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Norteamérica

versión On-line ISSN 2448-7228versión impresa ISSN 1870-3550

Norteamérica vol.16 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2021  Epub 04-Abr-2022

https://doi.org/10.22201/cisan.24487228e.2021.2.433 

Análisis de actualidad

Vidas rompibles en el vórtice de precarización: políticas de expulsión, procesos de exclusión y vida callejera en Tijuana, México

Breakable Lives in the Vortex of Precariousness: Expulsion Policies, Exclusionary Processes, and Street Life in Tijuana, Mexico

Juan Antonio del Monte Madrigal* 

* Departamento de Estudios Culturales, El Colegio de la Frontera Norte (El Colef), <jadelmonte@colef.mx>.


Resumen

Este artículo presenta un análisis del proceso de precarización de personas con un pasado de deportación a cuestas y que habitan actualmente las calles de la ciudad fronteriza de Tijuana. Está enmarcado en un modelo de análisis denominado vórtice de precarización, que funciona para investigar la forma en que la vida de estas personas se ha ido degradando cada vez más atendiendo factores procesuales, relacionales, prácticos y subjetivos. Se profundiza en la dimensión histórico-procesual de dicho modelo de análisis, donde se estudian las políticas de expulsión y exclusión y se despliega una perspectiva multifactorial para comprender los diversos elementos histórico-sociales que se conjugaron para que determinadas personas llegaran a habitar las calles de esa ciudad.

Palabras clave: frontera norte; deportación; vida callejera; precarización

Abstract

This article presents an analysis of the process of becoming precarious for people with a past of deportation and who currently live on the streets of the border city of Tijuana. This is framed in a model of analysis called the “vortex of precariousness,” which functions to investigate the way these people’s lives have increasingly deteriorated due to factors involving processes, relationships, practices, and subjectivity. The author looks more deeply into the historical-process-related dimension of this form of analysis, which studies policies of expulsion and exclusion, deploying a multifactorial perspective to understand the different historical-social elements that come together so that specific people end up living on the streets of that city.

Key words: northern border; deportation; street life; precariousness

“No hay que decir que la copa se ha roto porque una piedra la ha golpeado,

sino que se ha roto, cuando la piedra la ha golpeado, porque era rompible”

(Bourdieu, 1999: 196).

Introducción

Una de las consecuencias extremas que enfrentan los migrantes deportados de Estados Unidos a través de ciudades fronterizas mexicanas, como Tijuana, es devenir en un habitante de calle (Del Monte, 2019). A lo largo de la última década, ha habido un consenso público y mediático en relación con que la deportación masiva ha sido la causa de mayor impacto para llegar a habitar las calles de la frontera.1 Aunque aquí se asume la trascendencia de la deportación en el proceso de habitar las calles de Tijuana, también se intenta complejizar las relaciones de causalidad para comprender cómo es que diferentes factores estructurales, acontecimientos históricos y acciones políticas -incluyendo los mecanismos de deportación- se han interrelacionado con las trayectorias vitales de cada persona que habita las calles al estar involucradas en un contexto específico como el de la frontera norte de México, y que se conjugan en la construcción de una serie de fuerzas socioculturales que mantienen en esa situación de calle a ciertas personas deportadas, lo que aquí se denomina vórtice de precarización.

En ese sentido, en este artículo se asume la postura bourdieana colocada en el epígrafe para analizar cómo es que las vidas de los habitantes de la calle se vuelven “vidas rompibles”. En sus Meditaciones pascalianas, Bourdieu retoma la metáfora de Ryle con la que explica que una copa de cristal se presenta como frágil ante el embate de una pedrada -y que no se rompe solamente por la acción de la piedra, sino porque la copa es un producto quebradizo y, por lo tanto, rompible- para hacer una crítica a los planteamientos causales que afirman que los acontecimientos históricos determinan unilateralmente una conducta o proceder. Así, comenta el sociólogo francés, no hay que decir que “un acontecimiento histórico ha determinado un comportamiento, sino que ha tenido ese efecto determinante porque un habitus susceptible de ser afectado por ese acontecimiento le ha conferido esa eficacia” (Bourdieu, 1999: 196). En ese sentido es que se plantea la idea de vidas rompibles, es decir, vidas con una historia de precarización paulatina a lo largo de su trayectoria biográfica, lo que las vuelve especialmente susceptibles a que la deportación las conduzca a un estilo de vida callejero. Así, no es que la deportación los haya llevado a la calle -si esto fuera así, las calles de la ciudad estarían desbordadas por más del millón de deportados que han retornado por sus puertas en las últimas dos décadas (2006-2020; UPM, 2018)-, sino que el devenir vital precarizado a partir de determinados factores relacionados con la migración indocumentada hacia Estados Unidos permitió que el retorno forzado -en un momento específico de endurecimiento de las políticas migratorias- haya impactado de tal manera en las prácticas de estas personas que terminaron habitando en las calles de Tijuana.

Este artículo está enmarcado en un modelo de análisis que he denominado vórtice de precarización, y que funciona para investigar la forma en que la vida de estas personas se va precarizando cada vez más atendiendo factores procesuales, relacionales, prácticos y subjetivos. Aunque este modelo es mucho más amplio, aquí se señalarán solamente los factores procesuales, es decir, histórico-sociales, que se conjugaron para que determinadas personas lleguen a habitar las calles de esta ciudad fronteriza.

El marco contextual, el objeto, el método

Delinear la situación de las poblaciones callejeras en Tijuana acarrea el problema de articular una pluralidad de experiencias de precariedad y exclusión social asociadas a las circunstancias fronterizas que se dan en sus calles, como la deportación, el consumo de drogas, los órdenes urbanos normativos en la frontera, las desigualdades metropolitanas transnacionales, el riesgo y la vulnerabilidad. Asimismo, conlleva la dificultad de aprehender las distintas representaciones y clasificaciones sociales que existen sobre las personas que habitan la calle, las cuales, muchas veces, reducen sus diferencias y tienen consecuencias directas en la estigmatización -y hasta criminalización- de la presencia de estas personas. Si no prendemos las alertas teóricas y metodológicas, corremos el riesgo de reducir a una sola figura (la de la persona en situación de calle, la del deportado, la del drogadicto, etc.) toda la diversidad de experiencias de precariedad y, por lo tanto, también estamos en condiciones de hipostasiar erróneamente hacia Tijuana la forma en que el problema discurre en otros contextos ya analizados.

Cuando se reduce la multiplicidad de otredades urbanas en “una sola figura extraña” (Ahmed, 2000), surge la limitación de pensar en un grupo homogéneo ampliamente analizado por la literatura occidental: los homeless (De Verteuil et al., 2009: 658). Esta reducción soslaya las variaciones contextuales vinculadas con la frontera como las experiencias previas a esta situación, los anclajes socioculturales y de adscripción o el tiempo de vida en la calle. Como dice Ahmed (2000), la reducción de toda la diferencia social a la figura única de “extraño” implica la borradura de las diversas determinaciones históricas y la consolidación de una sola figura para definir la diversidad de procesos, ya sea deportado, consumidor de drogas, migrante, etcétera.

En Tijuana, todos los procesos asociados pueden reducirse a una de dichas etiquetas o, por el contrario, esas etiquetas funcionan de manera intercambiable al momento de ser clasificados socialmente, de manera que las poblaciones callejeras no sólo se entienden como figuras ambivalentes (Bauman, 1995) (cualquiera de las categorías anteriormente mencionadas), sino como constitutivas de una diversidad de historias, trayectorias y experiencias cruzadas de precariedad que convergen en las calles de la frontera, que se mueven a través de múltiples circuitos y localizaciones, que llevan a cabo diversas prácticas informales para la sobrevivencia cotidiana y asumen una serie de patrones emocionales y sensoriales que los mantienen en las calles.

Este artículo es producto de una investigación etnográfica de largo aliento con habitantes de calle en la ciudad de Tijuana. Tomando al individuo en situación de calle como unidad analítica, la estrategia se dividió en tres momentos: 1) inmersión etnográfica en campo para conocer la situación de la configuración de las poblaciones callejeras, las formas de clasificación que enfrentan y las lógicas y moralidades propias de la composición compleja de los habitantes de calle; 2) levantamiento de entrevistas de corte biográfico para reconstruir trayectorias y momentos críticos del devenir del habitante de calle;2 3) indagación archivística sobre acontecimientos histórico-sociales de la frontera, con el fin de articular los distintos factores que intervienen en la configuración de la situación de calle en el contexto fronterizo entre México y Estados Unidos.

En este acercamiento metodológico se partió desde lo más inmediato en el contexto local, recogiendo información a nivel individual y, posteriormente, se fueron jalando hilos hacia momentos más extendidos del proceso de devenir en habitantes de calle. La idea era contestar los términos de análisis que explican esta realidad desde el propio campo de investigación, ponerlos a prueba de abajo hacia arriba, como dice Marcus (1998). A partir de la información recabada en la etnografía y en las entrevistas, en una tercera instancia se hizo un trabajo de archivo y gabinete para vincular acontecimientos, discursos y representaciones históricas que operan en la experiencia de habitar las calles en Tijuana. Esta estrategia guio el propio proceso de investiga ción en campo y, en un momento posterior, se hizo el análisis de la vinculación de la experiencia cotidiana y el devenir en habitante de calle, para conocer cómo se asocian entre sí. Con ello, se terminó de construir el modelo analítico que he denominado vórtice de precarización.3

El vórtice de precarización en la frontera norte de México y las vidas rompibles

El vórtice nombra un flujo en espiral cuya rotación en torno a un punto ejerce una fuerza de atracción que paulatinamente se hace cada vez más penetrante. A pesar de que su desarrollo conceptual proviene de las ciencias físico-matemáticas, utilizar la metáfora del vórtice funciona para dar forma a un modelo de análisis en torno a la manera en que operan las fuerzas socioculturales implicadas en la progresiva precarización de algunas personas que retornan de Estados Unidos y que se instalan poco a poco en las calles de las ciudades fronterizas. Es decir, permite analizar la configuración y confluencia de factores que delinean diversas rutas para vivir en las calles pero, sobre todo, que mantienen a las personas deportadas viviendo a la intemperie en los espacios urbanos residuales, a partir de la agudización de la precariedad en la que están envueltos en múltiples dimensiones.

El vórtice de precarización es un modelo analítico que implica abordar tanto procesos de largo aliento, como situaciones coyunturales en cuatro dimensiones de la vida de las personas con experiencia de deportación: histórica, relacional, práctica y afectiva. El vórtice alude a una configuración de procesos en la frontera México-Estados Unidos, donde fuerzas violentas y excluyentes estructuran recursivamente la precarización exponencial de las condiciones materiales, sociales y subjetivas para la subsistencia digna de la vida de aquellas personas que circulan y pernoctan actualmente en las calles de Tijuana.

El vórtice de la precarización se construyó como una matriz de diferentes constelaciones de precarización -es decir, la configuración de factores que llevan hacia la vida callejera- a partir de un análisis de las trayectorias biográficas y espaciales del habitantes de calle en la ciudad de Tijuana. En tanto las condiciones de vida se van degradando o haciendo “rompibles” (para continuar con la metáfora bourdieana) debido a una diversidad de procesos que más adelante se señalan en este artículo, las fuerzas violentas y excluyentes se van agudizando y las condiciones de precarización se hacen cada vez más intensas. Dicha situación hace que cada vez sea más difícil salir de la situación de calle en tanto no haya fuerzas externas que los apoyen,4 es decir, la narrativa del esfuerzo personal no es suficiente. En ese sentido, el vórtice de precarización nos ayuda a clarificar aquellos procesos que colaboran en la construcción de “vidas rompibles” que terminan en las calles de Tijuana.

En este modelo, se inicia con el análisis de los contextos precarios de procedencia y los factores que impulsaron la migración temprana hacia Estados Unidos. A ello se suma el análisis del ir y venir transfronterizo, donde se observa una acumulación progresiva de la precariedad, debido a una conjunción de procesos estructurales y subjetivos como el reforzamiento de la frontera, el endurecimiento de las políticas migratorias, la condición de clandestinidad, el involucramiento en el consumo de drogas y procesos de encarcelamiento.

En el vórtice se señalan dos saltos cualitativos de precarización: el primero tiene que ver con las deportaciones, las rupturas familiares y el inicio del consumo de estupefacientes, todo lo cual se concreta en un atrapamiento fronterizo cuando deciden no regresar y quedarse en las calles de Tijuana. Esta agudización de la situación “rompible” en sus vidas está vinculada con la modificación de las políticas migratorias estadounidenses, la construcción del muro fronterizo y las sanciones y orientación punitiva hacia los migrantes indocumentados a finales del siglo XX y principios del XXI, situación que se aborda en este texto.

Una vez que instalan una rutina en la calle, las fuerzas de precarización se incrementan por las relaciones de exclusión urbana, marcadas por una tensión entre procesos violentos y predatorios de clasificación social estigmatizante y por representaciones de la vulnerabilidad, observadas en las prácticas de gestión de las poblaciones callejeras en la ciudad: policías que los maltratan, centros de rehabilitación que los usan para recolectar dinero en los semáforos, etc. En ese sentido, esta etapa constituye la dimensión relacional del vórtice de precarización.

Por otro lado, desde la dimensión práctica que se analiza en el vórtice de precarización, se pueden observar las prácticas informales que los mantienen en la calle, con las cuales logran salvar sus necesidades básicas de manera muy precaria. El consumo crónico y dependiente de drogas constituye el segundo salto cualitativo exponencial hacia adentro del vórtice. Una vez instalados en ese torbellino vertiginoso de violencia y exclusión se desata una agudización de las fuerzas centrípetas que arrastran hacia su interior: las violencias físicas, materiales, estructurales y culturales que los han estructurado recursivamente a lo largo del proceso se ejercen sobre sí mismos y conducen a la adopción de una narrativa voluntarista y de responsabilidad personal por la situación en que se vive. Dicho análisis se logra a partir del estudio de la dimensión subjetiva y afectiva de la situación de estas personas. Si bien no se abordan aquí estas cuatro dimensiones, sino sólo la primera (histórica), es importante mencionarlas brevemente para entender que forman parte de una estructuración de las vidas “rompibles” de personas con experiencia de deportación que habitan las calles de Tijuana.

Atrapados en Tijuana: entre procesos globales de movilidad y exclusiones locales

Uno de los corolarios del impacto negativo de la moderna desigualdad en las ciudades es la generación de poblaciones precarias, carentes de residencia habitual y con redes de apoyo limitadas, que pernoctan y llevan a cabo su vida cotidiana en diversos espacios de las urbes. En este artículo se considera que la existencia de procesos globales modernizadores tiene como efecto colateral la producción violenta de amplias brechas de desigualdad y nuevos regímenes de marginalidad, movilidad y exclusión en las ciudades (Wacquant, 2007; Bauman, 2006; 2011; Glick y Salazar, 2012), y no se asume que los procesos de precarización y situación de calle en Tijuana son problemas únicamente locales, ya que las interconexiones y las circulaciones globales marcan la pauta de las dinámicas sociales, políticas, económicas y culturales de la frontera (Sassen, 2001; 2007; 2015; Bauman, 2006), los cuales fueron rebatidos desde el propio campo de investigación.

Estas tendencias modernizadoras se ubican como generadoras de movilizaciones poblacionales hacia centros urbanos de personas que son colocadas como una clase marginal producto de dichas tendencias y que carece de recursos o que ha sido despojada de los mismos y, en consecuencia, pierde paulatinamente su capacidad para ejercer sus derechos o tener acceso a oportunidades sociales; se trata de poblaciones expulsadas (Sassen, 2015), constreñidas a moverse en procesos desiguales de movilidad, en condiciones de precariedad grave e imposibilitadas del ejercicio de un marco de derechos que las proteja.

Sin embargo, al ser escenarios condicionados por un límite nacional, los procesos de precarización en las ciudades fronterizas se configuran en relación con el efecto limítrofe de la frontera, la cual juega un papel desencadenante en el devenir de estos procesos, pues opera desigualmente como contención o posibilitador de movilidades poblacionales. Esta problemática social adquiere una tónica particular debido a la inherente condición de desigualdad entre los dos espacios nacionales, al reforzamiento y aseguramiento de la frontera y el hecho de ser un nodo importante en el complejo movimiento de las dinámicas globales en dicha región.

La frontera México-Estados Unidos se observa, entonces, como un plexo de movilidades diversas y desiguales: un escenario de atracción y de bloqueo de movilidades, de disputas y diferencias en el acceso a las mismas, de apertura y de exclusión; en suma, un escenario de circulaciones diferenciadas propicio para la producción de exclusiones múltiples y de precariedades extremas. Así, la condición de frontera coloca a la ciudad de Tijuana como un contexto de alta movilidad poblacional, y su situación fronteriza como configuradora de las condiciones para la emergencia de sujetos móviles y precarizados. En efecto, la mayoría de los sujetos en situación de calle en estas urbes tienen experiencia migratoria (Velasco y Albicker, 2013). La condición fronteriza, así, contribuye particularmente al proceso de devenir en habitante de calle por medio de la exclusión de ciertas personas -tildadas, por cierto, con el mote de ilegal-, imposibilitados para ejercer, por consecuencia, sus derechos ciudadanos y sobre todo en condiciones precarias de subsistencia en la ciudad.

En ese sentido, Tijuana -en tanto conforma la región metropolitana más grande de la frontera norte de México- se ha convertido en una ciudad ejemplar para observar la manera en que la frontera detiene y precariza la movilidad de poblaciones que intentan migrar hacia Estados Unidos. Factores como el progresivo reforzamiento de la política migratoria estadounidense y su aparato geopolítico fronterizo, los violentos y riesgosos escenarios de precarización, vulnerabilidad y muerte al sur del continente, la urbe ha dejado su tradición de ser una ciudad de paso (Zenteno, 1995) para migrantes y se ha convertido cada vez más en un bolsón de contención de un circuito migratorio transnacional.

Esta situación socioespacial está siendo conceptualizada por algunos estudiosos como “atrapamientos fronterizos”, es decir, el espacio fronterizo del lado sur funciona como una especie de dispositivo que detiene la circulación de las personas a través de los linderos nacionales. Los últimos diez años, la ciudad ha recibido una cantidad sustantiva de retornados que, al no tener motivos para regresar a sus lugares de origen y al haberse fracturado un proyecto de vida al norte de la frontera, se han quedado en Tijuana, atrapados en uno de los nodos primordiales de las movilidades e inmovilidades en México (Odgers y Campos, 2014).

Al interior del creciente interés por pensar la forma en que las migraciones poblacionales se encuentran limitadas por las fronteras, los debates en torno a los procesos de atrapamiento surgen para otorgar herramientas analíticas sobre cómo entender las condiciones que obstaculizan el movimiento a lo largo de las franjas fronterizas. En términos amplios, podemos ubicar estas discusiones en dos niveles de análisis: por un lado, se ubican aquellas que abordan el atrapamiento desde un nivel macro, observando los efectos del aparato fronterizo y sus mecanismos de control, vigilancia y aseguramiento (Amoore et al., 2008; Odgers y Campos, 2014). Por el otro, en los niveles meso/micro se colocan aquellas posturas enfocadas en la puesta en práctica de diversas formas de agencia que se activan frente al atrapamiento fronterizo (Núñez y Heyman, 2007; Velasco, 2016; Del Monte, 2018). Así, como puede anticiparse, en el análisis de los atrapamientos fronterizos se revela el hecho de que las ciudades fronterizas como Tijuana son escenarios donde convergen procesos globales de movilidad, pero también dinámicas locales de exclusión social. En las últimas tres décadas, el paulatino reforzamiento de las políticas migratorias y del aparato geopolítico fronterizo -derivado de cambios contextuales como el 11 de septiembre- ha consolidado el papel que la ciudad ha tenido como contenedora de esas movilidades poblacionales.

A grandes rasgos, la información estadística sobre el sistema migratorio entre México y Estados Unidos informa que, ciertamente, en los últimos años ha sido más efectivo el control fronterizo estadounidense, que ha disminuido el flujo indocumentado de sur a norte y que ha habido un incremento del retorno de migrantes mexicanos de Estados Unidos a México (EMIF, 2014; 2016). Según datos de la Unidad de Política Migratoria, por las garitas tijuanenses ha pasado casi un millón de personas retornadas (UMP, 2008-2020), lo cual toma relevancia a partir de la política de cierre de la frontera y de deportación implementada y expandida desde 2008 (Velasco y Coubès, 2013; Alarcón y Becerra, 2012; Velasco y Albicker, 2013; Odgers y Campos, 2014). Este contexto de reforzamiento de políticas migratorias enmarca la dimensión procesual del vórtice de precarización, que alude al endurecimiento de políticas de exclusión a lo largo de los años y la consolidación de procesos de exclusión en ciudades fronterizas.

De fronteras laxas A fronteras hiperreforzadas: el vórtice de precarización desde una dimensión procesual

La visión amplificada de precariedad que aquí se asume (Butler, 2010; Lorey, 2016) -la cual está asociada a la distribución diferencial de certidumbres, redes y condiciones sociales para la sostenibilidad digna de la vida- invita a ubicarla en los espacios de vida cotidiana en lugar de observarla como el corolario de un proceso estructural en el que no se participa.5 Así, invertido el acceso analítico, en este trabajo se observó a la precarización desde abajo hacia arriba (Ettinger, 2007; Marcus, 1998). Desde este punto de vista, pudieron rastrearse las lógicas de acción de los habitantes de calle, entrevistados a través de los contextos (sociales, políticos, económicos, culturales) específicos que han atravesado a lo largo del tiempo -los diversos espacios nacionales, fronterizos y transnacionales- y observar los constreñimientos que han ido precarizando sus vidas. Así, más que atribuir una explicación teórica y preconcebida de precariedad y deportación como causas del devenir en habitante de calle, se analizaron las mutaciones del contexto fronterizo que han dado lugar a la emergencia de un proceso acumulativo de precarización vital que merma o hace “rompibles” las condiciones sociales, de tal manera que una de las estrategias inmediatas que quedaron para el sostenimiento de la vida fue el involucramiento en las dinámicas callejeras en la ciudad.

Como este trabajo implicó revisar trayectorias de migración hacia Estados Unidos, la vida en ese país del norte, la multiplicidad de tránsitos (forzados y clandestinos) entre México y Estados Unidos y la llegada y el establecimiento en Tijuana, dicho ejercicio analítico se realizó desde la escala de la (in)movilidad transfronteriza (Cunningham y Heyman, 2004). Es decir, las (in)movilidades (Urry, 2007; Adey et al., 2014) como un estudio de la precarización transfronteriza implicó haber dado seguimiento a dicho proceso en las dimensiones temporal y espacial y en distintos niveles de análisis -en este caso, en el nivel mesoestructural y el nivel micro- que tienen en el cruce de la frontera su centro de referencia.

Lo “rompible” de las vidas de las personas entrevistadas comienza desde sus lugares de origen. La crisis de los ochenta en México colocó las bases para una transformación del modelo económico que se olvidó de las nacionalizaciones y comenzó a liberar el mercado y empujar, así, a sus políticas y a sus poblaciones por igual, a mirar al norte como forma de estabilidad económica. Sin embargo, como ya se ha diagnosticado, las políticas económicas neoliberales generaron una amplia y aguda desigualdad en el país (Bayón, 2015), y la expulsión masiva de migrantes de ciertos lugares de origen se explica, ya que no sólo nunca observaron los beneficios de los auges económicos prometidos por esta liberalización económica sino que, por el contrario, era cada vez más evidente la precarización constante de las condiciones vitales de sus habitantes.

La migración masiva hacia Norteamérica que se dio durante el cambio de las décadas de los setenta y ochenta, que se ha caracterizado como una movilidad sin obstáculos (Massey et al., 2002), es decir, cruces de migrantes que evadían con relativa facilidad los controles fronterizos. En ese sentido, es posible hablar de una época de fronteras laxas en la migración México-Estados Unidos.

A mediados de los ochenta, se llevaron a cabo esfuerzos serios por reforzar las fronteras a partir de una serie de circunstancias: el evidente incremento en los flujos migratorios, el rechazo de la opinión pública estadounidense hacia la migración indocumentada, la consolidación de un discurso proteccionista de las fronteras, etc.

Los debates en el Congreso de Estados Unidos se decantaron por implementar una amnistía a la migración indocumentada, la Ley de Reforma y Control a la Inmigración (Immigration Reform and Control Act, IRCA), que venía acompañada de medidas para reforzar los controles fronterizos -como el incremento de agentes de la Patrulla Fronteriza-, de recursos para aprehender y expulsar a los extranjeros indocumentados por medio de la figura del alien removal y, sobre todo, de sanciones a empleadores que se beneficiaban al contratar migrantes indocumentados (García y Griego, 1987). En 1986, a partir de la puesta en marcha de esta ley, se formalizó la presencia de más de tres millones de mexicanos indocumentados en Estados Unidos (Durand et al., 2001).

A pesar de estos esfuerzos, la migración indocumentada no cesó.6 Por ello, alrededor del año de 1994, las opiniones en la esfera pública estadounidense se vertieron nuevamente en contra de los migrantes indocumentados, acusándolos de los grandes males que los aquejaban: delincuencia, criminalidad y pobreza. En ese contexto, la innovación en la estrategia de seguridad estadounidense fue proponer que el límite territorial se erigiera en el primer bastión de protección contra “amenazas” externas (Nevins, 2002). La frontera, así, se convirtió en el dispositivo de control reforzado y que tendría la función de contener la inmigración informal y el contrabando de estupefacientes, a partir de una serie de operativos a lo largo de la línea fronteriza.7 La meta era no detener a los migrantes dentro del país sino en el cruce, a través de tres lineamientos operativos: la presencia de más agentes de la Patrulla Fronteriza a lo largo de dicha frontera, el impulso a tecnologías de vigilancia y la inversión en infraestructura de control. Dichas acciones tuvieron, además, como corolario el impulso a un sistema de migración basado en el tráfico indocumentado de personas, mejor conocido como “coyotaje”.

El testimonio del Pillín,8 quien cruzó en la década de los noventa por uno de los espacios tradicionales de libre cruce en Tijuana (el Cañón Zapata), refleja el reforzamiento de la vigilancia sobre el migrante, pues comentó que “apenas llevábamos como media loma y ya miré a miles de migras [Patrulla Fronteriza] por ahí abajo”, de manera que tuvieron que echar a correr en una embestida donde casi la totalidad del grupo fue aprehendido. El pachuqueño, quien cruzó alrededor de las mismas fechas, echó mano de un “coyote” (o “pollero”, como también son conocidos) para cruzar por los cerros del este de Tijuana. Usar guías locales fue una práctica asidua al inicio de este reforzamiento de la frontera, ya que conocían de primera mano los puntos flacos de la Patrulla Fronteriza (Chavéz, 2016).9

Dice Joseph Nevins que el cambio más significativo de estos operativos tiene que ver con que representó una transformación sobre cómo Estados Unidos veía sus linderos con México, pasando “de una región fronteriza (o una zona de interacción y transición entre dos entidades políticas separadas) a un límite (o una línea de estricta demarcación)” (Nevins, 2002: 16).10 Dicha vuelta de tuerca, argumenta el autor, tuvo como corolario una serie de daños colaterales articulados en dos ejes: por un lado, una violencia estructural manifestada en el aumento en el riesgo de cruce con un cúmulo de consecuencias fatales y, por el otro, una violencia cultural evidenciada en la negativa representación sociocultural del migrante mexicano.11

Así, con la consecuente y paulatina línea punitiva con que se delineó la política migratoria y ante el incremento de las medidas restrictivas para el cruce fronterizo, algunos migrantes formaron parte de esa buena cantidad de mexicanos que decidieron quedarse en Estados Unidos, con lo cual se incrementó la población en situación irregular en dicho país. A mediados de los noventa, el presidente Clinton firmó otras leyes que facilitaban la deportación de migrantes indocumentados.12 Impulsadas por un cabildeo (lobby) restriccionista que ha tenido una fuerte influencia en la Casa Blanca durante los últimos treinta años (Holland, 2014), estas leyes en conjunto estipulaban una lista de delitos que, a partir de ese momento, se considerarían graves y facilitaban la ruta para la deportación. Es posible rastrear el cambio de estrategias de aprehensión y deportación en el testimonio de don Pedro: “Entonces, después salió una estadística que decían ellos que no es tanta la gente que están agarrando, sino que a la misma persona la estaban agarrando varias veces pero con diferentes nombres. Fue ahí donde inventaron ellos archivar el nombre de cada persona y fue donde empezaron a agarrar a gente, la misma persona con diferente nombre y ahí fue donde empezaron a procesarlos por falsa identidad, porque no tenías papeles o por cualquier otro borlote que te inventaran”. Conocer de primera mano este tipo de endurecimiento en el cumplimiento de la política migratoria llevó a muchos a la conclusión de que quedarse irregularmente podía ser una estrategia más efectiva para sus planes de estancia en el país vecino.

Desde entonces, se criminalizó la presencia del migrante irregular al establecer la no documentación como delito de orden federal y se otorgó autoridad a oficiales de migración para iniciar procesos de expulsión sin derecho de audiencia judicial (Pérez, 2014). Estas leyes importaron para el proceso de precarización de la vida de migrantes en Estados Unidos pues, a partir de su promulgación, un delito menor podría llevar a la deportación misma (Acosta, 2016).

La relación entre las prácticas informales de los migrantes indocumentados y el Estado se complicó aún más en las secuelas de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Estos ataques redefinieron y endurecieron la política migratoria en Estados Unidos. Con la promulgación de la llamada Ley Patriota (Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism, usa patriot Act) en noviembre de 2001, se hizo oficial lo que ha sido patente en la revisión de las políticas migratorias estadounidenses: la inmigración a Estados Unidos se convirtió en un asunto de seguridad nacional (Andreas, 2009; Alarcón y Becerra, 2012).13

Esta ley permitió detener y deportar con muy poca revisión judicial a quienes no fueran ciudadanos, y dejó a discreción del fiscal general si había elementos razonables para creer que alguien ponía en riesgo la seguridad nacional o local. Bajo esta ley, aquellos acusados de ofensas migratorias menores podrían ser retenidos indefinidamente si el fiscal general así lo determinaba. Esta ley sentó las bases para la Ley de Seguridad Nacional, la aplicación de la Operación Streamline y su respectiva legislación, así como la emergencia de programas de seguridad y deportación como el de Comunidades Seguras.

En el año de 2002, se promulgó la Homeland Security Act, con la cual se creaba el Departamento de Seguridad Interna (Department of Homeland Security, DHS), que eclosionó veintidós agencias gubernamentales relacionadas con el control de las fronteras, combate al narcotráfico y terrorismo y a la regulación de la migración. La unificación de estas agencias se observa como el corolario de una lucha paralela contra las drogas, que desde los ochenta ha venido apoyando el reforzamiento de la frontera (Del Villar, 1987; Dunn, 1996). El cambio sustantivo implicó que esta agencia vigilaría y operaría no sólo los límites del territorio sino al interior del mismo, en ciudades no fronterizas. Se dotó de recursos legales a una serie de corporaciones para ubicar extranjeros sin documentos y acelerar su proceso de expulsión (Pérez, 2014); es decir, se realizaron acciones políticas que derivaron en programas que vincularon la aplicación de la ley migratoria y el sistema de justicia.

Ante los nuevos constreñimientos político-estructurales y los recursos de las redes sociales en que se involucraron en Estados Unidos, las habilidades y conocimientos clandestinos aprendidos en tránsito por los entrevistados se colocaron como un factor más en el uso estratégico de las prácticas ilícitas como forma de capitalización económica.14 Saber cruzar clandestinamente la frontera se convirtió en un recurso que poseían y habían adquirido a lo largo de su estancia en Estados Unidos, y que se colocó como una opción ante el endurecimiento de las políticas migratorias. Visto desde otra perspectiva, el propio sistema fronterizo generó mecanismos de vigilancia para repeler sus cruces, pero en ello propició la activación de recursos de agencia -como las prácticas clandestinas e ilícitas- para evadir el propio sistema, no sin acarrear riesgos y vulnerabilidades. El mecanismo de clandestinidad, si bien es una forma de resistir al reforzamiento fronterizo, también implica una manera de crear sujetos vulnerables en el margen de la legalidad (De Genova, 2005).

La experiencia de don Pedro condensa muy bien cómo la transformación de la política afectó la vida personal. Viviendo en Estados Unidos, don Pedro tenía un permiso de residencia temporal que había renovado anualmente por más de una década; sin embargo, en la primera década del milenio empezó a tener problemas con su proceso de regularización migratoria a partir de una infracción de tránsito que no había pagado (un delito menor). No podía renovar su estatus migratorio si no finiquitaba dicha deuda; sin embargo, ésta se había acumulado de tal manera que don Pedro no estaba en posibilidades de pagarla. Con el objetivo de hacerse de recursos financieros para terminar con dicha deuda, decidió capitalizar el conocimiento que tenía respecto a senderos alternos para cruzar la línea divisoria y echar mano de sus redes migrantes y comenzó a fungir como guía clandestino, “gente recomendada, que me conocía, que sabían que cuando me sacaba la migra, me cruzaba solo y sin problemas […]. Pero de ahí, como te digo, ya empecé a tener problemas con la federal, porque ya me empecé a involucrar en broncas de cruzar a ilegales por el cerro, me agarraron; empecé así, pues, a caminar con grupos de gente”. Cuando don Pedro fue detenido y procesado, ya tenía antecedentes criminales más allá de las violaciones a la ley migratoria, lo que complicó sus trámites de regularización y comenzó un largo y doloroso proceso de encarcelamiento y deportación.

El entronque de esta situación con las carencias económicas, el tipo de redes sociales y el conocimiento esquivo del cruce fronterizo generaron las condiciones para que las personas entrevistadas en esta investigación se involucraran en actividades ilícitas. Esto tuvo, como se ha planteado desde el inicio del artículo, consecuencias mayores de precarización, como interrumpir procesos de legalización, encarcelamiento, rupturas familiares y la posterior expulsión solitaria a ciudades fronterizas como Tijuana.

Durante esa época, hubo diversas consecuencias para las personas que actualmente viven en la calle; una fue la inmersión en mundos criminales, que a su vez provocó el encarcelamiento de algunas de las personas entrevistadas. Otro de los corolarios fue la ruptura del proceso de regularización de su estatus migratorio y la posterior expulsión del territorio estadounidense, como sucedió -finalmente- para el caso de don Pedro. Junto con ello, también se pudo observar la fractura de vínculos familiares y socioafectivos, que fue determinante en el posterior proceso de inmersión en la vida callejera. En pocas palabras, lo que esta etapa significó para el proceso de precarización de las personas entrevistadas en esta investigación fue una paulatina pérdida de medios legales, de redes sociales y de recursos materiales y reflexivos para subsistir, es decir, la condición de esas vidas como rompibles. En última instancia, esto implicó un bloqueo a las posibilidades de moverse transfronterizamente.

Expulsión a través de ciudades fronterizas: encarcelamiento, el “circulo vicioso” del consumo de drogas y rupturas familiares

Quizá el programa restriccionista que más efecto ha tenido en elevar número de deportaciones es el conocido como Comunidades Seguras, propuesto en la ley como Plan Integral para Expulsar Extranjeros Criminales (Comprehensive Plan to Identify and Remove Criminal Aliens). El programa Comunidades Seguras, implementado en 2008 y que supuso una derrota para los intentos de impulsar una reforma migratoria por parte de Bush y Obama y una victoria del lobby restriccionista, conformado por grupos de derecha como el Tea Party, surgió en la coyuntura de la nueva preocupación por resguardar la seguridad nacional en contra del terrorismo desde las fronteras.15 Dicho programa constituyó un esfuerzo por identificar a extranjeros condenados por delitos que pudieran ser deportables, lo que permitió a las autoridades locales y estatales revisar las huellas digitales de personas detenidas al interior del país con las bases de datos de migración.

Según la revisión que ha hecho Holland (2014), el 55 por ciento de los deportados bajo este programa no tenía registros criminales más allá de las violaciones migratorias (el 26 por ciento), o habían sido detenidos por delitos menores, con sentencias de menos de un año, los así llamados criminales nivel 3 (el 29 por ciento), mientras que el 19 por ciento eran criminales nivel 2 (sentenciados por robo, fraude u ofensas menores relacionadas con drogas) y el 26 por ciento de nivel 1 (crímenes violentos o involucramiento en organizaciones de tráfico de droga). Por otro lado, se observó que el programa Comunidades Seguras impactó desproporcionadamente a la comunidad latina, pues el 93 por ciento de los identificados para ser deportados eran migrantes provenientes de países latinoamericanos (Holland, 2014).

Estas deportaciones masivas acarrearon altos costos, pues con los cambios en la legislación migratoria, los migrantes podían ser retenidos durante meses sin asesoría legal y teniendo que dejar atrás vínculos familiares y socioafectivos, lo que abonaba a que las fuerzas del vórtice de precarización se agudizaran.

A partir de los datos de la Oficina de Estadísticas del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, se ha señalado que el 75 por ciento de no ciudadanos expulsados de 2006 a 2011 han sido mexicanos, y que de 2009 a 2016 los eventos de expulsiones de returns -conocidos como salida voluntaria, que no lleva un juicio de deportación- han disminuido y, en cambio, han aumentado los removals -expulsión que procede de órdenes de deportación, con consecuencias penales si se intenta ingresar de nuevo de manera no autorizada- (Pérez, 2014).

A pesar de que hay investigaciones (Alarcón y Becerra, 2012)16 que concluyen que la mayoría de estas remociones provienen de delitos menores (misdemeanor), muchas de las personas entrevistadas en campo narraron haber sido procesados por delitos mayores (felony). Uno de los interlocutores que mayores posibilidades tenía de regularizar su situación -ya que vivía desde el año de nacido en California- fue El Pelado, quien, al preguntarle si adquirió la nacionalidad estadounidense, contestó con la mirada gacha: “Todavía no. Me faltaba poquito, estaba emigrado y apenas me los iban a arreglar y perdí todo por esta situación”. La situación a la que hace referencia es una sentencia a seis años de prisión por involucrarse con grupos de narcotráfico. Una similar atravesó don Pedro, quien estuvo nueve años en prisión durante varios periodos, por ser detenido reincidiendo en actividades de pollero, como se destacó líneas atrás.

El hecho de que la mayoría de los entrevistados que viven en la calle hayan sido removidos por delitos mayores constituye un dato para argumentar que éste es uno de los posibles factores que operan no sólo en la llegada a las calles de la ciudad, sino también de la estadía en las mismas. En pocas palabras, ser deportados por la comisión de un delito mayor aumentó de manera considerable el grado de precariedad de estas personas cuando llegaron a Tijuana. Esto fue así, porque la comisión de dichos delitos los involucró en un ciclo de consumo de drogas, encarcelamiento y desvinculación de lazos familiares y afectivos (Del Monte, 2018; 2019).

Por otro lado, en la década pasada se detectó un cambio de perfil del migrante deportado. En poco tiempo, el porcentaje de expulsados que tenía al menos un año de residencia en Estados Unidos aumentó casi al 50 por ciento en 2011, cuando un 87 por ciento de deportados eran hombres y casi el 70 por ciento cónyuges o jefes de familia. Esto quería decir que la tendencia en el incremento de deportaciones de migrantes hombres con mayor estadía en Estados Unidos implicaba la ruptura de proyectos de vida en ese país (Velasco y Albicker, 2013: 6).

Si bien el retorno forzado impactó en la ruptura de proyectos de vida familiares que se estaban llevando a cabo del lado norte de la frontera, el análisis de las narrativas de los habitantes de calle revela que hubo otros factores involucrados en la disolución de vínculos familiares (y que tienen que ver con la comisión de delitos mayores), como el encarcelamiento debido al involucramiento en actividades ilícitas o el consumo de drogas. Pasar un largo proceso carcelario puede evaluarse como uno de los factores que precarizaron la vida de las personas que actualmente están en situación de calle, en el sentido de que activó un proceso de desgaste de los vínculos socioafectivos y las redes de cuidado que pudieron tener una vez retornados a México -aunado a ello, vino una pérdida de medios legales para formalizar su situación migratoria y una consecuente expulsión del país-. Quienes pasaron largas temporadas en la cárcel fueron los más afectados por este factor. Don Pedro, El Pelado y quienes pasaron más de cinco años tras las rejas refirieron que, si bien tenían comunicación con sus parejas o hermanos cuando estaban en prisión, mientras más tiempo pasaba, las visitas eran cada vez menos frecuentes. Después de ser deportados, algunos incrementaron su consumo de drogas y dejaron de ver a su familia. Algunos de ellos, incluso, reportaron que dejaron de buscar a sus parientes por la vergüenza que les ocasionaba que los vieran en esa situación.

Habría que advertir que este quiebre de enlaces socioafectivos no se llevó a cabo súbitamente, sino que se dio de manera paulatina, en diferentes grados -algunas veces sólo fueron separaciones temporales, aunque en muchos de los casos fueron definitivas, lo que tiene un peso muy importante en el proceso de salir o quedarse en las calles-, y algunas de las veces también se llevaron a cabo de manera autoinfligida -en las que sentimientos como la vergüenza o la rebeldía fueron ubicados como aspectos afectivos del mantenimiento del lazo familiar-. También habría que añadir, por último, que no es que uno solo de los factores provocara la ruptura familiar, sino que en ocasiones fue una combinación de varios, en donde uno de ellos predominó sobre el otro.

El tema de las drogas es descrito por ellos como un “círculo vicioso” en relación con su familia, pues mientras estas sustancias han sido uno de los motivos por el que las familias los “sueltan” y dejan de interesarse en ellos, muchas veces buscan en la droga el refugio socioafectivo que ya no tienen con sus familias. La relación del Pelado con su esposa se deterioró cuando ella le limitó la convivencia con sus hijos, al observar que pasaban meses que no llegaba a su casa por estar involucrado en el consumo de drogas, de manera que se separaron: “Ella venía pa’ cá, ya no me dejaba mirar a la niña y el niño, y ya comenzó la tomadera, comenzó el vicio, el vicio lo tengo muy prendido como otra gente”. El consumo de estupefacientes ha sido una solución expedita ante la ruptura familiar; y aunque saben que es momentánea, prefieren tenerla para salir al paso y poder atender las necesidades primarias, como el hambre o el refugio.

Junto a esta combinación de factores -la deportación, el paso por la cárcel y el consumo de drogas-, se observa también una forma de alejamiento de sus familias que es autoinfligida. Este alejamiento por decisión propia tiene que ver con la desvalorización que hacen de sus propias situaciones de vida, de la incorporación de discursos de responsabilidad individual sobre dicha situación y sobre determinados sentimientos de vergüenza -signados por el juicio y estigmatización de otros- que ello les ocasiona. Es decir, hay veces en que ellos mismos han decidido alejarse de su familia, ya que no se consideran dignos de presentarse ante ella en dichas condiciones sin antes pasar por un proceso de rehabilitación, como comentó don Pedro: “Es mejor alivianarse pa’ llegar más o menos con la familia, que no lo vean a uno tan tiradote acá […]. Entonces necesita uno hacer un esfuerzo pa’ que te reciban bien, porque digo, ellos ya te conocen en esa línea; entonces, para que ellos no vean que sigues por el mismo lado, necesitas que haya un cambio en ti”.

La ruptura familiar autoinfligida tiene que ver también con haber interiorizado un discurso de responsabilidad individual sobre su propia situación de calle, es decir, que estas personas incorporaron el discurso de que la voluntad propia es lo que los tiene en la calle, lo cual se coloca como una paradoja, ya que parece que no basta la voluntad propia para salir de la calle sino la combinación de agencia, aspectos estructurales y contextuales y las distintas redes socioafectivas involucradas.

En las conversaciones con estas personas fue notorio que, alrededor del cambio del milenio, muchas comenzaron a decidir no volver a intentar cruces clandestinos. Atrapados en Tijuana, esta decisión implicó consecuencias en la reorientación de sus expectativas y capacidades de acción hacia la vida callejera en esta ciudad fronteriza.

Hubo tres tipos de factores que estructuraron la disposición de los informantes de no volver a cruzar: en primer lugar, el temor de volver a ser encarcelado ante el endurecimiento de la legislación migratoria; en segundo lugar, el consumo de estupefacientes vinculado a la fácil accesibilidad, debida a una reconfiguración del mercado local de las drogas; y, en tercer lugar, el riesgo que implicó la consolidación del control de cruce clandestino por parte de las organizaciones criminales vinculadas al narcotráfico y la exacerbación de la violencia en Tijuana durante los últimos años. En otro artículo hemos analizado estos factores que influyeron en la decisión de dejar de intentar cruzar a Estados Unidos: consumo de drogas, violencias y deportación (Del Monte, 2019).

Cabe mencionar, por último, que las personas retornadas con estas características se han enfrentado prácticamente a un abandono institucional y estatal. Si bien desde 2006 se lanzó el Programa de Repatriación Humana, sustituido en 2014 por el Somos Mexicanos,17 con la finalidad de brindar servicio a repatriados en los puertos de retorno, lo cierto es que no contaron con recursos propios y su funcionamiento se basó en la vinculación con organizaciones sociales y con otros programas de gobierno (Hualde y París, 2019). Por su parte, en Tijuana no ha habido una política sistemática de atención a las poblaciones callejeras, simplemente algunos esfuerzos aislados derivados de la aplicación de programas a deportados. Todo lo contrario, amparados en el “Bando de Policía y Buen Gobierno” que sanciona aspectos como la “vagancia”, el “deambulantaje”, la “mendicidad” o el “dormir a la intemperie”, se sustentan una serie de detenciones arbitrarias con que se criminaliza su presencia en las calles de esta urbe (Del Monte, 2018).

Conclusiones

La precarización de los actuales habitantes de calle que sobreviven en espacios urbanos residuales de Tijuana fue un proceso paulatino que tuvo a la frontera como dispositivo de desgaste de condiciones sociales para el sostenimiento vital. Como dispositivo de gestión y control de movilidades poblacionales, los controles fronterizos han tenido efectos progresivamente precarizantes en la vida de estas personas, según se fueron reforzando con el paso del tiempo y los intentos de cruce se fueron volviendo cada vez más complicados.

En el ir y venir por la frontera a lo largo de los años en que las políticas estadounidenses fueron reforzándola cada vez más, el proceso de precarización fue acumulándose progresivamente, y se ha ido pasando por una diversidad de estatus: de migrante regional a migrante transfronterizo, a migrante indocumentado, a migrante ilegal, a criminal y a migrante deportado. La ecuación queda, entonces, de la siguiente manera: mientras que estas personas iban y venían por la frontera a través de los años en que ésta se iba reforzando, la precarización vital se iba acumulando progresivamente en tanto se mermaban las condiciones individuales, sociales, legales y políticas para sostener dignamente su vida.

A lo largo de este artículo se ha hecho un recorrido por los diferentes factores histórico-estructurales que han ido precarizando las vidas de las personas que actualmente viven en las calles de Tijuana. Hemos observado, a partir del endurecimiento de la política migratoria y el reforzamiento fronterizo, además de una serie de circunstancias como la ruptura con vínculos familiares y el inicio en el consumo de drogas -entre otras tantas-, cuáles han sido aquellos factores que forjaron la disposición de estas personas para que los procesos de deportación y retorno los afectaran de tal manera que se fueran a vivir a las calles de la ciudad. En ese sentido, hemos hecho un recorrido a lo largo de aquellos factores que vulneran las vidas de determinadas personas en la frontera norte de México y llevan a la posibilidad de que esa vida sea “rompible”, en términos de Bourdieu.

Si bien el acontecimiento de deportación ha sido uno de los factores que catalizaron el devenir de algunas personas hacia las calles de Tijuana, en este artículo no se ha pretendido señalar una causalidad lineal desde la deportación hacia la situación de calle. La idea ha sido generar una explicación en la que -como la copa “rompible” en el epígrafe de Bourdieu- se muestre no que viven en la calle porque han sido deportados, sino que, debido a que tanto sus historias como su vida cotidiana actual han estado plagadas de diversas formas de precarización transfronteriza, estas personas han sido susceptibles a que la deportación -en mancuerna con otros factores de exclusión- los haya impactado de tal manera que han permanecido durmiendo en las calles de la ciudad.

Como puede observarse, no es posible concluir que la deportación es el factor principal que lleva a las personas a vivir a las calles; por el contrario, se ha demostrado que hay una serie de factores transfronterizos en dimensiones histórico-políticas que hacen que las vidas de determinadas personas sean especialmente susceptibles para devenir en habitantes de calle, una vez que han pasado por un proceso de retorno desde Estados Unidos a México.

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1Desde 2008 hasta 2020, se han registrado alrededor de un millón de repatriaciones por la ciudad de Tijuana, según los boletines estadísticos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación. Si bien no hay una estimación exacta respecto a los pobladores que habitan las calles de Tijuana debido a sus características “flotantes”, activistas de esa ciudad hablan de que alrededor del 30 por ciento de los retornados pasan en algún momento por una situación de calle al llegar (Méndez, 2017).

2La mayoría de los testimonios rescatados para la elaboración de este texto provienen de estas entrevistas biográficas, que se realizaron con doce habitantes de una cañada urbana en Tijuana, once hombres y una mujer, todos ellos entre treinta y cinco y sesenta años. La selección de las personas se hizo una vez que había pasado el tiempo en campo y tenía como criterios de homogeneidad la vida en la intemperie, y de diferenciación, los factores principales que habían mentado para vivir en las calles.

3A pesar de que ahora es posible describir con claridad los procesos investigativos involucrados, vale decir que el trabajo en campo no fue lineal ni siempre consistente, todo lo contrario: asumiendo la cualidad cambiante y móvil de los propios colaboradores de este trabajo, el diseño de investigación se planteó de manera flexible y fue objeto de múltiples cambios conforme avanzaba el trabajo de campo. Dichas transformaciones forman parte también del proceso de construcción de conocimiento que aquí se asume.

4Este proceso, por supuesto, no es lineal y los hechos pueden aparecer de manera dispar en el transcurso de vida de las personas que habitan en las calles. Sin embargo, se ha decidido exponer de esta manera para presentar de manera ordenada el modelo y sus resultados.

5Por ejemplo, como el residuo de la flexibilización y desmaterialización del proceso de producción capitalista.

6Aunque quienes cruzaron después de ese año tuvieron mayores problemas para hacerlo, debido al incremento de la presencia y vigilancia de la Patrulla Fronteriza.

7En la región Tijuana-San Diego se ejecutó la Operación Guardián. Este operativo se implementó el 1 de octubre de 1994, con el objetivo de reducir el cruce no autorizado de migrantes que pasaban por la frontera sur de California.

8Para hacer referencia a las personas colaboradoras de esta investigación, se utilizan seudónimos, con el ánimo de guardar la confidencialidad de la identidad de cada una de ellas.

9Algunos de los interlocutores con los que tuve contacto fungieron posteriormente como este tipo de guías, debido a su conocimiento de los caminos subrepticios y las dinámicas de vigilancia de los agentes policiales.

10Traducción personal. Las cursivas no son originales. Se tuvo que traducir border por “región fronteriza” y boundary por “límite”, en aras de respetar el argumento del autor.

11Las muestras contundentes del riesgo que implicaba el cruce de la frontera fueron las más de dos mil muertes registradas por el gobierno mexicano, así como el aumento en los precios por los servicios de los polleros (Cortés, 2003).

12Tales como la aedpa (Antiterrorism and Effective Death Penalty Act) y la iirira (Illegal Immigration Reform and Immigrant Responsibility Act).

13Ejemplo de dicha redefinición es que la Patrulla Fronteriza agrega entre sus objetivos la lucha contra el terrorismo, la cual queda al mismo nivel que el combate al narcotráfico y a la migración indocumentada.

14 Slack y Whiteford (2011) han documentado estas actividades ilícitas como parte de acciones de agencia desarrolladas por las personas migrantes ante la avasallante violencia estructural que las rodea, insertadas en el escenario de las geografías clandestinas transfronterizas. Esto también ha sido analizado en cuanto a cómo las leyes migratorias estatales generan zonas de ambigüedad, de donde emergen las propias prácticas ilegales (De Genova, 2005).

15Como dice Andreas (2009), la nueva misión prioritaria de las agencias encargadas del control fronterizo era el combate contra el terrorismo.

16Estos autores han documentado que, si bien el DHS argumentó que deportaron a una gran cantidad de mexicanos criminales de Estados Unidos, la mayoría fueron expulsados por delitos menores.

17Actualmente opera con el nombre de Programa de Repatriación.

Recibido: 13 de Julio de 2020; Aprobado: 17 de Marzo de 2021

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