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CONfines de relaciones internacionales y ciencia política

versión impresa ISSN 1870-3569

CONfines relacion. internaci. ciencia política vol.3 no.5 Monterrey  2007

 

Conferencias

 

Cartografiar el cambio

 

Alan Knight*

 

Conferencia impartida el 13 de octubre de 2006 en el marco de la Cátedra Alfonso Reyes. "Sed de Ideas 2006: Cartografiar el cambio", Monterrey, Nuevo León

 

* Consejero de la Cátedra Alfonso Reyes.

 

Por "cartografiar el cambio" entiendo -en parte porque así me lo explicaron- un enfoque en las fronteras, especialmente aquella que es más vecina y relevante, la cual va desde Tijuana hasta Matamoros.

Las fronteras -como los países, los Estados, las revoluciones- son de diversos tipos; algunas son metafóricas como las de la ciencia, la "nueva frontera" del presidente Kennedy o, en las palabras inmortales del Capitán James T. Kirk, "el espacio, la última frontera...". Aun si descartamos las metáforas para enfocarnos en fronteras "reales", hay varias, de las cuales Alistair Hennesy, en su valioso libro sobre la frontera latinoamericana, considera hasta ocho: las fronteras de las misiones, de los indígenas, de los cimarrones, las mineras, agrarias, ganaderas, más la "anglo-hispana" (una frontera político-cultural) y la frontera política (Hennessy, 1978).

 

Fronteras políticas y fronteras demográficas

Para contener el tema dentro de los límites de una ponencia breve, y conforme el sabio dicho del filósofo medieval Guillermo de Ockham, entia non sunt multiplicanda, voy a colapsar todas las categorías en nada más dos: políticas y demográficas, que también pueden llamarse fronteras de asentamiento (settlement).

Las fronteras políticas definen y demarcan las unidades políticas, particularmente a las naciones (en las cuales me enfocaré), pero también las unidades subnacionales -por ejemplo los estados de la Federación Mexicana- y hasta los municipios, de los cuales la historia de México está llena de conflictos sobre los límites municipales, y a veces también los estatales, de ahí la creación de nuevos estados -como Aguascalientes en 1853- y los esfuerzos, hasta ahora vanos, para establecer los estados del Istmo o de la Huasteca. En el caso del nivel local, los límites entre pueblos y haciendas, pueblos y pueblos, fueron cruciales en la gestación de la Revolución y la reforma agraria, y en varias ocasiones el estatus político del pueblo fue de igual forma clave; haciendo eco de Marte R. Gómez, Raymond Craib señala: "la reconstrucción posrevolucionaria fue llevada a cabo tanto por cadenas de medir (measuring chains)... como por armas de fuego" (2004: 230). Estas fronteras interiores, y las mejor conocidas exteriores, tienen en común el hecho de ser trazadas en mapas; son obras de autoridades políticas, primero, y de cartografistas después, por lo tanto, son fáciles de discernir en los mapas, aun si su significado social no queda tan claro u obvio.

Con respecto a las fronteras demográficas, éstas no son tan claramente trazadas, puesto que no corresponden a decisiones autoritativas políticas, sino al movimiento del pueblo, es decir, a múltiples decisiones descentralizadas y anárquicas. La forma más célebre de este tipo de fronteras es la de asentamiento, en donde los pioneros entran y se asientan en una "tierra de nadie". Sin embargo, esta imagen, como la imagen de mapas multicolores con sus líneas políticas bien trazadas, también puede ser engañosa.

La "tierra de nadie" posiblemente sea, en realidad, "tierra de poca gente" o "de gente que no cuenta". Cuando el general Julio Roca alcanzó la "conquista del desierto" en la Argentina de 1880, tuvo que derrocar y eliminar a los indios de la pampa, es decir, el desierto conquistado no fue un desierto real. De igual modo, conforme la frontera estadounidense avanzaba hacia el oeste, penetraba no un territorio vacío, sino en uno ocupado por los habitantes originales, los indígenas (native americans), cuya población era relativamente escasa y cuyos derechos, por lo tanto, fueron descartados.

El mismo proceso ya se había visto en el Gran Chichimeca del norte de México (la Nueva España), penetrado por las misiones y presidios coloniales, con avances y retiradas (como la gran rebelión de los indios Pueblo en 1680) y que continuó hasta fines del siglo XIX, con la llegada de los ferrocarriles y las últimas campañas contra los indios bárbaros del norte. Por su parte, cabe destacar que Monterrey todavía fue víctima de sus ataques hasta la década de los setenta del siglo XIX.

Las fronteras argentinas, mexicanas y estadounidenses fueron "demográficas" en el sentido que sus avances introdujeron más población y fomentaron la formación de mayores concentraciones de población (misiones, minas, pueblos, haciendas, colonias, ciudades). Pero el crecimiento demográfico fue relativo, ya que los pioneros no entraron en tierras vacías, más bien remplazaron a poblaciones autóctonas minoritarias. Para llevar a cabo este proceso los pioneros libraron guerras, introdujeron nuevas formas de producción (la minería, la ganadería, la agricultura) y vieron su avance, en palabras de Sarmiento: "como el triunfo de la civilización sobre la barbarie" es decir que el avance demográfico fue, casi siempre, un fenómeno de conquista y control, requisitos necesarios para la "civilización".

Como procesos dinámicos, tales fronteras se han visto a manera de motores o forjadores de la historia, más que nada por el norteamericano Frederick Jackson Turner (y su escuela), que consideró la frontera como la encrucijada de la historia norteamericana y, de ahí, del carácter estadounidense: atrevido, individualista, innovador e igualitario (Billington, 1961). Uno podría agregar: violento, ingobernable y racista. Con respecto a esta postura, los críticos han hecho pedazos la tesis de Turner y no valdría la pena repetir los argumentos en pro (que son pocos) y en contra (que son numerosos), aunque cabe destacar que, no obstante la verdad concreta, el mito de la frontera sigue vigente, inspirando no solamente las películas de Hollywood, sino también el discurso político, tanto el progresista (la "Nueva Frontera" de JFK) como el conservador (la belicosa retórica seudo-vaquera de George W. Bush).

 

El mito fronterizo en América Latina

La contraparte latinoamericana más cercana quizás se ve en Brasil, con los bandeirantes paulistas (Vianna Moog, 1964); de la misma forma, el norte de México tiene sus mitos fronterizos que, por ejemplo, nutrieron la auto-imagen de los líderes sonorenses de la Revolución Mexicana como hombres audaces, innovadores, representantes de la "frontera nómada" (Aguilar, 1985), desdeñosos de sus atrasados compatriotas del sur, a quienes -después de 1915- trataron de gobernar como procónsules imperiales mandados a lejanas tribus salvajes (Knight, 1986).

Estas dos formas de frontera -la política y la demográfica- pueden coincidir o no. En la segunda mitad del siglo XIX, la frontera norte de México fue tanto un límite político como una frontera demográfica, donde la población fue escasa y, por lo tanto, el control del centro, la producción económica y las muestras de la civilización también faltaron. El caso de Monterrey es ilustrativo. En 1869, la ciudad contaba con apenas 14,000 habitantes (el 1.3% del tamaño actual). De la misma manera, las fronteras internas de Brasil fueron tanto políticas y nacionales como demográficas. En ambos casos, la lógica política exigió el fomento del asentamiento y el avance de la frontera demográfica, como dijo el argentino Alberdi: "gobernar es poblar" (Shumway, 1993).

La lógica fue aún más exigente; la frontera lejana y poco poblada conlindaba con una potencia agresiva como Estados Unidos, cuyo apetito territorial ya se había demostrado en la década de los cuarenta del siglo XIX. Por lo que Juárez, Díaz y sus sucesores revolucionarios se esforzaron para promover la colonización, el desarrollo y el control político de la frontera norte por medio de las colonias militares (Juárez), de los ferrocarriles, de los telégrafos (Díaz), del riego, de las obras públicas y de la educación (los gobiernos revolucionarios).

Esa política de "forjar patria" tuvo éxito, aunque su triunfo dependió también de fuerzas económicas y demográficas inexorables sobre las cuales los gobiernos -incluso el gobierno más fuerte e intervencionista de la Revolución— tuvieron un control muy limitado como por ejemplo en la minería la inversión extranjera, en el comercio fronterizo, en el crecimiento demográfico y en la migración (hacia el norte) así como en la expansión económica de Estados Unidos, especialmente en Texas y el sudoeste.

El Coloso del Norte, en pleno auge económico, era una amenaza para México, pero su expansión estimuló el crecimiento de la franja fronteriza, que atrajo a los migrantes mexicanos -el fenómeno de la migración norteamericana hacia el Texas decimonónico, no se repetiría- y facilitó el control del gobierno mexicano (sin duda, tener tres sonorenses en el Palacio Nacional ayudó al proceso). Cabe destacar que durante la Revolución se planteó una secesión sonorense o de la pérdida de Baja California, pero estos hechos nunca ocurrieron, incluso jamás parecieron pasar; las secesiones reales ocurrieron en el sur: Oaxaca y Yucatán. El norte estaba bien ligado al centro y al sur, por lo que el sonorense Alvarado fue enviado al otro extremo del país, para incorporar a Yucatán en la marcha progresiva de la Revolución.

El crecimiento sostenido de la población y de la economía fronterizas a través del siglo XX, ha provocado que, en México como en los Estados Unidos de Frederick Jackson Turner, la frontera -la frontera demográfica- casi se cerró; crecieron nuevas ciudades, mejoraron las comunicaciones, aumentó el control del centro. Si México todavía tenía fronteras (demográficas) a fines del siglo XX, estaban en el sur, por ejemplo, en la selva lacandona, donde miles de migrantes se asentaron en los años setenta, buscando tierras, oportunidades y un escape del control "tradicional" de los caciques chiapanecos; allá, echaron los cimientos del movimiento Zapatista de los años noventa (un intrigante modelo, quizás, de la tesis de Turner), aunque todavía quedan regiones poco pobladas en el norte de México, como también permanecen en el oeste de los Estados Unidos (el estado de Wyoming tiene una población de medio millón, es decir, dos habitantes por cada kilómetro cuadrado); dichas áreas semivacías no son fronteras demográficas en el sentido clásico.

Al contrario de Turner, no creo que el cierre de la frontera mexicana sea un asunto histórico clave; aun si este autor tuviera razón en el caso norteamericano (y, como he mencionado, hay muchas dudas), la frontera mexicana es otra cosa. De hecho, ha habido muchas fronteras, cada una con sus características distintas: en Michoacán, la expansión demográfica del siglo XIX produjo comunidades católicas, conservadoras y estables, como la de San José de Gracia de Luis González, que así siguieron el patrón de los Altos de Jalisco (González, 1968). En la Sierra Madre Occidental de Chihuahua las colonias militares, como Namiquipa, fueron liberales y revolucionarias (Katz, 1998); y cien años después, la frontera lacandona incubó el movimiento zapatista-indígena, radical y nacionalista.

Estas diversas comunidades comenzaron como asentamientos nuevos y, por lo tanto, gozaron de cierta autonomía frente a las autoridades políticas (tanto federales como estatales). Sin embargo, el carácter de cada una de las comunidades y su manera de expresar sus quejas, fueron distintas: Namiquipa se rebeló contra Díaz, San José apoyó a los cristeros contra Calles, y los zapatistas se alzaron contra el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Tratado de Libre Comercio (TLC). No obstante, conforme la frontera demográfica se esfumaba (o, como otra cara de la moneda, el Estado cobraba fuerza, y las autonomías locales y regionales se marchitaban), movimientos de esta índole eran cada vez más inauditos.

Durante la Revolución Mexicana, las rebeliones "serranas" -autonomistas, fronterizas- fueron ubicuas (Knight, 1986), sin embargo no podían concretar sus quejas ni afianzar su autonomía, y el Estado que surgió de la lucha revolucionaria siguió la clásica trayectoria de Tocqueville, estableciendo una autoridad más fuerte y acabada que no permitía huecos en la soberanía nacional (Lively, 1965; Foran, 1997).

Los movimientos sociales más recientes (se llaman a veces los "nuevos movimientos sociales") tuvieron que relacionarse con el Estado -el "Leviatán en el zócalo"- gústelo o no (Foweraker y Craig, 1990), y la frontera -la frontera demográfica, abierta, autónoma- sobrevivió principalmente como mito en los corridos y las películas.

De manera contrastante, a través de los siglos XIX y XX, las fronteras políticas permanecieron y, con el fortalecimiento del Estado -fenómeno ya mencionado- se volvieron más claras y reales (sólo hay que mirar el mapa). Sin embargo, en los últimos años (digamos, desde los ochenta) un coro cada vez más estridente ha cantado la declinación de los Estados-nación y, por lo tanto, la erosión de las fronteras entre ellos. Las líneas quedan trazadas en los mapas, pero tienen menos realidad: son una "ilusión cartográfica" (Ohmae, 1995). Además, vivimos una nueva época de globalización, en un "mundo sin fronteras", a borderless world, en palabras de Ohmae (1990).

Es verdad, entonces, que -habiendo visto el cierre de la frontera demográfica- ahora experimentamos el ocaso de las fronteras políticas, víctimas del Inexorable proceso de globalización que debilita a los Estados-nación, borrando sus diferencias y su autonomía, específicamente, ¿está la frontera norte de México en vías de desaparecer, disolviéndose en una nueva entidad que se ha llamado Mexamérica, Amexica, La República del norte? (Huntington, 2005)

Como historiador, prefiero enfocar el problema desde una perspectiva del pasado, en vez de, o antes de, considerar la gran incógnita del futuro. Es verdad que, a través de la historia, la relación entre el Estado y los mercados ha fluctuado (Strange, 1996). Por ejemplo, el Estado colonial trató de mantener un rígido control mercantilista que se desmoronó a principios del siglo XIX.

Durante dicho siglo, el comercio libre avanzó, sin embargo -paradójicamente- el régimen que más promovió la integración de México en la economía mundial fue el régimen autoritario -la dictadura de "orden y progreso"- de Porfirio Díaz. Después de la Revolución -pero solamente en parte debido a la lucha revolucionaria- el balance se inclinó hacia el Estado, con el crecimiento del desarrollo hacia adentro, la intervención estatal y la parcial retirada de México de los mercados mundiales; esta tendencia culminó en los años ochenta con el Estado hipertrofiado, el Estado obeso, en palabras del expresidente Carlos Salinas.

 

Fronteras y globalización

En los últimos veinte años, el balance ha cambiado otra vez -en México y cuantiosas partes del mundo- con el adelgazamiento del Estado y el auge de los mercados. Novedosa en ciertos aspectos, la globalización actual también repite procesos históricos. La primera gran transformación globalizadora ocurrió a principios del siglo XIX, cuando el comercio mundial creció, creando por primera vez un mercado global unificado en el que México participó (O'Rourke y Williamson, 2002); en la segunda mitad de dicho siglo también hubo un flujo migratorio que, en términos relativos, tuvo más impacto que el actual, ya que en 1914, alrededor de 15 por ciento de la población de los Estados Unidos estaba constituida por inmigrantes, mientras que en 1998 el porcentaje era de 10 por ciento. Por consiguiente, no debemos exagerar lo novedoso de la coyuntura actual, ni descartar el uso de la historia en su análisis.

Sin embargo, como dijo Heráclito, no se puede poner el pie en el mismo río dos veces. Las cosas cambian (la primera "lección de la historia") y la historia no se repite mecánica y previsiblemente (la segunda). El gran error de numerosas interpretaciones actuales -las que prevén la erosión y hasta la desaparición de las fronteras y los Estados-nación- es que se basan en un burdo reduccionismo económico, que asume que el modelo económico determina todo lo demás; en esto, se parecen a las antiguas y dogmáticas teorías marxistas (los marxistas de hoy son menos, pero más flexibles), aunque son propaladas por economistas neoclásicos. Cabe destacar que hay contextos en que el reduccionismo económico tiene sentido, pero el campo del nacionalismo y del proceso de forjar (y mantener) la nación no cuadran de manera adecuada, como tampoco en el campo de la religión (otro tema de gran importancia contemporánea), es decir, las fases de globalización y de integración económica mundial no conducen necesariamente a la caída de las fronteras, como lo esperaban los grandes liberales decimonónicos como Cobden y Bright.

El siglo XIX vio, al mismo tiempo, y a veces en los mismos países, el crecimiento del liberalismo económico y del nacionalismo. En México, las dos tendencias fueron plasmadas en la figura de Benito Juárez. Hoy en día, los procesos de globalización (la segunda fase, si se quiere) tampoco han apagado el fuego del nacionalismo, al contrario, a veces parecen haber agregado combustible a las llamas, tanto en el Medio Oriente como en los Balcanes. América Latina no es un caso extremo, pero en Argentina, Ecuador y Bolivia también se han visto reacciones nacionalistas al neoliberalismo.

México ha manejado sus relaciones con el hegemón continental, tanto prudente como pragmáticamente (ha tenido casi dos siglos de práctica); las iniciativas -algunos dirían los disparates- del expresidente Luis Echeverría fueron insólitos o, para decirlo de otra manera, hay poco chavismo en la tradición político-diplomática mexicana; en esto, la tradición oficial refleja la opinión pública (lo que no lo hace en otros renglones de la política).

No obstante cierta tradición anti-americana, los mexicanos por lo general han tenido una actitud pragmática hacia los Estados Unidos, la supuesta xenofobia de la Revolución Mexicana ha sido bastante exagerada (los brotes xenofóbicos más extremos se enfocaron en los chinos y los gachupines, no en los gringos) (Knight, 1987).

A lo largo del siglo XX, los mexicanos se dieron cuenta de los beneficios del comercio, de la inversión y del mercado de trabajo de los Estados Unidos, asimismo admiraron ciertos aspectos (no todos) de la cultura gringa. Además, como dicha nación es muy heterogénea, sus admiradores y detractores tenían muchas opciones: los mexicanos izquierdistas y derechistas, católicos y protestantes, podían igualmente escoger o repudiar a su antojo; al mismo tiempo, los mexicanos -otra vez, izquierdistas o derechistas, élites o subalternos- estaban conscientes de la amenaza norteamericana, ya sea la intervención armada del pasado o la penetración económica y cultural del presente.

No obstante el gran crecimiento del comercio, de la inversión y de la migración, hay poca evidencia que muestre a los mexicanos anhelando que su país se vuelva el estado cincuenta y uno de los Estados Unidos, incluso los fronterizos, los cuales valoran su acceso a las oportunidades norteamericanas, "no necesariamente quieren vivir en los Estados Unidos o volverse chícanos" (Vila, 2000). En esto, se parecen a sus socios en el TLC, los canadienses, cuya nacionalidad no ha sido anulada por la estrecha integración económica entre Canadá y Estados Unidos; el propio TLC, aunque afianza esta integración, también sirve como mecanismo para manejar la relación (ineluctable) y contrarrestar el unilateralismo norteamericano (Weintraub, 1990).

En la coyuntura actual de globalización, el TLC es tanto una defensa como una rendición de la soberanía nacional; el mismo argumento se escucha, mutatis mutandis, en la Unión Europea, de hecho, la preocupación por la frontera, el temor de "perder control", de dañar la soberanía nacional y hasta sacrificar la "identidad nacional", se ven más al norte, en Estados Unidos, \ donde la pesadilla del Mexamérica le quita el sueño al profesor Huntington y otros molestados por la migración (especialmente la migración ilegal) y la hispanización de la sociedad norteamericana, todo esto aunado al narcotráfico y al terrorismo.

Cabe destacar que dicha preocupación no es nueva ya que, como señalé, Estados Unidos tenía en 1914 una población inmigrante mayor (en términos relativos) a la de hoy, aunque es necesario indicar que el porcentaje era la mitad del que tenía Australia (15% contra 30%). Así, la inmigración provocó temores -muy exagerados, como ahora vemos- que el historiador Richard Hofstadter calificó como parte del "estilo paranoico de la política norteamericana (Hofstadter, 1965).

Cabe destacar que dicha preocupación no es nueva ya que, como señalé, Estados Unidos tenía en 1914 una población inmigrante mayor (en términos relativos) a la de hoy, aunque es necesario indicar que el porcentaje era la mitad del que tenía Australia (15% contra 30%). Así, la inmigración provocó temores -muy exagerados, como ahora vemos- que el historiador Richard Hofstadter calificó como parte del "estilo paranoico" de la política norteamericana (Íbidem).

Por verdaderos o paranoicos que sean estos temores, sus consecuencias incluyen los debates recientes en el Congreso estadounidense, la militarización de la frontera y hasta la construcción de un muro de seguridad; tengo mis dudas acerca del éxito de estas medidas, pero claramente demuestran que Estados Unidos -tanto el gobierno como los ciudadanos- no prevé la disolución de la frontera, y los que pronostican la creación de la región Mexamérica, a horcajadas de una frontera fantasma, son profetas falsos, al menos por ahora.

La frontera todavía tiene una gran realidad: demarca, por un lado, dos Estados-nación cuyos pueblos no buscan una fusión supranacional y, por otro lado, dos sistemas diferentes de ley y de política, dos mercados de trabajo distintos, y dos culturas -o, mejor dicho, toda un gama de culturas- diversas. A veces, algunos latinoamericanos -los brasileños en particular- hablan como si los mexicanos hubieran vuelto la espalda al resto del continente para convertirse en ciudadanos del TLCLandia, pero esta opinión me parece errónea y basada en un reduccionismo económico, según el cual la infraestructura determina el resto de la superestructura (política, social, cultural). El Zollverein alemán -la asociación de libre comercio formada en 1860- precedió y quizás ayudó la formación del Estado-nación alemán y el segundo imperio (Reich), sin embargo sus habitantes eran alemanes -cultural, histórica y lingüísticamente- mucho antes de que se volvieran socios económicos en el Zollverein (ésta, quizás, es una conclusión positiva).

Por desgracia, hay también una dimensión más negativa del asunto: la noción de fronteras disolventes que escapan del control de los Estados sí reflejan cierta realidad. En la medida en que los mercados crecen a costa de los poderes estatales, el Estado pierde -potencialmente- fuentes de legitimidad; claro está, un Estado adelgazado puede ser altamente legítimo, un Estado obeso, ¡legítimo, pero si el adelgazamiento quita al Estado sus capacidades legitimizadoras y si, por añadidura, el Estado adelgazado falla en sus responsabilidades básicas -la protección de sus ciudadanos, el mantenimiento de un Estado de derecho- entonces la legitimidad del Estado puede menguarse; en este escenario, el crecimiento del narcotráfico y del crimen organizado, que ha tenido tan fuerte impacto en la frontera, ofrece la mayor prueba de esta abdicación por parte del Estado.

El problema no es el monopolio mexicano, pero -debido a su ubicación geográfica e historia reciente- el fenómeno se ve con mucha claridad en este país. Si la frontera demográfica se ha cerrado, no creo que presenciemos una desaparición comparable de las fronteras políticas en general, ni de la frontera norte de México en particular. Lo que sí observamos, quizás, es un debilitamiento del Estado, producto de dos fenómenos relacionados: por un lado, el auge reciente del mercado (otra fluctuación en una largísima historia mundial), por otro, el crecimiento del narcotráfico y del crimen organizado, ambos fenómenos nutridos por la globalización que vivimos hoy.

 

Referencias bibliográficas

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Información sobre el autor

Alan Knight. Es profesor de Historia de América Latina en la Universidad de Oxford, Inglaterra. Su trabajo se orienta al estudio de la política moderna de América Latina, especialmente de México. Está interesado en el análisis de los movimientos campesinos y las revoluciones sociales de la región. Es reconocido como uno de los mejores mexicanistas. Ha participado como profesor visitante en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Berkeley, en Estados Unidos. Entre sus libros se encuentran: The Mexican Revolution (1986), US-Mexican Relations (1987), The Mexican Petroleum Industry in the Twentieth Century (1992) y México (2002).

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