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Economía UNAM

versão impressa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.16 no.46 Ciudad de México Jan./Abr. 2019  Epub 17-Jun-2020

https://doi.org/10.22201/fe.24488143e.2019.46.443 

Artículos

Seguridad y justicia: un itinerario incierto

Security and justice: an uncertain itinerary

Sergio García Ramírez1 

1 Investigador Emérito, Sistema Nacional de Investigadores (SNI) sgriijunam@gmail.com


Resumen

El artículo analiza las propuestas del nuevo gobierno en materia de seguridad y justicia para descifrar y digerir las propuestas emergentes y advertir el rumbo que tomaremos, pues los crímenes se multiplican y la angustia crece. Revisa el desempeño del Estado, las leyes en la materia, así como la situación de los derechos humanos, el sistema sistema penal en México y el quehacer del gobierno.

Palabras clave: Derecho; Seguridad; Constitución, Igualdad; Derechos humanos

Abstract

The article analyses the new Government’s proposals for security and justice to Decipher and digest the emerging proposals and warn of the direction we will take, as crimes multiply and anguish grows. Revises the state’s performance, the laws on the subject, as well as the human rights situation, the criminal system in Mexico and the government’s task.

Keywords: Law; Safety; Constitution, Equality; Human Rights

Journal of Economic Literature (JEL): K; J28; K10; I3

Certeza: la incertidumbre

Debí atender con mayor diligencia la invitación que me hizo David Ibarra, dilecto amigo, para entregarle estas notas sobre seguridad y justicia, destinadas a una obra colectiva en torno a problemas fundamentales de nuestra sufrida república. Demoré porque nos hallamos en horas de transformación -‑¿no es así?-- y quise recabar los lineamientos que traerá consigo la época de cambios --o el cambio de época-- que acabamos de estrenar. Aguardé hasta conocer, descifrar y digerir las propuestas emergentes y advertir el rumbo que tomaremos en esta y otras materias, que espero corra en la misma línea de la divisa que nos acompañó en el siglo XIX: el deber del buen gobierno es la felicidad del pueblo.

Ya tenemos noticia de aquellos lineamientos y de ese rumbo. Empero, es mucho lo que permanece en la penumbra. Podemos afirmar que nuestra mayor certeza es, todavía, la incertidumbre. Aguardemos. En poco tiempo se sabrá lo que se deba saber. Por lo pronto, contamos con una dura experiencia acerca de la inseguridad, acentuada en los últimos años, y existe un documento denominado “Plan Nacional de Paz y Seguridad. 2018-2024”, que informa sobre el camino a seguir. Mientras tanto, los crímenes se multiplican y la angustia crece en el ánimo de los ciudadanos, destinatarios de la transformación anunciada.

Lo que nos dejó el pasado

Sobra decir que la primera obligación del Estado, su misión histórica y esencial, es dar seguridad y hacer justicia a los ciudadanos. Para ello asume el “monopolio de la violencia” --dijo un ilustre tratadista--, esto es, el ejercicio de la fuerza legítima, manejada con prudencia y pertinencia, al servicio de los ciudadanos. Adelante me referiré a otras virtudes del monopolio: talante democrático y observancia de los derechos humanos. La fuerza del Estado debe aplicarse al cumplimiento de su radical obligación, que implica resolver el asedio del crimen. De su cumplimiento dependerá la calificación que asignemos al Estado, o más puntualmente, al Gobierno: desde eficaz y bienhechor, hasta ineficiente y fallido. ¿Cuál es, hasta ahora, la calificación que dicta Fuenteovejuna --es decir, todos a una-- sobre el desempeño del Estado mexicano en el ámbito que nos interesa?

El Plan reconoce la obligación radical del Estado. Afirma en las primeras líneas: “La seguridad de la gente es un factor esencial del bienestar y la razón primordial de la existencia del poder público: el pacto básico entre éste y la población consiste en que la segunda delega su seguridad en autoridades constituidas, las cuales adquieren el compromiso de garantizar la vida, la integridad física y el patrimonio de los individuos”. No es necesario agregar algo a esta convicción que funda el compromiso del nuevo gobierno, expuesto con el más puro lenguaje contractualista. Lo que sigue es honrar la convicción y cumplir el compromiso.

Hay diferencia entre la criminalidad tradicional -los delitos de siempre, dondequiera- y la delincuencia evolucionada, desarrollada u organizada -los delitos de este tiempo. Sin embargo, en un punto coinciden: ambas han arraigado en nuestro medio, victiman a la sociedad y alteran nuestra existencia. Robo, homicidio, lesiones, violación, tráfico de personas, trasiego de drogas, comercio de armas, secuestro, desaparición forzada, extorsión, corrupción, ataques a periodistas y a defensores de derechos, etcétera, etcétera, son variantes de una sola realidad que el Estado debe enfrentar con hechos y, más todavía, con éxito. El diagnóstico figura en el Plan, que también destaca otras manifestaciones de la delincuencia, menos dramáticas, pero no menos lesivas: “delitos de cuello blanco, como el desvío de recursos, la defraudación, el cohecho, la malversación y las operaciones con recursos de procedencia ilícita --o lavado de dinero--, así como infracciones cometidas específicamente por servidores públicos”. El catálogo es muy largo. Todos sus componentes conspiran contra la seguridad y la justicia.

No es necesario recoger en estas líneas estadísticas bien conocidas. Como aide memoire, me limitaré a recordar algunos datos que suministra el Observatorio Nacional Ciudadano: los incrementos porcentuales de delitos en el primer trimestre de 2017 (año que había resultado el “más violento” en nuestra historia reciente, superado por 2018 y a despecho de la declinación que se observó en años anteriores) con respecto al mismo período de 2016, fueron los siguientes: homicidios dolosos, 29.48; homicidios culposos, 12.57; secuestros, 19.75; extorsiones, 29.55; robos con violencia, 32.31; robos de vehículos, 13.10; robos a casas habitación, 3.18; robos a negocios, 47.43; robos a transeúntes, 31.69, y violaciones, 5.74 (onc.org.mx/tag/delincuencia-en-mexico). Seguramente el Plan ha considerado estas y otras cifras cuando asegura que en México existe una “crisis de seguridad (…) no vista desde los tiempos posrevolucionarios”.

Sabemos, por fuentes oficiosas u oficiales, o por dolorosas experiencias propias o cercanas, que la delincuencia tradicional y la delincuencia evolucionada han aumentado --con oscilaciones temporales: golondrinas que no hacen verano-- y que hoy día abarcan todo el país, aunque su incidencia sea mayor en ciertas regiones que escaparon al control del Estado y han caído en el control de la criminalidad. En estos paraísos del crimen cohabitan el poder formal, que cobra impuestos, y el informal, que también los cobra, con distinta factura, y además toma vidas.

No sólo preocupan las expresiones cuantitativas del crimen, sino también sus manifestaciones cualitativas, que exceden lo que pudimos imaginar hace algunos lustros. Si un observador externo conociera la cantidad y la entidad de los delitos que ocurren en México, pensaría que nos hallamos en plena guerra civil. Por sus características, los delitos que más alarman a la opinión pública --un tanto adormecida por la profusión de noticias rojas-- me llevan a recordar una expresión de Vargas Llosa cuando se refirió a la violencia descrita en su novela Lituma en los Andes. Acuden --dijo-- “viejos demonios empozados que de pronto resucitan”. Éstos se hallaban y aún se encuentran, insuficientemente descifrados, en la entraña violenta de México. ¿El tigre que despierta?

Todo eso nos dejó el pasado y deseamos abatirlo en el corto plazo. Digo corto, porque si no tenemos éxito, pronto y bien, no llegaremos al mediano plazo.

El “legislador motorizado”

Solemos naufragar en la ilusión de las leyes. Hombre de leyes, no disputo al Derecho su función conductora de la sociedad; pero no creo, ni remotamente, que el destino de ésta se anuncie y programe todos los días en el Diario Oficial. Un antiguo constitucionalista, refiriéndose al abismo que mediaba entre la Constitución de 1857 y la abrupta realidad de la nación, señaló que hemos confiado todo a la ley y ésta ha mostrado siempre su “incurable incompetencia”. Y otro tratadista, más de nuestro tiempo, se ha referido a la incontinencia legislativa que pone en movimiento las prensas del parlamento: es el “legislador motorizado”, que trabaja sin pausa ni fatiga, fraguando leyes que nadie cumplirá.

En los últimos años --a partir de 1993, fecha de nuestra primera e “ilusionada” reforma constitucional penal-- hemos emitido no menos de veinticinco decretos de reforma a la Constitución sobre seguridad pública, persecución de delitos, justicia penal y asuntos aledaños. Nunca antes mostramos tamaño fervor en el régimen constitucional de estos temas, y nunca antes ganó el crimen --y perdió la justicia-- tan anchos territorios.

Hoy tenemos lo que nunca tuvimos: un solo código nacional de procedimientos penales, una legislación uniforme sobre mecanismos alternos de solución de controversias, un ordenamiento nacional acerca de menores de edad en conflicto con la ley penal, una ley sobre ejecución de penas, y así sucesivamente. Aún no tenemos un código penal nacional, sino más de treinta que constituyen el mar para nuestra confusa navegación normativa. ¿Y cuánto hemos avanzado, en términos de seguridad y justicia, al amparo de semejante bosque de disposiciones, a las que hoy se agregan las denominadas “leyes generales”, con riguroso nicho constitucional? Pregunto, de nuevo: ¿cuánto hemos avanzado merced a tan colosal esfuerzo legislativo?

Adelante me referiré a los protagonistas de la seguridad y la justicia -personajes del drama--, pero ahora debo incorporar en ese elenco a los legisladores. Enhorabuena que hayamos “modernizado” la legislación mexicana -todavía pendiente de cambios que la desembarquen en la modernidad--, pero enhoramala que en esta corriente entusiasta de furor legislativo caigamos en la tentación de seguir construyendo tipos penales, exacerbando las penas, alterando los procedimientos y elevando monumentos a la impertinencia y la incompetencia. ¿Exagero? Eso va en la cuenta del legislador.

El “bebé de Rosemary”

¿Recuerda el lector una sugerente película llamada “El bebé de Rosemary”? Para los milennials y los cinéfilos de otras edades que no la recuerden, me permitiré informar que en ese filme de Polanski se relata el embarazo de una joven incauta a la que el diablo hizo concebir una criatura infernal. El designio era generar una nueva población que dominara la tierra. En el orden penal mexicano --con vínculos en el mundo entero-- tuvimos un “bebé” de Rosemary. Apareció en 1996 y se le bautizó como Ley Federal contra la Delincuencia Organizada. Los padrinos anunciaron el feliz advenimiento de esa ley con la promesa de que combatiría al crimen organizado hasta cavar su tumba (la del crimen, no la de la criatura). ¿Sabemos lo que ha ocurrido con semejante promesa? ¿Se abatió, aunque fuera mínimamente, la delincuencia organizada? ¿O acaso creció, con desmesura?

Pero la tremenda ineficacia de esa ley no es lo que ahora me preocupa, sino la forma en que ha influido e infectado otros cuerpos normativos, incluso la Constitución, y minado la seguridad y la justicia. Se cumplió el designio genésico del “bebé”. A partir de la ley referida, el Derecho penal mexicano dio una vuelta de ciento ochenta grados y se dividió en hemisferios contrapuestos: uno, con importantes garantías para el ciudadano --en su condición de imputado--; otro, sin ellas o con garantías recortadas. A esto se suele llamar “Derecho penal del enemigo”. Así llegó el “bebé” a la Constitución en la celebrada reforma de 2008, que cambiaría el “paradigma” penal. Por eso, al analizar entonces los proyectos de reforma constitucional penal y su adopción por el Constituyente, me valí de otra figura: la reforma ha sido un vaso de agua cristalina, que necesitábamos, a la que una mano agregó gotas de veneno. ¿Cómo reaccionará la fisiología de la sociedad?

Democracia y derechos humanos

Llego al punto de convergencia entre varios temas que concurren al paisaje de la seguridad y la justicia. Cuando hablamos de éstas, preguntémonos a qué seguridad y a qué justicia nos referimos, no sea que con el pretexto de la paz social nos deslicemos por un transitado despeñadero, como ha ocurrido a otras sociedades. Aquí me estoy refiriendo a seguridad y justicia en democracia y con respeto a los derechos humanos, que siempre se hallan en riesgo de desfallecer bajo el ímpetu autoritario. Éste navega bajo divisas perfectamente conocidas, como la que proclama que los “derechos humanos son para los humanos derechos”, y acto seguido se erige en supremo juez para resolver quiénes son los humanos derechos y quiénes no lo son. ¡Ay de los excluidos!

Nuestra república ha procurado un régimen democrático donde haya respeto y garantía de los derechos humanos. Si aquél y éstos naufragan, nos hundiremos todos. El esfuerzo colectivo ha traído avances apreciables -aunque subsistan regiones sombrías--, que podrían extraviarse en un santiamén. Para que comience el naufragio bastan una ley errónea, una política desacertada, un movimiento opresivo. En ese trance, el Estado se erigiría en Leviatán -monstruo prodigioso-- y sometería a los ciudadanos. Sobra decir que nosotros seríamos esos ciudadanos.

En diversos foros se ha elevado la exigencia --que no podemos declinar, sea por convicción, sea por instinto de conservación-- de llevar a cabo las tareas de seguridad y justicia en el marco del sistema democrático y de los derechos humanos. Invocaré dos ejemplos aleccionadores.

En 2011, la señera Universidad Nacional Autónoma de México promovió una Conferencia Internacional, conjuntamente con el Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional, para diseñar una “política de Estado en los albores del Tercer Milenio”. Los conceptos rectores fueron: seguridad, justicia, democracia, que se condicionan mutuamente. La Conferencia de 2011 culminó en un valioso documento analítico, crítico y propositivo, que es preciso rescatar. Recuerdo la travesía del rector de la UNAM, a quien acompañé, para difundir y analizar ideas y propuestas.

La tarea de persuasión nos llevó a reunirnos con legisladores, juzgadores, dirigentes de partidos políticos, académicos, funcionarios de diversas competencias y representantes de lo que solemos denominar la “sociedad civil”. Desembocamos en una reunión en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, presidida por el titular del Poder Ejecutivo y similar a otras realizadas en el Casino Militar del Campo Marte. Los resultados, sin voluntad política o imaginación de estadista, fueron escasos. No puedo menos que evocar la expresión de Hamlet: palabras, palabras...

Con obstinación, hace menos de un año --febrero de 2018--, hubo un nuevo encuentro de la misma orientación: Segunda Conferencia Internacional sobre Seguridad y Justicia en Democracia: hacia una política de Estado centrada en los derechos humanos, promovida nuevamente por la UNAM y por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Material para la reflexión de quienes deben librar, en la trinchera más avanzada, la lucha por la seguridad y la justicia.

Afortunadamente, el Plan declara que “la tentación de restablecer la legalidad con métodos violatorios de los derechos humanos es absurda, moralmente inaceptable y contraproducente por diversas razones”. Celebro esta declaración y más celebraremos su efectivo cumplimiento. Se ha caído en el error --transmitido a la sociedad por algunos servidores públicos, que así justifican su incompetencia-- de suponer que nos hallamos frente a un dilema: ¿seguridad o derechos humanos? Si queremos seguridad, sacrificaremos derechos; si queremos derechos, sacrificaremos seguridad. Difícilmente habría un dilema más falso y peligroso. El discurso y la acción deben acreditar --así lo sugiere el Plan, si lo hemos leído bien-- que no hay semejante dilema y que queremos y exigimos seguridad y respeto a los derechos. Por cierto, la seguridad es un derecho humano.

Concluyo este apartado con una reflexión adicional acerca de la seguridad. Este concepto no figuró en la Constitución de 1917. En los años noventa, el clamor nacional por la inseguridad rampante, que obligó a constituir un Consejo Nacional de la materia, también condujo a incluir en el texto constitucional la referencia a la seguridad. Sería función de todos los órdenes del Estado mexicano. Desde entonces no hemos dejado de a ludir a ella. Sin embargo, también aquí -lo mencioné antes-- conviene aclarar que nos referimos a la seguridad en su concepción más profunda y ambiciosa: seguridad humana, precisamente, que es diferente de la seguridad jurídica -aunque emparente con ésta-- y va mucho más lejos que otras vertientes de la seguridad: pública, nacional, ciudadana e interior. Éstas no bastan; se requiere la humana, mencionada en ocasiones, pero todavía no alojada explícitamente en los compromisos del Estado.

Los juicios orales, ¿una panacea?

Me referiré a una aportación de los últimos años, tan alborozados cuando se trata de ofrecer milagros. No haré el panegírico de la llamada “nueva justicia penal” --que debe probar su condición de “justicia”--, a la que se han tributado tantos elogios, ni caeré en la diatriba, que también se ha frecuentado. Sólo recordaré que años atrás, en un espasmo reformador, elevamos las banderas del sistema acusatorio y de los juicios orales, animados por series de televisión y por reformas legales en otros países. Se dijo que el sistema acusatorio relevaría al inquisitivo --con ignorancia de que Carranza y el texto constitucional de 1917 adoptaron un sistema cercano al acusatorio-- y que los juicios orales nos sacarían del abismo.

Las intenciones fueron excelentes, aunque desmesuradas. Ofrecieron lo que no podían lograr ni el sistema acusatorio ni los juicios orales, que no pueden más que lo que pueden, para decirlo con sabiduría de Perogrullo. En realidad, no emprendimos un sistema de juicios orales, sino un método convencional de solución de conflictos, negociado entre el poderoso Ministerio Público y el no tan poderoso inculpado, o bien, entre la víctima y el victimario. El modelo de este sistema de composición fue el norteamericano, que en su patria ha sido objeto de severas críticas.

En suma, la gran mayoría de las contiendas penales se resuelve a través del “acuerdo”, la “composición”, el “arreglo” --un método aclimatado en México--, no del hallazgo de la verdad y la aplicación exacta de la ley. ¿Es conveniente que así sea? Reconozco que este método tiene partidarios y adversarios. Dejo la palabra a unos y otros. Sólo pretendo desvanecer la peregrina idea de que todas las causas penales se resuelven en la vía judicial y se fundan en la verdad probada.

El cimiento de la paz y la seguridad

Una idea reiterada desde hace siglos --pero no siempre practicada-propone enfrentar el crimen con medidas preventivas. Sano designio. El pensamiento más avanzado --no el único-- en el ámbito de la política penal, la seguridad y la justicia reconoce que la herramienta punitiva se debe utilizar con moderación: sólo como último recurso, cuando los otros han sido estériles. Los penalistas demócratas --también los hay con otra orientación-- hablan del Derecho penal “mínimo”, en oposición al “máximo”, que ha comenzado a difundirse a partir de una legislación punitiva exuberante, desproporcionada y ciertamente ineficaz.

En este sentido, es pertinente el diagnóstico del Plan Nacional de Paz y Seguridad. 2018-2024, que no pone todo el acento en el quehacer de la policía, la fiscalía y los tribunales, sino en la buena gestión del Estado y la sociedad. El Plan identifica factores de la criminalidad y, por lo tanto, postula acciones para atacarla en su raíz.

En la “violencia e inseguridad --señala ese documento-- confluyen factores muy diversos, empezando por los de índole económica y social como la falta de empleos de calidad y la insuficiencia del sistema educativo, la descomposición institucional, el deterioro del tejido social, la crisis de valores cívicos, el fenómeno de las adicciones, disfuncionalidades y anacronismos del marco legal e incluso la persistencia de añejos conflictos intercomunitarios, agrarios y vecinales”. De ese tamaño es la fragua --en los términos del Plan-de los comportamientos criminales. Pero las cosas no quedan ahí. Agreguemos: transformaciones de la sociedad, cuantitativos y cualitativos; evolución de la criminalidad; tecnologías al servicio del crimen; mundialización del delito; vaivenes de la legislación. Y una profunda, irritante, provocadora, inamovible desigualdad social: el abismo es otra fragua de la criminalidad.

Bien que se garantice, como sostiene el Plan, el empleo, la educación, la salud y el bienestar; enhorabuena que se ofrezca pleno respeto y promoción de los derechos humanos; plausible que se emprenda la regeneración ética de la sociedad, esto es, una nueva generación --un renacimiento-- al amparo de valores éticos. Todo esto conduce a la recuperación del “paraíso perdido” --o nunca alcanzado-, y hace recordar el proyecto de renovación moral de la sociedad. Desde luego, sería necesario contar, en la proa, con la renovación, regeneración o renacimiento ético de quienes son, a la manera de Morelos, “siervos de la nación”.

La inobjetable propuesta tiene un flanco débil, aunque inevitable: su plazo y los medios que requiere. Éstos son numerosos y muy costosos, y aquél se despliega a lo largo de muchos años y trasciende a esta generación. Con ello no objeto el plan; por el contrario, lo aplaudo, aunque no olvido --ni lo olvidan sus autores-- que la urgencia de soluciones llama a nuestra puerta y que la sociedad angustiada exige prontas respuestas a la inseguridad que heredamos. Por lo tanto, la reedificación de la seguridad y la paz implica tender el cimiento de la nueva obra nacional, pero al mismo tiempo --he aquí el tremendo desafío-- elevar de prisa los pisos de la construcción.

Los personajes de la obra

Un tratadista del proceso penal ha dicho que el proceso no es lo que dice la Constitución ni lo que dispone el Código de Procedimientos. Es lo que hacen, en la práctica cotidiana, las personas que en él participan: éstos son los autores del auténtico proceso; lo demás es letra de la ley, o bien, en otros términos, literatura para animar nuestras horas de reflexión, pero no para desmontar una penosa realidad.

Es posible comparar el sistema de seguridad y justicia con la puesta en escena de una obra dramática. Alienta saber que se debe a un excelso dramaturgo, que los parlamentos son magníficos, que el escenario es inmejorable. Pero falta un elemento esencial: los actores. En fin de cuentas, el drama será lo que éstos hagan. Lo mismo ocurre con la seguridad y la justicia, propuestas en sendas leyes y graves discursos: será necesario el “aterrizaje” que corre a cargo de sus protagonistas. Y no me refiero solamente a los actores del litigio, sino al conjunto de personajes --órganos, funcionarios, empleados, agentes, guardianes, auxiliares, etcétera-- que tienen a su cargo la puesta en escena, es decir, la garantía de que habrá seguridad y se hará justicia.

Esos actores son muy numerosos y no se encuentran bien calificados. El juicio de la opinión pública es desfavorable, aunque muchos merezcan no sólo la absolución, sino también la exaltación. Ningún plan alcanzará el fruto apetecido si no se dispone de actores que operen en el mismo sentido -buen sentido--, con eficacia, denuedo, competencia, transparencia e independencia de instancias ajenas a la ley y a la razón. No nos engañamos: conseguir esta excelencia es un trabajo de Hércules, pero sin él no habrá solución.

El primer respondiente: la policía

La palabra policía tiene orígenes diversos. Uno de ellos se relaciona con el aseo, la limpieza, la pulcritud que debe prevalecer en la marcha de una sociedad. En esto la policía tiene una misión descollante; es un actor primordial --casi diré: principal-- de la seguridad y de la justicia. Esta convicción guió a los constituyentes de 1917 cuando redactaron el artículo 21: se refirieron a la policía judicial y la colocaron bajo la autoridad y el mando inmediato del Ministerio Público. Éste --otro actor esencial de la seguridad y la justicia-- apareció en Francia con inmejorables augurios, y con ellos lo depositó Carranza en el proyecto constitucional. ¿Cuál es el balance, un siglo después, sobre estas criaturas del Constituyente?

En todo caso, la reforma de 2008 a la impartición de justicia penal ha conferido a las policías un papel primordial en el sistema acusatorio. Pueden investigar con cierta independencia del Ministerio Público y se les califica como el “primer respondiente” por su acceso inmediato a la escena del crimen. ¿Porque llegan antes que nadie o porque ya se encontraban ahí cuando ocurrió el delito? Lo cierto es que de la gestión policial depende el éxito de aquel sistema, que navega haciendo agua.

Al amparo de un régimen federal “a la mexicana” --naturalmente- cada municipio tiene su policía, cuando la tiene; los Estados de la Unión cuentan con la suya, y la Federación dispone de sus propias policías: la Federal y la de Investigación, aunque aquélla también investiga. Por supuesto, la multiplicidad de las policías, dispersión que no pudimos resolver en los últimos años, y los constantes tropiezos en la selección, la formación y la supervisión -entre otros datos de una grave crisis-- no militan por la seguridad y la justicia que aquéllas debieran garantizar.

Las corporaciones policiales cuentan, en conjunto, con cerca de cuatrocientos mil “elementos”. Esto significa una fuerza impresionante, aunque según algunos analistas resulta insuficiente en función de la población, el territorio y la criminalidad. Sea lo que fuere, ¿es impresionante su aportación a la verdadera seguridad y a la auténtica justicia? He aquí otra pregunta que los ciudadanos responden todos los días. Conocemos la respuesta.

Observemos algunos casos descollantes en la crónica del crimen. Por ejemplo, los hechos de Ayotzinapa o Iguala. Hay discrepancias sobre la investigación y, por supuesto, acerca de las conclusiones. Pero no las hay en el señalamiento del papel que jugaron los policías locales en ese crimen. Ayotzinapa es un ejemplo elocuente sobre la crisis que existe en la policía, protagonista de la seguridad y la justicia. Y no ha sido el único caso: los ejemplos, multiplicados, dan cuenta de uno de los problemas de mayor severidad y más compleja solución que padece el Estado mexicano y, con él, la sociedad entera. Llevará tiempo, mucho tiempo, resolverlo.

Las fuerzas armadas

He hablado de algunos personajes de la seguridad y la justicia. Veamos otro, que ya ha tenido papel de protagonista y al que el Plan coloca en el centro de la escena. Sería ilusorio suponer que una sociedad puede prescindir de instituciones armadas: sea el ejército, sea la policía. La ausencia o la deficiencia de éstas, llamadas a ser garantía de la democracia y del orden jurídico -esta es la teoría-- pone en riesgo ambas cosas. La Declaración francesa de los derechos del hombre y del ciudadano sostuvo, hace dos siglos, que la garantía de tales derechos “necesita una fuerza pública; por lo tanto, esta fuerza se halla instituida en beneficio de todos”. Así las cosas, es preciso establecer, sostener y regular la fuerza pública para que sirva a los fines para los que fue concebida. Aquí se presenta la fuerza más poderosa de que dispone el Estado: el ejército, en sus diversas armas.

Me referiré en seguida a normas constitucionales en vigor. Podría cambiar mañana. El artículo 89 constitucional previene que corresponde al Presidente de la República preservar la seguridad nacional y disponer, para ello, de la “totalidad de la Fuerza Armada permanente o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación”. Y el artículo 129 agrega que “en tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. Hasta aquí el espacio y las fronteras para el quehacer del ejército.

Por otro lado, el artículo 21 de la misma Constitución ordena que “la investigación de los delitos corresponde al Ministerio Público y a las policías, las cuales actuarán bajo la conducción y mando de aquél en el ejercicio de esta función”. A continuación, el artículo 21 establece lineamientos en materia de seguridad pública. Uno de ellos ordena: “Las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil, disciplinado y profesional”.

Así quedan claramente determinadas (en el momento en que redacto este artículo) tanto las facultades del ejército como las competencias para la persecución de los delitos; en éstas no figura el ejército. ¿Hemos observado puntualmente esas disposiciones? Observado, sí; cumplido, quizás no, aunque hay criterios que reconocen cierta flexibilidad al desempeño “auxiliar” del ejército. Por supuesto, la Constitución puede ser modificada. Eso es lo que se plantea en el Plan al que me he referido en este comentario: dar un giro a la misión constitucional del Ejército e involucrarlo en la prevención y persecución del crimen a través de un cuerpo armado --la Guardia Nacional-encuadrado en el ámbito militar y sujeto al mando castrense. Esa reforma se halla a la vista. El Plan propone, sin ambages, “repensar la seguridad nacional” y, con ello, “reorientar las Fuerzas Armadas” hacia tareas de seguridad pública, sin olvido de las otras funciones que, hasta ahora, le atribuyen la Constitución y el desarrollo civilista que caracteriza nuestra historia moderna.

Muchos observadores de la propuesta --dentro y fuera del país: también en el exterior se advierten la naturaleza y las implicaciones de aquélla-hablan de “militarización” de la seguridad pública. Y contra ese propósito se ha elevado un importante sector de la opinión, que teme las consecuencias del giro constitucional. Obviamente, la participación franca e inmediata del ejército en tareas de seguridad dejaría de ser inconstitucional si se autorizara en la Constitución. Otra verdad de Perogrullo. Y en nuestra crónica de los últimos años ha habido casos en que la inconstitucionalidad de una medida penal se ha remontado acogiéndola en la Constitución. Así sucedió, por ejemplo, con la famosa medida del arraigo.

En el examen de este asunto, uno de los más delicados para la seguridad pública, no sobra recordar algunos señalamientos aleccionadores. Uno de ellos, proveniente de una época ya lejana; otro, expuesto por un tribunal supranacional cuya jurisprudencia debe atender el Estado mexicano. El primer señalamiento data del siglo XIX y fue formulado por Mariano Otero. Dijo el ilustre constitucionalista, en 1842: asignar al ejército funciones de policía es “uno de los funestos legados que nos dejó el gobierno español, pues que examinando con atención lo que después ha pasado observaremos cuán funesta ha sido a la paz de la República y a la conservación de la libertad ese sistema que reunió los deberes del ejército con las atribuciones de la policía”. El segundo señalamiento que ahora invoco se debe a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ha subrayado, a propósito de violaciones cometidas en México, la necesidad de deslindar con cautela la función policial de la misión militar. Me remito a los argumentos expuestos por ese tribunal en la sentencia del caso Cabrera García y Montiel Flores.

Drogas: ¿derecho, salud, seguridad?

El Plan toma posición sobre este asunto delicado y controvertido: es preciso modificar a fondo la estrategia seguida a lo largo de varias décadas. La política de persecución --alentada interior y exteriormente-- ha fracasado. Difícilmente se podría sostener otra cosa, a la vista de los resultados: muerte de centenares o millares de personas, incremento desmesurado de la criminalidad, gastos cuantiosos, impunidad, corrupción y más corrupción.

La propuesta oficial es “reorientar de manera negociada y bilateral los recursos actualmente destinados a combatir (el) trasiego (de drogas) y aplicarlos en programas --masivos, pero personalizados-- de reinserción y desintoxicación”. En esta línea, será preciso liberalizar la tenencia de ciertas drogas --la mariguana, a la cabeza-- y dejar el consumo a la decisión libre e informada de los usuarios, aplicando un criterio de derechos humanos: libre desarrollo de la personalidad. En esta dirección se ha pronunciado la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia y la iniciativa de revisión de ordenamientos sanitarios y penales. Si en el camino caen algunos consumidores, habrá que auxiliarlos con medidas de salud. El hospital sustituirá a la prisión.

Es probable que esta corriente se imponga, amparada en el criterio mayoritario de la sociedad. Sin embargo, está pendiente el juicio final sobre las consecuencias del uso de drogas desde la perspectiva de la salud pública. Es obvio que la liberación pondrá en las manos de niños, jóvenes y adolescentes el empleo de drogas, como lo es que este sector de la sociedad carece de la información y la fortaleza necesarios para tomar decisiones de las que dependerá su futuro.

Además, el Plan supone una reorientación de recursos, “negociada y bilateral”. Esa negociación no ha ocurrido y todos los signos que provienen del norte hacen suponer --más allá de medidas de liberalización en entidades de la Unión Americana-- que habrá serios “desencuentros” en esta materia, antes de que el poderoso consumidor septentrional modifique su política federal de persecución --fallida-- del tráfico de drogas y desaliento --que tampoco ha sido exitoso-- del empleo de estas sustancias.

Finalmente, la liberalización en el consumo --así sea relativa y acotada-- plantea otras licencias, dentro de la misma lógica adoptada: permiso para el cultivo y el comercio. No será razonable restringir el derecho al desarrollo de la personalidad solamente al consumo de una droga. ¿Qué hay de las demás, en el mismo ejercicio de tan imperioso derecho, que favorece las decisiones individuales, no las estatales? Ya que nos atrae el parangón entre el alcohol y las drogas, ¿habría sido razonable, en la práctica de la liberación, permitir apenas el comercio de licores con baja graduación de alcohol y mantener la prohibición sobre las de alta graduación?

Cultura de la legalidad y actuación de la sociedad

Señalé que el Plan Nacional de Paz y Seguridad proclama, entre muchos factores para el alcance de sus objetivos, una regeneración ética de la sociedad. Convendremos en que esta regeneración deberá echar mano de una cultura de legalidad a la que no estamos acostumbrados. Solemos navegar entre dos aguas, sujetos a notorias contradicciones, desde que acogimos la divisa colonial: “se acata, pero no se cumple”. En suma, una cosa es el orden jurídico y otra la realidad indómita que impone sus reglas. La costumbre derrota a la ley. Por eso no hemos avanzado en una verdadera cultura de legalidad, que permita fundar sobre cimiento sólido el edificio de la justicia y la seguridad.

Esta deficiencia cobra relieve cuando se pondera el papel de la sociedad en la prevención de la criminalidad y el imperio de la justicia. El tema es complejo y requiere un examen detallado que no es posible emprender en este momento. Pero conviene mencionar siquiera dos cuestiones sobresalientes para la monumental tarea que nos aguarda. Hay montañas que será preciso remover con algo más que la palanca de la fe. Una de ellas es la autojusticia, que cunde; la otra, la participación franca de sectores de la sociedad en actividades criminales y en acciones de resistencia a la autoridad. Ésta ha tenido que plegar las banderas en demasiadas ocasiones.

Nuestra Constitución prohíbe la reacción directa de los particulares y encomienda la justicia a instancias del Estado. Pero la autojusticia está presente en la creación de cuerpos comunitarios que relevan a las autoridades, en el ajusticiamiento popular de reales o supuestos criminales y en la participación colectiva en actividades delictivas. Sabemos de los linchamientos perpetrados por multitudes iracundas que desbordan la competencia de las autoridades. Y conocemos la participación delictuosa de algunos sectores de la sociedad, que está adquiriendo carta de naturalización en México. Cunde la presencia de comunidades enteras en hechos criminales. Ejemplos: robo de combustible y el saqueo de ferrocarriles.

¿Justicia de transición?

En la exposición de sugerencias para el restablecimiento de la seguridad y la paz se ha aludido a la justicia transicional, aunque no se haya definido -hasta donde tengo conocimiento-- la forma en que aquélla operaría, más allá de las alusiones a la revisión de causas penales arbitrarias o a la emisión de amnistías.

En estos años ha ganado espacio la justicia de transición, como remedio de grandes males. Se conoce en Asia, África y América Latina. La aprueban y practican muchos gobiernos. La propicia, con limitaciones, la Organización de las Naciones Unidas. En el laberinto donde los procesos de pacificación tropiezan con escollos inmensos, que parecen insuperables, la justicia de transición provee una salida manejable: posible y práctica, pero no siempre satisfactoria ni invariablemente justiciera.

Esta fórmula de justicia pragmática toma en cuenta la impotencia de los gobiernos para emprender y culminar una verdadera justicia sujeta a los patrones tradicionales de legalidad y legitimidad en la conducta del Estado, satisfacción de las víctimas, proporcionalidad de las sanciones con respecto a los crímenes, y otras exigencias del acervo tradicional, que algunos llamarían “justicia cumplida” o “justicia ortodoxa”. Pero la necesidad se impone sobre la ortodoxia, propone nuevas reglas y ofrece soluciones oportunas a problemas que de otra forma serían, quizás, insolubles.

La justicia transicional se actualiza en dos supuestos: cuando un sistema democrático releva a un régimen autoritario y se desea restablecer la paz, a sabiendas de que no sería posible hacerlo si se aplicara la ley, sin concesiones, a criminales y violadores de derechos en el régimen precedente; y cuando se quiere poner fin a una contienda interna y ninguno de los combatientes posee la fuerza necesaria para derrotar a su adversario ni se resigna a deponer las armas sin que se le asegure un trato benévolo. Las comisiones de la verdad aparecen en estos escenarios; no sustituyen a las instancias oficiales; investigan y proveen información que la justicia transicional podrá utilizar. Es natural que surjan comisiones de ese carácter cuando no son confiables los órganos formales del Estado. ¿Es nuestro caso?

Desde luego, hay otras formas de resolver problemas generalizados, que no alcanzan a ser verdaderas expresiones de justicia transicional, como ésta se suele entender. Implican benevolencia penal, retraimiento de la persecución, amnistía, indulto, perdón y olvido, entre otros medios de sustituir la justicia con la gracia y el rigor con la generosidad, sustitución que no es objetable en determinadas --y apremiantes-- circunstancias. El Estado mexicano, que no se ha valido de la justicia de transición, sí ha utilizado con declinante frecuencia esas formas de gracia o generosidad. Por supuesto, la liberación de personas injustamente procesadas no es un acto de generosidad, sino de estricta justicia.

Lo que Dante no conoció: nuestras prisiones

El Plan ofrece recuperar y dignificar las cárceles, que pudieron ser un círculo adicional, el más profundo, en el infierno de Dante. Es preciso recuperarlas, porque se ha perdido el control del Estado a manos del arbitrio y la corrupción, y dignificarlas, porque son indignas las condiciones que prevalecen en muchos reclusorios. En esta circunstancia es impracticable la “reinserción social” que predica nuestra Constitución. Hago la salvedad, en justicia, de los reclusorios y los funcionarios de prisión que cumplen su cometido con apego a la ley. Ojalá constituyeran regla, no excepción.

El circuito de la seguridad y la justicia tiene dos extremos críticos -eslabones débiles de la cadena--: en el inicio, la policía; en el final las prisiones y sus custodios. En México hay poco más de doscientos mil personas privadas de libertad, sea porque se hallan sujetas a proceso, sea porque se les ha dictado sentencia condenatoria. En los últimos años disminuyó la población penitenciaria. En esta reducción tienen su parte las leyes --a partir del llamado sistema de justicia penal acusatorio: la “puerta giratoria”--; también los tropiezos en la investigación de los delitos. En todo caso, es preferible esta reducción que el incremento desproporcionado que padecimos en años recientes.

Es un “secreto a voces” que en las prisiones todos los bienes tienen un precio: desde el ingreso de las visitas, abogados inclusive, hasta el disfrute de los alimentos, los medios de aseo, el acceso a los servicios que se supone gratuitos. Y nadie ignora que en las cárceles del país --más las locales que las federales-- se multiplican los motines, las evasiones, los homicidios, las violaciones, los suicidios; que en ellas se planean y ordenan delitos; que algunos funcionarios se valen de los internos para ejecutar crímenes en el exterior.

El Plan se propone poner fin a esa situación indigna y violenta. Sin embargo, conseguirlo requiere tanto una firme y duradera voluntad política, como recursos humanos suficientes, preparados y honorables. Y algo más: medios financieros y materiales para la operación de prisiones cuya construcción no ha concluido o que no han iniciado operaciones por falta de recursos para hacerlo. ¿Tenemos esos recursos? ¿Cuándo y cómo contaremos con ellos? He aquí algunas piedras en el camino del Plan. Los obstáculos serán mayores todavía si nuevamente crece la población penitenciaria, merced a reformas legales precipitadas --que figuran en el catálogo del populismo penal--, como son la multiplicación de tipos penales, la irracionalidad en la duración de las penas, la multiplicación de supuestos de prisión preventiva oficiosa y otras medidas que se hallan en el “caldero”.

Colofón

Aquí no hay soluciones inmediatas y suficientes. Habrá que desarrollar una larga marcha, con extraordinaria firmeza. Y además, lucidez, que ahuyente fórmulas milagrosas. Es preciso revertir tendencias arraigadas, que disputarán sus territorios. Lo es desenmascarar deficiencias y rectificar, con vigor y profundidad. Por eso la mayor certeza, hoy, es la incertidumbre. No tanto sobre lo que tenemos, que es evidente, sino acerca de los capítulos inmediatos de la gran reforma en materia de seguridad: cómo transitarlos y cómo consolidarlos. El futuro propone tareas en muchos órdenes de nuestra vida política y social. Tareas vistosas en sectores sobresalientes. Pero difícilmente habría un trabajo más arduo, necesario y urgente que el relativo a la seguridad: En esto nos va la vida.

Recibido: 24 de Julio de 2018; Aprobado: 11 de Diciembre de 2018

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