Introducción
Las siguientes consideraciones surgen de un trabajo de investigación cuyo objeto principal es la conformación ideológica de una identidad novohispana a partir del discurso literario (Cabrera Pons, 2014), para la cual se construyó un marco teórico y metodológico que parte del enfoque histórico del análisis crítico del discurso (Wodak, 2003) con el fin de desentrañar las relaciones de poder que se hacen evidentes en el poema Nuevo mundo y conquista, escrito por el criollo novohispano Francisco de Terrazas hacia finales del siglo XVI. Como bien apunta Olivares Zorrilla (2012), para el estudio de las prácticas discursivas del Virreinato, es necesario abrirnos hacia nuevas concepciones que vayan más allá de la descripción de la biografía o la obra de un autor.
El poema de Terrazas es una de las primeras construcciones discursivas de la historia de América escrita por una pluma americana. El objetivo de este análisis es desentrañar una determinada concepción de la historia compartida por el grupo constituido por la clase criolla, culta y acomodada de la Nueva España, cuya línea puede trazarse hasta las luchas por la independencia de México unos siglos más tarde, como lo demuestra Brading (1991). Terrazas, como miembro de esta clase, y como un poeta reconocido en su época, habla por sus contemporáneos y escribe bajo los preceptos artísticos, políticos y religiosos que definen el sentir del grupo del que forma parte.
La reflexión sobre la Nueva España es de incumbencia en nuestro tiempo, pues, como han apuntado Stein y Stein (1987: 7), el estatus de colonia “condicionó la sociedad, la economía y la política coloniales y también el curso de la historia latinoamericana hasta tiempos modernos”. Para la escritura de Nuevo mundo y conquista, su autor se planteó una tarea inmensa: la de poetizar en verso renacentista la historia del proceso de conquista del territorio que llegó a convertirse en la Nueva España. No sabemos si lo consiguió, pues los manuscritos originales están perdidos. Los 21 fragmentos que conocemos han llegado hasta nosotros como parte de la Sumaria relación de las cosas de la Nueva España, escrita por Baltasar Dorantes de Carranza a comienzos del siglo XVII.
En más de un aspecto, Nuevo mundo y conquista guarda relaciones de intertextualidad e interdiscursividad con las crónicas de conquista escritas por diversos autores en los siglos XVI y XVII, autores como Bernal Díaz del Castillo, Bernardino de Sahagún y Francisco López de Gómara, por mencionar algunos. Más adelante se especifican las rasgos que permiten que el poema que nos concierne se desenvuelva entre los límites del discurso literario y el discurso histórico. Esta frontera, ya palpable en las producciones discursivas de la época, permite que la obra de Terrazas active unos mecanismos lingüísticos y discursivos particulares. Todo esto ocurre desde un particular punto de vista que necesaria y significativamente omite a la vez que resalta ciertos aspectos y componentes de la estructura sociocultural en la que es producido. El discurso refleja así la afiliación y la distinción de su autor a ciertos grupos y dinámicas culturales.
Debemos andar con cautela al utilizar el término “criollo”. Suele emplearse para referirse a los hijos de padres españoles nacidos en América, fijando el sentido únicamente en la procedencia familiar de los actores. El término, en la época, tenía un origen peyorativo, pues se empleaba para designar a los esclavos negros nacidos en América. Cuando los hijos de españoles comenzaron a utilizar el vocablo para denominarse a sí mismos, estaban realizando una primera apropiación identitaria que tenía más que ver con “una adhesión a intereses locales más que de un verdadero sentido de pertenencia a la tierra” (Rubial, 2010: 52). Como bien apunta Alberro: “todos, incluso aquellos que son los primeros involucrados, los criollos mismos, concuerdan en que el español de América no es idéntico al de Europa” (1992: 46).
Naos inventoras de regiones
El descubrimiento de América por las potencias marítimas de Europa a finales del siglo XV es uno de los sucesos históricos que más relevancia han tenido en la historia occidental. Si bien el proceso de la Conquista de este “nuevo” continente ocurrió a la manera de una masacre, podríamos comprenderlo ontológicamente como un encuentro de miradas que puso en jaque el sentido de la historia hasta entonces concebida. Es de toral importancia apuntar aquí que los adjetivos “nuevo” y “descubrimiento” responden al contexto europeo y hablan de procesos propios de Occidente. América no era nueva para las culturas prehispánicas, fue un descubrimiento para el conquistador, y si aún hoy en día nos referimos a este fenómeno histórico bajo estos términos, es precisamente porque la Conquista incorporó al nuevo mundo a la historia de Europa y no al contrario. Sobre todo si entendemos con O’Gorman (1995) que América como tal es el resultado de un proceso de construcción ideológica íntimamente ligado a la idea occidental del mundo.
Cuando los imperios de Occidente llegaron a este lado del mundo, traían consigo una concepción de la historia firmemente edificada: una secuencia de procesos que, desde el inicio de la cultura helénica y a través de la interpretación que el judeocristianismo había realizado de ésta, le daba sentido a su ser en el mundo y que, en mayor o menor medida, justificaba sus acciones y el significado que se le atribuía. Podríamos afirmar, sin temor a caer en una exageración, que la naciente modernidad de Europa, junto con sus manifestaciones tanto simbólicas como concretas, fue transportada al nuevo continente. Como apunta Tejeda: “la modernidad es hija de Occidente y sus destinos van de la mano” (1998: 37). La llegada a América, tras recorrer el océano durante meses en condiciones de notable precariedad, responde a los ideales, quizá en ciernes pero presentes, de universalismo y racionalidad que definen el sentir del ser humano moderno.
Lo que hoy conocemos como México llevó a cabo, durante el siglo XVI, una integración a la cultura occidental, cultura que vivía sus dinámicas y transformaciones propias. Dentro de este proceso, tanto los valores estéticos, como los morales, políticos y filosóficos y, en fin, “todo lo que podía constituir material para conformar identidades, se vio profundamente influido por una religión católica triunfalista, mesiánica y guerrera avalada por una monarquía y una Iglesia autoritaria” (Rubial, 2010: 25). A partir de entonces comenzó a construirse una forma simbólica que permitiera comprender la existencia de este nuevo mundo. Rama (2004) afirma que incluso la construcción de las primeras ciudades por los conquistadores responde a un afán racionalista de organizar la vida sociocultural. Esta lógica jerarquizada, que opone la azarosa urbanización de la Europa de la época al controlado crecimiento de la ciudad barroca hispanoamericana, le sirve al estudioso uruguayo para hacer una metáfora de la clase letrada y las prácticas discursivas de las instituciones latinoamericanas desde el siglo XVI hasta nuestros días.
No es una coincidencia que las crónicas de conquista, una serie de discursos altamente racionalizadores que logran resignificar para la historia del Imperio español los territorios conquistados, suelen encontrar el punto clave de su historia en la fundación de la Ciudad de México, que seguía el plan ortogonal de la arquitectura renacentista: “en ella viven la mayoría de los españoles, quienes gracias a ella se convierten más rápidamente que en cualquier otro lugar, en criollos” (Alberro, 1992: 166). La narración de toda historia, mediante la elección de sucesos relevantes y la toma de posiciones, justifica o reprocha las acciones que relata. Para recordar una aseveración de Reboul: “el discurso que legitima el poder es sobre todo de orden racional” (1986: 27).
De los tres siglos que duró el periodo virreinal, siglos en los que, en palabras de Rubial, se conformaron “nuestras estructuras económicas y sociales y las bases de nuestro sistema político y de nuestra unidad territorial” (2010: 13), a la vez que se gestaron “las raíces de nuestra cultura actual”, a estas páginas concierne el primer periodo, época en la que comienzan a adaptarse los valores de la naciente modernidad europea al continente recién descubierto para la realidad de Occidente. La literatura -sobre todo la poesía de carácter renacentista- es uno de estos valores, como lo son también la concepción histórica de las crónicas de conquista y el afán cientificista de descubrimiento de los exploradores que revelaron a los imperios de Europa la geografía, desconocida entonces para ellos, de lo que empezaría a comprenderse como un mundo nuevo.
La unificación de los reinos de la península Ibérica, la expulsión de los musulmanes y los judíos y el descubrimiento de América ocurrieron todos el año de 1492. Todos estos procesos, como anota Gilbert “originaron, contradictoriamente, un relampagueante florecimiento de España, como a la vez, el comienzo de estancamiento dentro del contexto del capitalismo mundial” (s. f.: 43). Cuando el Imperio perdió los territorios en Flandes y la Reforma luterana separó espiritualmente la Europa protestante, la conquista de América comenzó a entenderse como un premio espiritual: un don de Dios para que el catolicismo, representado por España, extendiera sus dominios hacia el otro extremo del planeta. Como apunta Thomas:
el objetivo declarado de los conquistadores era el de acabar con la bestialidad y utilizar la capacidad. Cortés y sus amigos no pretendían destruir el antiguo México. Su meta era entregarlo al emperador Carlos V, la más solida espada del cristianismo, como regalo, como una pluma inapreciable, como dirían los mexicanos, que empleaban muchas metáforas (2011: 14).
Es así que la Conquista se entendió desde dos puntos de vista: “uno religioso, orientado a la conquista de las almas, y el otro material, orientado a la conquista de las riquezas y bienes materiales de sus habitantes” (Gilbert, s. f.: 44). Entre estas dos perspectivas, en la mente del conquistador, no había contradicción alguna, lo que nos permite entender por qué fue tan importante el papel de la evangelización en la ocupación del territorio que se convertiría en la Nueva España. En palabras de Rubial:
los obispos fueron importantes promotores de la idea de un imperio católico elegido por Dios para vencer a las fuerzas del mal. Ellos y los virreyes trasladaron al territorio recién anexado todos los símbolos y valores de ese imperio, comenzando por aquellos vinculados con la monarquía católica, la nobleza feudal y la primacía espiritual del papado y terminando con las vírgenes y los santos considerados patronos de los españoles (aunque en realidad sólo lo eran de Castilla). Los diferentes sectores de la Nueva España aceptaron muy pronto este sistema impuesto desde la España imperial como base para legitimar sus propios intereses (2010: 61).
Al mundo otro mayor han añadido
En la búsqueda tanto de fines políticos como religiosos, comienzan a fundarse las primeras ciudades hispanas en América y, con ellas, las primeras instituciones de la Nueva España. Los planes de la Corona pretendían la creación de dos naciones: una de españoles y otra de indígenas. Sin embargo, pronto fue evidente que la interacción entre los grupos sería más compleja de lo que se esperaba. Los españoles, los criollos, los mestizos, los esclavos negros y los diferentes grupos indígenas crearon una sociedad compleja y plural.
Cortés y el resto de los conquistadores, tanto clérigos como militares, entendieron que los territorios que habían ganado para la Corona española les pertenecían hasta cierto punto. Se repartieron tierras y esclavos, tanto indígenas como negros, de acuerdo con sus rangos y sus méritos. Sin embargo, la formación de esta estructura de naturaleza feudal, que hacía de los soldados terratenientes, no gustó a la Corona. En Castilla se temía que los encomenderos obtuvieran poder y propiciaran la división del Imperio. Desde la península Ibérica se impusieron una serie de restricciones a estos repartos, de manera que el poder jurisdiccional siguiera en manos del monarca. Bajo estas limitaciones, “los indígenas fueron considerados súbditos del rey, por lo que éste mantuvo y defendió el sistema de propiedad comunal de los pueblos y las posesiones de la nobleza indígena” (Rubial, 2010: 60). Los frailes respetaron la pervivencia de los regímenes tradicionales, y pronto la nobleza indígena comenzó a formar parte del modo de vida de los señores de Occidente.
La nobleza se constituyó así en dos grandes bloques: la antigua nobleza indígena hispanizada, y la nobleza venida desde la metrópoli. Dentro de los estratos sociales de la época, la nobleza hispana era la clase social más rígidamente dividida: “de acuerdo con sus características, esta clase social se componía de cuatro sectores radicalmente diferentes entre sí: los Grandes, los Títulos, los Caballeros y los Hidalgos” (Gilbert, s. f.: 46). Los hidalgos ocupaban el sector más numeroso entre la minoría empoderada que era la nobleza, y es en este grupo en el que comienza a nacer un sentimiento criollo que irá construyendo los discursos identitarios que, eventualmente, culminarían en las luchas de Independencia.
Entre los hidalgos de la Nueva España floreció la sensación de ser herederos de una aristocracia letrada. Buscaban acumular las riquezas propias de la que entendían como su posición en la nobleza. Una vez culminada la obra de la Conquista, hacia finales del siglo XVI, los hidalgos intentarán obtener posesiones y reconocimiento mediante el reclamo de puestos en las instituciones novohispanas. Brading afirma al respecto:
Lo notable de estas peticiones [...] es el grado en que revelan el surgimiento de una identidad criolla, de una conciencia colectiva que separó a los españoles nacidos en el Nuevo Mundo de sus antepasados y primos europeos. Sin embargo, tal fue una identidad que encontró expresión en la angustia, la nostalgia y el resentimiento. Desde el principio, los criollos parecen haberse considerado como herederos desposeídos, robados de su patrimonio por una Corona injusta y por la usurpación de inmigrantes recientes, llegados de la Península (1991: 323).
La primera Audiencia despojó a Cortés y sus partidarios de todas sus propiedades y permitió la esclavización de los indios. Una segunda audiencia fue creada para corregir las atrocidades de la primera. De esta segunda audiencia formó parte Vasco de Quiroga. Sin embargo, el rey terminó por ordenar que se instituyera un Virreinato para truncar las posibilidades de poder de los conquistadores, pues temía que se establecieran señoríos feudales que eventualmente reclamaran su independencia de la Corona. De este modo, el orden centralista del Imperio español fue trasladado a América, se limitó el poder de los conquistadores y se puso a la cabeza del poder político a un virrey enviado siempre desde la Península.
La Nueva España, entonces, en su condición de Virreinato sujeto a España, nace del conflicto entre los conquistadores y la Corona. “Los conquistadores invirtieron cuanto pudieron para preparar y agilizar descubrimientos y conquistas. Fue una especie de inversión que les daría, según ellos, a la larga, buenas ganancias y premios por parte de la corona” (Ramos Medina, s. f.: 97). Este premio se había visto reflejado en la posesión de tierras y el reparto de indios sometidos para su trabajo. Sin embargo, una vez llegado el primer virrey, Antonio de Mendoza, y eliminado Cortés como mandatario de la Nueva España, se “mantuvo y defendió el sistema de propiedad comunal de los pueblos prehispánicos y las posesiones de la nobleza indígena” (Ramos Medina, s. f.: 98), orden que se sostuvo hasta las luchas de Independencia.
Los criollos protestaron constantemente contra un sistema que les impedía escalar los estratos sociales. “Se desató entre criollos y metropolitanos la polémica a propósito de los derechos y competencias respectivas, lo que desembocó naturalmente en el problema de la identidad” (Alberro, 2012: 38). Rubial recuerda que “muchos de los vicios que se atribuían a los esclavos y a los indios, como la pereza y la laxitud moral, también se les adjudicaron a los nativos blandos de Indias” (2010: 52). Es así que se crea un doble discurso acerca del criollismo. Éstos reivindicaban su hispanidad y, por lo tanto, su igualdad de derechos frente a cualquier otro europeo; mientras que los peninsulares oponían e imponían al criollo “la imagen de una criatura degradada y corrupta” (Alberro, 2012: 39).
Una de las primeras voces que se levanta en protesta a este sistema, como lo recuerdan Brading (1991) y Rubial (2010), quizá sólo posterior a la de Gonzalo Gómez de Cervantes, es la de Baltasar Dorantes de Carranza, quien a comienzos del siglo XVI redactó una Sumaria relación de las cosas de la Nueva España, cuya finalidad primera es la de, en palabras de Torre Villar: “encerrar con perfección el espíritu de los criollos novohispanos” (en Dorantes, 1902: IX). Se trata de una obra ecléctica, muy seguramente resumen de una todavía más basta, cuyo plan de escritura parece haberse ido transformando conforme su autor la redactaba. Es de un gran valor histórico, pues en ella se contiene noticia detallada de varios de los pobladores de la Nueva España, su ascendencia y orígenes.
La Sumaria relación también posee la virtud de incluir fragmentos de algunas de las composiciones poéticas más tempranas del Virreinato, que no hubieran llegado a nuestras manos de otro modo. Entre ellas se encuentran las octavas de Francisco de Terrazas, objeto de este artículo.
Francisco de Terrazas, Fénix solo
Francisco de Terrazas es el primer poeta nacido en la Nueva España. Es quizá el primero en América pues, como recuerda Henríquez Ureña (1936), las obras de Francisco Tostado de la Peña y sor Leonor de Ovando son posteriores a las primeras de Terrazas. Fue un autor bastante conocido en su época y su obra fue leída en la península Ibérica, como lo evidencia el elogio que realiza Cervantes en el “Canto de Calíope” de La Galatea. Terrazas tuvo además admiradores en la Nueva España, como lo fue José Arrázola, quien escribió algunas octavas que se encuentran en la Sumaria relación de Dorantes de Carranza y una en elogio a nuestro poeta que se ha querido leer como su epitafio. Otra prueba clara de su fama es el esfuerzo que el Consejo de Indias puso en que, tras su muerte, se concluyera la epopeya Nuevo Mundo y conquista, para lo que se propuso como continuador a Luprecio Leonardo de Argénsola, si bien este proyecto no se llevó a cabo.
Sin embargo, de la obra que hizo de Terrazas un poeta célebre en su tiempo conservamos apenas unos fragmentos, y es sorprendente lo poco que conocemos de su vida. Las escasas noticias que nos da de él y su familia Dorantes de Carranza constituyen el mayor bloque de datos con el que contamos. Es ahí que el cronista le da el famoso epíteto de “excelentísimo poeta toscano, latino y castellano” (1902: 178-179). No conocemos ni el lugar ni la fecha de su nacimiento. Sabemos, gracias a Dorantes de Carranza, que fue hijo de un conquistador y mayordomo de Cortés, llamado asimismo Francisco de Terrazas, y Ana Osorio.
El padre murió en 1549, por lo que Terrazas debió nacer algún año anterior a esa fecha. Tanto Castro Leal (en de Terrazas, 1941: XI) como Baudot (1988: 1085) creen que es posible que el poeta haya viajado a Europa en su juventud, debido a la holgada situación de su familia: su padre llegó a ser alcalde de la Ciudad de México en 1538 y gozó de diferentes cargos hasta el día de su muerte. La situación económica y social de su familia favoreció el que nuestro poeta se dedicara holgadamente al ejercicio de la letras. Toscano (1947) lo supone vivo hasta 1585, basándose en la Historia de la Nueva España, del autor español Alonso de Zorita. Baudot (1988: 1058), por su parte, lo cree muerto ya hacia 1580, por un documento que da noticia de la escritura de Nuevo Mundo y conquista, una carta de la Audiencia de México al rey localizada actualmente en el Archivo de Indias de Sevilla (en Baudot, 1988: 1086).
De su obra conservamos los fragmentos de Nuevo Mundo y conquista que aparecen en la Sumaria relación, nueve sonetos, una epístola amatoria y unas décimas en respuesta a González de Eslava (cuatro de estos sonetos y la epístola hallados por Henríquez Ureña y publicados en 1918). Estas composiciones le han valido en nuestra época un elogio de Tenorio: “Terrazas no fue un vulgar versificador, como había muchos en la Nueva España: hay en él una refinada elaboración de los tópicos petrarquistas y originalidad temática y estilística, compatible con un amplio y preciso manejo de las fuentes” (2010: 182). En su obra se ve retratada, más que en la de cualquiera de sus contemporáneos, “el influjo de la tradición medieval” y “la tendencia petrarquista” de la poesía de su época (Rodríguez Ferrer, 2011: 118).
Bustos Táuler (2003) se ha acercado a los orígenes del petrarquismo en la obra de Terrazas. De entre los tres poetas nacidos en México incluidos en Flores de baria poesía, Tenorio (2010: 42) considera a Terrazas “el más original”. De sus sonetos dice:
[...] lo acreditan como digno representante del lirismo petrarquista, pasado por el tamiz garcilasiano; en tan pocos sonetos, Terrazas ensayó registros más o menos variados para el eterno tema amoroso: desde su sencillo canto a la amistad, con sutiles evocaciones religiosas (“Aquella larga mano que reparte...”), hasta el tratamiento altamente erótico (“¡Ay, basas de marfil, vivo edificio...”), pasando por el más convencional de la lírica cortés (“Parte más principal de esta alma vuestra...” o “A una dama que despabiló una vela con los dedos”, entre otros), experimentando, además, formas tan artificiosas como el encriptado soneto “La diosa que fue en Francia celebrada...” Y alguno de sus sonetos alcanza una factura realmente excepcional (como el célebre “Dejad las hebras de oro ensortijado...”) (Tenorio, 2010: 42-43).
Como bien lo recuerda Amor y Vázquez, durante el primer siglo del Virreinato no le faltaron cantores al proceso de Conquista: “cinco fueron los poetas que [...] se inspiraron total o parcialmente en la conquista para tales creaciones: Luis de Zapata, Juan de Castellanos, Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Antonio de Saavedra Guzmán y Francisco de Terrazas” (1962: 395). De éstos, los tres primeros nacieron en la península Ibérica y los últimos dos en la Nueva España. Si bien el poema de Terrazas parece no haber salido a la luz sino hasta que Dorantes de Carranza incluyera algunos fragmentos en su Sumaria relación, Amor y Vázquez (1962) no duda que la escritura de Nuevo Mundo y conquista es previa a la de los otros cuatro autores.
Muy someramente descrito, Nuevo Mundo y conquista es un poema épico sobre la conquista de América escrito en octavas reales, que, a través de Ariosto, rescata la tradición de la épica greco-latina. El héroe es la figura central, dominante y exaltada de Hernán Cortés. Sin embargo, como bien apunta Marrero-Fente (2007: 53-54), la alusión a la épica clásica a la manera del armas virumque cano de Virgilio, en el primer verso, “refleja un rechazo a la prótasis del pasado género épico, considerado como lejana mitología frente a la realidad histórica de un presente inmediato.” Esta referencia a manera de oposición resalta la intención de retratar la verdad histórica más que la creación fantástica. Terrazas afirma de esta manera que el objeto de su poema es un pasado real. Esto permite que la composición de Terrazas se mueve entre la frontera ambigua entre el discurso literario y el discurso histórico, entre el poema épico y la crónica de conquista. El exaltar la figura del conquistador, ya sea individualizada en la persona de Cortés o como conjunto, para Marrero-Fente (2007: 159), cumple el objetivo de “reivindicación de derechos de los descendientes de los conquistadores en México.”
El proemio de Nuevo Mundo y conquista es muy similar al de La Araucana, obra a la que sigue en más de un aspecto, y se distingue de ésta por la individualización del héroe, definido tanto por su nombre como por sus atributos: “magnánimo”, “valeroso”. El poema de Terrazas abre así el ciclo cortesiano en la poesía épica colonial, un grupo de poemas cuya temática central es la Conquista y cuyo héroe es Hernán Cortés, del que son muestra los cuatro autores mencionados anteriormente. Nuestro poeta no deja de confesar la dificultad de cantar las hazañas que le parecen ser tantas y tan sorprendentes que deben considerarse milagros de Dios: “Terrazas entiende que la misma magnitud de la conquista impide la creación de una obra que pueda representar poéticamente este evento” (Marrero-Fente, 2007: 162).
Marrero-Fente (2007: 165) no duda en afirmar que la fuente principal para el modelo historiográfico de Nuevo mundo y conquista es la Historia de la conquista de México de López de Gómara. Esta crónica fue ampliamente difundida y se convirtió en el punto de partida para la escritura de las historias de la conquista de México. A este respecto, el estudioso apunta:
el modelo historiográfico de Gómara es transformado en ciertos pasajes, a partir de las técnicas de imitación épica que sirven en este caso para ofrecer una interpretación diferente a los hechos narrados por el cronista. Esta diferencia en el punto de vista de la crónica y del poema de Terrazas es otro ejemplo del surgimiento de un sentimiento de comunidad en los descendientes criollos de los conquistadores de México, grupo al que pertenecían Francisco de Terrazas y Baltasar Dorantes de Carranza.
Todo lo que conocemos hoy en día del poema de Terrazas se encuentra en la crónica de Dorantes de Carranza. Amor y Vázquez (1962: 398-399) ha realizado una excelente labor al extraer y esquematizar los versos de la obra de Dorantes. Por razones de espacio, no me detendré en los motivos por los que Castro Leal, en su edición de 1941, atribuye a Terrazas las octavas no asignadas explícitamente en la crónica de Dorantes de Carranza, motivos que el crítico expresa con bastante cuidado en su obra, ni en las reconstrucciones parciales de García Icazbalceta (1897). Baste por ahora mencionar que me sostendré de su excelente trabajo filológico y que la versión que utilizo para este análisis es la que él presenta. Los veintiún fragmentos que Castro Leal atribuye a Terrazas constituyen lo que conocemos del poema, y el orden en el que son presentados por el estudioso mexicano reconstruye la sucesión cronológica de los hechos narrados.
Nuevo mundo y conquista
Al acercarnos a un discurso como Nuevo mundo y conquista, desde una perspectiva como la que planteo, no puede obviarse el hecho de que se trata de un discurso literario. Esto resulta de primordial importancia, porque las tipologías discursivas son construcciones socioculturales y, por lo tanto, responden y revelan ciertas características del contexto en el que cobran sentido. De esta manera, a la hora de diferenciar y describir los temas que componen este poema, es necesario recordar que varios de sus componentes son propios de la poesía épica culta. Esta característica no es irrelevante, pues la forma condiciona en gran medida los contenidos, no sólo de una obra literaria, sino de cualquier tipo de discurso. Todo discurso, por inocente que pueda parecer, es ideológico, y el discurso literario no se escapa de esta afirmación.
Lo que quisiera señalar ahora es la manera en que la incidencia de Nuevo mundo y conquista en la tradición literaria de su época colabora en la construcción de una identidad de grupo. Las manifestaciones culturales no son únicamente productos de una cultura determinada, sino que, a su vez, construyen la cultura de la que forman parte. A esto se refiere la aseveración de que el discurso crea realidades. De esta manera, cuando se afirma que la poesía escrita en lengua hispana en América responde a la misma tradición que la escrita en España, se afirma que en ambos lados del océano se están construyendo partes de un mismo contexto discursivo.
La poesía no es una elección inocente, sobre todo si tomamos en cuenta que, dentro del marco más amplio de una historiografía occidental, las características de las obras literarias suelen considerarse como algunos de los rasgos principales para describir una época. El poema épico, como subgénero literario, cobra relevancia en estas consideraciones, pues es frecuente que las grandes epopeyas se conviertan en discursos fundacionales. Ya he mencionado que la reconstrucción poética de Terrazas no se pretende ficticia, sino verídica. Al darle la forma de la poesía culta, su autor no sólo la justifica como pertinente en tanto que discurso literario, sino que, como miembro de una clase letrada y posicionada, posee la capacidad de agencia para hacer de Nuevo mundo y conquista una versión de la historia.
En este poema poco importa si existían manifestaciones literarias, o cercanas a la literatura, practicadas en el universo de las culturas prehispánicas. Esas son consideraciones que escapan a la concepción de la historia que narra Terrazas. Si bien algunos autores como Alva Ixtlixóchitl o Alvarado Tezozómoc parecen haber estado más preocupados por las expresiones culturales indígenas, el consenso literario de la época es que la norma poética es la que se establece en la península Ibérica. En tanto que versión de la historia, el poema en cuestión, al igual que la tradición literaria que comienza a establecerse en la Nueva España, se coloca formalmente como parte de la historia que los conquistadores trajeron de Europa. La historia que narra, la de la naciente América, tiene el mismo origen: es un territorio que cobra sentido únicamente como parte de la historia occidental.
Desde este punto de vista puede entenderse que la clase criolla de la época se considera a sí misma como dueña legítima de la Nueva España. América misma, en su sentido de “mundo nuevo”, es una concepción occidental. Los términos que utilizaron los conquistadores y los cronistas para describirla, y que seguimos utilizando hoy en día, son primordialmente europeos: vieron en ella reyes, imperios, castillos, etcétera; leyeron en ella prácticas a las que denominaron arte, mercado, religión, entre otras. Quizá, pues la Conquista fue, además de un encuentro, una masacre, no sepamos nunca cómo era exactamente la vida antes del “descubrimiento”. A los contemporáneos de Terrazas poco les importaba, la Nueva España no era indígena ni española, era criolla, y su historia, por lo tanto, tenía que comenzar a escribirse a partir de la Conquista.
Una de las ideas principales más repetidas en la Verdadera historia de López de Gómara es que la Conquista, si bien trajo consigo una serie de injusticias hacia las culturas indígenas, introdujo también una serie de bienes que, en última instancia, son de tal calidad que justifican cualquier mal que hayan originado. La descripción de los acontecimientos en las crónicas de conquista está impulsada por un ímpetu de aparente cientificidad, elemento que puede entenderse como un rasgo de la naciente modernidad europea. Esta justificación cientificista se ve reflejada en el afán de conocer y explorar, no sólo el territorio descubierto, sino la manera en que este descubrimiento afectaba la concepción del universo que se tenía en la época. Así, por ejemplo, los primeros capítulos de la crónica de López de Gómara son una descripción detallada de la forma y ubicación del planeta.
Este impulso de descubrir la verdad del mundo tenía su paralelo religioso y político. Por un lado, el descubrimiento de América era un don que Dios había otorgado al Imperio español; por el otro, era la obligación de la Corona el asegurarse de que todo sus súbditos conocieran y practicaran el cristianismo. La evangelización se convierte de esta manera en una justificación tanto epistemológica como política. El dominio de los pueblos indígenas, la destrucción de sus formas culturales prehispánicas y la toma de sus recursos naturales eran procesos coherentes y necesarios en la mente de los conquistadores. La escritura de crónicas cumplía una función ontológica que tenía que ver con la comprensión historicista del descubrimiento de América, sobre todo una vez concluido el golpe de fuerza militar. El discurso cumplió una labor de primer orden en la apropiación de este territorio: se utilizó para prolongar y legitimar el poder de un grupo que se sentía con el derecho de decidir, intervenir y transformar la vida.
Pese a que ya en su época hubo reacciones contra la crónica de López de Gómara, entre las que se encuentran los testimonios de Bernal Díaz del Castillo, su Historia verdadera fue uno de los textos sobre el tema de más popularidad en su momento. El Imperio español fue, durante los reinados de Fernando de Aragón y Carlos I, la más grande fuerza militar de Europa y, en consiguiente, la más poderosa arma del catolicismo. La Conquista, en su labor evangelizadora, se concibió no solo como una posibilidad sino como una obligación religiosa de la Corona.
Nuevo mundo y conquista comienza por afirmar la imposibilidad de retratar el proceso de Conquista mediante el lenguaje, pues, según asevera la voz lírica, los prodigios divinos que constituyeron este proceso rebasan las capacidades humanas de su autor. En Cortés ha enviado Dios a un hombre capaz de enseñar el cristianismo, ya sea mediante la palabra, ya sea mediante la fuerza. La prueba de ello no es sólo que la Conquista entera se conciba como un milagro, como un hecho divino, sino que las hazañas de los conquistadores fueran asimismo sobrehumanas. La Nueva España es, pues, un don, un favor del cielo otorgado a quienes la ganaron para el cristianismo. Cortés es la figura central de este triunfo originario, sólo él, por un designio divino, ha podido obtenerla.
La historia de la Nueva España que se construye en Nuevo mundo y conquista está ligada y de cierto modo depende de la figura de Cortés. Su lugar como héroe de la epopeya cobra sentido tanto en una función literaria como en una histórica. En una época en la que la Corona de Castilla envía virreyes españoles y otorga los cargos principales de la vida política de la Nueva España a personas nacidas en la Península, la clase criolla a la que responde el poema de Terrazas se siente heredera de las acciones de la Conquista. De alguna forma se identifican como el pueblo de Cortés, y sufren la injusticia de que el reino no les pertenezca del todo.
En el poema comienza a identificarse una cierta línea política alrededor de Cortés en contraposición con Velázquez de Cuéllar. El conflicto entre el conquistador de Cuba y el de México es un hecho histórico real, y ya desde el siglo XVI se le atribuía a Cortés la victoria sobre su oponente gracias a su capacidad como estratega político y militar. Sin embargo, en el imaginario de la Conquista, el conflicto iba más lejos. Como Cortés era el arma de Dios en el Nuevo Mundo, el que Velázquez de Cuéllar hiciera lo más mínimo por impedir su campaña lo convertía en el antihéroe del relato. En Nuevo mundo y conquista esta relación de oposición se ve reflejada en la presentación dispar de los dos conquistadores. Aquél se presenta siempre de manera elogiosa; éste, víctima de una ambición irracional que lo lleva a cometer un error tras otro.
Uno de los fragmentos más celebres del poema, “El idilio de Quetzal y Huitzel”, es una muestra clara de la presentación peyorativa de Velázquez de Cuéllar, pues son sus hombres los que invaden el pueblo. Como los dos amantes indígenas son el centro de aquel fragmento en particular, y su amor es coartado por la invasión, Velázquez de Cuéllar se convierte, mediante un mecanismo discursivo, en el malvado de la historia. Por otro lado, en los versos en que Cortés discurre con el calachuni,1 el metelinense es presentado como objeto de los valores corteses y portador de bienes. La cortesía cumple en estos dos fragmentos una función primordial. Comienza a construirse aquí a un personaje Hernán Cortés como figura política, opuesto a ciertos ideales, y representante de otros.
Para la clase criolla del primer siglo del Virreinato, la figura de Cortés es central, no sólo como héroe de una concepción histórica, sino también porque esta clase está formada por los hijos y nietos de los conquistadores. Los padres y los abuelos del grupo que se identifica con la versión de la historia narrada en este poema fueron verdaderos actores de la Conquista. Habían obtenido, tras realizar hazañas y esfuerzos notables, el territorio de la Nueva España para la Corona de Castilla. Los reproches que la voz lírica dirige a Cortés en el penúltimo de los fragmentos de Nuevo mundo y conquista2 están justificados por este hecho. La clase criolla, letrada y acomodada de la época no sólo entiende que la Nueva España no es un reino indígena, sino que tampoco le parece que sea del todo un reino español; se trata de un territorio aparte, un territorio que les pertenece.
Conclusiones
Terrazas termina así por construir un discurso que habla por un grupo con sus determinadas filiaciones simbólicas, sociales, religiosas y políticas. Si bien este grupo es casi completamente ajeno a los habitantes originarios del territorio sobre el que se erige la Nueva España, no se siente parte tampoco de los peninsulares. Las prácticas culturales los alejan de los indígenas, con excepción, quizá, de la nobleza indígena occidentalizada; sus intenciones políticas los confrontan con la metrópoli ibérica. Este ser otro, pero dueño legítimo de su territorio, no es irrelevante para nuestros días, pues se trata de la clase que unos siglos más tarde llevará a cabo la lucha de Independencia de México. Este ser criollo, además, constituye una de las primeras formas de ser latinoamericano, entendiendo que América Latina es una construcción que no tiene sentido previo al “descubrimiento” de América, y debe ser uno de los puntos de partida de cualquier análisis que pretenda comprender las construcciones identitarias de nuestra actualidad.