El itinerario biográfico y editorial de Samuel Glusberg
Samuel Glusberg Talesnik (1898-1987), figura casi desconocida actualmente para el gran público y también para parte importante de los circuitos académicos, fue uno de los editores más relevantes de la escena cultural latinoamericana del segundo tercio del siglo XX. El destacado lugar que ocupa en este escenario, en el que emergieron distintas iniciativas editoriales como Repertorio Americano, Amauta y Klaxon, entre muchas otras enmarcadas en lo que la estudiosa argentina Fernanda Beigel ha denominado como “editorialismo programático”,1 nos ha impulsado a rescatar su figura y su labor y a profundizar en el significado de su política cultural.2
El curioso itinerario biográfico de Glusberg -o Enrique Espinoza según rezaba su seudónimo literario3- comenzó con su nacimiento el 25 de julio de 1898 en el poblado ruso de Kischinev y continuó en el barrio Barracas de la ciudad de Buenos Aires, donde emigró junto a sus padres y sus seis hermanos en 1905, huyendo de los pogroms desatados contra la población judía en su Rusia natal. Fue -imagina el escritor chileno José Santos González Vera- una “fuga disimulada, en carreta, por cuestas y cerros hasta la frontera rumana, y la travesía de un abismo con manos y pies anudados a una pértiga” (1959: 35). En 1935, luego de treinta años de residencia en Argentina, se trasladó a Santiago de Chile, donde vivió casi cuatro décadas. Sin duda, este derrotero particular determinará el carácter ecuménico de sus sensibilidades e inquietudes artísticas e intelectuales, así como la dimensión chileno-argentina -americana más bien- de sus empeños editoriales. En efecto, a ambos lados de la cordillera fue construyendo un rico entramado de vínculos culturales y relaciones con escritores y revistas independientes de toda América. Esta red de contactos le permitió participar de manera decisiva en la escena cultural local, con distintos proyectos e iniciativas que nos gustaría aquí recordar.
Inmerso en el particular escenario que se abre a partir de los años 20 del siglo pasado, cuando una serie de transformaciones experimentadas en el campo cultural4 latinoamericano permitieron la aparición de vanguardias estético políticas (Schwartz,1991) y proyectos editoriales programáticos (Beigel, 2006) en distintos puntos del continente, Glusberg animó diversos proyectos culturales relacionados con la edición de revistas, colecciones de libros, promoción de la producción literaria local y difusión de las letras universales, tejiendo en su ambicioso empeño sólidas redes de colaboración e intercambio de ideas y proyectos con una amplia variedad de intelectuales latinoamericanos de la estatura de Baldomero Sanin Cano, Joaquín García Monge y José Carlos Mariátegui.
Escribió versos y prosa crítica, editó centenares de libros y dirigió tres revistas que abrieron sus páginas a plumas emergentes y consagradas de distintos rincones del mundo. En gran parte, su obra personal fue el resultado de un ejercicio constante de colaboración en diferentes publicaciones periódicas de la época, y se encuentra conformada por numerosos artículos, cuentos y poemas, muchos reunidos en la casi veintena de libros que puso en circulación: La levita gris, cuentos judíos de ambiente porteño (1924), Trinchera (1932), Ruth y Noemi (1934), Compañeros de Viaje (1937), Chicos de España (1938), El espíritu criollo (1951), Tres clásicos ingleses de la pampa (1951), Conciencia histórica (1952), El ángel y el león (1953), De un lado y otro (1954), La Noria. Cien sonetos sumamente prosaicos (1962), El castellano y Babel (1974), Gajes del Oficio (1976), Manuel Rojas, narrador, Heine, el ángel y el león, Spinoza, águila y paloma (1978), Trayectoria de Horacio Quiroga (1980), González Vera, clásico del humor (1982), e Imágenes de Lugones (1984).
Sin embargo, la mayor obra de su vida -y lejos de desmerecer aquí el enorme valor de sus escritos personales- se encuentra constituida por su quehacer editorial y por el sinnúmero de campañas culturales y núcleos intelectuales que animó. Decía Glusberg: “Siempre me han preocupado más las obras de aquellos creadores que admiro que las mías propias” (citado en Sabella, 1968: s. n). En este sentido, la inmensa labor que lleva a cabo en Argentina y Chile, los países donde residió la mayor parte de su vida, puede rastrearse por distintos rincones de nuestra historia cultural.
Estás líneas se inscriben en el estudio de una suerte de tradición de proyectos editoriales independientes que podemos rastrear en América Latina y, más concretamente, de la autonomía ideológica, política y estética que caracterizó la faena cultural de Samuel Glusberg. ¿Por qué podemos considerarlo un editor independiente? ¿De qué manera se expresa la independencia editorial en el conjunto de su trabajo? ¿Qué desafíos imponía el campo cultural a la edición independiente en los años en que Glusberg desarrolló su labor?5
En un esfuerzo por dar cuenta de los momentos fundamentales de su trayectoria de editor y trabajador de la cultura, podemos anotar que en la capital argentina, y a sus precoces 21 años, da origen a su primera empresa editorial significativa: una colección de folletos que tituló Ediciones Selectas América. Cuadernos mensuales de Letras y Ciencias. La serie, que perduró hasta 1922, sacó 50 números, reuniendo colaboraciones de Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Fernández Moreno, Roberto Payró y Alfosina Storni, entre otros. Antes -modesto antecedente-, cuando era estudiante normalista, había publicado una pequeña revista llamada Primeras Armas.
Poco tiempo después empezaron a aparecer un conjunto de libros nacionales y extranjeros bajo el sello editorial B.A.B.E.L. (Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias). Más de setenta títulos puestos a disposición del público en un delicado formato y a bajo costo. “Samuel Glusberg -anota el historiador argentino Horacio Tarcus- contribuyó, como pocos, a mejorar y dignificar las ediciones argentinas” (2001: 31). Como complemento, dio forma a una pequeña revista independiente, también llamada Babel, que constituyó su proyecto cultural más importante. Durante esta primera etapa porteña -después se reorganizará en Santiago de Chile- se editarán 31 números, desde abril de 1921. En ella se reunieron ensayos, cuentos y poemas de escritores argentinos y de otras latitudes, como por ejemplo de Lugones, Quiroga, Pedro Prado, Augusto D’Halmar, Arturo Uslar Pietri, Mariano Picón-Salas y algunos de los primeros versos de Gabriela Mistral, su amiga epistolar. A esta primera época de la revista Babel, siguió la publicación de La Vida Literaria (1928-1932) y luego de Trapalanda, un colectivo porteño (1932-1935). Asimismo, bajo su dirección aparecieron los Cuadernos literarios de Oriente y Occidente (1927-1928), del Instituto de la Universidad de Jerusalem en Buenos Aires.
Gracias a este conjunto de esfuerzos, así como al tesón y la diligencia con que llevó adelante cada iniciativa, fue desde su juventud forjando una sólida red de relaciones literarias. Leopoldo Lugones, Horario Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada y Luis Franco fueron sus cofrades más íntimos en Argentina. El importante rol de Glusberg en la creación y difusión de la obra de estas amistades se encuentra documentado en las cartas que los escritores intercambiaron durante la década de 1930 y en diferentes pasajes biográficos de sus producciones literarias personales.6 Asimismo, se le veía con Baldomero Sanín Cano durante el tiempo en que el crítico residió en Buenos Aires, y mantenía una comunicación frecuente con Waldo Frank. Además, desde marzo de 1927 sostuvo una continua correspondencia con José Carlos Mariátegui, cruce epistolar que sólo fue interrumpido por la muerte prematura del autor de los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, en abril de 1930.
En estas cartas -recopiladas y publicadas por Tarcus en 2001- ha quedado registrado el fluido intercambio cultural que Glusberg y Mariátegui mantuvieron en esos años. Por correo se enviaron y colocaron en circulación las ediciones que, con el sello Minerva, aparecían en Lima, y aquellas que, con sello B.A.B.E.L., salían en Buenos Aires. Asimismo, los numerosos libros que publicaron eran anunciados y comentados por sus respectivas revistas, cuyos ejemplares también transitaron de un punto del continente a otro. Sin embargo, lo que desde nuestra perspectiva resulta más relevante, es que Glusberg jugó un papel esencial en la recepción y difusión de la obra de Mariátegui en la Argentina y, después, en Chile.7 De igual manera, la correspondencia entre el editor y diversos escritores de la época da cuenta también de su rol fundamental en otros hitos culturales del periodo. Promovió, por ejemplo, la visita de Frank a Buenos Aires, que logró materializarse después de muchos esfuerzos y el intercambio de más de veinte misivas, en septiembre de 1929, y ocupó una posición importante en la fundación de las emblemáticas revistas Martín Fierro y Sur, de las que pronto se distanció.
De este modo, después de treinta años residiendo en el puerto bonaerense, y quizás producto del estremecimiento político, cultural y económico por el que atravesó Argentina luego de la gran crisis de 1929 y de la caída del gobierno de Hipólito Yrigoyen en 1930, Glusberg se trasladó a Santiago de Chile, en 1935. Vivió en este país por casi 40 años, transitando por las librerías y calles de Santiago hasta septiembre de 1973, sólo pocos días antes del golpe de Estado que derrocó al presidente Salvador Allende.
Su faena cultural en Chile no tardó en ponerse en marcha. Apenas se estableció en Santiago comenzó a colaborar en Onda Corta, periódico solidario con los españoles republicanos, y posteriormente en la revista de la Sociedad de Escritores de Chile (SECH). En 1939, una vez desaparecida la revista de la SECH y después de realizar un viaje a Cuba y México, donde se reunió personalmente con León Trotsky, Glusberg reorganizó Babel, revista de arte y crítica en Santiago, junto a un puñado de escritores que se convirtieron en sus íntimos colaboradores: Manuel Rojas,8 José Santos González Vera,9 Mauricio Amster10 y, más tarde, Ernesto Montenegro.11 A través de la revista Babel, contribuyeron a la cultura local con ensayos, narraciones y poemas inéditos, o escritos traducidos especialmente. En su interior se ensayaron numerosas páginas de textos que serían luego libros relevantes en el campo literario chileno. A propósito de Glusberg, Hernán del Solar ha escrito:
Nunca podrá olvidarse, cuando se le nombre en un estudio literario de Chile o Argentina, una revista que fundó y sostuvo acompañado de un grupo pequeño de buenos escritores: Babel. En ella [...] quedó proyectado el pensamiento de esos años en el mundo de la política, la literatura, el arte, la ciencia de vivir en una época de cambios, de dinámica inquietud (1968: 5).
Pese a las dificultades propias de una iniciativa independiente, la revista logró publicar 60 números, hasta el cuarto trimestre de 1951, fecha del último de ellos, y sólo fue interrumpida por un breve periodo durante la Segunda Guerra Mundial. Paralelamente continuaba complementando su labor editorial con las publicaciones del sello B.A.B.E.L., faena de difusión cultural que realizaba con ahínco, y en donde aparecieron, entre otros títulos, las Coplas de Jorge Manrique, El licenciado vidriera de Miguel de Cervantes, El manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels, Desobediencia civil de Henry David Thoreau, y algunos de sus propios escritos.
Finalmente, durante su última década de residencia en nuestro país y desaparecida Babel, Glusberg colaboró en la revista PEC, generalmente con breves redacciones para las secciones “Notas y notabilidades” o “Textos nuevos y antiguos”. Con este mismo afán de difusión cultural, preparó y prologó también un gran número de antologías que fue publicando la editorial Zig-Zag: Antología de cuentos, de Manuel Rojas (1957); La roja torre de los diez, de Pedro Prado (1961); Leer y escribir, de Alone (1962); El hermano errante, de Augusto d`Halmar (1963); y Aprendiz de hombre, de González Vera (1985), son algunos ejemplos.
Al igual que en Argentina, en los años en que residió en Chile, Glusberg dejó sus huellas también de manera soterrada en distintos acontecimientos culturales de la época. Se mantenía siempre inquieto, afanoso caudillo de una nueva misión política o cultural: rendir homenaje a Sarmiento, Hudson, Lugones o Quiroga, conmemorar con una edición especial al pueblo español o a las revoluciones europeas de 1848, manifestarse en apoyo a Trotsky o en repudio a la invasión en Guatemala, organizar la visita de Rodolfo Mondolfo a Santiago12 y promover diferentes encuentros, traducciones y publicaciones. Finalmente, en 1973, con 75 años de edad, volvió a Buenos Aires, donde trabajó en la recopilación de su propia obra, que apareció a lo largo de esa década y de la siguiente, y organizó un nuevo sello editorial: Ediciones del Regreso. Murió en la capital argentina, casi nonagenario, un 23 de enero de 1987.
La independencia editorial como resistencia a la mercantilización de la cultura
El tiempo en que Glusberg desarrolló su trabajo -cuyo periodo de mayor actividad transcurrió entre principios de los años 20 y comienzos de los 50- corresponde a una época de enormes convulsiones políticas y culturales y, también, de profundas transformaciones en el campo de producción editorial, cambios que comenzaron a mediados del siglo XIX, pero que se intensificaron durante las primeras décadas del siglo XX.
Concretamente, el aumento del alfabetismo13 y la importancia estratégica de la prensa en los proyectos de modernización social y política, precipitaron el florecimiento de la industria gráfica y posibilitaron así la expansión de los diarios, revistas y todo tipo impreso a partir de 1850. De esta manera, por lo menos en los principales centros de producción cultural de la región, el sector exhibe un incremento sostenido. Entre 1856 y 1875, por ejemplo, se fundaron en Perú 211 periódicos. En México, alrededor de esas mismas fechas, podían contabilizarse mil 104. En Argentina, en la sola ciudad de Buenos Aires, aumentaron de 30 en 1852 a 83 en 1877, dos de los cuales, La Nación y La Prensa, 10 años más tarde, en 1887, ya alcanzaban un tiraje de 18 mil ejemplares cada uno (Sabato, 2008: 394). Además, aproximadamente desde 1870, esta prensa en ascenso y en principio íntimamente ligada a la vida política y sus principales actores, empezó a diversificarse en contenidos y orientación, surgiendo los periódicos comerciales, científicos, literarios, etcétera. La introducción de nuevas tecnologías y métodos de trabajo, por su parte, convirtieron a las imprentas y centros de edición en verdaderas empresas y a sus lectores en clientes inmersos en un mercado competitivo (Sabato, 2008: 396-397).
Estas tendencias, incipientes y discontinuas durante la segunda mitad del siglo XIX, se volvieron constantes desde las primeras décadas del siglo XX y, sobre todo, a partir de mediados de 1930, periodo en que Glusberg inicia su faena cultural en Chile. Una rápida mirada permite apreciar la significativa cantidad de publicaciones que se produjeron y circularon en este país en aquellos años. Por ejemplo, en la década del treinta, existían 280 revistas, 375 periódicos y 94 diarios (Brunner, 1985: 9-68), y hacia finales de la misma, las editoriales más grandes, verdaderas industrias culturales, como Zig-Zag y Ercilla, lanzaron al mercado numerosas y diversificadas colecciones con tirajes de dos mil 500 ejemplares por título y, todavía entonces, a precios populares. Paralelamente, se registraron los primeros fenómenos editoriales masivos (Subercaseaux, 2000).14 Asimismo, medianas y pequeñas editoriales como Nascimento, Universitaria, Cultura y Cruz del Sur, emergieron y afianzaron su lugar en el campo de la producción de libros y, junto a ellas, empresas editoras fundadas por grupos políticos y por la iglesia católica, completaban el cuadro de las más de treinta editoriales que animaron el momento. Estas cifras muestran que, en efecto, la industria editorial y periodística de Chile vive, entre 1930 y 1950, en palabras de Bernardo Subercaseaux, su “edad de oro” (2000: 126).
Ahora bien, el crecimiento de la industria gráfica y, de esta manera, la expansión de la producción editorial, se inscriben al interior de un fenómeno de mayor magnitud que en esos años empezó a dominar significativamente el campo cultural chileno: el desarrollo de una cultura de masas, producto del crecimiento de la industria de productos de consumo masivo a niveles no registrados hasta la fecha y de la centralidad que empezó a adquirir el mercado en la organización de la cultura. En efecto, a partir de la década de 1930, no sólo el paisaje editorial comenzó a experimentar un importante crecimiento, sino también las industrias radiofónica, periodística y cinematográfica. Permitieron este desarrollo procesos como la sostenida reducción del analfabetismo y la elevación de los niveles educacionales de la población, la intensificación del proceso de urbanización producto de la migración campo-ciudad y de la contracción de la mano de obra minera, los cambios en la estructura socio-ocupacional y la consolidación de una clase media compuesta por empleados públicos, profesionales, pequeños empresarios y trabajadores del sector servicios.15 De esta forma, el mercado de bienes simbólicos se convirtió en el agente más relevante del campo cultural, al menos en términos cuantitativos, adquiriendo un rol gravitante en la producción de la hegemonía y en la formación de un sentido común masivo.16
Desde principios del siglo XX, en diversos centros de producción cultural de América Latina, y de forma muy acentuada a partir del segundo lustro de los años 30 en Chile, las iniciativas de orientación industrial ganaron cada vez más terreno en el campo cultural y los criterios de mercado se convirtieron en elementos dominantes en la conducción de estas mismas iniciativas. Estudiando el campo editorial chileno de la época, José Joaquín Brunner apunta que “las editoriales evolucionan bajo un concepto comercial más que como centros activos de una política cultural o como núcleos de coordinación en el campo intelectual. Por el contrario, ese papel -que la universidad asume preeminentemente- será desempeñado, asimismo, por algunas revistas y diarios” (1985: 44). Una situación similar ocurre en otros países de América Latina. En la década de 1930 se fundan grandes casa editoriales cuyo peso e influencia se mantendrá durante las próximas décadas. Algunos ejemplos son la española Espasa-Calpe, cuya filial argentina se funda en 1937. Su emblemática Colección Austral, dirigida a un público masivo y con un criterio ecléctico, circuló en distintas partes del continente. Asimismo, Sudamericana y Emecé, ambas fundadas en Argentina en 1938, fueron experiencias dirigidas por un proyecto más claramente empresarial (Esposito, 2010). Ahora bien, vale la pena retener que a pesar de la orientación comercial de las grandes empresas de producción de libros -que en Chile se asocia principalmente a editoriales como Zig-Zag y Ercilla-, la industria editorial se vio permeada por las ideologías en disputa y logró mantener una fuerte sensibilidad al devenir social. Según señala Subercaseaux, “sus catálogos -desde la pequeña empresa quijotesca hasta la industria de orientación comercial- están atravesados por las diversas variantes de cultura política que se dan en la época” (2000: 122). En este sentido, importantes ejemplos de grandes iniciativas editoriales conducidas por proyectos políticos y culturales, y no necesariamente comerciales, fueron el Fondo de Cultura Económica, fundado en 1934 en México (Sorá, 2010); las Bibliotecas Aldeanas, que datan de ese mismo año en Colombia; la editorial Paidós, formada en 1945 en Argentina; y la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), creada en 1955.
Sin embargo, las tendencias industrializantes que se instalaban en la producción editorial -subrayémoslo- fueron claramente opuestas a las líneas programáticas de las políticas editoriales de Glusberg, quien desde los orígenes de su actividad cultural, y consciente de los procesos que empezaban a hacerse hegemónicos en el campo, hace acompañar el primer número de sus Ediciones Selectas América, de 1919, con una pequeña nota sin firma y titulada “nuestros propósitos”, en la que se declaraba: “Con entusiasmo y optimismo damos a la circulación nuestro primer número seguros de que el público inteligente sabrá apreciar el esfuerzo que significa nuestra empresa puramente intelectual, en estos momentos en que el mercantilismo parece absorberlo todo”.
Más de cuatro lustros después, ahora desde las páginas de la edición chilena de la revista Babel, volvió a afirmar su independencia respecto a los poderes económicos, políticos y académicos, así como el valor no profanable de la cultura y la preeminencia de los criterios estéticos y literarios en sus proyectos editoriales:
Aquí en Chile -dice una nota editorial contenida en el número 17 de Babel-, antes de reagrupar el núcleo fundamental de la revista, ofrecimos indirectamente nuestro pensamiento a través de una serie de cuadernos que nos diferenciaron en seguida de todas las publicaciones neutras y mediocres del género.
Claro que fuimos a pura pérdida en todo sentido; pero ahí queda una colección de páginas libres y excepcionales. Desde luego, si hubiéramos empleado igual celo en escoger trozos bien pensantes para los escolares, como han hecho muy orondos algunos escritores “idealistas” de Buenos Aires, a la fecha tendríamos imprenta propia y depósitos en los Bancos.
Mas, en verdad, nada de cuanto aquéllos ganaron -puestos, cátedras, representaciones- tiene valor para nosotros. En buena hora se lo dejamos todo, seguros de salir ganando con la pérdida. Pues en nuestro fracaso a los ojos de tales triunfadores está nuestro éxito en la acepción más noble de esta palabra sospechosa.
No sabemos si nuestro auditorio de estos dos últimos decenios supera el de varias cátedras oficiales durante igual número de años. Estamos seguros, en cambio, de haber realizado una labor más desinteresada, porque sin sueldo alguno, dentro de la plana del profesorado idealista, no tenemos tampoco derecho a una jubilación burocrática dentro o fuera de la diplomacia...
¿Qué importa, pues, que no lo advierta la bulla superficial de los filisteos de la cultura, es decir, nuestros pequeños burgueses de tomo y lomo? Toda obra profunda exige soledad, paciencia y altura de miras. No aplausos vanos (Editorial, 1941: 3-4).
Estos antecedentes nos permiten comprender mejor la orientación de las políticas culturales de Glusberg en el entramado que daba forma al campo cultural del periodo, y su autodefinición como un paladín de la defensa del valor no profanable de la cultura que comenzaba a ser colonizada por el mercado. A propósito del editorial que citamos en extenso, es interesante recordar las reflexiones de Pierre Bourdieu sobre esa suerte de “economía invertida” que cobra forma al interior del sector más autónomo del campo cultural, es decir de aquél que ha desarrollado sus propias leyes y criterios de validación, contrarias, las más de las veces, a las reglas que rigen en la economía. Allí, el éxito cultural es inversamente proporcional al éxito comercial, el fracaso económico puede ser sinónimo de calidad artística y la popularidad mundana ser causa de rechazo entre los demás creadores (Bourdieu, 202). La revista Babel, y en general los emprendimientos culturales de Glusberg, encarnaron de manera paradigmática esta economía. El “interés en el desinterés”, el desprecio al éxito inmediato, la preeminencia de los criterios estéticos y literarios, la independencia respecto al poder, la decisión de no apuntar al gran público sino a una elite intelectual más o menos vinculada al movimiento popular, son cualidades que forman parte del proyecto creador de nuestro autor. Estos rasgos distintivos, y el funcionamiento interno del núcleo que llevaba adelante la producción de la revista, rayano en lo artesanal en contraposición a la estructura empresarial que dominaba el mundo editorial, lo van colocando en una posición del campo cultural que pugna por la autonomía y la independencia estética y política.
En diversas notas editoriales que hemos podido encontrar adjuntas a las revistas y colecciones de libros que Glusberg elaboró, en la correspondencia que intercambió con diferentes escritores de su tiempo, y en otros diversos testimonios de la época, ha quedado registrado el enorme desafío que significaba llevar adelante en estas condiciones cada uno de sus proyectos culturales, principalmente por la dificultad de conseguir los recursos necesarios para financiarlos. En las cartas que cruzó con Mariátegui, por ejemplo, encontramos numerosos pasajes que consignan estos impedimentos, así como el esfuerzo que realizaban para superarlos. Gestionaron juntos algunas publicaciones de Waldo Frank y, aunque no llegaría jamás a concretarse, proyectaron la aparición de El alma matinal en ediciones B.A.B.E.L. y el viaje de Mariátegui a Buenos Aires -frustrado por la muerte del peruano-, donde esperaba poder continuar con mayor estabilidad la edición de Amauta. Asimismo, en la correspondencia que Glusberg intercambió con Gabriela Mistral y en las notas editoriales que acompañan a muchos de los números del periodo chileno de la revista Babel, se da cuenta de los sacrificios que imponía la publicación de una pequeña revista independiente. El alza en los precios del papel y los elevados costos de impresión, por ejemplo, lograrán interrumpir la aparición de Babel entre 1941 y 1944, y disminuir su frecuencia a partir de 1949.
El carácter de esta faena ubicó a Glusberg en una posición particular del campo cultural local de aquel periodo, una posición que podríamos resumir como de resistencia ante las tendencias mercantilizadoras que se instalaban en el espacio de la cultura, resistencia que -subrayémoslo también- constituyó el complemento necesario de la enérgica defensa de la independencia política y estética que caracterizaron siempre sus proyectos.
La independencia como autonomía estética y literaria
El programa cultural y editorial de Glusberg se distinguió durante toda su trayectoria por el resguardo de su autonomía estética e intelectual, eje articulador de sus proyectos que se expresó fundamentalmente en una mirada crítica a toda perspectiva política o cultural totalizadora y en su distanciamiento de las maneras mecánicas de vincular arte y política tan propias del periodo. En esta dirección, una nota programática publicada para conmemorar los 10 años de la revista Babel en Chile expresa:
Tres o cuatro constantes, para decirlo de algún modo, singularizan de antiguo nuestro empeño. 1.º Pasado inmediato utilizable cada vez que incrementa un propósito actual. 2.º Defensa de la independencia política que corresponde asimismo a la independencia intelectual. 3.º Norma estética, en vez de sectaria, en todo, a fin de imponer respeto al propio enemigo. Y 4.º España, la España negra, como herida que apenas cicatriza (1949: 70, cursivas nuestras).
Ahora bien, para comprender el alcance de estas afirmaciones, es preciso considerar el trabajo de Glusberg al interior del entramado social del que formó parte. Durante la tercera década del siglo XX, cuando inició su camino de editor, el escenario político y cultural latinoamericano se encontraba remecido por la primera posguerra. Mientras el fascismo ascendía en las principales economías europeas en crisis, en nuestro continente el inveterado régimen oligárquico daba muestras concretas de su agotamiento. Comenzaban a organizarse así distintas fuerzas sociales dispuestas a construir caminos verdaderamente democráticos de convivencia nacional. En el plano de la cultura, además, el ocaso de esta tradición generó nuevos espacios de disputa ideológica, y permitió la entrada de actores sociales vinculados orgánicamente a las clases medias y populares a la lucha por construir una nueva hegemonía, por imponer un programa capaz de rearticular nuestras sociedades y, finalmente, refundar las repúblicas aún inacabadas (Funes, 2006: 324-394).17 Posteriormente, a partir de la década de 1930, cuando Glusberg trasladó su residencia a nuestro país, corrieron los años del Frente Popular, de la guerra civil española, de la consolidación del estalinismo, de la segunda posguerra y de los inicios de la Guerra Fría. De esta manera, inmersos en este contexto, sus proyectos no pueden sino ser entendidos como expresiones de rebeldía ante las tendencias dominantes, incluso de aquellas “oficialmente” revolucionarias -cuyo ejemplo más ilustrativo es el estalinismo- y de ruptura con los cánones establecidos de interpretación social.
De esta manera, si bien Glusberg se había formado, quizás primero por tradición familiar, en el ala izquierda de la política -“oí hablar de socialismo desde muy niño. Me tuve siempre por tal”, decía (citado en González Vera, 1959: 40)- había ido derivando luego hacia un socialismo sin partido, libertario; sensibilidades que por cierto imprimió al sinnúmero de iniciativas culturales que llevó adelante, y que le ayudaron a mantener su libertad ideológica y colocarse en una posición crítica y heterodoxa frente a las grandes tendencias políticas del periodo, condición que no dejó de ser advertida por sus contemporáneos. En una reseña anónima que aparece en El Mercurio, leemos:
Espinoza es ante todo un espíritu libre, independiente, que une a su sólida y rara cultura una suave y serena insumisión a cuanto quiera imponérsele como dogma o camisa de fuerza. Ha leído mucho y entresacado de sus lecturas una experiencia clara y sencilla, que lo confirma en su amor a la libertad y en su repudio a las tiranías, sean ideológicas o políticas, y mucho más si juntan ambos defectos (1973: 15).
En el curso de su itinerario, este “espíritu libre” se expresó en el afán con que organizó diversas misiones políticas y culturales, o en su participación en las campañas que dirigían sus colegas más afines. Preparó homenajes o ediciones especiales en apoyo a la resistencia del pueblo español, en conmemoración a las revoluciones de 1848, en recuerdo de la generación de estudiantes de 1920, en apoyo de los escritores perseguidos de la URSS, y suscribió a ligas en defensa de la cultura, a declaraciones en repudio a los autoritarismos del periodo -fueran fascistas o estalinistas- y a documentos en defensa de la soberanía nacional de los pueblos y en denuncia de las intervenciones imperialistas en territorios internacionales. Lo encontramos, por nombrar un ejemplo, firmando junto a un grupo de veinte escritores un Manifiesto de apoyo a Guatemala ante la invasión norteamericana. El documento dice:
Figuramos entre los amigos de Guatemala, y acordado está alistarnos en la alianza de países del mundo libre, que ya no lo es, para atacar -apenas el caporal del gran país del norte de la orden- a otra alianza ajena. [...] Puede el personero el gran país del norte tenerse por adalid del mundo libre; pero no exija que le creamos. Con palabras ataca las dictaduras; con hechos las sostiene y fortifica en América y España (Espinoza, et al., 1954: 2-3).18
También, en 1940, con motivo del asesinato de Trotsky en Ciudad de México, Glusberg dedicó un número especial de Babel en su honor. El destacado crítico literario chileno Luis Sánchez Latorre, quien firmaba bajo el mote de Filebo, anotaba recordando esta iniciativa:
Un puñado apenas de intelectuales chilenos, entre los que figuraban, por de pronto, los colaboradores permanentes de Babel, se atrevió a levantar su voz contra Stalin por el cobarde homicidio, fraguado en Moscú. Los demás se escondieron o temblaron ante la idea de ser motejados de “trotskistas” (s. f.: 31).
La heterodoxia política y estética de Glusberg se manifestó también en la variedad de puntos de vista y concepciones del mundo que tuvieron cabida entre las páginas de sus proyectos editoriales, organizando a través de ellos un fecundo diálogo entre ideologías diversas. Dio tribuna a Mariátegui, marxista “convicto y confeso”; a Piero Gobetti, luchador antifascista en la Italia de Mussolini, cercano a Antonio Gramsci y de reconocida tradición liberal; y al también liberal, Ignazio Silone, por dar solo algunos ejemplos. Asimismo, podemos hallar publicaciones, colaboraciones o referencias de Hannah Arendt, Henri Bergon, Bertrand Russell y Friedrich Nietzsche, junto a pasajes de Karl Marx, Pierre Joseph Proudhon, Vladimir Lenin, Nicolai Bujarin, León Trotsky y Henri Lefebvre, formando un rico panorama de diferentes perspectivas y valoraciones de la realidad social, unidas por su sensibilidad crítica -no siempre explícita- y su calidad literaria. Dando cuenta de los principios que regían su trabajo, escribió: “Libres de prejuicios, como buenos americanos, haremos naturalmente lugar a la polémica esclarecedora, seguros de que para tener razón no es preciso de ningún modo cortar la cabeza al adversario” (Espinoza, 2011c: 121).
De igual forma, la preeminencia de los criterios estéticos y la defensa de la autonomía relativa del arte -la “norma estética, en vez de sectaria” que anunciaba entre sus líneas programáticas- se expresó en su adhesión a escritores con posiciones políticas muchas veces contrarias a las suyas, incluso reaccionarias, o simplemente exentos de preocupaciones sociales. Le parecía más relevante que los escritores fueran buenos artistas, pues consideraba que, a fin de cuentas, la calidad de sus creaciones les otorgaba mayor trascendencia incluso en el plano social. Era lo que ocurría, por ejemplo, con Lugones, quien a pesar de terminar su vida en la vereda del nacionalismo conservador, contó siempre con su valoración como poeta y su estima personal. También, pero en el sentido justamente contrario, es lo que sucedía con el “realismo socialista” y sus cultivadores locales, de los que se mantuvo distanciado, a pesar de que constituían uno de grupos más importantes de las letras nacionales cuando Glusberg residía en Chile. Es significativo, por ejemplo, que Babel, una revista que desde sus orígenes estuvo dispuesta a promover los jóvenes talentos literarios, no diera cabida entre sus páginas a los miembros de la llamada “generación del 38”,19 que le fueron contemporáneos. Casi la única referencia a este programa literario es una reseña escrita por el propio Glusberg sobre Ranquil de Reinaldo Lomboy, y en la cual aprovecha de deslizar un mensaje elocuente. “Lomboy -señala en su recensión- no toma ingenuamente partido ‘a favor’ del campesino, ni se pone ‘al servicio’ de su causa en la jerga política que ahorra pensar en términos propios a tantos escritores de nuestro tiempo” (Espinoza, 2011c: 156-157).
Esta búsqueda de autonomía estética, ideológica y económica, que podemos apreciar como rasgos permanentes de la política cultural de Samuel Glusberg, nos parecen un esfuerzo destacable por avanzar en la modernización de nuestro campo literario, por contribuir a la conformación de una esfera cultural autónoma, regida por sus propios criterios de validación y resistente a las intromisiones exteriores, pero a la vez sensible a los problemas más acuciantes de la época, sin que ello significara imposición alguna. El esfuerzo de Glusberg, con la inestabilidad propia de un equilibrio difícil de alcanzar, nos parece particularmente importante en un periodo en que la presión hacia la heteronomía, producto del movimiento mercantilizador y de las prescripciones políticas, se iba imponiendo en el campo de producción cultural.
Quizás la mayor constante de las políticas culturales de Glusberg -podemos anotar a guisa de conclusión- fue entonces su independencia editorial, independencia que le permitió afirmar su libertad política, intelectual y estética, así como su rechazo a la industrialización y mercantilización de la cultura, características que sin duda lo sitúan en un lugar destacado dentro en la historia del editorialismo independiente en América Latina y Chile, editorialismo que hoy en día, medio siglo después, vuelve a irrumpir en la escena cultural de numerosos países del continente.20