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Culturales

versión On-line ISSN 2448-539Xversión impresa ISSN 1870-1191

Culturales vol.5 no.1 Mexicali ene./jun. 2017

 

Artículos

Las contiendas por la ciudad: criminalización, muertes y organización política en torno a la diversidad sexual en Tijuana

Contentions by the city: criminalization, deaths and political organization around sexual diversity in Tijuana

Areli Veloz Contreras* 

*Universidad Nacional de San Martín/ Universidad Autónoma de Baja California. areli.veloz@uabc.edu.mx


Resumen:

Este texto expone cómo el género y la sexualidad forman parte de las delimitaciones internas de Tijuana. Con el análisis de los discursos de la prensa, en contraste con entrevistas a informantes clave, se observa que existen disputas por las fronteras internas de la ciudad. El estudio se sitúa entre las décadas de 1970 y 1990, y destaca cómo el control y la regulación de las sexualidades dan cuenta de las acciones políticas de sujetos que actúan, se reinventan e intervienen en la producción de la ciudad. Se expone, primero, una discusión conceptual sobre las delimitaciones de las fronteras en relación con las sexualidades; posteriormente, se hace referencia al conservadurismo político y social en Tijuana, para luego mencionar la represión y las muertes en contra de los mujercitos. Se concluye que las disputas y la organización política en torno a la diversidad sexual conforman fronteras internas en Tijuana.

Palabras clave: diversidad sexual; frontera; crímenes sexuales; Tijuana

Abstract:

This article examines how gender and sexuality are part of the internal boundaries of Tijuana. With the analysis of the discourses of the newspaper, in contrast to interviews with its key informants, it is noted that there are disputes for the internal boundaries of the city. Located between the decades of the seventies and nineties, the study emphasizes how the control and regulation of sexualities account for the political actions of subjects acting, they reinvent themselves and are involved in the production of the city. It is exposed, first, a conceptual discussion on the delimitation of the borders regarding sexualities subsequently referred to the political and social conservatism in Tijuana, then mention the repression and killings against the mujercitos it is mentioned. As a conclusion, the disputes and political organization around sexual diversity make the internal borders in Tijuana.

Keywords: sexual diversity; border; sex crimes; Tijuana

Introducción

En Tijuana, entre la década de 1970 y principios de 1990, se crearon campañas de moralización que tenían el objetivo de limpiar la imagen de la ciudad. Entre los casos que sobresalieron y justificaron las campañas estuvo el de los nombrados “mujercitos” y “homosexuales” que -se decía en la prensa local- daban un aspecto deprimente a la ciudad. Además, se asociaron con la delincuencia, la ociosidad, las enfermedades de transmisión sexual, los vicios y los crímenes pasionales.

Los fenómenos de la sexualidad humana y sus aspectos socioculturales y políticos son producidos por contextos espacio-temporales (Barrancos, Guy y Valobra, 2014, p.10). No obstante, en la historia actual, desde mediados del siglo XX, el tema de la sexualidad cobró trascendencia por los movimientos feministas y los de la diversidad sexual. Así, se comenzó a cuestionar la heterosexualidad como la única identidad sexual reconocida, alrededor de la cual surgen desviaciones sexuales (Lamas, 1986, p. 29).

En los últimos años, las investigaciones sobre la violencia contra la diversidad sexual han enfatizando en las vicisitudes políticas, sociales y culturales para reconocer los derechos y la ciudadanía plena de la población LGBTI, poniendo énfasis en el matrimonio entre personas del mismo sexo, la adopción y la ciudadanía (Barrientos, 2016; Bustillos, 2011; Hiller, 2010). Asimismo, se ha documentado la continua criminalización por homofobia, los crímenes de odio y la violencia contra los cuerpos femeninos o feminizados, y cómo atraviesan y conforman a las instituciones del Estado moderno (Boivin, 2015; Parrini y Brito, 2012), al tiempo que se mencionó que existía una articulación entre el Estado y la ciudadanía para definir el espacio público en torno al género, a la sexualidad, el deseo y al cuerpo en un determinado momento político (Sabsay, 2011). También, los estudios de corte histórico se enfocaron en analizar los significados que el Estado moderno le atribuyó a las conductas sexuales y cómo se convirtieron en parte central del poder y de la política (Ramacciotti y Valobra, 2014; Rodríguez, 2010). Por otro lado, merece una mención especial la investigación de Susana Vargas (2014) sobre los mujercitos, ya que hace referencia a la pigmentocracia, aludiendo a que el performance del género no sólo alude a la feminización de los cuerpos, sino también a una relación de la clase privilegiada con el color de piel, como en el caso de los mujercitos en la ciudad de México.

Por su parte, algunos de los estudios recientes sobre la diversidad sexual en las fronteras nacionales enfatizaron en aspectos como: la homofobia como una tecnología de poder que produce categorías identitarias asimétricas (Cruz, 2011), la participación que la sociedad tiene en los crímenes de odio (Rodríguez, 2010), y la construcción del sujeto homosexual en la frontera (Balbuena, 2014).

En el caso de los estudios migratorios, se ha resaltado que la violencia que ejercen el Estado y el mercado hacen a la población LGBTI más propensa a la vulneración y vulnerabilidad en las delimitaciones geopolíticas (Lewis, 2012; Luibhéid, 2008). En este sentido, para algunos estudiosos sobre la diversidad sexual en la frontera, la violencia se ha convertido en parte central de la homofobia social, produciendo y justificando asimetrías sociales basadas en el género, la sexualidad, la clase, la raza y lo nacional. No obstante, son pocos los trabajos que han relacionado la diversidad sexual con las presuntas amenazas a la integridad social en las fronteras nacionales. Por lo tanto, en este artículo se analiza cómo, en la ciudad fronteriza de Tijuana, se crearon campañas de moralización que ponían énfasis en la sexualidad, en un contexto donde, por un lado, se dio un incremento migratorio y crecimiento urbano, y, por otro, surgieron cambios en el plano social y cultural a través de discursos y demandas en torno al género y a la diversidad sexual. Lo que se argumenta es que los discursos moralizadores sobre la diversidad sexual fueron parte de las contiendas por las fronteras internas de la ciudad, donde el género y la sexualidad fueron referentes primarios de diferenciación.

La metodología empleada en la investigación que dio paso a este artículo es de corte cualitativo, la cual se basa en el análisis discursivo de las notas de dos periódicos de relevancia en Tijuana, El Heraldo y El Mexicano, desde la década de 1970 hasta principios de la de 1990. El primero de dichos periódicos empezó a circular en Tijuana aproximadamente desde la década de 1940, y el segundo cobró importancia a partir de la década de 1990, cuando El Heraldo dejó de publicarse. Asimismo, se realizaron siete entrevistas en el 2012, además de múltiples conversaciones que tuvieron lugar en distintos momentos en que se llevó a cabo el trabajo de campo, entre los años 2010 y 2012.

Uno de los principales propósitos de articular los discursos que aparecieron en los diarios locales con las experiencias de las personas que vivieron algunos de los acontecimientos que se detallan en este artículo fue, por un lado, considerar a la prensa escrita como un referente fundamental para el análisis de las representaciones hegemónicas a través de los discursos sobre las sexualidades heteronormativas en contextos específicos. Por otro lado, las experiencias reflejaban los actos de coerción, las relaciones de poder, pero también las acciones concretas de diversos individuos que reaccionaban frente al control, la hostilidad y los abusos de poder.

En este sentido, el archivo hemerográfico se utilizó como un artefacto de construcción de representaciones, de producciones de hechos, de taxonomías en el hacer y de las diversas maneras en que se ha presentado el poder y la política (Stoler, 2010, pp. 468-469). Por lo tanto, los criterios de selección de las notas de periódicos giraron en torno a aquellos acontecimientos que reflejaban las disputas por los significados dominantes de las sexualidades, el género, el deseo y el cuerpo que, como menciona Sabsay, se explicitaban por el momento político, en este caso, el contexto de los movimientos sociales (feministas y de la diversidad sexual).

Se tiene presente que retomar a la prensa escrita como única fuente de recuperación de la historia de la moralización de la sexualidad puede ser una limitante, pero la falta de testimonios de las personas que no eran heterosexuales, entre las décadas de 1970 y 1980, y de las que sólo se mencionaron sus arrestos y sus muertes en la sección policiaca de los periódicos locales, convierten a la prensa en un medio para recuperar fragmentos de estas historias. Al mismo tiempo, las experiencias concretas dan cuenta de sujetos que se reinventan, actúan e intervienen en la producción de las sexualidades y feminidades diversas.

Para analizar cómo los discursos moralizadores sobre la diversidad sexual y el género fueron parte de las contiendas por las fronteras internas de la ciudad, comienzo articulando la propuesta sobre contaminación y peligro que planteó Douglas (1973), con el concepto de violación que propuso Rita Segato (2013). Enseguida, expongo los antecedentes de las campañas de moralización en Tijuana y cómo fueron marcando las fronteras internas a través de lo que denomino un nativismo esencialista. Posteriormente, analizo cómo se ejerció la criminalización y la violencia contra la población gay, y después hago referencia al tratamiento que la prensa le dio a sus asesinatos. Luego, expongo la organización política que surgió por parte de grupos gays y “trans” que estaban en contra del hostigamiento policiaco y los homicidios. En la parte final reflexiono cómo el cuerpo, los deseos, el género y la sexualidad redefinieron las fronteras internas de la ciudad y de sus habitantes.

Discusión teórico-conceptual para el análisis de las delimitaciones de la ciudad a través del género y la sexualidad

Distintas investigaciones de corte feminista han señalado que el Estado nación se construyó bajo un sistema de género y una moralidad de la sexualidad, por lo que no pueden entenderse unos sin los otros (Muñiz, 2002; Yuval-Davis, 2004). Por otro lado, desde una mirada poscolonial, se ha argumentado que la relación entre sexualidad y raza son intrínsecas a la construcción de los Estados nacionales, ya que éstos redefinieron taxonomías en torno al género, la sexualidad y la raza, que marcaron jerarquías y formas de poder institucionalizadas (Fassin, 2008; Segato, 2011; Stoler, 2010).

Sin embargo, desde inicios del siglo XXI, y tras las problemáticas de los procesos migratorios en el plano global, aparecieron investigaciones que plantearon que las formas de regulación y control sobre el género y la sexualidad traspasaban las fronteras nacionales, redefiniéndose en la movilidad territorial (Luibhéid, 2008; Pratt y Yeho, 2003; Silvey, 2006). De igual forma, las investigaciones sobre el control de la sexualidad, enfocadas en la diversidad sexual y los grupos LGBTI, han planteado la necesidad de estudiar el género y la sexualidad como parte del reforzamiento de las fronteras geopolíticas (Cavalcanti y Parella, 2013; Gil-Hernández, 2013; Mai y King, 2009). Por lo tanto, en este apartado nos preguntamos: ¿Cómo operan las taxonomías de diferenciación, sustentadas por el Estado, para demarcar las delimitaciones internas de una ciudad fronteriza? ¿Cómo interactúan y operan la sexualidad con la significación del “otro” en la ciudad en el momento en que se demarcan las delimitaciones internas de Tijuana?

La relación entre sexualidad y frontera puede ofrecer aristas para interpretar, por un lado, las diferenciaciones que se marcan dentro de un grupo cuando existe la amenaza a su integridad y cohesión social, delineando así la dicotomía entre un nosotros y los otros. Y por otro lado, a través de la diferenciación de las conductas y prácticas de los considerados otros, se pueden observar las formas de control y de regulación que legitiman y naturalizan la desigualdad social a través de taxonomías que subyacen en el género, la sexualidad y la procedencia migratoria, como en el caso de los nombrados “mujercitos” y “homosexuales” en Tijuana.

Como planteó Mary Douglas, el orden ideal que configura a una estructura social necesita del desorden para instaurar una lógica de poder y peligro. Por lo tanto, existen personas y grupos que son catalogados como “peligrosos” dentro y fuera de un grupo social: un grupo social que no es neutral ni homogéneo, sino que está inmerso en las amenazas externas, es decir, “lo que no está con él, lo que no forma parte de él, ni se somete a sus leyes, esta potencialmente en contra suya” (Douglas, 1973, p. 17). Por lo tanto, como planteó Douglas, lo social se convierte en una imagen poderosa, ya que potencia al control e incita a la acción, al igual que presenta fronteras externas y estructuras internas donde se forjan delimitaciones. Así, la anormalidad y el peligro que le es adjudicado a una persona o grupo social, con un aparente orden, radican en reconocer socialmente tal estado, tomándolos como peligrosos y con precaución (Douglas, 1973, p. 173).

Asimismo, en este artículo se parte de que los lugares de frontera también tienen sus propias delimitaciones internas. En el caso de una frontera geopolítica, sus bordes no sólo empiezan en la línea divisoria entre un país y otro, sino en las delimitaciones categóricas que demarcan el valor social dentro de un determinado grupo, a partir de la simbolización de la amenaza y el peligro que representa para un aparente orden y cohesión social donde, como argumento en este artículo, el género y la sexualidad aparecen como referentes primarios de diferenciación y delimitación.

Se considera que las formas de control en una ciudad y las contiendas de pertenencia juegan un papel central en el momento en que se configuran las delimitaciones dentro y fuera de un grupo social. Por medio de la concepción del peligro y la contaminación de ciertos cuerpos -como los femeninos y feminizados- se legitima el poder de unos sobre otros a través de un marco de leyes jurídicas y sociales, las cuales castigan o aniquilan al que infringe la norma o provocan el peligro para un grupo social particular. Por lo tanto, la revisión teórica y conceptual con la que se discute este artículo, lleva a plantear que el control de los espacios de la ciudad reflejan nativismos y relaciones de desigualdad dentro de una aparente unidad social y, al mismo tiempo, demarcan las diferencias con los grupos considerados “externos” y anómalos. Bajo esta consideración, en la división entre nativos y fuereños se suele otorgar características de inferioridad, del primer grupo al segundo, las cuales refieren a percepciones y significaciones sobre el peligro y la contaminación que éstos puedan llevar al grupo considerado “normal” (Elias, 2003, p. 220). En este sentido, la significación de lo externo con lo anómalo y el peligro de la cohesión social adquieren un carácter complejo al entenderlo desde el género y sexualidad, ya que se convierten en un referente social de delimitación de poder y, por ende, de lo social en los lugares de frontera. Al mismo tiempo, como menciona Vargas (2014, p. 553), la construcción de la feminidad, por parte de distintos sujetos, no sólo se construye desde el género, sino desde su articulación con referentes como el color de piel, que demarca un tipo de feminidad que, comúnmente, es ponderada de manera positiva en el plano de lo social.

El control en y de la ciudad a través de los significados que adquieren las prácticas sexuales de los “otros” y la producción de las feminidades se interpretan en este texto desde dos vertientes. Por un lado -y siguiendo con la línea de los estudios sobre la regulación de la sexualidad-, se resalta el papel del Estado como productor y reproductor de formas de control y relaciones de poder. Por otro lado, el papel del Estado se articula con otras formas de poder instituidas en lo social que operan implícitamente junto al Estado, como es la violencia ejercida a los cuerpos femeninos y feminizados por medio de la violación y el aniquilamiento. La violencia sexual, retomando a Rita Segato, se convierte en una forma de comunicación para el control, en este caso, de una ciudad. Comunicación que comúnmente se encuentra en pequeños grupos y se pronuncia cuando se ve amenazado por otro cuerpos y prácticas externas que son consideradas una amenaza para su cohesión y poderío local (Segato, 2013, p. 34).

La agresión sexual -como los asesinatos y la criminalización de los mujercitos y los homosexuales- es una forma de dominación de un grupo sobre otros y de marcar las delimitaciones internas de una ciudad fronteriza. Para Rita Segato, los crímenes sexuales se convierten en un código de comunicación que es compartido entre el agresor y la víctima, y la violación y la muerte del agredido es una forma de implantar el terror por medio de la expropiación de su espacio-cuerpo. Por lo tanto, retomando a Segato, la muerte por agresión sexual no está dirigida a la víctima, ni a quienes infringen la norma y la aparente cohesión social de un determinado grupo, sino a sus pares (Segato, 2013, p. 31), lo que convierte a la violación y al aniquilamiento del cuerpo sexualizado en una manera de implantar, en la frontera, un nativismo esencialista de orden patriarcal.

Así, el género y la sexualidad están interrelacionados en el momento que se producen y reproducen relaciones de poder en torno a representaciones de lo masculino y femenino y de lo heterosexual y homosexual, ya que -siguiendo a Yuval-Davis (2004) y Stolcke y Dueñas (1993) - dan cuenta, entre otras cosas, de la descendencia de un grupo en un lugar específico, su pasado compartido y las construcciones categóricas dentro de un grupo determinado. Así, la moralización de las prácticas en torno a lo sexual de los grupos que amenazan los valores y que se perciben como los culpables de los problemas económicos y sociales de un grupo que se asume como el nativo, conforma y define las delimitaciones internas, en este caso, de una ciudad fronteriza.

El conservadurismo en Tijuana y las fronteras internas de la ciudad

Las campañas de moralización en Tijuana comenzaron en la década de 1930 y su objetivo fue contrarrestar la mala imagen que había adquirido la ciudad por la proliferación de bares, garitos y venta de bebidas alcohólicas a causa de su prohibición en Estados Unidos (de 1919 a 1933). Asimismo, las campañas fueron influenciadas por los discursos nacionalistas, en México, y los de tendencia conservadora, en Estados Unidos, para frenar el consumo de alcohol, los juegos de azar y la “degeneración sexual”, para crear familias y trabajadores sanos y productivos.

Sin embargo, en las décadas de 1970 y 1980 las campañas de moralización tomaron otro matiz por las transformaciones de los valores que el nacionalismo había impulsado -la familia nuclear, el trabajo y la higiene social-, en un contexto de cambios del Estado, las economías nacionales y las fronteras geopolíticas. Estos cambios se explicitaron en Tijuana, por un lado, a través de las migraciones a la ciudad, la economía centrada en lo industrial, las problemáticas en torno al crecimiento poblacional y urbano, y por otro lado, por las demandas políticas y sociales de aquellos individuos y grupos que no fueron incluidos en los proyectos nacionalistas, como las mujeres o los grupos de la diversidad sexual, todo ello, en un momento político de ascenso de los partidos de corte conservador en el estado de Baja California.

En Baja California, desde 1947, se empezó a dar una presencia significativa del partido de derecha, el Partido Acción Nacional (PAN), y en la década de 1950 surgió un grupo político de corte sinarquista que preparó a los primeros panistas. De igual forma, se hicieron vínculos estrechos con las iglesias católicas en la entidad, ya que compartían las posturas de las propuestas del partido, entre las que destacaba reforzar la integridad social de la sociedad por medio de los valores familiares. Sin embargo, fue en las décadas de 1980 y 1990 cuando el PAN cobró fuerza al ganar, en 1989, por primera vez, las elecciones estatales a nivel nacional (Hernández, 2001pp. 38-39,).

Una de las estrategias utilizadas por el PAN para su triunfo fue la colaboración de la Iglesia católica en la propaganda política. Como menciona Hernández, por medio de la Iglesia se invitó a la población a participar en “la nueva cultura” de la ciudad (Hernández, 1999, p. 39). Estrategia que reforzó la alianza entre el gobierno, la Iglesia y las familias conservadoras, contribuyendo al fortalecimiento de las posturas que tenían el objetivo de apelar por la buena imagen de Tijuana a través de discursos compartidos, en un momento de renovados marcos interpretativos de la democracia en el plano internacional, de cambios partidistas a nivel nacional y, concretamente, de transformaciones en la dinámica de Tijuana.

Entre los cambios significativos que tuvo Tijuana entre las décadas de 1970 y 1990 fue su crecimiento poblacional y urbano, donde se pasó de 870 000 a 1 660 000 habitantes (INEGI, 2010), lo que generó malestar entre la población previamente establecida o aquella que se asumía como protectora de la buena imagen de la ciudad. Este malestar se evidenció en la exacerbación de un nativismo esencialista en y por la ciudad, que asoció la migración con la mala imagen de Tijuana y, por ende, se interpretó como una barrera para la estabilidad económica de una ciudad en crisis1 y para los proyectos sociales y económicos perfilados a su progreso. Además, este nativismo compaginaba y era exaltado por los postulados políticos de los grupos políticos conservadores en la ciudad. Como lo hizo notar Rubén Vizcaíno, uno de los portavoces del conservadurismo en Tijuana, cuando se refirió a la crisis económica de la ciudad:

Incapaces de ocultar a las lacras criminales que inciden en nuestro pueblo y en nuestra vida pública [...] siendo necesario cambiar las normas legales, hacer modificaciones en las políticas y erradicar las prácticas corrompidas de la economía [...] limpiar las zonas escolares de centros de degradación. Perseguir a los vicios y someterlos a castigos y expulsarlos de nuestras poblaciones [...] reeducar económicamente a nuestra población. Sentar las bases de la industrialización de Tijuana tomando en cuenta las avanzadas técnicas económicas. Modelar otra vez nuestro modo de ser, ajustarnos a las condiciones de vida normales de un pueblo pobre, que sepa sobrevivir y progresar de manera paulatina, pero limpia y constructivamente. (Vizcaíno, 1973)2

Así, se fue conformando y consolidando un nativismo esencialista que se basó, por un lado, en un “pasado compartido” de las generaciones que crecieron y nacieron en Tijuana o por haber radicado varios años en ella y haber trabajado por el supuesto “bien” de la ciudad. Por lo que se exaltaba el amor a Tijuana a través del trabajo arduo y los valores sociales y familiares, características que fueron definiendo a los tijuanenses frente a aquellos que representaban una amenaza para los códigos morales de un grupo que apelaba por un ideal orden social.

Desde el primer lustro del siglo XX, en los diarios locales, las campañas de moralización se interpretaron como profilaxis social, y su objetivo fue limpiar las calles de la ciudad para darle un buen aspecto. Por medio de políticas de control se generaron acciones coercitivas a través de la presencia de grupos policiales en las principales calles de Tijuana. Entre las medidas impulsadas estuvo quitar a los “vagos y maleantes” de las esquinas, clausurar las cantinas y los cabarets, ya que daban “origen a uno de los más criticables y deprimentes aspectos de la ciudad” (El Heraldo, 2 de noviembre de 1945). La justificación de dichas políticas era poner fin a la mala imagen de Tijuana, como explicó el gobernador del estado en turno:

[...] existe un notorio aumento de esos elementos que dan mala fama a nuestra ciudad: vagos, traficantes, acarreadores, ayudantes de automóviles de alquiler que proponen al viandante la conducción a lugares y sitios en que se exhiben películas pornográficas, pregonan de los espectáculos incidentes de cabarets, vendedores ambulantes que causan mal aspecto y originan mala competencia a los negocios establecidos, rateros, pordioseros, niños dedicados a molestar a quienes se encuentran a su paso, dando compasión y tantas cosas que causan mala impresión y ofrecen la oportunidad para que nuestra comunidad sea juzgada en forma ofensiva, como se han hecho en los periódicos de la capital de la república [...] plausible es que las autoridades se muestren en acabar con estas lacras de la sociedad que tanto daño ocasionan a Tijuana. (El Heraldo, 1945, 2 de noviembre)

En discursos como el expuesto se suele distinguir entre los tijuanenses y los fuereños, relacionando a estos últimos con los causantes de una imagen negativa de la ciudad, generando nativismos por la ciudad que acentuaban una demarcación social y cultural entre los establecidos y los foráneos. Como menciona Norbert Elias, el primer grupo atribuye al segundo, en su conjunto, características que exacerban lo peor de éstos, en contraste a una imagen de sí mismos donde “se exalta su posición ejemplar y nómica” (Elias, 2003, p. 224).

La asociación de lo externo con el mal aspecto de la ciudad, en un contexto de transición ideológica del nacionalismo al neoliberalismo, se dio por medio de disputas por un orden moral que legitimaba la criminalización y desvaloración de las poblaciones consideradas anómalas. En este contexto, la represión sexual se convirtió en un ejercicio del poder en la ciudad, ya que las prácticas sexuales que se desarrollaron con la lógica del nacionalismo se vieron trastocadas en un momento político donde surgieron cuestionamientos sociales y culturales en torno al género, la sexualidad y el poder. Como menciona Sabsay (2011), las disputas por las significaciones del género y la sexualidad se dieron en un momento político específico, donde se redefinía la relación entre el Estado y la ciudadanía, y cómo se materializaban estas disputas en el plano urbano.

En el caso de los cuestionamientos en torno a las sexualidades normativas que se dieron en el segundo lustro del siglo XX con la aparición de movimientos como el feminista o el de la diversidad sexual, se pretendía hacer visible las diferencias y desigualdades que se habían forjado con los esquemas de los Estados nación, así como lograr la erradicación de la patologización y/o la criminalización de los considerados “diferentes”, como pasó con la homosexualidad. No obstante, estas demandas políticas también dieron paso al reforzamiento de grupos de tendencia conservadora, que defendían el modelo de la familia tradicional y las sexualidades normativas.

Los discursos y emblemas políticos progresistas sobre la sexualidad que se dieron en Estados Unidos y en México tuvieron sus implicaciones en Tijuana. En el caso de Estados Unidos, concretamente en California, se dio un fuerte activismo para erradicar la criminalización de la homosexualidad y demandar una agenda política de inclusión y no discriminación, demandas que dieron como resultado contiendas políticas entre distintos grupos, ya que se creó un frente progresista que apoyaba políticamente las exigencias en torno la diversidad sexual, pero también sobresalieron grupos homofóbicos que exaltaban su total rechazo defendiendo políticas conservadoras (Strub, 2010, p. 85).

En el caso de México, los movimientos y las demandas por la diversidad sexual fueron influenciados por los movimientos en Estados Unidos y Europa. Sin embargo, en la década de 1980, cuando la homosexualidad fue despatologizada y se inscribió y adquirió reconocimiento por medio del paradigma de los derechos humanos, se generaron disputas políticas en torno a las sexualidades. Así, los grupos de tendencia conservadora que defendían a la familia tradicional y la reproducción natural como la única reconocida por el Estado, se sustentaron en discursos religiosos para sancionar la homosexualidad (Balbuena, 2014, p. 31) y, agregaría, en una ciencia que apelaba a la naturaleza incuestionable de la heterosexualidad.

En Tijuana, uno de los mecanismos de represión contra la diversidad sexual fue por medio de la criminalización de la homosexualidad, en un momento de demandas y reconocimientos políticos en los planos internacional y nacional. Sin embargo, esas demandas tuvieron como respuesta la desaprobación en las agendas políticas de un Estado liderado por grupos de tendencia conservadora que, a través de las campañas de moralización, insistían en limpiar la imagen de la ciudad en torno a lo que se interpretaba como anómalo.

La criminalización de los homosexuales y los mujercitos y la delimitación de los espacios en la ciudad

Para que exista una idea de contaminación y peligro atribuible a determinados cuerpos, conductas y prácticas, se debe instaurar y reconocer en el plano de lo social, como se dijo al principio de este artículo. La patologización de ciertas conductas y su criminalización se van creando como “verdades”, en tanto existen disciplinas que instauran formas de regulación social por medio de instancias como la medicina, la criminología, el derecho, la escuela o la familia, lo que legitima formas de control, de vigilancia y de castigo hacia quienes infringen las normas sociales (Foucault, 2009). Sin embargo, la represión de lo sexual y su normatividad no tendrían lógica sin personas que infringieran la norma y las reacciones que pudieran provocar. En este sentido, los movimientos sociales a favor de la diversidad sexual fueron una reacción a las sexualidades hetero que incidieron en las transformaciones de las concepciones sobre el género y la sexualidad.

Las demandas que surgieron entre las décadas de 1970 y 1980 para despatologizar y desbiologizar al sexo y a la sexualidad por medio del paradigma de los derechos humanos en el plano internacional y bajo el respaldo de médicos y abogados, enfatizaban que la homosexualidad no hacía propensas a las personas a ser alcohólicas, criminales, enfermos o desviados sexuales. Dichos estudios fueron contrarrestados por grupos conservadores que reforzaron sus posturas sobre las sexualidades normativas. Las concepciones antagónicas dieron a una “política de desacreditación homosexual” que demarcó lo permitido y lo prohibido, sustentado en una lógica moral basada en la heterosexualidad (Balbuena, 2014, p. 109).

En el caso de Tijuana, los espacios públicos relacionados con la homosexualidad fueron controlados y desprestigiados por distintos dispositivos de poder, como la prensa y el cuerpo policiaco. La zona de Playas de Tijuana, el cine Zaragoza, la zona norte de la ciudad y la plaza Santa Cecilia, así como los bares que ahí se encontraban, se convirtieron en lugares que se asociaron con la depravación sexual, como se decía en la prensa. El caso del cine Zaragoza, que se encontraba en el centro de la ciudad, fue un punto de referencia para hacer público el desprestigio del lugar y de su concurrencia, por medio de los rumores sobre las prácticas que ahí se realizaban. Así, casos como el de Julia, relatado en la prensa local, mostraban las formas de control hacia la sexualidad por medio del juego entre la permisividad, el castigo y la deshonra social:

Julio, que en realidad debería llamarse Julia, el otro día se fue a meter al cine Zaragoza. Julia buscó un lugar cerca de un varón. Lo encontró, pero a la hora de querer “maniobrar”, no pudo. El amigo de al lado se cambió de asiento. Julia no quedó conforme y siguió insistiendo en varios lugares, hasta que fue a sentarse cerca de una persona; el problema fue que cuando empezó a querer meter la mano se topó con una gorra de policía. Ya se imaginará el “corredero” de Julia por un lado y su admirador uniformado atrás de ella. ¿Quién entiende a estas gentes? Primero buscan compañía y cuando la tienen ya no la quieren. Julia quedó detenida en la celda de los “especiales”; no quiso ni con las mujercitas ni con los hombres. (El Heraldo, 1972, 9 de octubre)

El control de la sexualidad se manifestó a través de un cuerpo policiaco y la prensa escrita, que deshonraban públicamente a las personas que llevaban a la práctica una sexualidad contraria a la heterosexual y que destructuraban el binarismo hombre/mujer y masculino/femenino que tan tajantemente se había instaurado desde el Estado moderno. El arresto y el desprestigio público por medio de la ironía del caso -como sucedió con Julia- marcaron los espacios y los cuerpos desde el referente de lo “inmoral” y lo “anormal”.

En México, desde la época posrevolucionaria, como lo planteó Monsiváis, se dio una animadversión a los homosexuales como género, lo cual se relacionó con lo femenino. Así, un homosexual -como “Julio, que debería llamarse Julia”- se degradaba de manera voluntaria al asemejarse a las mujeres, y la condena machista era mostrar públicamente esa degradación (Monsiváis, 1997, p. 20). Por lo tanto, la deshorna significó desaprobar la diversidad sexual y el cambio de identidad de género, en un contexto de demandas políticas en torno al género y la sexualidad, lo que llevó a que proliferaran discursos que degradaban a quienes, se consideraba, contaminaban el supuesto orden social de la ciudad.

En el periódico El Heraldo, a principios de la década de 1970, se publicó una sección llamada “Bandarilla”, en la cual se daban las notas policiacas del momento. Las noticias que comúnmente sobresalían eran sobre lo sexual, por lo cual reseñaban casos como la homosexualidad, la pornografía, la prostitución o las peleas entre parejas. Sin embargo, el tema del “transformismo” -como se le llamó- tuvo un especial tratamiento, como se hace visible en la nota “Andaban de parejas”:

Manuela Hernández G y Javier Martínez Meléndez son dos artistas del “transformismo” [...] se pintan solos para “disfrazarse” de mujeres. Tienen un vestuario que podríamos considerar atrevido, que además les queda “al dedillo” [...] Ambas -o ambos (¿) [...]- estaban muy coquetas en la esquina que forma la av. Constitución y la calle Baja California. A cuanto varón pasaba se le insinuaban con tremenda caída de ojos [...] Serían como las 12 de la noche cuando pasó una patrulla policiaca que se detuvo poco más adelante [...] “Manuela y Javiercilla” confiaron en su buena suerte y aparecieron y siguieron platicando. Después de varias vueltas los patrulleros las invitaron a abordar a sus vehículos. Las dos se negaron, pero a “una de las dos” le cambió repentinamente la voz [...] Entonces para que los uniformados no les maltrataran sus vestidos, las dos decidieron subirse sin ser jaloneadas. Van a tener que esperar 15 días para volver a la circulación [...]. (El Heraldo, 1972, 15 de noviembre)

En las notas sobre los casos del “transformismo” se solía ridiculizar y degradar a las personas que se vestían de mujeres. Asimismo, los cambios en las fronteras urbanas de la ciudad eran influidos por las nuevas concepciones de las sexualidades y por las contiendas que suscitaban. Tales concepciones y contiendas delimitaban las zonas de permisividad para distintas prácticas asociadas a la inmoralidad, pero también se legitimaba socialmente la violencia ejercida en estos espacios.

No obstante, en la década de 1980 y principios de la de 1990, la relación de la homosexualidad con la criminalidad, la depravación y la degeneración tomó otro matiz con la aparición del VIH-sida. La nueva enfermedad se interpretó, dentro de distintos grupos de tendencia conservadora, como un castigo por los cambios que se habían dado en torno a las sexualidades, sobre todo con los movimientos gays entre las décadas de 1970 y 1980.

Esas interpretaciones, que se imponían como sentidos de verdad, fueron sustentando una renovada patología sobre la homosexualidad, generando una sensación de miedo a lo desconocido y que se percibía como peligroso para la cohesión y estabilidad de un grupo social.

En México, en 1983, se dieron a conocer los primeros casos de VIH-sida, y en 1988 se crearon los primeros estudios en las ciudades de México, Guadalajara, Monterrey y Tijuana, enfocándose en cinco grupos poblaciones: homosexuales, prostitutas, prisioneros, hemofílicos, embarazadas y usuarios de drogas intravenosas (Valdespino-Gómez et al., 1995p. 559,).

Sin embargo, el problema no fue que dicha población estuviera propensa a contraer el VIH-sida, sino la continua asociación de la enfermedad con grupos que, a través del tiempo, fueron patologizados y criminalizados, lo que llevó a impulsar y justificar barreras sociales en la ciudad, legitimadas por una lógica social que reprendía y excluía lo naturalmente desconocido e históricamente interpretado como contagioso.

El VIH-sida transformó la concepción tanto de las pandemias como también de la sexualidad y la intimidad desde su referente sociocultural. En México, el tratamiento institucional que se le dio al VIH-sida fue en torno a su carácter epidemiológico (Gallego-Montes, 2010, p. 142). De igual forma, como se dijo, la asociación de la enfermedad con distintos grupos poblacionales generó una marcada estigmatización y marginación de éstos, así como el reforzamiento de grupos de tendencia conservadora que reiteraban el rechazo, en este caso, a prácticas sexuales homosexuales, que dejaron de ser asociadas con una enfermedad psicológica para pasar a relacionarse con una pandemia.

En ciudades como Tijuana, el riesgo de que el VIH-sida se expandiera se asociaba a que era una de las principales ciudades fronterizas con mayor movilidad poblacional en el país. Por lo tal motivo, las fronteras urbanas, además de redefinirse por el aumento demográfico, se modificaron por los cambios en las concepciones de la sexualidad y la intimidad, manifestándose en acciones como los arrestos y vejaciones legitimadas por un aparato institucional que tenía el objetivo de controlar una pandemia poco conocida.

En década de 1990, en la ciudad se creó el programa “Operación Centro”, que fue implementado por la Policía Judicial del Estado, cuyo objetivo, según la entrevista al comandante del sector de la zona centro de la ciudad, publicada en el diario El Mexicano, era “proteger la zona central y comercial de Tijuana de los amantes de lo ajeno, así como de los homosexuales que visten de mujer y que roban y golpean a los incautos”. Según el comandante, los dispositivos policiacos debían reforzar la vigilancia en esta zona para “combatir a esas lacras de la sociedad, lo que les ha permitido limpiar esa zona de decenas de rateros y mujercitos que llegan de otras parte de la entidad a buscar hacer su modus vivendi en esta frontera” (El Mexicano, 1991, 11 de diciembre).

Los programas policiales se explicitaron por medio de la vigilancia, la sospecha y la criminalización de la población gay, como se presenta en la nota “Los homosexuales siguen haciendo de las suyas en la zona norte”:

Por haber robado dinero a un visitante, fue detenido el homosexual Pedro [...] de 21 años, el cual asegura carecer de domicilio en esta ciudad, siendo ofendido René, con residencia en la ciudad de Chicago. Tales hechos sucedieron en la cantina “El Aguaje”, ubicada en la zona norte, donde Rodríguez había estado tomando y, según dijo, en compañía del sospechoso, creyendo que era mujer y en descuido, le sacó la cartera, donde guardaba 500 dólares y una cadenilla de oro. Rodríguez fue a buscar una patrulla que detuvo al sospechoso, y al registrarlo encontró en sus ropas de mujer sólo 250 dólares y la cadenilla. Fue puesto en manos de la Judicial para la investigación del caso. (El Mexicano, 1991, 7 de diciembre)

La represión contra los gays incidió en las demarcaciones de los nuevos espacios en la ciudad a través de políticas que estaban dirigidas a “limpiar la imagen de Tijuana” y a separar la población idealmente “homogénea” de aquellos a quienes se consideraron contaminantes. Así, se fue redefiniendo una imagen de lo social que endurecía las formas de control y provocaba acciones que legitimaban las fronteras tanto externas como internas del grupo (Douglas, 1973, p. 155).

En resumen, la criminalización de los gays en Tijuana representaba, por un lado, la desaprobación de prácticas en torno al género y a la sexualidad contrarias a lo establecido por la ética moderna, lo que se plasmó en una imagen de lo social que marcaba sus fronteras internas y externas por medio de la vigilancia de las sexualidades hetero y la criminalización de aquellos que la infringían. Sin embargo, la transformación de los espacios y las delimitaciones de una ciudad fronteriza, en el momento que aparece el VIH-sida, generó una mayor aversión a lo desconocido y externo, manifestándose en la violación y el aniquilamiento social de aquellos a quienes se asociaron con “el otro” en la ciudad.

Agresión, violación y muerte de los homosexuales y los llamados “mujercitos”

A principios de la década de 1990, la criminalización y los arrestos de los homosexuales y los llamados “mujercitos” -o transformistas- se articularon con un tratamiento especial, en los diarios locales, de la violencia física y de los asesinatos en su contra. Por lo cual, además de los programas políticos -como el ya mencionado “Operación Centro”- que regulaban y legitimaban la asociación de la diversidad sexual con los vicios, la depravación y la criminalidad, se generó, de manera articulada, una vigilancia y aniquilamiento social de los homosexuales y mujercitos, es decir, se criminalizaba y violentaba de manera generalizada, por amplios sectores de la población y no sólo desde las instituciones coercitivas del Estado, a aquellos cuerpos que causaban pánico social en la ciudad. En dicho contexto se dieron actos de barbarie que, parafraseando a Douglas, justificaron la violencia física y la muerte por quebrantar las normas establecidas en un grupo social que reaccionó frente a una moral desestabilizada, que supuestamente atentaba contra “los lugares que ocupan en la naturaleza, hombres y mujeres”, y que convertía a los mujercitos y/o los cuerpos feminizados en un problema para la trasgresión al aparente orden social de la ciudad (Douglas, 1973, p. 326).

La violencia hacia los gays que se registró en los diarios locales consistió en agresiones físicas, violaciones y asesinatos. La agresión y el aniquilamiento de los cuerpos femeninos y feminizados se convirtieron en un código que comunicaba socialmente su rechazo, lo cual subyacía en un orden de género que demarcaba abiertamente el orden patriarcal (Segato, 2003, p. 7). Así es como se muestra en la nota “Lo rechazaron. Un ladrón homosexual herido”:

Un individuo de costumbres raras [llamado la Vicky] fue acusado del robo de una fuerte suma de dinero en efectivo, además de haber sido apuñalado por un parroquiano que no aceptó sus propuestas amorosas [...] Sobre la forma en que ocurrieron los hechos, se dijo que el ahora detenido estaba libando en el interior de un bar, y en un momento, la Vicky se le acercó a Rafael, haciéndole propuestas amorosas, quien lo rechazó porque le dijo que ya sea había dado cuenta que era homosexual, por lo que se fue la Vicky del bar mencionado. Pero cuando Rafael quiso pagar la cuenta se enteró que no traía cartera, por lo que salió en busca de la Vicky, a quien encontró y le exigió que le devolviera el dinero, y se armó con un cuchillo para defenderse, pero Rafael sacó una navaja y la hirió gravemente. (El Mexicano, 1992, 23 de febrero)

La nota de periódico sobre “la Vicky” hace referencia, además de la deshonra, a la legitimidad de los actos de agresión contra los individuos considerados un peligro social. El Estado, representado por el cuerpo policiaco, justificaba la agresión física contra “la Vicky” al asociar un “hecho” de criminalidad con una patología, es decir, un transformismo que, incuestionablemente, engañaba al otro, por lo que Rafael era propenso a la contaminación y a actuar en “defensa personal”. Así, la idea de contaminación, en este caso, al considerar a Rafael susceptible de ser “víctima” de la propuesta amorosa de un hombre vestido de mujer, se empleó como analogía para expresar una visión general del orden social que debe preservarse (Douglas, 1973, p. 16).

No obstante, la agresión física se conjuga con el aniquilamiento de aquellos cuerpos considerados anómalos, donde existe un impulso agresivo propio y característico del sujeto masculino hacia quien muestra los signos y gestos de la femineidad (Segato, 2003, p. 23). Por tal motivo, el género y la sexualidad fueron parte del ejercicio del poder, como de un orden social que llega a reflejarse en la violación y los asesinatos.

En relación con esto, en diciembre de 1991 encontraron muerto a un hombre en la colonia Los Laureles, en la zona periférica de Tijuana; la noticia fue expuesta en los principales diarios de la ciudad (El Mexicano y El Heraldo), donde se mencionó que “lo habían asesinado de manera brutal” (El Mexicano, 1991, 7 de diciembre). En la descripción del crimen, que se hizo de manera explícita, se dijo que fue violado y que le habían desfigurado el rostro, para después dejar su cuerpo bajo tierra. El cuerpo, como se siguió describiendo en las notas, se encontró con ropa de mujer y se aseveró que se trataba de un homosexual (El Mexicano, 7 de diciembre de 1991). Dos días después fue publicada otra nota sobre el caso, en la que se narró que el asesinado trabajaba como cocinero y era abiertamente homosexual, por lo que se trataba de una “venganza entre degenerados”. La policía declaró, en una entrevista, que buscaría a los responsables, pero el asesinato del joven y el seguimiento del caso no volvieron a ser noticia (El Mexicano, 1991, 9 de diciembre).

En un contexto en que la diversidad sexual se convirtió en un asunto político, aunado a la aparición del VIH-sida y a la creciente visibilidad de los gays en los bares, en las calles o en los cines, se generó un descontento y desaprobación por parte de distintos sectores de la población. Como menciona Gómez, las contiendas en torno a la diversidad sexual dieron paso a una multiplicidad de fuerzas en contra de ésta, manifestada en los discursos médicos, los medios de comunicación y en el sistema penal (Gómez, 2004, p. 164). Esos discursos legitimaban o naturalizaban, socialmente, actos de barbarie como los asesinatos en contra de los cuerpos femeninos y feminizados. Las posturas conservadoras, lideradas por amplios sectores de la población, pretendían aniquilar, legítimamente, lo considerado antinatural, al mismo tiempo que comunicaban, a través de los asesinatos y las violaciones, la desaprobación hacia aquello que salía del lugar que “naturalmente” les correspondía dentro de un orden social.

En este sentido, siguiendo a Segato, la violación es cometida por personas desconocidas en lugares públicos, donde se expresa un acto realizado a la fuerza o por medio de su amenaza, haciéndose evidente el uso y abuso del cuerpo del otro (Segato, 2003, pp. 23 y 25). Por lo tanto, el asesinato del otro, además de mostrar el aniquilamiento de lo considerado peligroso y contaminante, también refleja la legitimidad social de un acto que se enmarca dentro de una lógica patriarcal y heteronormada.

Un caso más sobre la muerte de los mujercitos se dio en enero de 1992, cuando se localizó el cuerpo de un hombre en una oficina de la zona centro de Tijuana, el cual fue encontrado una semana después de haber fallecido. En los diarios locales se describió que estaba semidesnudo, con una trusa roja a la altura de las rodillas y con signos de tortura. En la identificación del occiso se dijo que trabajaba en un restaurante, y que era “abiertamente homosexual”, por lo cual no se descartaba que “haya sido un crimen pasional” (El Mexicano, 1992, 6 de enero).

En notas como la expuesta, el lenguaje sobre las causas del asesinato dejaba de nombrarse “depravación”, para referirse a “crimen pasional”. Sin embargo, el lenguaje continuaba ocultando una violencia de género, aminorando su gravedad. El cambio de nombramiento de “depravación” a “crimen pasional” manifestó cómo lo jurídico estaba inmerso en códigos culturales que normativizan lo social.

La normatividad de lo social demarca las fronteras internas de un grupo, y el género y la sexualidad se convierten en un elemento primario de diferenciación que legitima las delimitaciones dentro de la ciudad. Sin embargo, las fronteras internas no son estáticas, homogéneas o atemporales, sino que se contienden y dan paso a acciones políticas y a renovados marcos interpretativos y normativos en lo social.

Las redadas y el surgimiento de organizaciones gays

La presencia de gays, lesbianas, transexuales y travestis en las calles, en los bares y en las plazas provocó la desaprobación de los grupos dominantes, quienes, como dice Gramsci (2013, p. 453), disponen de distintos capitales (como los medios de comunicación) para que sus creencias y concepciones de la realidad aparezcan como dominantes. Sin embargo, el autoritarismo del gobierno y del cuerpo policiaco por implementar y llevar a la práctica políticas y programas coercitivos, así como la impunidad que prevaleció frente a los asesinatos contra aquellos que expresaban su diversidad sexual, generaron reacciones por parte de los agredidos.

En la década de 1990, con la implementación del programa “Operación Centro”, se llevaron a cabo redadas en el centro de la ciudad. Sin embargo, el 30 de noviembre de 1991 se realizó una redada masiva en la plaza Santa Cecilia -y zonas aledañas- y en los bares gays que ahí se ubicaban (Los Equipales, El Noa Noa y El Ranchero). La gente detenida fue trasladada a la comandancia y acusada de diversos delitos como faltas a la moral, hostigamiento a los transeúntes, promoción de la prostitución y consumo de bebidas alcohólicas en la vía pública. Sin embargo, la redada causó indignación entre quienes fueron detenidos, como lo planteó Fanny, una trans (como se autodenomina), que estuvo presente en aquellos hechos:

[...] nos encerraron, yo tuve que pagar una multa, me molestó mucho, era indignación, frustración. ¿Cuál era el delito? Mi apariencia, o sea, no estaba robando. En muchas ocasiones la policía me había llevado, no sólo en esa ocasión. Claro, a las otras chicas también, pero ese día andaba así, ni siquiera andaba con tanto maquillaje, pero se me notaba la diferencia e iba por la calle, era de noche, iba para la casa, estaba sola y me agarran, me detuvieron y súbete. ¡Pero ¿por qué?! Y no se puede alegar con ellos, y me subieron y con el juez calificador; pues yo alegué, “¿cuál fue el delito?, ¿por qué me subieron?” Pues el cargo era que en la calle yo venía molestando a la gente, pero la calle estaba sola. (Fanny, 4 de junio de 2012)

La redada fue un suceso que llevó a que se matizaran políticamente los temas sobre la homosexualidad en los diarios locales y, por ende, a redefinirse los discursos. El surgimiento de figuras políticas (actualmente emblemáticas en cuanto al movimiento gay en Tijuana) se dio a conocer en los medios de comunicación. Entre los líderes que aparecieron destaca Max Mejía, uno de los portavoces y figura política central para la defensa de los derechos de la diversidad sexual en la década de 1990. Para Max, la redada fue una manera de llevar a la práctica el discurso aprendido sobre los derechos de la diversidad sexual que se dieron tanto en México como en Estados Unidos:

[...] llegó un momento en que yo estaba diciéndole al juez calificador que esto iba a ser un escándalo internacional porque había detenidos de San Francisco y de Los Ángeles. Por supuesto que yo le hablé a uno que había sido más o menos víctima, que venía de San Francisco, y le dije “Vente conmigo”[...] pero éramos nada más yo, el que estaba alegando, él y Emilio Velázquez [...] y le decía [al juez calificador] que esto iba a ser un escándalo y él me dijo: “Pero si el escándalo lo están haciendo ustedes”, y yo pensé: “Si supiera que estoy aquí solo alegando que esta comunidad no se va a dejar”, y esta comunidad estaba horrorizada porque la detuvieron, horrorizada, no querían declarar; sólo una pareja quiso declarar, e incluso hasta salieron en los medios de comunicación. Pero en ese momento tenía que aparentar mucha fuerza, no sabía cómo dirigirme a los jueces calificadores, y no era que yo fuera más listo que los otros, sino que había mucho miedo, no era fácil, y además yo estaba diciendo puras mentiras, diciendo “Esta comunidad, olvídense”, y en realidad esta comunidad estaba horrorizada [...] y de 71 que fueron detenidos, sólo pocos dimos la cara. Ahí fue cuando decidimos hacer un grupo en contra de la redada e incorporamos a más gente de otras organizaciones y activistas que no eran homosexuales. (Conferencia, Max Mejía, 19 de mayo de 2011)

La visibilidad que tuvo el caso de la redada y la organización política que posteriormente surgió fueron una respuesta a la imagen negativa que la homosexualidad había adquirido en los medios de comunicación. Así, la figura del “homosexual” empezó a presentarse como un portavoz político y no sólo como un cuerpo patologizado, como se refleja en la nota del semanario Zeta:

[...] para el coordinador del grupo ¿Y qué?3 y los demás miembros de éste, las medidas que el ayuntamiento de Tijuana ha tomado contra la comunidad “gay”, particularmente durante las pasadas semanas, son discriminatorias y con el único afán de hostigar a los homosexuales [...] como él planteó: “amenazamos con que la gente homosexual de Tijuana ya no se va a dejar, que ya no estamos como hace 20 años. Ya es tiempo de que se modernice la ciudad. Tenemos el apoyo de grupos de San Diego y Los Ángeles que harán boicot turístico porque piensan que no hay seguridad”.

Además, la postura de las autoridades municipales es calificada por los homosexuales y lesbianas como una forma de sacar dinero a los grupos minoritarios, discriminados por la sociedad al aprovechar la fuerza pública con la que cuentan para establecer un código moral de acuerdo a su visión particular. Navarro [coordinador del grupo ¿Y qué?] explicó: “cuando hablamos con el secretario del ayuntamiento, Jesús Alberto Sandoval Franco, éste argumentó que se trataba de redadas correctas utilizadas como una formas de acabar con el sida, en Tijuana, pero para nosotros no es así porque el pasado 30 de noviembre la policía detuvo a más de 30 personas sin orden de aprehensión y sin denuncia alguna [...]”. (Zeta, 1991, 23 de diciembre)

El discurso que Navarro utilizó en los medios de comunicación representaba un avance en materia de los derechos de la diversidad sexual en Tijuana, ya que contrarrestaba un sentido común que se había formado sobre la homosexualidad, al mismo tiempo que apelaba por una organización y un apoyo político que traspasaba las fronteras nacionales. En este sentido, implícitamente se retomaba un capital social que la ciudad, como fronteriza, tenía, ya que se apoyaba en organizaciones con una trayectoria política consolidada.

Tijuana, como plantearon los activistas, no representaba un lugar progresista por el solo hecho de ser frontera. Por ello, buscaron apoyo de otras organizaciones - tanto gays como de derechos humanos en Tijuana y en California-, ya que en la ciudad prevalecía un conservadurismo que se manifestaba en represiones, hostigamiento e impunidad.

Sin embargo, asumir abiertamente la preferencia sexual se convirtió en una limitante para la consolidación de organizaciones políticas en la ciudad, como planteó Max Mejía al referirse al miedo de la “comunidad homosexual” cuando fue reprimida y encarcelada, lo que impedía el surgimiento, el fortalecimiento y la continuidad de grupos políticos en pro de los derechos de la diversidad sexual.

Esta problemática también se observó en otras ciudades fronterizas de la entidad, como Mexicali, donde no existió una organización política gay, ya que los sujetos homosexuales no mostraron el deseo de manifestarse en contra de la homofobia o para cuestionar la heterosexualidad (Balbuena, 2014, p. 13).

Fanny, Max Mejía y Navarro, cuyos discursos hemos recuperado en este artículo, interpretaron la homosexualidad como una “atmósfera negativa” en Tijuana, apareciendo de manera incongruente, ya que la misma cercanía geográfica permitía observar una participación y apertura política en torno a la diversidad sexual en California, que, además, aparentaba una sensación de modernidad, pero en Tijuana no era retomada por la población gay. Contrariamente, en la ciudad, el contexto era de represión excesiva por parte de la policía y los medios de comunicación, además de que no había apoyo por parte de las instituciones públicas para cesar la criminalidad y las muertes por homofobia.

En este sentido, la represión ejercida para mantener el control de los espacios públicos de la ciudad dio paso a la construcción de guetos, los cuales mostraban la paradoja de ser zonas de permisividad para la diversidad sexual, pero también lugares donde se manifestaban las agresiones físicas y verbales. Sin embargo, dicha paradoja generó disputas y dio paso a una incipiente organización política que implicó un viraje en las políticas conservadoras que habían imperado en las últimas décadas en la ciudad y en la construcción de las fronteras internas de Tijuana, las cuales subyacieron en la regulación del género y la sexualidad.

Conclusión

En este artículo se analizó la redefinición de las delimitaciones internas de una ciudad fronteriza a través de las contiendas en torno al género y a la sexualidad. Se explicó cómo surgieron las campañas de moralización en la ciudad, desde la primera parte del siglo XX, que tuvieron como objetivo dar una buena imagen a la ciudad exaltando la familia, el trabajo y la honradez. Sin embargo, a mediados del siglo XX, los cambios que se suscitaron por los movimientos sociales -como el feminista y el de la diversidad sexual- en Estados Unidos y en México dieron paso a que en la prensa local se diera amplia cobertura a un ataque en contra de los homosexuales y los mujercitos, donde se les patologizaba, criminalizaba y deshonraba, además de acusar, tajantemente, como prácticas que venían del exterior. Más tarde, con la aparición del sida, surgieron políticas coercitivas que reflejaron mayores grados de violencia “legitimada” en los asesinatos que ocurrieron a principios de la década de 1990.

De igual forma, en este texto se enfatizó lo planteado por Rita Segato y Mary Douglas, referente a que la violencia y la muerte de hombres gays fueron códigos de comunicación que, por un lado, feminizaban a los cuerpos de quienes renunciaban a un patrón de masculinidades dominantes y, por otro, también comunicaban socialmente, por medio de la violencia hacia determinados cuerpos, la desaprobación de las prácticas relacionadas con la homosexualidad o el cambio de identidad de género. Por lo tanto, la asociación de la contaminación y el peligro, desde una imagen de lo social, marcaba la posición natural que cada uno ocupaba en el grupo social y quienes se salían de la norma eran legítimamente desechados o aniquilados doblemente, tanto en lo social como en la muerte misma.

Asimismo, se señaló la asociación de “los otros” con prácticas sexuales moralizadas, que se materializaron en clasificaciones sociales, como el homosexual y el “mujercito”, que fueron espacializadas, delimitando fronteras internas en la ciudad a través del valor social que las clasificaciones adquirían de manera situada. Por lo tanto, las contiendas que se dieron en la ciudad en torno al valor que se materializaba en cuerpos y en las formas en que se les reprimía, reflejaron la posición de sus habitantes y en cómo se hacían visibles, políticamente, en Tijuana.

El control policiaco, los asesinatos y la deshonra de quienes eran asociados con la diversidad sexual fueron parte de la redefinición de los espacios en la ciudad a través de renovadas clasificaciones sociales, lo que se hacía evidente en la visibilidad que estos sujetos tenían en Tijuana y en la represión constante por parte del gobierno y la población en general. Sin embargo, los hostigamientos y las muertes dieron paso a contiendas que subyacían en el género y la sexualidad y que, a su vez, demarcaban nuevos espacios, no porque éstos no hayan existido, sino porque se hacían visibles y se reconocían como habitantes de Tijuana.

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1Tijuana, desde su naciente historia, se relacionó con la economía del turismo, centrado en la recreación. Un turismo que surgió, en la década de 1920, por la prohibición de la venta de alcohol y juegos de azar en Estados Unidos. Para más información, véase a Santiago (2009).

2Para dinamizar la recolección de datos del archivo hemerográfico, se registró el título de las notas, el nombre de los diarios, el lugar y el mes y año correspondientes, por tal motivo, en la mayoría de las citas y referencias bibliografías sólo aparecerá esa información.

3El grupo ¿Y qué? se formó después de la redada y, años más tarde, fue uno de los más activos en pro de los derechos de la diversidad sexual en Tijuana.

Recibido: 27 de Abril de 2016; Aprobado: 23 de Agosto de 2016

Areli Veloz Contreras. Doctora en Ciencias Antropológicas y Maestra en Estudios Laborales por la Universidad Autónoma Metropolitana. Actualmente se desempeña como investigadora y profesora en el Instituto de Investigaciones Culturales-Museo de la UABC. Sus líneas de investigación se centran en los estudios de género, las fronteras y el trabajo. Entre sus publicaciones se encuentran: De la flexibilidad del trabajo en Arantepacua al trabajo flexible en las maquiladoras de Tijuana: mujeres purépechas que laboran en la industria maquiladora en Tijuana, publicado en la revista Frontera Norte; y Veloz, A. (2015). La regulación de “lo íntimo”. En F. Besserer y R. Nieto (eds.), La ciudad trasnacional comparada. Modos de vida, gubernamentalidad y desposesión (Colección Estudios Transnacionales; pp. 51-84). México, D.F.: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/Juan Pablos Editor.

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