INTRODUCCIÓN2
El presente texto propone que el abordaje que predomina actualmente en la investigación e intervención en la salud de los migrantes es patologizante, y que dicho abordaje puede analizarse desde el concepto de biopoder propuesto por Foucault (2007 [1976]). Frente a esto, se plantea que la salud pública debe abordar la salud de los migrantes partiendo de reflexiones desde la justicia social, particularmente desde las propuestas de Seyla Benhabib (2005 [2004], 2006 [1992], 2008 [2007]): el reconocimiento del otro concreto y el derecho a tener derechos, cuyo centro está en la definición de una membresía justa, construida desde el diálogo y el reconocimiento de las particularidades de los migrantes.
Para dar cuenta de lo anterior, el presente texto desarrolla cinco apartados: primero, se presenta un panorama de la investigación sobre la salud de los migrantes; panorama que evidencia una perspectiva patologizante basada en el biopoder en sus dos componentes: la anatomopolítica, que enfatiza las enfermedades de los migrantes y la biopolítica, que los califica de riesgo para las sociedades receptoras. Segundo, se propone, como alternativa a la patologización de la migración, que el abordaje de la salud de los migrantes desde la salud pública se base en la justicia social. Tercero, se presentan las teorías de justicia social, de las cuales se destaca la propuesta de Seyla Benhabib (2006 [1992], 2008 [2007]) que se basa en el reconocimiento del otro concreto y, por ende, podría pensarse como alternativa a la homogeneización y control del biopoder.
A continuación, en un cuarto apartado se exponen las teorías de la justicia global –concepción política y cosmopolitismo–, y se postula como opción de justicia global, en el caso particular de los migrantes, la proposición de Benhabib (2005 [2004]): el derecho a tener derechos. Finalmente, como cierre se plantea que: las afectaciones en la salud de los migrantes pueden derivarse de inequidades generadas en su condición migrante y en la patologización que se hace de ellos, por tanto, el abordaje teórico y práctico de su salud debe incluir la reflexión desde la justicia social, puntualmente, desde una postura que contemple al otro concreto y se base en los derechos humanos ligados a la condición humana, no a la ciudadanía o a la nacionalidad.
BIOPODER Y MIGRANTES
El fenómeno migratorio actual es global, estructural, sistemático y permanente (Schindel, 2017); en términos de números, para 2015 había 244 millones de migrantes en el mundo (ONU, 2016), cifra que tiende a incrementar si consideramos la globalización económica y los conflictos sociales, ambientales y militares a nivel mundial (Castles y Miller, 2004 [1993]; OIM, 2013; ONU, 2014). Esto ha posicionado la relación entre salud y movilidad en el centro de la agenda migratoria actual (Sánchez-Siller y Gabarrot-Arenas, 2014) y de organismos multinacionales, como la Organización Internacional para las Migraciones y la Organización Mundial de la Salud.
Al respecto, las investigaciones e intervenciones en salud han enfatizado acerca de las consecuencias negativas de la migración en la salud de los migrantes y de las sociedades de acogida, llegando incluso a derivar en una patologización de la movilidad, que contribuye a la calificación de esta como un problema (Naranjo Giraldo, 2016). Esta patologización puede comprenderse desde el concepto de biopoder –poder sobre la vida– que, de acuerdo con Foucault (2007 [1976]), a diferencia del poder soberano que decidía acerca de la muerte, se enfoca en mantener la vida a través de la disciplina y la regularización, y en pos de su objetivo, articula la anatomopolítica y la biopolítica, y usa la medicina y la salud pública, entre otros instrumentos de normalización.
Para la anatomopolítica, el cuerpo humano es una máquina manipulable que debe adiestrarse y disciplinarse en pos de que sea útil y dócil para el sistema productivo (Serratore, 2006); este propósito está ligado al desarrollo del capitalismo del siglo XVIII (Laurencich, 2012). En tanto debe asegurarse la salud y productividad, la anatomopolítica busca detectar e intervenir el cuerpo enfermo; perspectiva que, en las investigaciones sobre salud de los migrantes, se evidencia en el foco en la enfermedad. Como ejemplo de este foco existen estudios que describen las causas, desarrollo e intervenciones para las enfermedades de los migrantes. Los estudios que incluyen trastornos y síntomas de los migrantes como ansiedad, depresión, consumo de sustancias psicoactivas (Chávez Hernández, Macías García, Palatto Merino y Ramírez, 2004; Jansà y García de Olalla, 2004; Yáñez y Cárdenas, 2010), obesidad, dolores y trastornos somáticos (Zuazo Arsuaga y Etxebeste Anton, 2008).
Ahora bien, aunque se advierta que si la investigación sobre la salud de los migrantes se enfoca exclusivamente en la enfermedad, puede caerse en una perspectiva patologizante; esto no significa que la pregunta por la enfermedad deba eliminarse, pues ha orientado las intervenciones en la salud en población migrante, y ha permitido, por ejemplo, como señalan Frenk, Garnica, Zambrana, Bronfman y Bobadilla (1987), que a partir del estudio de las enfermedades en los migrantes se avanzara en el conocimiento sobre la relación entre los lugares y la enfermedad.
En cuanto al énfasis en las patologías de los migrantes que se evidencia en la revisión de literatura sobre el tema, debe anotarse que las investigaciones también delatan que el interés por las enfermedades de los migrantes no se traduce en atención a su salud. Por el contrario, las barreras en el acceso a servicios de salud originadas en la estratificación de las sociedades son un obstáculo para la salud de los migrantes (Rojas, 2008; Ruiz y Briones-Chávez, 2010; Sánchez-Siller y Gabarrot-Arenas, 2014; Torres y Garcés, 2013); barreras que, en casos como los de latinos con VIH en Estados Unidos, llevan a que los migrantes no acudan a servicios médicos, o acudan solo para atención en urgencias, lo que termina agravando su condición (Ruiz y Briones-Chávez, 2010).
Por otra parte, en la constitución del Estado moderno no es suficiente el disciplinamiento del cuerpo individual del que se encarga la anatomopolítica, por lo que esta debe complementarse con la biopolítica, cuyo objeto de cuidado es el cuerpo-población (Foucault, 2001 [1976]). En el caso de los migrantes, anatomopolítica y biopolítica se conjugan de manera que la primera los califica como cuerpos enfermos y, con base en esta calificación, la segunda los asume como objetos riesgosos para las sociedades receptoras, como si fuesen vectores de enfermedades de los cuales deben defenderse. La posición de la biopolítica se refleja, por ejemplo, en la preocupación por las enfermedades transmisibles que portan quienes inmigran a los países y, aún más allá, cuando se califica a los migrantes de amenaza para las formas de vida de los países de destino, causantes de problemas de salud pública como la violencia, y como carga para la sostenibilidad de los servicios de salud (Alarcón y Becerra, 2012; Vilar Peyrí y Eibenschutz Hartman, 2007; Zarza y Sobrino Prados, 2007; Solís, 2011).
Como se explicó antes, la biopolítica se orienta no al cuerpo individual, sino al cuerpo- especie, a la vida, bien constituyente y fundamental en la consolidación del Estado (Serratore, 2006). Debido a su valor y utilidad, la biopolítica busca proteger la vida y desarrollarla, se encarga de controlarla, administrarla y asegurar sus regularidades (Foucault, 2001 [1976]). Regularidades de la vida como la natalidad, morbilidad y mortalidad, que se ven alteradas por la migración, razón de más para reclamar su gobierno (Salinas Araya, 2015).
Dentro de los mecanismos de regularización que usa el Estado para gestionar la vida, están los procedimientos de inmunización e higiene pública como cuarentenas, vacunación, etcétera (Quintanas Feixas, 2011). Adicionalmente, implementa la separación, por ejemplo, en clases sociales, y cuando lo considera necesario, ejerce la prohibición –mínimamente control– de la circulación (Yuing, 2011; Berrio, 2010; Serratore, 2006). Como ilustración, durante la Revolución Industrial los Estados europeos impulsaron la circulación de cuerpos trabajadores desde y hacia sus territorios, en pos de aumentar la rentabilidad y la productividad (Yuing, 2011). Asimismo, actualmente los Estados gestionan –favorecen o restringen– la circulación de los migrantes; por ejemplo, países del norte global como Canadá reclutan trabajadores migrantes temporales para la recolección de cosechas en su territorio.
Así pues, la gestión de la migración es un mecanismo de la biopolítica; mecanismo por el que, según De Lucas (2009), se visibiliza al migrante como objeto de regulación, control y dominación, pero se invisibiliza en sus derechos de ciudadanía (Delgado Parra, 2012). De manera que al migrante no se le considera un sujeto de derechos, sino que desde el Estado, los medios de comunicación, las sociedades en general, etcétera, se torna objeto de gestión y control, primordialmente desde dos vías: el sufrimiento y la amenaza.
La primera vía, el migrante considerado desde el sufrimiento, se concreta en que entre más sufrimiento presenten los migrantes, más oportunidades tienen para ser acogidos como subjetividades victimizadas, que pueden terminar siendo mano de obra docilizada que acepte condiciones laborales frágiles (Schindel, 2017). A esta reducción del migrante a su sufrimiento, es a la que se refiere el concepto de “nuda vida”3 , propuesto por Agamben (2003) para comprender la situación de los apátridas de la Primera Guerra Mundial y de los refugiados y migrantes irregulares actuales; una vida a la que se le niega la existencia política (Agamben, 2003) como condición para ser incluida en el demos (Laurencich, 2012).
Amparar al migrante solo como un ser sufriente implica que se le asimila como otro desprotegido y sin voz frente al poder soberano (Múnera, 2008), y se le reconoce y valora solo como objeto de ayuda y protección (Agamben, 2003). De estas formas de cómo se asimila y valora al migrante se derivan dos consecuencias: primero, las organizaciones que trabajan por mejorar las condiciones de los migrantes están primordialmente en el ámbito humanitario, no político (Agamben, 2003; Luquín Calvo, 2006). Segundo, los Estados establecen para ellos políticas sociales mayormente asistenciales, que alivian algunas de sus necesidades, pero no generan derechos, por lo tanto, no contribuyen a su ciudadanía (Fleury, 2002); además, si bien se atienden las necesidades de los migrantes, el enfoque asistencial puede tornarse problemático si se privilegia la pasividad y el sufrimiento, mientras la agencia genera sospecha (Schindel, 2017).
La segunda vía de gestión y control de la migración considera al migrante como amenaza, supone que este vulnera la seguridad, la identidad, la moral y la salud de los países receptores; se le acusa de ser culpable de los problemas sociales y económicos (Acosta Olaya, 2013) y de riesgo para la seguridad nacional (Delgado Parra, 2012). Esta calificación del migrante como amenaza deriva en políticas migratorias rígidas y vigilantes, relacionadas con la seguridad (narcotráfico y terrorismo), la saturación del mercado laboral y la oferta de recursos públicos (especialmente, de la salud) (Acosta Olaya, 2013).
Ahora bien, gestionar a los migrantes como peligrosos no es solo un asunto administrativo, es una selección biopolítica de quién debe y puede incluirse en la comunidad (Laurencich, 2012). Selección biopolítica basada en el miedo a lo ajeno, que lleva incluso a que, actualmente, más que ante un Estado de derecho se esté frente a uno de seguridad, en que son centrales las barreras –físicas y simbólicas– contra el otro, incluso en oposición con compromisos internacionales de derechos humanos (Delgado Parra, 2012).
Es justamente en esta línea que se comprende que la identificación del migrante como amenaza corresponde con una posición inmunológica –fundamental en la biopolítica– (Esposito, 2005), posición que postula que el Estado nación es un cuerpo social vivo, cerrado y saludable, que debe mantenerse a salvo de las intervenciones de agentes exteriores patógenos (Serratore, 2006; Acosta Olaya, 2013). Y para mantenerlo a salvo, el propio Estado dispone, por ejemplo, de organismos de control, metáfora de los anticuerpos (Acosta Olaya, 2013). Como ilustración de lo anterior, se encuentra que se restringe el ingreso físico de los migrantes a los países receptores y que, si logran ingresar, al interior de los Estados se obstaculizan los medios políticos para su inclusión (Acosta Olaya, 2013), de modo tal, que se insiste en mantenerlos fuera del cuerpo sano y productivo de la comunidad.
SALUD PÚBLICA Y JUSTICIA SOCIAL
En el apartado anterior se expuso la manera en que los migrantes pueden llegar a calificarse de amenaza para las sociedades receptoras, por ejemplo cuando se les considera un problema de salud pública argumentando que traen enfermedades y generan gastos para el sistema de salud. Ante esto, el presente texto postula que es necesario pensar la salud de los migrantes como problema de salud pública, pero de ninguna manera porque sean una amenaza, sino justamente por:
las afectaciones que presentan en salud,
porque estas afectaciones se originan, en muchos casos, por la estratificación nacional/extranjero y las consecuencias que de esta se derivan, y
porque sus enfermedades deben ser atendidas adecuadamente y no deben ser usadas para tacharlos de amenaza y segregarlos.
Se propone que se consideren las afectaciones de los migrantes en relación con la estratificación y segregación justamente debido a que el biopoder en su acción, al definir quiénes concuerdan con una vida sana y productiva, es una herramienta para segregar a quienes no. Es decir, desde una visión negativa, a quienes pueden afectar el cuerpo social, como los migrantes. Adicionalmente, al segregarlos los despoja del merecimiento de recursos sociales contribuyendo, por ejemplo, a sus afectaciones en salud. Y en una especie de mecanismo circular, usa esas mismas afectaciones para sostener y justificar su segregación.
Así pues, se plantea que la investigación e intervención de la salud de los migrantes como problema de salud pública se base en reflexiones desde la justicia social por cuatro razones: la primera, porque estas reflexiones permiten abordar la segregación de los migrantes, las condiciones que los llevan a enfermar, las fallas en la atención en salud para ellos, y el desinterés en la mejora de sus condiciones de vida. La segunda razón es que la praxis de la salud pública debe orientarse por el compromiso con la justicia social, en tanto una sociedad más justa es condición para promover la salud de las personas y colectivos (Peñaranda, 2015); como ejemplo, la pobreza, que en sociedades injustas es vivida por una gran proporción de personas, tiene como consecuencia malas condiciones de salud (Pernalete, 2015).
La tercera razón para que la salud pública aborde la salud de los migrantes desde un enfoque de justicia social es que esta orientación es consistente con un concepto de salud amplio, que no se reduce a la ausencia de enfermedad y que rebasa lo biologicista o medicalizado (Agost Felip y Martín Alfonso, 2012), pues incluye el proceso social, económico y político (Vélez, 2011). Se trata de un concepto de salud que no se limita a pensar la cura y rehabilitación de las enfermedades, sino que contempla, además, las condiciones para una vida digna, y requiere la voluntad e interés de los gobiernos por superar las desigualdades en salud (Agost Felip y Martín Alfonso, 2012).
La influencia negativa que las condiciones de vida inequitativas tienen en la salud de las poblaciones ha sido señalada por estudiosos representativos de la salud pública como Margaret Whitehead (1991). Para esta autora, las inequidades son desigualdades evitables, innecesarias e injustas, y a la vez son centrales en la afectación de la salud de las poblaciones.
Asimismo, la Asociación Latinoamericana de Medicina Social (Alames) sostiene que las inequidades en las condiciones de vida tienen efectos contundentes –de enfermedad y muerte– en las poblaciones en desventaja (2008).4
Así pues, luchar contra las inequidades es una condición para pensar la salud que, por tanto, se constituye en un compromiso de la salud pública, más aún en un contexto de globalización económica que ha aumentado la pobreza, deteriorado las condiciones de vida y ampliado las brechas entre países y grupos sociales (Agost Felip y Martín Alfonso, 2012; Borrero, 2011).
La cuarta razón es que, en tanto la salud pública asume lo poblacional como su nivel de análisis (Frenk y Gómez-Dantés, 2007), debe preguntarse por los instrumentos de legitimación y exclusión que subyacen a la constitución de las poblaciones, y las consecuencias en el acceso a recursos y salud que estos generan. De esta forma, abordar un análisis poblacional desconociendo estos instrumentos sería pensar ingenuamente que la población y las estratificaciones en su interior son un asunto natural, no una creación histórica, e incurrir, como señala Navarro (1998), en el error de considerar que conceptos como población no están atravesados por el poder.
JUSTICIA SOCIAL
Lo primero a decir en este apartado es que, de acuerdo con Rawls (2006 [1971]) la justicia social “tiene como objeto primario el modo en que las grandes instituciones sociales distribuyen los derechos y deberes fundamentales y determinan la división de las ventajas provenientes de la cooperación social” (Rawls, 2006, p. 20). Con base en este planteamiento, la pregunta de la justicia social tiene que ver primordialmente con la distribución de los recursos.
Ahora bien, afirmar que el acercamiento de la salud pública a la salud de los migrantes requiere de la reflexión desde la justicia social no quiere decir que a lo presentado en términos de la patologización no subyace una idea de esta, pues el biopoder tras la patologización puede entenderse en la línea de las teorías de justicia liberales radicales, en tanto este se extiende con más eficacia en sociedades capitalistas en su fase neoliberal, en las cuales es omnipresente (Ortiz 2015). El Estado adscrito a la lógica neoliberal –régimen de verdad legitimante de la biopolítica (Salinas Araya, 2015)– busca mantener la vida humana en óptimas condiciones para garantizar la capacidad de trabajo y de consumo (Ortiz, 2015).
Así, el biopoder produce segregación y selección biológica-social que margina grupos e individuos que no responden a los intereses del capital y por lo tanto, son desechados del orden establecido (Ortiz, 2015). Es esta lógica la que justifica situar al migrante como riesgo y poder segregarlo; quien se desplaza a otro territorio es un generador de gastos, aun cuando en muchas ocasiones contribuya al crecimiento económico de estos países. Como afirma Bauman (2004), esta postura neoliberal deriva en un sistema general que siempre produce población sobrante que no encaja con sus ideales. Y es en tanto que no coinciden con los ideales que se considera a los migrantes como seres de los que hay que deshacerse, negándoles la pertenencia y la relación con el Estado (Luquín Calvo, 2006). Para negarles esa pertenencia y relación con el Estado se procede a descategorizarlos, por ejemplo, ubicándolos fuera de la normatividad al denominarlos migrantes ilegales; una vez están fuera de la norma, se justifica que los Estados en que residen puedan desprotegerlos (Acosta Olaya, 2013).
Con el vínculo entre biopoder, segregación y patologización del migrante en mente como contexto para la propuesta de análisis de este artículo, a continuación se presentan las teorías de justicia social y global que han predominado en la filosofía política, y han alimentado los debates sobre la distribución de recursos.
Teoría liberal radical
Para la teoría liberal radical, la libertad y el derecho a la propiedad privada son fundamentales en la formación de los Estados, el mercado es central y los sujetos son responsables de sus condiciones de vida. Por consiguiente, el Estado no se asume como responsable de la garantía de los derechos sociales y económicos, primordialmente porque estos implican su intervención, lo que atentaría contra la libertad y la autonomía de los individuos (Aguiar, 2003).
Esta teoría se basa en una concepción de igualdad natural, dada por nacimiento –tal como la propugnó la Revolución Francesa– (Friedman y Friedman, 1980), y postula que todos los individuos son iguales ante la ley, sin considerar las ventajas o desventajas que estos poseen, y por consiguiente esa igualdad es aparente, pues se da en condiciones de desigualdad. Esta desigualdad no debe ser intervenida (Vélez, 2011) y además, desactiva la idea de bienes comunes y relacionales (Rodríguez Palop, 2014-2015). Asimismo, para esta teoría es central la autonomía y esta, en conjunción con la desigualdad, genera la competencia –aun en condiciones de desventaja– en la que cada individuo es responsable de conseguir sus propios recursos y, claro está, de defenderlos de los demás.
Estas teorías postulan el libre mercado como motor del mejoramiento de los servicios de salud, de manera que la salud no puede contemplarse como derecho, y el gasto público se concentra en quienes cumplen con el canon moral e higiénico (Ugarte, 2005). Para justificar esta concentración del gasto público se usan argumentos como que el acceso de todos a los servicios de salud arriesga la sostenibilidad financiera del sistema (Solís, 2011). Este enfoque de los servicios de salud se evidencia, por ejemplo, para el caso de los migrantes, en sistemas de salud que solo les ofrecen atención en urgencias.
Igualdad liberal: Rawls
A las teorías liberales radicales se les critica porque se considera que mantienen y justifican las inequidades. Como ejemplo de estos cuestionamientos Rawls (2006), en su teoría liberal igualitaria, introduce como exigencia de justicia –del ejercicio de la libertad y la autonomía– la distribución igualitaria de los bienes primarios; afirma además que las desigualdades
moralmente arbitrarias deben ser mitigadas, y la injusticia solo es tolerable si evita una injusticia mayor (Rawls, 2006 [1971]).
Para Rawls (2006 [1971]) la salud es un bien natural y como tal, no está bajo el control de la estructura básica de la sociedad que distribuye los bienes primarios. Ahora bien, a pesar de ser un bien natural, considerando que la salud posibilita la autonomía, el disfrute de la libertad y el desarrollo de la vida que se quiere vivir (Borrero, 2011), y aporta a la igualdad de oportunidades, es deber de la sociedad y del Estado protegerla, por ejemplo, garantizando el normal funcionamiento de los servicios de salud (Daniels, 2001).
La postura de Rawls (2006 [1971]) sobre la justicia social se concreta, para la justicia sanitaria, en Daniels (2001), quien propone los bienes primarios como determinantes de la salud y asistencia sanitaria, y afirma que la enfermedad restringe las oportunidades de los individuos, impidiéndoles participar plenamente en la vida económica, social y política de sus sociedades.
Enfoque de capacidades
Amartya Sen (2003 [1992]) y Martha Nussbaum (2007 [2006]) cuestionan la teoría de Rawls (2006 [1971]). Sen (2003 [1992]) afirma que la igualdad en los bienes primarios no es suficiente, pues no garantiza las mismas posibilidades y oportunidades para que las personas los usen en la construcción de su proyecto de vida. De manera similar, Martha Nussbaum (2007 [2006]) señala que los bienes primarios omiten elementos importantes como la vida, la salud o la integridad física.
Desde estas críticas, Sen (2003 [1992]) por una parte, y Nussbaum (2007 [2006]) por otra, proponen una visión centrada en la distribución más equitativa de los recursos, enfocada en las capacidades –más en los sujetos que en los bienes–, en la vía de una igualdad de oportunidades (Friedman y Friedman, 1980) como posibilidad para que los individuos desarrollen sus potencialidades. Así pues, para Sen (2003 [1992]) la igualdad de capacidades es esencial para la justicia, pues esta igualdad se refiere a la libertad general de la que goza una persona para buscar su bienestar. Y para Nussbaum (2007 [2006]) la salud es condición de la justicia social, pues la enfermedad sitúa a las personas en una condición de dependencia asimétrica (Nussbaum, 2007 [2006]). En relación con las propuestas de Sen (2003 [1992]) y Nussbaum (2007 [2006]), es de señalar que su énfasis en las capacidades implica un avance al considerar la diversidad humana en las teorías de justicia; línea en la que se encuentra también la propuesta de Seyla Benhabib (2005 [2004], 2006 [1992], 2008 [2007]) abordada a continuación.
Reconocimiento y redistribución: el otro concreto en la justicia social
En relación con la introducción de la diversidad humana en las teorías de la justicia social, es importante señalar que la biopolítica, en pos de la homogeneidad, normaliza la sociedad, niega las diferencias en las demandas y las singularidades de los sujetos (Fleury, 2004). Para cuestionar esta postura homogeneizante puede tomarse la propuesta de Benhabib (2008 [2007]);5 de acuerdo con esta autora, la perspectiva del universalismo moral y político de la modernidad, en su afán de definir lo universal en el ser humano para proponer una justicia para la humanidad en general, ha derivado en la exclusión de aquello que no corresponde con eso universal.
Desde esta crítica al universalismo moral y político, la autora propone un universalismo interactivo postilustrado, una teoría de la justicia social que reconoce las diferencias entre seres humanos y se orienta al reconocimiento y la redistribución desde el otro concreto, sin olvidar al otro generalizado. Su teoría se basa en una ética del cuidado y la responsabilidad construida a partir de un diálogo moral, en el que se razona desde el punto de vista del otro (Benhabib, 2006 [1992]).
Como se dijo antes, para la construcción de su teoría, Benhabib contempla la perspectiva del otro generalizado y la perspectiva del otro concreto. La perspectiva del otro generalizado implica la “abstracción de la individualidad y de la identidad concreta del otro” (Benhabib, 2008 [2007], p. 190); por consiguiente, invisibiliza las particularidades del sujeto, suponiéndolo universal y ahistórico (Benhabib, 2006 [1992]). En contraste, la perspectiva del otro concreto “requiere que veamos a todos y cada uno de los seres como un individuo con una constitución afectivo-emocional, una historia concreta, una identidad tanto colectiva como individual” (Benhabib 2008 [2007], p. 191), de manera que destaca que se trata de un sujeto único, con una historia, identidad, contexto, capacidades, necesidades y limitaciones particulares (Benhabib, 2006 [1992]).
Con respecto a esta propuesta de Benhabib (2006 [1992]), incluir la consideración del otro concreto en las teorías de justicia social permite cuestionar el sistema social y económico actual, en el que desde la primacía de una teoría de justicia social liberal radical, se producen sociedades desiguales pero paradójicamente homogeneizantes, en las que no hay espacio para el reconocimiento mutuo (Rodríguez Palop, 2014-2015) y en las que, para mantener la identidad, se acepta incluso la eliminación de la diferencia, la dominación, exclusión y violencia hacia “los otros” (Cordero, 2014).
Justamente, en tanto Benhabib (2006 [1992], 2008 [2007]) en su planteamiento sobre la justicia social introduce al otro concreto, que puede ser desconocido por otras teorías de la justicia social, su propuesta avanza en relación con estas. La autora va más allá de la pregunta por la distribución de los recursos, que ha sido central en autores de la justicia social como Rawls (2006 [1971]), que se orientan a reivindicaciones redistributivas igualitarias. Benhabib (2006 [1992], 2008 [2007]) da lugar a la demanda por el reconocimiento, asunto en que coincide con autoras como Nancy Fraser (2000, 2008), que afirma que la distribución de los recursos no puede desvincularse del reconocimiento de la existencia del otro y, desde allí, de su merecimiento de los recursos. En el caso de los migrantes, un reconocimiento ligado a la redistribución implicaría reconocerlos desde sus particularidades como migrantes y, con base en estas particularidades, asignarles recursos; por ejemplo, por ser migrantes tienen un acceso desigual a recursos sociales, económicos y políticos, por consiguiente, las políticas redistributivas que los contemplen deben tener como uno de sus objetivos mitigar esa desigualdad.
En cuanto a que las teorías de justicia social se orienten a la redistribución o al reconocimiento, debe precisarse que si bien ambos –redistribución y reconocimiento– son dos paradigmas analíticos de justicia diferentes, no pueden separarse ni reducirse uno en el otro. Como ejemplo, Fraser (2000) señala que tomar solo el reconocimiento puede generar dos problemas: primero, el desplazamiento de la redistribución al reconocimiento, en el que se supone que la distribución desigual se genera por la falta de reconocimiento. Por ende, no se considera necesario diseñar políticas redistributivas específicas y, como consecuencia, se corre el riesgo de mantener y promover la desigualdad económica. Y segundo, que la reificación de la identidad puede generar separatismo, pues si un miembro no se ajusta a la cultura de grupo, se le califica de desleal.
De manera que Fraser (2000, 2008) postula que en las sociedades capitalistas separarlos es una falsa antítesis, pues las formas de desigualdad socioeconómica y de falta de respeto cultural se imbrican e interactúan entre sí, sin que ninguna sea consecuencia directa de la otra; por tanto, se requiere redistribución y reconocimiento, transformación económica acompañada de transformación cultural. Como ejemplo del vínculo necesario entre redistribución y reconocimiento, en relación con el tema de los migrantes, puede mencionarse el señalamiento de la misma autora, al decir que los derechos de ciudadanía y participación involucran –implícita o explícitamente– mensajes sobre las diferencias en la valía moral de las personas (Fraser, 2000, 2008).
Concepción política y cosmopolitismo: justicia para un mundo global
Para continuar con las ideas sobre justicia social y migrantes, es necesario considerar que los migrantes han superado las fronteras nacionales y por esto las reflexiones sobre justicia social deben pensarse a nivel global. No obstante, ni la concepción política ni el cosmopolitismo, que son las dos propuestas principales de justicia global, abordan específicamente la justicia para los migrantes. Por consiguiente, pensar las condiciones de vida y la salud de los migrantes implica cuestionar estas teorías, así como la capacidad de los países para asumir el reto de convivir en la pluralidad que emerge de aquellos que, aunque no hayan nacido en su territorio, entran a formar parte de su vida cotidiana.
La concepción política propone una teoría de justicia global Estado centrista, que se aplica a las relaciones al interior del Estado nación y no puede extrapolarse a individuos de diferentes países, pues para la justicia global tiene como requisito indispensable un poder soberano unificado que garantice la justicia socioeconómica. Puntualmente, para las relaciones entre países se traduce en una justicia menos exigente, un minimalismo sustantivo (mínimo de derechos básicos), en que las dificultades a nivel humanitario no son un asunto de justicia, sino de asistencia (Nagel, 2008 [2005]). Bajo esta teoría, los migrantes no serían cobijados por la justicia del Estado receptor, pues no los considera ciudadanos, pero tampoco por aquella de los países de origen, pues no residen en su territorio.
Por su parte, para el cosmopolitismo las demandas de justicia global se originan en un deber de equidad hacia todos con quienes se comparte el mundo; para lograrla, se requieren instituciones –ya no un poder soberano global– que apliquen los estándares de equidad o igualdad de oportunidades, un sistema federal que extienda la forma de gobierno democrática y legítima (Nagel, 2008 [2005]).
En términos generales, ambas posiciones proponen una justicia global desde las relaciones entre países, no entre sujetos, y exigen la existencia de una autoridad global que regule la justicia; además, circunscriben su alcance a asuntos como la guerra y la violación de los derechos humanos básicos. Y al circunscribir su alcance legal, algunos derechos, como los económicos y sociales, no son contemplados (Nagel, 2008 [2005]) debido, muy seguramente, a que para asegurarlos los Estados deberían comprometerse con la garantía de las condiciones socioeconómicas necesarias (Lafont, 2009).
Respecto a estas teorías, Benhabib sostiene que “la justicia distributiva global para los individuos desconoce el primer principio de la distribución, a saber, la distribución de seres humanos como miembros de diversas comunidades” (Benhabib, 2005 [2004], p. 27). Desde la pregunta por la membresía en diversas comunidades, señala en relación con los derechos de extranjeros, migrantes, refugiados, etcétera, que “el Estado moderno pasó de ser un instrumento de derecho a uno de discrecionalidad sin derechos… creando así millones de refugiados, extranjeros, deportados y pueblos sin Estado por sobre las fronteras” (Benhabib, 2005 [2004], p. 49).
Desde estos cuestionamientos señalados por Benhabib (2005 [2004]) y en coherencia con su propuesta del otro concreto, la autora postula una teoría de justicia global denominada federalismo cosmopolita, teoría que sin desconocer los Estados, contempla a los sujetos desde los derechos humanos. La teoría plantea fronteras porosas, no abiertas, pues no se trata de que todos puedan traspasarlas o que los Estados desaparezcan, sino, entre otros asuntos, de que se delibere acerca del mecanismo desde el cual se definirán los derechos de aquellos que traspasan estas fronteras (Benhabib, 2005 [2004]).
La autora plasma los postulados del federalismo cosmopolita en el texto Los derechos de los otros (Benhabib, 2005 [2004]). Para el desarrollo de su propuesta Benhabib retoma el derecho a la hospitalidad de Immanuel Kant, el problema de la desnacionalización de las minorías luego de la Segunda Guerra Mundial de Hannah Arendt, y la ley de los pueblos de John Rawls. Desde los planteamientos de estos tres autores, Benhabib propone el derecho a la residencia permanente desde un derecho ético universal que considere la no discriminación, el trato justo y la deliberación sobre la viabilidad de la incorporación legal del extranjero al Estado guiada por la membresía política; la última entendida como los “principios y prácticas para la incorporación de forasteros, extranjeros, inmigrantes, recién llegados, refugiados y asilados en entidades políticas previamente existentes” (Benhabib, 2005 [2004], p. 24).
Así, la incorporación de los migrantes al Estado debe basarse en criterios morales y de reciprocidad igualitaria, no sobre atributos no electivos, como la etnia (Rivero Ojeda, 2010; Sánchez, 2009), asunto el al que se refiere la autora cuando expresa que a nivel cosmopolita no se trata solo de lograr una distribución justa, sino que debe incorporarse una visión de membresía política justa (Benhabib, 2005 [2004]).
Por otra parte, Benhabib (2005 [2004]) plantea que es necesario repensar la correspondencia entre ciudadanía y nacionalidad –fundamental en el desarrollo del Estado nación moderno–, y en la justicia que genera una tensión entre el reconocimiento universal de derechos y el poder soberano de los Estados (Benhabib, 2005 [2004]). Al respecto, la autora señala además que hoy en día, con una ciudadanía desagregada en que no necesariamente coinciden la identidad colectiva y los derechos políticos y sociales, se da una oportunidad para incluir voces excluidas de la esfera pública, como las de los migrantes.
Concretamente, en relación con la ciudadanía y los derechos de los migrantes, Benhabib (2005 [2004]) propone el derecho a tener derechos, planteado por Arendt (1998 [1951]) para referirse a la necesidad de que todos los seres humanos tengan acceso a los derechos, aun cuando estén fuera del marco de la nacionalidad. En esta propuesta, los derechos de los extranjeros no se otorgarían por la pertenencia a una comunidad política, a un Estado o territorio, sino por la pertenencia a la humanidad, por la incorporación de los derechos de ciudadanía a un régimen universal de derechos humanos. Esta incorporación se daría desde la membresía política, con el mecanismo de las iteraciones democráticas, que se constituyen en procesos de deliberación pública en los que se abordan reivindicaciones y principios universalistas, en las instituciones legales, políticas y en la sociedad civil (Benhabib, 2005 [2004]).
Estos procesos de deliberación pública abrirían espacio a la voz de los migrantes, y a una libertad comunicativa en que las dos partes –ciudadanos e inmigrantes– puedan dialogar en igualdad de condiciones acerca de los criterios que favorezcan sus derechos (Rivero Ojeda, 2010). De manera que, de acuerdo con Rivero Ojeda (2010), Benhabib apuesta por un sistema democrático justo, en que la diversidad, la migración y los derechos universales sean prioridad moral y política.
CONCLUSIONES
La salud de los migrantes, un asunto de justicia social
De acuerdo con Héctor Abad Gómez (2012 [1987]) “una sociedad humana que aspira a ser justa tiene que suministrar las mismas oportunidades de ambiente físico, cultural y social a cada uno de sus componentes. Si no lo hace, estaría creando desigualdades artificiales” (Abad Gómez, 2012 [1987], p. 4). Estas desigualdades competen a la salud pública, pues tal como señalan la medicina social latinoamericana (Galeano, Trotta y Spinelli, 2011) y la epidemiología crítica (Breilh, 2013), la salud no puede pensarse solo en su dimensión biológica o individual, pues esta, así como la enfermedad y la muerte, se vincula con la categorización de los sujetos.
Así, categorizaciones como las de género o etnia derivan en afectaciones particulares relacionadas con la salud. Como ejemplo, trabajos como los de Paula Braveman han evidenciado cómo pertenecer a etnias minoritarias afecta negativamente la salud (Braveman, 2012; Nuru-Jeter, Dominguez, Hammond, Leu, Skaff, Egerter, Jones y Braveman, 2009).
Tal como sucede en el caso de la etnia o el género, la categorización de los sujetos afecta a los migrantes. En quienes emigran se manifiesta en que debido a la jerarquización de categorías como la ciudadanía, los migrantes tienen un acceso desigual a recursos sociales, económicos, políticos y legales, y como consecuencia de este acceso desigual, los migrantes muestran peores niveles de salud que los nacionales en los países de destino.
Desde esta categorización de los sujetos, se sitúa a los migrantes en escalas más bajas que a los nacionales (Vargas Llovera, 2011), y desde allí son excluidos de recursos sociales como el empleo, la vivienda, la educación, el acceso a servicios de salud, etcétera.
La exclusión puede agravarse si se percibe a los migrantes como patógenos para las sociedades receptoras, por ejemplo, como cuando desde abordajes patologizantes se les considera un problema de salud pública para las sociedades de acogida. Es por esta razón que el presente texto ha planteado que para el abordaje de la salud de los migrantes, es necesaria la reflexión desde la justicia social que parta de reconocer la relación entre sus afectaciones de salud y su condición de migrante.
Con base en lo anterior, se presentaron los abordajes de justicia social y global predominantes, desde los cuales se destacaron los planteamientos de Seyla Benhabib (2006 [1992], 2005 [2004], 2008 [2007]) orientados particularmente a la justicia para los migrantes. En estos, primero se cuestiona aquellas teorías de la justicia social que se limitan a la redistribución de los recursos sin considerar las inequidades que subyacen a esta redistribución, por lo que propone la necesidad del reconocimiento del otro concreto. Y segundo, se postula una teoría de la justicia global cuyo centro está en el derecho de todo ser humano a tener derechos.
Con respecto al primer planteamiento de Benhabib (2006 [1992], 2008 [2007]), el presente texto destaca el reconocimiento del otro concreto, pues este reconocimiento permite cuestionar las inequidades vinculadas con la categorización, que nacen en la misma constitución de las poblaciones y tienen como consecuencia brechas de enfermedad y de muerte entre ellas.
Una propuesta de justicia social que reconozca al otro concreto permitiría además discutir el biopoder y su control de los cuerpos, vidas y poblaciones. El biopoder, ligado a una biopolítica negativa, homogeniza y excluye a quienes son diferentes (Arendt, 2005 [1958]); por el contrario, el reconocimiento del otro concreto justamente da lugar a la pluralidad, y al reconocer la pluralidad, aquellos que son diferentes no deben ser excluidos ni controlados.
Y en cuanto al segundo planteamiento, se ha propuesto que teniendo en cuenta que la migración es un fenómeno global, las reflexiones sobre justicia para los migrantes deben contemplar las teorías de justicia global. Para este texto, se plantea específicamente una justicia global basada en la propuesta de Benhabib (2005 [2004]): el derecho a tener derechos, esto es, que la garantía de derechos no se vincule con la nacionalidad o la ciudadanía, sino que se otorgue por la pertenencia a la humanidad.
La apuesta por el derecho a tener derechos de Benhabib (2005 [2004]) destaca además por su orientación y compromiso con los derechos humanos; orientación y compromiso con el que coinciden autoras como Fraser (2008), quien afirma que las variantes de la política del reconocimiento que no respetan los derechos humanos resultan inaceptables, aunque promuevan la igualdad social; o Stolkiner (2010) y Santos de Sousa (1997), para quienes los derechos humanos son centrales en la reivindicación de los grupos oprimidos. Y aunque puede advertirse que los derechos humanos tienen un legado de la tradición liberal, no debe desconocerse que son valiosos por su vínculo con las condiciones contextuales que los hacen históricos y situacionales (Varela y Sotelo, 2000) y porque su constitución respondió, en su momento, a un compromiso de la humanidad, una “declaración” contra las atrocidades cometidas contra sus congéneres.
Por otra parte, es necesario señalar que para la propuesta de este texto se han conjugado los dos planteamientos –de justicia social y de justicia global–: el reconocimiento del otro concreto (Benhabib, 2006 [1992], 2008 [2007) y el derecho a tener derechos (Benhabib, 2005 [2004]), pues la conjugación de ambos permite vincular la salud pública con los derechos humanos y con la pregunta por la redistribución y el reconocimiento. Y esta vinculación es central en la construcción de una alternativa a la salud actual que, condicionada por el mercado, se limita cada vez más a los privilegiados; es decir, aquellos que, como señala Bauman (2004), corresponden con los ideales de un sistema neoliberal.
Pensar una salud pública ligada a los derechos humanos y a la redistribución y el reconocimiento permite situar la salud como un derecho que debe protegerse por el Estado y por la sociedad. El anterior es un asunto relevante, pues los compromisos de la salud pública y sus apuestas en salud evidencian –pero también pueden movilizar– los de la sociedad (Varela y Sotelo, 2000). Así, es necesario conjugar la salud pública con un compromiso con la justicia social, pues la salud no es solo un asunto biológico o individual, sino un proceso, en el que se conjugan también condiciones sociales, económicas, éticas y políticas.
Por otra parte, en tanto interroga la patologización de lo diferente, por ejemplo, su segregación, esta propuesta es una puerta a las reflexiones que la salud, al denominarse pública, puede hacer sobre lo que se considera público. Como ejemplo, el tema de la salud de los migrantes exhorta a la salud pública a cuestionar sus mecanismos y condiciones cuando individuos como los migrantes son excluidos del ámbito público, y las consecuencias que esta exclusión tiene en su salud. De manera que aunque las reflexiones sobre el ámbito público no son exclusivas de la salud pública, sí deben ser centrales en cómo esta se construye como conocimiento y como práctica.
En suma, este texto ha planteado la pertinencia de que la aproximación de la salud pública a la salud de los migrantes tenga una mirada desde la justicia social; mirada que contemple el reconocimiento del otro y su derecho a tener derechos y que en esa medida, permita oponerse a una valoración de los migrantes como amenaza. La aproximación que se propone podría concretarse, por ejemplo en:
Mecanismos que permitan garantizar que los migrantes se consideren sujetos políticos en los Estados en los que residen. Y que como sujetos políticos les sean garantizados sus derechos, partiendo del principio de que los derechos son inherentes a la persona, no dependientes del Estado en el que se resida.
Propuestas de salud que con base en el reconocimiento del otro concreto, contemplen a los migrantes en su vulnerabilidad y en su singularidad. Como ejemplo, con intervenciones para mejorar sus condiciones de vida, como alimentación, vivienda, empleo, etcétera, cuyo mejoramiento contribuirá a mejorar sus condiciones de salud.
Atención en salud diferencial, que como migrantes se consideren sus particularidades de idioma, creencias, concepciones de salud, recursos sociales y económicos, entre otros.