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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.9 no.2 México  2013

 

Artículos

 

La ciudadanía en México. Un breve recuento histórico

 

A brief history of Citizenship in Mexico

 

Luis Reyes García*

 

* Doctor en Estudios Sociales. Profesor e investigador de tiempo completo en la Unidad 096 D.F. Norte de la Universidad Pedagógica Nacional. Correo electrónico: <lgarcia@upn.mx>.

 

Artículo recibido el 21 de febrero de 2013
Aceptado el 18 de octubre de 2013

 

Resumen

El presente trabajo pretende identificar, desde una perspectiva histórica, las diferentes etapas por las que ha pasado la construcción de la ciudadanía en México. Se propone demostrar que ha sido un proceso largo, azaroso y dramático; que los ciudadanos ideales existen sólo en papel y como definición, y que aún estamos lejos de los preceptos mínimos de ciudadanía. La transición a la democracia que generó optimismo y que ahora debería gozar de plenitud en los ciudadanos de México parece más un espejismo que una meta alcanzada. El diagnóstico de los últimos años continúa mostrando que, en términos de participación e interés en los asuntos públicos, prevalece la desconfianza, el desinterés, la manipulación y la incertidumbre, lo que alienta a crear prácticas para construir la consolidación de la ciudadanía.

Palabras clave: ciudadanía, participación, interés público, derechos civiles, democracia.

 

Abstract

The present work aims to identify historical perspective on the different stages through which it has passed the construction of citizenship in Mexico. We intend to demonstrate that it is a long, eventful and dramatic process that systematically ideal citizens exist only in words and in formal definitions, but we are still far from the minimum precepts of citizenship a reality de facto all individuals and social groups. The transition to democracy that encouraged optimism that now they would enter into the fullness of citizens in Mexico seems to be more mirages than a goal achieved. The diagnosis of recent years continue to show that in terms of participation and interest in public affairs, prevailing distrust, disinterest, manipulation, uncertainty, all feed paid to practices to build that consolidation of citizenship.

Key words: citizenship, participation, public interest, civil rights, democracy.

 

Introducción

La ciudadanía se ha convertido en las últimas décadas en un tema central de los cambios sociopolíticos en México. A medida que el país transitó de un régimen autoritario a uno más democrático desde finales de los años setenta, la transición y sus reformas electorales y de partidos comenzaron a plantearnos una serie de interrogantes sobre el acompañamiento ciudadano que tendría la construcción de la democracia en nuestro país. Es decir, qué tanto los cambios políticos y sociales habían contribuido a ampliar la noción de ciudadanía, no solo desde el punto de vista formal y legal, sino desde la apropiación individual y colectiva de valores y prácticas propicios a la democracia más allá de su versión procedimental.

En la historia política de México, la ciudadanía en su sentido liberal clásico de adquisición de derechos y ejercicio de libertades individuales y colectivas como principios inalienables en el contexto de la vida pública, no siempre fue un elemento natural a la organización social y política. Desde sus primeras etapas como nación independiente hacia la primera mitad del siglo XIX, la ciudadanía y el ciudadano fueron más bien ajenos a los incipientes proyectos de Estado-nación que se instrumentaron. En el plano formal, la norma sí establecía la noción de individuo-ciudadano sujeto de derechos, pero la realidad era esencialmente distinta en un país fragmentado territorial y socialmente, situación constante a lo largo de todo el siglo XIX. Los ciudadanos eran imaginarios, sostiene Fernando Escalante (2002), para decir que solo existían en la idea de los líderes y gobernantes de la época y en los documentos legales, pero no en los hechos, pues estaban ausentes en la mentalidad, las prácticas y la vida cotidiana de la mayoría de los sectores sociales de aquella época, esencialmente pobres y analfabetos.

Más de dos siglos después, el tema de la ciudadanía sigue generando preguntas y cuestionamientos. En un periodo de postransición a la democracia, nos preguntamos qué tanto ha cambiado la ciudadanía en México y qué líneas de continuidad y cambio se podrían identificar en ella desde una perspectiva histórica. En este sentido, el presente trabajo se propone hacer una breve revisión histórica de los principales procesos y etapas en la construcción de la ciudadanía en México. Se trata de identificar las constantes y los problemas por los que ha atravesado el ciudadano y sus espacios de configuración y reproducción, con la finalidad de arribar a un diagnóstico del perfil -en términos de ideas y prácticas- que define a los ciudadanos mexicanos en los últimos años.

El ensayo está organizado de la siguiente manera: en primer lugar, identificamos y presentamos de modo sintético un acercamiento a los conceptos e ideas que sobre ciudadanía se analizan y discuten en la tradición política contemporánea; en segundo lugar, hacemos un breve recorrido histórico sobre las ideas, conceptos y procesos en la construcción de la ciudadanía en México, dividido en dos grandes momentos: el siglo XIX y el periodo postrevolucionario; en tercer lugar, hacemos un recuento de las expresiones de la ciudadanía en las últimas décadas, dividiendo la exposición en dos partes: las décadas de los setenta-noventa y un diagnóstico de la condición que guarda la ciudadanía en los últimos años.

 

Algunas definiciones de ciudadanía en la tradición política contemporánea

De acuerdo con García y Lukes:

...cabe entender a la ciudadanía como una conjunción de tres elementos constitutivos: la posesión de ciertos derechos, así como la obligación de cumplir ciertos deberes en una sociedad específica; pertenencia a una comunidad política determinada (normalmente el Estado), que se ha vinculado generalmente a la nacionalidad; y la oportunidad de contribuir a la vida pública de esa comunidad a través de la participación. (García y Lukes, 1999).

De la anterior definición se derivan al menos tres acepciones de ciudadanía: la primera tiene un énfasis jurídico que por una parte puede garantizar derechos y deberes, pero por otra puede resultar excluyente; es decir, negar o limitar el acceso de ciertos individuos a esos mismos derechos, sobre todo en entornos donde las desigualdades sociales son muy profundas (pobreza, marginación y exclusión), como es el caso de la mayoría de las sociedades latinoamericanas y otras regiones del mundo como Asia y África. En estos contextos también se pueden configurar desigualdades jurídicas derivadas de una debilidad del individuo frente al Estado. Así, ante la falta de recursos económicos mínimos para la subsistencia entre los sectores sociales más pobres, es casi imposible que estos sectores puedan gestionarse principios elementales de justicia ahí donde el Estado no la garantiza.

La segunda acepción de ciudadanía que se deriva de la definición de García y Lukes es de naturaleza política, en el sentido de pertenencia a una comunidad estatal en donde suelen estar anclados los imaginarios y valores de la nacionalidad, mismos que sintetizan ciertos principios de identidad, reflejo de orígenes, historia y vivencias compartidos para una comunidad que se asienta en un territorio común: el Estado-nación.

La tercera acepción del concepto se refiere a una cuestión muy relevante en los sistemas democráticos de nuestra época: la participación del ciudadano en la vida pública. La participación es siempre una posibilidad y una oportunidad de los individuos en la toma de decisiones de la vida pública, pero depende de tradiciones, valores y cultura aprendidos en los procesos de socialización que se han configurado. Cada sociedad da lugar a distintos modelos y sistemas de participación dependiendo de su historia. Idealmente, se espera que la participación sea libre y voluntaria. Asimismo, la opinión de cada individuo/persona tiene el mismo valor e importancia en la construcción del bien público, pero no siempre es así; la historia propia de cada sociedad puede hacer de la participación una senda perniciosa y perversa capaz de alejar a los individuos de ella, cerrando así posibilidades y oportunidades. Por ejemplo, la participación manipulada, corporativa, preponderante en sociedades con altos niveles de pobreza y bajos niveles educacionales, contribuye a hacer de este "bien colectivo" una dimensión negativa o desagradable de lo público, a la que muchos son arrastrados de manera involuntaria, mientras que otros prefieren y pueden decidir no asomarse a ella para no tener que enfrentarse a expresiones perversas y perniciosas de la naturaleza humana. A pesar de ello, es necesario recuperar el valor ético de la participación como la única posibilidad de construir colectivamente la noción de bien público.

Siguiendo a Adela Cortina (1977), la ciudadanía, en tanto vínculo entre el ciudadano y una comunidad política, tiene una doble raíz -la griega y la romana- que origina a la vez dos tradiciones: la republicana según la cual la vida política es el ámbito donde conjuntamente los hombres buscan construir el bien público, y la liberal que considera a la política como un medio para poder realizar en la vida privada los propios ideales de la felicidad.

La tradición republicana y la tradición liberal inspiran dos concepciones de la ciudadanía que podemos interpretar y/o calificar como minimalista y amplia. La concepción minimalista entiende a la ciudadanía en términos formales como un estatus legal o jurídico, asentado en un conjunto de derechos y deberes que se realizan en el espacio de una comunidad política a la que se pertenece, en tanto espacio común que propicia y crea identidad individual y colectiva. Mientras tanto, una concepción amplia de la ciudadanía se entiende en términos culturales y políticos como un ejercicio activo más que una condición estática. El ciudadano es consciente de su pertenencia a una comunidad humana no limitada a un país, comparte un conjunto de valores y comportamientos, obligaciones y responsabilidades, a la vez que participa activamente en todos los asuntos de la comunidad. Todo ello se sintetiza en el civismo, entendido como un conjunto de virtudes públicas que posibilitan la convivencia (Bolívar, 2007). Como señalan Camps y Giner, "...el civismo viene a ser aquella ética mínima que debería suscribir cualquier ciudadano liberal y democrático; mínima para que pueda ser aceptada por todos, sea cual fuere su religión, procedencia o ideología; ética, porque sin normas morales es imposible convivir en paz y respetar la libertad de todos..." (1997). En este sentido, reitera Camps, "...la idea de la ciudadanía no debe estar ligada exclusivamente a los derechos individuales -sean éstos civiles, políticos o sociales- sino incluir al mismo tiempo aquellos vínculos capaces de unir a los ciudadanos con la comunidad: obligaciones o deberes cívicos que constituirán lo que podríamos llamar la 'estructura moral de la democracia" (2009).

Por otro lado, de acuerdo con Bolívar (2007), en el ámbito internacional (filosofía, moral y política), podemos identificar las siguientes tradiciones en la definición y discusión de la ciudadanía.

Por muchas razones, la noción moderna de ciudadanía tiene suficientes deudas con la filosofía liberal que orientó la modernidad europea. Por ejemplo, el reconocimiento de la persona cuyo valor en sí misma dio paso a la noción de individuo, con derecho a la propiedad y a ser protegido por leyes racionales, representó un cambio de pensamiento notable en el proceso de transición feudalismo-capitalismo. El nuevo individuo portador de derechos paulatinamente se vio involucrado en un conjunto de interacciones contractuales que rápidamente lo llevaron a la fundación de una nueva comunidad política llamada Estado.1 Expresión de un pacto político en el que los individuos depositaron la responsabilidad de la dirección y el gobierno político, pero fundamentalmente la garantía de seguridad jurídica. Ahí donde la primera forma de Estado bajo el formato absolutista fue superada y sustituida primero por el Estado liberal y luego por el Estado democrático representativo, se operó un notable cambio civilizatorio en materia social y política que acompañaría las transformaciones económicas del capitalismo de la propiedad privada y el libre mercado.2

Así, en el contexto del Estado liberal capitalista, protegidos por el marco jurídico, los individuos organizados fueron buscando las distintas formas de encontrar satisfacción a sus expectativas personales. En el ámbito de la participación social y política orientada a la conformación del gobierno del Estado, hallaron en el sistema de representación la alternativa más viable para incidir en la opinión y la toma de decisiones de los asuntos públicos. Conscientes de que no era práctico que todos estuvieran involucrados en la resolución de los asuntos de interés público, encontraron en los representantes el vehículo y la forma de hacer efectiva su presencia. Pese a ello, como toda creación humana, el sistema de representación resultó imperfecto: no siempre los representantes acataron al pie de la letra el mandato de sus representados, algunos se inconformaron e hicieron esfuerzos por hacer más efectiva la representación, otros renunciaron de facto a la posibilidad de perfeccionar la relación con sus representantes y dieron paso a conductas individualistas que configuraron ciudadanos pasivos. En esta perspectiva, a la vez que se consolidó el Estado democrático-representativo como la única alternativa viable para establecer la gobernabilidad de la comunidad política estatal, también se reprodujeron los sistemas de representación imperfecta, los cuales hicieron que germinara la ciudadanía pasiva.3

Mientras tanto, para no reconocer las inconsistencias del sistema de representación política, las relaciones sociales y políticas fueron orientadas a incorporar y recrear los valores del pluralismo y la tolerancia. Así se han mantenido los sistemas de representación política como modelos de sociabilidad imperfectos pero funcionales a la luz de una ciudadanía minimalista e incompleta, que con mucha frecuencia no tiene demasiado interés en los asuntos públicos. En este escenario se configuran desigualdades, inequidades, desequilibrios que son bien aprovechados por liderazgos y élites en la búsqueda de poder, que no del interés y el bien público.

En la segunda mitad del siglo XX, el debate sobre la ciudadanía se ha ampliado y ha dado lugar a fructíferas investigaciones que proponen distintas ideas y conceptos sobre la ciudadanía y sus procesos. En esta línea se inscribe el clásico trabajo de Marshall (1976), quien ha destacado que la ciudadanía implica el goce efectivo de los derechos humanos, civiles y políticos, en el marco del Estado-nación en tanto principal coadyuvante de la construcción de identidad y pertenencia a una comunidad, desde un punto de vista jurídico formal en el ámbito del Estado de derecho del que es garante el Estado. Más allá de esta perspectiva, autores como Giruox (1993), Gellner (1996), Turner (1992) y Mann (1987), han enfatizado el hecho de que la legalización de los derechos ciudadanos está vinculada de manera estrecha a las grandes luchas sociales, principalmente en los países europeos, cuyos resultados después fueron universalizados. En esta línea de discusión, Olvera sostiene que ".en las naciones donde se dio la innovación jurídica e institucional de los derechos de la ciudadanía, se presentó una correlación histórica entre conflicto social, aprendizaje normativo e institucionalización jurídica." (2001).

De manera más específica, en las últimas décadas el debate sobre la ciudadanía ha dado lugar a distintas corrientes y tendencias de pensamiento; una de ellas es la tradición comunitarista. En voz de sus pensadores más importantes: Charles Taylor (1994), Alasdair McIntyre (1987) y Michael Walzer (1987), desde finales de la década de los ochenta ha promovido una revisión teórico-empírica de algunos de los conceptos y valores centrales del liberalismo clásico: como las nociones de individuo, libertad y justicia. Básicamente se enfatiza la crítica a la preponderancia de los valores individualizados por encima de los de carácter colectivo y/o comunitario. El comunitarismo ha llamado la atención sobre la necesidad de reconocer el multiculturalismo en un contexto internacional donde la globalización impone fuertes tendencias hacia la homogeneización de los valores y la cultura del consumo.

El derecho a la diferencia de las comunidades y sus valores culturales ocupan un lugar central en el discurso comunitarista. En este sentido, la idea de ciudadanía está fuertemente anclada en el reconocimiento de grupos, etnias, minorías, nacionalismos, etcétera. Se trata de un proceso en el que se espera que determinados grupos y culturas mayoritarias, acepten incluir a otros sectores minoritarios en sus procesos de sociabilidad en condiciones de igualdad, sobre todo porque se asume que esas minorías tienden a ser excluidas en la medida en que se auto-definen como diferentes. Si bien la defensa de la identidad cultural es un factor que en principio resulta racionalmente legítimo en el marco del pluralismo, deriva sin embargo en la configuración de otro tipo de problemáticas relacionadas con el establecimiento y práctica de una ciudadanía diferenciada que tiende a ser fragmentaria. Esto dificulta el diálogo, la deliberación pública y el acuerdo sobre asuntos que pueden ser tan específicos, que diluyen la idea misma del interés público, la construcción de normas jurídicas y, por supuesto, la convivencia social civilizada en el contexto de demandas y reivindicación de derechos que pueden dispersarse y polarizarse.

Por otro lado, el republicanismo cívico se ha configurado en los últimos años como un sistema de ideas que busca redimensionar algunos principios tanto del liberalismo clásico como de la tradición republicana y las tesis comunitaristas. Los preceptos más importantes han sido elaborados por el pensador irlandés Philip Pettit, profesor de teoría política y filosofía en la Universidad de Princeton, Estados Unidos.

El republicanismo plantea que las personas son ciudadanos y no súbditos, por tanto nadie tiene derecho a decidir sobre la vida o libertad de otras personas. Para el efecto, el Estado tiene el poder de evitar que los fuertes tomen como súbditos a los más débiles. Lo anterior supone relaciones de igualdad y equidad; igualdad formal pero también de hecho a partir de relaciones dialógicas. Asimismo, la equidad en las relaciones sociales, económicas, políticas, educativas, etcétera -en los ámbitos individual, institucional y/o colectivo- implica crear las mismas oportunidades de acceso a servicios, bienes, derechos, etcétera.

Otra cuestión fundamental para el republicanismo cívico es crear las condiciones legales, institucionales y culturales para la expresión de opiniones y puntos de vista divergentes en los procesos de deliberación de los asuntos públicos, como reflejo de la pluralidad social que, al consolidarse, impide que el poder se concentre creando controles y equilibrios. Asimismo, parafraseando a Maquiavelo en Discursos sobre la primera década de Tito Livio, el republicanismo considera que al crear buenas leyes se crean buenos hábitos y los buenos hábitos crean buenas leyes, como un camino y un proceso que se puede construir colectivamente en salvaguarda de la libertad de las personas (Pettit, 1999).

Es evidente que las tres grandes tradiciones que convergen hoy día (liberalismo, comunitarismo y republicanismo cívico) para discutir a la ciudadanía en sus dimensiones teórica y empírica, se mezclan a su vez con nuevos desarrollos analíticos, a veces como complementarios y otras como antagónicos a los planteamientos de las diferentes escuelas de pensamiento. En este sentido, en la discusión internacional la ciudadanía es conceptualizada a partir de nuevas orientaciones espacio-temporales y nuevos referentes empíricos, producidos en gran medida a partir de los procesos de globalización económica, política, social, cultural, religiosa, entre otros. Así, conceptos como ciudadanía mundial (Cortina, 1997), multiculturalismo (Kymlicka, 1992), ciudadanía diferenciada (Pateman, 1992; Young, 2000), ciudadanía postnacional (Habermas, 2000), ciudadanía planetaria (Morin, Ciurana y Motta, 2003), cosmopolitismo (Beck, 2001; Held, 2012), entre otros, que no desarrollamos en este trabajo, forman parte del debate internacional sobre ciudadanía y muestran los distintos matices que puede tener la idea de ciudadanía a partir de las divergentes y contradictorias realidades sociales que se gestan en todo el mundo en el marco de los procesos de globalización.

Más allá del debate internacional, es evidente que en las últimas décadas en México, el tema de la ciudadanía está ocupando la atención de las comunidades académicas, las instituciones del Estado, los organismos no gubernamentales y la sociedad civil en general. Como tema de deliberación teórica y como análisis de realidades empíricas, la ciudadanía en México está ligada hoy día a diferentes procesos sociales, políticos, culturales, entre otros, en sus dimensiones de participación, organización y movilización. No siempre fue así, la ciudadanía en sus acepciones más actuales es relativamente reciente; en realidad, ha atravesado un largo y azaroso proceso desde las épocas de la conquista española y hasta nuestros días.

A continuación presentamos un breve recuento histórico de cómo la idea de la ciudadanía fue penetrando en la organización social y política del país, primero como un referente cercano solo a las élites gobernantes y los sectores sociales más acomodados e ilustrados, para luego instaurarse lentamente en el imaginario social4 de los distintos grupos de la sociedad. Una idea aún incipiente y hasta casi ajena a determinados sectores sociales, todavía muy alejados del ideal de la modernidad liberal y sus variantes en la época actual en las sociedades más desarrolladas. Con este recuento pretendemos acercarnos a una síntesis de los procesos de construcción de la ciudadanía en México hasta nuestros días.

 

Ideas, conceptos y procesos sobre la ciudadanía en México: breve recuento histórico

De la conquista al siglo XIX

Si bien la conquista española trajo sobre los territorios y la población asentada en la llamada Nueva España algunos rasgos de la modernidad europea, tampoco puede afirmarse que aquella se haya instalado plenamente en los procesos de socialización, más bien predominó la barbarie, la exclusión y la imposición de una cosmovisión religiosa monoteísta, como uno de los objetivos centrales de la colonización. Mientras en Europa central se discutió desde el siglo XVI la necesidad de transitar a modelos de organización social y política, donde paulatinamente se redimensionó la idea del individuo-sujeto, en la Nueva España se mantuvo la tendencia a gobernar sin la presencia y reconocimiento del otro; es más, durante la mayor parte de la época colonial, los conquistadores y sus representantes en la Nueva España, tenían la idea de que probablemente los "indios" no tenían alma, cuestión que procuraron resolver con la evangelización realizada por las órdenes religiosas.

Mientras la revolución francesa expuso internacionalmente el tema de los derechos del hombre y del ciudadano como bienes inalienables desde finales del siglo XVIII, en México el movimiento de independencia y la guerra civil que prevaleció prácticamente toda la primera mitad del siglo XIX, aún evidenciaban las prácticas de esclavitud presentes en distintas regiones del país. En realidad, las ideas liberales de justicia, libertad y derechos apenas eran conocidas por las élites, que desde luego procuraron contener su difusión porque eso significaba reconocerle derechos a las masas sociales que controlaban y explotaban.

En este sentido, la revolución de independencia impulsada a principios del siglo XIX, no fue en estricto sentido la posibilidad de concreción inmediata de los ideales de la revolución francesa. Como se ha demostrado, la independencia de la Nueva España fue en realidad un pacto de élites entre los sectores criollos que habían logrado posicionarse con base en esfuerzo y trabajo, con los españoles adinerados que llegaron de Europa para establecerse definitivamente y hacer fortuna en la Nueva España, los cuales encontraron una coyuntura política favorable para romper definitivamente con la tutela de la monarquía, desgastada tras la expansión napoleónica en España (Villoro, 1986).

Tras el triunfo de la revolución y la formalización de la independencia de México a través de los tratados de Córdoba en 1821, las ideas y la visión liberal de reorganización social y política no cuajaron en lo inmediato; la Constitución federalista de 1824 fue un intento fallido de crear instituciones a la usanza de los países europeos o de la flamante democracia estadounidense, geográficamente muy cercana. Las tentaciones monárquicas eran aún muy fuertes y la imagen de los grandes reyes absolutistas europeos era todavía un referente que inspiraba a muchos líderes de la época, aunque la mayoría de ellos solo fueron malas copias de los príncipes y reyes de la mejor época de las monarquías europeas. Sin ideas claras y sin proyecto de futuro, líderes como Adolfo López de Santa Anna hicieron de la nación en formación, recientemente independizada, un botín personal y familiar, y en la práctica nada aportaron a la construcción de la nación, que en ese momento todavía era una quimera.

De acuerdo con Roux (2005: 57), las premisas centrales para la construcción del Estado-nación debían cumplir al menos con cuatro requisitos: un proceso de delimitación territorial, esto es, definir el espacio de acción del poder estatal; el establecimiento de un poder soberano, un mando único y supremo, interna y externamente reconocido, así como su derecho exclusivo al ejercicio de la violencia, a la expedición de leyes y la impartición de justicia; la construcción de una esfera público-estatal secularizada; y la construcción de una identidad colectiva que permitiera a los individuos el reconocimiento de sí mismos como parte de una comunidad estatal-nacional.

La fragilidad institucional, la desintegración territorial y la ausencia de un liderazgo laico propositivo con visión de largo plazo, permitieron que el clero católico se mantuviera como la única institución visible en la mayoría de los pueblos, villas y rancherías. Con ello que se fortaleció el poder de la iglesia, que, con su visión represora y limitada de la organización y la vida social, en nada contribuyó a promover el desarrollo y el progreso de los individuos y las colectividades, permanentemente azuzados por la doctrina del pecado y la culpa, por lo que solo las sectores dirigentes del poder eclesiástico tenían derecho a la propiedad. Así, la iglesia prolongó su papel como terrateniente, prestamista y administradora de bienes.

Según Roux (2005: 58), para José María Luis Mora, uno de los intelectuales liberales más representativos de la época, la construcción de una república pasaba por la transformación social y cultural de un pueblo tradicional, cuyas ideas y costumbres eran ajenas a los requerimientos de las instituciones liberales y democráticas. Para Mora, los indígenas y campesinos mexicanos no habían podido adquirir la autonomía y conciencia de la independencia personal, proveniente del "sentimiento de propiedad". La monarquía española, consideraba en sus reflexiones, había mantenido a la población indígena en estado de infancia estacionaria. Como afirma Hale (1987), José María Luis Mora estaba convencido de que:

.. .en su estado actual y hasta que no hayan sufrido cambios considerables, los pueblos nativos de México, no podrán llegar nunca al grado de ilustración, civilización y cultura de los europeos, ni sostenerse bajo el pie de igualdad con ellos en una sociedad donde unos y otros hagan parte; estos cortos y envilecidos restos de la población mexicana (aunque despierten compasión), no pueden considerarse la base de una sociedad mexicana progresista.

Así se configuró en el siglo XIX, lo que Roux ha llamado la "tragedia del liberalismo" (2005: 57-85).

No se puede levantar una república, razonaban los liberales, donde "no existen los individuos"; la construcción de la república pasaba por la destrucción de los pueblos. Los liberales necesitaban reemplazar los vínculos personales tejidos desde la pertenencia a una comunidad por la socialidad abstracta del mercado capitalista, por la comunidad del dinero (Roux, 2005: 59).

En la segunda mitad del siglo XIX, las ideas liberales fueron retomadas por una generación de destacados líderes encabezados por Benito Juárez, quienes para hacer prosperar un proyecto de nación moderno tuvieron que encabezar dos cruentas batallas. Primero, la revolución de Ayutla para derrocar a la dictadura de Santa Anna; de ahí surgió la Constitución liberal de 1857, que fuera criticada y combatida por el clero, lo que dio lugar a una segunda confrontación que fue la Guerra de Reforma. Tras el conflicto, los liberales salieron triunfantes y empezaron a construir el proyecto de nación liberal que había sido truncado desde hacía más de tres décadas. La victoria de los liberales tuvo como uno de sus grandes logros la separación iglesia-Estado y sus derivaciones en la laicización de distintos aspectos de la vida pública.

La separación iglesia-Estado implicó un arduo y complejo proceso de imaginación en el diseño de instituciones para la nueva república. Los modelos inspiradores como era de esperarse fueron las constituciones europeas y la Constitución de los Estados Unidos. Así, la separación de poderes, el federalismo, la constitución y restauración del parlamento, la supresión de los privilegios de la iglesia en asuntos de propiedad y de intervención en cuestiones estrictamente de gobierno, avanzaron de manera paulatina en el contexto de un país predominantemente rural. En una mirada retrospectiva, si bien la visión de los liberales encabezados por Juárez sí planteó proyectos y expectativas de futuro inspiradas en las tendencias sociopolíticas predominantes en esa época en todo el mundo, es evidente que se trataba de iniciativas de élite que muy poco impacto tuvieron en los sectores sociales que no vivían en las ciudades, es decir, la mayor parte de la población del país. En este sentido, es muy difícil afirmar que se tratara de un proyecto con legitimidad,5 ampliamente reconocido por los distintos grupos sociales, pues la mayoría de ellos permanecían al margen de la organización social, política y económica que encabezaba Juárez.

A propósito de los avatares del siglo XIX, Escalante (1992) ha afirmado que los ciudadanos son imaginarios en la medida en que el proyecto liberal es realmente poco acompañado por los sectores sociales mayoritarios o, dicho de otro modo, no hay ciudadanos en el sentido de sujeto con información e interés en los asuntos públicos del Estado. No podría ser de otro modo en un país rural y analfabeto. También, la idea misma de Estado y nación resultaba ajena para la mayoría, sobre todo considerando que la población se encontraba establecida en asentamientos rurales dispersos y con pocos vínculos entre sí. La idea del Estado supone un constructo racional de relación jurídico-política y social en la que los individuos se reconocen como parte de una comunidad. Al mismo tiempo, se crea en el imaginario una representación abstracta de dicha entidad y también se pueden encontrar expresiones y/o evidencias empíricas que vinculan de manera concreta a los habitantes de un territorio.

Por otro lado, la ausencia o fragilidad de vínculos societales propició una suerte de realidades paralelas y visiones divergentes de lo que era México: una fue la visión de los líderes y gobernantes que se imaginaban un país moderno a la usanza de las naciones europeas; otra fue la visión de los pobladores del México rural, indígena y analfabeta, cuya vida cotidiana se desarrollaba en la lucha constante por la sobrevivencia; una tercera fue la del clero, que no cesó en pugnar por conservar poder e influencia aliándose con los grupos conservadores: terratenientes y burguesía extranjera, contrarios a las aspiraciones de los liberales de establecer relaciones sociales basadas en libertades y derechos establecidos como norma jurídica de validez para todos.

La iglesia seguía pensando en los grandes poderes monárquicos de la época dorada del feudalismo que le concedían un sinfín de privilegios. Por ello apoyó la derrota de la república juarista y la formación del imperio de Maximiliano durante la segunda intervención francesa en la década de los sesenta del siglo XIX.

Aunque los liberales regresaron al poder tras derrotar al ejército francés que buscaba el sostenimiento del ilegítimo gobierno de Maximiliano, la causa modernizadora no logró prosperar; la debilidad de las instituciones de la República continuó siendo uno de los mayores obstáculos para construir el Estado y la nación que hacían falta, a fin de integrar el territorio y la población a un proyecto común que pudiera ser socializado. La ausencia de instituciones y en general de organización social fue caldo de cultivo para el surgimiento de liderazgos de corte personalista, despóticos y autoritarios.

Porfirio Díaz comprendió muy bien esta situación y, aprovechando sus habilidades de militar, primero diseñó el asalto al poder y, una vez que lo tuvo, subordinó todos los poderes existentes a su entera voluntad para establecer una dictadura que duró más de treinta años. Durante ese lapso de tiempo, pactó alianzas con la aristocracia terrateniente y los grupos económicos de la época, nacionales y extranjeros, y estableció una política gubernamental abusiva y represora contra la población, o de mucha disciplina, como se dijo en su momento. Aunque suele ser predominante la percepción negativa del régimen de Díaz, para algunos analistas del porfiriato como Guerra (1988), fue muy importante el esmero de Díaz por la internacionalización de la economía y por la innovación de algunos sectores productivos como la minería, la industria textil y la agricultura de riego, así como el desarrollo del transporte ferroviario. Siempre admirador de la modernidad francesa, Díaz se inspiró en ella para darle un nuevo rostro sobre todo a las ciudades del México de finales del siglo XIX.

¿Dónde están la ciudadanía y los ciudadanos durante el régimen de Díaz? No estaban, eran imaginarios; la política, la actividad económica y la educación siguieron siendo asuntos de las élites; ni siquiera en el nivel de los derechos elementales para el trabajo se pudo establecer alguna noción básica de la justicia liberal. Como era de esperarse, el descontento y la inconformidad fueron creciendo hasta ser incontenibles; así se gestó la revolución mexicana.

 

En búsqueda del ciudadano y sus derechos: hacia la construcción de una ciudadanía social en el México postrevolucionario

La orientación popular que adquirió la revolución mexicana en su fase inicial, produjo expectativas esperanzadoras para las empobrecidas y explotadas masas obreras y campesinas que comenzaron a darse cuenta de que su situación tenía que cambiar, que podían aspirar a otras condiciones de vida más allá de la marginación a la que habían sido condenadas por siglos. Este objetivo sin embargo no ha sido fácil de alcanzar por la intermediación y utilización de que fueron objeto las masas populares, sistemáticamente manipuladas por liderazgos camaleónicos que algunas veces simpatizaron con sus demandas y otras no dudaron en traicionar compromisos en aras de entronizarse en el poder.

Una parte importante del legado popular de la revolución fue plasmado en la Constitución de 1917. A pesar de ello, muchos de los derechos establecidos ahí a favor de obreros y campesinos, han sido por décadas letra muerta; más aún, la posibilidad de avanzar en la construcción social de la ciudadanía fue truncada una y otra vez tras finalizar el movimiento revolucionario. Primero, los líderes triunfantes de la última etapa de la revolución encabezados por los generales del norte, se enfrascaron en una cruenta batalla por el poder hasta principios de la década de los treinta. Entre traiciones y asesinatos, el pacto constitucional no fue suficiente para dirimir las disputas por el poder, de tal suerte que la civilidad, la negociación y el acuerdo, sistemáticamente fueron sustituidos por la ambición, el personalismo y las traiciones. Una disputa entre líderes y élites que se olvidó de construir el Estado y la nación, aplazando sistemáticamente la construcción de la res publica.6

Después de que Lázaro Cárdenas llegó al poder a mediados de la década de los treinta, los gobiernos postrevolucionarios fraguaron la figura del ciudadano corporativo. Una ciudadanía mediatizada que no descansa en la libertad individual y el libre albedrío, sino en una relación tutelada de dominio-subordinación en la que determinados liderazgos de corte paternalista-autoritario piensan, accionan y deciden qué conviene a las personas, los grupos y sectores sociales. En esta lógica, cuando el gobierno de Cárdenas diseñó el modelo de bases sociales para el régimen político, creó una estructura de agregación y representación de intereses en la que el Estado organizó a la sociedad y tuteló sus demandas. El corporativismo en el sentido de Philippe C. Schmitter (1992) es un proceso en el que el Estado crea la organización de la sociedad y la subordina.

En el caso mexicano, el pacto social corporativo entre Estado y sociedad fue procesado de manera eficaz a través del Partido Revolucionario Institucional, que se convirtió desde su origen, en 1929, en el instrumento político al servicio del Estado-gobierno para encauzar la organización versus control de la sociedad en su conjunto.

La "gran familia revolucionaria" (Brandenburg, 1964), como se llamó a la alianza del Estado con todos los sectores sociales, fue un proyecto incluyente que resolvió eficazmente las líneas de autoridad con el presidente de la república a la cabeza, el cual acataron todos sin protestar. En este esquema, el conflicto interclases quedó resuelto, o casi perfectamente diluido, pues el proceso de representación y agregación de intereses dio a cada quien lo que correspondía. Asimismo, la política populista desplegada por el gobierno, perfectamente delineada mediante una combinación de paternalismo autoritario y relaciones de favor y recompensa, resolvía las demandas y expectativas de todos los sectores sociales. Así se socializó el valor de la lealtad al gobierno como elemento fundamental en la reproducción del populismo, la estabilidad y consenso del régimen político y desde luego su legitimidad, lo cual era refrendado periódicamente en las urnas pues el régimen político mexicano salvaguardó de modo eficaz a las instituciones democráticas garantizando elecciones periódicas.

¿Qué pasó con la ciudadanía en este modelo sociopolítico? Si una de las grandes carencias para el desarrollo de la sociedad en el siglo XIX fue la falta de instituciones sólidas y la ausencia de un proyecto educacional de impacto social, el Estado mexicano postrevolucionario trabajó para subsanar estas deficiencias. No se puede negar la existencia de avances notables que condujeron a la nación hacia la conquista de la anhelada y aplazada modernización. En el ámbito educativo, si bien educar a la población mayoritariamente analfabeta fue una preocupación del poder estatal desde la época de Juárez en la segunda mitad del siglo XIX, lo que se hizo antes de la revolución apenas fueron esfuerzos restringidos de poco alcance, pues la labor educativa mantuvo un sesgo elitista que benefició básicamente a la población que vivía en las ciudades. Fue hasta después de concluido el movimiento revolucionario, cuando pudo definirse una política educativa de Estado. En 1921 se creó la Secretaría de Educación Pública (SEP) con la finalidad de organizar un sistema educativo nacional.

El proyecto educativo de los gobiernos postrevolucionarios ha transitado por distintas etapas y momentos; una de las más importantes es sin duda la expansión de los servicios educativos, cuyo objetivo fundamental es acercar la escuela a los grupos sociales que viven en las regiones más apartadas del país. Así, bajo los principios de educación pública, gratuita y laica contenidos en el artículo tercero constitucional, el tema de la cobertura educativa ha contribuido a fortalecer el principio del derecho a la educación y con ello a construir la noción de ciudadanía social en el sentido de Marshall (1965), esto es, la satisfacción de necesidades básicas como educación y salud; también ha contribuido a la integración social a partir de examinar y resolver cuestiones relacionadas con el empleo, la pobreza y la desigualdad social, desde el diseño de políticas públicas de Estado.

A la par de las acciones orientadas a cumplir con los derechos educativos mediante la expansión de los servicios, los gobiernos postrevolucionarios también procuraron el establecimiento de un sistema de salud y seguridad social que ayudó a fortalecer la ciudadanía social.7 El mismo que en las últimas décadas vive un grave deterioro, lo que pone en riesgo el cumplimiento del derecho a la salud para los sectores sociales más pobres cuya única opción es el sistema público.

Más allá de la importancia del tema de la salud y la seguridad social como un elemento clave en la construcción de la ciudadanía social, queremos insistir en el tema educacional, por considerar que es un factor central que contribuye a expandir la ciudadanía y configurarla en un sentido más integral, como el pleno ejercicio de los derechos políticos, civiles y sociales (PNUD, 2004).

En principio, en el marco del proyecto educativo postrevolucionario, la educación en México sí ha contribuido a socializar valores histórico-nacionales, a forjar identidad; pero consideramos que ha dejado muchos aspectos no resueltos respecto a la formación de una ciudadanía que piense y actúe libremente para involucrarse de manera informada y responsable en los asuntos de interés público.

La educación pública gratuita que el Estado mexicano ha instrumentado desde la década de los treinta del siglo XX a través de las escuelas de educación básica, si bien alfabetiza, enseña los fundamentos básicos en lecto-escritura, las operaciones lógico-matemáticas elementales, y da información general sobre la historia nacional, junto a rituales como los honores a la bandera y la celebración de fechas importantes de la historia nacional, también ha recreado prácticas, rutinas y valores que no contribuyen satisfactoriamente a una formación que forje ciudadanos habilitados para acompañar de manera efectiva la construcción de un proyecto de sociedad abierta y democrática. El educando analítico-crítico, responsable y participativo, conocedor y respetuoso de las leyes, no ha sido siempre el sujeto resultante del sistema de educación pública básica. En cambio, el paternalismo, el verticalismo autoritario, las relaciones de dependencia entre personas, el individuo sumiso, junto a otras expresiones como la ausencia de una cultura de la legalidad y la corrupción, son manifestaciones de las relaciones sociales que tienden a ser consentidas y/o reproducidas por el sistema público de educación básica y sus escuelas, que se convierten así en ejes centrales de la dominación y la hegemonía de los grupos de poder hegemónicos que controlan las estructuras del Estado (Giroux, 1993; Ornelas, 1995, 2008; Covarrubias, 2007).

En síntesis, podemos decir que dado el sistema de valores (paternalismo, relaciones de codependencia, autoritarismo, entre otros) prevaleciente en la organización y operación de la educación básica en México, esta no constituye, necesariamente, un agente eficaz para la formación valoral orientada a la construcción de un sujeto-ciudadano analítico, crítico, participativo, capaz de involucrase en los asuntos de interés público, como el espacio por excelencia donde se expresa y reproduce la ciudadanía que reconoce a la democracia como un proyecto social en el que todos participan, deliberan y proponen.

Más allá de la educación básica, el sistema educativo medio superior y superior (González, 2008) ha intentado recuperar algunos parámetros de formación ciudadana. En efecto, la posibilidad de alcanzar un mayor nivel de estudios trajo para muchas generaciones de mexicanos la oportunidad de acceder a nuevos conocimientos, lecturas, acercamiento a autores y corrientes de pensamiento que por su complejidad difícilmente podrían ser abordados en la educación básica. En este sentido, los egresados de los niveles medio superior y superior fueron constituyendo otro perfil de educandos y de egresados, con mejores herramientas de conocimiento y cualitativamente mejor habilitados para desarrollar el pensamiento analítico-crítico, necesario para la reflexión y la acción transformadora de su entorno social, político y económico.

Sin lugar a dudas, el movimiento sociopolítico y estudiantil de 1968 es ya la expresión de que sectores importantes de la sociedad educados en el sistema público de educación han desarrollado una visión crítica del régimen político autoritario, del gobierno y su sistema corporativo de control y subordinación social y política. Después de 1968, las críticas y cuestionamientos al orden estatal mexicano y su sistema político aumentaron. Más que en ningún otro momento, fueron evidentes las contradicciones entre un orden concentrado en salvaguardar una lógica de relaciones sociales y políticas corporativo-autoritarias, en el contexto de una sociedad que ya había cambiado y que demandaba la construcción de nuevas pautas de sociabilidad, más dialógicas y horizontales.

En este contexto, el tema de la ciudadanía ganó centralidad. En el siguiente apartado identificamos algunos procesos ciudadanos que han hecho posible una parte muy importante de los cambios sociales y políticos operados en las últimas décadas y vemos cómo a partir de la construcción de nueva ciudadanía es posible idear nuevos derroteros de futuro para el país.

 

Ideas y procesos de construcción de ciudadanía en las últimas décadas

Las décadas de los setenta-noventa

Las décadas de los setenta-noventa en México son el escenario de una disputa intensa, a veces explícita y otras oculta y silenciosa, que puso en la mesa de discusión muchas de las certezas y paradigmas del orden estatal corporativo, populista y autoritario que se construyó en el periodo postrevolucionario, el cual tuvo una gran estabilidad hasta finales de la década de los sesenta. En este escenario, la mayor parte de las premisas de la ciudadanía corporativa fueron cuestionadas, y surgieron en distintos sectores de la sociedad tendencias de cambio hacia la construcción de una nueva ciudadanía. Estas tendencias surgieron vinculadas a las clases medias y los sectores urbano-populares en las principales ciudades del país (Ramírez, 1994).

Mientras el régimen autoritario se resistía a cambiar desplegando toda su capacidad represora en los años setenta,8 sectores importantes de la sociedad se organizaban para oponer resistencia y construir nuevas pautas de negociación y relación con el Estado. Un ejemplo significativo de estos sectores fue sin duda el sindicalismo independiente de los años setenta, sobre todo la vertiente del sindicalismo universitario de la UAM, la UNAM y otras instituciones, que emprendieron una lucha por conseguir mejores contratos colectivos de trabajo y enfrentar la crisis económica que para esa época ya afectaba significativamente el poder adquisitivo de las clases trabajadoras (Delarbre, 1990). Del lado del sindicalismo oficial vinculado a los sectores del PRI, se vivieron momentos de tensión y conflicto, pues las políticas neoliberales de los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari impactaron la disciplina de las organizaciones corporativas que, sin llegar al punto de la ruptura, sí ejercieron fuertes presiones en los gobiernos y plantearon interrogantes sobre la continuidad del apoyo electoral al (Compeán y Lomelí, 2000).

En este sentido, al ponerse en crisis el pacto corporativo Estado-sociedad, también el sistema político encabezado por el Partido Revolucionario Institucional encontró obstáculos para su reproducción eficaz; en este sentido, la relación de mandato y obediencia se fracturó seriamente. Las tensiones internas del orden estatal en el ámbito de la organización social, fueron abriendo alternativas para encauzar la movilización, la participación y la representación social y política en una lógica no corporativa (Reyes del Campillo, 1996). Una primera expresión de esta tendencia se dio a raíz de los sismos de 1985 en la Ciudad de México, cuando la tragedia convocó a la solidaridad entre los habitantes a partir de una organización espontánea cohesionada por liderazgos naturales que no necesitaron la tutela de ninguna organización corporativa, al tiempo que exhibieron la incapacidad del gobierno para dar respuesta y atención oportuna a los miles de damnificados.

Después de los sismos del '85, un momento clave que expuso los alcances de la crisis del pacto corporativo fue el de las elecciones de 1988, en las cuales, el PRI y el gobierno no pudieron contener las consecuencias de la crisis económica. Fueron varios los factores que evidenciaron la crisis de reproducción del corporativismo: a) La crisis de movilización social y política de electores a favor del PRI ante el crecimiento de sectores sociales independientes, críticos del sistema prevaleciente, que encontraron acomodo organizativo y rutas de apoyo a sus demandas en la oposición encabezada por el Frente Democrático Nacional (FDN), la coalición que buscó romper la hegemonía política y electoral del priismo en todo el país; b) El rechazo de que fueron objeto muchos candidatos del PRI, sobre todo los vinculados con los sectores, en particular los de la CTM; c) Las fracturas en la élite política priista, la más importante fue la escisión de la Corriente Democrática encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, principales artífices del FDN (Garrido, 1988); y d) La crisis del paradigma del nacionalismo revolucionario, cuya visión nacionalista y popular de la economía y el desarrollo nacional fue paulatinamente desechada por los gobiernos priistas de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari, al promover la adopción de un modelo económico neoliberal basado en la privatización y la apertura de la economía al capital extranjero, con primacía del mercado y reducción de las funciones sociales del Estado (Pacheco, 2000).

Otras implicaciones importantes de las elecciones de 1988 y del paulatino proceso de descorporativización de amplios sectores sociales fueron las transformaciones al sistema electoral y de partidos.9 Así, la movilización social independiente alimentó la formación de nuevos partidos de oposición que se propusieron ya no ser comparsas del PRI en los procesos electorales. En esta perspectiva, se negociaron reformas al sistema electoral a lo largo de toda la década de los noventa, buscando consolidar cuestiones fundamentales de la competencia electoral: transparencia, equidad, legalidad, etcétera. En este escenario, el régimen mexicano de partidos dio pie a la consolidación de nuevos actores; por un lado, la oposición de derecha representada en el Partido Acción Nacional (PAN), por el otro, la oposición de izquierda representada en el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y algunas otras opciones partidarias con agendas y banderas específicas como el Partido Verde Ecologista de México (PVEM). También han desfilado un buen número de partidos como variantes minoritarias de la izquierda que han tenido existencias efímeras. En conjunto, los cambios en el sistema electoral y de partidos produjeron elecciones competitivas, alternancia política, gobierno dividido y reconfiguraciones institucionales en el marco de una gobernabilidad tendencialmente más democrática.

Más allá de las transformaciones al sistema electoral y de partidos que refuerzan fundamentalmente la ciudadanía política, en la década de los noventa, se dio otro proceso social organizativo muy valioso que acompañó los cambios en la esfera política, nos referimos al surgimiento y consolidación de las organizaciones no gubernamentales (ONG). Estas organizaciones se fueron constituyendo en el marco de la diversidad y la pluralidad social, en la cual se conformaron distintas y complejas agendas y demandas. Las ONG de los últimos años han acompañado las expectativas y dado voz a grupos plurales que no tienen acomodo ni en los partidos políticos, ni en las organizaciones sindicales y corporativas tradicionales; además, en buena medida las ONG se reivindican como organismos no interesados en la práctica política institucionalizada, lo que las ha mantenido distantes, en particular de los partidos políticos. Una aportación muy importante de las ONG es que han contribuido a configurar un nuevo perfil de ciudadanía, a replantear y abrir nuevos canales de negociación con las instituciones del Estado, y también, a reconfigurar espacios y prácticas en la relación Estado-sociedad, antaño monopolizados por las organizaciones corporativas y por los partidos políticos en la definición y gestión de demandas (López, 2008).

La constante interrelación del Estado con las ONG ha llevado a estas no solo a consolidar su organización sino a formalizarla mediante un estatus jurídico que les permite relacionarse de manera más eficaz y responsable con el Estado mexicano y con organismos y dependencias internacionales. Los vínculos con organismos extranjeros han dado a algunas ONG nacionales la posibilidad de recrear buenas prácticas democráticas inspirándose en lo que sucede con estos organismos sobre todo en los países con mayores niveles de civilidad. Así, ideas relacionadas con la ciudadanía transnacional, el multiculturalismo y la ampliación de los derechos políticos y civiles en el marco de la internacionalización de los derechos humanos, son aportes que refuerzan la necesidad de construir una nueva ciudadanía responsable y participativa en nuestro país.

 

La ciudadanía en los últimos años: elementos para un diagnóstico

En el marco de la transición mexicana a la democracia (Cansino, 2000; Salazar, 2001; Palma, 2004; Mirón Lince, 2011), la ampliación de la ciudadanía política a través de la participación en las elecciones y el ejercicio del voto, generó grandes expectativas sobre la consolidación de un ideal ciudadano más allá de lo político. Esto es, avanzar en la construcción de una ciudadanía más integral, que participara plenamente en la construcción de propuestas, en la deliberación y decisión de los asuntos públicos y, de paso, que contribuyera a cerrar el largo ciclo de prácticas corporativas en la organización y movilización de la sociedad.

En las hipótesis más optimistas, estos logros tendrían que verse reflejados en el nuevo régimen político surgido de la alternancia en la Presidencia de la República después de las elecciones de 2000 (Salazar, 2001; Meyenberg, 2001). Ya en el contexto del gobierno de la alternancia, dos estudios empíricos de amplio espectro nos han permitido conocer datos valiosos sobre cuál es el estado que guarda el perfil de la ciudadanía en México y la cultura política que le acompaña. En efecto, en 1998 y 1999, el Instituto Federal Electoral (IFE) encargó al Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (IIS-UNAM), un estudio orientado a medir y evaluar el papel de la ciudadanía en un contexto democrático. En el documento titulado Ciudadanos y cultura de la democracia. Reglas, instituciones y valores de la democracia (Flores y Meyenberg, 2000),10 se dieron a conocer los resultados. Ahí se presenta el informe final de una encuesta aplicada y organizada en ocho rubros temáticos: a) los procesos de socialización política y el cambio; b) las reglas; c) los valores de la democracia; d) la representación y el poder en la democracia: las nociones de legalidad, legitimidad y los ámbitos de autoridad; e) la movilización de las identidades políticas: democracia y participación; f) los reflejos de la competencia: el sistema de partidos y la experiencia electoral; g) las percepciones sobre el ciudadano y la ciudadanía; y h) las representaciones sobre el ciudadano y la ciudadanía (Flores y Meyenberg, 2000: 107).

Aunque el estudio referido arroja datos para una valoración más amplia de la democracia mexicana en todas sus vertientes, es de nuestro interés concentrar la atención en los aspectos relacionados con las percepciones y representaciones sobre el ciudadano y la ciudadanía. De los hallazgos del estudio se pueden plantear las siguientes conclusiones:

• Los mexicanos perciben que la responsabilidad y la democracia son los aspectos de mayor influencia en la construcción del ciudadano.

• Los ciudadanos consideran importante crear conciencia en los otros acerca del impacto de su actuar.

• Se considera muy importante hacer coincidir el comportamiento con las expectativas de la norma.

• Se mira la responsabilidad como algo inherente a la persona y no algo aplicable a quienes ejercen cargos públicos.

• Consideran que la tolerancia es un atributo de la convivencia.

• La educación y el acceso a la información no se consideran garantía de buen ejercicio de la ciudadanía.

• La imagen de las instituciones de representación es muy débil.

• Se piensa que el gobierno es el responsable de promover la justicia y la resolución de los problemas sociales.

• Se percibe una tensión entre las normas legales y las prácticas.

• También se señala un desfase entre las expectativas y los alcances del cambio político.

Como es evidente en este estudio, en las percepciones de los ciudadanos hay varias cuestiones que destacan. Es notoria la debilidad de una cultura de la legalidad, pues se percibe como un ámbito en conflicto entre la norma y la práctica. Por otro lado, las instituciones de representación ciudadana no se consideran como algo cercano, sino distante y lejano. Asimismo, también destaca la idea de que el gobierno es responsable de resolver los problemas sociales; con lo que se fortalece la percepción de que la democracia es un régimen que debe resolver las necesidades y demandas de la ciudadanía.

El tema educativo y de acceso a la información es una cuestión que llama poderosamente la atención, pues no se aprecia que los mexicanos establezcan una relación entre estos factores y la construcción de la ciudadanía. Este dato resulta contrastante pues siempre se ha considerado que las democracias más consolidadas han podido alcanzar ese estatus porque sus ciudadanos poseen mayores niveles educacionales. El factor educacional entonces sigue teniendo un bajo impacto en la configuración del ciudadano.

A lo largo de toda la década de 2000, los estudios sobre la ciudadanía continuaron siendo una preocupación de los gobiernos de la alternancia. Así, desde la Secretaría de Gobernación se institucionalizó una investigación empírica periódica para medir y evaluar la situación que guarda la ciudadanía y sus prácticas: la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas, que se realizó en 2001, 2003, 2005, 2008 y 2012. Este ejercicio de investigación está conformado por un cuestionario de 74 preguntas que indagan distintos aspectos de la ciudadanía política, a partir de un mismo instrumento que ha tenido variaciones mínimas. De los resultados obtenidos por esta encuesta (Segob, 2001, 2003, 2005, 2008, 2012), que prácticamente no ha mostrado muchos cambios en sus hallazgos, destaca lo siguiente:

• Casi tres cuartas partes de los ciudadanos entrevistados manifiestan tener poco interés en la política.

• 8 de cada 10 ciudadanos perciben a la política como algo bastante complicado.

• Los ciudadanos tienen una gran desconfianza en los representantes del poder legislativo, los partidos y la policía.

• Perciben altos niveles de corrupción en prácticamente todos los ámbitos de gobierno.

• Cerca de 70% de los entrevistados perciben que el país no va por buen camino.

• Se considera que trabajar en una causa común es una cuestión bastante complicada, en una percepción cercana a 50%.

• 80% de los encuestados piensan que el voto es la única manera de evaluar al gobierno.

• Cerca de 80% de los encuestados se informan de la política a través de la televisión.

• Un tercio de las personas entrevistadas piensan que los partidos políticos no son tan necesarios.

• 4 de cada 10 entrevistados piensan que en el futuro tendrán menos oportunidad de influir en el gobierno.

De los resultados de las encuestas del IFE (2000) y las periódicas de la Secretaría de Gobernación desde 2001, se puede concluir que ambos instrumentos tienen una fuerte orientación a identificar los perfiles y el patrón de comportamiento de la ciudadanía política. Es muy probable que el interés de fondo fuera establecer el alcance e impacto de los cambios políticos inducidos por la transición y si, una vez que se dio la alternancia política en el gobierno federal a partir del año 2000, sería posible hablar o no de un proceso de consolidación de la democracia mexicana. En realidad, los datos de las encuestas permiten establecer que si bien la transición trajo algunos cambios importantes en el ámbito de las reglas y los procesos institucionales de la democracia, la ciudadanía no necesariamente transitó a un mayor nivel de madurez y apropiación en las percepciones e involucramiento en los asuntos públicos. Más bien, la ciudadanía política conserva aún muchos rasgos que evidencian una autopercepción como entidad frágil y con poca influencia frente al poder, además de que tiene todavía mucho desinterés y desconfianza en los procesos de la vida pública y de la política en general.

Los diagnósticos que sobre ciudadanía política en México se han hecho y a los que nos hemos referido con anterioridad, han sido muy bien complementados por estudios realizados desde la reflexión académica.

En particular, destacan los estudios de Durand Ponte (2004), Meyer (2005), Aziz y Alonso (2009) y Tamayo (2010).

En Ciudadanía y cultura política en México, 1993-2001, Durand Ponte destaca las dificultades que ha enfrentado el proceso de construcción de la ciudadanía en el marco de una larga herencia autoritaria. En este sentido, el autor apunta que estamos todavía frente a una ciudadanía precaria y deficiente portadora de una cultura política con rasgos no democráticos. Enfatiza que la adopción de valores democráticos ha sido lenta ante la sobrevivencia de los valores del autoritarismo como el clientelismo, el acarreo y el seguidismo priista. Durand Ponte se define como muy poco optimista de la consolidación democrática ante la permanencia del autoritarismo, el cual se refuerza con la apatía, desinterés y desilusión que los mexicanos tienen respecto al sistema político.

Es importante destacar que los hallazgos empíricos que Durand Ponte muestra en su estudio, son bastante similares a los que se encontraron en la encuesta del IFE y las de la Secretaría de Gobernación: apatía y desinterés por los asuntos públicos, junto a bajos niveles de participación.

Mientras tanto, en El Estado en busca del ciudadano, Meyer (2005) nos ofrece un ejercicio de interpretación histórica sobre el cambio de régimen con el arribo a la Presidencia de la República de Vicente Fox, a cuyo gobierno considera frágil, en parte por la falta de experiencia democrática del país en su pasado inmediato. Meyer es optimista sobre el proceso de organización y movilización de la sociedad civil organizada que, en tanto intermediaria entre el Estado y el individuo, puede contribuir a generar las condiciones en términos de participación, movilización y construcción de acuerdos, para alcanzar una mejor democracia desde su voluntad de cambio. En este sentido, si la sociedad civil logra consolidar un mayor protagonismo y aportar claridad a los cambios políticos, puede que terminemos de una vez por todas con los ciudadanos imaginarios del siglo XIX y accedamos a una ciudadanía participativa y propositiva, portadora de los ideales democráticos que es necesario afianzar en todos los órdenes de la vida pública.

Por otro lado, en México: una democracia vulnerada (2009), Aziz y Alonso presentan una mirada pesimista del régimen de la alternancia iniciado en 2000 con la presidencia de Vicente Fox y cuyo objetivo central era la consolidación de la democracia. En contraparte, sostienen, se ha establecido una democracia vulnerada, se han conculcado derechos, se ha trasgredido la legalidad, es decir, hay un quebrantamiento de las reglas, que se traduce en inobservancia, violación y daño. Por ello se ha hecho frágil la calidad democrática, cuya mayor expresión es la pobreza y la enorme desigualdad que vive una parte muy importante de la ciudadanía.

Como es evidente, Aziz y Alonso vinculan la idea de la consolidación y la calidad de la democracia con el bienestar social. En este sentido, la democracia está vulnerada porque las condiciones culturales, las redes de confianza contenidas en el capital social, el alejamiento de los jóvenes de la vida pública, entre otras cuestiones, revelan una organización social deficiente, tanto en la parte ciudadana como en el ámbito electoral.

También, destacan que el mundo de las instituciones democráticas se ha deteriorado en su autonomía y ejercicio ciudadano, en referencia directa a las disputas de grupos e intereses que se experimentaron en la renovación de los consejeros del IFE, antes y después de las elecciones de 2006. Por todo ello, la democracia mexicana vive una suerte de restricciones y de cascarón vacío; una democracia en problemas que no coadyuvó a mejorar el perfil de nuestra ciudadanía, la cual mantiene rasgos de gran fragilidad. En este sentido, para Aziz y Alonso, el entorno social y político, la solidez de las instituciones de la democracia, son fundamentales para potenciar el desarrollo de la ciudadanía.

Finalmente, otro estudio que aporta importantes ideas para un diagnóstico actual de la ciudadanía en México es el trabajo de Sergio Tamayo (2010) titulado Crítica de la ciudadanía. A partir de lo que este autor define como sus tres tramas argumentales: prácticas ciudadanas, movimientos sociales y una perspectiva política de la ciudad (2010: 9) nos ofrece una amplia y bien documentada disertación histórica y teórica de cómo se define y en qué consiste el proceso de construcción de ciudadanía.

Este autor tiene una mirada optimista de la construcción ciudadana que va de lo individual a lo colectivo para crear y recrear espacios de conflicto, que es donde se crea y se proyecta la ciudadanía. Ahí donde hay un espacio de conflicto, hay un espacio de ciudadanía, sostiene. En este sentido, este autor ve el proceso de construcción de ciudadanía como algo dinámico y dialéctico en operación constante. Asimismo, reivindica el ideal revolucionario y de sujeto de cambio que es inherente al proceso de construcción social del ciudadano.

¿Cuál es el estado actual de la ciudadanía en México, entonces? Los estudios del IFE y la Secretaría de Gobernación, así como los trabajos de los autores a los que nos hemos referido en esta última parte, nos ofrecen claves para responder. En primer lugar, que la construcción ciudadana es siempre un proceso, no es un sitio al que se llega. En segundo lugar, que la ciudadanía en sí misma no ofrece soluciones definitivas al problema de la organización social y política; se requiere la combinación de muchos factores y agentes: individuales, sociales, culturales, institucionales, políticos, educativos, entre otros.

 

Conclusiones

El largo, complicado y azaroso proceso de construcción de ciudadanía en México todavía no ha logrado establecer valores estables, en términos de las virtudes cívicas que plantea el republicanismo cívico. El ciudadano modelo no existe, el ciudadano como posibilidad aún está en proceso de construcción. El Estado está en búsqueda del ciudadano, afirma Lorenzo Meyer, para decir que aún se tiene la esperanza de que desde la sociedad civil se configure y se forme el individuo virtuoso que se requiere para dirigir los asuntos públicos en una perspectiva del bien común, el cual nos acerque a mejores condiciones en términos de derechos, justicia, equidad y libertad en todos los ámbitos de la vida social.

La experiencia histórica de la ciudadanía en México bien podría calificarse como dramática y por momentos trágica, pues una y otra vez los derechos se han truncado, las libertades se han reducido al mínimo. La experiencia de la vida pública como horizonte de posibilidad para construir junto al otro la vida en sociedad, parece no terminar por establecerse en la conciencia de los individuos que conformamos este país; una y otra vez ganan los intereses de unos sobre los otros y se construyen hegemonías perniciosas que excluyen y deterioran los principios de equidad e igualdad.

Una cuestión que se hace evidente en la revisión de las distintas etapas por las que ha atravesado la ciudadanía, es que la mayoría de los agentes encargados de la organización y movilización de los individuos, no parecen asumir responsabilidades en materia de formación. En este sentido, partidos políticos, sindicatos y organizaciones sociales en general, se trazan objetivos y metas, pero entre ellas, la formación prácticamente no existe; se construyen membresías, padrones, listas de militantes y afiliados, pero solo como instrumento de legitimación para avalar que una organización representa a alguien. Las expectativas e ideas de muchas generaciones de mexicanos valiosos se han perdido porque las propias organizaciones se han encargado de destruir el espíritu ciudadano, mediatizando, desviando, corrompiendo, eliminando, poniendo por delante el interés particular. Por otro lado, la responsabilidad pública del Estado de formar ciudadanía a través de los procesos educativos formales, tampoco ha dado los mejores resultados. El sistema público de educación básica no ha podido romper con los valores anclados en el autoritarismo y las relaciones de dependencia, que no favorecen la constitución de individuos libres y autónomos; mientras tanto, el sistema de educación superior sigue siendo excluyente, con lo cual trunca la posibilidad de elevar el nivel de formación del ciudadano.

La ciudadanía no se forma sola; su construcción y reproducción es una responsabilidad pública que compete a muchos agentes y actores: individuales, organizativos e institucionales; es responsabilidad del Estado, pero también de la sociedad y los individuos. En este sentido, el perfil ciudadano que diagnostican los estudios del IFE y la Secretaría de Gobernación es para preocupar a todos. O nos hacemos cargo de la construcción de la ciudadanía o el proyecto de sociedad incluyente y justa que como mexicanos anhelamos, seguirá esperando.

 

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Notas

1 En esta discusión, sigo fundamentalmente las ideas de los teóricos del contractualismo en la tradición de la filosofía política, representados por Hobbes, Locke y Rousseau. Como es sabido, cada uno de ellos presenta matices distintos en la idea de contrato, su proceso de construcción y operación en el marco de la relación individuo-Estado.

2 La idea del cambio civilizatorio en materia social y política, lo ubico en referencia al predominio de la razón en el rediseño social y político de las sociedades modernas, lo cual se presenta como una ruptura en relación con las sociedades del Medievo y los estados absolutistas, más inspirados en ideas mágico-religiosas. Desde luego, desde otras perspectivas de análisis, como las inspiradas en el marxismo clásico, el Estado liberal-capitalista aparecería como el representante de los intereses de la clase dominante y, en este sentido, el cambio civilizatorio sería visto como un proyecto negativo o pernicioso para los sectores sociales mayoritarios, para los no poseedores de los medios de producción, los cuales tienen que vender su fuerza de trabajo al capitalista explotador. Esta discusión es desde luego mucho más amplia y compleja, por lo que solo se esbozan ideas muy generales.

3 Una tendencia opuesta a la ciudadanía pasiva sería lo observado por Alexis de Tocqueville en su análisis de la democracia en los Estados Unidos. El pensador francés destacó el valor de la voluntad y la iniciativa individual de los estadounidenses para constituir asociaciones y organizaciones, fundamentales en la definición del interés y el bien público, proyectando el valor de la participación social y política. Esta característica distintiva de la democracia estadounidense, desde luego que ha cambiado en las últimas décadas; lo que Tocqueville reseñó corresponde a la época de origen y auge de la democracia en los Estados Unidos, hacia los siglos XVIII y XIX. Para mayores detalles, véase Tocqueville, 1987.

4 Creado por Cornelius Castoriadis (1983), el concepto de imaginario social suele utilizarse en ciencias sociales para definir las representaciones sociales que se tienen de las instituciones; con frecuencia se utiliza como sinónimo de cosmovisión, mentalidad, conciencia colectiva e ideología, pero en la obra de Castoriadis tiene un significado mucho más preciso, ya que supone un esfuerzo desde el materialismo para relativizar la influencia de lo material sobre la vida social.

5 Entendemos el concepto de legitimidad como el atributo del Estado que consiste en la existencia en una parte relevante de la población de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, salvo en casos marginales, recurrir a la fuerza. Se procura transformar la obediencia en adhesión (Bobbio et al., 1991: 862).

6 Se utiliza el concepto de res publica en el sentido clásico proveniente de la tradición romana: la "cosa pública", "la cosa del pueblo", la relativa a la asociación humana políticamente constituida, fundada en la existencia de intereses comunes y de leyes aceptadas por todos (Roux, 2007: 93).

7 En efecto, la creación de un sistema de salud pública y de seguridad social a través de la fundación del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) en 1943 y del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales para los Trabajadores del Estado (ISSSTE) en 1959, contribuyó a procurar el cumplimiento del derecho a la salud y la seguridad social contenido en el artículo constitucional. No obstante, como es de todos sabido, el sistema enfrenta un notable deterioro tras años de desgaste de infraestructura, reducción paulatina del financiamiento público, y corrupción.

8 Los estudiantes críticos del régimen, la formación de la guerrilla urbana y rural y el sindicalismo independiente eran reacciones de amplios sectores de la sociedad dispuestos a no seguir siendo controlados por las organizaciones corporativas del Estado mexicano, quien los persiguió, encarceló y desapareció. La literatura sobre el tema es abundante, algunos acercamientos a manera de síntesis se pueden encontrar en Aguilar y Meyer (1989), Basáñez (1981), Hirales (1996), Medina (1994) y Tello (1995).

9 Respecto a las transformaciones del sistema electoral y de partidos iniciadas desde finales de la década de los setenta y ampliadas después de las elecciones de 1988, hay básicamente dos grandes interpretaciones. La primera supone que se trata de aperturas políticas controladas por el régimen político prevaleciente como una medida emergente que le permitiría mantenerse en el poder; la otra supone que los cambios al sistema electoral y de partidos fueron el resultado de la movilización social anticorporativa. Nosotros pensamos que se combinaron ambos factores, además de la importancia que también tuvieron factores tales como la tendencia internacional en favor de la democracia, así como otros factores relacionados con cambios culturales derivados de las transformaciones sociodemográficas que paulatinamente entraron en contradicción con el régimen político prevaleciente. Para mayores detalles, véase Reyes del Campillo y Hernández (2004).

10 Dos estudios previos y antecedentes de este trabajo fueron: Los mexicanos de los noventa (1994) y La reforma electoral y su contexto sociocultural (1996).

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