Introducción
El 6 de julio de 1795, el alcalde mayor de Chimaltenango informó al Real Tribunal del Protomedicato que el juez preventivo y el cura párroco de Tecpán, habían descubierto que los niños de ese pueblo estaban siendo atacados por una enfermedad parecida a la viruela.1 Aunque el mal se manifestaba de forma benigna ―no había causado ninguna muerte a pesar de que tenía un mes de haber aparecido―, José Felipe Flores, quien ejercía el cargo de protomédico, atendió el asunto de inmediato a fin de evitar que los tecpanecos llevaran el contagio a la ciudad de Guatemala, a la que solían viajar para vender el trigo y la harina que producían.2
Flores comisionó al licenciado José María Guerra para que se trasladara a Tecpán con la misión de «examinar las viruelas» que padecían los naturales y determinar si estas eran malignas o si eran las «que vulgarmente llaman volantes o locas que en la estación presente todos los años se dejan ver por todas partes sin que causen el menor cuidado».3 Transcurridos algunos días, Guerra regresó a la ciudad de Guatemala y presentó un informe ante el protomédico en el que relató que, si bien «han muerto [en Tecpán] cuatro indios de fiebres mortales», no había encontrado «ninguna erupción» en los cuerpos de los fallecidos.4 Por lo tanto, aseguró que el mal que afectaba a los moradores de ese pueblo era, para fortuna de todos, el de las viruelas locas.
La preocupación que la supuesta presencia de la viruela en Tecpán provocó entre los integrantes del Protomedicato se debió al creciente temor de las autoridades de Guatemala de que esta enfermedad se cebara de nuevo sobre los habitantes del reino. Y es que, en agosto de 1794, una nueva epidemia de viruela se había hecho presente en el territorio guatemalteco. Procedente de Tabasco, el mal arribó al occidente de Chiapas y se extendió, en un lapso de diez meses, a casi todos los pueblos de esa intendencia. Pese a que los caminos que unían a Chiapas con el resto del reino fueron cerrados, la viruela apareció en enero siguiente en la alcaldía mayor de Totonicapán, ubicada a unos 200 km de la ciudad de Guatemala.
A principios de 1795 nada parecía detener el avance de la epidemia. Sin embargo, a lo largo de cuatro meses ―de abril a agosto de 1795― las autoridades guatemaltecas, en especial los funcionarios distritales y los párrocos de Quetzaltenango, Soconusco, Suchitepéquez y Totonicapán pusieron en cuarentena a los pueblos infestados, aplicaron un estricto cordón sanitario y, para sorpresa de propios y extraños, frenaron los contagios. Así, el flagelo no logró avanzar más allá de la región de Los Altos5 y llegar a la ciudad de Guatemala, desde donde se hubiera esparcido sin mayor dificultad al resto de los pueblos y ciudades del reino.
La exitosa contención de la epidemia en Guatemala se diferenció por completo de lo que ocurrió en la Nueva España. Tras llegar a Tehuantepec procedente de Chiapas, la viruela se esparció a lo largo y ancho de ese reino a pesar de que las autoridades buscaron frenar su avance aplicando una serie de medidas para aislar a los enfermos y cortar las comunicaciones con las provincias afectadas (Cook, 1982; Espinoza y Miranda, 2010: 72-79; Molina, 2008: 8-10; Molina, 2019: 186-188).
La epidemia de viruela de 1793-1798 ha llamado mucho la atención de los estudiosos de la historia de la población, de la salud y de la ciencia en la Nueva España.6 La importancia que se ha dado a esta epidemia en la historiografía colonial no se debe tanto a la cantidad de muertes que ocasionó, pues en realidad mató a menos personas que la de 1779-1780. Más bien, el interés en ella radica, primero, en que fue el último brote importante de viruela antes de la introducción de la vacuna de Jenner;7 segundo, en que durante esos años las autoridades civiles y religiosas aplicaron una serie de medidas ⸺algunas muy innovadoras⸺ con la finalidad de detener el avance de la enfermedad y aminorar su impacto demográfico; y, por último, en que existen fuentes abundantes para estudiarla, ya que en varias provincias los funcionarios del gobierno español levantaron informes ⸺unos más detallados que otros, eso sí⸺ en los que registraron el número de personas que enfermaron, sanaron y fallecieron (Cook, 1982: 302-303).
Estos esfuerzos reflejaron cambios importantes en la manera de entender y enfrentar el problema de la salud y la enfermedad por parte de las autoridades civiles y religiosas. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, en Europa había comenzado a ganar terreno el argumento de que las enfermedades no tenían un origen providencial sino que eran provocadas por causas naturales que los hombres podían conocer, estudiar y erradicar.8 Esta idea, nacida del pensamiento ilustrado, cobró gran importancia cuando las monarquías europeas ⸺influenciadas por los teóricos del mercantilismo⸺ se convencieron de que era imprescindible fomentar el crecimiento de la población para alcanzar un mayor grado de prosperidad y riqueza (Jori, 2013). Por consiguiente, un modo de impulsar el aumento demográfico era combatir las causas de las enfermedades que más habían afectado «la salud pública y de los particulares».9
En el caso de España, la convicción de que el bienestar físico de las personas era necesario para la prosperidad del Estado fue la base de una política sanitaria que tuvo como propósito erradicar ciertos males, entre ellos la viruela, en todos los territorios de la monarquía (Jori, 2012).10 En este sentido, la Corona y sus agentes asumieron que la salud y la enfermedad eran asuntos que el Estado debía atender recurriendo a medidas que tenían como propósito «preservar [a los vasallos] del contagio».11 Así, pues, cuando la viruela atacó gran parte del territorio de Guatemala y Nueva España durante la segunda mitad del decenio de 1790, el aislamiento de enfermos, la habilitación de lazaretos, la apertura de cementerios alejados de los poblados, la imposición de cuarentenas y cordones sanitarios y la aplicación a gran escala de la inoculación fueron algunas de las acciones desplegadas para detener los contagios y minimizar el número de decesos.
En este trabajo se busca mostrar que durante la epidemia de viruela de 1794-1795, las autoridades del reino de Guatemala pusieron en marcha una campaña sanitaria que consistió, por un lado, en adaptaciones regionales y locales de las disposiciones emitidas por la Corona desde el decenio de 1780 con la finalidad de erradicar este mal; y, por el otro, en iniciativas originales emprendidas por los funcionarios y médicos guatemaltecos. Por ello, se analizan las medidas adoptadas para atender a la población afectada por la viruela y para detener el avance de la peste, la participación de los subdelegados, alcaldes mayores, corregidores y párrocos en su aplicación y, por último, los alcances que tuvieron en esta estrategia.
La epidemia
Hasta su erradicación en 1977, la viruela fue una de las enfermedades infectocontagiosas más temidas por los seres humanos. Este mal es causado por un virus conocido como variola (perteneciente a la familia de los poxvirus, en particular al género de los orthopoxvirus) que se divide en dos clases: la variola mayor ⸺más común y mortal⸺ y la variola minor ⸺menos común y mortal⸺ (Valdez, 2010: 29-32). Hoy en día sabemos que la viruela se trasmite de persona a persona ya sea por estar en contacto directo con un infectado o por tocar objetos contaminados con el virus (Valdez, 2010: 29). En gran medida, el temor que esta enfermedad generaba en las sociedades del pasado se debía a su elevada letalidad (que oscilaba entre 20% y 50%) y a las secuelas físicas que dejaba en los supervivientes, quienes podían quedar ciegos y presentar diversas cicatrices en la cara y el cuerpo.
Al parecer, la viruela llegó al territorio de lo que sería el reino de Guatemala antes que los conquistadores españoles. Procedente del centro de México, donde había alcanzado una condición epidémica (McCaa, 1999), la enfermedad apareció por primera vez en Centroamérica en 1520. Si bien se carece de fuentes que permitan conocer las consecuencias demográficas de este primer embate de la viruela, se sabe que «la mortandad [que ocasionó] fue terrible» (Memorial de Sololá, 1999: 184). Por ende, cuando las tropas al mando de Pedro de Alvarado ingresaron a Guatemala, la población india ya había sufrido un primer retroceso (MacLeod, 1980: 33-34).
Desafortunadamente, no se tienen estudios que den cuenta de las distintas epidemias de viruela que el reino de Guatemala conoció a lo largo del periodo colonial.12 Sin embargo, derivado de los estudios realizados por Murdo MacLeod (1980) y George Lovell (2015), y por algunos documentos depositados en archivos de España, Centroamérica y México, se sabe que durante el siglo XVIII y en las primeras dos décadas del XIX se suscitaron, por lo menos, seis epidemias de viruela en el territorio guatemalteco (1733, 1760, 1780, 1794, 1802 y 1814),13 siendo la de 1780 la más devastadora de todas.14
Ahora bien, desde 1790 llegaron a la Ciudad de México noticias de que en distintas partes de la Nueva España estaban apareciendo brotes de viruela. En particular, destacaron los informes que enviaron las autoridades de Campeche, Tabasco y Yucatán, en los que se dejaba ver que el número de contagios crecía de forma vertiginosa en esas provincias. Para 1793 comenzó a hablarse abiertamente de que en aquella parte del reino este mal había provocado una epidemia que no tardaría en extenderse a Tehuantepec y Guatemala (Cook, 1982: 298-300; Molina, 2008: 3-7).
Los pronósticos se cumplieron. Desde Campeche, la viruela se propagó a Tabasco y, por medio de la red de ríos y caminos que unían esta provincia con el reino de Guatemala, llegó a la intendencia de Chiapas entre marzo y abril de 1794. Todo apunta a que Quechula, cuyo puerto fluvial recibía parte de las mercancías que llegaban de Tabasco a Chiapas, fue el primer pueblo en verse afectado por la epidemia (Ruz, 1989: 156-158).15
En unas cuantas semanas, los primeros casos de viruela aparecieron en Tuxtla, lugar donde se almacenaban las mercancías llegadas desde Tabasco mientras se enviaban a Tehuantepec y Guatemala. Es posible que el inicio de la temporada de lluvias,16 a partir de mayo, dificultara el avance de la epidemia, de manera que fue a mediados de agosto cuando los habitantes de Ciudad Real ⸺que era la capital de la intendencia⸺ comenzaron a padecer el embate de la enfermedad.17 Aun cuando el intendente de Chiapas, Agustín de las Cuentas, comunicó de inmediato que la viruela se había hecho presente en su distrito y el Real Tribunal del Protomedicato respondió con una serie de medidas para frenar los contagios,18 la epidemia se empezó a diseminar con mayor velocidad una vez que las precipitaciones terminaron. Para febrero de 1795 ya había logrado invadir la totalidad de los partidos que integraban la intendencia.
La facilidad con la que la viruela se expandió desde Ciudad Real al resto de Chiapas no resulta difícil de explicar. A esta urbe acudía un número importante de indios y ladinos provenientes de distintos pueblos para pagar sus tributos, vender los frutos que cosechaban, solicitar la intervención del intendente en causas judiciales y comprar herramientas de trabajo y otros enseres de uso cotidiano; de modo que la epidemia encontró en estas personas un medio ideal para propagarse a las regiones que mantenían fuertes relaciones políticas y económicas con la capital provincial.19 Así, entre finales de octubre de 1794 y principios de febrero de 1795, se reportaron los primeros contagios en Socoltenango, San Bartolomé y Comitán, ubicados en el partido de Los Llanos,20 y en Bachajón, Ocosingo, Sitalá, Tila y Tumbalá, localizados en el partido de Zendales (Contreras, 2013: 364-365).
Aunque el Camino Real que unía la ciudad de Guatemala con Chiapas fue bloqueado, la epidemia logró sobrepasar los límites de esta intendencia y en las primeras semanas de 1795 se hizo presente en algunos pueblos de la alcaldía mayor de Totonicapán.21 Todo apunta a que los responsables de ello fueron los habitantes de San Mateo Ixtatán, quienes ignoraron las restricciones impuestas por las autoridades y, haciendo uso de caminos secundarios que ellos conocían bastante bien, siguieron acudiendo a los pueblos chiapanecos infectados.22 Por otro lado, en abril de ese año, el subdelegado de Soconusco informó que la peste había llegado al pueblo de Tonalá ―ubicado cerca del camino que unía Tuxtla con Oaxaca― y, trascurridos algunos días, al de Pijijiapan (véase Mapa 1).23
A pesar de que el subdelegado puso esas dos localidades en cuarentena, sus esfuerzos fracasaron debido a que una joven logró burlar la vigilancia de las autoridades y, sin saber que estaba infectada, llegó a Tapachula, contagiando a algunos habitantes de ese lugar.24 Asimismo, sabemos que por vía marítima y terrestre la viruela pasó de Tonalá a la provincia de Tehuantepec, en Oaxaca, dando comienzo a la epidemia de 1796-1798 que tanto ha llamado la atención de los historiadores interesados en la Nueva España (Widmer, 1990: 38).

Fuente: elaboración propia con base en Lovell (2015: 224), Machuca (2010: 61) y Ruz (1989: 157) .
Mapa 1 Rutas de la epidemia en Chiapas y Guatemala
Si bien a principios de 1795 parecía que la viruela se movía inexorablemente hacia la capital del reino por dos frentes ―el primero por el Camino Real que unía esta urbe con Chiapas y el segundo por el Camino Real que comunicaba al Soconusco con Suchitepéquez―, la intervención de los jueces territoriales de Quetzaltenango, Totonicapán, Suchitepéquez y Soconusco y, probablemente, la llegada de la temporada de lluvias detuvieron el avance de la epidemia.25 A principios de 1796, pues, el reino de Guatemala se encontraba libre de este mal, lo cual contrastaba con lo que ocurría en la vecina Nueva España, donde la peste había logrado expandirse con gran velocidad y llegar, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por impedirlo, a la Ciudad de México (Molina, 2019: 186-188).26
Para «ahogar las viruelas»27 las autoridades guatemaltecas desplegaron una serie de medidas preventivas que ameritan ser analizadas con cierto detenimiento. Comencemos con la más innovadora de todas: la inoculación.
La inoculación
Desde la antigüedad se observó que una persona que enfermaba de viruela jamás volvía a contraer este mal.28 Por ello, desde hace unos dos mil años en China y la India, y después en otras partes de Asia y África, comenzó a practicarse la inoculación ―también llamada variolización―, que consistía en introducir la materia de la viruela en el cuerpo de individuos que jamás la habían padecido, con la finalidad de provocarles una infección benigna que los volvería inmunes a esta enfermedad (Pardo, 2013: 411).29
La inoculación se introdujo en Europa occidental durante la década de 1720, en Inglaterra. No obstante, su uso tardó en extenderse debido a que algunos sectores de la sociedad europea vieron esta práctica con desconfianza por las consecuencias indeseables que podía tener (Valdez, 2010: 33). Se sabía, entre otras cosas, que la infección inducida podía complicarse y conducir a la muerte y, además, que era de suma importancia aislar a los inoculados porque si estos entraban en contacto con individuos sanos y no inmunizados podían causar una epidemia.30 Dados estos inconvenientes, la variolización fue considerada en Europa, y en América a partir de la década de 1760, como una medida preventiva que solo debía echarse a andar cuando fuera inminente la aparición de un nuevo brote de viruela (Caffarena, 2016).
En Guatemala, al igual que en la Nueva España, la primera vez que la inoculación se practicó fue durante la epidemia de 1780.31 Aunque los resultados de esta campaña fueron positivos (Few, 2012: 313-315), sus alcances se vieron limitados debido al tibio apoyo que se recibió por parte de la Audiencia (Solórzano, 2014: 257-258), así como a que los alcaldes mayores y los párrocos (que fueron los principales encargados de esta tarea) no estaban preparados para transmitir la «buena viruela» a las personas,32 y a que muchos padres se opusieron a que sus hijos fueran inoculados.33
Habían trascurrido 14 años desde esta primera campaña, cuando la viruela apareció de nuevo en Guatemala. El 25 de octubre de 1794, José Felipe Flores, protomédico del reino, envió al intendente y al obispo de Chiapas una copia de la Instrucción sobre el modo de practicar la inoculación de la viruela que él había redactado con el fin de que los funcionarios distritales y los curas se prepararan para inmunizar a los habitantes de los pueblos atacados por la epidemia.34
El Protomedicato buscaba que esta operación permitiera minimizar las consecuencias demográficas de la peste (Few, 2010: 527-530). Así, la Instrucción, por un lado, retomaba algunos de los planteamientos que había formulado en la década de 1780 el médico Francisco Gil, cirujano del monasterio de San Lorenzo, según los cuales la mejor forma de erradicar la viruela era aislar los casos que fueran siendo detectados.35 Pero, por otro lado, el documento estaba inspirado en las ideas de José Felipe Flores y de sus facultativos, cuyas observaciones los habían convencido de que lo más apropiado para «atajar el contagio» de la viruela una vez que esta aparecía en algún pueblo era «proceder inmediatamente a la inoculación de todos los [niños] que hubiere en él».36 Esta postura se diferenciaba de la de Gil, quien en sus escritos renegó de la variolización por considerarla peligrosa e inconveniente (Gil, 1784: I-II).
La Instrucción sobre el modo de practicar la inoculación de la viruela se dividía, en esencia, en tres apartados. El primero, que era el más fiel a las ideas de Gil, indicaba cómo los jueces territoriales ―subdelegados, tenientes de subdelegado, alcaldes mayores, corregidores― y los curas debían proceder para detectar y aislar los casos de viruela que encontraran en sus pueblos. Se les pedía, por ejemplo, que pasaran de casa en casa examinando a los niños y que si encontraban alguno con calentura lo condujeran sin demora a un edificio, elegido exprofeso para este fin, donde permanecería encerrado junto con su madre «sin ninguna comunicación con lo restante del pueblo».37
En la segunda parte del documento, en la que se dejaban ver las ideas de Flores, se indicaba cómo se practicaría la inoculación. El procedimiento que se debía seguir era muy similar al que se adoptó en otros reinos americanos de la Corona española. A grandes rasgos, este consistía en empapar una lanceta o un chaye38 con el líquido contenido en las ámpulas que brotaban en los enfermos de viruela y, haciendo uso de este instrumento, realizar una picadura o un ligero corte en el brazo o la mano de una persona, procurando que el pus quedara depositado al interior de la herida.39
La tercera sección, que era la más original de la Instrucción, contenía una serie de indicaciones para curar a los inoculados haciendo uso de medios que estaban al alcance de cualquier familia india o ladina de Guatemala y Chiapas. Se recomendaba, por ejemplo, bajar la calentura de los enfermos con algunas plantas que crecían en los campos de las provincias afectadas por la epidemia ―como la flor de borraja y de violeta― y proporcionarles, para facilitar su recuperación, alimentos y bebidas que se consumían habitualmente.40 Algo que llama la atención es que se recomendara sangrar a los inoculados en caso de que presentaran una fiebre muy alta, pues en la Nueva España el uso de las sangrías ya era rechazado por las autoridades (Molina, 2019: 180).
La inoculación debía practicarse de preferencia en niños que tuvieran entre uno y 14 años, debido a que ellos habían nacido después de la última epidemia de viruela, aunque también se aconsejó inocular a los adultos que jamás hubieran sido afectados por este mal, e incluso a las jóvenes que estuvieran menstruando, quienes en la Nueva España no se consideraron aptas para recibir la «buena viruela» (Molina, 2019: 180). De esta manera, únicamente las embarazadas y los niños «enfermos de lombrices y calenturas de los dientes» debían ser excluidos de la campaña de variolización, ya que se pensaba que podían enfermar de gravedad y morir.
Dado que la inoculación debía practicarse solo en los lugares que ya estuvieran siendo afectados por la epidemia, los habitantes de los pueblos de la intendencia de Chiapas fueron los primeros en ser sometidos a esta operación. Sin embargo, antes de analizar los alcances de la campaña de variolización es conveniente dar cuenta de las dificultades que enfrentaron las autoridades provinciales y locales para aplicar la Instrucción redactada por Flores.
El primer problema con el que tuvieron que lidiar estuvo relacionado al aislamiento de los enfermos. Debido a «la falta de casas o haciendas acomodadas a donde trasladar a los primeros virolentos y estar ordinariamente llenas de muchachos las pocas que hay», fue muy difícil ―si no es que imposible― evitar que estos siguieran conviviendo con sus parientes.41 Además, a los alcaldes mayores y subdelegados no les fue fácil convencer a los padres de la importancia de separar a sus hijos del resto de la población en caso de que se contagiaran de viruela. De hecho, el subdelegado de Soconusco relató que en una ocasión se salvó por poco «de que la parentela [de una joven infectada] me apedreara» al momento de quererla trasladar a una casa ubicada en las afueras de Tapachula.42
A pesar de que la Instrucción estaba «acomodada a la naturaleza y modo de vivir de los indios», en ocasiones los encargados de llevar a cabo la campaña de variolización tuvieron que realizar las inoculaciones «en distinto modo y circunstancias que el método que se nos pasó». El médico y el cirujano de Ciudad Real indicaron que algunos puntos de la Instrucción ―por desgracia no señalaron cuáles― eran imposibles de practicar a causa del «temperamento y circunstancias del clima» de esa ciudad.43 En este sentido, no fue sencillo cumplir con la disposición de que los inoculados estuvieran resguardados del aire, ya que esto era «casi imposible en las casas de los indios» y tampoco se logró mantenerlos apartados de otras personas.44 De hecho, el intendente de Chiapas reconoció que en los pueblos y haciendas «algunos muchachos no inoculados se mezclaron con los que ya tenían la viruela» y por esta razón «pegaron la buena viruela a otros que habitaban juntos o inmediatos» a ellos.45
Asimismo, hubo individuos que no permitieron que sus hijos fueran inmunizados. Los moradores de los barrios de Ciudad Real, por ejemplo, «no admitieron la inoculación», y el subdelegado del Soconusco dio a entender al capitán general de Guatemala que los habitantes de esa provincia eran «incapaces de hacerse persuadir [de] los beneficios resultantes de ella».46 Aunque algunos historiadores han indicado que los indios fueron los más renuentes a inocularse, me parece que esta afirmación podría ser un poco engañosa.47 En principio, habría que preguntarse si los indios tenían una forma de pensar o de vivir distinta a la de otros grupos sociales que los hacía más proclives a rechazar la variolización y, en segundo lugar, habría que detenerse a observar en la documentación si no hubo casos en los que las castas e incluso los españoles también se negaran a ser inoculados.48 Por lo menos, las fuentes consultadas dejan ver que en Chiapas, el rechazo, cuando apareció, provino tanto de indios como de ladinos, de tal suerte que no es posible afirmar que los individuos pertenecientes a cierta calidad fueran más reacios a ser inoculados que aquellos que formaban parte de otra.49
Podemos conocer los alcances de la campaña de inoculación de 1794-1795 en la intendencia de Chiapas gracias a un informe que Agustín de las Cuentas envió en octubre de 1796 a la Corona para exponer los servicios que hizo «a la causa pública» durante el tiempo que ocupó el cargo de intendente de Ciudad Real, entre los cuales destacó su participación «en la cura de las viruelas que padecieron los indios».50
El documento, que incluye información sobre 29 pueblos y cinco ranchos, trapiches y haciendas,51 es una manifestación de la cada vez mayor propensión de los funcionarios reales a generar estadísticas que hicieran posible cuantificar el impacto económico y demográfico de los distintos fenómenos climáticos o biológicos (epidemias, plagas, sequías, hambrunas) que afectaban la vida cotidiana (Camacho, 2010: 100). Por ello, en su informe, el intendente registró el número de enfermos y fallecidos a consecuencia de la viruela natural, de inoculados, de inoculados muertos, de personas que se infectaron y sanaron y, además, de las víctimas mortales que provocó la epidemia de viruela de 1780. Es casi seguro que De las Cuentas haya incluido estos últimos datos para mostrar los beneficios de la inoculación, ya que, como él mismo indicó, la mortandad causada por la peste de 1794 fue, gracias a esta operación, tres veces menor que la que causó la de 1780.52
Si bien se podría pensar que el intendente exageró el número de personas inmunizadas y minimizó las cifras sobre los fallecidos para enaltecer la labor que él y sus subalternos realizaron, luego de contrastar su informe con los reportes redactados por los individuos encargados de llevar a cabo la inoculación,53 no se ha encontrado discrepancia en los datos contenidos en ambas fuentes. Por ello, se considera válido utilizar el informe presentado por De las Cuentas para conocer, de manera aproximada, los resultados de la campaña de inoculación de 1794-1795 en Chiapas.54
Lo primero que debe apuntarse es que esta operación no se hizo extensiva a todos los pueblos chiapanecos afectados por la viruela, ya que solo los habitantes de Ciudad Real y de los partidos de Los Llanos y Los Zendales fueron variolizados. Es casi seguro que esto se haya debido a que la epidemia estaba tan extendida en el occidente de la intendencia ―es decir, en la subdelegación de Tuxtla― que ya no tenía sentido inmunizar a los pobladores de esa área. En cambio, como vimos líneas arriba, cuando la Instrucción llegó a Chiapas, la viruela apenas se estaba haciendo presente en los pueblos ubicados al norte y al oriente de Ciudad Real, por lo que estos resultaron ser el escenario ideal para practicar la inoculación.
Sabemos que los encargados de supervisar la aplicación de la variolización fueron los comisarios subdelegados y, en especial, los párrocos junto con sus coadjutores. De hecho, los miembros del Protomedicato habían asignado a los curas dos tareas muy importantes. La primera era «hacerles entender [a los indios] el fin de esta providencia» y la segunda era proponer a los individuos «más hábiles y capaces para hacer la operación y cuidar a los enfermos».55 Así, al cabo de algunos días, la misión de inmunizar a la población fue encomendada a los tenientes de justicia, a los maestros de escuela, a algunos comisarios subdelegados y también a uno que otro cura que «había visto practicar [la inoculación] en […] el año de [17]80».56
Entre noviembre de 1794 y enero de 1795, en Chiapas se inoculó a 10 440 personas.57 La mayor parte fueron «muchachos» de entre uno y 14 años aunque también sabemos que «criaturas de doce días de nacidas» e «indios de 30 y 40 años» fueron inmunizados.58 Pero como se anunció antes, la campaña de variolización que se desplegó en Chiapas solo abarcó los partidos de Llanos y Zendales, en los cuales ⸺y destacar esto es muy importante⸺ vivía la mayor parte de los pobladores de Chiapas, es decir, unas 70 000 personas.59 Esto significa que 15% de los habitantes de estos partidos fueron inoculados, cifra que resulta muy significativa si se toma en cuenta que fue la primera ocasión en la que la inoculación se practicó de forma sistemática.
Si se cambia la escala de observación y se centra la atención ya no en los partidos, sino en las parroquias que los integraban, notaremos que la aplicación de la inoculación fue más significativa en unos lugares que en otros (véase Cuadro 1). Por ejemplo, en las parroquias de Ocosingo, Chilón, Yajalón, Comitán y El Sagrario (Ciudad Real) se inoculó a más de 30% de la población, mientras que en los curatos de Huixtán, San Bartolomé de Los Llanos, Socoltenango y Soyatitán el porcentaje de población inmunizada fue notablemente menor. En el primero, por ejemplo, solo se inoculó a 9% de los habitantes, y en el último, a 11%. Pero ¿cuáles fueron los alcances de la campaña?, ¿logró prevenir los contagios de viruela en los pueblos donde se aplicó?, ¿permitió aminorar las consecuencias demográficas de la epidemia en estas localidades? Vayamos viendo.
Cuadro 1 Número de inoculados y enfermos de viruela natural en la intendencia de Chiapas
Parroquia | Número total de habitantes | Número de inoculados | Porcentaje de inoculados con respecto al total de habitantes | Número de enfermos de viruelas naturales | Porcentaje de enfermos de viruelas naturales con respecto al total de habitantes |
---|---|---|---|---|---|
El Sagrario | 3 833 | 1525 | 41% | 260 | 6.70% |
Ocosingo | 3 305 | 1442 | 44% | 212 | 6.40% |
Chilón | 1 535 | 496 | 33% | 32* | 2% |
Guaquitepec | 1 370 | 451 | 32% | 39 | 3% |
Yajalón | 1 242 | 819 | 65% | 30** | 2.50% |
Cancuc | 1 924 | 0 | 0% | 377 | 20% |
Tila | 3 139 | 793 | 25% | n.d. | n.d. |
Palenque | 4 353 | 1012 | 23% | 523 | 12% |
Huixtán | 7 314 | 675 | 9.20% | 2 861 | 39.10% |
San Bartolomé | 7 410 | 1168 | 16% | 3 239 | 43% |
Socoltenango | 1 523 | 184 | 12% | 536 | 35% |
Soyatitán | 1 414 | 158 | 11% | 679 | 47% |
Teopisca | 2 373 | 0 | 0% | 1 380 | 58% |
Chicomuselo | 532 | 75 | 14% | n.d. | n.d. |
Comitán | 8 174 | 2634 | 32% | 1614 | 19.70% |
Fuentes: para el número de habitantes, Juarros (1857: 108); y para el de inoculados y enfermos de viruela natural: AGI, Estado, 37, núm. 55 (1), f. 1 y AGCA, Chiapas, A1, leg. 2, exp. 22, ff. 1-2.
*Se cree que puede haber un subregistro en el número de enfermos de viruela en esta parroquia, pues la cifra de defunciones es la misma que la de enfermos.
**Debe haber un subregistro en el número de enfermos de viruela en Chilón porque la cifra de muertos registrada para esa parroquia es de 35.
Todo apunta a que en aquellas parroquias en las que el número de variolizados fue alto, la cantidad de enfermos de «viruelas naturales» fue muy reducida. Por ejemplo, en la parroquia de El Sagrario, donde hubo 1 525 inoculados (41% de la población total), solo 260 personas (6.7% del total de habitantes) contrajeron la viruela epidémica. Por el contrario, en la parroquia de Socoltenango, en la que solo se inmunizó a 184 personas (12% de la población total), el número de casos de viruela natural ascendió a 536, lo que equivale a decir que 35% de los habitantes de ese curato se infectó. En este sentido, un último caso que nos permite ver con claridad el papel que jugó la inoculación en la prevención del contagio de la viruela natural es el de la parroquia de Teopisca. Por razones que desconocemos, ahí la inoculación no fue practicada, y el resultado fue que el virus causó estragos en 58% de sus habitantes (unas 1 380 personas).
Aun cuando uno de los peligros de la inoculación era que las personas inmunizadas enfermaran gravemente y murieran, en el caso de Chiapas se ha notado que el costo demográfico de esta operación fue reducido (véase Gráfica 1). De los 10 440 inoculados registrados, la gran mayoría, unas 10 219 personas, sanaron y solo 221 murieron (2.2% del total). Inspiradas en las teorías miasmáticas, las autoridades indicaron en aquel momento que los fallecimientos se dieron «por causa de haberlos dejado airear»;60 sin embargo, resulta más lógico pensar que estas muertes fueron ocasionadas por las reacciones adversas que la inoculación pudo provocar en el cuerpo de algunas personas, sobre todo en aquellas cuya salud se encontraba deteriorada.

Fuente: AGI, Estado, 37, núm. 55 (1), f. 1 y AGCA, Chiapas, A1, leg. 2, exp. 22, ff. 1-2
*El total de enfermos está calculado con base en el número de inoculados y de quienes contrajeron la viruela natural.
Gráfica 1 Número de personas que sanaron y murieron en la intendencia de Chiapas*
La documentación consultada también permite ver que la inoculación ayudó a aminorar el impacto demográfico de la epidemia (véase Cuadro 2). En las parroquias de Palenque, Ocosingo y Tila, donde la variolización fue practicada de forma más o menos extensa, la viruela natural mató a 4.3%, 1.5% y 0.6% de la población, respectivamente. Al contrario, en la parroquia de Cancuc las personas no fueron inmunizadas y este mal cobró la vida de 12% de sus habitantes.
Cuadro 2 Número de muertos en la intendencia de Chiapas
Parroquia | Número total de habitantes | Total de muertos | Porcentaje de muertos con respecto al número de habitantes |
---|---|---|---|
El Sagrario | 3 833 | 23 | 0.60% |
Ocosingo | 3 305 | 50 | 1.50% |
Chilón | 1 535 | 32 | 2.00% |
Guaquitepec | 1 370 | 21 | 1.50% |
Yajalón | 1 242 | 35 | 2.80% |
Cancuc | 1 924 | 229 | 12% |
Tila | 3 139 | 21 | 0.6% |
Palenque | 4 353 | 196 | 4.50% |
Huixtán | 7 314 | 746 | 10.10% |
San Bartolomé | 7 410 | 550 | 7.40% |
Socoltenango | 1 523 | 175 | 11.40% |
Soyatitán | 1 414 | 165 | 11.00% |
Teopisca | 2 373 | 345 | 14.50% |
Chicomuselo | 532 | 49 | 9.20% |
Comitán | 8 174 | 411 | 5% |
Fuentes: para el número de habitantes, Juarros (1857:108); para el de muertos: AGI, Estado, 37, núm. 55 (1), f. 1 y AGCA, Chiapas, A1, leg. 2, exp. 22, ff. 1-2.
Para concluir, solo resta indicar que si bien la epidemia de viruela de 1794-1795 y las inoculaciones fallidas causaron en Chiapas la muerte de por lo menos 3 400 personas (3% del total de habitantes de la intendencia), esta cifra fue muy inferior al número de fallecimientos que ocasionó la epidemia de 1780. En aquel año, este flagelo llevó a la tumba a 9 943 seres humanos, casi el triple de los decesos que provocó 14 años después. Con base en todo lo anterior es posible afirmar que en Chiapas, al igual que en otros lugares, la inoculación logró mitigar el impacto demográfico de la viruela a finales de la época colonial.61
Las cuarentenas y los cordones sanitarios
La inoculación, como se ha visto, podía ser una medida adecuada para reducir el número de contagios de viruela natural; sin embargo, resultaba ineficaz para frenar la propagación de este mal de un lugar a otro. De hecho, debe recordarse que la variolización fue concebida como un recurso de emergencia que debía aplicarse solo cuando se detectaban los primeros casos o cuando se creía que la llegada de la enfermedad era inminente.62
Sabedoras, pues, de los limitados alcances de la inoculación, las autoridades guatemaltecas determinaron que «cortar la comunicación con [los] pueblo[s] contagiado[s] es el punto que debe atenderse […] con más eficacia» a fin de frenar el avance de la epidemia.63 Por esta razón, en octubre de 1794, la Audiencia envió un despacho a los alcaldes mayores de Totonicapán y Suchitepéquez en el que les ordenó que cerraran los caminos que unían sus distritos con los pueblos chiapanecos.64
En consecuencia, ambos funcionarios comisionaron a dos sujetos -cuyos haberes se pagarían con el dinero de las cajas de comunidad de esos distritos- que se encargarían de cerrar los caminos reales «que conducen a esta capital y a las provincias».65 El primero debía acudir al pueblo de Todos Los Santos (ubicado en la alcaldía mayor de Totonicapán) para cortar en ese punto el camino que unía Comitán con Quetzaltenango y el segundo debía trasladarse a la hacienda Caballo Blanco (en la alcaldía mayor de Suchitepéquez) para asegurarse de que ninguna persona transitara por el camino que conectaba al pueblo de Tapachula con el de San Antonio Retalhuleu.
Aunque cerrar el camino de la Costa ⸺es decir, el que unía el Soconusco con Suchitepéquez⸺ fue una decisión oportuna, esta medida poco ayudó en ese momento a frenar la diseminación de la epidemia. Esto se debió, en principio, a que dicho camino no era tan transitado (por él no pasaba ninguna línea de correo y solo lo utilizaban las personas que se movían entre Tapachula y Quetzaltenango para vender y comprar mercancías) y, en segundo lugar, a que la viruela aún no se había hecho presente en la provincia de Soconusco. De hecho, al hallarse la epidemia en los pueblos chiapanecos de Comitán, Escuintenango y Coneta, ubicados todos ellos a la vera del Camino Real, los esfuerzos de las autoridades guatemaltecas debieron enfocarse en cortar la comunicación entre estas localidades y Totonicapán, no solo bloqueando el principal camino que las unía, sino también los senderos que los naturales utilizaban para moverse de una provincia a otra.
Aprovechando este descuido, los indios de la provincia de Totonicapán ―quienes solían vender en Chiapas algunos productos― siguieron acudiendo a los pueblos infectados «saltando por montañas».66 A pesar, pues, de que el Camino Real había sido bloqueado, la epidemia llegó por vías secundarias a San Mateo Ixtatán y se extendió a otros pueblos del curato de Soloma. Pero la consecuencia más importante del fracaso del cerco sanitario fue que la peste se aproximó peligrosamente a Quetzaltenango, que era el corazón económico de la región de Los Altos (Taracena 1999: 79-103; González 2015: 79-102). El riesgo que se corría si la viruela llegaba a este pueblo era que los indios, ladinos y españoles que concurrían en él para comprar o vender mercancías se contagiaran y llevaran el mal hacia sus lugares de origen o destino, entre ellos la ciudad de Guatemala, cuyo mercado se abastecía del trigo y de la harina de Quetzaltenango.67
Estos temores parecieron hacerse realidad en junio de 1795. Primero comenzó a correr el rumor de que en el Barrio de San Marcos, muy cercano a Quetzaltenango, habían sido descubiertos algunos variolosos.68 De inmediato, el corregidor de esa provincia acudió a dicho lugar y determinó que se había tratado de una falsa alarma. Pero pocas semanas después, a la ciudad de Guatemala llegó la noticia de que la viruela había aparecido en el pueblo de Tecpán. De inmediato, el Protomedicato acordó con el ayuntamiento de esa ciudad «poner en planta todas las disposiciones de socorro y curación premeditadas» a fin de enfrentar lo que parecía ser la inminente llegada de la peste a la capital del reino.69 Sin embargo, como se vio al inicio de este trabajo, todo esto resultó ser falso, ya que la enfermedad que afectaba a los habitantes de Tecpán era la varicela.
Estos incidentes terminaron de convencer al Protomedicato y a la Audiencia de que el único medio para salvar a la capital del reino del azote de la peste era «ahogar las viruelas donde actualmente se hallan».70 Con este fin, una de las primeras decisiones que tomaron fue nombrar al corregidor de Quetzaltenango, Prudencio de Cozar, comisionado para socorrer y perfeccionar el aislamiento de los pueblos infectados. Su labor consistía en coordinar los esfuerzos de los jueces territoriales de Totonicapán, Soconusco y Suchitepéquez con el propósito de aplicar de manera más estricta las medidas dictadas desde octubre de 1794 para frenar el avance de la epidemia.
Consciente de los errores que se habían cometido al emprender los primeros cordones sanitarios, De Cozar ordenó a sus subalternos que no solo cortaran los caminos principales que conectaban su provincia con la de Totonicapán, sino que también vigilaran «cualquier vereda que hubiese para haciendas [o] a otro paraje sin perdonar fatiga ni diligencias para lograrlo».71 Por esta razón mandó «poner [un par de comisarios de confianza] dos leguas más acá de donde está la peste» y dijo estar convencido de que si estos hacían bien su labor «puede lograrse que [la epidemia] no baje a Chiantla y Huehuetenango».72 Aunque se abordará este punto más adelante, es importante mencionar que las condiciones climáticas que imperaban en esa época del año en la región de Los Altos y en la Costa favorecieron la aplicación de esta medida, ya que, como lo indicó De Cozar, «quitar la comunicación, en especial por el Camino Real, [resulta más sencillo que en los meses anteriores] pues no vienen […] pasajeros durante [la temporada de] aguas».73
Por primera vez desde el inicio de la epidemia, el Protomedicato ordenó que las víctimas de la viruela «no se entierren en la iglesia sino en cementerios fuera del poblado»74 y, además, impuso sobre los habitantes de la provincia de Totonicapán una cuarentena más estricta. En este sentido, estableció que ni siquiera los curas podían «pasar de pueblos contagiados a no contagiados para evitar […] que se vuelva[n] conductor[es] del contagio».75 Por otro lado, pidió al alcalde mayor de Totonicapán y a los párrocos de ese distrito, en especial al de Soloma, que prepararan todo para inocular a los moradores de los pueblos infectados. Desafortunadamente no se sabe cuáles fueron los alcances de esta nueva campaña de inmunización.76
Dado que la epidemia ya había aparecido en el Soconusco, el alcalde mayor de Suchitepéquez y el subdelegado de Tapachula recibieron la orden de reforzar la vigilancia no solo sobre los caminos, sino también sobre los ríos que conectaban estas provincias.77 Por esta razón, se le indicó al primero que incautara «las canoas de Ocós y Ayutla que aperciba […] en la hacienda de Caballo Blanco para que ninguno pase para Soconusco», y al segundo, que cerrara «absolutamente […] el paso de la hacienda de El Naranjo […] lo que igualmente ejecutará en otros pasos si los hay además de esta hacienda».78
Los resultados que arrojaron las medidas preventivas aplicadas por los jueces territoriales de Totonicapán, Suchitepéquez y Soconusco bajo la coordinación del de Quetzaltenango fueron, en términos generales, bastante exitosos. De esta forma, el reforzado cordón sanitario, el aislamiento de los pueblos infestados y, quizás, las condiciones ambientales que imperaban en ese momento en la región consiguieron «ahogar la peste».79
Y es que como se indicó antes, las labores del corregidor de Quetzaltenango no se limitaron a cerrar los caminos principales, sino que dirigió su mirada hacia las «veredas y extravíos» que los indios utilizaban para moverse de un pueblo a otro. Se tomó tan en serio su trabajo que mandó a sus subalternos a «poner picotas» en los cruces de los caminos para «intimidar a los que quisieran pasar» y recorrer todos los senderos que hubieran «para cerrarlos a cualquier costa».80 Es posible, pues, aventurar la hipótesis de que esta medida logró reducir la movilidad de las personas en esa región e impidió que la epidemia sobrepasara los límites de las provincias de Totonicapán y Soconusco; aunque, eso sí, trajo como consecuencia una serie de afectaciones económicas para los habitantes de estas. Al respecto, el subdelegado del Soconusco declaró que la interrupción de las comunicaciones había provocado que «hasta el ocote le han subido de precio los que lo traen a vender».81
Por otro lado, a diferencia de las disposiciones que fueron emitidas por el Protomedicato en 1794, en las que solo se pidió a los justicias de los pueblos infectados «no perder de vista a los pasajeros para que a su entrada o salida [de los pueblos] no se metan furtivamente en las casas»,82 las órdenes dadas por el corregidor a los integrantes de los cabildos del curato de Soloma y al alcalde mayor de Totonicapán fueron más radicales: los conminó a impedir la llegada y salida de cualquier persona de los lugares infectados, con lo cual la cuarentena impuesta sobre estas localidades se volvió total.
Ya para concluir, es importante mencionar que las autoridades contaron con un aliado inesperado: el clima. La campaña del corregidor se inició en el mes de junio, es decir, en plena temporada de lluvias, cuando «los continuos aguaceros y humedades de la actual estación» dificultaban en gran medida el tránsito de hombres y mercancías por la región de Los Altos y por la Costa. Poner atención en este aspecto no es una cuestión baladí. Hoy sabemos que, si bien la sequedad favorece la propagación de la viruela, las lluvias pueden limitar los contagios de esta enfermedad (García, 2008: 61).83 Aunque en aquella época las autoridades no tenían idea de que la temporada de lluvias podía ayudarles a frenar la propagación de la viruela ⸺a decir verdad, el protomédico estaba convencido de que contener la epidemia sería más sencillo «en el tiempo seco»⸺ es muy probable que la llegada de las aguas haya contribuido a que la peste no avanzara más allá de la sierra de los Cuchumatanes y de las llanuras costeras del Soconusco.84 Así, el éxito de la campaña guatemalteca contra la epidemia de viruela de 1794-1795 habría estribado, a final de cuentas, en un hecho azaroso: las medidas correctas se aplicaron, sin saberlo, en el momento más adecuado.
Reflexiones finales
La epidemia de viruela que afectó a la intendencia de Chiapas y a algunos pueblos de la alcaldía mayor de Totonicapán llegó a su fin en agosto de 1795. La campaña de inoculación que se aplicó en varios pueblos chiapanecos permitió minimizar las consecuencias demográficas del flagelo, al tiempo que las medidas preventivas coordinadas por el corregidor de Quetzaltenango impidieron que la peste arribara a la ciudad de Guatemala.
La campaña contra la viruela de 1794-1795 sentó un precedente en la historia de la medicina en el reino de Guatemala. No se actuó como en épocas pasadas, en que la respuesta social y gubernamental ante estos fenómenos consistió en la celebración de actos religiosos en los que se imploraba a Dios que el mal cesara. Las nuevas nociones en torno a la enfermedad surgidas del pensamiento ilustrado dieron paso al emprendimiento de acciones que tenían como meta «librar del contagio» al mayor número posible de personas. Aunque esta manera de enfrentar la viruela había aparecido por vez primera durante la epidemia de 1780-1781, fue a mediados del decenio de 1790 cuando las cuarentenas, los cordones sanitarios y la variolización se aplicaron ampliamente gracias a que contaron con el apoyo decidido de casi la totalidad de las instituciones del gobierno colonial -la Audiencia, el Protomedicato, las subdelegaciones y alcaldías mayores, los ayuntamientos, los cabildos y la Iglesia-. De aquí en adelante, pues, ya no solo se trató de recurrir a la divinidad o a la caridad pública para conseguir el alivio de los enfermos, sino de anticiparse a la llegada del mal y tratar por distintos medios de detener los contagios y aminorar el número de muertes.
Cuando la viruela volvió a aparecer en 1802, las autoridades ordenaron que se instrumentaran las mismas medidas que siete años atrás habían logrado «ahogar la peste». Pero en esa ocasión la tarea fue más sencilla gracias a que en 1794 «todos los moradores [refiriéndose a los de Chiapas] se familiarizaron con la inoculación [eran, se dijo,] pocos los niños y adultos en quienes ahora puede hacer estragos» la viruela.85
De cualquier forma, a finales de 1804 arribó a Guatemala uno de los médicos que había zarpado de la Coruña junto con Francisco Xavier de Balmis para llevar a los reinos americanos de la Corona española un descubrimiento que con el tiempo no solo fue capaz de prevenir la viruela, sino de erradicarla (Lovell, 2015: 228-230). En noviembre de ese año, el cirujano Francisco Pastor condujo a la ciudad de Guatemala un suministro de la vacuna descubierta en 1796 por Edward Jenner junto con las instrucciones para aplicarla y con ello se dio inicio a la primera campaña de vacunación que el reino de Guatemala conoció. Sin embargo, estimado lector, esa es otra historia que ya habrá ocasión de narrar.