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Culturales

On-line version ISSN 2448-539XPrint version ISSN 1870-1191

Culturales vol.7 n.13 Mexicali Jan./Jun. 2011

 

Artículos

 

Modernidades múltiples y perfiles identitarios en Blade Runner. Un ejercicio de análisis textual cinematográfico

 

Fernando Vizcarra

 

Universidad Autónoma de Baja California, fvizcarra@uabc.edu.mx.

 

Fecha de recepción: 1º de abril de 2010
Fecha de aceptación: 13 de septiembre de 2010

 

Resumen

Se presenta un análisis textual del filme futurista Blade Runner (1982), de Ridley Scott. Busca, sobre todo, indagar cómo se representan los efectos radicalizados de la modernidad en el discurso cinematográfico y, concretamente, en la construcción fílmica de las identidades. ¿Qué elementos de representación de lo social se movilizan en esta película para expresar, mediante la ficción futurista, las consecuencias críticas de la modernidad en las sociedades contemporáneas? Ciertos componentes de la modernidad y la posmodernidad (que aquí trato como modernidades múltiples), tales como la expansión de la racionalidad y la consecuente crisis de sentido, las rearticulaciones del tiempo y del espacio, la creación de entornos de fiabilidad y riesgo, y los procesos de hibridación, se exploran en este ejercicio a la luz de los siguientes códigos identitarios revelados en Blade Runner: 1) mortalidad, 2) memoria y poder, 3) anomia y sentido, 4) solidaridad y 5) ironía.

Palabras clave: Blade Runner, cine, modernidad, posmodernidad, identidades, cyborgs.

 

Abstract

A textual analysis of Ridley Scott's futuristic film Blade Runner (1982) is presented. Above all, the purpose is to inquire about how radical effects of modernity are represented in film discourse and, specifically, in the construction of identities in film. What elements representing the social are mobilized in this movie in order to express—through futuristic fiction— the critical consequences of modernity in contemporary societies? Certain components of modernity and post modernity—treated here as multiple modernities—, such as rationality expansion and the consequent crisis of sense, space and time rearticulations, creation of confidence and risk environments, and hybridization processes, are explored here in the light of identity codes revealed in Blade Runner: 1) mortality, 2) memory and power, 3) anomy and sense, 4) solidarity, and 5) irony.

Keywords: Blade Runner, film, modernity, post modernity, identities, cyborgs.

 

Introducción

Con la proyección de Blade Runner. Thefinal cut, el Festival de Venecia en su edición 2007 celebró su 75 aniversario. Se trata de la versión definitiva del filme clásico de ciencia ficción, dirigido por el británico Ridley Scott y basado en la novela de Philip K. Dick titulada ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? En primicia mundial, y luego de una labor de restauración, dicha película fue reestrenada en uno de los foros más importantes del cine internacional. No es accidental que la Mostra, como comúnmente se le denomina al Festival de Venecia, haya incluido en su programa a esta obra exhibida por vez primera en 1982. El prestigio de este festival de cine se ha mantenido gracias a que el jurado ha puesto, hasta ahora, un mayor énfasis en la valoración de la figura del autor, por encima de la industria. Como otras películas celebradas en dicho festival, Blade Runner es producto de la visión de un autor y, a la vez, de las lógicas de entretenimiento de Hollywood. Es, al mismo tiempo, un producto artístico y masivo, cuya trama y argumentación siguen provocando lecturas de diversa índole. Este trabajo propone incorporarse, desde la perspectiva de los estudios de la cultura, a la amplia discusión incentivada por dicho filme.

Durante el proceso de análisis textual cinematográfico (Casetti y di Chio, 1998), se efectuaron operaciones de segmentación y estratificación, de enumeración y reordenamiento de los componentes del discurso fílmico, y por último, de integración de dichos componentes al debate teórico sobre la modernidad y la posmodernidad (clave de lectura), necesario para el quehacer interpretativo. Este esquema me permitió vislumbrar ciertas dinámicas representacionales del texto fílmico, pues pone en correspondencia el paradigma de las modernidades múltiples y las características identitarias de los personajes del filme. Al descomponer y recomponer los elementos narrativos de la película en escenas y secuencias, se reveló un conjunto de unidades significativas o, mejor dicho, de presencias relacionadas con la categoría de identidades. A la luz de la discusión sobre los efectos radicalizados de la modernidad, el texto fílmico arrojó los siguientes códigos identitarios: 1) mortalidad, 2) memoria y poder, 3) anomia y sentido, 4) solidaridad y 5) ironía. Son la red de símbolos que nutren las identidades en Blade Runner, con relación a ciertos rasgos constitutivos de la modernidad y la posmodernidad, tales como la expansión del pensamiento lógico y su paradójica contraparte, la crisis de sentido; las rearticulaciones incesantes del tiempo y del espacio; la propagación de entornos de fiabilidad y a la vez de riesgo, y los procesos de hibridación cultural.

Para el análisis de las representaciones sociales consignadas en el texto fílmico, fue necesario trabajar desde un enfoque procesual, el cual considera "que se debe partir de un abordaje hermenéutico, entendiendo al ser humano como productor de sentidos, y focalizándose en el análisis de las producciones simbólicas, de los significados, del lenguaje, a través de los cuales los seres humanos construimos el mundo en que vivimos" (Banchs, 2000:3.6). En su dimensión representacional, los planteamientos teóricos en torno a los efectos radicalizados de modernidad se enlazaron con los contenidos de la película mediante la asignación de sentido (anclaje de las representaciones) que los personajes otorgan a sus situaciones e interacciones, en función de sus perfiles identitarios. El reto que se plantea este ejercicio, consiste en desentrañar la complejidad del relato fílmico, en su dimensión narrativa, a partir del análisis de las articulaciones correspondientes entre la obra y su contexto.

 

Circularidad y migración de las identidades

Las identidades se construyen y son cambiantes, están en permanente mutación. Son migratorias por definición. Nómadas, dirían algunos posmodernos. En el contexto radicalizado de la modernidad, los procesos mediante los cuales los sujetos se representan la vida y se identifican con determinadas formas simbólicas, adquieren mayor vértigo y complejidad gracias a los efectos socioculturales de la migración, la expansión de géneros impuros, los medios de masas y las tecnologías de información. Los símbolos nunca viajan solos. Llevan consigo las claves esenciales de su traducción. Movilizados por gente que se desplaza en diferentes circunstancias, y por medios audiovisuales y dispositivos tecnológicos cuyos contenidos tienden a la hibridación (García Canclini, 1989), las formas simbólicas atraviesan de manera desigual y desnivelada los diversos espacios sociales. De este modo se crean, se refuerzan y transforman las redes de identificación y de distinción entre los sujetos y los grupos.

En un intrincado movimiento, nuevos perfiles van emergiendo, adquieren rostros y formas singulares en la cotidianidad de los individuos. Otros se disuelven en el olvido, desaparecen. Ciertos rasgos de las identidades, en cambio, permanecen en lo profundo, resisten, se agazapan en añejos rituales, en valores y cosmologías remotas, y desde allí esperan su tiempo de resurrección. A veces, dichos rasgos constituyen el último lazo con el mundo de las generaciones pasadas. Así, las identidades oscilan entre los extremos de lo profundo y de lo emergente, en un tramado en que la modernidad parece profundizar la distancia entre ambos.

Pero también las identidades son relativas, las definen sus contrapartes, aquello ajeno y distinto que nos demarca y, sin duda, nos transforma: las alteridades. En un vaivén incesante, ambas constituyen el motor del comportamiento individual y social. Además, debe añadirse que están configuradas a partir de lo complejo. La complejidad, entendida como metáfora de lo que se constituye desde múltiples elementos, es quizás la cualidad fundamental de las identidades. Éstas se componen de lo heterogéneo, de lo diverso, de las influencias de lo otro, de distintos ordenamientos de carácter sociohistórico que confluyen y luchan por imponerse entre las verdades del presente.

De ahí que las identidades también sean contradictorias. Sus propiedades no tienen necesariamente correspondencia entre sí, ni se comportan obligadamente de acuerdo a sus premisas fundacionales. Más aún, muchos rasgos identitarios de orígenes disímiles y hasta opuestos parecen articularse y transformarse en el horizonte cultural de las sociedades contemporáneas. De este modo, las identidades son construcciones simbólicas cambiantes, complejas, relativas, heterogéneas y contradictorias, que se sustentan en la producción social de sentido. Es decir, en aquellas orientaciones significativas que se representan a través de formas simbólicas dispuestas en determinado tiempo y espacio social.

 

Mortalidad

Justamente, debe reconocerse que la modernidad ha suscitado relaciones inéditas entre lo temporal y lo espacial, recomponiendo así el orden de la percepción, la acción y la memoria colectivas. Esta urdimbre se revela con mayor intensidad, por ejemplo, en las concepciones sobre la muerte que han desarrollado las sociedades contemporáneas a raíz de un largo proceso de institucionalización de la razón. Tal como lo comenta Fernando Savater:

La muerte es la frontera natural de toda ambición, todo fervor y toda rapacidad, la pura y simple derrota del amor que quisiéramos invencible. De todos los proyectos que nos conciernen, el único que sin falta ni excusa habremos de cumplir es aquél en el que nada de propio hemos puesto, el que nos trata con mayor impersonalidad y menos miramientos. (...) De modo que la muerte nos une a la naturaleza, pero la conciencia de la muerte nos distancia de ella (Savater, 2001:96-97).

En todo caso, la conciencia de la muerte es una conciencia social. Morir es un acto natural, pero el significado de la muerte es sociocultural, y por lo tanto una construcción identitaria. En Blade Runner, la identidad de los protagonistas está atada a la idea de la muerte. Los replicantes quieren más vida, no por instinto, sino porque se han apropiado de lo que significa socialmente estar vivo. En la primera escena, Leon Kowalski es sometido a la prueba de empatía denominada Voight-Kampff, para identificar a los replicantes. Leon ingresa con parsimonia en una oficina gris, brumosa, penetrada por columnas de luz artificial que vienen del exterior. El agente Holden lo espera fumando y bebiendo café. Parece un examen de rutina. Leon, visiblemente nervioso, interpela continuamente al agente, que se mantiene atento al emplazamiento del artefacto y le pide que no se mueva. Fija el lector ocular y se dispone a interrogarlo en torno a la imagen de una tortuga volteada en medio de un desierto calcinante. Leon, quien no ha dejado de interrumpir a Holden, comienza a mostrar signos de ansiedad. El agente lo tranquiliza asegurándole que se trata tan sólo de una prueba "diseñada para provocar una reacción emocional". Entonces le pide que describa las cosas agradables que recuerda sobre su madre:

—¿Mi madre? —pregunta Leon.

—Sí —insiste Holden.

—Déjame contarte acerca de mi madre.

Entonces Leon dispara el arma que ha escondido debajo de la mesa y el policía es despedido contra una pared con dos balas en el cuerpo. Blade Runner, en efecto, es un film sobre la temporalidad humana y sobre el lugar que ocupa la memoria en la configuración de las identidades. Su eje central es la mortalidad, el drama de la conciencia del ser que se niega a su propia extinción, que no logra aceptar cabalmente su regreso inevitable a la nada. La odisea de los replicantes no se agota en su reclamo de mayor tiempo, sino que revela la honda problemática de lo vivido y lo experimentado. La percepción de la fugacidad humana adquiere otros significados en el contexto radicalizado de la modernidad, cuyos mecanismos múltiples de desanclaje y recomposición de las temporalidades ha gestado un presente fantasmagórico, esquivo, inasible. Nuestro presente está empeñado en ganar tiempo, es un devorador de horas, veloz, redundante y volátil, que también nos muestra el rostro vacío y neurótico del just on time. De ahí la interrogante de Paz en torno al hombre moderno y su posibilidad de acceder al presente como un recurso de abolición de la muerte. Recurso transitorio que gravita en gran medida en el oficio cotidiano de conquistar sentidos:

El presente no nos proyecta en ningún más allá (...) sino en la médula, el centro invisible del tiempo: aquí y ahora. Tiempo carnal, tiempo mortal: el presente no es inalcanzable, el presente no es un territorio prohibido. ¿Cómo tocarlo, cómo penetrar en su corazón transparente? No lo sé y creo que nadie lo sabe... (Paz, 1998:s/p).

Se dice que en la antigüedad el promedio de vida de las personas oscilaba alrededor de los 30 años. Defunciones de parto, enfermedades, epidemias, violencia y guerras no necesariamente generaban una perspectiva del mundo como algo de corto plazo. La vida duraba lo que tenía que durar. El tiempo no era propiedad de las mujeres y los hombres, sino de los dioses, el destino o los ciclos fatales del retorno. En las sociedades tradicionales, la relación entre fiabilidad y riesgo estaba filtrada por una visión mítica de la realidad. Sólo los gobiernos sobrenaturales podían conjurar el peligro y sus temores e, inexorablemente, fijaban el tiempo de vida de cada sujeto. La función central de las ritualidades, es decir de lo sagrado, consistía en enlazar y orientar colectivamente tanto las incertidumbres como las confianzas. De este modo, el acto de morir estaba determinado por las representaciones colectivas de la muerte y, por ende, del más allá: la muerte como ofrenda, la muerte honorable, digna y heroica. La muerte del patriota, del mártir, del abnegado. La del enfermo, del anciano, la víctima. La muerte no como fin, sino como transición, es decir, como continuidad de una condición de vida, constituía una identidad social. Quizás, la más profunda de sus dimensiones. En Blade Runner, por su parte, ni los humanos, ni los replicantes creen en esta muerte. La modernidad se representa en la desacralización de la experiencia de fenecer: es una lección inservible de soledad, un trastocamiento brutal del sentido. Morir es el fin de la paradoja. Así lo muestra el asesinato de Tyrell, el creador de los replicantes, en manos de su hijo predilecto. También el homicidio del agente Holden; de Chew, el genetista de ojos, y de Sebastian, el hacedor de juguetes vivos. Será, sin embargo, un replicante el que recupere el sentido premoderno de la muerte. Roy Batty, el Nexus 6, convertirá su agonía en un ritual de persecución que concluirá en un acto de perdón y en una confesión cargada de humanidad. El cyborg anuncia, así, el regreso de lo sagrado, el advenimiento de la posmodernidad.

Si la muerte, concebida como designio divino, es un rasgo de la tradición, la longevidad, en contraparte, es un proyecto de la modernidad. Se deriva del despliegue histórico de la razón lógica y de la consecuente aparición de la individualidad. Gracias a la medicina moderna, el promedio de vida ha aumentado extraordinariamente en todo el planeta, sin soslayar los desniveles de desarrollo en cada región. En México, por ejemplo, la esperanza de vida actualmente es de 72.2 años, en Estados Unidos es de 76.5 años y en Canadá es de 78.5 (Varios autores, 2001:342). Hoy comenzamos a lamentar la muerte prematura de personas de 60 años. No debemos sorprendernos si en el futuro cercano interpretamos el deceso de un octogenario como una desgracia. Sin embargo, a este cuadro se suman escenarios de riesgo globalizado que el mundo antiguo nunca imaginó: desigualdad extrema, desempleo, crisis ecológica, nuevas epidemias, terrorismo, guerras industrializadas, amenaza nuclear, etcétera. La sociedad nunca había vivido en entornos tan seguros y, al mismo tiempo, de tal riesgo (Beck, 2006). Y sobre todo, de acuerdo con algunos pensadores contemporáneos (Marcuse, 1985; Nöel, 1996), las personas nunca habían vivido tanto y experimentado tan poco. Rafael Argullol y Eugenio Trías se refieren al hombre moderno como un individuo encapsulado que, en el contexto de una sociedad tecnificada y masificada, tiene las siguientes características:

1) (...) es capaz de acumular muchas vivencias, pero carece de experiencia; 2) es capaz de acumular muchas redes complejas de "información", pero carece de formación, de Bildung; 3) sólo reconoce la alteridad en la medida en que define su propia forma de ser y de sentir; es incapaz, por tanto, de un genuino encuentro con el otro (Argullol y Trías, 1993:51).

La propuesta de Ridley Scott en torno a la construcción psicológica de los replicantes apunta hacia el descubrimiento del sentido como un impulso que cierra la distancia entre lo vivido y lo experimentado. Los replicantes quieren vivir más porque se han abierto al sentido, ese espesor que sitúa la mirada en el centro y que nutre y pone en movimiento la esfera de los significados. La paradoja central del filme radica en que son precisamente los replicantes (cyborgs) quienes recuperan la imaginación y la pasión por el sentido que, según se dice, caracterizó al hombre del Renacimiento. Vienen a la Tierra en busca de ese presente que los proyecte hacia la médula, el centro invisible del tiempo.

 

Memoria y poder

Concebidos como herramientas de trabajo, de guerra y de placer, los replicantes dejan de ser una extensión de los sentidos del hombre, recordando la metáfora de McLuhan (1980), para convertirse en hombres ávidos de sentido. Son androides (un término que Scott rechaza) construidos mediante ingeniería genética a imagen y semejanza de sus creadores. Han sido diseñados sin memoria, sin emociones y con una duración de cuatro años de vida. Están programados para realizar labores de exploración y colonización del espacio, que resultan peligrosas para los humanos. Funcionan también como unidades de combate y, en el caso de Pris, como objetos de placer. A partir de este planteamiento, la trama introduce algunas variables por demás sugerentes. Como consecuencia de lo vivido, los replicantes comienzan a desarrollar emociones y afectos. Es decir, amor, odio, celos, miedo, envidia, tristeza, etcétera. Pero, fundamentalmente, adquieren una conciencia de sí mismos que los trae de regreso a la Tierra en busca de una prolongación de sus tiempos de vida. Rachael, por su parte, es un prototipo avanzado que posee implantes de memoria para resolver, según Tyrell, el dislocamiento entre sus vastas emociones y su breve experiencia. Es aquí donde se borran las fronteras entre los humanos y sus máquinas. La memoria de la sobrina del Dr. Tyrell, implantada en la replicante Rachael, es una alegoría de la construcción colectiva del pasado. Es otro eje medular de Blade Runner, igual de importante que el de la mortalidad. El discurso sobre la historia ha sido el instrumento integrador y movilizador de las instituciones modernas. Su visión de los acontecimientos busca proveer a la sociedad de un pasado colectivo que permita operacionalizar las estrategias del poder en el presente y proyectar el futuro. Es el sedimento de las identidades nacionales, por ejemplo. Pero en el contexto crítico de la modernidad, la historia como gran relato está perdiendo coherencia y, sobre todo, está dejando de ser el instrumento cultural de los grupos dominantes encaminados hacia la organización del futuro. Ya no hay Historia, sino historias. Ya no hay un centro latente de lo acontecido, sino diversas centralidades que fluyen y se transforman en nuevos pasados.

En los inicios de su pesquisa, Rick Deckard se dirige a la Corporación Tyrell para reunir información sobre los replicantes sublevados. Por petición del Dr. Tyrell, el blade runner aplica la prueba Voight-Kampff a la hermosa asistente Rachael, quien dibuja una breve sonrisa por la extraña decisión de su jefe. Ella responde con seguridad los cuestionamientos de Deckard, como si conociera las preguntas de antemano. Ocasionalmente, el blade runner observa el artefacto que registra los cambios oculares:

—Hojeando una revista, se topa con una foto de una muchacha desnuda...

—¿Está comprobando si soy replicante o lesbiana, señor Deckard?

—Sólo conteste la pregunta, por favor.

Tyrell observa con atención la entrevista y revela una sonrisa de satisfacción por la aguda inteligencia de Rachael, su obra maestra. Al final de una larga sesión de más de cien preguntas, el blade runner evalúa los resultados de la lectura ocular y queda absorto. En un instante, Rachael ha perdido su andamiaje interno; su silencio y su mirada devastada la delatan. Una mezcla de tristeza profunda y confusión se imprimen en su bello rostro. Sin decir palabra, se levanta y abandona el lugar por petición de Tyrell.

—Rachael es un experimento. Y nada más —sentencia el Dr. Tyrell—. Empezamos a percibir en ellos extrañas obsesiones; después de todo, son inexpertos emocionalmente, con unos años para almacenar las experiencias que usted y yo damos por hecho. Si les obsequiamos un pasado, creamos un apoyo para sus emociones y, consecuentemente, podemos controlarlos mejor.

—Recuerdos..., usted habla de recuerdos —concluye Deckard.

De ahí que las fotografías sean objetos recurrentes en este filme. Son imágenes de familia, principalmente. Las colecciona Leon Kowalski (sus preciadas fotos, según la expresión de Roy Batty). También Rachael trae consigo una fotografía de infancia con su madre. Es evidencia de su pasado y, por lo tanto, de su humanidad. Aunque la verdad sea otra. Y el mismo Deckard, quien exhibe retratos familiares encima del piano (fotos color sepia, rostros fantasmales), parece guardar un vínculo emocional cada vez más ambiguo con su tradición. La fotografía representa aquello que permanece en ese mundo de evanescencias, vertiginoso. Funciona como un dispositivo de anclaje y de afirmación de las identidades. Pero también, connota la última trinchera de memoria propia, individual, independiente de la construcción que el sistema elabora en torno al pasado. Es un recurso de lucha contra la anomia, hondamente arraigada a la crisis de la racionalidad contemporánea, y al agotamiento del mundo de la vida (Habermas, 2003).

En este filme, por otra parte, ningún personaje se interroga sobre el significado profundo del desarrollo alcanzado por los replicantes. La tecnología se piensa sólo en su nivel funcional y no con relación a sus posibles implicaciones sociohistóricas y humanas. Tyrell, el genio de la biomecánica, un empresario fabricante de los "portapieles" que el gobierno necesita para el trabajo sucio en las colonias espaciales, le confiesa a Deckard:

—El comercio es el objetivo de esta corporación. Nuestro lema es "más humano que los humanos".

Gracias a los portentos de la biomecánica, Tyrell se ha convertido en un pequeño dios: da vida y la quita de acuerdo con los imperativos del poder institucionalizado. Es capaz de programar el funcionamiento de los androides y se reserva el derecho de implantar memoria en los modelos más avanzados. Pero también es un empresario esclavizado por su propia mercancía, y ni siquiera sus enormes utilidades le permiten abandonar este planeta en descomposición. Lo que define a Tyrell, estratégico, competitivo y sin escrúpulos, un verdadero ejemplar de nuestras instituciones modernas, es la incapacidad para construir significados trascendentes a propósito de su función en la sociedad, y mucho menos para interpretar las consecuencias de sus logros tecnológicos concretos. Más aún, puede decirse que en la sociedad la naturaleza del poder no contempla ningún tipo de reflexividad ontológica, sino pragmática. Busca la apropiación y el control no sólo de lo patente, sino de aquello que está por pensarse y decirse. El poder quiere hablar todos los lenguajes, quiere administrarlos y sancionarlos, desea reconfigurarlos permanentemente desde su propia matriz. Se empeña en convertir las socialidades en sociedad, lo instituyente en instituido, y la voluntad de saber en voluntad de verdad (Foucault, 1979). Aspira a rebautizar los imaginarios y codificarlos mediante la fuerza de lo simbólico, a través de la modelización de la memoria social. La resistencia, la transgresión, lo emergente, le quitan el sueño. Pero al nombrar y clasificar, al jerarquizar y excluir, el sujeto del poder es desplazado inevitablemente a la marginalidad. Pues sólo lo que está en el centro tiende a ser desalojado hacia la periferia: los hombres, los grupos y sus instituciones. Entonces, ¿qué es lo que permanece? Permanece el poder mismo, concebido como dimensión, es decir, como posibilidad de reconocimiento y acción. En Blade Runner, el creador de vida es incapaz de comprender la alteridad, el lugar del otro en el mundo. Lo que revela el discurso y la acción de Tyrell, ese dios ínfimo, es la paradoja central de la modernidad: pretender fundamentar una racionalidad desde los principios mismos de la razón. Tyrell, como los demás habitantes de esta historia, no puede desplegar una interpretación más allá de su rol de empresario genetista, porque su pensamiento se produce en el corazón del sistema. Tal como lo establece Luhmann, ya "no hay ningún metarrelato, porque no hay ningún observador externo" (Luhmann, 1997:10). Sólo la descripción del sistema dentro del sistema.

Por ello, resulta imposible no asociar la figura de Tyrell con el Dr. Frankenstein (Frankenstein, Whale, 1931, y La novia de Frankenstein, Whale, 1936), un dador de vida que muere en manos de su propia criatura. Pero también con Joh Fredersen, el amo de Metrópolis (Lang, 1926), encarnación del aislamiento en que siempre termina el poder absoluto. Y en cierta medida, también puede ligarse el perfil de Tyrell con el Dr. Caligari (El gabinete del Dr. Caligari, Wiene, 1919), el gran manipulador de las voluntades y los sueños. Creo que no es accidental que el rol y la construcción psicológica de Tyrell estén relacionados con obras fundamentales de la estética expresionista. Por su despliegue formal, Blade Runner es un filme que hereda las visualidades de esta vanguardia. Así lo revela la iluminación altamente contrastada, que dramatiza las escenografías y los rostros. Las atmósferas oscuras, densas, brumosas. También, el exceso de geometrías y líneas duras (ver el interior del departamento de Deckard). Pero, sobre todo, la representación del espacio urbano como un significante central que atraviesa todo el relato cinematográfico.

Los protagonistas de Blade Runner connotan la oscilación entre la circularidad y la migración de las identidades. La aceleración del ritmo de cambio (Giddens, 1999), que caracteriza hoy a la modernidad, desplaza los procesos de identificación hacia ámbitos cada vez más emergentes. Ciertamente, la migración de los cuerpos conlleva la migración de los símbolos, y viceversa. Lo que hoy experimentamos son identificaciones múltiples. Se trata de un cambio de clima cultural que sitúa a las identidades en un estado de mayor dinamismo. Por supuesto, es una enorme paradoja: resucitan en esta época (¿cómo la llamamos: postindustrial, informacional, posmoderna?) diversas dimensiones de las identidades profundas (incluyendo el pensamiento mágico-religioso-sobrenatural, el tribalismo, lo popular, el hedonismo y lo local), al tiempo que éstas se instrumentalizan y fragmentan. En este escenario, la desterritorialización de las prácticas culturales y sus procesos de reterritorialización constituyen uno de los elementos centrales de las transformaciones identitarias.

En Los Ángeles del 2019 se promueve el éxodo hacia las colonias espaciales, pero sólo algunos pueden marcharse de este planeta desencantado. Sebastian, el genetista enfermo, no pudo salir de la Tierra. Acompañado de sus juguetes vivientes, consume sus días en un antiguo y abandonado edificio del centro de la ciudad. Por su parte, un grupo de replicantes vuelve a la Tierra en busca de su destino. También son, a su manera, migrantes. Para subsistir, deben desempeñar oficios que el promedio de la población rehúye. Mientras hagan su trabajo, no hay por qué preocuparse. Visto así, la figura del replicante puede interpretarse como una metáfora de las minorías étnicas que, en diversas regiones del orbe, se resisten a la muerte física y cultural. Son toleradas mientras constituyan una fuerza de trabajo sometida y barata. Sin embargo, cuando despiertan y reclaman derechos, como los Nexus 6, son perseguidas, expulsadas e incluso asesinadas. En diversos países, las comunidades de migrantes son percibidas como contingentes ajenos a la esencia de la nación, y por tanto, como una amenaza al orden y al predominio global de los grupos dominantes. Las sociedades constituidas bajo la ecuación nacimiento-nación-derecho conciben al extranjero que reclama una ecuación vida-derecho como enemigo potencial. No obstante, como lo afirma Bergua, la forma como las sociedades se relacionan con el otro externo está profundamente ligada con el modo en que los sujetos se relacionan dentro de su comunidad: "Dicho de un modo más general, sólo se perciben otros en el exterior cuando han sido creados otros internos" (Bergua, 2005:91). De cualquier manera, un enfoque posnacionalista consideraría a los migrantes (los que llegan y los que se van) como la mejor parte de una sociedad. Son factor de cambio y de interculturalidad. Llevan consigo la fuerza de las socialidades, de lo emergente y de lo instituyente. Hacen la historia desde abajo, y la llevan consigo desde generaciones remotas. Como Serge Gruzinski observa:

En Los Ángeles, en 2019, se persigue a los "replicantes", arguyendo la inhumanidad de esos esclavos androides, como cinco siglos antes los conquistadores sometieron y masacraron a los indios sosteniendo que éstos no tenían alma. Pero eso no es lo esencial. Lo esencial se encontrará en la metrópoli titanesca, (...) percibida como uno de los desenlaces lejanos de una historia esbozada desde 1492 (Gruzinski, 1994:215).

 

Modernidades múltiples y crisis de sentido

Anomia y sentido

Las sociedades modernas han forjado un tejido denso de identidades quebradas. La fragmentación del ciudadano actual, su encapsulamiento, de acuerdo con la expresión de Argullol y Trías (1993), puede tener su explicación en los procesos de especialización propios del desarrollo industrial. La modernidad ha insertado a los sujetos en redes de relaciones sociales más o menos especializadas, asignándoles roles y funciones específicas y, al mismo tiempo, desanclándolos de los entornos generales. Las personas se desenvuelven en ámbitos creados que no pueden controlar directamente debido a la complejidad y especialización con que han sido proyectados. Conocedor de minucias e ignorante en lo general, el sujeto contemporáneo debe confiar en el funcionamiento del sistema social, concebido como un sistema experto (Giddens, 1999). Sin embargo, los resultados siempre imprevisibles de la acción humana conllevan a la creación de ambientes de riesgo. La fiabilidad tiene su base, en gran medida, en la ignorancia de los sujetos frente al funcionamiento del mundo. En este filme, los replicantes Roy Batty y Leon Kowalski visitan el gélido laboratorio genético Eye World, donde esperan encontrar respuestas sobre sus posibilidades de vida. Ahí, un anciano oriental llamado Chew los decepcionará. Roy se presenta ante el genetista sentenciando:

—En llamas los ángeles cayeron. Profundos truenos recorrían sus costas, ardiendo con las llamas de Orc.

Chew está desconcertado, no sabe lo que está sucediendo y trata de persuadir a los extraños para que abandonen el lugar. Entonces, Leon desgarra el pesado abrigo que protege al anciano del frío extremo, quedando a merced de los replicantes.

—Morfología, longevidad, fechas de inicio —pregunta Roy Batty.

—No sé. No sé nada de eso. Yo sólo hago ojos —responde Chew, suplicante, temblando de frío y de miedo—. Diseño genético. Sólo ojos. ¿Tú Nexus? Yo diseñé tus ojos.

—Chew, si tan sólo pudieras ver lo que yo he visto con tus ojos —afirma pausadamente el replicante.

La identidad del anciano genetista está fragmentada por la especialización de su labor cotidiana. Y su oficio de hacedor de ojos, además, está descontextualizado del proceso biomecánico general. En el procedimiento de fabricación de replicantes, él sólo sabe hacer ojos y, más aún, su saber no lo conduce a ninguna introspección paralela. Sólo hace ojos, como el obrero ensambla componentes electrónicos en una maquiladora, sin capacidad para relacionar su práctica con las dinámicas del mundo.

Rick Deckard, por su parte, es una especie de Philip Marlowe futurista, situado en un trance que bien podrían haber narrado Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Truman Capote o incluso Leonardo Sciascia. Con su gabardina bogartiana, Deckard se apega a un itinerario ya probado por la vertiente criminal, definido por la persecución de los fugitivos, el peligro inminente (el héroe nunca muere al principio, si es que va a morir), el amor intrépido, el enigma suspendido y la accidentada consecución del plan. Con referencia al detective de Hammet, nuestro blade runner es "el hombre que trabaja por la ley, quien por sus métodos y actitud podría pasar por delincuente. La ironía seca y distante, la suavidad pendenciera, la carencia de escrúpulos para ejercer la violencia si lo demanda el caso...", son características del justiciero legal (Saravia, 1990:5). Sin embargo, Deckard también representa al individuo desbordado y sin alternativas que no tiene más oficio que exterminar replicantes. Es el rostro de la esfera policiaca, el punto de acceso a ese sistema experto denominado institución del Estado. En su primer encuentro con Rachael, declara con sobrada convicción:

—Éstos son como cualquier otra máquina. Pueden ser benéficos o peligrosos. Si son benéficos, no son problema mío.

Detrás de su máscara de perseguidor, lo que define a este blade runner es la inmovilidad, la inercia y la fragilidad. Es un antihéroe que carece de conocimientos para sobrevivir en ámbitos ajenos al suyo. Dueño de una identidad quebrada, no expresa ni fe ni ilusiones, a pesar del sueño intermitente de un unicornio atravesando un bosque luminoso, reminiscencia del edén perdido, nostalgia de la ensoñación. Asolado por la insistente presencia del agente Gaff, el asistente del capitán Bryant, que deja figuritas de papel por todas partes como símbolo de la omnipresencia del gran hermano, Deckard es un disciplinado y eficiente burócrata cuyas certidumbres comienzan a convulsionarse a partir de su encuentro con Rachael. Hasta entonces, había hilvanado el sentido de su vida de acuerdo con sus propias tareas policiacas. Cuando tomó este caso, era un agente retirado que comenzaba a deambular como fantasma en las calles nocturnas de Los Ángeles. Ante su negativa inicial, el capitán Bryant lo miró a los ojos con cierto dejo de arrogancia, seguro de que su retórica tendría efecto en el policía, y le espetó: "Si no eres un blade runner, no eres nadie".

Palabras de agravio para quien vive en un mundo en el que se exige ser alguien. En este escenario, la identidad como sentido de pertenencia significa pertenecer a todos, menos a sí mismo. ¿Qué clase de individualismo propone la modernidad que invisibiliza a los sujetos mediante sus roles y adscripciones? Como lo dice Alejandro Piscitelli:

La sociedad –y el mercado– nos exigen ser nosotros mismos. Pero no tenemos identidad a menos que representemos a organizaciones, a cual más poderosa, anónima y gigantesca. No hay yo sin ellos. ¿Pero hay lugar para el yo en el relampagueo de las terminales? ¿Habrá nosotros a los que todavía queramos pertenecer? ¿Esos otros serán las organizaciones virtuales? ¿O las casas de campo? ¿O los retiros espirituales? ¿O la familia evanescente? ¿Pueden las redes personales sustituir las afiliaciones corporativas y profesionales? (Piscitelli, 1995:244).

En Los Ángeles del año 2019, los espacios para construir identidades son apenas nichos para sobrevivir a las instituciones que se desmoronan. Al respecto, Bernard Nöel reflexiona así sobre la relación entre las identidades profesionales y la construcción de sentidos en el contexto crítico de la modernidad:

En la sociedad laica, los hombres sólo pueden encontrar el sentido al interior de su actividad y de sus relaciones, puesto que en la ausencia de Dios la actividad y las relaciones representan el único apoyo del que disponemos para transformar el tiempo. Transformar el tiempo que nos arrastra hacia la muerte. Transformarlo en sentido. La privación del sentido significa ser arrojado hacia la muerte y no encontrar ningún asidero para detenerse. Nuestra época está en crisis porque los individuos desean ir hacia el sentido, pero su pertenencia al cuerpo económico sólo los conduce al consumo, que está hecho de mortalidad (Nöel, 1996:51).

 

Solidaridad

De allí que una de las esferas cultivadas y trocadas por los sujetos para ir hacia el sentido resulte ser el espacio de la intimidad. Mientras Deckard dormita, Rachael recorre con la mirada su apartamento y se detiene en unas viejas fotografías de familia acomodadas sobre el piano. Observa con curiosidad esos rostros lejanos que alguna vez tuvieron vida. Junto a éstos, descubre una partitura, se acomoda frente al piano y comienza a tocar. Deckard despierta, se aproxima lentamente hacia ella y le dice:

—Soñé con música.

—No sabía si podría tocar —responde Rachael—. Recuerdo haber tomado clases. No sé si sea yo o la sobrina de Tyrell.

—Tocas maravillosamente.

Deckard intenta seducirla, el miedo la invade y trata de huir, pero el blade runner la detiene en la puerta. Ahí, Rachael se encuentra por vez primera con la pasión humana. Ambos inician una relación íntima que representa las formas cómo se construyen los vínculos de amistad y amor en los contextos dinámicos de la modernidad. Estos lazos íntimos se sustentan en la confianza que produce la compleja fragua de rutina, integridad, recompensa y sentido práctico. Las sociedades modernas han transformado los mecanismos tradicionales mediante los cuales los sujetos construyen sus entornos de confianza: el sistema de parentesco, el predominio de la comunidad local, la cosmología religiosa y la tradición, concebida como "rutina intrínsecamente significativa" (Giddens, 1999:103) que tiende a estructurar la temporalidad y, a través de las imágenes del pasado, organiza el futuro. Estos mecanismos, sin duda presentes aún en nuestra cotidianidad, están siendo intervenidos y transfigurados por proyectos reflexivos orientados a la construcción del yo. La tesis de Giddens (1999, 1995) apunta a la relación dialéctica entre los procesos de transformación de la intimidad y los dispositivos de desanclaje de los sistemas abstractos que imponen la necesaria creación de mecanismos de fiabilidad:

Las rutinas estructuradas por los sistemas abstractos poseen un carácter vacío, no moral, y esto cobra validez en la idea de que lo impersonal inunda progresivamente lo personal. (...) ¿Qué significa todo esto en términos de la confianza personal? La respuesta a esta pregunta es fundamental para entender la transformación de la intimidad en el siglo XX. La fiabilidad en las personas no está enmarcada por conexiones personalizadas dentro de la comunidad local ni por redes de parentesco. La fiabilidad en un plano personal se convierte en un proyecto, algo que ha de ser "trabajado" por las partes implicadas, y que exige franqueza (Giddens, 1999:116-117).

En Blade Runner, el vínculo íntimo entre Rachael y Deckard, nutrido por un deseo pasional que se convierte en amor, se basa en una creciente fiabilidad. Es un irse abriendo hacia el otro que, al mismo tiempo, se deja invadir. Esta entrega mutua, ya no está dada por los principios de la antigua tradición. Es decir, la relación amorosa no se forja de acuerdo con los dictados de la familia, la comunidad, la religión y las costumbres. Sino que ha de construirse. Se va conquistando en un proceso que los conducirá a la autorrevelación. El amor constituye el último lazo de certidumbre y anclaje en un mundo evanescente. La lucha de Deckard por salvar a Rachael, en un escenario de debacle existencial, connota la permanencia última del amor. No sólo como recurso de salvación, sino como posibilidad de principio. Un umbral hacia la esperanza. Ni utopía, ni retorno a lo sagrado; sólo esperanza. Es, además, uno de los elementos centrales de la filmografía cyberpunk. Películas como Brazil (Terry Gilliam, 1985), Días extraños (Kathryn Bigelow, 1995), Fugitivo del futuro (Johnny Mnemonic, Robert Longo, 1995), Nirvana (Gabriele Salvatores, 1996), Ciudad en tinieblas (Dark City, Alex Proyas, 1998), El Piso 13 (Josef Rusnak, 1999), la saga de The Matrix (hermanos Wachowski, 1999, 2003) y El pago (Paycheck, John Woo, 2006), entre otras, nos presentan diversas tramas donde el protagonista, perseguido por las patologías del sistema social, sólo puede confiar en una mujer, su confidente, su cómplice. Juntos, subvierten lo social, lo revientan y lo reinventan. Quizás la palabra que mejor define la construcción de la intimidad en los filmes cyberpunk es "solidaridad". Amor solidario ante la incertidumbre, ante el riesgo institucionalizado, la amputación de la memoria, la circularidad y migración de las identidades y la mortalidad.

No obstante, si en la pantalla el amor y el deseo se fraguan en diversas estrategias de insurrección, en la sociedad contemporánea ambos se flagelan, según la perspectiva de Eduardo Milán:

La palabra "amor", por gracia del psicoanálisis, ha sido sustituida por una palabra más liviana, la palabra "deseo". Esa sustitución significa una revolución copernicana no sólo en el centro de la retórica –con ella muere un tópico literario– sino en el centro de la vida. El amor es singular, el deseo es plural. Y la pluralidad del deseo le quita dimensión trágica al antiguo concepto del amor. Quiero decir: "deseo" es una palabra que corresponde a la realidad temporal que vivimos, a la realidad de lo simultáneo. Y del mismo modo que ya no hay tiempo sino tiempos, ya no hay amor sino amores. El amor como posibilidad de transgresión temporal está acabado. Y el amor como posibilidad de conquista de otra realidad –de una realidad más noble, más justa y más humana– está acabado porque todas las realidades –aun las "otras"– ya están aquí. Nunca como ahora la riqueza temporal había acabado con lo esencial (Milán, 1994:42).

 

Ironía

En el extremo opuesto del cuadro se encuentra J. F. Sebastian, el ingeniero genético de 25 años que trabaja para la Corporación Tyrell. Pequeño y débil, este sujeto padece un acelerado proceso de envejecimiento causado por el síndrome de Matusalén, que descompone sus células de manera irreversible. A pesar de su talento, continúa en la Tierra, precisamente, porque no aprobó el examen médico. En un universo sobrepoblado, Sebastian habita un piso completo del hermoso y solitario Edificio Bradbury, en pleno corazón de la ciudad. Es una especie de ermitaño urbano. Sin embargo, el genetista se las ha arreglado para afrontar su propio abandono. Es un niño indeleble, tímido y depresivo, que fabrica sus propios juguetes vivos, sus únicos amigos: un gran oso de peluche con atuendo napoleónico, acompañado por un enano pálido con nariz de Pinocho envuelto en un traje militar del siglo diecinueve y con un casco cromado. Cada noche, estos personajes de Waterloo le dan la bienvenida al genetista y se alejan marchando y colisionando con los márgenes de las puertas.

Aunque el tratamiento de Blade Runner descansa en la ironía, estos juguetes encantadores y a la vez siniestros representan los únicos signos manifiestos de humor en el filme. Un humor irónico, como todo aquel que se deriva de una fatalidad perceptible, el mejor humor. Pero no el cinismo: esa visión pesimista que admite la inviabilidad del mundo y, al mismo tiempo, opta por la indiferencia y la parálisis. Un humor insensible que se niega a afrontar las problemáticas del ser y sus múltiples consecuencias. La mirada irónica, por su parte, se sitúa en el extremo opuesto del cinismo. Ciertamente, reconoce que todo proyecto humano está condenado al fracaso y que la vida es una broma pesada, pero sufre con intensidad su propio desencanto y busca obstinadamente las puertas de la salvación. La ironía requiere de capacidad inventiva para poder activar los engranajes de la contradicción; por eso el arte es su vehículo predilecto. Como asegura Haraway en su Manifiesto para Cyborgs:

La ironía se ocupa de las contradicciones que, incluso dialécticamente, no dan lugar a totalidades mayores; se ocupa de la tensión inherente a mantener juntas cosas incompatibles, consideradas necesarias y verdaderas. La ironía trata del humor y de la seriedad. Es también una estrategia retórica y un método político... (Haraway, 1995:253).

En la ironía de Blade Runner no hay humor feliz, sino una mirada profunda e insólita sobre la arruinada situación humana. Pero ambos, tanto la ironía como el cinismo, se han convertido en una expresión de la profunda crisis de la modernidad, en la medida en que ésta ha sido incapaz de cumplir sus promesas esenciales. La primera propone cierto tipo de reflexividad crítica: la sonrisa que provoca exige atar cabos, movilizar el pensamiento y establecer correspondencias; el segundo connota el agotamiento de toda introspección y la derrota de la esperanza.

El encuentro de J. F. Sebastian con los replicantes Pris y Roy Batty resume la ironía fundamental del filme: el genetista que coadyuva en la creación de los Nexus 6, entidades físicamente superiores, resulta ser un catálogo de anomalías, patético y lastimero. Esta circunstancia habla del desfase entre la evolución biológica-genética y el desarrollo tecnológico-cultural. Biológicamente, no hemos evolucionado al ritmo de nuestros recursos racionales y simbólicos. El cambio tecnológico de los últimos 300 años, y particularmente durante el siglo veinte, posibilita la metáfora del cyborg como extensión de nuestra condición humana: un organismo poco desarrollado con una mente hiperdesarrollada. Mientras Batty analiza el tablero de ajedrez, pregunta:

—¿Por qué nos miras, Sebastian?

—Porque son tan diferentes. Tan perfectos...

—Sí —murmura Batty.

—¿Qué generación son? —pregunta Sebastian.

—Nexus 6.

—¡Ah, lo sabía! Yo hago diseño genético para la Corporación Tyrell... Tú tienes algo mío. ¿Muéstrame algo?

—¿Como qué? —responde Batty.

—Cualquier cosa.

—No somos computadoras, Sebastian. Somos cuerpos.

—Pienso, Sebastian, luego existo —sentencia Pris.

La genialidad humana, en Blade Runner, ha producido seres tan breves como inalcanzables. Tanto el genetista como los replicantes se extinguen rápidamente. Sin embargo, el argumento fílmico plantea un dilema sustancial: Sebastian, a diferencia de los Nexus 6, no se muestra obsesionado por la experiencia inevitable de la muerte, ni parece estar interesado en reclamar más vida. De alguna forma, personifica la definición durkheimiana de anomia (Durkheim, 1965) como pérdida individual del sentido por efectos de lo social. La verdadera crisis existencial la portan, paradójicamente, los androides. Una crisis que los hombres-dioses son incapaces de mitigar o encauzar porque a esas alturas de la civilización no pueden ni con su alma. Desde la óptica de los replicantes, este estado de cosas justifica plenamente la rebelión contra las reglas del creador, del mismo modo como los hombres modernos se han alzado contra el reino de Dios y lo han exiliado por incumplimiento de contrato.

Cuando por fin Roy Batty se encuentra con su creador, Tyrell, el artífice de su conciencia, los andamiajes míticos del poder se derrumban:

—¿Cuál es el problema? —pregunta Tyrell.

—La muerte —responde Roy Batty.

—¿La muerte? Me temo que eso está un poco fuera de mi jurisdicción.

—¡Quiero más vida, padre! —sentencia el replicante.

Ante la negativa de Tyrell y la mirada horrorizada de Sebastian, el Nexus 6 asesina a sus creadores, no sin antes comunicarles el descubrimiento de su propia moralidad: "He hecho cosas cuestionables". Roy Batty quería más vida, no inmortalidad. Quería más tiempo de existencia, el suficiente para acercarse a la complejidad de su creador. El tiempo indispensable para entregarse y deleitarse en el sentido. Sólo eso. En su imposibilidad de acceder a la utopía, la máquina se vuelve tan orgánica que asume, ya no una identidad racional, sino una primitiva, casi animal. Sin utopías sólo hay identidades quebradas. En Blade Runner, los replicantes no sufren la dualidad de su condición: no desean convertirse en humanos, porque no poseen el mito del origen. Son los humanos quienes padecen esta contradicción: admiran la perfección de los replicantes y, a la vez, les temen y los exterminan. Según Haraway, la identidad del cyborg

[...] se sitúa decididamente del lado de la parcialidad, de la ironía, de la intimidad y de la perversidad. Es opositivo, utópico y en ninguna manera inocente. (...) Su principal problema, por supuesto, es que son los hijos ilegítimos del militarismo y del capitalismo patriarcal, por no mencionar el socialismo de Estado. Pero los bastardos son a menudo infieles a sus orígenes. Sus padres, después de todo, no son esenciales (Haraway, 1995:256).

Enterado de los homicidios de Tyrell y Sebastian, Rick Deckard se dirige al Edificio Bradbury para eliminar a la replicante Pris y protagonizar una persecución despiadada de un furioso Roy Batty, que ya muestra síntomas de extinción. El Nexus 6 acosa al blade runner en un ritual primitivo de cazador y presa. Parece que juega con su víctima, pues una vez que lo alcanza le da nuevamente espacio para que escape. Abandona de pronto su papel de replicante para convertirse en un animal sediento que aúlla en la ruinosa soledad del edificio. Roy Batty, el Nexus 6, se ha transformado en una síntesis del humano, el animal y la máquina. Sobre esto, Haraway argumenta que "el cyborg aparece mitificado precisamente donde la frontera entre lo animal y lo humano es transgredida. Lejos de señalar una separación entre la gente y otros seres vivos, los cyborgs señalan apretados acoplamientos inquietantes y placenteros" (Haraway, 1995:256).

Luego de trepar con dificultad hasta la azotea del inmueble, con dos dedos de la mano fracturados y acosado por un replicante enloquecido que parece disfrutar con el martirio psicológico, el blade runner hace un intento desesperado por escapar saltando hacia el edificio anexo, pero queda suspendido de la cornisa más alta del Lloyd's Bank. A punto de caer, Deckard es sujetado por Roy Batty. En un gesto de compasión inesperado, el replicante salva la vida de su verdugo, revelándonos la compleja relación entre el poder y la ética. Ante el frustrado intento por ampliar su permanencia en el mundo, aunado al impulso emocional de vengar el retiro de sus amigos, este replicante opta por una decisión ética en los márgenes de su existencia. Al preservar la vida de su cazador, el Nexus 6 ha migrado su identidad de máquina hacia lo esencialmente humano. Luego, con evidentes referencias religiosas, Roy Batty extrae de su mano el doloroso clavo que lo precipita a la conciencia de estar vivo y, con templada resignación, imprime en el blade runner una profunda lección de humanidad. Una llovizna insistente moja el rostro de Deckard mientras escucha, perplejo, las palabras finales del androide. Y antes de liberar una paloma de sus manos muertas, en un súbito golpe de melancolía, el replicante celebra con Deckard el valor intransferible de lo vivido:

He visto cosas que los humanos no creerían. Naves de ataque ardiendo sobre los hombros de Orión. He visto rayos de mar resplandeciendo junto a la Puerta de Tannhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es tiempo de morir...

 

Consideraciones finales

Entrevimos cómo se representan ciertos efectos radicalizados de la modernidad en el discurso cinematográfico de Blade Runner y, concretamente, en la construcción fílmica de las identidades. Blade Runner muestra los desafíos que experimentan las sociedades complejas frente a las dinámicas de la diversidad, la interculturalidad y la emergencia de lo instituyente. La presencia del extraño en las redes de interacciones sociales (el androide que adquiere conciencia de su mortalidad) se convierte en un factor de tensión y transformación del entorno. Esta modalidad discursiva es evidentemente posmoderna, pues en su centro está el debate sobre la migración o el desplazamiento de las identidades. Por otra parte, connota los siguientes códigos identitarios: 1) la mortalidad, 2) la memoria y el poder, 3) la anomia y el sentido, 4) la solidaridad y 5) la ironía.

Desde el enfoque de las representaciones sociales, Blade Runner predica una visión pesimista en torno a las posibles secuelas provocadas por los desequilibrios de la sociedad mundial. A diferencia de los discursos apologistas sobre la modernidad que celebran los alcances de la democracia, las libertades, la sociedad informacional y el bienestar de amplios sectores de población, los personajes de esta película cargan una suerte de fatalidad interiorizada, aquella que a fuerza de repetirse termina siendo imperceptible. Esta fatalidad se encarna en la degradación del paisaje urbano, en la crisis de reflexividad frente al desarrollo tecnológico, en el agobio de los actores ante la debacle general de sus condiciones de vida, en la anomia y encapsulamiento de las identidades frente al predominio de los sistemas expertos, y en el encumbramiento de la sociedad del riesgo. Es así como el largometraje despliega, a través de la ficción futurista, una mirada desencantada en torno a la radicalización de los efectos de la modernidad.

Es también una obra moral, si se entiende este concepto no como un relato contaminado por el didactismo o la moraleja, sino como la alegoría que ilumina la problemática de lo humano. Su profundidad simbólica radica en la afirmación de que las mujeres y los hombres no somos seres que evolucionamos moralmente. Aquellos valores esenciales que pueden asegurar nuestra permanencia como especie no se transmiten genéticamente. Por el contrario, lo humano es un valor que debe aprenderse y transmitirse a cada generación. Y por supuesto, renovarse. Supone la edificación de un sistema cultural que ponga a la alteridad, al otro, en el centro de las relaciones sociales. De allí que esta cinta represente, de acuerdo con Fernando Savater, "uno de los mayores esfuerzos metafísicos del cine actual" (2001:95).

En este sentido, el cine, como creación artística, no desea reflejar fielmente las realidades del mundo; eso es tarea de científicos sociales, historiadores y periodistas. Quiere, en cambio, ser una metáfora del mundo. Quiere recrear o imaginar escenarios e historias a través de sus propios recursos expresivos. Quiere fundar mitos, llevar hasta las fronteras significantes aquello ya dicho y por decirse. Sus sentidos apuntan, no a los baluartes de la verdad, sino a los repertorios de lo creíble, de lo verosímil. Para ello debe apropiarse de una tradición expresiva y ponerla en juego con la mayor coherencia y consistencia posible. Entre lo verdadero y lo verosímil, sin embargo, existen vasos comunicantes. Flujos de sentidos múltiples inscritos en contextos de posibilidades simbólicas e imaginarias. Nuestra tradición ha insistido en que las obras artísticas relevantes son fuente permanente de mitos. Y Blade Runner, como otros filmes significativos, ya se ha integrado a nuestras mitologías del futuro. Los mitos son parte fundamental de la producción social del sentido. Y el cine, uno de sus vehículos privilegiados.

 

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Información sobre el autor

Fernando Vizcarra. Mexicano. Doctor en sociología por la Universidad de Zaragoza, España. Es profesor-investigador del Centro de Investigaciones Culturales-Museo de la Universidad Autónoma de Baja California. Sus intereses de investigación se inscriben en el campo de los estudios culturales y la comunicación: medios y discursividades; modernidad, cine e imaginarios sociales, y la construcción del campo académico de la comunicación en Baja California. Fue director de 2005 a 2010 de la revista de investigación Culturales, publicación semestral de CIC-Museo inscrita en el Índice de Revistas Mexicanas de Ciencia y Tecnología del Conacyt. Es miembro del comité editorial de Bellas Artes, de la Universidad de La Laguna , España; Global Media Journal en Español, revista electrónica del Tecnológico de Monterrey  (ITESM), y Estudios Fronterizos, de la UABC. Actualmente desarrolla el proyecto de investigación "Representaciones de la frontera México-Estados Unidos en el cine actual". Coordinó con Hugo Méndez el libro colectivo Huellas compartidas. Ensayos sobre el campo académico de la comunicación en Baja California (UABC, 2009).

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