesia y Estado, su postura había mostrado lo difícil que sería llegar a acuerdos.29 El caso de Puebla, analizado adelante, mostró unos meses más tarde la posibilidad de encontrar mecanismos de negociación bajo el amparo de la ley del 16 de abril.
A pesar de estas posiciones, la búsqueda de acuerdos siguió funcionando en los años siguientes, afianzándose durante el régimen de Antonio López de Santa Anna. Al menos en tres de los casos que debió atender el régimen santannista es evidente que las concesiones al clero -Clemente de Jesús Munguía fue miembro del Consejo de Estado, y el conjunto de los mitrados fueron nombrados miembros de la restaurada orden de Guadalupe en su categoría gran cruz- permitieron que se aceptaran las reglas de la ley de provisión de una forma mucho más sencilla. La diócesis de Chiapas había enfrentado largas vacantes desde la independencia de México: el mercedario fray Luis García la gobernó entre 1831 y su muerte en 1834, y a partir de entonces no tuvo obispo hasta 1848, cuando José María Luciano Becerra -preconizado en 1839- se trasladó a San Cristóbal. Al ser enviado a cubrir la vacante de Puebla, la diócesis debió proveerse de nuevo. De inmediato iniciaron las gestiones para ofrecer un obispo a los fieles chiapanecos.
El 6 de mayo de 1853, el cabildo catedral de Chiapas se dirigió al ministro de Justicia y Negocios Extranjeros para señalarle las "circunstancias aflictivas en que se encuentra esta Santa Iglesia", por lo que era menester proveerla pronto de mitrado. "Con arreglo al decreto del 16 de abril de 850", los canónigos proponían para obispo, en ese orden, al doctoral de Puebla Francisco Suárez Peredo, al prebendado de Guadalupe Juan Quintana y al provisor también de Puebla Francisco Serrano.30 Marcelino Castañeda no pidió otra lista, sino que de inmediato informó a los candidatos, para saber si estarían dispuestos a trasladarse a aquella diócesis. Sin haber recibido respuesta, decidió nombrar a Suárez Peredo como obispo. Sin embargo, el doctoral renunció a la mitra, pues tenía "motivos poderosos de conciencia" que lo obligaban a mantenerse en Puebla. Al día siguiente, Santa Anna informó a Juan Quintana que sería presentado para ocupar la vacante; pero también renunció. Ante esto Marcelino Castañeda pidió una nueva lista de posibles candidatos, la cual llegó el 27 de junio. En ella se proponía al jesuita Basilio Arrillaga, al canónigo de Guadalajara Pedro Barajas y al franciscano de México fray Manuel Pinzón. El 5 de julio el presidente decidió presentar a Barajas, quien renunció el nombramiento. Fue menester una tercera lista, emitida el 1 de octubre, en la cual se mencionaba al chantre de Chiapas Francisco Guillén, al franciscano fray Felipe Navarro y al canónigo de Guadalajara Carlos María Colina.31 Fue él quien finalmente aceptó la mitra.
El 4 de noviembre de 1853, el todavía canónigo se dirigió a Marcelino Castañeda señalándole que a pesar de haber dudado aceptar la mitra -que le había sido concedida por una nota oficial del presidente el 28 de octubre-, se había resuelto finalmente a aceptarla dado que "todos mis actos serán encaminados únicamente a procurar su mayor honra y gloria [de Dios], el provecho y bien de las almas, el servicio de la Iglesia y de la Patria, que es a lo que debo aspirar como ministro del Altar y miembro de la gran familia mexicana".32 Finalmente, el 18 de julio Carlos María Colina prestó en Guadalajara el juramento para recibir las bulas que lo instituían obispo de Chiapas. Cuatro días antes había anunciado al cabildo de aquella diócesis que apenas recibida su consagración emprendería "mi camino para Chiapas", para atender las necesidades espirituales de la diócesis.33 El caso de Chiapas, en suma, reveló que durante el régimen de Santa Anna la búsqueda de acuerdos entre Iglesia y Estado fue más importante que las discusiones en torno al patronato que habían cobrado protagonismo en la provisión de Michoacán. Asimismo, mostró lo difícil que era para el cabildo chiapaneco y para el gobierno nacional que eclesiásticos con carreras destacadas y con ambiciones ligadas a sus diócesis o a otras sedes del México central aceptaran dirigirse a una diócesis alejada de la capital del país y conocida como una de las más pobres de la república. Así pues, otro de los límites a los que debía enfrentarse la aplicación de la ley era el interés de los clérigos destacados por mejorar su carrera eclesiástica -algo que no permitiría, claro está, desplazarse a la diócesis más alejada del sur. En este contexto, la convicción religiosa y republicana de Colina permitió encontrar una solución aceptable para el conjunto de los actores en torno a la provisión de Chiapas.
Así, pues, a lo largo del régimen de Santa Anna la negociación se impuso, gracias a la venia del poder civil y la jerarquía eclesiástica; en este marco, fue durante la dictadura y no en los gobiernos liberales de Herrera y Arista cuando las provisiones se hicieron con mayor facilidad. En Guadalajara, la muerte del obispo Diego Aranda en Sayula, el 17 de marzo de 1853, llevó a la provisión de la mitra a Pedro Espinosa. El caso es similar al ocurrido en Michoacán en 1850, pero con un desenlace muy distinto. Tres días después del fallecimiento de Aranda, el 21 de marzo, el cabildo tapatío nombró vicario capitular a Pedro Espinosa, quien más tarde sería nombrado como el primero de la lista de candidatos a obispo de la diócesis que los canónigos mandaron a México.34 La posibilidad de que Espinosa fuera nombrado obispo entusiasmó a las elites locales, quienes festejaron la candidatura y más tarde la preconización.35 Finalmente, el 2 de mayo de 1853, el presidente Antonio López de Santa Anna informó a Espinosa que sería presentado a la Santa Sede como obispo de Guadalajara, no sólo gracias a "sus talentos y erudición", sino a los "distinguidos servicios que ha prestado a la iglesia en su larga carrera" y aún más, gracias a que había aparecido como la primera opción en la lista de su cabildo.36 Así, Espinosa fue consagrado obispo el 8 de enero de 1854 y tomó posesión una semana más tarde.
La última provisión que se hizo bajo este modelo fue la del obispo de Puebla Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, quien debió recibir la mitra tras el fallecimiento del obispo José María Luciano y Becerra. El 27 de diciembre de 1854, el cabildo de Puebla informó al ministro Teodosio Lares que había elegido la lista para la provisión: en primer lugar se había seleccionado a Pelagio Antonio de Labastida, canónigo de Michoacán, seguido de Francisco de Paula Verea, Carlos María Colina y Francisco Suárez Peredo.37 Como había ocurrido años atrás, el gobernador y "varios habitantes" solicitaron que se nombrara como obispo a José Francisco Serrano, quien había fungido como provisor desde la muerte de Becerra. Una nota al calce mostró que las peticiones de los fieles no serían consideradas por el gobierno nacional ni por el clero, como era visible en las listas enviadas: "dígase que no habiendo venido propuesto, no puede hacerse el nombramiento".38 Finalmente, el 15 de enero de 1855 el presidente Santa Anna decidió presentar a Labastida para ser obispo de Puebla. El cabildo se mostró complacido: "al colocar al Señor Labastida en primer lugar de la lista, manifestó bastante su decisión por él, y es por lo mismo la asignación de Su Alteza Serenísima un testimonio público de su respetable juicio conforme al emitido por esta Venerable Corporación, que por lo tanto le debe y le tributa las más debidas gracias".39
Cuando el 16 de enero Labastida aceptó su designación se hizo evidente que la ley del 16 de abril de 1853 podía funcionar gracias al acuerdo entre la jerarquía eclesiástica y el gobierno nacional, incluso si ello significaba ignorar la petición de las elites locales, las cuales sólo eran escuchadas cuando coincidían con el sentir de los cabildos, como ocurrió en Guadalajara. Así, la ley mostró aún en 1855 que si había interés de buscar acuerdos, la ley podría funcionar. Por ello mismo, la reforma liberal canceló la aplicación de la ley. La flexibilidad de la legislación, basada en la negociación, no podría funcionar ya bajo un nuevo pacto constitucional ni ante la imposibilidad de diálogo que inició con la ley Juárez tan sólo 10 meses después de la preconización de Labastida y Dávalos como obispo de Puebla. Así, la ley de provisión de obispados funcionó por última vez precisamente en la diócesis donde había enfrentado el mayor desafío para su aplicación, entre 1850 y 1853.
Los límites de la negociación
En 1850, la ley del 16 de abril llegó a la diócesis de Puebla tres días después. El 27 enviaron al gobierno la lista de eclesiásticos que consideraban idóneos para hacerse cargo del obispado: Ángel Alonso y Pantiga, deán y vicario capitular de Puebla; Pedro Espinosa, canónigo de Guadalajara, y José Antonio de Haro y Tamariz, canónigo angelopolitano.40
El 30 de abril, el ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos escribió al cabildo pidiendo una segunda lista, de acuerdo con la tercera regla del artículo primero de la ley del 16 de abril. La petición fue aceptada por el cabildo de Puebla.41 En la lista del 6 de mayo aparecía en primer lugar Joaquín Fernández Madrid, obispo de Tenagra in partibus infidelium y tesorero de México, seguido de José María Luciano Becerra, obispo de Chiapas, y Clemente de Jesús Munguía, canónigo y vicario capitular de Michoacán.42 En realidad, la propuesta de Madrid respondía a un señalamiento explícito del gobierno federal, que deseaba que él fuera nombrado obispo de Puebla.43 El 8 de mayo, Marcelino Castañeda envió la lista a los gobernadores. Entre el 10 y 16 del mismo mes, los mandatarios de los estados de México, Puebla, Veracruz, Guerrero y Oaxaca contestaron que no tenían inconveniente en que se presentara a ninguno de los seis propuestos.44
Sin embargo, el 21 de mayo el gobernador de Puebla escribió al ministro Paulino Castañeda, mostrando su preferencia. Baltazar Furlong sostenía que si bien "todos los señores que se postulan se hallan adornados de las virtudes y requisitos que para tal caso se exigen", el ayuntamiento y el gobierno del estado estaban a favor del nombramiento de Ángel Alonso y Pantiga, pues
[...] lo recomiendan, además de las circunstancias indicadas, el manejo no común que ha observado con las autoridades de este Estado, en las épocas que ha funcionado de Gobernador de la Sagrada Mitra, prestando una ciega obediencia a las Leyes; cuyas bellas cualidades le han granjeado el aprecio y veneración general, tanto de las autoridades como de los habitantes de esta parte de la República.45
A pesar de esta misiva, que expresaba la voluntad de las elites locales, José Joaquín de Herrera eligió presentar a Joaquín Fernández Madrid ante la Santa Sede para ocupar la diócesis de Puebla. En su carta, el presidente sostenía que su decisión descansaba en que el obispo de Tenagra "se ha consagrado a desempeñar el Ministerio episcopal", y a lo largo de su carrera eclesiástica había mostrado "su infatigable dedicación a promover el bien espiritual de sus semejantes", y un "noble desinterés", "sin otro aliciente que el de las buenas acciones en las almas generosas".46 La decisión fue comunicada de inmediato a Fernández Madrid y a los canónigos de Puebla.47
El 7 de junio, el cabildo angelopolitano escribió una escueta nota a Fernández Madrid. Se daban por enterados de que había sido escogido para ser presentado, y le manifestaban su "complacencia por la elección hecha en su persona".48 El 19 de junio contestó el remitente, diciendo que aún no había decidido admitir el obispado. En julio, los cabildantes angelopolitanos le escribieron de nueva cuenta, pues no habían tenido noticias desde aquella carta. Según la misiva, el cabildo había "acordado llamar la atención de V.S.Y... sobre los males que de su indecisión se siguen a esta Diócesis, y tanto más graves, cuanto que mudado el personal del Supremo Gobierno en la próxima elección de Presidente, no se puede saber, qué ideas serán las que haya en orden a la provisión". Además, le recordaban que "el espíritu de la Iglesia es que las iglesias sean prontamente provistas de Pastores", y si ya había sido designado obispo de la de Puebla, "no ha de retardar por más tiempo ponerse a la cabeza de ella... ni ha de permitir se exponga este rebaño por hallarse sin propio pastor, a las asechanzas del lobo".49
El 25 de agosto Madrid resolvió aceptar la mitra. La tardanza se debía, según decía al ministerio de Justicia, a que para trasladarse a aquella diócesis "tenía que hacer costosos sacrificios, y vencer muchas graves dificultades". Sin embargo, concluía, "he resuelto aceptar el referido sobreponiéndome en todo, por el servicio del Señor en el que estoy dispuesto a sacrificar mi vida".50 Dos días después, el 27 de agosto, comunicó su decisión al vicario capitular.51 Aunque el cabildo recibió la noticia de la aceptación el mismo día, escribió a Madrid hasta el 7 de septiembre.52 En la carta agradecía su decisión y evitaba repetir, decían, una felicitación que ya habían hecho tres meses antes.53 El 14 de septiembre, llegó una carta en la que Fernández Madrid informaba de nuevo al cabildo haber aceptado la mitra;54 el cuerpo eclesiástico de Puebla acusó de recibido.55 Fue la última comunicación que estableció con el obispo de Tenagra.
El proceso canónico formado para el traslado de Madrid llegó a Roma en noviembre. En México se esperaba que el papa Pío IX nombrara a Madrid obispo de la diócesis de Puebla sin mayor problema. Sin embargo, el asunto se complicó. Según informó José María Montoya, el 31 de noviembre envió el proceso canónico al secretario de Estado, Cardenal Antonelli, esperando tan sólo que le fuera notificada la fecha de preconización. Sin embargo, el cardenal informó a Montoya que Pío IX retardaría su decisión, con el argumento de que no estaba seguro de que la Iglesia angelopolitana estuviera "suficientemente dotada", pues según había sido informado -seguramente por el cabildo de Puebla, apuntó Montoya-, con la erección de la diócesis de Veracruz, la mitra poblana "no tendrá suficiente para el culto y conveniente decoro del obispo".56
Montoya advirtió al gobierno que el argumento era dudoso, y era posible que ésa no fuera la verdadera causa del retraso.57 El 11 de enero de 1851, el cardenal Antonelli escribió a Montoya insistiendo en que la razón de no proceder a la provisión de la mitra poblana era una cuestión decimal, por la erección de la diócesis de Veracruz.58 Según el Cardenal, si en 1845 la Santa Sede había obsequiado la erección del nuevo obispado era debido a que no tenía noticias acerca de la situación de los diezmos en México. Sin embargo, ahora Roma sabía el daño que causaría la erección de Veracruz a la iglesia de Puebla, "la cual después de los últimos acontecimientos de México había perdido mucho de su primitivo esplendor y de las abundantes rentas que con ventaja del culto y de los fieles gozaban muchas Iglesias de México". Así como la Santa Sede había erigido Veracruz por celo pastoral, el decoro de la Iglesia y el culto, ahora debía proveer de "manera estable, segura e independiente la dotación de la Iglesia de Puebla, la que con toda razón se puede considerar una de las más insignes Iglesias de América". Por tales motivos, a pesar de que el gobierno había nombrado un favorito, el papa no entraría en discusiones acerca del hombre indicado para ocupar la mitra.
Las sospechas de Montoya pronto quedaron confirmadas. En junio de 1851, Antonelli le informó que la tardanza no se debía a un problema de reparto decimal, sino a que el papa no tenía "la plena convicción de la idoneidad de la misma persona, para gobernar una Iglesia de tanta importancia; y añade que no sólo no consta que reúna las calidades de ciencia, gravedad y pericia en el manejo de los negocios, sino que hay graves fundamentos para dudar que los reúne".59 Concluyó aseverando que, dado que el papa quería "la prosperidad e incremento de la religión católica en la República Mexicana, preferiría que una Iglesia de tanta importancia fuera provista en un sujeto que estuviese dotado de las mismas cualidades que adornaron al último obispo de aquella diócesis".
Montoya confesó que no sabía la naturaleza de los informes que se habían recibido en Roma, aunque reiteró la posibilidad de que hubieran llegado del cabildo de Puebla. Sostuvo que, desde su perspectiva, se podía "dar entero crédito a los sentimientos que expresaba la nota". Para apaciguar la reacción que se podría tener en México ante esta noticia, Montoya recordó a Paulino Castañeda que la Santa Sede solía reservarse la aprobación final de las personas propuestas por los gobiernos, aun en países donde se había otorgado el patronato. Por ello, "ni en el caso presente se hace nada que no se haya practicado con otros gobiernos". Finalmente, Roma dio su última palabra. El 13 de julio de 1851 el cardenal Antonelli apuntó que Pío IX estaba "un poco agitado" con el problema de la provisión poblana, pues dado que se trataba de "una diócesis tan interesante", debía tener "un pastor provisto de cualidades distinguidas de ciencia, gravedad y pericia en el manejo de los negocios, dotes que no sólo no consta que las posea el Y. S. Madrid, sino que se tiene grave fundamento para dudar que él mismo las reúna en su persona, estimable por otra parte por su piedad y costumbres". Por ello, el santo padre "prefería por lo mismo proveer aquella Iglesia con otra persona más idónea, que reuniese en sí las cualidades expresadas arriba, y que no perdiese comparándola con las acciones ilustres y memorables ejemplos de su glorioso predecesor", en beneficio incluso del gobierno mexicano.60
El 31 de agosto Paulino Castañeda envió una carta a José María Montoya. Le comunicaba que la presentación de Madrid para ocupar la mitra tenía "por objeto que la Iglesia de Puebla sea gobernada por un pastor que reúna las cualidades todas que quería encontrar Su Santidad en la persona de aquel prelado".61 Aquel había sido propuesto como obispo no sólo por el cabildo de Puebla, sino por el de México y Nuevo León, lo que mostraba su "mérito eminente y una aceptación general en la república". Acaso, decía el ministro, "su trato, su franqueza y la sinceridad de sus sentimientos dan un carácter de viveza a sus expresiones y conducta, que podrá interpretarse severamente por las personas que han informado a Su Santidad como falta de gravedad, ciencia o pericia en el manejo de los negocios". Empero, tenía los conocimientos y las virtudes que se podían exigir a un obispo, e incluso había sido diputado y senador de la república. Con tales antecedentes, Castañeda esperaba que se desvanecieran las dudas del pontífice, y nombrara a Madrid como "un bien para la Religión y el Estado". Montoya respondió el 20 de diciembre de 1851 que, aun después de haber escuchado las razones del presidente, Pío IX creía que se debía buscar otra persona para cubrir la vacante de "una diócesis de tanta importancia".62
Para evitar mayores contrariedades, Joaquín Fernández Madrid escribió al papa. Además de expresarle su dolor por el hecho de que la Santa Sede hubiera escuchado "relatos falsos y calumniosos, y lo haya creído por eso indigno de ocupar el gobierno de alguna diócesis", el obispo de Tenagra "renunció voluntariamente a cualquiera esperanza de promoción a dicho Obispado".63 Además de insistir en las razones ya expuestas, Pío IX dijo a Madrid que no lo había nombrado para no cargarlo "con un peso que ciertamente no habría podido soportar en tiempos tan difíciles para la Iglesia". Con ello, el papa había dejado a salvo su conciencia.64 Esta posición llevó a la búsqueda de un nuevo candidato para ocupar la mitra de Puebla. El elegido sería un clérigo con amplia carrera eclesiástica y política: el obispo de Chiapas José María Luciano Becerra y Jiménez. En efecto, desde su papel como diputado constituyente en 1824 y de ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, así como canónigo de Puebla y vicario capitular entre 1847 y 1848 antes de partir a su diócesis, Becerra acumulaba ya una amplia trayectoria de servicios dentro del cabildo de Puebla y como legislador y funcionario civil en el México independiente. La posibilidad de que Becerra recibiera la mitra de Puebla se negoció primero entre el gobierno federal y el propio obispo. De hecho, antes de cualquier notificación oficial, el 2 de marzo de 1852 el cabildo catedral de Puebla recibió un oficio de Becerra y Jiménez; en él comunicaba al capítulo que el obispo de Tenagra había "renunciado voluntariamente a cualquier esperanza de promoción a la diócesis de Puebla", y en su lugar el presidente Arista había decidido postularlo para ocupar la vacante.65 Becerra, claro, había aceptado.
Una vez confirmada la decisión por el gobierno federal, Arista informó al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos que había decidido postular a Becerra para ocupar la mitra de Puebla, vacante desde el 7 de octubre de 1847, y libre tras la renuncia de Madrid. La elección del obispo de Chiapas se hacía conforme a la ley del 16 de abril de 1850, pues había sido postulado por el cabildo catedral, y por sus méritos personales: "su probidad y constante celo apostólico... la ciencia no común, gravedad y pericia en el manejo de los negocios y ejercicio en la administración eclesiástica".66 Arista destacó en la presentación, una a una, las cualidades que Pío IX pedía en el nuevo obispo. En marzo, el gobernador, el cabildo y el antiguo chantre de Puebla se dieron por enterados.67
Becerra escribió de nueva cuenta a su cabildo el 5 de abril de 1852; reiteraba haber sido trasladado a propuesta del presidente. Aceptó, pues así daría "a ese Obispado mis últimos servicios, así como casi puedo decir que le he prestado los de toda mi vida".68 El 27 de septiembre de aquel año fue preconizado obispo de Puebla.69 El 18 de diciembre de 1852, al enterarse, se dispuso "a dirigirse sin demora" a su nueva diócesis. Para poder entrar visitando las parroquias a su paso, pidió hacer el juramento en Oaxaca.70 El 31 de diciembre, el Senado dio el pase a sus bulas.71
Como se ve, la provisión de Puebla, iniciada tras la promulgación de la ley del 16 de abril de 1850, había abierto ya en diciembre de 1851 un debate entre el cabildo, el gobierno mexicano y la Santa Sede que mostró los límites que permitía la negociación en torno a las provisiones episcopales entre Iglesia y Estado en el segundo federalismo mexicano. Por un lado, el gobierno de Herrera había impulsado la candidatura de Fernández Madrid, pues no sólo lo consideraba un clérigo de buenas costumbres, sino un fiel aliado del gobierno, como había mostrado al defender dentro de su cabildo la posibilidad de conceder préstamos al gobierno durante y después de la guerra con los Estados Unidos. Así, mostró que a pesar de lo que señalaba la ley, el régimen federal podría aprovechar la legislación para imponer candidatos cómodos para el propio régimen. Por otra parte, el cruce de cartas entre Madrid y los canónigos poblanos hizo evidente que si bien el cabildo de aquella diócesis aceptó la propuesta federal, ello no significaba la aceptación ni una colaboración estrecha. En ese sentido, la imposición había mostrado las diferencias dentro del clero y cuán difícil sería la convivencia entre la jerarquía poblana en caso de concretarse la provisión en favor del tesorero mexicano. Fue esta pugna interna la que en última instancia llevó a la Santa Sede a evitar la preconización del candidato propuesto por el gobierno mexicano. Así, ante la imposibilidad de negociar, la ley perdió el margen de maniobra que había mostrado en otros casos. Roma había mostrado que el nombramiento de obispos era una atribución exclusivamente suya, toda vez que no había concedido el patronato a la nación, y por otra parte, la jerarquía poblana mostró que en el México republicano la relación con Roma era un aspecto fundamental para evitar no sólo la intromisión excesiva del poder civil en el gobierno eclesiástico, sino la llegada de un miembro que no sería bien aceptado por los capitulares poblanos. La ley, en suma, sólo podía aplicarse de común acuerdo entre las partes interesadas; si una de ellas -y en este caso Roma y el cabildo poblano- no aceptaba la intervención del otro, la legislación tendría límites insalvables que evitaban la negociación entre el poder político y el religioso.
En el ámbito diocesano, la decisión del gobierno de imponer a Madrid como presentado fue una muestra, para las elites poblanas, de que llegado el caso, el Estado nacional podía imponer su decisión por encima de los consensos angelopolitanos. Los compromisos entre las elites nacionales eran mayores que los pactos locales. Ello implicó que Ángel Alonso y Pantiga quedara fuera del obispado, en contra de la voluntad del ayuntamiento, el gobierno del estado y el cabildo eclesiástico de Puebla. Ciertamente, a Pantiga le afectaba su pasado: había sido diputado en las Cortes de Cádiz, y con el obispo Pérez Martínez, había firmado el manifiesto de los Persas en 1814, a favor del absolutismo de Fernando VII.72 Un absolutista, convencido o no, no podía ser nombrado obispo en los días de la república, a pesar de que tuviera tras de sí amplios consensos regionales.
La elección de Fernández Madrid fue una afrenta para el cabildo de Puebla; por ello establecieron relaciones ríspidas con el obispo de Tenagra desde los primeros días de 1851, y por otra parte, como todo parece indicar, empezaron a enviar representaciones a Roma en contra de la probidad moral y la capacidad de Madrid. El rechazo no sólo era fruto del apoyo capitular a Pantiga, quien ciertamente se había erigido en un verdadero pastor sin mitra durante la larga sede vacante. Era también un rechazo a una íntima cercanía entre Iglesia y Estado. Vázquez había criticado el apoyo extremo que Irisarri había dado al gobierno nacional de México; para los capitulares poblanos, la misma postura se daba en Madrid, y como Vázquez, la creían contraria al proyecto de la Iglesia mexicana que querían. Madrid ponía en riesgo la autonomía de la Iglesia que tanto se había defendido en la diócesis desde 1833. Para evitar el contacto tan íntimo con el Estado, los canónigos poblanos recurrieron a la Santa Sede. En 1850, pensar en Roma era una manera de establecer límites a la injerencia del Estado en la jurisdicción eclesiástica. Ello no implicaba un sometimiento al santo padre en el sentido ultramontano, sino una defensa de la independencia frente al Estado.
Los mecanismos para solucionar este impasse llevaron al gobierno federal, ya en manos de Mariano Arista, a buscar una solución distinta que permitiera nombrar un candidato aceptable para las dos partes. La elección de Becerra fue satisfactoria, como mostró la posibilidad de elevarlo a la mitra de Puebla a fines de 1852. Por un lado, Becerra había destacado como un mitrado cercano al régimen, pues había sido ministro y diputado en varias ocasiones; de hecho, su carrera se había afianzado en la ciudad de México.
Al mismo tiempo, Becerra era un clérigo destacado, pues había sido canónigo de Puebla e incluso fue vicario capitular tras la muerte del obispo Francisco Pablo Vázquez, entre 1847 y 1848. A principios de 1853 la ley de provisión de obispos mostró que era flexible y podría abrir ámbitos de negociación; también había demostrado, empero, que ante la imposibilidad del diálogo de una de las partes sería necesario buscar nuevos mecanismos para las provisiones episcopales. Si bien esta postura pudo atenuarse por unos años con las provisiones de Espinosa en Guadalajara y Labastida en Puebla, el fin del régimen de Santa Anna y el avance de la reforma liberal eliminarían la aplicación de la ley de 1850.
Conclusiones
La ley del 16 de abril de 1850 sobre provisión de obispados representó un esfuerzo del gobierno mexicano y de la jerarquía eclesiástica por hallar salidas negociadas al proceso de renovación generacional del episcopado mexicano y a la necesidad de conciliar intereses en aras de garantizar la paz y el orden en el país; con su promulgación se hizo evidente que la atención pastoral de los fieles seguía siendo importante no sólo para los actores eclesiásticos, sino para el gobierno civil, fuera el liberalismo moderado de Herrera o Arista o la dictadura abiertamente proclerical de Antonio López de Santa Anna.
En conjunto, la ley abrió un espacio de negociación entre el gobierno nacional, los gobiernos locales, los cabildos catedrales y la Santa Sede, que permitió la conciliación entre estos actores al asumir cada uno concesiones a su propia posición. Así, el gobierno federal aceptó que no poseía el patronato, pero al pedir las listas de candidatos a los cabildos consiguió que los canónigos aceptaran concederle el derecho de presentación al presidente de la república y más aún, que los gobernadores de los estados ejercieran la exclusiva sobre los posibles mitrados. Este mecanismo dio pie a que la curia pontificia aceptara la presentación del ejecutivo como una gracia no definitiva -es decir, sin la concesión del patronato a través de un concordato-, en el entendido de que sería Roma quien decidiera en última instancia la preconización de un obispo. La legislación fue eficaz en tanto reconoció la preeminencia de la Santa Sede en el gobierno de la Iglesia mexicana, y garantizó a la jerarquía promover a los eclesiásticos que juzgaba más aptos para el episcopado sin rechazar la participación del poder civil en el proceso. Por ello se repiten los nombres en las distintas diócesis. En suma, la ley fue un mecanismo que permitió la negociación entre la Iglesia y el Estado respecto al nombramiento de obispos al tiempo que postergaba la solución definitiva del patronato.
Sin embargo, su aplicación sólo era posible si los diversos actores eclesiásticos aceptaban la negociación. Así, la provisión de Michoacán mostró que el desconocimiento de los obispos a la legitimidad del gobierno para presentar candidatos o para gestionar el patronato impediría cualquier acuerdo. Aún más, la de Puebla -con la que cierro este artículo- hizo evidente que la posibilidad de que la ley funcionara dependía de acuerdos no siempre posibles. Así, el proceso que llevó a la mitra a Becerra ofreció varias lecciones a los actores involucrados. La Santa Sede dejó claro que el nombramiento de obispo era una prerrogativa exclusivamente suya; el gobierno nacional se percató de que su papel en la presentación dependía del acuerdo con los cabildos; las elites locales se dieron cuenta de que no tenían voz efectiva en las provisiones y, finalmente, los canónigos constataron que ellos eran los actores clave en las provisiones diocesanas. No es casual que el cabildo de Chiapas haya tomado la iniciativa ante su vacante en 1853, y que Espinosa haya alcanzado el episcopado tapatío tras ser el primero de la lista capitular. En Puebla, el cabildo pudo darse cuenta de que recurrir a Roma era un modo de garantizar su preeminencia a la hora de nombrar obispos, y constató que la Santa Sede era una aliada en la defensa de la autonomía de la jerarquía eclesiástica en el gobierno de la Iglesia. La defensa de la jurisdicción eclesiástica, por tanto, estaba por encima de una ley que hacía fundamental un acuerdo entre la Iglesia y el Estado en México y en Roma para las provisiones capitulares. En suma, la ley tenía sus límites: la preeminencia de la Santa Sede en el nombramiento de obispos en la república, la fortaleza de los cabildos catedrales en el gobierno de sus diócesis, los afanes de una mejor carrera eclesiástica entre el clero y el papel de los nuevos obispos en la defensa de lo que juzgaron los derechos de la Iglesia.