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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.9 no.1 México  2013

 

Artículos

 

Diseño y reforma de los sistemas electorales estatales en México

 

Design and reform of electoral system at the subnational level: The Mexican case

 

Ernesto Casas Cárdenas* y Rocío Jazmín Ávila Sánchez**

 

* Doctor en Teoría Política, Teoría Democrática y Administración Pública, por la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), España; líneas de investigación: teoría de la democracia, participación ciudadana, y comunicación política. Correo electrónico: <ernestocasas@gmail.com>

** Candidata a doctora en el programa Teoría Política, Teoría Democrática y Administración Pública, por la Universidad Autónoma de Madrid; profesora en el Posgrado de la Unidad Académica de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Tamaulipas; líneas de investigación: estudios regionales. Correo electrónico: <rociojavila@gmail.com

 

Artículo recibido el 18 de mayo de 2012
Aceptado el 16 de noviembre de 2012

 

Resumen

A partir de la premisa de que los sistemas electorales influyen sobre el sistema de partidos en los estados, además de proporcionar los diferentes mecanismos para la conformación de la representación, en este trabajo se analizan las condiciones políticas en las que los congresos locales diseñan y reestructuran los sistemas electorales, y por qué los supuestos de estabilidad y resistencia al cambio no son variables determinantes, que permitan explicar los procesos de reforma electoral tan frecuentes en las 31 entidades federativas del país.

Palabras clave: sistemas electorales, elecciones locales, reformas electorales estatales, sistema estatal de partidos, democracia.

 

Abstract

This paper examines the political conditions, which are designed and reformed the electoral systems in the states legislatures, and why the assumptions of stability and resistance to change of electoral system not explain the dynamic of electoral reform processes at the subnational level.

Key words: Subnational electoral system, electoral reform, subnational party system, political alternation, democracy.

 

Introducción

El desarrollo del sistema electoral mexicano ha estado definido en general por tres constantes: un nivel significativo de centralización en la toma de decisiones; la institucionalización de partidos políticos como corrientes de opinión críticas, en alguna medida, respecto al régimen en turno; y la implementación de mecanismos que, sin contravenir el sentido esencial de las normas jurídicas tradicionales, han hecho posible la participación de partidos cuantitativamente minoritarios en las tareas legislativas (Medina, 1978: 7-8). En este marco, ha sido práctica común la implementación de reformas electorales impulsadas por el partido dominante, entre cuyos resultados destaca la propia regulación de los partidos pequeños. Estas constantes modificaciones conllevan que el supuesto de estabilidad (Geddes, 1996) característico de los sistemas electorales en las democracias representativas no se observe en México; y además se mantenga la tendencia de reforma-elección-reforma, independientemente de los cambios al sistema de partidos, hecho que cuestiona la afirmación de que el diseño del sistema electoral y sus reformas constantes estaban estrecha y necesariamente relacionados con la existencia de un partido hegemónico.

Desde finales de la década de los sesenta del siglo XX, con la investigación pionera de González Casanova (1967), a la que siguió una extensa producción académica sobre el tema, se han documentado y analizado los mecanismos políticos y electorales utilizados por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) para conservar el poder durante casi siete décadas.1 La simbiosis entre el PRI y el gobierno durante los años en que se delineó el perfil de las instituciones políticas posrevolucionarias, frente a la limitada presencia e injerencia de los partidos de oposición en funciones de gobierno y en los organismos electorales, derivó en que se vinculara la existencia de un partido hegemónico con las particularidades del sistema electoral, de modo que para numerosos sectores la llegada del Partido Acción Nacional (PAN) a la presidencia del país en el año 2000 debía suponer el fin de dicha interrelación.

Sin embargo, la evidencia empírica permite establecer que, a diez años de la alternancia en el gobierno federal, en varias entidades federativas se han reproducido las condiciones estructurales que posibilitaron la existencia de un sistema de partido hegemónico nacional: reformas al sistema electoral estatal con un patrón reforma-elección-reforma; predominio de gobiernos unificados; bajas tasas de yuxtaposición municipal (De Remes, 2000); incidencia del gobierno en los procesos y organismos electorales; así como atribución de jacto del Ejecutivo estatal para definir la carrera política de la élite local. En otras palabras, se puede advertir que el proceso de apertura para una mayor representación de intereses políticos, que tuvo un carácter centrípeto (Aranda, 2005), y que en el año 2000 derivó en la alternancia en el gobierno federal, muestra actualmente una tendencia inversa donde el partido en el gobierno estatal concentra cada vez más facultades para la toma de decisiones, a través, entre otros mecanismos, de reformas al sistema electoral.

De tal forma, la corta vigencia de los sistemas electorales estatales permite establecer que se mantiene la tendencia reformista en el gobierno de alternancia, con respecto a los años de hegemonía del PRI, pues persiste la modificación sistemática a las reglas de la competencia electoral.

 

Estabilidad de los sistemas electorales

Desde la segunda mitad del siglo XX, las referencias a los procesos electorales en las entidades federativas mexicanas han ido de la mano de constantes reformas a las normas que los rigen. Durante los primeros años de este periodo, la característica principal fue la tendencia a impulsar las modificaciones a los sistemas electorales locales desde la capital del país. No obstante, a partir de la última década del siglo XX, dichas reformas empezaron a registrar una influencia cada vez mayor de actores regionales y, en ese sentido, a reflejar la propia correlación de fuerzas entre los actores políticos en los estados, aunque seguiría vigente en menor medida la presencia de figuras enviadas por el líder nacional.

En particular desde el año 2000, cuando se inició el proceso de alternancia política en el ámbito federal, han sido los gobernadores quienes han impulsado reformas a la legislación electoral en su estado a través de congresos locales mayoritariamente afines. Un análisis diacrónico permite observar que al menos una vez en la década, se han modificado los componentes básicos del sistema electoral en casi la totalidad de los estados, aunque los efectos no siempre han sido los mismos.

A la luz de fenómenos como la desafección, el abstencionismo electoral y la poca implicación ciudadana en los comicios de carácter estatal, es dable inferir que las constantes adecuaciones a los sistemas electorales han impactado negativamente en la legitimidad de los procesos mediante los cuales se conforman los poderes en sus diferentes niveles. Ante ello, resulta pertinente indagar la dinámica de los procesos de reforma, así como sobre sus beneficiarios.

En principio, cabe reparar en el hecho de que la elaboración y reforma de un sistema electoral no es solo obra de técnicos o expertos que se implican para crear el mejor (Montero, 1997: 10); asimismo, que no es el resultado de una disertación teórica, es decir, un invento construido de modo artificial en los despachos de los científicos sociales. Históricamente, la mayoría de estos sistemas han sido consecuencia de un proceso evolutivo prolongado (Nohlen, 1984: 11) y, en última instancia, son el reflejo de decisiones de políticos adoptadas en función de intereses de grupo específicos.

A partir de estas premisas, los sistemas electorales se conciben como objeto de estudio susceptible de análisis al menos desde dos vertientes: considerando los criterios establecidos por Duverger (1957), una primera perspectiva permite investigar el efecto que las distintas combinaciones entre los componentes básicos del sistema tienen en el de partidos y en la proporcionalidad en los congresos; y en una segunda perspectiva, los procesos políticos mediante los cuales se adopta y adapta un sistema electoral, evidencian la relación recíproca entre ambos sistemas.

De acuerdo con este segundo enfoque, las constantes reformas a los sistemas electorales estatales representan el punto de partida del análisis, debido a la efímera vigencia que experimentan las legislaciones respectivas, lo que se contrapone al supuesto de estabilidad (Geddes, 1996), y de resistencia al cambio (Lijphart, 1994), que teóricamente se suele atribuir a dichos sistemas; pues en efecto, la evidencia empírica referida fundamentalmente a las democracias occidentales apunta a que no se realizan con frecuencia reformas significativas a los sistemas electorales.

Si bien en gran parte de los países latinoamericanos durante las últimas décadas se han efectuado cambios a sus legislaciones electorales, en muchos casos de carácter estructural, la mayoría han sido implementados luego del restablecimiento de elecciones democráticas, y con menor frecuencia en países donde existen gobiernos estables (Jones, 1995; García, 2006; Payne, Zovatto y Mateo, 2006; Buquet, 2007; Remmer, 2008).

En el caso de las entidades federativas de México, la frecuencia en las reformas electorales muestra el mismo patrón desde hace poco más de dos décadas (cuadro 1).

Destaca que en 21 años se han realizado al menos cinco reformas en cada uno de los estados -llegando incluso a diez en un caso-, mediante las cuales se han modificado componentes esenciales de los sistemas electorales: como el tamaño del congreso, el diseño distrital y las formas de candidatura. En torno a esta dinámica general se pueden inferir dos 14 explicaciones no excluyentes. Por una parte, después de siete décadas de hegemonía priista, los cambios a los sistemas de partido en los estados harían necesaria la adecuación de la legislación que regula los procesos electorales; la segunda apela a que, con independencia de la alternancia en el gobierno federal, los usos y costumbres del sistema político mexicano se mantienen en esencia, contexto en el que los ejecutivos estatales han desempeñado una función decisiva en la determinación del sentido de las adecuaciones a las reglas para la competencia electoral.

De tal forma que la evidencia histórica permite establecer que si bien la dinámica reforma-elección-reforma antecede por varios lustros a la alternancia en el gobierno federal, en la antesala de que concluya el segundo gobierno de la nación emanado del PAN, aquella persiste. Asimismo, esta evidencia enriquece el sustento empírico que habilita para afirmar que las reformas electorales estarían siendo utilizadas como mecanismo para garantizar la permanencia en el gobierno local de grupos políticos específicos, paralelamente a la ampliación de facultades metaconstitucionales (Carpizo, 2002) de los gobernadores que abonan al mismo fin, sin que a la fecha ningún partido dé muestras contundentes de que pretende alterar dicha dinámica de reformas y revertir la acumulación de facto de atribuciones por parte de los ejecutivos estatales. En este sentido, podríamos afirmar que, en un escenario de "juego de suma cero", el incentivo de ganar una gubernatura es tan alto que los actores políticos en la oposición prefieren no modificar las condiciones que favorecen la acumulación de poder, ni acotar las facultades metaconstitucionales de los gobernantes, sino concentrar sus esfuerzos en buscar el cargo por la vía electoral.

 

Dinámica de las reformas electorales estatales

Hasta mediados de la década de 1990, las reformas electorales estatales se realizaban básicamente para homologar la legislación estatal a la federal y, en algunos casos, para favorecer o limitar a determinados partidos de oposición, buscando mantener un equilibrio consecuente con el marco nacional. Los pocos casos de partidos de oposición con presencia nacional que evidenciaron alguna fuerza para ganar elecciones locales, no lograron modificar sustancialmente la situación referida; de hecho, ni la fuerza electoral del PAN en San Luis Potosí y Chihuahua desde 16 finales de la década de los sesenta, o del PARM en Tamaulipas una década más tarde, incidió en que se reformaran los sistemas electorales estatales para favorecer la representación de estos partidos.

Por otra parte, la señalada centralización en la toma de decisiones que ha caracterizado al ámbito nacional, la mayor visibilidad de los procesos de reforma, así como la relevancia de la disputa por los cargos de representación, han incidido en el alcance de las reformas federales que, básicamente desde 1977, han modificado de manera constante al sistema electoral. No obstante, aunque comparten generalidades, las reformas estatales no han marchado por la misma vía en todos los aspectos. El rezago en criterios esenciales de justicia electoral que se observa en algunas legislaciones locales, podría sugerir la prevalencia de una estrategia de disimulación entre los partidos dominantes, esto es, de impulso de reformas que no alteran lo sustancial, mientras posibilitan algún grado de manejo discrecional en la materia (Méndez, 2006: 78). En ese sentido, las constantes modificaciones a las reglas ponen de manifiesto el mismo patrón reformista característico del periodo de partido hegemónico, durante el cual el marco electoral se alteró para mantener la presencia de partidos opositores, pero garantizando la mayoría para el PRI.

Es importante observar entonces que, hasta finales de la década de 1980, en las legislaciones estatales se reproducían los planteamientos de la ley federal electoral en sus aspectos fundamentales, con pocas diferencias entre ambos textos; mientras que, a partir de la década de 1990, en las reformas locales se han incorporado elementos propios que las diferencian de las efectuadas en las otras entidades y de la legislación federal; caso concreto es la existencia de candidaturas independientes, en estados como Yucatán, o los métodos de asignación de las curules por el principio de representación proporcional. Sin embargo, cabe profundizar en torno a la dinámica de las reformas estatales durante las últimas dos décadas, en particular durante la reforma que ha dado lugar a los sistemas electorales vigentes en 2010.

Usualmente, las reformas electorales son fomentadas por la élite política en el gobierno, en tanto cuenta con los apoyos mayoritarios de carácter legislativo (Boix, 1999); estos actores controlan el proceso de toma de decisiones en función de sus intereses. Las reglas político-electorales terminan, de ese modo, dependiendo de las preferencias de quienes compiten por (y controlan) el poder regional (Remmer, 2008: 7). La bibliografía al respecto apunta que durante los procesos de reforma, los actores políticos intentan respetar las reglas del juego básicas en tanto los legitiman a ellos, al proceso y a los resultados (Buquet, 2007: 37).

Pese a la frecuencia con que políticos, partidos e incluso organizaciones sociales proponen reformas al sistema electoral, la aprobación de estas no es común en los sistemas políticos consolidados, pues, como se apuntó, la mayoría de los sistemas electorales tienden a la estabilidad y a la resistencia al cambio; además de que, como apunta García Díez (2001), debe darse una combinación de factores (tendencias económicas, políticas y sociales) para que sea factible ponerlas en práctica.

Empero, en el caso de las entidades federativas en México, la vigencia de la legislación electoral se limita en promedio a poco más de tres años; esta frecuencia, así como los propios procesos reformistas y los resultados respectivos, se convierten por tanto en una fuente de información fundamental para comprender el objeto de estudio.

Cabe destacar que, pese a la notoria diferencia que existe en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) entre las 31 entidades federativas, no se puede establecer relación directa entre la estabilidad de los sistemas electorales y factores socioeconómicos, pues algunos estados con mayor IDH, como Sonora y Chihuahua, han tenido en el periodo cinco y seis reformas respectivamente, lo mismo que Guerrero o Oaxaca, también con seis reformas e indicadores socioeconómicos bajos.

Este hecho resulta relevante debido a que ciertos elementos de los 18 sistemas electorales, como el diseño distrital, se asocian comúnmente con factores socioeconómicos, lo que al final se traduce en sesgos mayoritarios y/o conservadores.2 Sin embargo, la escasa correlación entre ambas variables apunta a que el número de reformas electorales no puede explicarse por medio de las diferencias en el IDH de las entidades.

En el mismo sentido, variables como el tamaño de la población o de los congresos, tampoco muestran relación directa con la frecuencia de las reformas electorales.

 

Partidos políticos y alternancia de gobierno

Tomando como variable de análisis a los partidos políticos, el promedio de reformas electorales en los 19 estados gobernados por el PRI y en los cuatro encabezados por el PRD en 2010, se puede registrar una diferencia pequeña frente a aquellos en donde gobernaba el PAN en ese año, o con los que eran gobernados por la coalición PAN-PRD, que registraban en promedio una reforma menos en el mismo periodo de 20 años.

Por otra parte, en 2010 el PRI era partido mayoritario en 22 congresos estatales, el PAN en cinco, el PRD en dos y, en igual número de legislativos, dos bancadas tenían el mismo número de integrantes. Estos datos, sumados a que 21 de las 31 entidades han experimentado cambio en el partido gobernante durante las dos últimas décadas, permiten afirmar que la variable de partido en el gobierno no es determinante para la periodicidad con que son realizadas las reformas electorales; en promedio, tanto en las entidades históricamente gobernadas por el PRI como en las encabezadas por otros partidos, el número de reformas a las leyes electorales ha sido similar como lo muestra la gráfica 2.

Ahora bien, es cierto que el partido en el poder durante el año 2010 no puede tomarse como la única variable en este sentido, ya que algunos estados han sido gobernados solamente por el PRI, y en los casos de alternancia, esta se ha experimentado de diversas maneras: mediante coaliciones, con partidos que conservan el poder por más de un sexenio, llegando incluso a convertirse en partido dominante, como el PAN en Guanajuato; con un sexenio de intervalo y el regreso del PRI; e incluso, hay entidades que han tenido gobernadores emanados de las tres fuerzas políticas más importantes, como Baja California Sur y Morelos. En este sentido, si se toma la alternancia en el ejecutivo estatal como variable de análisis, los estados que solo han sido gobernados por el PRI tienen en promedio el mayor número de reformas electorales durante el mismo periodo; en contraparte, los cinco estados gobernados por el PAN durante un sexenio o más, han modificado sus sistemas electorales en menos ocasiones.

La menor tendencia a efectuar reformas electorales en los estados gobernados por el PAN, no implica necesariamente que el partido sea menos proclive a dichas reformas, en tanto habría que sumar al análisis el hecho de que de las tres fuerzas electorales cuantitativamente más importantes, el PRI y el PRD suelen tener en mayor proporción gobiernos unificados, mientas que el PAN es el partido que en más ocasiones desde 1989 ha encabezado gobiernos sin mayoría.3

Con base en lo antes expuesto, se establece la hipótesis en el sentido de que los gobiernos unificados y la sobrerrepresentación legislativa de la primera fuerza en detrimento de la segunda, constituyen factores que favorecen la posibilidad de reformar el sistema electoral, lo que deriva en una efímera estabilidad de los sistemas electorales estatales.

Concentración del voto y competitividad electoral

De acuerdo con el planteamiento de Duverger (1957), los sistemas electorales serían decisivos en la configuración de los sistemas de partido, e influirían por tanto en la concentración del voto y la competitividad electoral. Sin embargo, debido a que los sistemas electorales tienen tan importantes consecuencias políticas, es necesario considerar que al impulsar una reforma electoral, los actores políticos evaluarán la conveniencia de esta para su partido. Por ello, el sistema electoral se analizaría como una variable dependiente, influida por el sistema de partidos.

Se ha mencionado que no existe una correlación determinante entre partido en el poder y número de reformas, como tampoco los factores socioeconómicos resultan influyentes. En cuanto al sistema de partidos, ¿existe correlación entre la ventaja electoral, amplia o reducida, y la estabilidad del sistema electoral? La tendencia en los resultados de las elecciones presidenciales en 2000, 2006 y 2012, así como en las intermedias para renovar a la Cámara de Diputados, muestra la consolidación de un sistema tripartidista, donde PRI, PAN y PRD concentran el mayor número de votos. Sin embargo, en el ámbito de los estados se advierte que son pocos los que tienen presencia de estos tres partidos, por ejemplo, en la elección de gobernador solo en Morelos y Zacatecas se presentan resultados que apuntan a la existencia de un tripartidismo; en el Estado de México también se registra una votación consistente para los tres institutos, aunque allí el partido mayoritario posee una ventaja de casi 30 puntos porcentuales sobre la segunda y la tercera fuerza, que obtienen 24.7 y 24.3% de votos, respectivamente.

En el resto de las entidades federativas se registra una disputa entre dos partidos, cuya suma de votos concentra más de setenta por ciento, incluso en Guanajuato y Tamaulipas un partido o alianza obtuvo más de sesenta por ciento de la votación para elegir gobernador. En las elecciones de congresos, el número de estados con presencia de los tres partidos se eleva a 10. No obstante esta diferencia en la concentración del voto en las elecciones estatales, no se puede establecer una relación significativa entre esta variable y el número de reformas electorales realizadas durante las últimas dos décadas.

En cuanto a la competitividad electoral, esta varía en los distintos procesos efectuados en cada una de las entidades, aunque la diferencia fundamental la encontramos al comparar los resultados de las elecciones para gobernador. Los estados con menor competitividad y en los cuales se puede hablar incluso de un sistema de partido dominante, son: Guanajuato, gobernado en 2010 por el PAN; y Tamaulipas, Quintana Roo y Coahuila, donde el PRI continuaba dominando. En contraparte, Chiapas, gobernado entonces por el PRD, así como Durango y Veracruz, que contaban con un gobernador priista, registraban la mayor competitividad electoral de los 31 estados. En las otras 22 entidades, el partido o coalición ganadora había tenido menos de diez puntos de ventaja.

Con base en lo anterior, se puede observar una mayor correlación 22 entre la tendencia reformista y la competitividad electoral, aunque no es determinante: los estados donde el partido ganador triunfó con escaso margen durante las últimas elecciones, muestran en promedio un número mayor de reformas electorales, frente a aquellos donde existe un partido dominante o donde la competitividad es menor.

Si bien la modificación sustancial del panorama político nacional impide hablar hoy de un sistema de partido hegemónico, como lo definió Sartori (1980), ya que existe mayor competitividad electoral y mayor presencia en cargos de elección popular de representantes de distintos partidos, se advierte la persistencia de prácticas que caracterizaron al periodo de hegemonía partidista, entre las que destaca la adecuación constante de la legislación electoral, lo cual produce sistemas electorales con una vigencia efímera y escaso debate previo en los congresos.

 

Iniciativa, discusión y aprobación de las reformas en los congresos

En la historia política reciente, las reformas electorales en los estados han sido propuestas generalmente por la fracción mayoritaria en los congresos locales, cuya regla no escrita comenzó a registrar excepciones a finales de la década de los noventa, cuando algunas iniciativas fueron elaboradas en comisiones multipartidistas, acorde con el objetivo de la última reforma nacional de aquel lustro, en la cual se buscó la participación del mayor número posible de miembros de las distintas fuerzas políticas y el consenso respectivo, a fin de elevar la legitimidad del proceso en su conjunto.

En algunos casos, como Tamaulipas en 2007, antes de la discusión en el Congreso, la Comisión Especial para la Reforma Electoral del Estado promovió la realización de foros regionales, con el propósito de que se expresaran opiniones diversas sobre los distintos rubros del proyecto de reforma; mientras en la gran mayoría de entidades federativas el tema fue abordado al menos en los medios de comunicación a través de foros y debates.

En contraparte, una vez presentada la iniciativa en el Congreso, la discusión en comisiones ha sido breve en la mayoría de los casos, en tanto el pleno sirvió solo para formalizar lo previamente acordado; hecho que resulta significativo debido al impacto que las reformas electorales tienen en el sistema estatal de partidos y cuyo resultado es de gran importancia para los actores políticos que participan en los procesos.

Asimismo, cabe destacar que la existencia de comisiones legislativas encargadas de elaborar los proyectos de reformas electorales, paradójicamente implica un dique de facto para una discusión más amplia en torno al contenido de las distintas propuestas, antes de que el documento final sea presentado a votación ante el pleno del Congreso; a lo cual abona la disciplina de partido que suele observar la mayoría de legisladores, cuya materialización implica la ordenación del voto individual en el sentido que marca el coordinador respectivo. El círculo lo cierra la norma legislativa que establece la existencia de una mayoría simple para lograr la aprobación correspondiente, salvo alguna excepción que confirma esta regla.

 

El papel del partido mayoritario

Con independencia del partido de origen, la mayoría legislativa que en 2010 tenían los gobernadores de 28 estados de la república,4 hacía previsible que la aprobación de reformas electorales respaldadas o promovidas por ellos se realizaría sin grandes dificultades. Además, los convenios y alianzas preelectorales que han establecido los partidos mayoritarios con los pequeños y la convergencia de intereses de grupo, influyen en que las iniciativas sean apoyadas por un número significativo de partidos y consecuentemente de legisladores.

Uno de los puntos fundamentales que favorece el acuerdo entre el partido mayoritario y los partidos cuantitativamente menores, es que en las legislaciones electorales se suele establecer que si un partido gana la totalidad de los distritos, no podrá acceder al reparto de curules por el principio de representación proporcional. Ante ello, los partidos mayoritarios han encontrado una fórmula para disponer de más diputados: registran candidatos afines bajo las siglas de otro partido que forma parte de la coalición en que participan, sin que para la autoridad importe que no exista militancia previa del candidato en el partido que lo registra. De este modo, el partido que encabeza la coalición obtiene como beneficio la posibilidad de alcanzar el tope de representación y lograr la inclusión de diputados afines bajo otras siglas.

Por otra parte, es posible establecer que tanto a partidos mayoritarios como a pequeños, les resulta conveniente que persistan las atribuciones de los congresos en temas como el diseño distrital. Este, atendiendo a los antecedentes descritos, debiera ser trasladado a los institutos electorales estatales con el propósito de garantizar que al menos medien estudios especializados con base en los cuales se determine la viabilidad y las consecuencias de los procesos de redistritación, y limitar así, en alguna medida, la discrecionalidad del proceso 26 con que a la fecha se opera.

Respecto a la evidencia empírica en torno a la forma en que suelen ser aprobadas las reformas en los congresos, baste tomar como ejemplo las votaciones que mediaron para la aprobación de cada uno de los sistemas electorales vigente en 2010, tomando en cuenta la información oficial de los propios congresos locales, aunque cabe decir que no siempre se menciona el número de votos emitidos, ni se desglosa a qué partido pertenece cada voto (cuadro 4).

 

En torno a la información plasmada en el cuadro 4, cabe hacer dos precisiones:

a) En muchos casos, solo se consigna si la aprobación de la reforma fue por mayoría o por unanimidad, sin mencionar el número de votos emitidos y sin precisar el nombre y la filiación partidista de quienes sufragaron.

b) Es importante tomar en cuenta que el concepto de unanimidad no implica necesariamente un consenso, o que la iniciativa fue votada por todos los partidos en el mismo sentido, ya que en ocasiones quienes se oponen a la reforma abandonan la sesión como mecanismo de protesta, mientras que en otras situaciones la presidencia en turno convoca a la votación cuando no están presentes los legisladores que se oponen, lo cual permite seguir el curso aprobatorio de la iniciativa en cuestión con el respaldo mayoritario requerido.

 

El papel de la segunda fuerza electoral

Al analizar la composición de los congresos locales en México, se puede notar que en general el diseño de los sistemas electorales estatales favorece la sobrerrepresentación del partido mayoritario, así como de los partidos minoritarios; mientras la segunda fuerza electoral suele quedar subrepresentada y, por ende, con mermadas posibilidades de incidir de forma relevante en las reformas respectivas. Esta condición se contrapone a los hallazgos empíricos en gran parte de las democracias representativas, en las cuales existe una clara tendencia a sobrerrepresentar a los partidos grandes, en detrimento de los partidos con menor número de votantes.

En torno a esta cuestión, es dable inferir que los efectos de los sistemas electorales son sistémicos más que de carácter partidista, es decir, tienden a favorecer a la primera fuerza electoral y a los partidos pequeños, independientemente de cuál sea el instituto político que ocupe esa posición; aseveración que también aporta elementos para explicar la dinámica de los procesos de reforma a las legislaciones electorales locales. En ese sentido, cabe destacar que pese a la alternancia en el gobierno federal, la concepción centralista en el ejercicio del poder político se mantiene, ya que en las entidades federativas el gobernador sigue concentrando la toma de decisiones, sin que los poderes legislativo y judicial ni los partidos de oposición logren constituir un contrapeso efectivo.

En esta lógica, el objetivo primordial -y en ocasiones único- de los partidos políticos estaría siendo la consecución del gobierno, sin que en su agenda de prioridades aparezca el interés por limitar los usos y costumbres en el ejercicio del poder aludidos. Ese desinterés en impulsar cambios significativos a la legislación electoral que pudieran alterar el statu quo, sigue abonando al mantenimiento de escenarios de suma cero.

En este sentido, es pertinente el señalamiento de Lago y Montero (2005: 281) acerca de que la relevancia de las decisiones adoptadas por las élites políticas para lograr una determinada configuración de los elementos del sistema electoral, consiste no solo en la existencia de mayores o menores dosis de manipulación, lo que se da por supuesto, sino en mantener los márgenes de maniobra que les permitan seleccionar objetivos y en su nivel de efectividad para alcanzarlos.

Ante esta evidencia, es necesario reconsiderar los supuestos que asociaban el fin del partido hegemónico, el incremento en la competitividad electoral y la alternancia en los diferentes órdenes de gobierno, con el desmantelamiento de la estructura que permitió la excesiva concentración de poder. Los sucesivos gobiernos de alternancia no han hecho sino conservar e incluso ampliar las facultades metaconstitucionales del gobernador; de tal forma que al analizar las primeras experiencias de alternancia en los estados, se advierte que no se reformó sustancialmente la agenda relativa a la administración pública local y que tampoco se modificó la ley orgánica de los congresos, para hacer más incluyente y productivo el trabajo legislativo (Espinoza, 2000).

Cabe insistir en que, independientemente del partido en el gobierno, en los procesos de reforma electoral la participación de la segunda fuerza política ha sido en general escasa, ya que en muy pocas ocasiones han logrado incluir propuestas relevantes. Pese a ello, hay que puntualizar que los partidos de oposición tienen la posibilidad de recurrir a instancias judiciales para solicitar la revisión de alguna reforma aprobada en el congreso local, en el supuesto de que esta contravenga el sentido de algún artículo de la Constitución.

No obstante, el hecho de que las diferencias referidas se resuel-30 van más por la vía judicial que por la política, se ha convertido en un elemento común entre los procesos recientes de reforma electoral, incluso sentó jurisprudencia la resolución de la SCJN en los casos de Quintana Roo (1998) y Coahuila (1999), en los que diputados del PAN, segunda bancada en esos congresos, impugnaron el resultado de la reforma por presumir su inconstitucionalidad (Emmerich y Medina, 2002).

 

Partidos minoritarios

En gran parte de la bibliografía sobre sistemas electorales se concluye la existencia de un sesgo mayoritario en los mismos. En ese sentido, Rae (1977) señala que la parcialidad de las leyes electorales a favor de los partidos grandes y en contra de sus competidores pequeños, puede considerarse como una constante general; en la misma perspectiva, se ha dicho que este perjuicio de la ley electoral, incluso en los sistemas de representación proporcional, a favor de los partidos cuantitativamente mayores, es una realidad universal de la vida electoral (Lago y Montero, 2005: 314). Aunque en la mayoría de las democracias occidentales el sesgo mayoritario persiste, en alguna medida el caso de México es una excepción debido a que en la asignación de curules por el principio de representación proporcional, se utiliza como primer criterio la denominada representación minoritaria, a lo que también contribuye el diseño de los convenios entre los partidos durante las alianzas electorales.

En este esquema, son evidentes los incentivos para que los partidos pequeños voten a favor de las reformas propuestas por los partidos mayoritarios; de hecho, durante el más reciente proceso de reforma en cada una de las entidades federativas, los partidos minoritarios que habían participado coligados con el ganador, apoyaron los proyectos de reforma electoral.

Asimismo, en casos como Baja California (2008), Michoacán (2010) y Oaxaca (2009), el voto en contra de los partidos minoritarios se dio de común acuerdo con el partido mayor con el que participaron coligados, lo que en cierta forma establece la prolongación del convenio. Finalmente, en forma excepcional, los partidos pequeños votaron en forma distinta a los mayoritarios al proponerse el incremento del umbral electoral.

 

Fortalecimiento de los gobernadores y reformas electorales

Como se ha mencionado, en el caso mexicano gran parte de la bibliografía específica asocia la escasa estabilidad de los sistemas electorales y su sesgo mayoritario con la existencia de un sistema de partido hegemónico. En este supuesto, la alternancia en los gobiernos estatales iniciada en 1989 y la federal en 2000 debería haber modificado dicha tendencia; sin embargo, el promedio de reformas se mantiene, así como la naturaleza y sentido de los procesos. Si la variable de sistema de partido no permite explicar las constantes reformas, es necesario analizar distintos elementos del sistema político, muchos de los cuales nos remiten a usos y costumbres, que no se han modificado.

La excesiva concentración de poder en los ejecutivos, que se explica entre otros factores por la existencia de facultades metaconstitucionales, es un fenómeno que ha dejado de ser exclusivo del ámbito federal pues desde hace al menos dos décadas se experimenta también en los estados. De este modo, se puede establecer como hipótesis que la consolidación del poder de los gobernadores en el seno de sus partidos de origen, es un factor que permite explicar el fenómeno en términos estructurales y no solo partidistas.

En este orden de ideas, cabe recordar que durante las décadas de gobierno federal priista, el presidente tenía un control significativo sobre las carreras políticas en todos los niveles de gobierno y resultaba determinante durante los procesos de selección interna de candidatos. Esta situación empezó a cambiar durante la presidencia de Ernesto Zedillo (1994-2000), quien por la convergencia de distintos factores políticos no ejerció plenamente el liderazgo de su partido. Luego del año 2000 y ya sin el mando presidencial, los gobernadores comenzaron a consolidar el liderazgo partidista en sus estados, incidiendo directamente sobre los mecanismos de nominación para elegir candidatos a cargos de elección popular.

De tal forma, una de las consecuencias más evidentes del debilitamiento del control político que ejercía el presidente de la República en los estados, ha sido la concentración de facultades institucionales en los gobernadores. Esto ha modificado la dinámica interestatal y fortalecido simultáneamente las atribuciones de facto de los ejecutivos estatales.

Siguiendo las reflexiones de Estrada (1989) y Langston (1997, 2001), 32 durante el periodo de gobierno federal del PRI la designación de la gran mayoría de candidatos a cargos de elección popular por este partido, y de los mandos en la administración pública, correspondía en última instancia al titular del Poder Ejecutivo Federal. Para ello, este recurría tanto a quienes venían realizando carrera partidaria, como principalmente a quienes pertenecían a los grupos cercanos a la clase gobernante; en función de ello, las carreras políticas nacionales tenían mayor peso que las locales.

Con los mismos criterios de análisis, se puede observar que en 2010, de los 31 gobernadores en funciones, 30 tenían carreras políticas estatales, y solo los gobernadores de Michoacán, Oaxaca, Veracruz y Zacatecas ostentaban una carrera mixta; asimismo, 60% de ellos habían ocupado anteriormente la presidencia municipal, en la mayoría de los casos de la capital del estado.

La filiación partidista constituye un dato importante para este análisis, pues un número significativo de gobernadores (siete) han pertenecido a uno o más partidos distintos al que los postuló al cargo actual, incluso hasta el año de la elección, como en el caso de Chiapas y Baja 34 California Sur. Situación similar se presentó en San Luis Potosí, donde el actual gobernador formó parte del gabinete de su antecesor, de distinto partido.

Otro elemento que destaca en el marco de los cambios experimentados en la última década, es el relativo a los procesos internos de selección de candidatos en los estados, pues como se ha dicho, las nominaciones de los candidatos a gobernadores, que en el PRI eran exclusivamente la formalización de la voluntad del presidente de la República, ahora por lo general se realizan en los comités directivos estatales de los respectivos partidos, con la anuencia del gobernador en turno.

Formalmente, cabe tener en cuenta que en el PRI, con base en el artículo 166 de sus estatutos, el militante que busque la postulación como candidato a gobernador debe satisfacer los requisitos exigidos por los ordenamientos electorales del estado: ser militante y cuadro del partido, y no haber sido dirigente, candidato ni militante destacado de partido o asociación política, antagónicos al PRI, salvo que acrediten a partir de su afiliación o reafiliación una militancia mínima de cinco años. Asimismo, el artículo 186 determina que los procedimientos de elección directa y por convención de delegados se observarán bajo los principios democráticos de voto libre, directo, secreto e intransferible y que estos serán convocados por el Comité Ejecutivo Nacional previa aprobación del Consejo Político Nacional.

De igual forma, la selección de candidatos en el PAN está regulada por sus estatutos, cuyo artículo 27 reconoce como método de selección ordinario las convenciones estatales de delegados. Los actuales gobernadores miembros del PAN fueron electos de esta manera. También se contemplan dos métodos extraordinarios: selección abierta y designación por el máximo órgano del partido. El primer caso, poco utilizado, es una opción para que participe el mayor número de militantes y simpatizantes; en tanto el segundo, también poco usual, se limita a los votos de los miembros del órgano nacional (artículo 29).

Finalmente, los procesos de selección de candidatos en el PRD se caracterizan por una menor institucionalización, como queda de manifiesto en las constantes disputas internas entre sus diversos grupos y corrientes, así como en los escasos requisitos establecidos para registrarse como precandidato, incluso, al cargo de gobernador: cumplir con lo establecido por la Constitución y las leyes electorales de los estados, tener una antigüedad mínima de seis meses como miembro del partido y estar en pleno goce de sus derechos estatutarios. También se establece que para el caso de las candidaturas externas la decisión se tomará de común acuerdo entre el Consejo Estatal y la Comisión Política Nacional. Bajo la figura de candidato externo se registró por ejemplo, Juan José Sabines, posteriormente gobernador de Chiapas, y Alfonso Sánchez Anaya, quien gobernó Tlaxcala.

En el caso de candidaturas externas para el PRD, los candidatos deben dar su consentimiento por escrito, comprometerse a no renunciar a la candidatura, suscribir un compromiso político con la dirección nacional del partido en procesos federales y con la dirección estatal en los procesos locales, además de promover durante la campaña la plataforma electoral y el voto a favor del partido en todos los niveles de gobierno. De resultar electos gobernadores, están obligados, teóricamente, a respetar los postulados políticos y programáticos del partido, aunque no se menciona la sanción que ameritarán en caso de incumplimiento.

Para definir la candidatura, en cualquiera de los casos, se pueden utilizar como mecanismos: la elección universal, directa y secreta; la convención electoral, cuando así lo decidan las dos terceras partes de los miembros presentes del Consejo Nacional; o por cualquier otro método que contemple el Reglamento General de Elecciones y Consultas.

En suma, en el PRI y en el PAN se conserva una estructura jerárquica en los procesos de selección y nominación de candidatos a cargos de elección popular, por lo que un aspirante que no cuente con el apoyo del gobernador en turno, difícilmente puede llegar a ser postulado. En tanto, en el PRD, y pese a existir un proyecto de consolidación institucional, se prevén procesos más laxos si bien un tanto ambiguos, elaborados con el objetivo de conservar al partido en una posición más cercana a la población, aunque en los hechos, estos procedimientos han favorecido que aspirantes de otros institutos políticos que no consiguen la postulación en sus partidos accedan a ella vía el PRD.

No obstante las diferencias entre los distintos sistemas para la nominación de candidatos en los tres partidos que han ganado alguna gubernatura, destaca la creciente independencia que los comités estatales vienen ganando respecto del órgano nacional, lo que en los hechos ha facilitado la consolidación del mando de los gobernadores sobre las estructuras partidistas locales, así como la colaboración de los congresos con estas. Ambos factores han derivado en una concentración de po-36 der que en la arena estatal reproduce las condiciones estructurales que determinaron la existencia de un hiperpresidencialismo, como definió Weldon (2002) el caso mexicano.

Cabe destacar que, a partir de 2009, los ejecutivos estatales tienen también un papel relevante en el ámbito federal, en tanto a partir de la selección de candidatos a la LXI legislatura federal (2009-2012), las direcciones de los partidos más votados optaron por deslindar en los gobernadores la decisión sobre el mecanismo de selección de candidatos a diputados, lo que finalmente abonó al proceso de creciente influencia de los ejecutivos.

De tal forma, la concentración de las citadas facultades y atribuciones en el Ejecutivo estatal se ha reflejado en los procesos de reformas electorales: el control que actualmente tienen los gobernadores sobre las carreras políticas estatales, la mayoría de diputados afines en los congresos, y la intervención en el nombramiento de consejeros electorales, por medio de su partido, conforman un menú que determina el tipo de reformas que impulsan.

 

A modo de conclusiones

Históricamente, la legislación electoral fue un instrumento básico para mantener el régimen de partido hegemónico, conservando para el sistema el calificativo de democrático que le confería la celebración de elecciones periódicas y la existencia de una oposición electoral. En este sentido, la lógica de las reformas electorales era mantener un equilibrio político que preservara dentro de la contienda a la oposición, pero evitando que esta se consolidara como para generar un auténtico desafío al PRI (Crespo, 2003; Lujambio, 1997, 2002 y 2003).

Cabe observar que entre 1979 y 1989, solo un par de estados por año realizaron cambios a su legislación electoral, en tanto que a partir de 1990 la dinámica de reformas cambió radicalmente y los ajustes fueron más frecuentes. Entre 1990 y 1993, todos los estados, excepto Puebla, tuvieron por lo menos una reforma electoral, y casi la tercera parte de ellos realizaron más de una; para 1994, 12 estados modificaron sus leyes electorales y 17 más en 1995 (Méndez, 2006: 78). Sin embargo, aunque mediante estas reformas se aumentó el número de curules obtenidas por partidos distintos al PRI, lo cual garantizó su presencia en el poder legislativo, esto no ha implicado necesariamente el aumento de garantías para la celebración de procesos electorales más transparentes, equitativos y que permitan reflejar la pluralidad social prevaleciente. De la misma manera, tampoco se ha consolidado el papel de los sistemas electorales en los estados como instrumento capaz de brindar certeza a los procesos político-electorales, y legitimidad a las autoridades surgidas de estos procesos.

Desde la década de 1990, en la mayoría de las entidades federativas se intensificaron las demandas ciudadanas para iniciar una reforma política que al menos homologara la legislación local con la federal. Se consideraba prioritario evitar que los gobiernos estatales conservaran la facultad de organizar y conducir los procesos electorales; en cada uno de los estados se sumaban reclamos que fueron canalizados en foros regionales, organizados en las principales ciudades de más de la mitad de las entidades, con los que finalmente se intentaría legitimar los procesos de reforma.

Sin embargo, el concepto de reforma político-electoral que en general se ha impulsado en los estados, hace recordar la frase del desaparecido ideólogo priista Jesús Reyes Heroles, cuando decía que era necesario cambiar para conservar; pues tanto en el ámbito federal como en el estatal, las reformas electorales durante el periodo 1988-1994 fortalecieron el papel de los representantes del gobierno al frente de los organismos electorales y adecuaron los mecanismos para la asignación de diputaciones por la vía proporcional, con el objetivo de asegurar una conformación del Poder Legislativo con mayorías holgadas para el PRI.

En aquel periodo, las inconformidades en muchos estados se resolvieron aumentando el tamaño de los congresos, modificando los distritos, o incorporando algunas demandas ciudadanas que en la práctica eran de difícil o imposible aplicación. El financiamiento público a los partidos políticos minoritarios se convirtió en uno de los principales incentivos para que estos accedieran a votar a favor de las reformas electorales en ese periodo; como en el caso de Oaxaca (1986-1992), Hidalgo (1987-1993), Quintana Roo (1987-1993), Puebla (1987-1993), Tamaulipas (1987-1993), Veracruz (1988-1992) y Nuevo León (19911996), donde a pesar de estar documentadas las demandas de partidos de oposición y de organizaciones de ciudadanos para reformar el sistema electoral y limitar la participación del gobierno en los procesos cívicos, finalmente se mantuvo al frente de los institutos a un representante del Ejecutivo estatal, en tanto se incluyeron cláusulas de gobernabilidad que permitieron continuar con la sobrerrepresentación del partido ma-38 yoritario en los congresos locales.

En las últimas décadas, la dinámica reforma-elección-reforma que caracterizó al periodo de hegemonía priista, en esencia no se ha alterado: ni con los procesos de alternancia en los diferentes órdenes de gobierno, ni con la mayor competitividad electoral. Esto permite concluir que esta constante de reformas es más una cuestión estructural que un efecto solo del sistema de partidos, proceso donde la presencia de los gobernadores es cada vez más determinante, a favor de la concentración de poder en la toma de decisiones relevantes para la vida política, regional y municipal.

 

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Notas

1 Destacan los trabajos de: Giovanni Sartori (1980), Alonso Lujambio (1987, 1995), Luis Medina (1995), Juan Molinar Horcasitas (1993), Dieter Nohlen (1998), José Antonio Crespo (1999), Joseph Colomer (2001), Diego Reynoso (2002, 2004) y Jorge Carpizo (2002).

2 Por ejemplo, Gallager (1991: 45) destaca la tendencia existente en la mayoría de los países de sobrerrepresentar los distritos rurales, en el supuesto de que esto se traducirá en una ventaja para el partido dominante en esa región. Por su parte, Crespo (2003) apunta que la sobrerrepresentación distrital en las zonas económica y socialmente más deprimidas está directamente relacionada con la posibilidad de compra y coacción del voto a través de esquemas corporativos y clientelares. Reynoso (2004) afirma que esta tendencia no es claramente observable en México en la conformación de los distritos federales, aunque se debe acotar que en el diseño de los distritos electorales locales sí se advierte la tendencia a dar mayor peso a las zonas rurales en detrimento de las urbanas.

3 Para mayor información: Lujambio (2002).

4 Tomando en cuenta la suma de los diputados registrados por alguno de los partidos que formaron parte de la coalición preelectoral que apoyó al gobernador electo. Solo en Baja California, Jalisco, Sinaloa y Tlaxcala, el partido o coalición que ganó la elección de gobernador no tiene algún tipo de mayoría legislativa.

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