De toda la Nueva España estaba apoderada la llama que habían encendido aquellas pocas centellas de los ministros. Era un cañaveral que se ardía y de donde huía aquel dragón infernal, que ya como serpiente, ya como toro tenía tiranizados a estos pobres indios
Presentación
Indio fue una categoría jurídica dentro del orden colonial; sin embargo, el término indio tuvo diversas representaciones discursivas que dependían del contexto en que estas se habían generado.1 De esta forma, distintos sectores de la sociedad novohispana enarbolaron una o múltiples representaciones del indio de acuerdo con sus intereses específicos; cada discurso integra una dimensión cultural, política, social y religiosa. En el contexto novohispano, las representaciones de los naturales se originaron desde diversas instancias: la documentación jurídica y política en ámbitos locales y en tribunales especializados, tanto civiles como religiosos; desde las autoridades en la península y los funcionarios regionales, y en el sector religioso, regular y secular.
El presente artículo se propone contrastar la representación del indio como cristiano o idólatra en la Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín… (1624), de fray Juan de Grijalva, y en la obra Virtudes del indio (1652), escrita por Juan de Palafox (1600-1659), el obispo poblano que fue, sin lugar a dudas, un personaje icónico en la administración espiritual y temporal de la Iglesia y en la política novohispana.2
Estos textos ofrecen dos visiones formadas durante el proceso de construcción del discurso sobre el indio como parte de la feligresía cristiana. La primera, emanada del proceso evangelizador desde la perspectiva de un religioso mendicante de origen criollo, lo presenta como parte de su discurso edificante de la historia de la provincia. La segunda, surgida en el contexto de la pugna entre clérigos y la segunda oleada secularizadora impulsada por la figura episcopal, focaliza en el indio la virtud para resaltar que la pervivencia de la idolatría deriva de la mala labor de conversión por parte de los regulares.3 Ambos religiosos tenían visiones diferentes de la Iglesia novohispana y de los indios que eran receptáculos de su labor evangelizadora, procedentes de sus condiciones específicas, a las que debemos agregar las diferencias de origen: Palafox, un religioso peninsular, y Grijalva, un cronista criollo.
Al indio novohispano, como representación, se le atribuyeron ciertas características que apoyaban el discurso y la política de cada sector. Por ejemplo, en la construcción discursiva de los regulares se exaltó la docilidad, la humildad y la sencillez como virtudes, e igualmente la ingenuidad, que los hizo propensos a los “engaños” del demonio.4 La Corona, desde su política proteccionista, exaltaba la necesidad de resguardar al indio de abusos y maltratos, tal como se muestra en el conjunto de leyes sobre este respecto,5 y que se expresan en consecuencia de la “miserabilidad” otorgada al indio americano.6 Principalmente en las Leyes Nuevas de 1542 queda de manifiesto que el principal objetivo del monarca:
[…] ha sido y es de la conservación y aumento de los indios, y que sean instruidos y enseñados en las cosas de nuestra santa fe católica, y bien tratados, como personas libres y vasallos nuestros, como lo son; encargamos y mandamos a los del dicho nuestro Consejo tengan siempre muy gran atención y especial cuidado de la conservación y buen gobierno y tratamiento de los dichos indios (Leyes y ordenanzas…, s/f, p. 67).
Empero, estas disposiciones fueron transgredidas en la vida cotidiana. Muestra de ello son todas las causas interpuestas ante el Juzgado General de Naturales de la Nueva España por excesos, malos tratos, abusos y cobros indebidos contra el común de naturales, que fueron claramente una dicotomía entre norma y práctica.7
De esta forma, al analizar las crónicas de este periodo es importante tener presente que “los discursos que se construyeron en el siglo XVI exaltaron la necesidad de guiar y convertir a los naturales de las Indias Occidentales” (González y Reyes, 2015, p. 138). En tanto, las crónicas del siglo XVII ven el proceso evangelizador desde dos perspectivas: como la gran empresa del clero regular y el triunfo de la Iglesia en el territorio, o como un proceso inacabado e irregular que permitió la persistencia de las creencias y prácticas idolátricas a más de un siglo de la Conquista. A decir de Lidia Gómez, Palafox es partidario de esta línea discursiva:
[…] es innegable que la preocupación de Palafox por la salud espiritual del indio estaba basada en su misión pastoral. En la defensa que de él hace en De la naturaleza del indio es evidente que la concepción humanista que Palafox tiene del indio es casi comparable con la de los misioneros del siglo XVI (2004, pp. 257-258).
Sin embargo, el fervor misionero de los primeros años en torno a la evangelización de la feligresía india dio paso a una suspicacia e incredulidad sobre la sincera conversión de los naturales, por lo que en el siglo XVII “los seculares generaron textos que advertían de la reincidencia de los indios en la idolatría y de las muchas estrategias que utilizaban para engañar a los religiosos y poder proseguir con sus antiguas creencias” (González y Reyes, 2015, p. 138).8 En cierta forma, el clero regular respondió a estas críticas enarbolando un discurso de exaltación de las complejidades que implicó la conversión de los naturales, labor titánica realizada por unos cuantos religiosos ejemplares, al tiempo que efectuaban un recuento de los principales acontecimientos en la historia de la provincia.9 Teniendo en cuenta que la representación del indio responde a discursos en contextos políticos específicos, es pertinente preguntarnos ¿en qué difieren las configuraciones del indio desde la perspectiva de un obispo que impulsa la secularización y la de un prior agustino que construye la historia de su provincia? Ambos, religiosos de la primera mitad del siglo XVII, con perspectivas diferentes de la Iglesia novohispana y del indio, que fue el sujeto central de la labor doctrinal.
Vale la pena, asimismo, preguntarnos sobre la posibilidad de que el indio fuera representado de manera diferenciada a partir del origen y los intereses políticos de cada uno de los religiosos en cuestión. Es decir, ¿el objetivo de Grijalva de posicionar políticamente a los religiosos criollos frente a los peninsulares influyó en la forma en que representó al indio? O, bien, ¿el origen peninsular de Palafox fue relevante para desarrollar una posición particular respecto de la conducta de los naturales?
El discurso y representación del indio en la Crónica de la Orden N. P. S. Agustín…
Juan de Grijalva nació en 1580, natural de Colima, hijo de Bernardino Cola e Isabel de Grijalva, vistió el hábito a los 14 años de edad en el convento de Santa María de Gracia de Valladolid. Realizó estudios teológicos en la Universidad de México. Fue nombrado cronista de su provincia, prior del convento de Puebla, México y Malinalco, definidor durante dos trienios, lector del Colegio de San Pablo, del que fue rector en dos ocasiones (León et al., 2009, pp. 485-487; Rubial, 2012, p. 1145). La Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín… se imprimió en México en 1624.10 Con el nombramiento de cronista, Juan de Grijalva tuvo acceso a los documentos de su orden, memorias de sus hermanos de hábito, actas capitulares. Entre otros documentos, sabemos que en su escrito retomó las notas de fray Alonso de Buiza y fray Francisco Muñoz (Escandón, 2018, p. 211). Es decir, él escribió pasado el periodo de la edad dorada de la evangelización, en un contexto en el que las prerrogativas de las órdenes religiosas ya no eran tan amplias y su quehacer al frente de las doctrinas comenzaba a ser cuestionado por el clero secular en ascenso.11 Por lo tanto, el siglo XVII se caracterizó por un conflicto entre los regulares y el poder episcopal, que terminaría en el siglo XVIII con la secularización de las doctrinas ordenada por las llamadas reformas borbónicas.12
El indio fue parte fundamental del discurso contenido en la crónica provincial de Juan de Grijalva en cuanto sujeto de la labor evangelizadora de las órdenes mendicantes. Así, el imaginario construido en torno al indio está presente desde el primer capítulo, en el que se hace referencia a los discursos que llegaban a España sobre la fiereza de los naturales (1985, p. 15). Antonio Rubial apunta que el indio de las crónicas agustinas es un personaje secundario, en cierta forma liminal, que tiene dos niveles de categorización: por un lado, la historia anterior a la Conquista y, por el otro, el indio durante el dominio colonial. Respecto al pasado prehispánico se hacen pocas referencias que no sean en relación con la influencia demoníaca en la que vivieron, y el indio colonial está presente de forma “marginal” al ser solo un medio de expresión de la virtud y tenacidad de los religiosos (2012, p. 1143). Sin embargo, a nuestro parecer, el indio es el eje central del discurso del cronista, por ser el destinatario del proceso evangelizador, que, para ser narrado, se vale de una representación del indio de esta provincia como un ser humilde y devoto, con todos los atributos de un buen cristiano; sujeto que acompaña, durante la crónica, a los religiosos en sus diferentes travesías y que, a la vez, es destinatario de la evangelización y parte nuclear de la vida religiosa de la provincia.
El texto sigue las características estilísticas de otras obras denominadas crónicas provinciales, es decir, relatos cronológicos de los acontecimientos destacados de una provincia religiosa.13 La crónica de Grijalva inicia con las vicisitudes de la orden para conseguir la autorización de viajar al Nuevo Mundo, la travesía, el contacto inicial, la fundación del convento de la ciudad de México, el inicio de la labor evangelizadora, la articulación de la provincia, los diversos embates que sufrieron los religiosos por fuerzas demoníacas, el desarrollo de los capítulos provinciales, la vida de religiosos ilustres y las travesías de la orden en las Filipinas. Como parte del contenido relacionado con la empresa evangelizadora y la relación de los frailes con los naturales, se presenta una serie de relatos cortos de indios que se muestran reticentes a la doctrina que imparten los religiosos y, tras la intercesión divina directa o, en la mayoría de los casos, por influencia de algún fraile, se reconcilian y se convierten a la verdadera fe.14 Estos relatos ejemplares, al modo de los exempla medievales, conservan esa estructura, solo se cambia el sujeto a cristianizar.15 Sin duda, en el contexto de las crónicas provinciales, este tipo de relatos edificantes cumplieron tres funciones: 1) por una parte, exaltaron las virtudes de los primeros religiosos encargados del proceso evangelizador, sobre el cual se legitimó el crecimiento de las órdenes mendicantes; 2) a la vez, servían de aliciente para revitalizar el fervor de los tiempos pasados para los religiosos del siglo XVII, y 3) finalmente, daban fuerza a la prédica misionera basada en la exaltación de la culpa y la necesidad de la redención, con lo cual cobraba vigor la dimensión sacramental en la administración de la doctrina.16
En los primeros capítulos de la crónica, una parte importante consiste en la rememoración de que las prerrogativas ejercidas por los religiosos en América les fueron dadas en concesión apostólica a través de la bula Omnímoda. Acto seguido, Grijalva presenta a los ministros enviados a América, todos ellos priores de la orden agustina en la provincia de Castilla.17 Los primeros agustinos en este territorio se convirtieron en ejemplos de virtud contenidos en la narración de la provincia: un modelo para los religiosos del siglo XVII. Con ese cariz, Grijalva narra cómo, a su llegada, se dedicaron a predicar y orar “en cualquier parte del camino que les cogía la hora, hacían alto y rezaban el oficio divino a coros, en silencio admirable aún para los bárbaros que aún sin conocer el espíritu interior que lo hermosea, naturalmente se aficionaban de aquella santidad” (1985, p. 34).
Entre las complicaciones de la labor evangelizadora referidas por Grijalva encontramos la multiplicidad de lenguas nativas y la dificultad de estas. Para solventar esta cuestión, los frailes se valieron de intérpretes. Grijalva resalta su sorpresa ante el hecho de que los indios, habiendo tenido tan poco contacto con españoles, fueran perfectamente capaces de traducir las preguntas de estos y aun de comprender la doctrina para trasladarla en buen sentido (1985, p. 36).
Sin embargo, en la obra de Grijalva, los indios no eran reticentes a aprender la nueva doctrina. Los naturales, según afirma el agustino, eran “gente ceremoniática y puntualísima en la ejecución de los órdenes que se les dan acerca del culto exterior” (1985, p. 44). La resistencia de los indios derivaba, evidentemente, de la influencia del demonio, pues:
[…] no es de los que se despiden a la primera repulsa, ni era factible haber arrancado todas las raíces de tan envejecida idolatría y de tan bárbaras costumbres: ocurrían allí muchos pueblos a pedirles les administrasen los Sacramentos, y como entonces la caridad hacía propias todas las cosas comunes; acudían de unas partes a otras con el fervor y presteza, que suelen las centellas en el cañaveral (1985, p. 38).
Los caciques constituían el mejor ejemplo de ello. La resistencia mostrada por los principales de Chilapa es ilustrativa:
[…] los principales como hasta allí comunicaban al demonio, y le hablasen familiarmente, no sólo no querían oír aquella nueva doctrina, sino que reprehendían, y baldonaban a los plebeyos porque se les llegaban […] Bramaban los principales, porque ya la risa se convertía en saña, y la irrisión en veras. Movieron una persecución cruda contra aquellos ministros evangélicos, conociendo que era suya toda la culpa, y perdonando al pueblo, o ya por su ignorancia, o ya porque sabía muy bien el demonio, que era el que los movía […].
Hicieron un edicto público, en que dieron a entender al pueblo su ignorancia, y que perdonaban su flaqueza, pero para que de allí adelante les mandaba, que ni les oyesen, ni les comunicasen, ni les diesen de comer, ni les acudiesen con cosa alguna de las necesarias para la vida humana (1985, p. 40).
Esta actitud de los indios duró cerca de tres meses, según el cronista, tiempo en el que los religiosos andaban recorriendo las sierras de Chilapa buscando indios, quienes, temerosos, no los escuchaban y huían de ellos (1985, p. 41). Los religiosos fueron tan persistentes que los caciques cedieron en su empeño de mantenerlos en el ostracismo. Prestaron atención a la doctrina y respetaron a los religiosos como hombres virtuosos, con lo que se veía la verdadera naturaleza del indio, que podía convertirse en un feligrés devoto una vez que se libraba del influjo demoníaco. Hecho lo anterior, era posible que los religiosos enseñaran a los indios “no sólo la Doctrina Evangélica, que era el principal intento, sino policial: enseñándoles no sólo a vivir bien, sino a vivir absolutamente” (1985, p. 42).
El agustino señala que algunos indios de linaje noble fueron benefactores de la Iglesia, como Isabel de Moctezuma, quien “tomó a su cargo el sustento y provisión de la casa acudiéndoles a todo lo necesario muchos años, con tanta largueza, y magnificencia, como lo pedía su real sangre, y prosapia” (1985, p. 47). Es claro que los caciques indios adoptan una doble representación en la crónica: por un lado, fueron los principales obstáculos en la conversión de los indios del común, a quienes instaban a no escuchar a los religiosos y persistir en sus ritos antiguos (evidentemente, por solicitud del demonio), y, por el otro, eran devotos fieles, desprendidos y en extremo caritativos.18
Por otra parte, el autor se empeña en mostrar lo fuerte que era la estima, el reconocimiento y el afecto que los indios tenían para con los religiosos, que se manifestaron muy tempranamente y que eran notorios cuando los frailes debían abandonar el convento para trasladarse al capítulo provincial, pues los indios los acompañaron “por toda la provincia con grande amor y lágrimas” (1985, p. 48).19
La presencia de los religiosos era necesaria para el mantenimiento espiritual de los indios, quienes eran, según el prior agustino, propensos a caer en el error si no contaban con la guía y el cuidado constantes. Grijalva narra el caso de fray Jorge de Ávila, quien, al volver de un capítulo provincial al pueblo de Yecapixtla, se encontró con la iglesia abandonada y la ausencia de indios, que estaban celebrando una de sus antiguas fiestas con bailes y “mitote”. El sacristán le informó que celebraban la fiesta del dios Texcotl [sic],20 “porque ya no quería el principal que fuesen cristianos, ni acudiesen a la iglesia, ni siguiesen la doctrina de los frailes” (1985, p. 59). En esa ocasión, Dios los corrigió de su error haciendo arder la casa del principal, de la que brotaron las llamas sin causa aparente. El principal acudió a la ciudad de México para presentar una denuncia contra el fraile ante la Real Audiencia acusándolo de haber incendiado su casa. Al conocer la versión del fraile, ordenaron el arresto del indio, al que pensaban ajusticiar, pero fray Jorge de Ávila intervino librándolo del castigo y “lo volvió a su pueblo bien compungido de ver que le ayudaba tanto el que a su parecer era su enemigo: enmendóse el indio, y fue muy buen cristiano de ahí en adelante” (1985, p. 60).21
La crónica, en lo relativo a los sucesos de la primera época de evangelización, muestra tensiones entre los indios cristianizados y aquellos que persistían en la idolatría. Por ejemplo, se cuenta un pasaje en el pueblo de Olinalá, provincia de Tlapa, donde se mantenía el culto a Tlacatecolotl a través de ofrendas y sacrificios, que derivó en un enfrentamiento entre un cacique cristiano y un sacerdote de este dios: “El indio que ya era cristiano se encendió tanto en enojo y celo santo, que sin reparar en las leyes de embajador, ni en las amenazas del que lo enviaba, embistió con el, y derribándolo en el suelo le dió muchas coces, diciéndole grandes injurias y vituperios a él y a quien lo enviaba” (1985, p. 61). Una vez apresado, el indio fue puesto en la picota; sin embargo, desapareció durante la noche. Al buscarlo, fue encontrado escondido entre la maleza de un bosque cercano, y declaró que no sabía cómo había llegado ahí. Fue trasladado al convento de Chilapa y encerrado en una de las celdas, de donde también escapó (con ayuda del demonio). El padre de la Coruña se enteró del caso y ordenó apresar a todos los involucrados. Algunos de ellos declararon que ya habían sido bautizados, y que lo habían realizado de corazón, pero sufrían frecuentes maltratos por parte del demonio, que los instaba a volver al antiguo culto. El fraile determinó talar el monte y prohibir a los indios que volvieran a subir, y reconcilió a los sacerdotes. Esta medida surtió efecto y no se tuvo más noticia de tal idolatría (1985, pp. 61-62).
Es claro que Grijalva exalta el continuo dilema entre el indio cristiano y la tentación del demonio, y abunda en los múltiples intentos de este último de recuperar el control del territorio. El pasaje referido en el párrafo anterior se inserta en tal discurso, pues el indio no cristianizado es el que está influido por el demonio. En otro ejemplo, al hacer alusión de la fundación de Meztitlán, se extiende en el acceso difícil en el plano físico y religioso, por ser “sus entrañas tan malas que están todas llenas de demonios, que como buharros habían buscado aquellas soledades y como infernales víboras sus vivares y cavernas” (1985, p. 79). A pesar de esto, “con estar allí también esculpida la cruz fue fácil persuadirles la menguante de su luna, la declinación de su imperio, la obscuridad de sus supersticiones y la salud y Reino de la Cruz” (1985, pp. 78-79). Con esto destaca que los indios no se empeñaban en su antigua fe, sino que, al tener noticia de la palabra de Dios, que los ministros les daban a conocer, la tomaban por verdadera y se tornaban devotos cristianos.22
En la crónica se refleja un demonio que engaña, amenaza y ataca -verbal y físicamente- a los indios para moverlos a proseguir con sus cultos antiguos e ignorar a los religiosos, demonios que los golpean, los abandonan en el bosque, los reprenden, los amenazan con sequías, se valen de hechiceros para amedrentarlos o hablan por boca de los indios caciques. Estas situaciones se suceden a lo largo de los capítulos que integran la crónica, en los que es claro y patente que el cronista busca exaltar la lucha que los frailes establecieron con el demonio para liberar a las almas de los indios, que una vez convertidos suelen ser devotos cristianos.
En la expansión de los territorios dominados por la orden, alude generalmente a la nula civilidad de los indios que están por cristianizar. Antes de su conversión, el indio suele ser considerado un salvaje: “ser generalmente los indios tan bárbaros, en particular los que no son de México y sus contornos” (1985, p. 81). Como puede verse, se impulsa la idea de que la civilidad de los naturales se encuentra centralizada en los territorios cercanos a la cuenca de México, y la diferencia tiende a acentuarse en zonas más inaccesibles: “Esta fue la más ardua empresa de todas [al referirse a Atotonilco], porque a la dificultad de la lengua y a la rudeza de los indios se añadía la aspereza de las sierras, que son fragosas, montuosas, y lluviosas con extremo” (1985, p. 82). A diferencia de la obra de Palafox, que abordaremos más adelante, Grijalva señala asociaciones entre los indios y criaturas salvajes, sobre todo felinos,23 a las que suele relacionarse con los hechiceros que utilizaban sus poderes para transformarse en animales, nahuales, que atacaban principalmente a los mismos indios por ser “condición propia del demonio y efecto de su fiereza” (1985, p. 82). Sin embargo, cabe anotar que el cronista considera que estos sucesos de transmutación no siempre ocurrieron en la “realidad”, sino que pudieron ser producto de estados alterados de conciencia inducidos por algún alucinógeno o, incluso, de sueños en los que los hechiceros o brujas “sueñen sus antojos y desvaríos que se volvió león, que va por tal camino, que encuentra con tal indio y que hace esto y aquello; y a la verdad ni ha salido de su casa, ni ha hecho nada: el demonio es el que sale al camino, el que entra en el aposento y el que ejecuta todo el sueño del hechicero” (1985, p. 84).
De las perspectivas referidas renglones arriba se sigue que Grijalva resalte la importancia fundamental para la labor misionera de que los religiosos no se maravillen de las obras del demonio; así no le concederían poder ante los ojos de los indios recién convertidos o en proceso de adoctrinamiento. No maravillarse serviría, a decir de Grijalva, “para si alguna vez los demonios hicieren algunas transmutaciones de esta tierra de gentiles, vean los indios que no nos admiran, ni las tenemos por maravillosas; y les podamos dar razón y causa de estos efectos, que tanto los espanta y admira” (1985, p. 83). Para lo cual, debía recordarles a los naturales que el demonio solo puede realizar aquello que Dios le permite.
Como parte de este enfrentamiento con las fuerzas demoníacas, Grijalva refiere la continua intervención divina a ruego de los frailes (hombres virtuosos y devotos), por cuya intercesión se vieron milagros en estas tierras, obrados por la Santa Cruz, el Santo Sacramento, la Virgen o los ángeles, que formaron parte del discurso evangelizador que el cronista impulsó en la relación de la expansión de la orden. Con estos argumentos, Juan de Grijalva trata de dar respuesta a las críticas de sus contemporáneos con respecto al proceso de evangelización. Menciona que en los pri-meros años del cristianismo “fueron necesarios tantos milagros en aquellos primeros tiempos, por la diferencia que había de las personas. Porque en aque-llos primeros tiempos, los predicadores eran pocos, pobres, humildes e indoctos: predicaban a una gente soberbia, ilustres, y poderosos en imperio y sangre” (1985, p. 97). En cambio, en América, “el predicador en todo era superior a los indios, en la antigüedad de su religión, en la multitud hablando de todos los que la profesaban, en el ingenio, en la elegancia y en todas aquellas copias que los podían autorizar y así no tenían tanta necesidad de milagros como los primeros” (1985, p. 97). En ese contexto presenta a los primeros misioneros, dotados de habilidades extraordinarias como subir a las sierras en espíritu, levitar, andar sobre brasas sin quemarse; así superaban de forma sobrenatural todos los obstáculos para adoctrinar a los indios, quienes “veíanlos vivir como ángeles, veíanlos morir como santos” (1985, p. 97).
Cabe destacar que las alusiones a la población española no son abundantes, a diferencia de lo escrito por Palafox. De hecho, una de las pocas referencias al respecto aparece cuando habla sobre la epidemia del cocoliztli, de la que Grijalva apunta: “de seis partes de indios murieron las cinco, y como la enfermedad era tan aguda y tan pestilente, que en una familia entera no quedaba una sola persona, que pudiese curar de los enfermos, era necesario que acudiesen a esto los pocos españoles que había” (1985, p. 152).
Es claro que estamos frente a un discurso que enaltece el proceso evangelizador, sus resultados y la participación central de los religiosos agustinos en la conversión de los naturales, en la administración de la doctrina y en la configuración del plano religioso novohispano.24 El discurso del agustino debe ser visto en el contexto del convulso siglo XVII, en el que los regulares afrontaban la presión del clero secular que criticaba los resultados poco alentadores de la evangelización destacando la persistencia de la idolatría indígena; aunado a la continua necesidad de los religiosos criollos de afianzar sus privilegios y prerrogativas frente a sus pares peninsulares, como lo ha argumentado Antonio Rubial. Vale la pena señalar que, para Rubial, la crónica de Grijalva tiene una doble intención: por un lado, busca dejar la narración escrita del proceso fundacional de su orden en el contexto del conflicto entre cleros y, por el otro, es una trinchera política desde donde confronta la posición política de peninsulares, pero, al mismo tiempo, critica la administración al interior de su orden (Rubial, 1992, pp. 75-78). Sin embargo, a pesar del pormenorizado análisis que Antonio Rubial hace de la Crónica de nuestro padre San Agustín…, parece que el indio sirve más a los intereses del religioso en lo relativo a la confrontación con el clero secular.
El siglo XVII novohispano y la actividad de Juan de Palafox
Dado que los mendicantes obtenían su sustento en gran medida por la mano de obra india, mientras cuidaban de sus almas, tenían considerablemente más fuerza en las zonas de población india que en las ciudades, donde el clero secular iba ganando terreno en la administración eclesiástica. Las relaciones entre mendicantes y comunidades indias eran muy estrechas. Desde 1530-1543, las órdenes religiosas y el clero secular habían estado en malos términos; los seculares consideraban que las parroquias indias en zonas donde había gran concentración de españoles debían estar bajo su custodia, mientras que los mendicantes instalados en los poblados indios no querían entregarlas (Israel, 1999, p. 56). Incluso hubo casos de violencia, como en 1583, cuando unos sacerdotes diocesanos y algunos criollos, al tratar de impedir una procesión de franciscanos e indios, fueron rechazados por estos a pedradas (Israel, 1999, p. 56). Para 1583, Madrid había concedido a los obispos la facultad de secularizar algunas parroquias indias, pero esta disposición fue derogada a causa de la fuerte resistencia de los frailes mendicantes (Israel, 1999, p. 56). Desde mediados del siglo XVI, ambas comunidades religiosas, regulares y seculares, comenzaron a experimentar un crecimiento considerable y, ante una comunidad religiosa tan amplia, los frailes “encontraban más medios de vida donde eran más fuertes, es decir, en la ‘república india’” (Israel, 1999, p. 57). Los mendicantes no solo buscaban tener mayores espacios de influencia para lograr una mejor dominación sobre los indios, sino también buscaban, es justo decirlo, la salud espiritual de estos.
El panorama político y social del siglo XVII fue de crisis y recomposición, que incluyó tanto instituciones como dinámicas políticas. En este proceso, la Iglesia no fue la excepción. Aunado a este hubo momentos de tensión álgida y conflicto entre los detentadores del poder local, como fue el caso del motín de 1624, que enfrentó al virrey y al arzobispo. En ese contexto crecían también las tensiones entre las órdenes religiosas y los seculares por el control de las numerosas doctrinas indias. En esta coyuntura fue donde Juan de Palafox y Mendoza arribó a tierras americanas, ya con amplia experiencia tras haber sido funcionario de la Corona en la Península. Llegó a la Nueva España en 1640; tuvo el cargo de obispo de Puebla, visitador general y juez de residencia de los dos virreyes que antecedieron al duque de Escalona. Más tarde sería nombrado virrey y arzobispo de México, aunque este último cargo, en realidad, nunca fue ejercido por él. De tal manera, aglutinó en su persona amplios poderes, tanto en el interior de la Iglesia como de la administración civil.25
Al tomar posesión de la diócesis poblana inició una serie de reformas que lo enfrentarían con ciertos miembros de la élite local:
En una perspectiva más amplia, el proyecto palafoxiano se inscribe dentro de un marco de lucha por consolidar y ampliar los espacios de poder que los grupos locales habían conquistado a la Corona española. [Por lo que] No tuvo que esperar mucho tiempo para darse cuenta de la realidad a la que se enfrentaba: un complejo sistema corporativo de lealtades mixtas (Gómez, 2004, p. 253).
Debido a su política secularizadora, se ganó la animadversión de las órdenes religiosas de la diócesis poblana.26 Berthe (1997, p. 53) explica que en la visita ad limina de Palafox (1647-1648) se estableció el estado de las parroquias y doctrinas del obispado, y da cuenta de un total de 104 bajo el gobierno del clero secular y 19 del clero regular.27
Como afirma Rodríguez Kuri (1990), durante el periodo 1640-1642, Juan de Palafox ordenó la secularización de 35 parroquias. De estas, 30 pertenecían a la orden de San Francisco, tres a los religiosos de Santo Domingo y dos a la orden de San Agustín. Uno de los principales argumentos que esgrimió Palafox fue que las órdenes no tenían conocimiento de las lenguas indígenas del obispado. “Una explicación plausible [para esta política] es la de Virve Piho: la secularización de las parroquias habría significado para la Corona una serie de beneficios inmediatos” (Rodríguez, 1990, p. 198). Sin embargo, también significó un reposicionamiento del clero diocesano; “al mismo tiempo, la secularización de las parroquias colocaba sobre el tapete de las discusiones la capacidad reorganizadora o rearticuladora de la monarquía en la Nueva España” (Rodríguez, 1990, p. 198).
La fuerza política que ganó Juan de Palafox valió para que, aún después de su regreso a la Península y ocupara el obispado de Osma, se fuera “construyendo una memoria palafoxiana no solo angelopolitana que se centró en la fama de santidad y virtudes religiosas del prelado” (Rosas, 2012, p. 72). Murió en 1659 y seis años después “se abrió la información sobre la fama de santidad del antiguo virrey en Nueva España” (Rosas, 2012, p. 76). Con ello se inauguró un periodo en el que la atención volvió a sus obras con el propósito de llevarlas a un amplio público.28 De tal forma que se convirtió en una devoción local en el periodo dieciochesco.29
La representación de los naturales en Virtudes del indio
Debemos precisar que, para el estudio que presentamos en estas páginas, nos basamos en la edición de 1893 impresa en Madrid. En esta, la obra se divide en dos partes: “Vida interior”, de carácter autobiográfico, enfocada en los sucesos por los que atravesó Palafox en su búsqueda de la fe y en el ejercicio de su devoción. Se compone de un total de XXXIII capítulos, a través de los cuales recorre desde los días de su infancia hasta su actividad como prelado en las Indias (Palafox, 1893). La segunda parte, el “Libro de las virtudes del indio”, está integrada por XXI capítulos (Palafox, 1893).
El interlocutor al que el prelado dirige su obra es el rey; por ello señala dos características principales de los naturales novohispanos: vasallos y cristianos. Así, para Palafox, los indios eran súbditos dignos de la protección regia, debido a sus vidas ejemplares en cuanto cristianos al servicio de la Corona. Reconoce, asimismo, la forma sumisa en la que los naturales se sometieron por completo al poder real y adoptaron un nuevo orden religioso.30 El libro está estructurado de tal forma que confronta los siete pecados capitales con la conducta virtuosa de los indios, por lo que “limpieza, orden y civilidad se enfrentan a suciedad, impureza y pecado, que se representan como indisociables” (Gutiérrez, 2008, p. 381).
Las Virtudes del indio es una apología de la naturaleza del indio novohispano. En sus XXI capítulos diserta sobre los motivos por los cuales los indios son dignos de los más grandes favores por parte de la Corona española. Enarbolando sus virtudes, en ocasiones incluso por encima de algunos religiosos, Palafox (1893) plantea la necesidad de reconocerlos, y aun considera que son dignos de ser imitados, al menos en ciertos aspectos. Si bien les reconoce algunos pecados, como la sensualidad, la gula, la embriaguez y la pereza, los disculpa de los dos primeros, pues asegura que la mayoría de las veces que los cometen están bajo el influjo del tercero. De tal forma, rescata la poca inclinación que los indios, “en su estado natural”, sienten hacia los placeres de la carne, y afirma que llegados a una edad avanzada viven en castidad: “Los viejos es cosa muy asentada que en llegando á cincuenta años raras veces conocen mujer, aunque sea á la propia, porque tienen por liviandad el uso de las mujeres en la edad anciana” (1893, p. 58).
Palafox, de igual manera, afirma que los indios eran propensos a la pereza, pero que en realidad no caían en este pecado por la acción de las autoridades virreinales, quienes “los curan con grandísima frecuencia, ocupándolos en diversas granjerías, hilados, tejidos y todo género de artes y utilidades” (1893, pp. 43-44). Por lo que, finalmente, declara que el consumo de alcohol es una falta a las normas de conducta cristiana. A pesar de ello, el entonces prelado de Puebla deja caer la culpa de la embriaguez de los indios en las autoridades virreinales por no ser más estrictas, “porque en los indios no hay mayor resistencia que en un niño de cuatro años cuando se le quita el veneno de la mano y se le pone otra cosa en ella” (1893, p. 43).
Como se observa, Palafox conserva parte del discurso de la época en el que los indios son considerados “niños” a quienes era necesario cuidar. En su obra se manifiesta con claridad la contradicción entre la racionalidad y la “minoría de edad” del indio. Para él, “el indígena era un ser plenamente racional, un hombre completo; es más, dotado de virtudes excelentes, tan sólo que como a un menor desvalido, como a un ‘hijo’, era necesario que se le guiase para que se conservara por el camino del bien” (Chinchilla, 1992, p. 60). Para el obispo de Puebla, la “inocencia” de los indios dista mucho de ser un problema; en todo caso, es otra de sus virtudes, ya que “es una privación de los vicios y pasiones consentidas, que en su raíz hace á los hombres admirables, y por sus efectos y pureza de vivir, amables y dignos de protección con los Reyes y superiores” (1893, p. 37). De esta manera, denuncia el auxilio de las autoridades máximas de la monarquía española, pues considera que quienes estaban encargados de la disciplina de los naturales en el virreinato eran incapaces o estaban, ellos mismos, corrompidos, por lo que no tenían autoridad moral sobre los indios (Palafox, 1893). Luego, resulta evidente que su texto implica una dura crítica en contra de los encargados del cuidado de los indios, lo cual coincide con su investidura de visitador general, al señalar que la incompetencia de las autoridades virreinales conducía a que los indios incurrieran en pecados. Ya que la obediencia era la mayor virtud de los indios, su desviación moral se debía a una mala guía (Palafox, 1893, pp. 37-38).
En este punto, la visión palafoxiana sobre los naturales es claramente idealizada. Fue, para el obispo y visitador general, una herramienta útil para hacer una crítica del sistema virreinal, sobre todo de aquellos encargados del cuidado civil y religioso de los naturales del virreinato novohispano. Por ello, afirmamos que el texto de Palafox tuvo la intención de impulsar sus políticas secularizadoras. Por esta razón, debe verse en contexto con otras obras escritas en la época que criticaban la labor emprendida por las órdenes religiosas, en las que la persistencia de la idolatría es el eje discursivo central y la prueba más fehaciente del fracaso de su empresa evangelizadora. Este discurso buscaba mostrar la conveniencia de encargar la salud espiritual de los naturales al creciente clero secular.
Sin embargo, es interesante la poca atención que el obispo puso en la idolatría de los indios, pues son contadas las ocasiones en que hace referencia a este tipo de prácticas, y, cuando lo hace, matiza sobremanera el tema o no ahonda en él.31 Por ejemplo, en su libro Vida interior, cuando cuenta la visita pastoral que él realizó como parte de sus funciones eclesiásticas en la Nueva España, señala que:
[…] habiendo llegado al primer lugar y saliendo los feligreses (muy contra su dictamen) bailando, como se acostumbra en aquella tierra, á recibir al Prelado, habiéndose puesto poco después que llegó á ver los bailes, por no desconsolarlos, sucedió allí un caso bien notable, en que le dio Dios muy claramente á entender que aunque fuese con aquel fin honesto de no desconsolarlos, no los había de mirar, pues al visitar no se había de ver bailar, sino llorar (1893, pp. LXXXV-LXXXVI).
El relato de su visita pastoral deja claro que Palafox era consciente de que la práctica religiosa de los indios se alejaba de la ortodoxia. Sin embargo, estos no son el eje de su discurso y no les presta demasiada atención. Al contrario de los extirpadores de idolatrías, cuyas obras vieron la luz en el mismo periodo que Virtudes del indio, Palafox,32 al hablar de la praxis religiosa de los indios, prefiere resaltar la disposición que estos tenían para martirizar el cuerpo. Por ejemplo, describe procesiones en las que los indios portaban cilicios, vestían sin ostentación, pues eran “penitentísimos, y castigaban sus culpas con increíble fervor” (1893, p. 15). Danièle Dehouve expone cómo, desde el Concilio de Trento, el hombre es considerado pecador y, por ello, debe ser bautizado. Una vez lavado el pecado original, el hombre es propenso a seguir pecando, y la forma de volver a ser limpio es por la vía de la penitencia. Por lo tanto, la penitencia es el sacramento central en el culto católico (2010).
Asimismo, es necesario resaltar que Palafox parece omitir otro tipo de fenómenos como el uso que los indios hacían de las instituciones novohispanas articulando su defensa frente a otros sectores de la sociedad, como españoles, a través de la propia legislación virreinal. Debe recordarse que ya para el siglo XVII la participación de los indios en los Tribunales de Justicia era bastante amplia.33
En este sentido, Palafox destaca la sumisión y la obediencia propias de los indios. En el discurso del prelado, los indios no recurrían a los tribunales por voluntad propia, sino por influencia de terceros: españoles. Para reforzar sus argumentos da ejemplos que, desde su óptica, demuestran la paciencia y la docilidad de los indios ante sus circunstancias, situación que evitaba que se confrontaran, por ser víctimas de excesos por parte de autoridades. Uno de estos ejemplos es la narración de dos indios de nación mixteca, que incluyó en el informe enviado al rey:
[… yendo estos] a la plaza en tiempo que se levantaban dos compañías en la ciudad, y unos soldados, sin más jurisdicción que la de su profesión, les quitaron las tilmas, que son su capas, por fuerza, y se quedaron con ellas, y ellos se volvieron á casa desnudos, y preguntándoles por las tilmas, respondieron que se las habían quitado, y sin pedirlas ni quejarse se estaban los pobrecitos desnudos, porque no traen más que la tilma y unos calzoncillos de algodón, y hasta que las rescataron estuvieron con un profundo silencio y paciencia, sin hablar palabra sobre ello, y á este respeto obran los pobres en sus trabajos, sino es cuando los alientan para que pidan justicia, que rarísimas veces lo hacen, sino introducidos de afectos ajenos que les animan á ello (1893, p. 40).
Este pasaje tiene como objetivo exaltar la virtud de la paciencia,34 pues los indios hacían gala de esta al soportar los maltratos de otros estamentos, como españoles e incluso negros, así como de las propias autoridades encargadas del gobierno y policía de los poblados.35 Esto establece la contradicción con los numerosos expedientes de quejas que se conservan y que muestran la capacidad de adaptación, negociación y apropiación por parte de los naturales de las instancias jurídicas del sistema colonial para defender sus intereses.36
De acuerdo con el discurso palafoxiano, el natural de las Indias occidentales solo era propenso a la gula (en lo relacionado con la bebida) y la pereza. En cambio, para el obispo, los indios contaban con virtudes que contrarrestan estos pecados. La más alabada en el escrito del prelado es la pobreza, que él consideraba innata en el indio y digna de ejemplo para otros sectores de la sociedad.
He oído decir a algunos religiosos de la seráfica Orden de San Francisco, graves y espirituales, mirando con pío afecto á estos indios, que si aquel seráfico fundador, tan excelente amador de la pobreza evangélica, hubiera visto á los indios, de ellos parece que hubiera tomado alguna parte del uso de la pobreza, para dejarla á sus religiosos por mayorazgo y para que sirviese á la evangélica que escogió (1893, p. 48).
Se extiende en las descripciones de la pobreza material con la que vivían los indios por voluntad propia, como “expresión de vida cristiana” (1893, p. 46). Hace una clara diferenciación entre “algunos” indios nobles que acaparaban bienes materiales y el común de naturales que regocijaban a Dios con su modesto modo de vida: “Entre los indios hay caciques, gobernadores, alcaldes, fiscales y que tienen muchas tierras que heredaron de sus pasados, y generalmente todos, como son tan mañosos y fructuosos, pueden recoger y acaudalar plata, frutos, alhajas y otras cosas que alegran y ocupan el corazón humano con su posesión” (1893, pp. 46-47). Palafox aclara que solo algunos indios nobles eran avaros y que la mayoría de ellos se desprendían de sus bienes en favor de la Iglesia, pero lo considera un pecado exclusivo de algunos caciques indios.
Palafox desarrolla esta visión ideal de los indios a partir de su presencia en la diócesis poblana y derivada de su propia observación, como él mismo asienta. No obstante, a decir de Manuel Gutiérrez, carece de suficiente respaldo en casos particulares:
Su sustento etnográfico se limita a catorce casos, de los que sólo seis, por el estilo en que se relatan, parecen resultar de experiencia propia: cuatro de ellos se refieren a algo acontecido en sus visitas o actividades pastorales, y otros dos proceden de Puebla. De los restantes ocho casos, cuatro más son sucedidos locales que probablemente le fueron contados por algún prójimo, los otros cuatro son anécdotas o cuentos que debían ser comunes en la Nueva España cuando la conversación versaba sobre los indios y sus particularidades (2008, p. 384).
Esta postura resulta por demás anacrónica, porque difícilmente podríamos hablar de “etnografía”, ya que la intención del prelado no era registrar a manera de diario de campo la vida de los naturales de su diócesis. Asimismo, pierde de vista que, más que un “reflejo de la naturaleza del indio”, se trata de un discurso construido con claras intenciones políticas, lo que se aúna a un conteo incorrecto de los casos particulares que Palafox describió, los cuales se sintetizan en el cuadro 1.
Indio | Suceso | Virtud |
---|---|---|
Luis de Santiago, gobernador de Quautotola, doctrina de Xuxupango. | Estando cercano a la muerte, donó ciento cincuenta pesos para un ornamento para la iglesia. | Alabó su piedad y ánimo generoso. |
Domingo de la Cruz, cacique y vecino de Zacatlán. | Le escribió preocupado por que hubiera quien le hubiese perdido el respeto al Rey. | Un grande amor por su Majestad. |
Juana de Motolinia, india principal de Cholula. | Se conservó doncella y criaba en su casa a su costa otras doncellas indias y vive con grandísima virtud. | Ensalza la honestidad del indio y su inclinación a la castidad y el recogimiento. |
Cacique y gobernador de Zacatlán. | Durante una visita, lo recibió con gran elocuencia y elegancia explicándole lo mucho que lo alegraba su presencia. | Alabó su elegancia al hablar. |
Fuente: Palafox, 1893, cit. en González y Reyes, 2015, p. 147.
Como puede observarse, la perspectiva de Palafox en torno a las virtudes de los indios partió del contacto con indígenas caciques y principales, con lo cual parece contrarrestar las denuncias previas acerca de la propensión de los nobles indios al pecado, como se señaló anteriormente. Sin duda, la intención es mostrar que, a pesar de algunos casos aislados, en la élite india había individuos llenos de virtud.
De esta manera, el escrito de Palafox muestra las numerosas virtudes de los indios novohispanos que, de acuerdo con su visión, no debían ser empañadas por los pecados en que incurrían ciertos individuos, pecados que, en todo caso, derivaban de la inadecuada dirección y guía de regulares y autoridades civiles. De esta forma, la obra de Palafox parece dar respuesta a los señalamientos que enfatizaban la tendencia de los indios a la vida en el pecado y en el error (González y Reyes, 2015, p. 147).
Consideraciones finales
En el panorama del convulso siglo XVII se circunscriben las ideas plasmadas tanto en la Crónica de la Provincia de la Orden de N. P. S. Agustín… como en las Virtudes del indio. En estas obras es claro un discurso políticamente modelado sobre el indio novohispano. Para Grijalva, se trata de un ser virtuoso y devoto solo en la medida que contara con la guía espiritual de los religiosos, pues era proclive a reincidir en el error y, por lo tanto, en el pecado. En tanto, Palafox muestra una representación de los naturales de Indias basada en una narración que demuestra que son seres virtuosos. La obra del obispo, porque se dirigía al rey de España, buscaba fortalecer su política secularizadora, que transfirió el control de numerosas doctrinas a manos del clero diocesano. Sin embargo, debemos tener en cuenta que la obra de Palafox, en cuanto visitador general, tiene un aspecto administrativo que comporta una clara y severa crítica a los funcionarios virreinales, que hemos ejemplificado en páginas previas.
Es posible que esto tuviera fundamento en el deseo de señalar la necesidad patente de corregir deficiencias en el sistema administrativo virreinal, que el obispo percibía corrompido por individuos que ocupaban cargos políticos. De igual forma, resulta claro que para el obispo y visitador era necesario captar la atención de la Corona respecto a la necesidad de crear leyes que fueran capaces de dar protección a los vasallos del rey, quienes articulaban el poder económico del virreinato. Esto, junto a la intención de apoyar su política secularizadora, da forma a un trasfondo político plausible para entender la representación de los naturales que impulsó el prelado.
Por otro lado, la representación del indio en Grijalva obedece a la intención de enaltecer las virtudes de los primeros agustinos que llegaron a América contrastando las influencias externas negativas sobre los indios. Este papel lo atribuye al demonio, mientras que vemos un indio que es bueno, pero maleable en exceso. En tanto, Palafox supedita esta interferencia en la salud espiritual de los indios a la presencia de españoles, sean religiosos o funcionarios de la Corona, con lo que tiene una dimensión más terrenal que sobrenatural. Es claro, entonces, que Grijalva aplica premisas teológicas tanto a los indios como al espacio geográfico para destacar el papel de los misioneros; mientras que Palafox elabora una crítica del ejercicio del poder político y la incorrecta administración de la cura de almas.
El problema de la contrastación entre ambos textos puede tener luz si pensamos el de Palafox como un discurso construido para explicar a los indios desde una perspectiva sincrónica, mientras que el de Grijalva reconstruye un proceso en el que los indios fueron actores, es decir, una representación desde una perspectiva diacrónica. En este sentido, debe resaltarse que Palafox hizo una labor de observación directa y que Grijalva recuperó textos de su orden. En ello podemos encontrar múltiples complicaciones para la comparación, toda vez que el primero -además, por su calidad de visitador general- pone énfasis en la relación de los indios con los religiosos y las autoridades españolas, en tanto que el segundo resta atención a las autoridades civiles por dar peso a los religiosos regulares.
Es pertinente reflexionar en torno a las necesidades que condujeron a Palafox y Grijalva a escribir las obras aquí revisadas, con objeto de mejorar la comprensión de la imagen de los indios que da cada una de estas. Posiblemente, en el caso de Grijalva, con el interés primario de enaltecer y legitimar la labor misionera, insertó la imagen del indio en un arquetipo de sujeto a cristianizar a fin de favorecer el discurso del regular y colaborar en la construcción de la reivindicación discursiva de la Nueva España que habían emprendido los criollos. Palafox, por su parte, presenta a indios igualmente idealizados, pero de los cuales resalta una variedad más amplia de virtudes. Su carácter de visitador general le requirió poner de relieve la relación que los indios tenían con otros sectores de la población novohispana y el heterogéneo panorama donde, con su rusticidad y minoría de edad, se desarrollaban.