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Andamios

versão On-line ISSN 2594-1917versão impressa ISSN 1870-0063

Andamios vol.18 no.46 Ciudad de México Mai./Ago. 2021  Epub 17-Jan-2022

https://doi.org/10.29092/uacm.v18i46.851 

Artículos

Reinventar la naturaleza para hacernos cargo del Capitaloceno: la propuesta de Donna Haraway

Reinventing nature to take over the capitalocene: Donna Haraway’s proposal

Verónica Araiza Díaz* 

*Becaria del Programa de Becas Posdoctorales de la Coordinación de Humanidades, UNAM. Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales, asesorada por la Dra. Sandra Ramírez Sánchez. Correo electrónico: araizadgb@hotmail.com


Resumen

El propósito de este artículo es plantear la actual crisis ambiental como problema filosófico, un asunto existencial, de conocimiento y de formas de vida. Para ello se exploran las ideas de la bióloga y filósofa norteamericana Donna Haraway, quien ha analizado el concepto de naturaleza en el pensamiento moderno, el cual la concibe entidad inerte; en cambio, la autora sugiere que la naturaleza es una articulación biocultural. Asimismo, a partir de su propuesta entendemos que no se trata de combatir la crisis, sino de asumir responsabilidades, para imaginar futuros posibles esperanzadores, como alternativa al pesimismo que distingue a la narrativa del Antropoceno/Capitaloceno.

Palabras clave: Donna Haraway; naturaleza; crisis ambiental; Capitaloceno; Antropoceno

Abstract

The purpose of this paper is to pose the current environmental crisis as a philosophical problem, an existential matter, a question of knowledge and ways of life. We explore the ideas of American biologist and philosopher Donna Haraway, who has analyzed the modern concept of nature, which defines it as an inert entity; instead, she suggests it is a biocultural articulation. Likewise, based on her proposal, we understand it is not a matter of fighting the crisis, but of taking responsibilities, in order to figure possible hopeful futures, as an alternative to the pessimism that distinguishes the Anthropocene/Capitalocene narrative.

Key words: Donna Haraway; nature; environmental crisis; Capitalocene; Anthropocene

La naturaleza, en definitiva, no es un lugar físico al que uno pueda acudir, ni un tesoro para confinarlo o acumularlo, ni una esencia para ser salvada o corrompida. La naturaleza no está oculta y, por lo tanto, no necesita ser revelada. No constituye un texto para ser leído según los códigos de la matemática y la biomedicina. Y tampoco es lo 'otro' que ofrece origen, reabastecimiento y servicio. Ni madre, ni enfermera, ni esclava; la naturaleza no es una matriz, un recurso, o una herramienta para la reproducción del hombre.

Donna Haraway

Introducción

Nos encontramos en una crisis socioambiental planetaria de grandes dimensiones que ya es difícil soslayar, se vuelve cada vez más ineludible tanto para gobiernos y empresas, como para la academia y la ciudadanía en general, a nivel local y global. No es de sorprender que cada uno de estos actores se enfrente al problema de manera particular, dado que tienen una posición distinta en el mundo social y, por lo tanto, su perspectiva sobre la raíz del problema y sus posibles soluciones es diferente. De hecho, dentro del ámbito académico existe un amplio debate que da cuenta no solo de la complejidad del asunto, sino de la multiplicidad de enfoques en todos los campos científicos que son convocados a dar respuestas ante tal situación.

A partir de lo anterior nos preguntamos si la crisis ambiental es meramente un problema tangible -observable en el entorno- o si es igualmente una cuestión de orden epistémico, en tanto que guarda relación con las representaciones, concepciones y conocimiento del mundo mismo. Sugerimos que esta dimensión es fundamental tanto para comprender la raíz, desarrollo y estado actual de la problemática, como para construir propuestas y alternativas; pensamos que no tenemos que combatir la crisis, sino asumir colectivamente la responsabilidad sobre ella, por lo que también es un asunto ético que nos invita a cuestionar nuestras formas de vida.

Por tal razón, analizaremos las claves teóricas (no abstractas1) que nos ofrece Donna Haraway para abordar en su complejidad esta “crisis civilizatoria” como algunos la llaman, con el objetivo de comprender mejor el fenómeno, a partir de su mirada crítica radical y la cual encontramos adecuada para trazar itinerarios políticos pertinentes para este siglo XXI. Comenzaremos con un esquema de las relaciones teóricas que establece la autora. Pasaremos después a su idea de lo situado para hacer evidente el lugar desde el que ella habla y la importancia en general de la localización en el análisis de la problemática ambiental. Posteriormente se hará una breve discusión terminológica de los conceptos de Antropoceno y Capitaloceno para reconocer el tema como un entramado económico, político y cultural, para entonces hablar de la problemática ambiental como tal, lo que se hará en un apartado propio. Una vez hecho esto, trataremos la dimensión filosófica del asunto, principalmente desde la epistemología y seguidamente se analizará la crítica de la autora al concepto de naturaleza. Entonces hablaremos de su propuesta ética de afrontar la crisis ambiental y daremos un espacio a exponer su utopía particular, la que se expresa en modo de ciencia ficción feminista. Cerraremos con unos apuntes dedicados al perfil estético del pensamiento de esta autora.

Entramado teórico. Diálogos harawayanos

Donna Haraway es una teórica compleja que se mueve en distintas líneas de investigación. En la epistemología feminista dialoga con Sandra Harding, Sharon Traweek y Evelyn Fox Keller sobre el papel del género y el lenguaje en la conformación de la ciencia moderna, así como el cuestionamiento de la objetividad. En los estudios sociales/culturales de la ciencia y la tecnología coincide con la visión de Bruno Latour e Isabelle Stengers, de quienes ha recuperado el concepto de cosmopolítica, una idea de lo político que incluye a lo no humano. Igualmente la podemos ubicar en la antropología ambiental, donde tiene afinidad con Anna Tsing y Deborah Bird Rose, quienes le han dado un sello multiespecie al trabajo etnográfico. Haraway también ha contribuido a la teoría de la información y la digitalidad desde su concepción cyborg (2014) elaborada en los años ochenta y en la cual hay una fuerte influencia de la teoría cibernética. Por otro lado, la norteamericana también puede ser leída desde la filosofía posthumanista, aunque ella no abraza completamente el término, pero sus reflexiones se encuentran con las de Rosi Braidotti, una de las principales teóricas de esta corriente; entre ellas dos hay un vínculo filosófico a través del neomaterialismo, una perspectiva transdisciplinaria emergente que replantea la pregunta por la materia, reconociendo su carácter agencial y la dialéctica materia-significado, y del cual una de las principales exponentes es la física Karen Barad, cuyos planteamientos hacen eco en la propuesta de Haraway de simpoiesis (co-producción de múltiples agentes).

En términos generales podemos decir que Haraway utiliza elementos conceptuales de las humanidades en su análisis de la tecnociencia como producción cultural, toda vez que ésta elabora discursos que construyen imaginarios y formas de vida; su perspectiva es feminista, por lo que se pregunta por la cuestión del género en dicha producción. Este enfoque semiótico o cultural le permite desarrollar herramientas de análisis epistemológico de gran calado, en el que los modos de conocimiento y producción de sentido juegan un papel fundamental en la configuración del mundo, que podríamos decir que en el fondo es lo que verdaderamente le interesa, en razón de las posibilidades reales de modificar el estado de cosas a partir de una re-significación de las representaciones dominantes del mundo. Dicho de otro modo, representar el mundo es figurar o hacer el mundo, lo que -de hecho- se hace, deshace y re-hace históricamente y en lo cual la ciencia ha tenido un papel determinante. Cabe decir que para Haraway la significación no es un atributo meramente humano, los otros seres vivos también usan signos e interpretan el mundo, así que podríamos decir que ella asume el enfoque de la biosemiótica.

Haraway entabla diálogos directos e indirectos con múltiples autores, de los cuales ella toma conceptos que recombina con su propio pensamiento. De hecho, para ella el conocimiento es -dicho en sus propios términos- tentacular, es decir, rizomático y colaborativo, lo mismo que abierto e inacabado, lo que explica por qué ella apuesta por la especulación como método de investigación, o sea un modo de reflexión profunda e imaginativa.

En lo que respecta al tema que nos ocupa, Haraway realiza un examen detallado de la concepción moderna de naturaleza, producida en el ámbito tecnocientífico. Al igual que otros autores, ella apunta el carácter narrativo del quehacer científico y la figuración específica que a través de él se hace de la naturaleza. Para ello, la autora retoma las ideas de Steven Shapin y Simon Schaffer quienes explicaron cómo nació el modo de vida experimental en la ciencia moderna y su cualidad discursiva; a partir de ahí ella emprende un trabajo de análisis semiótico para dar cuenta de cómo la naturaleza ha sido (re)inventada por la narrativa científica, especialmente en el campo de la biología.

Localización. ¿Desde dónde habla Haraway?

Para Haraway, como exponente de los estudios culturales de la ciencia y como epistemóloga feminista, no existe una realidad objetiva que pueda ser revelada desde una posición panóptica. Ella propuso el concepto de “conocimientos situados” para hacer énfasis en la “perspectiva parcial” (1995); esto significa que el conocimiento es siempre localizado, depende de la ubicación de quien mira y, por lo tanto, la objetividad consistiría no en una mirada única autorizada para hablar por la realidad, sino en un acopio de las múltiples perspectivas situadas que efectivamente dan cuenta de ella, lo que Sandra Harding denomina “objetividad fuerte” (1986).

La idea de lo situado es central en el pensamiento de Haraway, razón por la cual ella hace evidente su lugar de enunciación: el de mujer, blanca, norteamericana, académica, católica; podríamos agregar: bióloga, filósofa, feminista, marxista, antimilitarista, anticolonialista y antiespecista. En modo alguno se trata de etiquetas o simpatías, sino de posicionamientos y compromisos que hacen ver que el conocimiento nunca es inocente; que no lo sea no es lo problemático; en cambio, sí lo es el gesto de esconder, simular o negar que hay intereses en juego. El mundo, en términos materiales y simbólicos, es siempre un espacio de disputa.

Lo que nos interesa señalar aquí es que la crisis socioambiental de la que hablamos requiere de un enfoque situado, que permita observar las distintas posiciones de los actores, humanos y no humanos, cuyas relaciones configuran o dan forma al mundo en su devenir. La propia ciencia envuelve un conjunto de actores específicos que miran desde cierto lugar, por lo que no serían los únicos que pueden dar respuestas a dicha problemática.

El enfoque situado nos da la posibilidad de valorar las distintas perspectivas que se hacen necesarias para comprender lo que ocurre en una dimensión más amplia; y sobre todo, reconocer la potencia -aún por descubrirse ampliamente- de la perspectiva de “los inadaptados/ables otros”, expresión que Haraway toma prestada de la teórica feminista vietnamita Trinh Minh-ha (1986), que se refiere a los outsiders, los sujetos marginales que no han sido engullidos por la cultura hegemónica, los cuales nos mostrarían formas “de establecer conexiones potentes que excedan la dominación” (Haraway, 2019a, p. 46).

En síntesis, hoy más que nunca y ante esta coyuntura, necesitamos considerar el conocimiento local/izado -producido desde la subalternidad radical-, desde la “conciencia opositiva diferencial” -diría Haraway de la mano de Chela Sandoval (1991)-, que históricamente ha sido soterrado, pues en él se encuentran claves que nos pueden ayudar a con-figurar (imaginar en común) un mundo post-apocalíptico, lo que ya no es únicamente interés de la ciencia ficción, sino una obligación de la humanidad entera.

Definición. ¿Antropoceno o Capitaloceno?

En años recientes se ha desarrollado un amplio debate respecto a cómo denominar a nuestra era en términos geológicos. Dados los cambios que se perciben en el mundo moderno -precisamente en razón de la explotación de la naturaleza por parte del ser humano- se propuso el término Antropoceno (Crutzen y Stoermer, 2000), etapa que habría comenzado con la revolución industrial de finales del siglo XVIII y que supone un impacto global de las actividades humanas sobre el ecosistema, lo que se denomina influencia antropogénica. Pero como la intervención de la humanidad en la naturaleza ha ocurrido desde hace aproximadamente 9000 años, a partir de la revolución agrícola neolítica, parece que más bien la catástrofe ecológica ha sido provocada por el sistema económico, razón por la cual surgió el término Capitaloceno2 (Moore, 2013).

Cabe aclarar que el término Antropoceno, aunque se ha generalizado, no es un concepto aceptado por la comunidad científica del campo de la geología; en sentido estricto, no hay una convención respecto a una nueva era geológica y/o si ésta puede ser denominada así. Pero lo interesante es que ha dado pie a una discusión extensa en distintos campos disciplinares sobre una serie de cuestionamientos que ya no podemos ignorar, ni como seres humanos, ni como gente de ciencia.

Haraway se opone al concepto de Antropoceno, por considerarlo antropocentrista, eurocentrista y burgués; con justa razón, pues en él se reafirma la posición privilegiada de lo humano, en abstracto, desde la mirada blanca y de clase privilegiada como son los científicos, cuestión que para nuestra autora es inaceptable, pues si se ha de hablar de efectos, debemos pensar en ellos en términos bioculturales, biotécnicos, biopolíticos e históricos de gente situada y no del “Hombre” (2016). Asimismo, ella sostiene que la especie humana y sus herramientas no hacen la historia, con lo que se opone al excepcionalismo humano que supone que solo los humanos cuentan (en) la historia del planeta. Chakrabarty (2009) lo plantea diferente, pero refiere lo mismo, al sostener que en el pensamiento moderno la historia del ser humano se distingue de la “historia” de la naturaleza, e incluso la propia noción de historia natural es puesta duda toda vez que ha dominado la idea de que solo la experiencia y conocimiento humanos constituyen la historia.

Según Haraway (2016), lo que describe el Antropoceno sería más un evento límite que una época y, en todo caso, se trataría de hacer que durara lo menos posible. Finalmente, y muy importante, ella rechaza el concepto pues asegura que éste mina nuestra capacidad de imaginar y cuidar de otros mundos. Bruno Latour también desconfía del término y nos advierte -en tono irónico- que

el actor humano al que se atribuye el hecho no es un personaje que pueda ser concebido, evaluado o medido... Ni siquiera se trata de la raza humana considerada in toto, ya que el perpetrador es solo una parte de la raza humana, los ricos y poderosos, un grupo que no tiene forma definida ni límite y que desde luego no tiene representación política (Latour, 2012, p. 69).

Por tanto, la abstracción de lo humano en el concepto de Antropoceno nos impide como colectivo humano llamar a cuentas a los sujetos específicos que son mayoritariamente responsables del desastre ambiental.

Por su parte, Rosi Braidotti tampoco simpatiza con la noción de Antropoceno y prefiere, en términos filosóficos, analizar el fenómeno desde lo posthumano (2015), pues lo más destacado de lo que ella denomina “convergencia posthumana” (2019) -entre la cuarta revolución tecnológica y la Sexta Extinción- es que nos obliga a replantear nuestra noción de lo humano y a poner en duda la supremacía de nuestra especie. Haraway, por su parte, parece centrarse más en la resignificación de la naturaleza; sin embargo, la búsqueda de otro “lugar común” o “topos”, como ella la entiende (2019a), supone de forma adyacente una reconfiguración de lo humano, lo que -a su vez- demanda la generación de nuevos relatos que nos permitan materializar otros mundos posibles, como expondremos más adelante.

Haraway prefiere el término Capitaloceno, pues éste da cuenta de la influencia del sistema económico-cultural en la conformación del paisaje apocalíptico, lo que ya no sería la abstracción del Anthropos, sino una especificidad relacionada con la forma de vida capitalista, misma que no se puede separar de las prácticas tecnocientíficas, sin las cuales no habría influencia antropogénica, ya que la intervención humana en el ambiente no se ha dado de forma casual ni desordenada, sino por medio de la razón y la tecnología, de manera estructurada, instrumental e institucionalmente, por ejemplo en la agricultura a gran escala o la agroindustria, lo que explica por qué se han propuesto también los términos Plantacionoceno (Tsing) o Tecnoceno (Hornborg).

Aquí optamos por la expresión Capitaloceno, para no obviar el papel del sistema socio-económico-cultural en la crisis ambiental actual, pues -como advierte Alf Hornborg (2017) - “si nos referimos simplemente al Antropoceno arriesgamos dejar las desigualdades afuera del cuadro general”. Sin embargo, entendemos -con Haraway- que el capitalismo no es una fuerza abstracta y supraterrenal, sino que se trata de un fenómeno articulado por múltiples actores, que igualmente conlleva una episteme3 y un ethos que deben ser puestos en cuestión si queremos afrontar la crisis. Pero, el asunto no se puede reducir al capitalismo ni a la búsqueda de un sistema socioeconómico más justo y amigable con el medio ambiente, sino que exige una reflexión colectiva y profunda sobre nosotros, “un proceso de redefinición del sentimiento de conexión hacia el mundo compartido y el medio ambiente: sea urbano, social, psíquico, ecológico o planetario” (Braidotti, 2015, p. 229).

Diagnosis. Un planeta herido

La crisis ambiental en la que nos encontramos se expresa en un conjunto de síntomas o señales graves de alarma que diagnostican un daño planetario acelerado y de grandes dimensiones. En la historia de la Tierra ha habido procesos de extinciones masivas de especies, derivadas de fenómenos naturales o físicos como epidemias, erupciones de volcanes o meteoritos, pero se dice que actualmente asistimos a la sexta extinción masiva en la era del Holoceno, esta vez de carácter antropogénico, pues implica la destrucción humana de la biósfera.

No hay espacio aquí para referir todas las causas y rostros del daño ecológico; por un lado, la depredación, sobrepoblación, extracción de combustibles fósiles y, por el otro, la contaminación, pérdida de la biodiversidad, calentamiento global. Tampoco podríamos describir cabalmente la crisis social que acompaña al fenómeno ambiental, pero no podemos obviar las múltiples desigualdades y formas de violencia, así como los procesos migratorios, que hacen del escenario actual un entramado complejo que nos impide entender de manera clara y precisa a lo que nos enfrentamos.

De acuerdo con Haraway, este escenario no supone una amenaza de la vida en la Tierra en sí misma, “los microbios se adaptarán” (2016, p. 43) nos dice, sino que pone en riesgo la habitabilidad (livability) en la Tierra, de familias, especies, ensamblajes e individuos. Existe un debate amplio sobre cambio climático en el ámbito científico, pero también en la esfera pública. Habrá quien esté más o menos convencido y más o menos desesperanzado, pero lo cierto es que la forma de vida hiperconsumista del capitalismo tardío, que exige una producción cada vez más acelerada, y una dinámica extractivista que no encuentra límites, ha dejado huellas y paisajes de devastación que debemos mirar atentamente, “poner atención a las ruinas” (Tsing, et al., 2017, p. 2). Es decir, como Anna Tsing et al. (2017) sugieren, los fantasmas de las especies extinguidas están ahí para recordarnos los ensamblajes que hemos alterado, y que vivimos en un presente imposible bajo la amenaza de futuras extinciones, por lo que esos fantasmas, esas huellas, son también la esperanza de porvenires menos sombríos.

Ahora bien, es de destacar el término al que se ha llegado respecto a las “reservas” de la Tierra, lo que implica para Haraway -con Tsing (2015)- el agotamiento de las áreas de “refugio” para diversos organismos. La Tierra “está llena de refugiados, humanos y no humanos, sin refugios”, nos advierte Haraway (2016, p. 18.). Por eso, es un asunto vital, de habitabilidad, no de existencia en sí, porque nada existe en sí, dado que toda entidad es producto de ensamblajes que crean las condiciones para la vida sostenible.

El Capitaloceno constituye una amenaza biocultural muy grande, por lo que para afrontarlo requerimos desarrollar las “artes de vivir en un planeta dañado” (Tsing, et al., 2017) que van de mapear los rastros de la extinción, de recuperar los conocimientos tradicionales indígenas -que quedaron desplazados, cuando no aplastados en la configuración de la forma de vida capitalista- y de fomentar nuevas simbiosis para vivir y morir bien, lo que explicaremos posteriormente. Por lo pronto, consideramos que este escenario nos recuerda que la crisis ambiental es también un problema filosófico, tanto existencial como de conocimiento y de convivencia.

Problema Epistémico-Metafísico. La concepción de naturaleza

Hemos dicho ya que la crisis socioambiental exige una revisión de nuestra definición de naturaleza, al tiempo que nos obliga a preguntarnos sobre nuestro papel en tal problemática. Desde hace décadas, la Escuela de Frankfurt señaló el carácter instrumental y productivista que subyace a la concepción moderna de la naturaleza, como un recurso explotable, que deriva en una relación utilitarista entre el ser humano y la naturaleza.

Posteriormente, los estudios sociales y culturales de la ciencia y la tecnología, al analizar las prácticas y discursos científicos, mostraron el papel protagónico de la ciencia en la producción de imaginarios sociales dominantes (capitalistas, coloniales y patriarcales). Desde esta perspectiva, la ciencia no es ni ha sido nunca neutral, ni en la construcción de sus objetos de estudio, ni en sus metodologías-teorías y, por lo tanto, tampoco en sus resultados y aplicaciones.

La ciencia moderna ha definido -en términos de Haraway- lo que “cuenta como” naturaleza, para lo cual ha utilizado varias “técnicas de producción de significado” (2019a, p. 189), desde metáforas, conceptos, textos e imágenes hasta grandes espacios como podrían ser los museos. Haraway sostiene que “la biología es un discurso, no el mundo viviente como tal” (2019a, p. 39); es un discurso que ha definido lo que significa vida, organismo y naturaleza. Ella, en sintonía con Latour (1987) y su idea de actante, reconoce la agencia en lo no humano, afirma que “los humanos no son los únicos actores en la elaboración de las entidades de un discurso científico específico” (Haraway, 2019a, p. 39).

Dicho de manera simple, el discurso científico no es estrictamente elaborado por los científicos, sino que se articula a partir de la relación de los múltiples actores que forman parte de la dinámica socio-científica; es decir que los objetos/hechos científicos “están construidos en un mundo cambiante de prácticas tecnocientíficas por un colectivo de actores particulares, en temporalidades y localizaciones específicas” (Haraway, 2019a, p. 32). Esto es crucial pues la episteme científica no es producida de manera vertical a partir de los intereses del campo científico, sino que es resultado de una dinámica social compleja de la que no humanos y máquinas también forman parte.

Haraway se toma muy en serio el análisis de las herramientas de producción de sentido. Por tal razón, insiste en la cuestión óptica y en las tecnologías visuales de la tecnociencia, a través de las cuales se producen imágenes de gran poder ideológico, precisamente porque presumen un acceso directo a la realidad. El análisis semiótico de la ciencia que ofrece Haraway, en el entendido de que la ciencia es cultura, es relevante para comprender que no existe la realidad en sí, sino que es una cuestión de perspectivas y miradas, que no son casuales ni ingenuas. La realidad es una construcción social, que resulta de determinadas técnicas visuales, lo que no quiere decir que sea una simulación total, sino que envuelve la producción de imágenes/discursos que son socialmente negociados, en articulación con lo no humano. La noción moderna de naturaleza responde a un régimen visual, establecido por el canon científico; es decir, la ciencia ha impuesto una manera de mirar y de entender la naturaleza, desde la perspectiva de los grupos mayoritariamente blancos y masculinos que conforman las comunidades académicas, para quienes la naturaleza ha sido concebida como alteridad, como lo femenino y lo opuesto a la cultura. Humanismo, androcentrismo y logocentrismo sostienen las dicotomías: ser humano-naturaleza, hombre-mujer y ciencia-cultura respectivamente. Al respecto, Haraway expresa:

conscientes de la constitución discursiva de la naturaleza como ‘lo otro’ en las historias de colonialismo, racismo, sexismo y dominación de clase de todo tipo, encontramos, no obstante, algo de lo que no podemos prescindir pero que tampoco llegamos nunca a ‘tener’ en la larga historia de este concepto problemático, etnoespecífico y móvil. Hemos de encontrar otra relación con la naturaleza además de la reificación y de la posesión (Haraway, 2019a, p. 30).

En suma, implicarnos en la discusión filosófica sobre la naturaleza es un paso ineludible si nos tomamos en serio el problema ambiental. Es necesario preguntarnos qué significa la naturaleza, qué es para nosotros, si somos parte de ella o cómo nos relacionamos con ella; es decir, dejar de darla por hecho.

Propuesta teórica. Reinventar la naturaleza

Haraway sostiene que la naturaleza ha sido constantemente re-producida en los discursos y prácticas tecnocientíficas. Por eso, de lo que se trata es de re-inventarla, en clave feminista y anticolonial, precisamente para poder establecer otra relación con ella. Para ello, es necesario salirse del paradigma representacionista de la ciencia, en el que “el científico encarna al representante perfecto de la naturaleza, es decir, del mundo objetivo constitutivamente y permanentemente mudo” (Haraway, 2019a, p. 77). Dicho canon asume que sólo hay un tipo de humano capacitado para hablar por una materialidad que carece de voz, en donde no solo se refuerza la posición antagónica sujeto-objeto, sino que se establece un monólogo narcisista, cuando podría haber un diálogo polifónico en el que participaran los humanos en su diversidad y las entidades no humanas.

En este sentido, es necesario renunciar a la representación de la naturaleza original que la ciencia heredó de la narrativa cristiana: el Jardín del Edén. Haraway dice con cierta ironía que “no hay ningún jardín, y nunca lo ha habido” (2019a, p. 68). Por ello, nuestra autora se opone rotundamente a la idea de “salvar la naturaleza”, noción moderna que refleja la potestad de los científicos de “hablar por la naturaleza y preservarla en un drama de representación” (2019a, p. 67). El propósito de reinventar la naturaleza para responsabilizarnos de la crisis ambiental nada tiene que ver con salvarla, porque no es un objeto pasivo que este ahí para la autocomplacencia humana.

Podemos transitar de un esquema de representación a uno de articulación para redefinir la naturaleza. La articulación no solo da cuenta del carácter complejo de la naturaleza, de las múltiples conexiones y lenguajes entre entidades que le dan forma, sino de la agencia y participación de lo no humano en la historia/discurso del mundo natural. La articulación, por tanto, se adecua al carácter indeterminado o contingente del mundo, pero sobre todo a la cualidad situada e histórica del mismo, lo que significa que en modo alguno un sujeto o grupo puede mirar, por medio de ninguna herramienta en específico, desde arriba/afuera para acceder a la realidad, como ha pretendido la ciencia moderna. La realidad es un efecto de la interacción de actores que hablan por sí mismos, que tienen intereses y compromisos. La realidad es tanto discursiva como material, según Haraway y Karen Barad, quien ha desarrollado la teoría del “realismo agencial” (2007), en donde la agencialidad se refiere a la dinámica de la materialidad (la materia como proceso) que produce la realidad, y no solo a la capacidad de los sujetos.

Para reinventar la naturaleza es necesario mirar de otra manera, contrarrestar el poder de las tecnologías visuales dominantes. Se habla de reflexión y refracción para explicar el fenómeno físico de la luz que -en su contacto con un objeto- rebota (no consigue atravesarlo) y aquel en el que atraviesa el medio y lo modifica. La difracción, por su parte, es una interferencia en la que la luz no atraviesa el medio, sino que lo bordea y se desplaza hacia la otra cara del mismo. En Haraway, esta metáfora refuerza su propuesta epistemológica, la difracción es otra forma de conciencia crítica, una tecnología -narrativa, gráfica, psicológica, espiritual y política- de significados consecuentes (2000), una herramienta para historiar la diferencia, pues hace visible lo que queda perdido en la historia única. Por lo tanto, es una interferencia de sentido, que nosotros interpretamos como un hackeo4 al discurso hegemónico de representación del mundo.

Según Haraway, “un patrón difractivo no cartografía el lugar en el que surgen las diferencias, sino el lugar donde los efectos de diferencia hacen su aparición” (2019a, p. 47), por lo que no es solo una herramienta para mirar lo otro, sino para desvelar las relaciones de poder que producen la alteridad. Sobre todo, la difracción permite elaborar mapas contrahegemónicos para espacio-tiempos distintos, a partir de la mirada situada de los otros inapropiados/ables. La diferencia es una clave política y epistémica fundamental para configurar otros mundos posibles (otras cosmovisones y otras formas de vida).

Por otro lado, para comprender la naturaleza de manera distinta es necesario desmontar la dicotomía naturaleza-cultura en la que descansa el discurso científico moderno. Haraway hace ver el continuo naturaleza-cultura que da forma al mundo en que vivimos. Ella habla de “naturoculturas emergentes” (2003), en plural, para referir la multiplicidad de manifestaciones no predeterminadas de la vida, entendida como devenir, no como algo esencial, estático o abstracto.

La naturaleza, por tanto, no es materia pura, sino materialización o actualización continua e incontrolable, es -en la visión de Haraway- artefactualidad, pues “se construye tanto en forma de ficción como de hecho real” (2019a, p. 32), lo que en modo alguno quiere decir que sea solo producto de nuestra imaginación, sino que debemos comprenderla fuera de la trascendentalidad biológica o social. Para explicar esto, Haraway retoma la idea de “naturaleza social” de Hecht y Cockburn (1989), quienes rechazan el esquema de representación de la ciencia e “insisten en visualizar la selva como resultado dinámico de la historia y la biología humana” (Haraway, 2019a, p. 69).

Haraway (2019a) propone un artefactualismo diferencial o difractivo para configurar ese lugar-otro como naturaleza social o artefactual. Ya habíamos referido la cuestión de la diferencia, como localización marginal, que Haraway piensa -con Sandoval y Minh-ha- en clave feminista y para la que usa la metáfora óptica de la difracción. No olvidemos que la diferencia como tema filosófico es fundamental en la escuela posestructuralista -de la cual Haraway también bebe- y la que se propuso buscar alternativas a la subjetividad dominante, en el contexto altamente complejo del capitalismo tardío. En el artefactualismo diferencial que ofrece Haraway, “los animales pierden el estatus de objeto que los había reducido a la condición de cosas en gran parte de la filosofía y praxis occidental. No habitan en la naturaleza (como objetos) ni en la cultura (como sustitutos humanos), sino que habitan, de hecho, en una zona denominada lugar-otro” (Haraway, 2019a, p. 41). Y si habitan ahí, son parte de su configuración semiótico-material,5 activamente, no como reflejo o complemento de lo humano. Por lo tanto, “no hemos de movernos hacia un ‘retorno’ a la naturaleza, sino hacia un lugar-otro, a través y al interior de una naturaleza social artefactual” (Haraway, 2019a, p. 80). El retorno sería permanecer en la ficción del Jardín del Edén, y eso nos devolvería al esquema de dominio de la naturaleza.

Para entender la naturaleza como lugar-otro, fuera de las narrativas dominantes, podemos echar mano de la noción de Gaia que se refiere a la Tierra como entidad viviente, como sistema de autorregulación de la biósfera, término introducido por el químico británico James Lovelock en 1969, continuado por la bióloga norteamericana Lynn Margulis y suscrito -en los estudios sociales de la ciencia- por Stengers, Latour y Haraway.

Stengers (2015) habla de la “intrusión de Gaia”, para denotar una forma de trascendencia que ya no estamos autorizados a ignorar u olvidar, un ser implacable y peliagudo que no tiene portavoz y que es sordo a nuestras justificaciones, por lo que no necesita ser salvada ni amada; con nuestras acciones hemos provocado su intrusión, lo que no significa que Gaia nos demande algo, sino que nos ha estallado en la cara su presencia, con lo cual, ya no podemos hacer como si ella solo existiera en nuestras fantasías científicas o populares. En el mismo tenor, Haraway (1995, 2019a) habla de la naturaleza como coyote, y la describe como “un programador bromista con el que hemos de aprender a conversar” (2019a, p. 42) para resaltar no solo su agencia, sino su vocación indomable y embaucadora, escurridiza y seductora, “capaz de sorprender, retorcer o resistir los intentos de saber de un «sabedor»” (Orr, 1995, p. 40).

Latour, por su parte, sugiere que Gaia no es la naturaleza, es una concepción distinta de la forma dominante (moderna/occidental), porque Gaia implica agencia y relación de correspondencia entre la naturaleza y los humanos, cinta de Moebius dice él: “‘Gaia-en-nosotros’ o ‘nosotros-en-Gaia’” (2012, p. 75). Es decir, la naturaleza ya no es ni la entidad omnipotente, ni la entidad dócil dispuesta a ser intervenida por nosotros en tanto que subjetividad dominante.

Para Haraway (2016), Gaia no es una “persona”, sino un conjunto de fenómenos sistémicos complejos que componen un planeta vivo, por lo que la vida es simpoiesis, lo que para la autora es simplemente “hacer con”, en el entendido de que nada en el mundo se auto-produce o auto-organiza, nada es estrictamente autopoiético en sentido individual. Ser es siempre ser-con o devenir-con y más precisamente con-figurar (worlding-with); es decir, el ser no es independiente, esencial ni estático, sino más bien un co-ser dinámico que da forma al mundo en articulación con otros. En suma, para Haraway, simpoiesis es un término más adecuado para entender los sistemas (dinámicos, sensibles, situados e históricos) (2016).

Asimismo, reinventar la naturaleza requiere entender la “política de la naturaleza” como propone Latour (2004); es decir que la naturaleza no es la realidad concreta, sino que es efecto de la división política entre sujeto cognoscente y discursivo (humano), y objeto inanimado (naturaleza), dicotomía que debe ser superada. En clave marxista, debemos integrar a la naturaleza y lo no humano al análisis de las relaciones sociales de producción y, por lo tanto, a la política, entendida ahora como cosmopolítica: una política que busca “hacer existir un ‘cosmos’, un ‘buen mundo común’” (Stengers, 2014, p. 21), “de tal manera que el pensamiento colectivo se construya ‘en presencia’ de quienes hacen existir su insistencia” (Stengers, 2014, p. 23). De manera simple, la cosmopolítica entiende que los humanos no estamos solos en este mundo, que -de hecho- necesitamos de lo no humano para subsistir y que, por lo tanto, la naturaleza también forma parte de lo social.

La cosmopolítica implica “seguir los hilos con los que los climatólogos han construido los modelos necesarios para poner en escena la Tierra en su conjunto... imaginar cómo hacer lo mismo para componer un cuerpo político capaz de asumir su parte de responsabilidad en el estado cambiante del planeta” (Latour, 2012, p. 73). Es decir, la política ya no es asunto exclusivo de los seres humanos, de sus relaciones y distribución de poder entre sí, sino que tiene una dimensión mucho más grande que incluye a lo no humano y al cosmos en general como espacio de vida común, todo ello forma parte de “el colectivo” (Latour, 2004).

Con Haraway, planteamos que la cosmopolítica comienza justamente por el establecimiento de otra relación con la naturaleza, para lo cual precisamos reinventarla, comenzar por definirla de manera no antagónica, desmitificarla, reconocerla como entidad viva e interlocutora activa, para dar el siguiente paso que es asumir nuestra responsabilidad en dicha relación y -por ende- en la devastación ambiental.

Propuesta ética. Seguir con el problema

Anteriormente sostuvimos que afrontar la crisis socioambiental no implica combatirla, las metáforas de guerra no solo son inadecuadas, sino que son peligrosas pues nos hacen recaer en planteamientos antagónicos que en nada ayudan a pensar-nos en común. En cambio, de lo que se trata es de hacernos cargo del mundo que hemos co-producido.

Haraway (2016) nos invita a “seguir con el problema”, que no es otra cosa que mantenerse dentro, vincularse con el problema y con los otros que forman parte de este mundo para seguir adelante, crecer e imaginar de manera conjunta futuros que merezcan ser vividos; seguir con el problema es resistir las posiciones cínicas o desesperanzadoras (Haraway, 2020-02-19), que están muy en boga en la actualidad. En este sentido, la de Haraway es una ética-política “afirmativa”, como la entiende Braidotti, es decir, como “un acto de fe en nuestra capacidad colectiva de resistir y transformar” (2018, p. 133).

Hacerse cargo es, como dice Haraway, cultivar “respons-habilidades”, capacidades mentales y prácticas, pensar-con y actuar-con, comprometerse con los “otros inesperados”, para sanar nuestro planeta herido, parcialmente, pues debemos asumir que hay pérdidas irreparables (2016). Por eso, una condición fundamental de la respons-habilidad es el duelo, mismo que no es atributo exclusivo de la especie humana, como nos recuerda Haraway apoyada en Van Dooren (2014). Es decir que la respons-habilidad empieza por con-dolernos por los seres amados, los lugares y las formas de vida que se han perdido (Haraway, 2016). Entendemos que el duelo es un paso para comprender que formamos parte de un mundo común, hoy parcialmente en ruinas, por lo que la memoria colectiva y sostenible es aquello que nos permitirá vivir -con nuestras pérdidas- y bien morir.

La respons-habilidad implica estar plenamente presentes, no entre pasados idílicos o futuros salvíficos, sino como criaturas mortales entrelazadas en innumerables configuraciones inacabadas de lugares, tiempos, asuntos y significados (Haraway, 2016). Como dice Haraway -con Virginia Woolf- “debemos pensar”; dicho de otra manera, renunciar a pensar es no asumir la parte que nos corresponde en la catástrofe. Lo cierto es que nuestra tarea hemos delegado en otros: personas, grupos, instituciones y hemos trasladado la culpa a abstracciones tales como capitalismo o neoliberalismo. Haraway (2016) compara la “renuncia a pensar” con la idea de banalidad del mal desarrollada por Hanna Arendt. Precisamente, no asumir nuestra responsabilidad en la debacle ambiental es renunciar a pensar, es dejar de estar presentes a nosotros mismos, no conectar, no vivir con las consecuencias y, por ende, declinar nuestra participación en la urgente recomposición de la vida; es, en pocas palabras, contribuir inocente y brutalmente a la continuidad del desastre.

Ahora bien, seguir con el problema es vincularse, para lo cual Haraway (2016) propone establecer nuevos parentescos o “parentescos raros”, dejar atrás la idea burguesa y heteronormada de la familia (papá, mamá, hijos), para dar paso a familias queer6 y multiespecie (humanos, animales, plantas y máquinas) donde la consanguineidad no es una condición, y donde no hay miembros, sino -metafóricamente- simbiontes, seres asociados a otros o, más precisamente, holobiontes (2016). Haraway, en concordancia con quien acuñó el término holobionte, Lynn Margulis (1991), utiliza éste para pensar las entidades como ensamblajes complejos, es decir, no preexistentes a sus relaciones y propone hablar de “holoentes” (2016, p. 60) y no de unidades o seres; similar es el planteamiento de Karen Barad (2007) de que tales unidades constituyen fenómenos derivados de “intra-acciones”.7 En suma, los nuevos parentescos estarían formados no por individuos sino por holoentes multiespecie intra-activos, en juntidad8 contingente y dinámica, por lo que estarían siempre abiertos a nuevas configuraciones y alianzas.

Por otro lado, en Haraway (2016) está muy presente la idea de contar historias (storytelling), de fabular y especular. Para ella, comprender el mundo va de vivir dentro de las historias, no hay lugar en el mundo fuera de historias (2000); experimentamos el mundo por medio de relatos “que habitamos y nos habitan” (2004, p. 82). Esta práctica de cuentacuentos multiespecie, como la califica Haraway (2016), no es otra cosa que pensar-con (thinking-with), ejercicio intelectual colectivo -del que también participan los no humanos- que tiene todo que ver con un concepto muy presente en la obra de la norteamericana: tentacularidad. Éste denota la interconexión o relacionalidad entre seres, historias y pensamientos.

Re-orientar el mundo conlleva contar otras historias, fabular o imaginar otros mundos y especular sobre posibles nuevas formas de vida. Esto es precisamente una herramienta fundamental de la configuración (worlding), a la que se refiere Haraway (2016). Cabe apuntar que nos parece que traducir como “configuración” la palabra worlding es reducirla y simplificarla, ya que como nos advierten Palmer y Hunter (2018), worlding es una noción emergente en la teoría contemporánea (no-representacional y neomaterialista) que da cuenta de cuestiones tales como: el entramado humano/no-humano, el carácter no estático sino generativo del mundo y su naturaleza afectiva/expresiva, y la no dicotomía material-semiótico y sujeto-ambiente; desde esta perspectiva, el mundo es un proceso ontológico activo y no el simple resultado de nuestra existencia. En términos de Haraway, worlding sería el mundo como articulación, como efecto de la interrelación de múltiples actores (humanos, no humanos, máquinas y la naturaleza misma).

Aquí nos atrevemos a proponer -como posible traducción de worlding- el verbo mundar, acción y efecto de configurar/articular/narrar mundos, emparentado con el sustantivo mundanidad, para referir la condición de -como humanos- ser parte del mundo que co-construimos con seres de otras especies, sabernos terrenales, pero no los únicos terrícolas; es decir, pensarnos terranos, confinados a la Tierra (earthbound), como propone Latour para hablar de humanos, no excepcionales, sino parte de un colectivo, el “pueblo de Gaia” (2013).

Por último, quisiéramos señalar la importancia de quitar centralidad al marco gerencial o gubernamental de abordaje de la problemática ambiental, que va de administrar la crisis por medio de políticas públicas y acuerdos internacionales. Hemos dicho que el reto es primordialmente filosófico, por lo que sugerimos apelar a cuestiones que en el mundo moderno han quedado soterradas, como son las emociones y los afectos, sin caer de nuevo en posiciones humanistas o antropocentristas, sino reflexionar sobre el papel que en todo esto juega el amor, no en el sentido humano neurótico de la carencia, sino como potencia al más puro estilo spinozista,9 como “deseo de vida en común” (Braidotti, 2018, p. 24).

En este sentido, los planteamientos de Haraway que hemos analizado tienen mucho que ver con ciertos enfoques en biología, como la biosemiótica. En especial, nos parece que las ideas de Andreas Weber de la “biopoética” (2011) y la “ecología erótica” (2017) son altamente compatibles con aquellos. Desde la perspectiva de este autor, los organismos vivos no son autómatas que responden a los estímulos del exterior, sino entidades deseantes que “interpretan” lo que ocurre en su entorno y “toman decisiones” para seguir adelante, por lo que se puede afirmar que tienen cognición10 y participan activamente de la vida como un conjunto de sistemas, que nuestra autora denominaría simpoiéticos. En esta línea, la ecología sería el estudio de las relaciones entre entidades (eróticas) que desean estar vivas, estar en contacto con otros, crear y mantener la vitalidad.

Horizonte virtual. Compostando en el Chthuluceno

Como producto de sus prácticas de escritura -de su compromiso con la fabulación especulativa- Haraway se atrevió a expresar su utopía en modo de ciencia ficción feminista, nos regaló imágenes muy bellas y propuestas políticas radicales para un espacio-tiempo virtual (pasado, presente y futuro) que ella denomina Chthuluceno. Éste constituye la alternativa al derrotismo del Antropoceno/Capitaloceno; es la tercera historia necesaria, inacabada, pero terrana y comprometida con historias y prácticas multiespecie de devenir-con (Haraway, 2016).

En su utopía, Haraway ofrece un horizonte virtual que podríamos denominar post-antropogénico. Hablar de horizonte tiene mucho sentido luego de haber apuntado la importancia de la óptica, de la visión y la perspectiva en la configuración del mundo; para este universo imaginado por la teórica norteamericana, el ser humano (moderno) no sería el (único) observador. Asimismo, decimos que es virtual en doble sentido: virtuoso y potencial. Tiene la virtud de no ser antropocéntrico y de ser responsable con la crisis ambiental; y tiene potencia porque es idealmente posible, podría efectivamente realizarse, actualizarse, materializarse al tiempo que lo imaginamos. Lo llamamos post-antropogénico porque estaría más allá o incluso sería contario a la intervención humana productivista.

Más que hablar de lo posthumano, Haraway (2016) adoptó el término composthumano, sugerido por Rusten, su compañero de vida. Así como la composta se forma de desechos orgánicos que dan nueva vida, los desechos del Capitaloceno pueden revitalizar el mundo. Compostar quiere decir poner-junto, lo que en Haraway se entiende a partir de la idea de simpoiesis que mencionamos anteriormente. De tal suerte que la utopía desarrollada por nuestra autora es composthumana porque se propone regenerar la vida a partir de la muerte y de hacer simbiosis, de fomentar prácticas de “alteridad significativa” (2003), o sea, buscar permanentemente el conocimiento de la intimidad del otro. En tal contexto, lo humano ya no sería homo (autoimagen fálica de lo mismo), sino humus (des-composición orgánica) (2016). Entonces, entre los terranos estarían los “gumanos” (2016), que no humanos, los que hacen “humus”, que habitan Terrapolis, mundo rico en composta(s), donde las “especies de compañía” (2003), las entidades cooperantes, terraforman (dan forma a la Tierra), semiótica y materialmente. Estos seres, dice Haraway, están habituados a la otredad (2016).

En Las historias de Camille, la fabulación feminista de Haraway (2016), se dibuja un mundo post-apocalíptico de muy largo plazo, un proyecto piloto que habla de 5 generaciones de sujetos cyborg, con cuerpos modificados que les proporcionan atributos de otras especies, seres que nacen, crecen y se desarrollan plenamente en simbiosis con éstas y aprenden a compostar para regenerar la vida; viven en comunidades autónomas habituadas al contacto con otras, por lo que las migraciones son cruciales en su proceso y donde la práctica de contar historias es fundamental, pues la memoria del planeta herido es pilar de la regeneración del mismo, razón por la cual la figura de los “palabreros de la muerte” (encargados de traer a la vida a la criaturas extintas) es tan importante.

Podemos advertir que este horizonte que propone Haraway es producto de realidad y también de ficción, lo que explica su carácter virtual. Desde su Manifiesto cyborg del año 85, Haraway ha mostrado que no es necesaria, ni deseable, la distinción entre realidad y ficción, ambas se mueven en la dinámica semiótico-material en la que ella tanto insiste, para dar cuenta del mundo como articulación. Así, el universo ficticio que propone es real porque es posible de materializarse dado que está fundamentado en la ontología relacional como condición efectiva/actual de la vida. No es la postulación de un nuevo paraíso terrenal, a-histórico e idílico, sino una imagen encarnada de un mundo damnificado, afectado por la forma de vida capitalista y en proceso de regeneración.

Dicho proceso consiste justamente en el establecimiento de nuevos parentescos, formas novedosas de relación multiespecie y cyborg, en donde las modificaciones tecnológicas de los cuerpos, de animales, plantas y humanos, respondería a la necesidad de sanar parcialmente nuestro planeta, y en donde las nuevas narrativas sobre lo que somos y hacemos son imprescindibles para dar vida a comunidades que puedan entrar en contacto con otras y aprender de ellas, por lo que la utopía de Haraway también es radicalmente intercultural11 en la línea de Walsh (2009), pues asume que el contacto con lo diferente es crucial para la producción de lo común y de “subjetividades nómades” (Braidotti, 2000), abiertas y en tránsito, capaces de mundar con (hacer mundos en colectivo), para regenerar la vida; es decir que se trata de procesos de encuentros y transformación, no de absorción, en los que diferentes maneras de ser/hacer encuentran cosas interesantes de hacer juntas (Rose, 2017).

Apuntes finales. La naturaleza arte-afectual

El propósito de este trabajo ha sido abordar la crisis ambiental como problema filosófico (metafísico, epistemológico, ético), a partir de la obra de la bióloga y filósofa feminista norteamericana Donna Haraway. Hemos dicho que lo que se ha dado en llamar Antropoceno/Capitaloceno nos obliga a preguntarnos qué somos, en tanto humanos, y qué queremos ser. Hemos hablado también de la necesidad de replantear nuestra concepción de la naturaleza para poder modificar nuestra relación con ella, lo que implica desmontar la idea dominante derivada del discurso científico moderno.

El “giro ambiental” en las ciencias humanas (Sörlin, 2014) -que ha supuesto nuevas reflexiones sobre los entramados entre los seres vivos y entre éstos y el entorno- ha impactado en la filosofía política actual. Se ha incluido lo no humano en las relaciones sociales y, por lo tanto, en lo político, lo que ha sido desarrollado en la línea de la cosmopolítica de Stengers y Latour, y que la propia Haraway suscribe. Nuestra autora, además, desarrolla una ética feminista y multiespecie, a partir de la noción de alteridad significativa, que se refiere a entidades de distintas especies que cooperan, lo que se entremezcla con sus planteamientos biológicos sobre la simpoiesis, que explica la vida a partir del ser/hacer/ devenir-con, que es al mismo tiempo la clave de regeneración de la misma, en el escenario catastrófico en el que nos encontramos y que exige nuestra co-responsabilidad.

Ahora bien, en Haraway hay también una clara dimensión estética, palpable en su preferencia por la ciencia ficción feminista; ya desde su propuesta cyborg (2014) hacía hincapié en la escritura como herramienta política, y ha refrendado la importancia de contar otras historias para otros mundos más vivibles. Ella toma como ejemplo de gestos respons-hables y de formas de seguir con el problema, proyectos artísticos varios y de distintas latitudes en los que hay una combinación de arte, ciencia y activismo, como formas de conocimiento, expresión y acción. Uno de ellos es el Crochet Coral Reef Project,12 que Haraway interpreta como “conocimiento hiperbólico encarnado” (2016, p. 78), para señalar una forma de saber que no responda al paradigma representacionista de la ciencia, como modelación y por la condición situada de las personas que participan en la con-figuración del mundo coralino. Es decir, las figuras geométricas hiperbólicas no pueden modelarse o prototiparse fácilmente por lo que la técnica del crochet (tradicional, femenina y colectiva) constituye una verdadera innovación; asimismo, esas personas no representan, retratan o modelan los arrecifes, sino que hacen “encarnaciones” de los mismos (2016).

La autora señala igualmente la relevancia de este proyecto que, además de global y colaborativo, tiene la cualidad de ser no invasivo, en clara oposición a la forma en que la ciencia suele aproximarse a la realidad. Se trata más bien de “intimidad sin proximidad”, una presencia que no perturba a las criaturas que habitan el espacio que es objeto de conocimiento (Haraway, 2016, p. 79): el arrecife; es una presencia real que constituye una práctica científica, artística, social y afectiva, que es cuidadosa, que no requiere “tocar con una cámara o la mano” (Haraway, 2016) para producir conocimiento.

Aquí notamos también el impacto del “giro afectivo” (Clough y Haley, 2007) en el pensamiento social crítico, en gran medida, provocado por los feminismos, para los que las emociones y las afectaciones son importantes, razón por la cual la ética del cuidado es condición de formas de vida diferentes, incluso en el campo científico. Asimismo, tiene que ver con una concepción de lo estético en sentido amplio, como las sensibilidades y formas que hacen mundos.

Todo lo anterior nos parece que cobra un papel determinante en la reinvención de la naturaleza, por lo que proponemos pensarla como arte-afectualismo, en un claro juego de palabras con la idea de artefactualismo desarrollada por Haraway para definir la naturaleza como articulación semiótico-material, pero con la intención de resaltar la cuestión poética/erótica de la vida orgánica -en la línea de Weber (2017) -, la función del arte en la comprensión/configuración del mundo naturocultural, la necesidad de una política cuidadosa y la responsabilidad sobre las afectaciones derivadas de las formas de vida que elegimos, cuestiones que evidentemente están presentes en la obra de la norteamericana.

A modo de cierre, nos gustaría señalar que a pesar del paisaje tan desalentador que constituye el Capitaloceno, por su dimensión, complejidad y velocidad, nos decantamos por las posiciones esperanzadoras y afirmativas, aunque críticas y realistas, no deterministas ni esencialistas, aquellas que dan espacio a otras posibilidades de humanidad y otros itinerarios políticos, donde estén presentes de manera activa los no humanos. Hemos elegido a Donna Haraway como inspiración intelectual, por su potencia creativa y disruptiva, porque escapa a las posiciones cínicas o nihilistas y, en cambio, nos invita a participar de un proceso que, si bien exhaustivo, también puede ser gratificante en la medida que como humanidad tenemos la oportunidad de reconocer paulatinamente de lo que somos capaces -lejos de las narrativas tecnofílicas sexistas y productivistas- en tanto que mente/cuerpos colectivos situados y responsables.

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1Haraway se opone a las abstracciones en el discurso científico; en cambio, afirma que la teoría es corporal, pues “no es algo distante del cuerpo vivido” (Haraway, 2019a, p. 125).

2De acuerdo con Haraway (2016), es un concepto que varias personas han “inventado” a la vez, se conozcan o no, pero suele atribuirse al sociólogo marxista Jason Moore, quien se inspiró en el entonces estudiante de doctorado, Andreas Malm, quien -a su vez- en un Seminario en Lund, Suecia en 2009 refirió el término.

3En el sentido foucaultiano de la expresión, es decir, como régimen o política de verdad.

4Nos permitimos utilizar el término hackeo o hacking, extraído de la cultura digital, como metáfora para dar cuenta de la acción de intervenir el “programa original”, que en el mundo de la informática se refiere al software, y que para el tema que nos ocupa es el metarrelato científico (capitalista, colonialista y patriarcal).

5Haraway (2004; 2016; 2019a) insiste en que la realidad siempre tiene esta doble condición: simbólica y material. Esto es relevante en toda su teoría, la cual abreva tanto del marxismo como del posestructuralismo, pero siempre en oposición a esencialismos y determinismos.

6Lo queer como raro o desviado, tomado de la cultura LGBTTIQA+, tiene mucho sentido en el proyecto de Haraway, por su carácter difractivo o diferencial. ¡Necesitamos familias anormales!

7No se trata de inter-acciones, que suponen entidades definidas que entran en contacto, sino que la relación es la condición de posibilidad del ser, por lo que la definición y distinción del ser es producto de la relación misma.

8Vale la pena recuperar, del médico sistémico norteamericano Murray Bowen, la idea de juntidad (togetherness), que no se puede traducir simplemente como unión, pues refiere la necesidad de estar acompañado.

9No es casualidad que en el capitalismo tardío se haya dado una recuperación del pensamiento de Spinoza, de su filosofía monista y su visión ontológica relacional, así como de sus reflexiones sobre el amor y los afectos como potencia política.

10Término que Weber toma de Francisco Varela, para indicar no la operación lógica de símbolos, sino la creatividad de abrirse a un mundo de interacciones.

11Entendida desde la escuela crítica latinoamericana, íntimamente vinculada a la teoría decolonial, como encuentro entre grupos culturales (en sentido amplio), en condiciones de horizontalidad, en donde se produce no sólo aprendizaje mutuo, sino que ambas partes están conscientes del beneficio propio del encuentro con lo otro, lo que no puede ocurrir sin un proceso de descolonización.

12Proyecto mundial colaborativo impulsado en 2005 por las hermanas Wertheim - una científica (Margaret) y la otra artista (Christine)- inspiradas en la idea de modelar las figuras hiperbólicas con el método de tejido crochet, propuesto por la matemática letona Daina Taimina en 1997, que consiste en hacer figuras de arrecifes actuales, no ideales, que dan cuenta del daño real producido en ellos. Véase: https://www.youtube.com/watch?v=zGEDHMF4rLI

Recibido: 15 de Abril de 2020; Aprobado: 18 de Mayo de 2021

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