Introducción
La concepción del socialismo como la organización humana capaz de corregir de raíz la desigualdad, meollo de conflictos y desacomodos políticos, ha registrado una larga evolución histórica que marca los sucesivos acercamientos o desencuentros entre el mundo económico y las aspiraciones democráticas. El tránsito del socialismo utópico al científico, del socialismo radical al socialismo electoral y de éste a la socialdemocracia, son otras tantas etapas que modulan, corrigen o transforman las ideas extremas del arranque socialista: propiedad colectiva de los medios de producción y estados fuertes en términos de funciones y autoridad. En el plano teórico poco a poco ha quedado en el olvido el dilema del tránsito del capitalismo al socialismo, más aún, esta última palabra se ha convertido en vocablo de sentido político inaceptable en muchas latitudes.
Persiste, sin embargo, la aspiración mayoritaria insatisfecha de alcanzar grados más altos de igualdad material, complementaria de la igualdad ante la ley, si bien los medios de lograrlo se conciben como menos radicales que antaño. Por supuesto no han dejado de surgir ideas de distinto género y de alcance casi siempre nacional. Ahí están entre los planteamientos más recientes el que se denomina la “renta básica” que consiste en asignar recursos estatales para combatir tanto las contracciones económicas por insuficiencia de demanda, como la marginación, proveyendo de ingreso mínimo a los grupos pobres o pobrísimos de las sociedades (Pisarello, G. y Cabo, A., 2006; Offe, C. et al., 1996); Ibarra, D., 2017). Aquí cabría recoger también el esquema keynesiano radical de Atkinson que obligaría a los gobiernos a ofrecer garantías de empleo a toda su población trabajadora (Atkinson, A. 2015; Economic Review, 21: 4). Una tercera posibilidad ha sido presentada por Elizabeth Warren basada en regulaciones que en vez de nivelar a posteriori el ingreso o el bienestar de las clases medias y de los pobres, restringirían anticipadamente la acumulación de desigualdades en favor de las clases pudientes. Se trataría ex ante que las corporaciones y los mercados repartan más equitativamente los ingresos que generen, en vez de forzar ex post la redistribución del producto por la vía gubernamental de transferencias o impuestos (Warren, E. 2007; Warren, E., 2008; Hacker, J. 2008).1
Hoy, la tesis y solución más aceptada es la de emprender el avance en materia de igualdad y revertir intereses favorecedores de la polarización de riquezas e ingreso, mediante el maridaje de los derechos humanos y la democracia, naturalmente en convivencia con los mercados (Rajan, R., 2019; R. (2019); Collier, P., 2018).2 La democracia garantizaría la selección de gobierno e ideología preferidos; los derechos humanos representarían ordenamientos política y jurídicamente exigibles a una vida digna para todos los ciudadanos. Pese a su validez intrínseca, esa combinación de valores se encuentra en fase histórica de consolidación, circunscrita a los ámbitos nacionales con apenas atisbos regulatorios de alcance internacional.
Al respecto, debe destacarse que el atraso, la pobreza, los magros ingresos gubernamentales de países en desarrollo, hacen difícil enfrentar obligaciones relacionadas a la satisfacción pronta e igualitaria de derechos económicos o sociales. Por consiguiente, la solución de los problemas y la consiguiente fijación de prelaciones resultará necesariamente gradual, imperfecta, como lo es alcanzar crecimiento sostenido por más que responda a apremios ideológicos bien justificados.
Ello contrasta con la integración económica del mundo poseedora de instituciones, reglas y mecanismos jurídicos nacionales y transfronterizos actuantes, bien establecidos, que han transformado los patrones de producción e intercambio persiguiendo objetivos propios, donde la justicia distributiva ocupa un lugar secundario. Tales asimetrías están en la base de la generalización de las desigualdades distributivas, expresadas sintéticamente en el hecho que 10% de la población más rica posea una cifra desproporcionada de la riqueza mundial. Ello se perpetua con el surgimiento de nuevas concentraciones de poder económico ante el rezago estructural de posibles acuerdos compensatorios (Benhabib, J. y Bisn, A., 2018; Journal of Economics Literature, No. 56: 4; Piketty, T., 2014; Atkinson, A. et al., 2011; Journal of Economic Literature, No. 49-1: 3-71). (véase Tabla 1).3 En cuanto a esto último, la UNCTAD señala que 55% de los flujos comerciales está en manos de 1% de las empresas internacionales. De ahí se infiere que la bondad de la inserción productiva de los países pequeños, el comportamiento de las remuneraciones factoriales y los precios internacionales estén influidos por decisiones del grupo formado por grandes consorcios que, además, en algún grado, se sitúan más allá de las regulaciones laborales y distributivas de los países (UNCTAD, varios años; Bird, J. y Taylor, L., 2001; Gomory, R. y Baumol, W., 2000; Kohler, P. y Storm, S., 2016; International Journal of Political Economy, Vol. 45: 4; Bivens, J. and Mishel, L., 2018).
Tabla 1 Distribución del producto social.
Ingreso de 10% de la población de más altos ingresos | Ingreso de 10% de la población de más altos ingresos | ||||
País | 2010 | 2015 | 2010 | 2015 | |
Países Desarrollados | |||||
Alemania | 24.0 | 24.8 | 3.4 | 3.1 | |
Austria | 23.5 | 23.8 | 3.1 | 3.0 | |
Bélgica | 22.7 | 22.2 | 3.3 | 3.4 | |
Canadá | 25.7 | 25.3 (2013) | 2.7 | ||
República Checa | 22.4 | 22.1 | 3.7 | 3.9 | |
Dinamarca | 22.5 | 23.8 | 3.7 | 3.9 | |
España | 26.0 | 26.2 | 2.1 | 1.9 | |
Estados Unidos | 29.4 | 30.6 (2016) | 1.7 | 1.7 (2016) | |
Finlandia | 22.5 | 22.4 | 3.7 | 3.9 | |
Francia | 27.1 | 26.6 | 3.1 | 3.1 | |
Grecia | 25.6 | 26.2 | 2.4 | 1.9 | |
Holanda | 22.4 | 23.0 | 3.6 | 3.5 | |
Hungría | 23.1 | 23.8 | 3.2 | 3.0 | |
Irlanda | 24.9 | 25.4 | 2.9 | 3.1 | |
Italia | 26.1 | 25.7 | 2.1 | 1.8 | |
Reino Unido | 26.7 | 25.4 | 2.9 | 2.9 | |
Suecia | 21.8 | 22.9 | 3.2 | 3.0 | |
Japón | |||||
América Latina | |||||
Argentina | 31.0 | 30.9 (2016) | 1.6 | 1.8 (2016) | |
Bolivia | 33.7 (2011) | 34.8 | 1.1 (2011) | 1.1 | |
Brasil | 41.7 (2011) | 40.4 | 1.1 (2011) | 1.2 | |
Ecuador | 37.5 | 34.9 | 1.4 | 1.6 | |
Chile | 28.5 (2011) | 38.0 | 1.8 (2011) | 1.7 | |
Colombia | 43.5 | 40.0 | 1.1 | 1.3 | |
Costa Rica | 37.1 | 36.8 | 1.6 | 1.5 | |
El salvador | 33.2 | 31.8 | 1.9 | 2.4 | |
Guatemala | |||||
Honduras | 40.2 | 37.0 | 1.1 | 1.3 | |
México | 35.8 | 34.8 (2016) | 1.9 | 2.2 (2016) | |
Nicaragua | 37.2 (2014) | 2.0 (2014) | |||
Panamá | 39.8 | 39.0 | 1.1 | 1.1 | |
Perú | 34.4 | 32.8 | 1.5 | 1.6 | |
Uruguay | 33.7 | 29.9 | 2.0 | 2.1 | |
Otros | |||||
Australia | 26.4 | 2.8 | |||
China | 0.0 | 0.0 | |||
Federación Rusa | 30.6 | 29.7 | 2.5 | 2.8 | |
India | 29.8 (2011) | 3.6 (2011) | |||
Corea, Rep. | 24.2 | 2.6 | |||
Sudáfrica | 51.3 | 50.5 (2014) | 0.9 |
Fuente: Base de Datos del Banco Mundial.
Sea como sea, mientras el ejercicio de la democracia y de los derechos humanos intentan proteger a los grupos nacionales más numerosos y desprotegidos, los mercados liberados adentro y afuera de los países tiran con fuerza en sentido contrario hasta configurar un mundo enfermo de desigualdad. Aquí cabe reiterar que una parte del problema radica en el acotamiento de las funciones estatales y en la penetración global de las instituciones económicas, frente al encerramiento nacional de los regímenes democráticos, empobrecidos, además, por la inexistencia o insuficiencia de instituciones y normas transnacionales compensadoras.
A mayor abundamiento, obsérvese que la globalización y los enfoques neoliberales circunscritos a lo económico, pobres en objetivos sociales, erosionan, debilitan, a muchas instituciones de protección comunitaria dentro de los países. Así ocurre con los estados de bienestar, los sindicatos, los sistemas de fiscalidad progresiva o con la selección de los objetivos antes medulares de los gobiernos: el empleo, la industrialización o la universalidad de accesos a los servicios básicos (salud, educación, apoyos familiares). Todo eso pone de relieve los alcances todavía insuficientes de la práctica de la democracia para aliviar los fenómenos de la desigualdad (Ibarra, D., 2018).4
Por supuesto, la gravedad de los rezagos, la difusión de la pobreza, la diversidad de condiciones y capacidades financieras de países y gobiernos torna arduo garantizar la exigibilidad de las condiciones a una vida digna de los ciudadanos, situación agravada cuando las políticas económicas dominantes y la globalización van en otra dirección. Puesto términos distintos, estamos situados al comienzo de la maduración histórica de los derechos humanos en cuanto a su exigibilidad jurídica, su impacto en la desigualdad y su penetración en los planos transfronterizos y aun nacionales. A escala global apenas se completa la fase de declaraciones y convenios primarios sobre la materia con la esperanza de transformarles con el tiempo en arma actuante de una democracia sustantiva, menos concentrada en lo electoral y nacional, más moderna y competitiva.
I. Antecedentes evolutivos
Al término de la Segunda Guerra Mundial, urgía establecer un nuevo orden económico y político internacional que afianzase paz, democracia, sustituyese al colonialismo y sentase las premisas del desarrollo, la justicia y el bienestar de países y poblaciones. Una parte importante de esos compromisos por fuerza estuvieron referidos a la validación de los derechos del hombre, vistos individualmente o como miembro de una colectividad.
Los antecedentes del pensamiento democrático tienen antigüedad de siglos. Los de los derechos humanos, en tanto derechos, inalienables e imprescindibles a una vida digna, tienen antecedentes más próximos, aunque ya se asomaban en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) de la Revolución Francesa o en la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776).
En todo caso, su primera formalización es reciente (1948) con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Su confirmación asegurada con la firma de 35 o más países en 1976- enumera derechos básicos de una vida de seguridad y bienestar en todos los países. La declaración detalla de un lado, los derechos civiles y políticos y, por separado, los derechos económicos, sociales y culturales.
La separación en dos categorías de derechos (1952) no satisfizo a todos, pero se impuso en razón de su realismo en cuanto a cumplir metas en el tiempo, satisfacer obligaciones financieras diferenciales o servir a enfoques ideológicos dispares. El primer conjunto incluye sobre todo el resguardo a las libertades negativas, sin interferencia alguna a las conductas de los individuos (Berlín, I., 1969; Brever, S., 2005),5 como el derecho a la vida, a la libertad política, religiosa, de expresión, de asociación, de voto en los comicios, junto con los derechos a juicio justo y al debido proceso. Pero también comprenden los derechos políticos a votar y ser votado, a formar parte de las instituciones gubernamentales. Desde luego, ahí se incluyen los derechos de propiedad extendidos a las sociedades mercantiles que tienen la virtud de resguardar los intereses individuales, pero a veces, inclinan la balanza distributiva en sentido concentrador (Macpherson, C., 1987).
En contraste, la segunda categoría de derechos es quizás más amplia y usualmente supone la instauración de libertades positivas, asociadas a acuerdos políticos colectivos. Ahí se catalogan muchos derechos que involucran cargas financieras a los estados y metas, por ende, que sólo pueden alcanzarse progresivamente, aun usando al máximo los recursos nacionales disponibles. En esa categoría se sitúan los derechos al trabajo (acceso, salarios, sindicalización, etc.), a la seguridad social, a la alimentación, a la salud, a la educación, a la habitación, a la protección familiar. Es decir, se trata de derechos que aparte de gestarse y consumarse en acciones colectivas nacionales, se beneficiarían en algún grado de un orden internacional reductor, en vez de amplificador, de polarizaciones económicas entre países y personas.
Por supuesto, la separación en dos grandes apartados de los derechos humanos no surgió del vacío. Inicialmente, respondió a diferencias ideológicas entre los principales países occidentales y las naciones socialistas, singularmente durante los años de la Guerra Fría. Los primeros pretendían universalizar el ejercicio de las libertades individuales como premisa básica de todo régimen político. Los segundos, se inclinaban por subrayar los valores de la igualdad y el desarrollo económicos por encima de la protección unívoca a las libertades negativas. En términos pragmáticos, la primera postura podía instrumentarse de inmediato, sin perturbación alguna al orden internacional de Bretton Woods. En cambio, la segunda opción implicaba e implica satisfacer complejos procesos de formación de acuerdos nacionales e internacionales, al compensar desajustes distributivos internos no menos que los propiciados por la supresión de las fronteras económicas.
El “no hacer” de los derechos humanos negativos, no estorba, como se dijo, a la concepción actuante de la integración global, pero deja ausente regulaciones u obligaciones humanizadoras de orden colectivo. Hasta ahora, la observancia de ambos acuerdos, tanto sobre derechos civiles y políticos, como derechos económicos, sociales y culturales se ha dejado librada a la responsabilidad casi exclusiva de los estados nacionales, cuyas capacidades de hacer están mermadas por las exigencias de la competencia cuando no por otras reglas del orden económico prevaleciente. De aquí, entonces, las tentaciones hacia las escapatorias falsas de los populismos.
II. El derecho a la autodeterminación nacional
En paralelo a los diferendos enunciados, la concepción de los derechos humanos compañera y complemento de la democratización, alentó otras posturas divergentes entre las naciones industrializadas y el mundo en desarrollo. En general, este último se pronuncia a favor de jerarquizar los derechos humanos, dando prelación a los de carácter social y económico. Se argumenta que sin capacidad de autodeterminación y sin desarrollo, pierde significación resguardar en exclusiva los derechos civiles y políticos.
Por supuesto, los debates fueron influidos por los procesos de descolonización que consagraron la autodeterminación como el valor medular de las naciones del Tercer Mundo. Los apremios asociados al logro y consolidación de la independencia política llevaron incluso a descuidar en algunos países los derechos civiles y políticos al concentrar la atención en objetivos desarrollistas.
Entre 1960-1980, la primacía puesta por los países industrializados en torno a los derechos civiles y políticos coincidió con las esperanzas emanadas de la descolonización del tercer Mundo, en cuanto usar las soberanías recién ganadas en eliminar limitaciones metropolitanas sea a la ciudadanía o a las actividades económicas, como vía de acceso a un mundo más libre y próspero.
Sin embargo, al poco andar, el grueso de las naciones en desarrollo constataron la insuficiencia de la descolonización para romper atraso y pobreza, dadas las limitaciones propias y las de las reglas del Bretton Woods en cuanto a crear un mundo equitativo y próspero. De aquí la insistencia de la década de 1970 en reconstruir el orden económico internacional con el fin de establecer mejores condiciones a la incorporación globalizante de los países en desarrollo. De ese planteamiento surgieron los documentos “New International Economic Order” y la “Charter of Economic Rights and Duties of States” de la UNCTAD (1973-1974), encaminadas a validar preocupaciones desarrollistas y de derechos humanos en el campo internacional.
La oportunidad creada por la iniciativa de reforma al orden económico mundial parecía propicia por coincidir con el rompimiento parcial de los acuerdos del Bretton Woods, cuando Estados Unidos desligan el dólar del precio del oro y fuerzan la revaluación de las monedas de sus principales competidores. Aun así, el reformismo fue rechazado por las principales potencias mundiales que persistieron en resguardar sin cambios la globalización económica y los denominadores convenidos en las políticas internas de los gobiernos, siguiendo los preceptos del Consenso de Washington (Williamson, J., 1989; Asamblea General de las Naciones Unidas, 1974). De su lado, los países en desarrollo vieron con interés dividido la casi única iniciativa de los países del norte industrializado que trascendía un tanto a objetivos puramente económicos: el control o regulación del crecimiento demográfico.6 La propuesta surge desde los años cincuenta del siglo pasado y de haberse plasmado íntegramente hubiese atenuado en alguna medida el recrudecimiento actual de las presiones migratorias (Krasner, S., 1985).
En términos directos, aquí cabe apuntar una nota de alerta. La admisión de la autodeterminación nacional de políticas, dada la diversidad de preferencias y situaciones frente a la uniformidad férrea del orden internacional posiblemente causaría dislocaciones serias a los nexos de interdependencia económica ya creados. Pero, en sentido positivo, ello serviría de apoyo a la recuperación creativa de iniciativas nacionales y sobre todo de normas más cercanas a ideales solidarios y de ayuda recíproca entre países. El planteamiento anterior lleva a examinar el estado presente de la cooperación global al desarrollo, que es abordada en el acápite siguiente (Parkinson, Ch., 2007; Commission on Human Rights, 1974; Summary Record of the 1269th Meeting; Naciones Unidas, Asamblea General, 1986; Declaration on the Right to Development, Resolution No. 128; Burk, R., 2014). 7
La desigualdad en sus tres categorías entre naciones, al interior de los países y entre individuos, supone un reto formidable a la configuración de derechos humanos verdaderamente exigibles. Hasta ahora, importantes acontecimientos históricos unidos, a intereses opuestos, restaron atención temporal a los derechos humanos en tanto remedio a la desigualdad. En efecto, el tránsito a tiempos de paz, el proceso de descolonización y la integración de mercados abiertos, llevaron las discusiones a otros terrenos vistos como más apremiantes.
Sea como sea, los énfasis puestos por los miembros industrializados de la comunidad internacional en los derechos civiles y políticos, coincidió con las aspiraciones de la autodeterminación del Tercer Mundo y ambos rezagaron el intento de hacer de la democracia y los derechos humanos valores complementarios de alcance universal. A la postre, sin embargo, la generalización de desigualdades al interior de los países y entre naciones, los desequilibrios del intercambio y diferencias en las prosperidades comparativas, comienzan a revivir planteamientos que parecían haber sido relegados a la historia.
Además, por un camino inesperado, recobra actualidad la revisión del orden económico mundial, cuando el país líder, Estados Unidos, abandona o manifiesta inconformidad con los resultados para sí de la liberación de mercados o de las viejas alianzas con otros países desarrollados. De la misma manera, renacen tímidamente estrategias nacionales desarrollistas, desconfiadas de que los mercados puedan afianzar prosperidad, igualdad y seguridad. Asimismo, luce incierto el logro de la plena recuperación internacional después de 2208, sobre la base de soberanías acotadas en la selección de las vías de desarrollo de los países.
III. La reciprocidad internacional
Cabría esperar que la generosidad y la visión de largo plazo de los países avanzados expresada en ayuda y concesiones, humanizará la integración económica internacional. Sin embargo, con pocas excepciones, el mundo no parece orientarse decididamente en esa dirección.
En la última década, los flujos de financiamiento reconocen tendencias que reducen su aporte al desarrollo. Mientras, el conjunto de los países industrializados mejoraron sus balanzas de pagos (los saldos netos entre préstamos y adeudos pasan de -0.8 al 0.9 de su producto entre 2000 y 2017), las naciones en desarrollo registran la evolución opuesta. Además, el financiamiento neto recibido por el Tercer Mundo se contrae de 2.6% (2000-2009) de su producto hasta hacerse prácticamente nulo en 2017, pese a los excedentes de China y de algunos países petroleros (FMI, 2018). No sólo el aporte financiero al desarrollo se ha constreñido, sino que resultará probablemente más caro y escaso en la medida que las tasas internacionales de interés asciendan al terminarse la expansión monetaria estabilizadora de Estados Unidos, Japón y la Unión Europea, como ya comienza a ocurrir. Al propio tiempo, el impulso del comercio exterior flaquea, se expande a ritmo inferior a la producción del conjunto de los países, mientras proliferan tentaciones proteccionistas.
De su lado, sigue siendo escasa la llamada de Asistencia Oficial al Desarrollo (ODA por sus siglas en inglés). Entre 2008 y 2017, el aporte de los países donadores aumentó en términos nominales a razón de 2.9% anual (alrededor de 1.5% real). Sin embargo, no hay uniformidad en cuanto al alza o decremento de las aportes nacionales. En todo caso, las transferencias siguen quedando muy por debajo de la meta de 0.7% del producto comprometida por los propios donadores en las Naciones Unidas. (véase Tabla 2). La contribución de los Estados Unidos supera apenas 0.2% de su producto y sólo cuatro países (Luxemburgo, Noruega, Suecia y Dinamarca) exceden el objetivo común comprometido.
Tabla 2 Asistencia Oficial al Desarrollo (millones de dólares)
País | 2008 | 2017 | Aumento Porcentual 2008/2017 | Tasa anual de crecimiento |
Alemania | 12,101.21 | 24,157.03 | 100.0 | 8.0 |
Australia | 2,992.12 | 2,834.17 | -5.00 | -0.6 |
Austria | 1,504.50 | 1,208.72 | -20.0 | -2.5 |
Bélgica | 2,040.91 | 2,103.97 | 3.0 | 0.3 |
Canadá | 4,221.94 | 4,116.26 | -3.0 | -0.3 |
Corea | 889.94 | 2,096.70 | 31.0 | 9.9 |
Checoslovaquia | 193.28 | 288.12 | 51.0 | 4.5 |
Dinamarca | 2,360.71 | 2,358.71 | -0.01 | 0.0 |
Emiratos Árabes Unidos | 1,158.89 | 3,890.93 | 335.7 | 14.4 |
España | 5,347.32 | 2,492.87 | -53.0 | -8.9 |
Estados Unidos | 29,678.47 | 34,118.27 | 15.0 | 1.6 |
Finlandia | 1,036.18 | 1,053.39 | 1.60 | 0.2 |
Francia | 8,886.62 | 11,025.45 | 24.0 | 2.4 |
Inglaterra | 9,732.77 | 18,591.95 | 91.0 | 7.5 |
Italia | 4,072.22 | 5,726.48 | 41.0 | 3.9 |
Japón | 9,018.78 | 11,850.97 | 31.0 | 3.1 |
Luxemburgo | 371.20 | 407.97 | 1.1 | 1.1 |
Saudi Arabia | 4,558.49 | 892.95 | -89.0 | -19.9 |
Suecia | 4,165.64 | 5,430.22 | 30.0 | 3.1 |
Suma | 104,331.17 | 134,645.15 | 29.1 | 2.9 |
Fuente: Datos de la OCDE.
Hasta ahora la dimensión propiamente internacional de los derechos humanos sobre todo a cargo de las Naciones Unidas, ha creado foros de discusión, de evaluación y mecanismos como los tribunales regionales para examinar y dictaminar sobre los avances, retrocesos y hasta violaciones jurídicas a los mismos. Los avances son notables en la admisión, antes ausente, de muchos derechos y a su amplia dispersión geográfica entre países (Brownlie, I. y Goodwil, G. ; UNAM, 1966)8 Pero los dictámenes y recomendaciones están dirigidos casi en exclusiva a los gobiernos nacionales sin abordar temas humanitarios ausentes en el orden universal establecido.
En términos institucionales, la celebración de acuerdos enriquecedores de la globalización en ese sentido a través de la intervención del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas parecen poco probables. En particular, los derechos de veto del propio Consejo de Seguridad y otras regulaciones obsoletas o en proceso de obsolescencia convenidas al término de la Segunda Guerra Mundial lejos de ser funcionales, fuerzan el uso de mecanismos excepcionales de concertación, como los trabajos del llamado grupo de los “veinte” para atender la crisis de 2008 y otros temas medulares de la agenda mundial. En cuanto a las finanzas, el presupuesto de Naciones Unidas no sólo es pequeño, poco más de 5,000 millones de dólares (2.7 miles de millones como ingreso regular), sino que se le redujo 5% en el periodo 2018-2019). Sin embargo, del lado positivo habría que contabilizar la ayuda al desarrollo o la fijación de metas específicas derivadas de los trabajos, sean de las Comisiones Regionales de Desarrollo o de organismos especializados como los casos de la niñez, de las migraciones o la atención a situaciones alimentarias críticas. Aun así, hay variadas necesidades insatisfechas que obstaculizan el cumplimiento de apremiantes objetivos comunes (Sachs, J., 2018; Project Syndicate, 2008; Naciones Unidas, 2019).
La agenda del desarrollo y, por ende, la lucha por igualdad en el mundo se ha visto ensombrecida desde esa crisis de 2008 y hay pocos indicios que mejorará en el futuro más o menos inmediato. Los derechos humanos sobre todo en su versión económica, social y cultural reciben apoyos magros de la comunidad de países. No hay instituciones o mecanismos internacionales que refuercen la vigencia, la amplitud de los derechos en su versión más directamente ligada al mejoramiento del bienestar humano. A título ilustrativo, faltan instituciones comparables a los sindicatos que refuercen al poder político equilibrador de los trabajadores dentro de los mercados integrados. Por eso, las empresas continúan contratando mano de obra donde quiera que sea más barata. Más aún, la competencia universal en materia de salarios, financiamiento, comercio y hasta impuestos, persistirá en erosiónar los márgenes de maniobra de los gobiernos en la instrumentación de políticas igualitarias al interior de sus sociedades.9
A mayor abundamiento, la globalización y la libertad de mercados ideológicamente son proclives a debilitar los nacionalismos. Así ha ocurrido en los últimos cuarenta años, subrayándose su lado negativo, mientras se exageran los beneficios del cosmopolitismo. Históricamente el nacionalismo ha sido propenso a inducir conflictos bélicos, a justificar ejercicios de limpieza étnica, a impulsar populismos de distinta índole, a combatir todos los movimientos migratorios. El propio fascismo muestra esos males llevado al extremo.
En el otro sentido, el nacionalismo ha contribuido a gestar cultura y solidaridades comunitarias, a impulsar metas compartidas dentro de los países. El nacionalismo ha derruido imperios, favorecido el ascenso de la democracia, de los estados benefactores y del abasto de bienes públicos. En el caso del Tercer Mundo, el nacionalismo estuvo al lado de los procesos de descolonización, de formación de estados independientes, de la ampliación de las libertades ciudadanas.
Por encima de pros y contras ideológicos, subsiste el hecho de que el mundo está constituido casi en su totalidad por unidades estatales, hasta ahora imprescindibles en el manejo sociopolítico de sus poblaciones. Pero sobre todo, también está ausente un gobierno al que puedan recurrir los ciudadanos del mundo, y la integración económica global carece de componentes inclinados a la interacción democrática en pro de la igualdad y la armonía sociales (Anderson, B., 2006; Verso; Wimmer, A., 2019; Foreign Affairs, Vol. 8, No. 2: 27-34; Ibarra, D., 2011).
En suma, los apremios de la competencia económica y los nacidos de la crisis de 2008 han situado en prelación secundaria a la ayuda al desarrollo y, desde luego, al combate universal a la desigualdad. Dada la magnitud y urgencia de los dilemas involucrados, las instituciones internacionales y los países avanzados poco a poco tendrán que aprender y emprender acciones que limen las consecuencias más nocivas de la polarización distributiva. En ese aprendizaje habría que incluir la atención a otros problemas comunes que se vienen agravando, como el del calentamiento planetario, el de las migraciones o el de la orientación del cambio tecnológico.
IV. Distribución y orden jurídico
Un tema un tanto olvidado en la literatura económica es el referente al papel del orden jurídico en la determinación del reparto del ingreso de los países. La ley tiene fuertes impactos distributivos cuando concede derechos o fija obligaciones que delimitan el marco de referencia en que se mueven mercados, sociedad e individuos. A ello se asocia otro poder que le es inseparable, el que deriva de calificar las conductas como legales o ilegales, permitidas o prohibidas, dentro de una sociedad. El apego a la norma jurídica casi siempre se toma como fuente de legitimidad o de legitimación de las acciones individuales o colectivas.
De ahí la fuerza del Estado de Derecho en garantizar la idoneidad aceptada de los comportamientos ciudadanos y en ofrecer procesos también aceptables de resolución de los conflictos. Las estructuras jurídicas en materia de propiedad, patentes, tributación, salarios, tasas de interés, comercios, incentivos, asignaciones del gasto público, constituyen otras tantas manifestaciones del poder de la ley para definir lo que a cada quién corresponde. En los hechos, el Estado de Derecho se integra por la sucesión histórica de normas, criterios y disposiciones que concibieron e impusieron las sucesivas constelaciones políticas de un pasado próximo o lejano pero que siempre difiere en alguna medida de las exigencias del presente. Aún así, el respeto al Estado de Derecho es garantía inseparable del orden constitucional y de la estabilidad del orden social. Pero su vinculación orgánica a valores del pasado le imprime una característica conservadora por ser producto de preferencias históricas.
En otros términos, el sistema jurídico preserva, congela en cierto grado el reparto del ingreso y de sus tendencias. Quiérase o no, la ley crea múltiples rentas, en el sentido ricardiano del término, que favorecen a unos y excluyen a otros de sus beneficios. Obviamente tal situación requiere de revisiones periódicas para no dejarla llegar a extremos injustos o a desatender cambios en las preferencias sociales o en las prelaciones de los gobiernos (Kaplinsky, R., 2004; Cardoso, H. y Faletto, E., 1979; Gereffi, G. et al., 2005; Review of International Political Economy No. 1: 78-104; Myrdal, G., 1957; Harper; Galanter, M., 1974; Law and Society Review No. 95; Kennedy, D., 2016). De ahí, la inclinación observada de algunos actores y sectores políticos conservadores a defender a ultranza el contenido del Estado de Derecho en cuanto constituye el meollo del “status quo” distributivo.
Ejemplos consagrados de esas preferencias o exclusiones jurídicas de los estados de derecho son los relacionados al ejercicio de la soberanía de los países en el tratamiento a ciudadanos nacionales o extranjeros en la explotación de recursos naturales -como el petróleo o el cobre- en la ausencia de restricciones legales a las remuneraciones de gerentes o administradores de empresas, en la concentración del poder decisorio de las cadenas transnacionales de producción y comercio. Con todo, la mayor influencia legal en materia distributiva, como es obvio, deriva del ejercicio de los derechos de propiedad. El régimen de la propiedad puede hacer y hace innumerables aportaciones positivas en materia de aliento a la inversión, al ahorro, a la eficiencia, a la productividad o la competitividad. Sin embargo, su capacidad intrínseca de concentrar más de la cuenta los beneficios económicos, demanda de regulaciones socialmente necesarias, sean ex ante o ex post de los resultados de la producción.
La actualización periódica de las variadísimas disposiciones nacionales que inciden sobre la igualdad o la desigualdad entre los ciudadanos no es la única cuestión de política a considerar. Como ya se dijo, en el ámbito internacional, coexiste la riqueza de regulaciones económicas con la pobreza de las preocupadas por la igualdad y la democracia. En cierto sentido, ello resulta de la inexistencia de un gobierno de alcance universal, hecho del que toman ventaja muchos actores y países. En esa lógica, resalta el éxito unilateral de abrir fronteras y suprimir proteccionismos nacionales, frente al poco avance en la universalización de las garantías al trabajo o a los accesos a la medicina básica.
Obsérvese como los programas de ajuste estructural o de financiamiento auspiciados por organismos internacionales están sujetos a condicionalidades impuestas a los gobiernos a fin de asegurar la compatibilidad de las políticas nacionales con la integración universal de mercados. En cambio, no hay condicionalidad alguna relacionada con mejoras al régimen de protección social de los países.
V. Comentarios finales
La asociación actuante de democracia y derechos humanos representa la esperanza contemporánea a un mejor régimen de justicia social. Es el intento moderno de validar, en palabras de Hannah Arendt, el derecho fundamental en acceder al derecho a tener derechos (Arendt, H., 1976). Sin embargo, los obstáculos y dilaciones podrían resultar infranqueables mientras subsista el juego adversario de los sistemas económicos y hasta jurídicos establecidos. El universalismo económico neoliberal, unido al universalismo del individualismo político, refuerzan a sistemas económicos proclives a la desigualdad. Asimismo, es lento, difícil, mover el complejo armazón legal que rigidiza la distribución económica. Tan decisivo como lo anterior, cabe insistir, es la penetración casi inexistente de criterios igualitarios en el orden universal, sin embargo, abrir la puerta a que las naciones elijan el alcance y contenidos de sus políticas, podría socavar relaciones multilaterales consolidadas. Esto último cierra el círculo vicioso que paraliza a las reformas internas e internacionales en la materia. En realidad, las opciones son estrechas y altos los riesgos al romper el “modus vivendi” de la relación conflictiva entre la pobreza y la observancia real de los derechos humanos. Por eso, como ocurre en las más diversas latitudes, se agravan los males sociales dejando que los intereses de las elites nacionales o globales capturan no sólo a los mercados, sino a los propios gobiernos.
La traba principal nace de sistemas en casi todo el mundo que persiguen propósitos mercantiles alejados de principios éticos fundamentales. En el campo internacional no hay metas sociales directas a perseguir. Más aún, los mercados abiertos forman cadenas concentradoras del intercambio, del financiamiento y de las utilidades en medio de notorias asimetrías de poder entre las naciones y entre las distintas capas sociales de las mismas. Al interior de los países ocurre otro tanto, en la medida en que prevalece la competencia monopolística apenas enfrentada al débil segmento de empresas medianas y pequeñas u a otras corporaciones semejantes o mayores del exterior.
Al propio tiempo, la erosión de los ingresos públicos atribuible a la competencia impositiva entre los fiscos de los países llega a empobrecer a los servicios sociales de las poblaciones, a la par de exacerbar la oposición política a la tributación progresiva. A su vez, la capacidad reguladora de los estados, sufre la reducción de sus dimensiones decisorias, producto de la transferencia de poder a los mercados, de las privatizaciones y de un gasto público siempre constreñido. A mayor abundamiento, la crisis universal de 2008, todavía no del todo resuelta, supuso rescates financieros enormes, cuyas secuelas contradicen y limitan todavía más los alcances de las políticas de protección social de las poblaciones. Eso mismo amplifica un vacío doble en el combate a la desigualdad internacional: los apoyos al desarrollo del Tercer Mundo se enrarecen y, al mismo tiempo, evaden la suscripción de políticas comunes favorecedores de la equidad. Esos, fenómenos debilitan la demanda mundial, al tiempo que se acrecientan los excedentes de capacidad industrial instalada, aparejados a los rápidos avances productivos de China y otros países emergentes. El sector financiero mundial crece y subsana parcial o temporalmente algunos de esos cuellos de botella, pero es incapaz de revivir el auge del comercio exterior de años anteriores.
El mundo parece experimentar abatimiento económico quizá como preludio a otra crisis global. En efecto, la competencia transformada en competencia por el poder de mercado entre corporaciones transnacionales, unida a la falta de contrapesos de cualquier origen, se traducen en marginación de consumidores u sociedades al hacer que la integración universal pierde capacidades de promover el crecimiento de todos.
En las circunstancias descritas, la influencia de la democracia y de la observancia de los derechos humanos quedan limitados, es decir, los gobiernos seguirán cediendo terreno o cuando más remediarán a medias las polarizaciones distributivas extremas. Así se configura un mundo dominado por juegos de suma cero o negativa, como ya lo anuncian la declinación del auge de las economías exportadoras, las guerras comerciales, la debilidad de la OMC y las resistencias de los Estados Unidos a seguir empujando la integración global.
No será fácil sortear los callejones sin salida en que se encuentran o se encontrarán los países y el orden económico universal. Si se intentaran soluciones de fondo, los gobiernos debieran retomar iniciativa y regular más estrictamente a sus mercados; prosperar con desigualdades tolerables implica tanto alentar desarrollo, como instrumentar políticas igualitarias. A escala internacional las condicionalidades para destrabar la ayuda financiera de las instituciones internacionales habrían de incorporar criterios, no sólo propicios a la estabilidad económica, sino también a la justicia distributiva. Ya Piketty ha propuesto el establecimiento de un impuesto universal a la riqueza y, pese a resistencias, varios países han ensayado gravámenes a las transacciones financieras internacionales (Piketty, T., 2014). El propósito sería hacer convivir políticas de estabilización económica con otras de protección a los salarios reales a la expansión regulada del presupuesto público y de los servicios sociales básicos. Sin embargo, imprimir sentido humano a la integración mundial implicará necesariamente aceptar otro acotamiento a las enflaquecidas soberanías nacionales por más que ello permita enriquecer objetivos y liberar iniciativas nacionales.
Hacia adentro, los países podrían descansar en la confección de políticas industriales desarrollistas, apoyadas en los presupuestos nacionales, en la banca de desarrollo y en el crédito de fomento. Por igual, las políticas de empleo y de salarios recobrarían su status entre las prelaciones macroeconómicas más cuidadosamente observadas. Y cobrarían relevancia sistemas estatales de garantía al empleo, al otorgamiento de rentas básicas o el establecimiento de regulaciones sobre el reparto de los resultados de la producción. En las empresas, no sólo se reconocerían los derechos de los accionistas, también contarían los de los empleados, trabajadores, clientes y proveedores. En materia de gasto público, cabría avanzar en universalizar el derecho de acceso a los servicios de salud y educación, así como redondear la protección social de los trabajadores. Complementariamente cabría fortalecer la estructura impositiva, poniendo el énfasis en la tributación progresiva por sus efectos dinámicos tanto en la recaudación, como en mejorar el reparto del ingreso.
En todo caso, por razones irrefutables de estabilidad socio-política, debiera desterrarse la idea que los objetivos nacionales se reducen a la libertad de mercado, a combatir la inflación y equilibrar las finanzas públicas. Esos propósitos con ser relevantes no son los únicos ni los más decisivos en todo tiempo y lugar. Con objetividad habría de admitirse que las metas sociales son múltiples políticas, económicas, distributivas, regionales, etc. y que hay necesidad de combinarlas de manera apropiada frente a los requerimientos cambiantes de cada periodo y coyuntura. En ese terreno, debiera iniciarse el camino de dar vigencia a los derechos humanos hasta hacerles parte constitutiva de las estructuras jurídicas y sociales de los países y del entorno de la globalización. Se trataría de imprimirles exigibilidad para que sustituyan poco a poco, con ventaja, a la discrecionalidad y volatilidad de la filantropía o la magnanimidad privadas.
Así se podría atemperar, poner fin a la acumulación de déficit democráticos, a corregir el descrédito de los regímenes de libertades para elegir estrategias, políticas y gobiernos. Sus alcances acaso parezcan excesivos cuando apenas aspiran a enriquecer políticas y debates sobre cómo insertar mejor a la democracia y los derechos humanos en las economías de mercado. Sin duda, los caminos resultarán escabrosos por cuanto implican desterrar intereses, insertar principios morales a los modelos económicos y a mover en tal sentido algunos parámetros del orden internacional consagrado.10