Introducción
En América Latina, la década de los noventa y el cambio de siglo se presentó convulsionado a nivel social. La irrupción de movimientos sociales puso en evidencia el deterioro de amplios sectores que demandaban y a la vez exponían sus condiciones de vida y necesidades. Conocidos son los efectos que la aplicación de las reformas estructurales, en particular la reforma del Estado y el plan de privatizaciones, supusieron para grandes conglomerados de personas, con la aparición de nuevas formas de explotación y exclusión social ante las cuales los actores reaccionan de diversas maneras.
Frente a situaciones que fueron entendidas como amenazantes de lo ya conquistado o lo que se proponían conquistar, los colectivos comenzaron a desplegar estrategias que no solo implicaron la readaptación a los nuevos tiempos sino el uso de las formas tradicionales de protesta de un modo diferente y la incorporación de otras. Esto explica el surgimiento de movimientos sociales cuyo accionar dio por tierra con la creencia de que lo que primaba en América Latina era la desmovilización. Es en este contexto que se produce el levantamiento en Chiapas, en 1994; las movilizaciones de los indígenas en Ecuador, en 1998; a finales de los noventa irrumpe el Movimiento Piquetero en Argentina; las ocupaciones de tierras por parte del Movimiento de los Sin Tierra tienen lugar en Brasil; y las movilizaciones de indígenas y campesinos en Bolivia.
La década de los noventa fue crítica en términos socioeconómicos, pero a la vez dio muestras del nivel de movilización y participación que alcanzarían importantes sectores de las sociedades latinoamericanas. En perspectiva histórica, lo sucedido da cuenta de las nuevas dimensiones que adoptan los movimientos sociales. Para Svampa, la acción directa no convencional y disruptiva como herramienta de lucha generalizada, el desarrollo de formas de democracia directa a partir de la acción colectiva no institucional, donde cobra relevancia la asamblea y la demanda de autonomía, son dimensiones nuevas para tener en cuenta, dejando en esta definición fuera otros casos que apelaron a la acción colectiva institucional, este es el caso de Uruguay. Todo lo cual otorga nuevas características y explica a largo plazo lo sucedido en América Latina con la irrupción de gobiernos progresistas y la movilización en este nuevo contexto de las sociedades que demandan derechos históricamente postergados.
No obstante, el análisis desde las ciencias sociales marca un vacío con relación a otras realidades que se producen en el escenario latinoamericano: tal es el caso uruguayo. Aquí son movimientos de ciudadanos insertos en delicados y complejos procesos ligados a las consultas populares, lo que supuso el ejercicio de la democracia directa. Nos referimos al uso del referéndum y el plebiscito, mecanismos constitucionales que permiten la solución o el destrabe de un dilema por parte del soberano: el pueblo. En Uruguay, la idea surge bajo la presidencia de José Batlle y Ordóñez (1903-1907 y 1911-1917). Batlle entendía que en una democracia sincera no puede desconocerse el derecho del conjunto de ciudadanos a rectificar lo hecho por los que, en su representación, gobiernan el país. El gobierno directo del pueblo es el régimen que inicia, racionalmente, la vida política de las comunidades pequeñas que han conquistado su libertad (Nahum, 1998, p. 56).
La historia reciente uruguaya ha estado pautada por el uso sistemático de mecanismos como el referéndum y el plebiscito por iniciativa popular.1 Si nos remontamos al pasado, observamos que ya en 1912 José Batlle y Ordóñez, presidente de la República, propuso en sus “Apuntes” la incorporación del plebiscito al texto constitucional cuya reforma se concretaría en 1917. Por ese entonces se entendía que este mecanismo permitiría la coexistencia entre Estado y sociedad en vigilancia mutua.
Es así como ante la ofensiva neoliberal en los años noventa, que puso en peligro al patrimonio nacional y al Estado, fueron llevadas a cabo tres consultas que tuvieron por objetivo evitar el proceso de privatizaciones: en defensa de las telecomunicaciones (1992), en defensa de los combustibles (2003) y en defensa del agua (2004). En los tres casos se alcanzó más del 50% de los votos que dejaron sin efecto la privatización de dichos servicios.
Las acciones desarrolladas en estas campañas adoptan un doble significado; por un lado, innovan con formas y prácticas diferentes a las tradicionales al hacer uso de los derechos ciudadanos; y por otro, deciden sobre temas cruciales para el país. Es esto lo que le otorga originalidad al caso uruguayo, que logra revertir un futuro inmediato a partir de acciones cívicas y preventivas.
El repaso de las experiencias latinoamericanas refuerza la idea de que los movimientos surgidos en Uruguay no lo hicieron en el vacío, sino que se realimentaron y dieron cuenta que la aplicación de la fórmula no era la misma en todos los casos. Toda época histórica impregna sus manifestaciones con un carácter peculiar.
Distintos momentos históricos dejan improntas diversas sobre la forma de exteriorizar y conducir las acciones (Pérez, 2000, p. 5); en el caso uruguayo la idea-fuerza que da sentido y dirección a estos comportamientos está basada en el carácter institucional que adoptan las acciones. La imposición del modelo neoliberal incorporó nuevas tensiones a la agenda social ante las cuales las formas clásicas de lucha se mostraron inoperantes; fue lo que incidió y llevó a que las organizaciones sociales hicieran uso de la democracia directa, incorporando a este mecanismo un carácter contestatario. Por otra parte, la convicción por parte de los organizadores de que la consulta a la ciudadanía lograba fortalecer a la democracia y no debilitarla.
Democracia y ciudadanía: un complejo binomio
En América Latina, el debate sobre ciudadanía queda estrechamente vinculado al tema de la democracia. En términos teóricos, la preocupación se ha centrado en asegurar la “calidad” de la democracia, como lo entiende O´Donnell; estar atentos a su “estado de salud”, a decir de Caetano, y concentrar esfuerzos por saldar “la falta de vitalidad”, como lo sugiere el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). La pobreza y la desigualdad son lo que caracterizan a la democracia latinoamericana y esto actúa en desmedro del reconocimiento de los derechos ciudadanos e invalida la emergencia de nuevos derechos que demandan las sociedades.
Desde las ciencias sociales, la pobreza y desigualdad son analizadas como producto no solo de la mala distribución de los recursos sino también de la ausencia de reconocimiento social y político como parte de una comunidad. Jelin entiende que es una situación límite que implica un proceso de negación de la condición humana a un grupo o categoría de población, justificando así su aniquilación o genocidio. Tanto la pobreza como la exclusión plantean un desafío a los ideales de la ciudadanía, los derechos humanos y la participación en la sociedad y en el Estado (Jelin, 2007, p. 92).
En esta misma línea de pensamiento, Jesús Martín Barbero nos advierte de la pobreza en términos culturales. Hace referencia no solo a la ausencia de consumo material (bienes o servicios) sino también de consumo simbólico (de conocimiento, información, imagen, entretenimiento), donde la brecha entre los pobres y los ricos dentro de un mismo país ha aumentado, entre la gente enchufada a internet, beneficiándose de un montón de información, de experimentación, de conocimientos y experiencias estéticas, y las mayorías excluidas, descolgadas de ese mundo de bienes y experiencias: una cultura a la que pocos acceden. (Martín y Ochoa, 2005) Se deriva de lo sostenido por el autor nuevas formas de percibir y de sentir, de oír y de ver, que lleva a que las distancias sociales y culturales entre los integrantes de una misma sociedad se agudicen y la circulación de los nuevos saberes sea cada vez más estrecha, y lleve a que las contradicciones se profundicen ante nuevas formas de comunicación que reformulan las relaciones sociales, generacionales, étnicas y de género.
En la búsqueda de explicaciones que den cuenta de la desigualdad social que se perpetúa en la región, se señala que fue la aplicación de las políticas neoconservadoras en los noventa, lo que provocó el debilitamiento de los lazos de solidaridad y la exacerbación de las desigualdades, dando lugar a un régimen de apartheid social, donde grandes contingentes de personas viven la segregación socioeconómica y cultural (Ansaldi, 2003, p. 5).
Las transformaciones económicas producidas en los ´90 chocaron con la “inflación de expectativas” sociales que los actores poseían al momento de las aperturas. La sociedad no solamente demandó oportunidades, reivindicó derechos, sino que exigió otros que pasaran por el reconocimiento de la diversidad en términos étnicos, de género y de raza. Con estos comportamientos los ciudadanos dieron a entender que querían ser tenidos en cuenta en la toma de decisiones que ya no consideraban de exclusividad político-partidaria. Esta creencia tomó cuerpo en los diferentes movimientos sociales de la región.
Al respecto, Nun entiende que se ha tenido en cuenta la dimensión política, se dio por descontada la dimensión civil y se le restó atención a la dimensión social. El convencimiento de que el mercado proveerá y lo hará tanto mejor cuanto más mínimo sea el gobierno y menos interfieran los sindicatos y las organizaciones populares, condujo a los gobernantes y técnicos a sustentar este argumento sin advertir “que esto se postulaba en un continente donde se han establecido regímenes políticos de democracias representativas” (Nun, 2001, p. 64).
La ciudadanía es una construcción social que se funda, por un lado, en un conjunto de condiciones materiales e institucionales y, por el otro, en una cierta imagen del bien común y de la forma de alcanzarlo: lo que equivale decir que es siempre el objeto de una lucha (Nun, 2001, p. 65). El autor propone la categoría de ciudadanos plenos, semiplenos y los no ciudadanos, que son expresión de la contradicción que al parecer es inherente a la democracia latinoamericana, donde las libertades políticas conviven con formas de marginalidad y de exclusión, aumentando de esta forma la brecha entre los mismos ciudadanos.
Surgen nuevas ideas y enfoques donde se puede advertir la preocupación que genera lo frágil y vulnerable que es la democracia latinoamericana, debido a que ella se sustenta en la cohabitación de libertades políticas con severas limitaciones materiales. Esto supone riesgos, ya que los ciudadanos dejan de depositar su confianza, y el descreimiento hacia las instituciones predomina.
Se instala de esta forma un complejo entramado de desconfianzas y frustraciones, a lo que se suma la ausencia de controles por parte del Estado, dando lugar a que el flagelo de la corrupción se haga presente con efectos diferentes y abarque nuevas dimensiones. Como sostiene Ansaldi, lo nuevo está dado en que somos protagonistas de una corrupción estructural que se expande y adopta mayor visibilidad, a la que no le es ajena los procesos de privatización de empresas estatales. En el entendido de que esto ha supuesto el traspaso de riqueza del Estado al sector privado, campo más que propicio para la apropiación ilegítima de recursos monetarios.
Observamos como la corrupción se instala en la política, en el área de lo sindical, empresarial y en las operaciones financieras: su expansión es corrosiva. Es así como se expresan no solo en la economía, privando de recursos al Estado, distorsionando el mercado y operando como un impuesto regresivo, sino también en la política, restando credibilidad en los políticos, los gobernantes y las propias instituciones.
La corrupción adopta formas institucionalizadas en la esfera política que juegan en contra de la calidad de la democracia. Es lo que O´Donnell denomina accountability horizontal, definido como la existencia de agencias estatales que tienen autoridad legal y están fácticamente dispuestas y capacitadas (empowered) para emprender acciones que van desde el control rutinario, hasta sanciones penales o incluso impeachment, en relación con actos u omisiones de otros agentes o agencias del Estado que pueden, en principio o presuntamente, ser calificados como ilícitos (O ´Donnell, 2001, p. 7).
En el marco de estas reflexiones, O´Donnell nos plantea la “ciudadanía de baja intensidad”. Los autores reconocen que al analizar el caso de América Latina no pueden quedar al margen los procesos de recuperación democrática en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, los procesos de pacificación en América Central y el derrumbe del llamado “socialismo real” en los países de Europa del Este. Estos procesos abrieron nuevos cauces en la expansión universal de las ideas y prácticas democráticas (Caetano, 2007), así como también dieron lugar a transformaciones económicas de envergadura, que definen que los esfuerzos por expandir los derechos de ciudadanía se produzcan en contextos de extrema pobreza y desigualdad. Un fenómeno, como se suele definir, propio de la globalización y sus múltiples transformaciones, que no deja región, ni latitud del planeta ajena a la profundización de los cambios en curso.
En el reconocimiento de los avances democráticos, luego de las aperturas que dejaron atrás regímenes autoritarios, hay especialistas que apelan al rol activo que deberían jugar los actores sociales en situaciones que les son adversas. Los ciudadanos deben comenzar a preguntarse -sostiene Jelin-: ¿qué derechos tengo?, ¿cuáles son mis responsabilidades? El colectivo social debe adaptarse y adoptar comportamientos que permitan vivir y convivir en democracia. Para ello, y simultáneamente, se debería producir la reconstrucción de las instituciones del Estado y de la sociedad civil. Deben cambiar las reglas de juego de quienes gobiernan, se deben desmantelar las formas autoritarias de distribución del poder y poner en vigencia derechos y otorgar legitimidad a los actores sociales. El Estado, además de incorporar nuevas reformas, debe “rendir cuentas a la ciudadanía” (Jelin, 1996).
Las sociedades deben ser capaces de demandar, empujar, y vigilar este proceso. Todo lo cual permite que los aprendizajes se produzcan y contribuyan a la construcción de ciudadanía. Es aquí donde la relación que la ciudadanía establece con las instituciones estatales se vuelve crucial.
Ciudadanía y democracia directa
Estas consideraciones permiten entender y analizar la irrupción de una serie de movimientos sociales y de acciones de protesta que ponen de manifiesto no solo el malestar y descontento social, sino también nuevas formas de lucha que se expresan en una acción colectiva de dimensiones proactivas, donde la defensa de los derechos ciudadanos y el ejercicio de la democracia directa será medular. En las dos últimas décadas del siglo XX se produce por parte de las sociedades latinoamericanas un uso creciente “de mecanismos de democracia directa” y su incorporación a los sistemas políticos; Europa y Estados Unidos dejan de ser escenario único de este tipo de prácticas. De igual forma, persiste en estas zonas del mundo la discusión y preocupación ante el aumento de la demanda del ejercicio de la democracia directa. Alicia Lissidini advierte que estos reclamos populares ocurren en un contexto signado por una aparente paradoja: en momentos en que la democracia aparece como el “único juego posible”, es decir, que no hay propuestas alternativas reales al régimen democrático, se registra un aumento considerable tanto del número de países democráticos como de personas viviendo en regímenes democráticos. Además, se observa un descenso de la participación electoral y de la credibilidad en los políticos, un aumento de la volatilidad política, una disminución del interés por la política y un debilitamiento de los partidos políticos, al punto que varios analistas plantean la existencia de una “crisis de representación” (Lissidini, 2007, p. 7).
La discusión muestra la diversidad de opiniones existente entre aquellos que sostienen que el proceso de mejorar la calidad de la democracia debería tener en cuenta la intervención de la ciudadanía en la toma de decisiones sobre las políticas públicas, y los que piensan que lo que está sucediendo es producto de la desafección política y la pérdida de confianza (political disaffection) en las estructuras democráticas tradicionales, lo que llevaría a un deseo de controlar a los representantes electos. Una especie “de falso populismo (faux populism) en el cual los grupos de interés y los políticos utilizan al referendo como una vía para obtener beneficios corporativos” (Lissidini, 2007, p. 8).
En los años noventa, el uso de estos mecanismos -referéndum y plebiscito- tomó cuerpo en América Latina y las iniciativas surgen a partir de los movimientos sociales, exigiendo tanto su incorporación a las constituciones nacionales, como el incremento en su operatividad en aquellos lugares donde ya forman parte del sistema político. Estas prácticas ciudadanas tienen como objetivo reclamar derechos, dirimir problemas, manifestar decisiones, y para ello se acude a instrumentos legales que les otorguen legitimidad a las resoluciones. El uso de estos mecanismos puede ser considerado como la presencia de canales fluidos y operativos de participación ciudadana que enriquecen a la democracia y pueden ser acompañados por otros instrumentos, ya sean formales o informales, de participación local o comunitaria (Noya, 1997, p. 279).
Puede considerarse también que su utilización profundiza el sentimiento de pertenencia a una comunidad cívica, dando lugar a la construcción de un “capital social” a partir del cual se lubrican las tensiones entre las clases, aun cuando persistan las diferencias materiales (Noya, 1997). En el caso de América Latina y en el intento también de explorar los porqués de estas nuevas prácticas, hay especialistas que sostienen que este fenómeno se asocia a dos grandes procesos que se presentaron en la región: el avance democrático de los años 80 y la crisis de representación y el malestar con la política de los 90. Es en este contexto que se produce la adhesión de estos mecanismos que se presentaron como una alternativa para “corregir la crisis de representación” (Zovatto, 2007).
No obstante, en Uruguay las cosas parecen ser diferentes. El uso y ejercicio de la democracia directa no responde por parte de la ciudadanía a la crisis de representatividad que sí se produce en Argentina. El uso de mecanismos de democracia directa confirma la existencia de ciudadanía otorgándole un rol medular al ciudadano en las decisiones, y mayor incidencia en los asuntos que hasta el momento solo involucraban a los gobernantes. Así, señala Monica Barczak, se garantiza a los ciudadanos una voz directa en el proceso de elaboración de las políticas públicas. De esta manera, las herramientas dan lugar a la participación de las bases e incrementan la experiencia democrática de los ciudadanos (Barczak, 2001, p. 39).
La polémica se instala y se trata de verificar los pros y los contras de la utilización de estos mecanismos. En efecto, para un sector existe una contraposición peligrosa entre la democracia representativa y la democracia directa, así como el riesgo de un posible uso demagógico de estas instituciones; para otros, en cambio, esta supuesta contradicción es cosa del pasado, ya que como la experiencia comparada lo demostraría, las instituciones de democracia directa más que una alternativa per se, deben ser vistas como complemento de la democracia representativa. Lo cual lleva a reflexionar si esto supone más o menos democracia. Los constitucionalistas y cientistas políticos indagan por qué, cómo, cuándo y para qué estos mecanismos son utilizados, cuáles son sus efectos y consecuencias. Se advierte que este explosivo interés no surge solo desde los gobernantes sino desde los movimientos sociales que exigen por un lado su incorporación a las constituciones nacionales, o el incremento en su operación en aquellos lugares donde son parte del sistema político. De todos modos, se admite que estas vías de participación legal y legítima aún siguen siendo insuficientes para aliviar al ciudadano de los problemas de representatividad.
Se advierte a su vez que el estudio comparado del uso que los países latinoamericanos hacen de los mecanismos de democracia directa, se ve dificultado por lo que Zovatto denomina la pluralidad conceptual y la diversa terminología utilizada para definirlos. La mayoría de las constituciones latinoamericanas denominan estos mecanismos con términos diferentes: iniciativa legislativa popular, plebiscito, referéndum, consulta popular, revocatoria de mandato, cabildo abierto, por citar tan solo algunas de las expresiones más usuales; la búsqueda de un acuerdo terminológico y conceptual que vaya más allá del ámbito nacional resulta, aunque difícil, imprescindible para poder entender mejor cuando hablamos de este tema.
Otras de las dificultades son señaladas por Juan Rial cuando afirma que la riqueza de herramientas de la democracia directa, incluida en algunas constituciones nacionales, contrasta con su nula aplicación. En la mayoría de los casos ni siquiera se han desarrollado de forma legislativa las disposiciones constitucionales. Además, en muchos casos los referendos no se consideran vinculantes. Esto resta legitimidad a la herramienta y facilita su uso para manipular la opinión pública.
A pesar de estas limitaciones que los estudiosos advierten para el caso latinoamericano, lo sucedido en las últimas décadas lleva a que se plantee la necesidad de conocer no solo los efectos y repercusiones que esto supone para las democracias, sino también atender cuáles son las motivaciones de los actores políticos y sociales que protagonizan estas consultas populares. Son ellos los que le otorgan sentido a las acciones en el intento de reforzar las relaciones sociales que hacen a la ciudadanía.
Por un lado, hay quienes entienden que estos mecanismos pueden ser “incontrolables e imprevisibles”, porque debilitan el poder de los representantes elegidos por la ciudadanía. La utilización de estas herramientas por parte del ciudadano común es vista como riesgosa, ya que no cuenta con la información suficiente: puede actuar aisladamente, no discutir alternativas y tener que resolver temas complejos. En este escenario se corre el riesgo de que la mayoría lo gana todo y la minoría lo pierde todo, no hay posibilidad de concesiones (Altman, 2005, p. 7). Inclusive se piensa que el uso de la democracia directa es en la práctica latinoamericana un elemento “distorsionador” en ausencia de instituciones democráticas representativas eficientes, que estén fundadas en un sistema de partidos políticos estable y correctamente arraigado en la sociedad. Otros, entienden que el uso de la democracia directa contribuye a estimular la adhesión del ciudadano a la democracia. La incidencia que el ciudadano logra a través de estos mecanismos en la toma de decisiones conduce a que se sienta más comprometido con la democracia.
Sin embargo, y más allá de la valoración que pueda hacerse en relación con su empleo, hay que aceptar que estos mecanismos han llegado para quedarse. De ahí que el tema central pase por cómo utilizarlos adecuadamente y, más importante aún, cuándo y para qué casos. “La opinión sobre la naturaleza de la representación influye en el apoyo a la democracia directa: muchos ciudadanos aprueban el ejercicio de la democracia directa como manera de controlar el poder que los grupos de interés ejercen sobre los representantes” (Zovatto, 2007, p. 26).
González Rissoto señala que una ventaja del uso de la democracia directa es que puede coadyuvar al desarrollo de un espíritu tolerante en el seno de las sociedades, ya que se funda en que las personas pueden tener distintas opiniones de cómo solucionar una crisis, y que la suma de todas, se convierten en la decisión última de la nación. En tal caso, colabora a dejar de lado las creencias o posturas, de que solo debe existir una opinión o propuesta para una determinada situación. Precisamente ayuda a la formación de una conciencia favorable a reconocer el derecho a la diversidad de opiniones, de que cada persona puede tener parte de la razón, y que, en todo caso, es el soberano, o sea el Cuerpo Electoral, el que tiene que resolver la cuestión.
Mucho se ha discutido y se viene debatiendo en el tipo de soluciones que la existencia de estos mecanismos supone para la mayor o menor estabilidad de la democracia. En el entendido de que los mismos no son exclusivos de los regímenes democráticos, la historia de la humanidad da cuenta del uso de mecanismos de democracia directa por parte del totalitarismo y regímenes autoritarios.
En las últimas décadas del siglo XXI los gobiernos progresistas han hecho uso de estos mecanismos procurando asegurar la reelección presidencial y de esa forma ganar tiempo para afirmar las conquistas logradas. Lo novedoso del contexto es que tales mecanismos en Uruguay han sido revalorizados por las fuerzas de derecha, que ahora desde la oposición perciben su utilidad. De igual forma, se admite que estas vías de participación legal y legítima aún siguen siendo insuficientes para aliviar al ciudadano de los problemas de representatividad.
El derecho a tener derechos, a politizar las necesidades, a ejercer influencia en procesos más amplios de toma de decisiones que afectan la vida de las personas, así como el derecho a actuar, le dan a este proceso características novedosas en términos sociales. Lo que nos lleva a admitir que la discusión sobre ciudadanía, y el papel que esta juega en la consolidación de la democracia, requiere no solo de reconocimientos de derechos sino también de responsabilidades ciudadanas: el compromiso cívico, la participación activa en el espacio público y todo lo que promueva la conciencia de ser un sujeto con derecho a tener derechos. Son las denominadas caras del proceso ciudadano: se demanda por respeto y ampliación de derechos y por un sentido de pertenencia, anclados en identidades colectivas. La ciudadanía se reconfigura en sí misma para preservar lo ya conquistado y aspira a la adquisición de nuevos derechos.
Los derechos ciudadanos en Uruguay
En el contexto regional, Uruguay marcó su peculiaridad en la aplicación de las reformas y a la vez mantuvo rasgos que lo igualaron a los países vecinos. En todos los casos, la reforma del Estado fue política, más allá del carácter tecnocrático y de la aparente neutralidad con que se camuflaron los proyectos. Las reformas fueron portadoras de un discurso político, que en el caso uruguayo no lograron modificar las reglas básicas de la institucionalidad del aparato estatal. Las decisiones políticas emergen como resultado del libre juego de las reglas democráticas del Estado de derecho, que supuso en el caso uruguayo el reconocimiento a las respuestas y reacciones desde la sociedad civil cuando se opusieron a las mismas. A su vez, esto habilitó a que las elites gobernantes hicieran uso de prácticas delegativas que, ante el freno que imponía el referéndum para la concreción de las reformas, diera lugar a las mismas.
Uruguay fue quizás el país donde se dieron las mejores condiciones para que las privatizaciones tuvieran éxito. Se contó con mayorías parlamentarias, con el beneplácito de los sectores empresariales que vieron, en estas transformaciones hacia una economía de mercado, nuevas oportunidades y posicionamientos de los que carecían a nivel internacional. Se contó también con la complacencia de destacados analistas que desde los ámbitos académicos bregaban y argumentaban de manera contundente y sólida la necesidad imperiosa de generar transformaciones ante un modelo agotado y un Estado hipertrofiado que debía ser reducido y modernizado para avanzar.
Sin embargo, esto no fue posible y la aplicación del modelo neoliberal quedó parcialmente aplicado. Fue así como, sin alterar las reglas del juego democrático, la ciudadanía asumió un papel activo al interponer con su decisión una oposición al nuevo modelo fundante del Estado que se pretendió inaugurar en los 90.
El gobierno de turno contó siempre con apoyo parlamentario, pero no logró consensos. Al no permitir la participación y cooperación de la izquierda, que a lo largo de los 90 se convertía en la tercera fuerza política del país, y al no agendar acuerdos o acercamientos con el movimiento sindical, vaticinó el híbrido en que se convertiría la economía uruguaya. En tiempos donde las reformas estructurales arrasaban en los distintos países, sin oposición o con resistencias que fueron neutralizadas o aplastadas, el gobierno uruguayo quedó condenado a lograr metas modestas.
Retomada la democracia, el papel del Estado había cambiado. Este había abandonado su papel de intermediario y muchos sectores se habían visto desamparados. El haber resguardado tanto la gobernabilidad, llevó a que la democracia tuviera signos políticos, pero no sociales. Fue así que ante la ofensiva del propio Estado de implementar nuevas políticas que inexorablemente pasaban por la privatización de los servicios públicos, la respuesta de la ciudadanía fue frenar e impedir que esto sucediera. Esta característica que también experimentarían los países de la región, no supuso en Uruguay reacciones espontáneas que dieran parte que el tejido social se estaba desintegrando; por el contrario, se acudió al uso de un instrumento legal y a un derecho que otorgaba la constitución como lo es el referéndum.
La acción colectiva desplegada en estos años hizo visible la tensión entre los poderes del Estado, pero a la vez -en tiempos de exclusión y eliminación de derechos- ha permitido preservar lo históricamente conquistado y fortalecer el vínculo democrático. Lo que ha significado una continua readaptación a nuevas situaciones que tienen signos diferentes y poseen otras claves, y a un reacomodamiento de los actores en el espacio público, donde la acción ya no es solo de control y vigilancia al poder político, sino que pasa por ofrecer otra alternativa ante un proyecto de país que está concebido fuera de la sociedad.
Los movimientos ciudadanos que se logran conformar en Uruguay contra las privatizaciones fueron: en defensa de las empresas del Estado que a inicios de los 90 comienzan a ser privatizadas. En particular nos referiremos a la Ley Nº 16.211 por la que se establece la venta del 51% de las acciones de la Administración Nacional de Telecomunicaciones (ANTEL) a capitales privados. El 13 de diciembre de 1992 esta ley fue parcialmente derogada por el 67% de los votos. Fue la comisión en “Defensa de las Empresas Públicas” que tuvo a cargo la coordinación de las acciones. Esta comisión estuvo integrada por el movimiento sindical, el movimiento cooperativista de vivienda, la Federación de Estudiantes Universitarios Uruguayos y el movimiento de jubilados. Desde lo político se contó con el apoyo mayoritario del Frente Amplio y figuras de los partidos tradicionales (Colorado y Blanco) que a título personal dieron su apoyo.
En defensa de la Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland (ANCAP), a partir de la Ley Nº 17.448 se ponía fin al “monopolio de la importación, exportación y refinación de petróleo crudo y se termina con el monopolio de exportación de derivados de petróleo”. El poder ejecutivo propuso una sociedad de 15 años con opción a prórroga donde el 51% del paquete accionario es del Estado y el 49% del sector privado. El contrato establece la asociación de ANCAP con una petrolera extranjera. El 7 de diciembre de 2003, y con el 63% de los votos, la ley fue derogada por voluntad popular. La comisión en “Defensa de ANCAP” estuvo integrada por representantes de organizaciones sociales y contó con el apoyo político del Frente Amplio.
Finalmente, hacemos referencia al plebiscito del agua que involucra a las Obras Sanitarias del Estado (OSE). La comisión en “Defensa del agua y por la vida” estuvo integrada por las organizaciones sociales mencionadas y, a diferencia de los casos anteriores, también participaron organizaciones vecinales y organizaciones ambientalistas. El plebiscito tuvo lugar el día 31 de noviembre de 2004 y se produjo en el marco de las elecciones nacionales. La comisión propuso la introducción a la carta magna del artículo Nº 47 que establecía que “el agua es un recurso natural esencial para la vida. El acceso al agua potable y el acceso al saneamiento, constituyen derechos humanos fundamentales”. Y el artículo Nº 188, que refería directamente a las empresas extranjeras que ya se encontraban en el país, establecía: “La reparación que correspondiere por la entrada en vigencia de esta reforma, no generará indemnización por lucro cesante reembolsándose únicamente las inversiones no amortizadas”. La ciudadanía con el 64,6% de los sufragios emitidos dieron lugar a la reforma. En años diferentes, las tres campañas resultaron ser exitosas y en las mismas se dieron a conocer una serie de acciones sociales a partir de las cuales se abría una nueva experiencia en el país.
Estos movimientos son portadores de cambios y determinan, como cualquier movimiento social, el desarrollo de la teoría, porque exige nuevos enfoques de creación de categorías que logren dar cuenta de lo sucedido. La teoría social permite entender por qué los individuos, en el intento de dar soluciones a problemas, se embarcan en la acción colectiva y la diversidad que esta muestra en su desarrollo. En el caso de Uruguay subrayamos la existencia de un “tiempo cívico” que controla y canaliza las acciones para alcanzar los cambios, donde opositores y defensores de las privatizaciones confluyen para dar lugar a la concreción de la consulta.
Hacer uso de mecanismos de democracia directa supone, por parte de los sectores que llevan adelante estas campañas de movilización, participación, organización y disciplina especialmente en el uso del tiempo. La temporalidad de las acciones será pautada por los tiempos legales. Esto impacta y a la vez desafía al colectivo social, ya que las acciones deben adoptar diferentes dinámicas. No hay esperas ni se da lugar a improvisaciones, y los organizadores se ven exigidos a responder en los tiempos constitucionalmente estipulados para llevar a cabo el referéndum. Se deben adaptar prácticas que vienen del mundo sindical y político, donde los tiempos son otros. De esta manera se construye un “tiempo cívico”: un paso a paso que todos deben cumplir y respetar. Esto muchas veces resulta una limitación importante para quienes proponen el referéndum, ya que los opositores a la consulta harán uso de estrategias y acciones que tenderán a entorpecer y a dificultar este proceso.
La dinámica que adopta una instancia tan compleja y heterogénea, como lo es poner en marcha la convocatoria a un referéndum/plebiscito, exige por parte de los organizadores, gran claridad en el mensaje inicial. Los sectores opositores a la convocatoria que comparten y forman parte del “tiempo cívico” deben alcanzar sus propias definiciones. Hay algo que transmitir, que deberá ser rápidamente comprendido, ya sea que la resolución del ciudadano sea a favor o no de lo que se le propone. La idea central debe focalizarse en que el ciudadano comprenda que, más allá de los resultados, está en sus manos hacer lugar a la consulta. En la medida en que no se logre, la consulta a la ciudadanía puede quedar invalidada; y no por ello debemos entender que la población no apoye la propuesta, sino que simplemente no la comprendió, que los argumentos no fueron lo suficientemente convincentes como para llamar su atención. Existe también la posibilidad de que el ciudadano la comprendió, pero no estuvo de acuerdo.
Organizaciones sociales y partidos políticos deben confluir en el desarrollo de las acciones, ya que al no hacerlo supone la frustración de los emprendimientos. Se trata de compartir valores, tener una meta, un objetivo, lo cual posibilita un sentido de pertenencia, que es lo que ayuda a diferenciar a los que están a favor y en contra. Estos valores pasan, en el caso uruguayo, por defender el patrimonio estatal, apelando a la ciudadanía a alcanzar de esta forma un sentido de unidad. Son valores intergeneracionales, lo cual otorga el sentido de la urgencia para que se concrete la acción. La necesidad del éxito es dramatizada con un retrato de las condiciones miserables que resultarían si el movimiento fracasa, para ello es tenida en cuenta la reacción opositora, en el entendido si actúa de manera flexible, represora o contenedora.
Al mismo tiempo se advierte que por detrás de las acciones existe una serie de factores desencadenantes que son parte del contexto en que se insertan las campañas proreferéndum y proplebiscito. En todas ellas se logra tener una visión de la historia que pretende mostrar que los objetivos del movimiento están en armonía con las tradiciones de la sociedad. Esto define que las acciones no sean espontáneas y que cuenten con una fuerte dosis de racionalidad, dando lugar a cálculos de costo y beneficio que quedan plasmadas en los acuerdos entre los actores sociales y políticos.
Esto nos lleva a subrayar otro de los rasgos de estas acciones que se expresa en la conformación de una “arena cívica”: la articulación sociopolítica, donde actores de diferentes organizaciones coinciden más allá de sus intereses y proyectos en una situación final definida y compartida por todos. Es en esta “arena” donde los actores confluyen y, más allá de sus procedencias, lealtades y pertenencias, buscan una salida donde todos, de una manera u otra, interactúan para hacerla posible (Mische y Pattison, 2000).
Dentro de esta articulación sociopolítica el movimiento sindical actúa como articulador entre las organizaciones sociales y los partidos políticos. La presencia de los movimientos de izquierda fue desencadenante y la dinámica de los partidos tradicionales presentó su variabilidad, conforme al disenso o al acuerdo, según el tema en disputa. Ante cada convocatoria, los planos de respuesta fueron varios: a) un inicio de ambigüedad y luego de apoyo en el caso de ANTEL; b) de asentimiento parcial en el plebiscito del agua; c) un radical rechazo en el caso de ANCAP. Todo lo cual advierte de la complejidad de estos episodios.
Las acciones emprendidas en Uruguay dan a conocer la capacidad que la sociedad tiene de actuar sobre sí misma. Es la historicidad como campo de acción donde el accionar de los sujetos depende del poder de dominación del que dispone cada uno de ellos (Touraine, 2005), la capacidad de la sociedad de transformarse y mostrar que nada permanece: que todo está en continuo cambio.
Analizar dinámicas tan heterogéneas y complejas cuando la sociedad actúa en su conjunto, como es el caso de un referéndum, no puede ser abordado solo desde la visión estructural que nos lleva a suponer que lo sucedido es en rechazo a las políticas neoliberales. Desde esta sola perspectiva dejamos fuera otros fenómenos que también intervienen y son culturales. La sociedad advierte que las nuevas transformaciones transgreden su identidad, al negar las tradiciones que forman parte de la sensibilidad uruguaya. El colectivo reacciona y tiende a revalorar y engrandecer su historia de luchas sociales y conquistas de derechos, que se piensa que están siendo fuertemente cuestionadas.
La identidad pasa a tener un papel central, porque posibilita el reconocimiento de los sujetos en sí mismos y en sentirse reconocidos como parte de la sociedad. Las campañas, a través de sus acciones, fueron constructoras de identidad. El apelar a un mensaje que a todos llegara en defensa del patrimonio, la utilización de los símbolos patrios en la propaganda, las canciones emblemáticas, las referencias a José Artigas buscó reforzar y fortalecer la identidad de un “nosotros los uruguayos”. Es la construcción de identidad en sí, para sí o para otro, lo que a su vez permite reconocer al adversario y a los aliados. Desde la cotidianeidad estas identidades actúan y pasan por estados de latencia e invisibilidad hasta que irrumpen en el espacio público donde confluyen factores explicativos estructurales, pero también simbólicos y culturales. La acción no solo desde lo instrumental, sino desde la historia, porque responde a una historia identitaria, fuertemente vinculada a la figura del Estado. De esta forma, la acción institucional tiende a devolver poder a la sociedad civil en lugar de concentrarlo en el Estado. Es esta reacción que da lugar a las acciones y al uso de los derechos de ciudadanía, en defensa de un imaginario estrechamente construido en torno al Estado y su papel integrador. Una serie de creencias son salvaguardas ante la imposición de un modelo económico, que pone en juego las pertenencias y lealtades con base en las cuales la sociedad percibe su propia existencia.
A partir de esta convicción, la acción colectiva se despliega y activa la reacción ciudadana. El ciudadano participa no solo en calidad de elector, sino que se compromete y asume protagonismo más allá de los partidos políticos. La ciudadanía se activa por la acción y, a su vez, adopta una función activa al quedar a cargo de la resolución final del problema que se tiende a solucionar.
El hacer uso de los derechos de ciudadanía en estos casos, hizo visible la tensión entre los poderes del Estado, pero a la vez -en tiempos de exclusión y eliminación de derechos- permitió preservar lo históricamente conquistado y fortalecer el vínculo democrático, lo que ha significado una continua readaptación por parte de las fuerzas sociales y sus formas de lucha. Hay un cambio de actitud en el colectivo social que entiende que los mecanismos constitucionales logran ser de mayor utilidad al otorgar legitimidad a sus decisiones, y así asegurar solucionar el problema en cuestión. Esto supone un reacomodamiento de los actores en el espacio público, donde la acción ya no es solo de control y vigilancia al poder político, sino que pasa por ofrecer otra alternativa ante un proyecto de país que está concebido fuera de la sociedad. Es en el marco de la implementación de la reforma del Estado a partir de la cual a la lógica electoral se le incorpora la lógica del referéndum.
Por lo general, los modelos de democracia, basados en preferencias normativas, tienden a expresarse sobre el difícil equilibrio entre soberanía y representación, privilegiando un lado de la ecuación. Para las versiones más restrictivas de democracia, esta no es más que el gobierno de los políticos, y, por consiguiente, la participación directa de los ciudadanos en la cosa pública es un principio extraño (e indeseable). Para las versiones más “republicanistas” de democracia, la participación es un principio que hace a la calidad del régimen: sin la existencia de una ciudadanía “ilustrada”, de una cultura participativa, la democracia no será más que una “fachada” (Moreira, 2004, p. 17).
En este contexto el ejercicio de la ciudadanía no solamente implica una dimensión reactiva (referéndum) y propositiva (plebiscito del agua) sino que debe asumir nuevos ejercicios, sentidos y usos, ya que lo que está en juego es su propia existencia. Es una ciudadanía que fue concebida en el marco de un Estado democrático, asistencial y participativo, que enfrenta problemas y disyuntivas y pone en cuestionamiento sus propias bases, esto le exige un rol activo. Es esta convicción que explica y justifica el sostenido ejercicio de acciones institucionales, a través de las cuales los uruguayos han podido prever resultados a futuro, ya que de ello depende el éxito o invalidación parcial del modelo económico, al que vinculan con su propia existencia.
El ejercicio de la ciudadanía se convierte en un desafío y a la vez en una alternativa de respuesta social, frente a la imposición de cambios que parecen irreversibles, pero que, sin embargo, logran ser limitados por decisión popular. Pero también de proyecto político, en el entendido de que la sociedad, al retomar los caminos institucionales luego de 12 años de dictadura, asume un papel activo, y con sus prácticas tiende a incidir en la toma de decisiones políticas. Se puede llegar a pensar que lo que existió en estas campañas plebiscitarias fueron proyectos en disputa. En la práctica quizás se buscó romper con esa noción de proyecto político a partir de la cual se pondera una visión ideal y homogénea del Estado y de la sociedad; y se intentó dejar al descubierto la diversidad existente entre ambos, y de esa forma repensar las relaciones existentes. Lo cierto es que el desarrollo de estas consultas implicó la puesta en marcha de experiencias acumuladas de hombres y de mujeres, y la forma como es “tratada” y “vivida” por los individuos en su propia cultura y subjetividad.
A modo de reflexión
Al estudiar los modos de aplicación de las reformas concernientes a las privatizaciones, observamos que cada país los plasmó de forma distinta y acudió a mecanismos que de una manera u otra respondieron al marco institucional, a la acción y negociaciones parlamentarias; en algunos casos a compromisos, acuerdos o pactos con sectores económicos y a las reacciones emitidas desde la sociedad. Cada país tuvo su ritmo en la aplicación de las reformas, en unos fue gradual, en otros acelerado, y en todos se compartió el pragmatismo que caracterizó a estos procesos.
En el caso de Uruguay, opositores y defensores de las reformas estructurales coinciden en que el comportamiento social respondió a la matriz profundamente estatista. En su mayoría, estas valoraciones parten de una visión político-politológica, donde los actores sociales actúan por impulso de los partidos y los uruguayos reaccionan a sus mandatos. En una sociedad como la uruguaya, donde la visión político-céntrica es predominante, es admisible que se llegue a esta valoración de lo ocurrido. No obstante, en este análisis se deja fuera el entramado de actores sociales y políticos que sustentaron las propuestas y dieron sentido a las decisiones.
No se toma en cuenta que las consultas a la ciudadanía supusieron la instrumentación de acciones institucionales que producen un cambio estructural en las reglas de juego y de intereses individuales o sectoriales: se pasa a una preocupación por nuevos fenómenos que emergen a la vida pública y política y tienen que ver con problemas comunes a toda la sociedad. Es una nueva lógica de las acciones que fomenta nuevas formas más allá del Estado y contribuye a un reordenamiento de las fuerzas en disputa. La acción colectiva permite que los individuos se identifiquen y delimiten el problema en cuestión, y admite la existencia de ciudadanía al reconocerse como personas con derechos (a reclamar derechos). Este derecho a ejercer la acción se convierte también en un asunto de derechos de ciudadanía.
Tampoco se toma en cuenta la experiencia de que son portadores quienes organizan estas consultas, en su mayoría dirigentes y militantes de base bajo la dictadura. Estos poseían un cúmulo de experiencias forjadas en resistencia y por la recuperación de la democracia en el momento de implementar las campañas. Es una generación que entra a la democracia colmada de esperanzas y expectativas, que tendrá que hacer frente a una serie de cambios impuestos desde las cúpulas gobernantes a través de su experiencia, para obstaculizar estos intentos. A partir de los 90 un nuevo tipo de elector aparece, el ciudadano activo, propositivo, que, más allá de las resoluciones de los partidos tradicionales, se ubica con sus propias demandas haciendo uso de la democracia directa. La lucha desde las instituciones da muestra del grado de creatividad de estos sujetos para invalidar la embestida privatizadora. Por otra parte, un aspecto que pasa desapercibido, y que explica el uso de la vía institucional, es el valor que se le otorga a la democracia, de la cual se sienten constructores y responsables de su defensa y fortalecimiento. Todo lo anteriormente expuesto lleva a plantear que, en el caso uruguayo, la ciudadanía actúa de manera directa, generando un nuevo espacio público (Dagnino, 2003) donde la sociedad infiltra al Estado para dar cauce a un avance democratizador e igualitario.
La articulación sociopolítica será medular en todas las convocatorias. La debilidad -multifactorial- en la propuesta concluirá en que el recurso no se active. A modo de hipótesis, y ajustando la perspectiva en el desarrollo de las acciones proreferéndum y proplebiscito, deben cumplirse dos instancias: 1) la construcción de un “tiempo cívico” (instancia preparatoria, donde se multiplican las opiniones, coexisten y se reportan unas a otras), un tiempo necesariamente asumido por todos, incluso por los opositores a la convocatoria, donde comienzan a vislumbrarse futuros acuerdos; 2) la activación del recurso que pone en marcha la campaña, es decir, la “arena cívica” que reviste un modo de lo “oficioso” en tanto las negociaciones y alianzas y de “oficial”, cuando se asumen concomitantemente compromisos públicos. Se proyecta, entonces, una doble vertiente: los sectores en oposición que aún no están definidos deben adoptar -como movimiento ineludible- una resolución, y, en consecuencia, se destraba la urdimbre político-partidaria ante los electores una vez asumidas las posiciones, dándole vía libre a la campaña electoral de rápida instalación. La articulación sociopolítica y las estrategias establecidas por la oposición complejizan y hacen poco previsibles los resultados finales de estas campañas.
Por otra parte, que el voto sea obligatorio en la etapa final y que la ciudadanía no tenga otra alternativa que ir a votar, tampoco hace predecible los resultados. Es aquí donde la conformación de la “arena cívica” muestra su efectividad al poner en evidencia que los acuerdos sean respetados y los compromisos cumplidos. Al mismo tiempo son instancias donde la libertad individual prevalece. Son episodios donde los imperativos de la gobernabilidad que han regido los destinos de la política en los últimos tiempos se revierten y se llega a votar luego de un largo proceso preparatorio que expresa la decisión ciudadana en su conjunto.
Esto define que el resultado de la elección que deroga una ley o que propone una reforma constitucional no pueda ser valorado como producto de una sola fuerza, sino del conjunto mayoritario de la ciudadanía que dio a conocer su posición. Lo que permite hacer la hipótesis de que, ante cambios que resultan ser trascendentales para el país, la sociedad manifiesta su decisión de incidir en la toma de decisión. Sin apartarse de la institucionalidad, el colectivo demanda derechos y a la vez hace uso de estos, lo que le permite deliberar sobre temas a los cuales identifica con su propia existencia. Todas estas características llevan a considerar que en Uruguay la democracia directa ha dado lugar a un sistema político responsable y político. Pero también se advierte que más allá de las formalidades de cómo son las normas que dan lugar a estos mecanismos de democracia directa, lo interesante, y que plasma como original, es la forma en que han sido llevados a cabo por la sociedad civil. Este proceso resulta muy valioso en un país que se ha caracterizado por una fuerte partidocracia, donde lo social queda subordinado, cuando no subsumido, y todo pasa a ser visto, apreciado y valorado solo desde las dinámicas políticas, que si bien son importantes, no son las únicas y no siempre prevalecen.
Las ideas que surgen del estudio realizado no pretenden obturar algunos aspectos conclusivos que las acompañan, sino dejar abierta la posibilidad de una reflexión creativa que permita seguir avanzando en áreas que se desenvuelven en la vida de un colectivo, que pide, sin lugar a duda, la permanente investigación a fin de poder ir reconociendo sus propias capacidades y potencialidades, sus carencias y desaciertos, como también los iconos, en tanto los logros que van jalonando en el camino.