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Latinoamérica. Revista de estudios Latinoamericanos

versión On-line ISSN 2448-6914versión impresa ISSN 1665-8574

Latinoamérica  no.52 Ciudad de México ene./jun. 2011

 

Mirador Latinoamericano

 

Prolegómenos de una dictadura militar y su filosofía del poder (1948-1958)

 

Prolegomena to a military dictatorship and its philosophy of power (1948-1958)

 

José Alberto Olivar*

 

* Instituto Pedagógico de Caracas, Departamento de Geografía e Historia (Venezuela) (josealbertoolivar@gmail.com).

 

Recibido: 14 de junio, 2010.
Aceptado: 9 de noviembre, 2010.

 

Resumen

En torno al periodo comprendido entre 1948 y 1958 se han escrito variadas apreciaciones que aún hoy día mantienen vivo el debate sobre las bondades y desafueros de los gobiernos militares que rigieron el destino de Venezuela durante aquellos años. A partir de los preceptos teóricos del pretorianismo moderno, se explicará el proceso político e ideológico que impulsó a un grupo de oficiales de las Fuerzas Armadas a la toma del poder efectivo, para así llevar adelante su propia versión autoritaria de la modernización.

Palabras clave: Venezuela, Pretorianismo, Modernización, Doctrina, Ideología.

 

Abstract

Around the period between 1948 and 1958 has written several findings that even today keep alive the debate about the merits and excesses of the military governments that ruled the fate of Venezuela during those years. Based on the theoretical rules of modern praetorianism, explaining the political and ideological process that led to a group of military officers as to the actual takeover, thus carrying out their own version authoritarian modernization.

Key words: Venezuela, Praetorianism, Modernization, Doctrine, Ideology.

 

ENTRE EL PRETORIANISMO ÁRBITRO Y EL PRETORIANISMO GOBERNANTE

La intervención de los militares en el ejercicio del poder político ha sido una variable a lo largo de la historia republicana venezolana. Esto como secuela de las guerras nacionales de independencia, cuya máxima expresión política fue el surgimiento del fenómeno caudillista que se extendió durante buena parte del siglo XIX. Ante la inexistencia de una estructura militar institucionalizada sujeta al fiel cumplimiento de cimeros principios constitucionales, la figura del caudillo enaltecida por su devota facción de peones armados, se erigió como la personificación de la autoridad, el orden, la justicia y la ley.

Esta práctica comenzó a revertirse a partir de la imposición de un esquema centralizado del poder que en primera instancia hizo de las tropas de la Revolución Liberal Restauradora de 1899, una suerte de ejército permanente capaz de constreñir la capacidad de maniobra del caudillaje histórico. Así quedó de manifiesto tras el fin de otra revolución, esta vez llamada Libertadora, que tuvo en su seno a lo más granado de una estirpe guerrera finalmente derrotada en las batallas de la Victoria y Ciudad Bolívar en 1902 y 1903, respectivamente. Mientras que por otro lado, la concentración de la toma de decisiones en manos del jefe del Ejecutivo Nacional fue dejando a un lado el viejo sistema de repartición de poder entre jefes regionales acomodados en torno a un primus ínter pares. En adelante, los acuerdos y alianzas pasarían por el tamiz insoslayable de reconocer una sola autoridad que no admite límites para el ejercicio de su poder hegemónico.1

De acuerdo con el esquema interpretativo propuesto por Domingo Irwin, las relaciones civiles-militares en Venezuela durante el siglo XX se han caracterizado por el influjo de una realidad pretoriana, cuyo pivote central ha sido la consolidación de un "efectivo ejército nacional" que ha venido actuando al amparo de su disuasivo poder de fuego, como un ente corporativo capaz de imponer su criterio en cuanto al manejo de la institucionalidad política. Irwin pone énfasis en analizar las características del ejército legado por Gómez, afirmando que el pretorianismo arraigado en sus filas tuvo dos formas de expresión progresiva: pretorianismo potencial y pretorianismo actuante.2

En efecto, tras veintisiete años con la jefatura del "hombre fuerte", el ejército nacional aparece sólidamente estructurado en todo el territorio nacional. Atrás había quedado la época de las huestes caudillezcas y las guerras intestinas que asolaron al país durante buena parte del siglo XIX, en adelante el monopolio de la violencia será asumido íntegramente por el Estado a través de su moderna y operativa maquinaria militar. Pero no sólo se trataba de sojuzgar las viejas formas de hacer política, sino de institucionalizar una fuerza con suficiente calificación profesional para sostener un régimen que le proporcionaba un notable margen de maniobra dentro de las instancias de toma de decisiones políticas del Estado.

De allí que el acceso del general Eleazar López Contreras al solio presidencial, en diciembre de 1935, no fue el producto de una maniobra de corte personalista sino del consenso de las élites gobernantes que legitimaron el poder del ejército nacional como garante del orden existente. Igual situación volvería a reeditarse con motivo de la elección del general Isaías Medina Angarita en 1941, puesto que esta candidatura, al margen de las libertades concedidas para un debate electoral más o menos abierto, era la expresión política más acabada de la institución castrense, que representaba al mismo tiempo los intereses de los factores dominantes de la sociedad.

Este flagrante escenario que vivió el país entre 1936 y 1945 calza perfectamente dentro de los parámetros del llamado pretorianismo potencial o latente, donde el sector militar acogió una suerte de papel de árbitro de la política nacional.

Al lado del apego al cumplimiento de la Constitución y el conferimiento de ciertas garantías como la convocatoria a elecciones, organización de partidos políticos, libertad de expresión, entre otras, los gobiernos de López Contreras y Medina Angarita no desestimaron el verdadero origen de sus mandatos, los cuales provenían del seno de la institución armada.

Sin embargo, la ruptura entre las dos principales figuras del posgomecismo, al enfrascarse en una disputa por el rol hegemónico dentro del bloque de poder dominante, dio al traste con un proceso de transición que, finalmente, fue barrido por una acción militar dirigida por la oficialidad subalterna del ejército en alianza con dirigentes del partido Acción Democrática, el 18 de octubre de 1945.

A partir de ese momento se produce un cambio en la correlación de fuerzas que en adelante detentaran el poder político. Las Fuerzas Armadas Nacionales, como serían denominadas a partir de 1946, asumen a través de sus principales representantes la potestad de actuar directamente en la conducción del Estado, aunque de forma compartida en sus inicios. Para luego mostrarse como la única institución capaz de garantizar la estabilidad y progreso en representación de la voluntad nacional. En esto no habrá miramiento alguno para hacer valer la primacía de las bayonetas llegado el momento de desalojar a los civiles del ejercicio del gobierno, como en efecto ocurriría tres años después el 24 de noviembre de 1948.

Para Irwin, los golpes de Estado de octubre de 1945 y noviembre de 1948 "son parte de un mismo proceso dentro de la realidad militar venezolana".3 En ambos hechos se pondría de manifiesto el pretorianismo actuante de un grupo de oficiales que se asumían como la expresión más elevada del profesionalismo militar. Eran egresados de la escuela militar creada a principios de siglo y cuya instrucción se vio robustecida por su pasantía en reconocidos institutos de formación castrense ubicados en el exterior.

Este salto cualitativo, en la condición militar de la oficialidad joven del ejército y la marina de guerra, contrastó notablemente con la estirpe de buena parte de los oficiales superiores, muchos de ellos salidos de las montoneras y huestes heredadas del siglo XIX, cuya actuación en el aplacamiento de los conflictos armados sucedidos entre 1901 y 1903 los hicieron acreedores de su incorporación al naciente Ejército Nacional.

A medida que la brecha generacional se iba haciendo más marcada, los intereses de los oficiales de escuela se tornaron cada vez más evidentes:

• Frente a la incipiente dotación de material y equipos bélicos se plantea la modernización de las Fuerzas Armadas para equipararlas a la superioridad técnica de sus pares en el resto del continente.

• Ante el deterioro en las condiciones de vida del personal de tropa y oficialidad de mando, se propuso la reivindicación socioeconómica de los cuadros militares.

• Contra la injusticia practicada en los nombramientos y ascensos, que demeritaba a las nuevas generaciones de mayores, capitanes y tenientes, se imponía la aplicación de criterios profesionales para el acceso a cargos superiores dentro de la institución armada.

Estas inquietudes fueron recogidas por los oficiales de mayor ascendencia entre los jóvenes militares, entre quienes destacaban Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez, Luis Felipe Llovera Páez y Julio César Vargas. Los tres últimos, acababan de finalizar sus estudios en el exterior y pudieron percatarse del grado de compactación que traslucían los militares argentinos, peruanos y chilenos con los que compartieron cátedra en la escuela de artillería de Chorrillos, situada en Perú. Movidos por esa experiencia, se apresuraron a promover la constitución de una logia militar secreta que reunió en poco tiempo un número significativo de oficiales y suboficiales, cuyos propósitos fundamentales eran "renovar las instituciones y métodos de gobierno", "crear un ejército verdaderamente profesional", "dotado del material y demás medios morales, técnicos y económicos necesarios a su desarrollo [...] ".4

A nuestro modo de ver, fue la Unión Militar Patriótica el equivalente al liderazgo que venía ejerciendo una camada de jóvenes políticos salidos a la luz pública desde 1928. La diferencia estriba en que los primeros eran el fruto de un aparato castrense organizado para defender el sistema que los segundos impugnaban.

Aun así, ambos grupos coincidían en la necesidad de imprimirle vigor a un proceso de transformación política y económica que se encontraba en ciernes. Y la vía más expedita para la consecución de estas premisas fue la del golpe de Estado.

No hacía poco, 1943, en Argentina y Bolivia se habían suscitado dos levantamientos militares que revolucionaron sus respectivas estructuras políticas, los militares en ambos países constituyeron gobiernos que impulsaron programas económicos nacionalistas mediante métodos autoritarios. No cabe duda que la preponderancia adquirida por el sector militar, durante la Segunda Guerra Mundial, y la difusión de doctrinas políticas, que exaltaban las bondades del nacionalismo y de un solapado fascismo de matices autoritarios y corporativistas, creó el marco de condiciones favorables para el ascenso de grupos castrenses con claras ansias de mando.

En opinión de Perlmutter los golpes militares son la manifestación más certera de la ambición política de los activistas que hacen vida dentro de un ejército. Y su capacidad para ejecutar sus designios viene dada por distintos factores, como por ejemplo el grado de madurez y cohesión política del grupo, la naturaleza de su liderazgo y la ineficacia del gobierno a reemplazar.5

El golpe de Estado del 24 de noviembre de 1948 fue justificado ante la opinión pública como la respuesta institucional de las Fuerzas Armadas frente a la amenaza del sectarismo político y la agitación permanente de quienes habían desperdiciado la oportunidad de obrar en beneficio de toda la nación. Alegaban como prueba de su vocación progresista la oportunidad brindada a los dirigentes del único partido que consideraron comprometido con los ideales de cambio subyacente en la población. Sin embargo, la sobrevivencia de viejos vicios y el surgimiento de otros nuevos obligaron al comando militar de las Fuerzas Armadas a proceder a asumir el control del país, en virtud de su indeclinable deber de proteger a la patria.6

Pese a estos candorosos argumentos, los hechos ponían en evidencia un subterráneo malestar en las filas castrenses que comenzó a germinar poco después de constituida la Junta Revolucionaria de Gobierno que reemplazó a Medina Angarita en 1945. Por una parte, un grupo de militares insatisfechos por la correlación de fuerzas, impuestas en el nuevo gobierno, comenzó a nuclearse en torno a la figura de Marcos Pérez Jiménez, quien fue capitalizando este descontento a la espera de nuevas situaciones. Y por otra, estaban los conciliábulos conspirativos de sectores allegados al régimen depuesto, que sin mayor articulación protagonizaron "un total de 7 alzamientos" en contra de la Junta dominada por Acción Democrática.7

Como ingrediente adicional a este conflictivo escenario, que hacía más difícil la coexistencia entre civiles y militares, destaca el propósito furtivo de los dirigentes políticos del gobierno colegiado en ir domeñando la participación de los militares en asuntos de interés general, lo cual llevaba implícito el mensaje de hacerlos volver a sus cuarteles y atenerse a los dictámenes del poder civil. Para quienes se consideraban los verdaderos artífices del golpe del 18 de octubre, esta situación resultaba harto inaceptable y los conminaba a una seria rectificación.

De tal manera que la decisión adoptada por la plana mayor de las Fuerzas Armadas de deponer al presidente Gallegos no era más que el reflejo de la postura de toda una oficialidad, que consideraba llegada la hora de apropiarse plenamente de los poderes del Estado sin la presencia de incómodos socios civiles. Y así, tal como se había hecho en 1945, todas las instituciones públicas fueron intervenidas y otras disueltas. Las cámaras legislativas, la Corte Federal y de Casación, y los concejos municipales fueron suprimidos de un tajo para facilitar la concentración de poder y la adopción de medidas excepcionales.

Se trataba entonces de demostrar al país la capacidad de los militares de carrera de ejercer con acierto la conducción del gobierno e impulsar el desarrollo del país por la senda que consideraban más correcta. Tales premisas se ajustan a las características de un ejército pretoriano de tipo gobernante según Perlmutter, donde resaltan las siguientes:

En primer lugar, la tendencia de los gobernantes militares de amoldar monolíticamente todas las instituciones existentes de acuerdo con sus propios preceptos de modernización, industrialización y participación política.

En segundo lugar, la taxativa desconfianza hacia las autoridades civiles por su manifiesta incapacidad de asegurar la estabilidad política y el cumplimento de sus planes de gobierno.

En tercer lugar, la plena convicción de que el régimen militar es la última alternativa válida al desorden generado por los políticos de oficio.

En cuarto lugar, la legitimización de sus acciones mediante la creación u apoyo a una ideología política que maximice el control militar sobre la sociedad.

Y en quinto lugar, el uso extensivo de los símbolos pertenecientes a la institución militar para suscitar el apoyo a sus programas y actividades.8

En relación con estos planteamientos, podemos afirmar que los movimientos militares desatados en Venezuela, hacia mediados de la década de los cuarenta del siglo pasado, representan la evolución de una institución que se consideraba lo suficientemente madura para actuar como gerentes de un proyecto político propio.

De acuerdo con Brian Loveman, las misiones militares extranjeras contratadas por diferentes gobiernos de América Latina, entre los años finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cumplieron un papel determinante en los procesos de profesionalización y modernización de sus respectivos ejércitos. Como parte de sus actividades didácticas, estos asesores enunciaron la estrecha relación entre el desarrollo económico y la seguridad nacional. Puntualizaban como ejemplo, la magnitud del potencial industrial de Europa y Estados Unidos, que contrastaba con la incapacidad de las economías latinoamericanas para satisfacer sus propias necesidades en caso de un conflicto bélico.9

Estas ideas comenzaron a calar en la bisoña oficialidad sobre todo después de ver reflejadas las múltiples dificultades económicas ocasionadas durante la Primera Guerra Mundial. Como solución a esta condición de atraso empezaron a orquestarse varias iniciativas a favor de la industrialización y la planificación económica, que en algunas naciones de América Latina tuvo resultados alentadores, pero en otras los registros eran más bien insatisfactorios. Esto último potenció una suerte de convicción maniqueísta entre los oficiales militares que achacaban a los dirigentes políticos venidos del campo civil, la responsabilidad de no haber afianzado un programa de desarrollo económico coherente. Por tanto, la solución a esta controvertida situación recaía insoslayablemente en las Fuerzas Armadas.

Era la reedición anacrónica de una especie de derecho ipso facto reclamado un siglo atrás por algunos de los próceres de la guerra de independencia, que los hacía verse como los detentadores exclusivos de las más encumbradas posiciones republicanas, es decir, los haberes de sus lanzas. Si bien en esta ocasión no había heroicos hechos de armas que apoyasen la supremacía del estamento militar dentro de la sociedad, los miembros de las Fuerzas Armadas se asumían como los legítimos herederos de un pasado lleno de glorias ligadas a la consecución de la libertad y de la independencia.

La profesionalización de los militares reforzó esta sobreestimación, haciendo una clara distinción entre la virtud, el valor y el honor subyacente dentro del estamento castrense y la debilidad moral de los civiles. Los oficiales eran patriotas y de principios, en cambio los políticos eran oportunistas y pragmáticos.10 De ahí que las nuevas generaciones de militares estimaran alcanzar, en el corto y mediano plazo, una participación más activa en la modernización económica e incluso en la toma de decisiones estratégicas.

De esta manera a la misión "cuasi religiosa" inspirada en tradiciones y valores marciales tendentes a defender a la patria de enemigos internos y externos, se le agregó el deber de rescatar a la patria de la ilegitimidad e ineficacia de los gobiernos reformistas y de izquierda.11

En el fondo de estos postulados providencialistas está inserto un prosaico desprecio hacia el ámbito civil de la sociedad, donde no se ve más que la simple presteza de servir de funcionarios y técnicos al servicio de un régimen con sobrada vocación autoritaria.

 

VENEZUELA EN EL MARCO DE LA GUERRA FRÍA

En medio de los reacomodos internos, también se puso de manifiesto un contexto internacional posbélico que exigía definiciones concretas en cuanto a la ubicación ideológica de los gobiernos situados bajo la órbita de Estados Unidos. El 12 de marzo de 1947, Washington había enunciado su política de contención o Doctrina Truman como reacción ante el avance del comunismo soviético en Europa del Este, dando pie a la conformación de un bloque político en el mundo occidental que llamaba a defender la democracia y los valores del mundo libre.12 La Guerra Fría había comenzado.

La élite militar venezolana coincidía con el interés estratégico de la política exterior norteamericana de eliminar cualquier signo progresista que favoreciera la posible influencia de la Unión Soviética en América Latina. Para el momento en que ocurre la asonada militar de noviembre de 1948, llamada eufemística-mente "golpe frío", el panorama político latinoamericano en realidad se estaba sobrecalentando.

El ascenso de fuerzas democráticas y reformistas experimentado en algunos países del hemisferio, gracias a la política del Buen Vecino aplicada por la administración de Franklin D. Roosevelt (1933-1945) sufrió un grave retroceso. Si bien la tendencia intervencionista del gobierno norteamericano se había flexibilizado desde 1933 en aras de forjar una alianza recíproca entre Estados Unidos y Latinoamérica, no es menos cierto que esta iniciativa respondió a un momento de debilidad del gran capital afectado por el crack de 1929, cuyos efectos se hicieron sentir sobre el comercio interamericano.13

Después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos comenzó a replantear sus relaciones con América Latina. El nuevo presidente Harry S. Truman (1945-1953) hizo suya la estrategia de promover la defensa del orden hemisférico de cualquier amenaza exterior. No obstante, esta vez la amenaza no provendría de las potencias del Eje nazi-fascista, sino de la otrora aliada Unión Soviética.

Para hacer frente a la expansión del comunismo internacional, Estados Unidos concitó la suscripción de varios acuerdos multilaterales. El primero fue el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) aprobado en Río de Janeiro (Brasil) en septiembre de 1947 y el segundo, la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) refrendada en Bogotá (Colombia) en 1948. No menos importante fue la Resolución sobre la Conservación y Defensa de la Democracia en América, sancionada también en el marco de la IX Conferencia Internacional de Estados Americanos que dio origen a la (OEA). En estas iniciativas quedó patente el interés del gobierno norteamericano por patrocinar declaraciones de condena internacional hacia el comunismo y la implementación de mecanismos de defensa militar hemisférica.14

La estrategia de contención, como sería conocida la política de seguridad adoptada por Estados Unidos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, atribuía a la Unión Soviética el potencial de una amenaza militar e ideológica contra sus intereses en el mundo. Ello obligaba a la necesidad de promover alianzas regionales para asegurar la preeminencia del capitalismo. Dentro de esta agenda global, América Latina ocupó un lugar subordinado sujeto a la radicalización de la política anticomunista y militarista de la Casa Blanca, como en efecto ocurriría en los años subsiguientes.

Muchas han sido las explicaciones en torno a la participación de Estados Unidos en el golpe de Estado contra Gallegos en 1948.15 No está dentro de los propósitos de esta investigación ahondar sobre el tema. Sin embargo, notorios fueron los factores internos y externos que vieron con buenos ojos la actuación de las Fuerzas Armadas de poner coto al ambiente de efervescencia e incertidumbre que reinaba en el país en ese momento.

En medio de las acusaciones de anarquismo y de connivencia con ideas comunistas que amenazaban el orden y la propiedad privada, la autoridad civil fue rápidamente desechada. Instalándose en su lugar una Junta Militar que gobernaría al país en nombre de las Fuerzas Armadas Nacionales.

Una situación análoga había ocurrido en Perú un mes atrás, al producirse la deposición del gobierno constitucional y el ascenso de los militares al poder. Ambos hechos representaron una prueba de fuego para la diplomacia interamericana, pero al mismo tiempo una gran oportunidad para Estados Unidos en su objetivo de alentar el advenimiento de regímenes de fuerza en Latinoamérica. Los imperativos de la Guerra Fría se habían superpuesto frente a la retórica idealista del Buen Vecino.16

El reconocimiento internacional a los nuevos gobiernos no se hizo esperar al recibir, en contraparte, la garantía de servir de freno al avance de los movimientos progresistas, que indistintamente fueron tachados de peligrosos agentes de la subversión externa. Paralelamente, en cuanto a Venezuela se refiere, la Junta Militar ofreció a Estados Unidos por intermedio de su embajador Walter J. Donnelly, un cúmulo de seguridades que iban desde la ruptura de las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética, pasando por el incremento de la asesoría militar norteamericana, la protección de las cuantiosas inversiones en petróleo, hierro y otros rubros de la economía, hasta la reforma en las legislaciones en materia laboral, agraria y educativa.17

Evidentemente, los jefes militares venezolanos procuraron desmarcarse lo más posible de los "excesos" cometidos por sus antecesores, no dudando en estrechar los nexos políticos, económicos y culturales con Estados Unidos. Con ello esperaban recibir en contrapartida ventajas comparativas que posicionasen al país como un aliado de primer orden en la geopolítica internacional.

 

EL NUEVO IDEAL NACIONAL UNA DOCTRINA PRAGMÁTICA

Ya consolidado el nuevo estado de cosas, el gobierno militar procedió en lo inmediato a llevar a cabo buena parte de los proyectos de modernización urbana e industrial delineados en la égida de los otrora socios políticos depuestos. Pronto surgiría la pretensión de rotular sus realizaciones valiéndose de alguna expresión ideológica que le diera un viso de legitimidad aparente. Así como López Contreras enarboló la bandera del bolivarianismo como su divisa, Medina Angarita hizo lo propio con los estandartes de la democracia y la libertad, al igual que los adecos hablaban de la Revolución democrática. Los militares pretorianos ahora en la cúspide del poder ondearon una premisa que pretendía ser unifica-dora: la doctrina del bien nacional.

La enunciación de un Nuevo Ideal Nacional tuvo su aparición primigenia en los registros oficiales por boca de uno de los triunviros que capitalizaba mayor influencia dentro de la Junta Militar de Gobierno instaurada en noviembre de 1948. El entonces teniente-coronel Marcos Pérez Jiménez, ministro de la Defensa, al hacer uso de la palabra en el marco de una reunión de alto nivel, formuló un llamado a dejar la parcialización por ideologías extrañas, que en su opinión sólo estimulaban enconos divisorios, invitando a sumar energías a favor "de un ideal nacional, capaz de obligarnos a un acuerdo de voluntades para su plena realización".18

Para quienes se identificaban con este punto de vista no admitían discusión en cuanto al rol superlativo que debían ejercer las Fuerzas Armadas Nacionales como representantes legítimos de la unidad nacional. De esta forma, se pretendía dar un marco justificatorio a la acción emprendida contra un gobierno emanado del libre ejercicio de la voluntad popular.

En opinión de los detentadores del régimen militar, la experiencia política de los años precedentes había resultado traumática para la absoluta conservación de "la paz y la seguridad social". La reiterada convocatoria a elecciones, las pugnas interpartidistas y el ascenso de nuevos actores políticos salidos algunos de ellos de la ebulliciente masa de empleados, obreros y campesinos, ponían en peligro la estabilidad de los sectores tradicionalmente vinculados al poder político.

Dada esta circunstancia amenazante, atribuida a la supuesta incapacidad de la mayoría de la población para vivir en democracia, los militares optaron por hacer valer su propia manera de concebir la democracia y los medios para llegar a la concreción de aquel ideal abstracto. De acuerdo con estos postulados, resultaba imprescindible modificar las condiciones naturales donde hacía vida el conglomerado humano, a fin de echar por tierra las barreras deterministas que dificultaban el perfeccionamiento de las costumbres sociales y políticas.

Quienes se erigieron en ideólogos del gobierno sostenían que el establecimiento de un régimen democrático en las condiciones físicas e intelectuales reinantes en la Venezuela de entonces resultaba una vana ilusión. Por el contrario, más que vociferar demagógicamente las bondades de un determinado sistema político era preferible construir sus bases sobre una realidad tangible, con el objeto de cambiar los hábitos y costumbres de un pueblo no apto para practicar la democracia.19 A partir de esta invectiva certidumbre comienza a promoverse desde las altas esferas oficiales una ideología capaz de dar respuesta a las expectativas de progreso, que a su modo de ver debían ser prioritariamente atendidas.

El momento cumbre para la consecución de este propósito legitimador lo constituyó la designación del ya coronel Marcos Pérez Jiménez como presidente provisional de la República el 2 de diciembre de 1952, por parte de los representantes jerárquicos de las Fuerzas Armadas Nacionales. Hecho que confirma la visión corporativista prevaleciente en el estamento castrense de atribuirse la facultad absoluta de organizar el gobierno según sus dictámenes, tal como había ocurrido en 1950 luego del magnicidio cometido contra el presidente de la Junta Militar, teniente coronel Carlos Delgado Chalbaud, quien fuera reemplazado por una figura civil de inocua significación, Germán Suárez Flamerich.20

En su alocución inaugural, el coronel Pérez Jiménez reivindica "los ideales" que llevaron a las Fuerzas Armadas Nacionales a insurreccionarse el 18 de octubre de 1945, enlazándolos maniqueamente con el "propósito rectificador" perpetrado el 24 de noviembre de 1948.

A partir de esta fecha, los principios de realización del bien nacional se han aplicado en todos los órdenes de la vida venezolana, sin distinguir entre clases sociales, regiones geográficas o condición política de los ciudadanos, pues el Gobierno, lejos de dedicarse a perseguir a quienes colaboraron directa o indirectamente en la labor destructiva que ejecutó Acción Democrática, tomó muy en cuenta que esos ciudadanos también forman parte de la Nación.21

Agrega las acciones que se habían emprendido durante la gestión de las juntas provisorias de gobierno entre 1948 y 1952, dejando por sentado cuáles eran, en su opinión, las líneas maestras que harían posible la consecución del bien nacional:

Durante estos años se tuvo por norma inquebrantable no adelantarse a herir a quienes dentro del orden y paz garantizados fueron factores positivos para el desarrollo del país [...]. Al mismo tiempo, se cumplió la más vasta, útil y fecunda obra administrativa de que pueda ufanarse un Gobierno en toda la historia del país; porque la política del bien nacional no consiste ni en el halago ni en la deformación de los sentimientos populares, sino en su elevación y en el noble aprovechamiento de los hombres y del medio venezolano.22

Esta forma de concebir el destino de la nación se aplicaría mediante una doctrina conocida desde entonces con la denominación de Nuevo Ideal Nacional. Si bien, no llegó a condensarse un acabado corpus de ideas que reflejase un análisis profundo y hasta dogmático de la realidad nacional, algunos rasgos esenciales fueron delineados por medio de discursos, documentos oficiales y periódicos afinas.

Descuella por la insistencia reiterativa de planteamientos básicos, el interés del régimen por infundir a un colectivo desprovisto de libertad de expresión, una oferta positiva antepuesta a lo que se consideraba negativo para el país. Esta visión maniquea del escenario político pretendía legitimar toda acción hegemónica tendente a salvaguardar un estado de cosas propicio para los sectores dominantes de la sociedad. En la práctica se trataba de imponer un esquema de pensamiento único que no admitía disidencias o vaivenes, a riesgo de ser considerado como elemento lesivo al bien de la patria.

El momento más apropiado y solemne escogido por el gobernante para lanzar al vuelo sus furtivas elucubraciones, lo representó la celebración de la "Semana de la Patria", suerte de pantomima de corte fascista implementado a partir de la consolidación de su poder en 1953, en el que se obligaba a los empleados públicos, obreros y estudiantes a desfilar marcialmente por calles y avenidas. Estos actos de "exaltación patriótica" se hacían coincidir con la conmemoración de la fecha alegórica del 5 de julio y culminaban en un fastuoso desfile de las principales unidades militares, frente a la plácida mirada del coronel presidente y su círculo de acólitos.

Aun cuando se alegaba que el gran propósito de organizar estas actividades consistía en rendir tributo a los valores de la nacionalidad, resultaba claro a la vista de todos que el verdadero fin era celebrar la "apoteosis" del régimen y hacer palpable una aparente manifestación de adhesión y fortaleza inquebrantable.23

En ocasión de clausurar la primera edición de estas festividades oficiales el 6 de julio de 1953, Marcos Pérez Jiménez expuso una idea, ya próxima su toma de posesión constitucional como presidente de la República semanas atrás, que a la postre habría de convertirse en los años sucesivos en el ritornello más emblemático de su gestión y de su pensamiento político:

[...] conscientes de nuestra probada capacidad espiritual y de la conveniencia de aprovechar nuestros múltiples recursos, hemos fijado por objetivos del nuevo ideal nacional la transformación del medio físico y el mejoramiento moral, intelectual y material de los habitantes del país, como expresión ideológica de lo que debemos hacer.24

La reiteración de este cardinal planteamiento puede dar cuenta de dos acepciones perfectamente válidas: o se tenía un firme convencimiento en torno a la fórmula más expedita para acelerar el ritmo de desarrollo del país, sustentado en bases teóricas que analizan las relaciones causa-efecto de una realidad específica; o por el contrario, se trataba de un discurso vacuo lleno de eufemismos, carentes de profundidad sistemática.

Si nos atenemos a la primera acepción, podemos extraer algunos significados fundamentales.

En primer lugar, los exponentes del Nuevo Ideal Nacional se referían insistentemente a la transformación racional del medio físico como condición sine qua non para vencer las barreras naturales que durante siglos dificultaron la integración del territorio, el saneamiento ambiental y el progreso económico de las ciudades.

En segundo término, enfatizaban la importancia de promover el mejoramiento integral de los habitantes del territorio, cuya mira subyacente estaba orientada a regenerar los factores étnicos que constituían la población venezolana, a fin de echar a un lado los instintivos hábitos heredados del pasado socio-histórico que favorecían la apatía por el trabajo, el comportamiento belicoso y la tendencia mitificadora.

Un tercer aspecto trataba sobre la creación de una idea unitaria y orgánica de la nacionalidad dirigida con la tutela de una élite militar identificada plenamente con los valores de un bloque capitalista, que veía en la ideología comunista una seria amenaza de desintegración del orden dominante.

En cuarto lugar, destacaba la idea de gobernar con eficacia donde se hacía gala del empeño ejecutor de un régimen guiado por criterios científicos, en contraste con la lentitud administrativa y desordenada que demostró el ejercicio del poder por parte de los partidos políticos.

Un quinto aspecto tenía que ver con el mantenimiento de la paz pública, que no dudaba en sobrepasar los límites de la legalidad escrita para aplacar la agitación de facciones políticas empeñadas en subvertir el modelo económico en ejecución.

La mayoría de los investigadores que han estudiado el periodo coinciden en señalar que el marco ideológico del régimen se nutría de elementos positivistas, liberales, pragmáticos y tecnocráticos a los que se unía un planteamiento desarrollista de corte autoritario.25

Uno de los trabajos más enjundiosos en torno a las influencias intelectuales y políticas de la dictadura militar ha sido elaborado por Ocarina Castillo. En su obra, la autora precisa cuatro fuentes ideológicas cuyos contenidos dieron forma a la filosofía política del régimen: el positivismo, el militarismo unido a la noción geopolítica de dominio del espacio, además de la influencia de movimientos contemporáneos como el peronismo y el nasserismo. En opinión de Castillo esta variedad de influencias representa el intento de crear una racionalidad eminentemente técnica que apuntaba hacia la consolidación capitalista de la estructura económico-social venezolana.26

Por su parte, Fernando Coronil afirma que la idea de transformación asumida dentro de la retórica oficial significaba transplantar los signos más visibles de la modernidad en el cuerpo natural de la nación, léase el medio físico, y convertirlos en la fuente de progreso de la sociedad. Esta manera de concebir la modernización se acercaba más a las formas positivistas de interpretación de la realidad venezolana reinantes a principios del siglo XX que a la ideología del desarrollo formulada a partir de la segunda posguerra.27

Sumados a los planteamientos antes expuestos, podemos agregar que el Nuevo Ideal Nacional guardaba intrínsecamente ciertos matices de contenido fascista en lo que respecta a la posición omnipotente del Estado frente a los intereses yuxtapuestos de los individuos, su inexorable postura anticomunista, la exaltación grandilocuente por los valores nacionales y el rechazo a una forma de democracia igualitarista. Empero, no pretendemos forzar conceptos, como bien advierte Aníbal Romero en su estudio introductorio sobre la "caracterización del fascismo y especificidad del nazismo", pero sí consideramos viable calificar al pretorianismo gobernante de la década del cincuenta como una expresión menor de los "fascismos históricos" auscultados por el autor.28

En efecto, sería erróneo señalar que durante aquellos años hubo en Venezuela una reedición fidedigna de las prácticas políticas de Benito Mussolini y de su noción de Estado corporativista, puesto que el Estado dirigido por los militares venezolanos distaba de ser un aparato político manejado por un partido fascista, dividido por sectores representativos de la actividad productiva, aun cuando las relaciones con estos últimos fueron excelentes hasta el final del periodo.

Ahora bien, si consideramos el discurso historicista de los epígonos del régimen y la adopción de mecanismos para imponer la subordinación de la sociedad con los designios de una élite privilegiada, entonces puede calificarse genéricamente a los gobiernos pretorianos que se sucedieron entre 1948 y 1958 como neofascistas,29 dada su tendencia totalitaria y postura contraria a los principios de la democracia liberal.

Desde la óptica de los militares asidos al poder, la nación no era vista como una composición abstracta, sino como un ente orgánico y perfectible en virtud de sus elementos geográficos, demográficos, económicos y sociales, que en conjunto debían ser conducidos por una estructura organizativa enfocada a diagnosticar sus deficiencias físicas y aplicar los correctivos de rigor para su correcta evolución. De tal manera, el Estado regido por un gobierno fuerte sería el instrumento catalizador que haría posible cumplir los imperativos de un modelo de desarrollo capitalista.

Este modo de concebir al Estado como agente por excelencia de la modernización, no implicaba en lo absoluto dar paso a efectivas reformas que llevasen a la instauración de un sistema político democrático. Por el contrario, la democracia era más bien vista como una panacea tan extraña a nuestro ambiente, como inoperante en las manos de un pueblo aquejado por el atraso y la ignorancia. Así lo dejó en claro una y otra vez Laureano Vallenilla Lanz Planchart, quien pretendió emular a su padre homónimo al erigirse como el "sostén intelectual de la dictadura". En ocasión de presentar la memoria del despacho a su cargo señaló sin ambages:

Todos estamos convencidos de la necesidad de estudiar y de aprender como condición previa al ejercicio de cualquier destino. Nuestro tradicional igualitarismo, un tanto anárquico en otras épocas, exige ahora un orden y una jefatura fundados en la capacidad [...]. La magnitud de la obra realizada por el régimen actual nos dice que ha sido necesaria la presencia en el poder supremo de un hombre culto para cumplirla, también se requiere la formación de hombres cultos para conservarlas y aumentarlas. De ahí el empeño por parte del Estado en llevar la cultura a los sitios más apartados de la República, por medio de carreteras que acerquen y civilicen y de campañas educativas y sanitarias que mejoren la calidad humana [...]. El Gobierno Nacional pretende demostrar a las generaciones presentes y venideras, que una sincera aplicación de normas técnicas a la administración pública en vez de las convencionales mentiras sobre la democracia y la libertad, es la mejor política para una Nación [...] .30

Lo anterior no es más que el reflejo del influjo positivista que predominó durante las primeras décadas del siglo XX, sirviendo de cariz indumentario para arropar las arbitrariedades de la dictadura gomecista (1908-1935), cuya existencia se explicó como la fórmula natural de aprovechar el innato culto a la personalidad, arraigado en la muchedumbre a fin de encauzarla hacia el fiel cumplimiento de las leyes impuestas por la férrea voluntad de un jefe único.31

La evocación de un ser providencial que encarnase la "constitución efectiva" de la realidad social era en opinión de Vallenilla Lanz (padre) una "necesidad fatal" para imponer el orden, más por el uso de la fuerza que por el espíritu de la razón. El Gendarme Necesario, como lo denominó el célebre autor positivista, ocupaba la posición más encumbrada dentro del entramado de compromisos personales que representaban la base fundamental de su poder, y ese reconocimiento lo hacía verse como el supremo representante y defensor de la unidad nacional.32

Esta fórmula autoritaria pretendió ser reestablecida en la figura de Marcos Pérez Jiménez, el verdadero hombre fuerte a lo largo de la década militar. Sin embargo, este militar cuya hoja de servicio arrojaba datos nada desdeñables no llegó a personificar un liderazgo carismático, capaz de cautivar el imaginario colectivo y concitar un fervoroso respaldo popular, como sí lo habían hecho Mustafá Kemal en Turquía, Mussolini en Italia, Hitler en Alemania y Perón en Argentina. Con todo, Pérez Jiménez fue presentado por sus amanuenses como "[...] un tipo original de gobernante [...] [que] no tiene parecido con los caudillos tradicionales ni con los demagogos [...]."33

El propio gobernante no dudó en exhibirse a sí mismo como un "ciudadano de antecedentes positivos" dispuesto a corregir los entuertos que amenazaban la consecución del bien común. Para ello hacía hincapié en la necesidad de emplear "principios similares a los de la ciencia militar" con el propósito de asegurar la entronización de la paz pública y el fomento del trabajo regenerador, condiciones básicas que harían posible la liquidación de la miseria, el atraso y la ignorancia, los tres grandes males que en su opinión aquejaban verdaderamente a los venezolanos de la época.34

La aplicación de este criterio científico que concebía la sociedad como un organismo rígidamente subordinado y homogéneamente encauzado por los derroteros de la disciplina, la sumisión y el respeto a la autoridad, pretendía justificar toda la acción del gobierno dictatorial en función del cúmulo de realizaciones materiales que ponía a la disposición del público. De esta forma el régimen se autoexculpaba de sus desafueros al poseer una medida propia de lo que consideraba moralmente correcto. En la medida que se iba magnificando la obra se presumía que mayor sería el grado de aceptación nacional a un gobierno centrado mucho más en los resultados que en las formalidades de la teoría democrática.

 

A MANERA DE CIERRE

Discrepamos de la visión tradicionalista que ha endilgado a los gobiernos pretorianos establecidos en el poder entre 1948 y 1958 el cognomento de una clásica dictadura militar, cuyo principal interés era la conculcación de la voluntad popular y el enriquecimiento libertino de sus principales exponentes. Desde ningún concepto negamos que la mácula de opresión, la tortura y la corrupción representaron el rostro de un régimen que segó con crudeza los derechos fundamentales del individuo.

Con todo ello y pese a la reiteración de estos elementos en contra, sería mezquino desestimar el impulso modernizador adelantado durante este periodo por quienes se consideraron los mejores intérpretes de un modelo de desarrollo capitalista a tono con los patrones económicos y culturales de Europa y Estados Unidos. No se trata de asumir posturas reivindicativas ni mucho menos solapar las transgresiones del régimen militar. Por el contrario, pretendemos tomar distancia de los escarceos dicotómicos que no dan lugar a la reflexión crítica y desprejuiciada.

Visto el trecho que nos separa de los eventos suscitados, no pocos autores han transitado esta senda interpretativa propia del quehacer historiográfico.35 Desde esta premisa, sostenemos que el pretorianismo gobernante en Venezuela sí fue un claro antecedente de las dictaduras de corte desarrollistas instauradas en América Latina entre las décadas de los sesenta y setenta, tal como en su momento lo calificó una renombrada historiadora mexicana.36 La política económica emprendida durante el periodo estuvo sujeta a la implementación de una estrategia nacional de desarrollo, que tenía como componentes principales la industrialización por sustitución de importaciones, el desarrollo del sector agrícola y la creación de infraestructura en la escala nacional.

Se trataba de hacer realidad un proyecto de país moderno, idea largamente acariciada desde los albores de la República, pero que ahora contando con el influjo de la riqueza petrolera sería posible concretar. Empero, más allá del discurso efectista que sugería la correcta conducción de la sociedad para garantizar la búsqueda del bienestar general, es preciso señalar que las bondades del crecimiento económico estimado en 10% interanual durante el periodo 1950-1957 no llegaron a favorecer a todos por igual, siendo más bien usufructuado por los sectores dominantes de la sociedad en franca alianza con inversionistas de capital extranjero.

 

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NOTAS

1 Véase Inés Quintero, El ocaso de una estirpe, Caracas, Fondo Editorial Acta Científica Venezolana-Alfadil Ediciones, 1989, pp. 115-118.

2 Domingo Irwin e Ingrid Micett, Caudillos, militares y poder. Una historia del pretorianismo en Venezuela, Caracas, Universidad Católica Andrés Bello/Universidad Pedagógica Experimental Libertador, 2008, p. 11. Para esta categorización, los autores manifiestan regirse según el modelo teórico definido por Amos Perlmutter, Political Roles and Military Rulers, Londres, Frank Cass and Co., 1981.

3 Ibid., p. 195.

4 "Acta constitutiva de la Unión Militar Patriótica", en Carlos Capriles Ayala, Pérez Jiménez y su tiempo, Caracas, Consorcio de Ediciones Capriles/Ediciones Bexeller, 1987, p. 267.

5 Amos Perlmutter & Valerie Plame Bennett [eds.], The political influence of the military. A comparative reader, New Heaven-Londres, Yale University Press, 1980, p. 17.

6 "Exposición de las Fuerzas Armadas a la Nación sobre el 24 de noviembre de 1948", en Capriles Ayala, op. cit., p. 275.

7 Véase Iván Darío Jiménez Sánchez, Los golpes de Estado desde Castro hasta Caldera, Caracas, Centralca, 1996, pp. 69-71.

8 Perlmutter & Plame Bennett, op. cit., pp. 207 y 208.

9 Brian Loveman, For la Patria. Politics and the Armed Forces in Latin America, Wilmington, Delaware, A Scholarly Resources Inc. Imprint, 1999, pp. 64-69.

10 Ibid., p. 70.

11 Ibid., p. 101.

12 Mundo libre: con esta denominación se hacía mención a los países que defendían las condiciones de desarrollo propios del sistema capitalista.

13 Véase Stephen G. Rabe, Eisenhower and Latin America. The foreign policy of anticommu-nism, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1988, pp. 7-10.

14 José Gilberto Quintero Torres, Venezuela-USA. Estrategia y seguridad en lo regional y en lo bilateral 1952-1958, Caracas, Fondo Editorial Nacional, José Agustín Catalá, editor, 2000, p. 51.

15 Véase Margarita López Maya, EEUU en Venezuela: 1945-1948 (revelaciones de los archivos estadounidenses), Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1996, pp. 273-315; Simón Alberto Consalvi, Auge y caída de Rómulo Gallegos, Caracas, Monte Ávila Editores, 1991, pp. 39-49; Oscar Battaglini, El betancourismo 1945-1948: rentismo petrolero, populismo y golpe de Estado, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2008, pp. 300-311.

16 Rabe, op. cit., p. 15.

17 "Conversación post-golpe de Estado entre Donnelly y Delgado Chalbaud, 3 de diciembre de 1948", en Consalvi, op. cit., pp. 229-236.

18 Marcos Pérez Jiménez, "Discurso en el acto de clausura de la Convención de Gobernadores de estados y territorios federales en el Palacio de Miraflores, Caracas 13 de marzo de 1949", en Pensamiento político del Presidente de Venezuela, Caracas, Imprenta Nacional, 1954, p. 14.

19 R. H. "La democracia venezolana", en Editoriales de El Heraldo, Caracas, Ediciones El Heraldo [s.f.], pp. 61 y 62. Aun cuando Marcos Pérez Jiménez siempre sostuvo que él fue el único autor del Nuevo Ideal Nacional, hubo importantes personeros y allegados al régimen que procuraron darle forma y contenido al esquema ideológico adoptado por el pretorianismo gobernante, entre ellos destaca Laureano Vallenilla Planchart a quien se atribuye el seudónimo bajo el cual aparecían publicados los referidos editoriales.

20 Véase Luis Alfredo Angulo, Venezuela, gobierno y fuerzas armadas. (Crónica política de una época 1948-1958), Mérida, Universidad de los Andes, 2007, pp. 17-123. El autor realiza un pormenorizado análisis del proceso político ocurrido durante la primera parte de la dictadura militar.

21 "Alocución del coronel Marcos Pérez Jiménez, Presidente Provisional de la República y Ministro de la Defensa", en Gaceta Oficial de los Estados Unidos de Venezuela, núm. 24003, Caracas, 3 de diciembre, 1952, p. 175610.

22 Loc. cit.

23 Véase Ocarina Castillo D' Imperio, Los años del Buldózer. Ideología y política 1948-1958, 2a ed., Caracas, Ediciones FACES/Universidad Central de Venezuela/Fondo Editorial Tropykos, 2003, pp. 121-125.

24 "Discurso de clausura de la Semana de la Patria, Caracas 6 de julio de 1953", en Venezuela, bajo el Nuevo Ideal Nacional. Realizaciones durante el segundo año de gobierno del General Marcos Pérez Jiménez, 2 de diciembre de 1953-19 de abril de 1955, Caracas, Imprenta Nacional, 1955, p. 12.

25 Véanse José Ramón Avendaño Lugo, El militarismo en Venezuela. La dictadura de Pérez Jiménez, Caracas, Ediciones El Centauro, 1982, pp. 241-252; Fredy Rincón, El Nuevo Ideal Nacional y los planes económicos-militares de Pérez Jiménez 1952-1957, Caracas, Ediciones El Centauro, 1982, pp. 21-41, y Diego Bautista Urbaneja, Pueblo y petróleo en la política venezolana del siglo XX, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1995, pp. 121-126.

26 Castillo D' Imperio, op. cit., pp. 169-171.

27 Fernando Coronil, El Estado mágico. Naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela, Caracas Nueva Sociedad/Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico de la Universidad Central de Venezuela, 2002, pp. 194 y 195.

28 Aníbal Romero, Fascismo, democracia y teoría política, Caracas, Panapo, 2004, pp. 9-23.

29 Humberto García Larralde, El fascismo del siglo XXI, Caracas, Random House Mondadori, 2009, p. 120. Para el autor el uso del término permite referirse a fenómenos contemporáneos que exhiben rasgos similares a la experiencia europea de las décadas veinte y treinta del siglo pasado.

30 Laureano Vallenilla Lanz, "Exposición de la Memoria y Cuenta del Ministerio de Relaciones Interiores correspondiente al año 1955", en Archivo Histórico de Miraflores (en adelante AHM), sección inventarios, caja D-43, carpeta 23.

31 Pedro Manuel Arcaya, Estudios de sociología venezolana, Caracas, Cecilio Acosta, 1941, p. 165.

32 Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, Caracas, Monte Ávila Editores, 1994, pp. 165, 166, 186 y 187.

33  R. H. "Nuevo estilo", en op. cit., p. 66.

34 Marcos Pérez Jiménez, "Discurso del General Marcos Pérez Jiménez Presidente de la República en la clausura del primer curso de la Escuela Superior de las Fuerzas Armadas y de los cursos de las Fuerzas Terrestres y de las Fuerzas Navales, Caracas 22 de diciembre de 1955", en AHM, sección inventarios, caja B-98, carpeta 1, documento 9.

35 Véase Rafael Cartay y Luis Ricardo Dávila [comps.], Discurso y economía política de la década militar (1948-1958), Mérida, Universidad de los Andes, 2000; Carlos Alarico Gómez, Marcos Pérez Jiménez. El último dictador, Caracas, Los Libros de El Nacional, 2007; Freddy Vivas Gallardo, Venezuela: política exterior y proyecto nacional. El pretorianismo perezjimenista (1952-1958), Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1999; Manuel González Abreu, Auge y caída del perezjimenismo (el papel del empresariado), Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1997, y otros más.

36 Felícitas López Portillo, El perezjimenismo: génesis de las dictaduras desarrollistas, México, CCyDEL-UNAM, 1986.

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR

JOSÉ ALBERTO OLIVAR: Profesor-Investigador del Instituto Pedagógico de Caracas-Venezuela. Miembro del Centro de Investigaciones Históricas "Mario Briceño Iragorry". Miembro del Consejo Editorial de las revistas Tierra Firme y Tiempo y Espacio. Magister Scientiarum en Historia de Venezuela Republicana egresado de la Universidad Central de Venezuela. Candidato a doctor en Historia por la Universidad Católica Andrés Bello. Autor de las biografías de Jesús Muñoz Tábar (2008) y Román Cárdenas (2009) para la Biblioteca Biográfica Venezolana. Ha compilado junto a Claudio Briceño Monzón el libro: Geohistoria y vías de comunicación en Sudamérica (2009).

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