Los chinacos, un eslabón más del mito sobre lo nacional
En México, la construcción, transmisión y afianzamiento de estereotipos que procuran precisar el ánimo, la estética, los valores y las emociones que podemos identificar como el núcleo duro de lo nacional, han conocido etapas en las que los extremos suelen tocarse, contradictoria e imaginariamente: desde los jesuitas criollos expulsos del siglo XVIII, que reivindicaron en sus escritos las glorias del pasado prehispánico, hasta aquellos hacendados porfirianos (o el mismo emperador Maximiliano) que hicieron del traje de charro una insignia de nobleza rural y autenticidad patriótica, no es difícil observar la plasticidad con la que tales mitologías enraizaron en una patria hecha de múltiples matrias.1 Para Ricardo Pérez Montfort:
Con mucha frecuencia los estereotipos son imposiciones que después de determinado tiempo e insistencia terminan aceptándose como válidos en un espacio que no los creó. Esta imposición suele sofisticarse más y más en la medida en que los medios, a través de los cuales se transite, amplían su capacidad de penetración.2
Como se verá, estas reflexiones serán útiles al analizar los vínculos entre la figura del chinaco en el cine nacional y su circulación en el México posrevolucionario.
La elección del medio cinematográfico para fijar y hacer circular estos estereotipos no fue casual. Como señala el mismo Pérez Montfort:
Un factor que también contribuyó enormemente a la creación de esos estereotipos nacionales fue el vertiginoso crecimiento de los medios de comunicación masiva. El auge del teatro de revista en los años diez y veinte, seguido por el despegue de la radio y la industria cinematográfica mexicanas en los treinta y cuarenta, tuvieron mucho que ver en la creación de mitos y en la simplificación de aquella multiplicidad de imágenes que pretendía formar parte de la identidad nacional. En estos medios, los intereses comerciales y de justificación política estuvieron muy por encima de los culturales. Referirse al gusto y al sentir del “pueblo mexicano” fue un lugar común, cuyo afán se acercaba más a un pretexto para incrementar poderes económicos que a una preocupación por la “cultura nacional”. A partir de una visión conservadora -la del rural o del hacendado- combinada con los intereses económicos de los empresarios de los nuevos medios de comunicación masiva, se creó una imagen del mexicano que se impuso tanto en el mercado interno como en el exterior, ayudado, desde luego, por los intereses políticos del momento. La invención de lo “típico mexicano” o de todo aquello que interesaba a “la gran familia mexicana” entraba en una de sus etapas más intensas.3
En efecto, el amplio número de “tipos mexicanos” que el cine o la televisión contribuyeron a fijar en sus consumidores no es menor, desde Tizoc y Macario, pasando por “el pelado” cantinflesco, hasta la India María. Pero el chinaco, sin duda, ofreció al cine una oportunidad de diálogo con personajes no necesariamente ficticios. Por esto, decir que éste es uno de los personajes que componen el amplio conjunto mítico que expresan lo típico y el alma del pueblo mexicano, es sólo una frase justa, si se acepta que dicha entidad anímica tiene como marco temporal las postrimerías de la época colonial y el ocaso del siglo XIX. En efecto, el país en el que el chinaco cobra sentido, en cuanto sinécdoque de lo popular, corresponde sólo a ese convulso y agitado lapso durante el cual el territorio que habitamos pasó de llamarse Nueva España a México, así como a la larga etapa en la que esta nación imaginada4 se forjó en el transcurso del siglo XIX. Fue en este enmarañado escenario en el que el chinaco ingresó en la memoria oral, a través de la reivindicación del cuerpo sincrético por excelencia que es el mestizo. Lo anterior se sostiene no sólo por un mero criterio étnico, sino con un argumento de índole social y cultural: el chinaco no es parte de la élite blanca y criolla, pero tampoco podemos ubicarlo como el indio subordinado al parroquial temor a Dios, al rey y a la ley. El mestizo, además, no vive congregado en un pueblo que le concede identidad y arraigo formales: la itinerancia, por el contrario, coloca al chinaco en una marginalidad desde la cual adquiere tintes, a un tiempo, marginales y melodramáticos.
En las colonias españolas en América, un mestizo era más una categoría social que una condición biológica. Así, Carmen Bernard sostiene que “la mayoría [de los mestizos] no eran labradores, sino que ejercieron oficios vinculados con el tránsito (trajinantes, arrieros, regatones) que requerían gran movilidad geográfica”.5 Pero muchos eran hijos de indias, y frecuentemente utilizaban esta condición para escapar del control virreinal, “porque como son hijos de yndias en cometiendo un delito, luego se visten como indios y se meten entre los parientes de sus madres y no se pueden hallar”.6 En tal ambiente emergen los chinacos en algún momento del siglo XIX, y, ya con plena vigencia como colectividad, durante la guerra de Independencia alardeaban de su valor, ataviados con pantalones acampanados y chaquetas cortas, lo que contrastaba con su nombre, que probablemente es una voz nahua (tzinacatl), traducida como “carne de trasero” o “trasero expuesto”, lo que no deja de remitir en la memoria a los sanscullotes franceses: ambos, éstos y los chinacos, gente considerada soez y canalla.
Este cuerpo mestizo fue, qué duda cabe, una auténtica veta para el cine mexicano, pues esa indiscutible fábrica de mitos nacionales y regionales no lo dejó fuera de su repertorio. Es justo este fenómeno lo que nos ocupa en este texto. El análisis en torno al chinaco que se forjó en el imaginario del público mexicano a golpes de celuloide implica reconocer que no sólo nos ocupamos de este personaje en cuanto miembro de un cuerpo militar irregular, compañero inseparable de las causas liberales de los acontecimientos de la Gran Década Nacional, diestro en el manejo de armas, siempre dispuesto a hostilizar al invasor francés y a sus aliados conservadores. Además de este chinaco histórico, el cine también nos exige volver la mirada al hombre rural que incorpora los más altos valores de un pueblo sufrido y en pie de lucha, más allá de las coyunturas políticas o bélicas: el auténtico hijo del pueblo “bueno y sabio”.
Pero es imposible, insisto, descontextualizar históricamente al chinaco, no obstante el esfuerzo del cine por crear un chinaco imaginario. Siguiendo a Gilberto Giménez, recién inaugurada la segunda mitad del siglo XIX se viven los años decisivos durante los cuales el gobierno de Benito Juárez inició la paulatina e irreversible sustitución del cimiento religioso que define a la nación por el patriotismo, un nuevo credo en cuya propagación los héroes y patriotas devienen indispensables.7 Y es que los chinacos, lejos de ser una confederación de gavilleros y salteadores de caminos, tienen un lugar legítimo en lo que algunos autores denominan liberalismo popular o patriótico.8
Estos peasants into patriots, como los calificó Alan Knigth,9 fueron militantes afanosos de las causas libertarias decimonónicas, mientras que en el cine su figura indómita recibió otros tratamientos, si bien la imaginería popular fue una gran aliada en el paso del chinaco narrado, versado y biografiado al chinaco cinematográfico. Figura ambivalente, no perderá, empero, su calidad de soldado valeroso, lo mismo asomará en la pantalla grande en su versión de bandido, iletrado, bárbaro y salteador de caminos, que en la del hombre valiente y encarnación de lo popular, del pueblo, como prototipo de los valores de la lealtad, la nobleza y la amistad sincera, tierno enamorador de mujeres posibles o imposibles, y virtuoso trovador, innegable amigo de los pobres, ajusticiador de usureros, hacendados, avaros e impíos, siempre acompañado del caballo, en cuyo dominio demuestra una destreza sobresaliente. Ambas versiones del chinaco estarán indefectiblemente unidas por un nacionalismo a toda prueba, el cual se concibe como “la lealtad y el compromiso empeñados en defensa de los intereses de una nación, que suelen expresarse, entre otras cosas, en la disposición para defender su honor, sus valores culturales, su autonomía y, sobre todo, su integridad territorial frente a amenazas externas”.10
El chinaco luce, además, una estética propia, que anticipa la aparición del profuso conjunto ornamental del charro. En los atavíos, arreos y tecnologías corporales (habilidades, garbo y aptitudes) de los personajes que encarnan el alma nacional (chinaco, china, charro) se aprecia aquello que Jean Jacques Guichard llamó estética nacional, “entendiendo este concepto en sentido amplio, es decir, como atención prestada a la ʽbelleza nacionalʼ […] y simultáneamente como exploración de la dimensión sentimental y afectiva del ser nacional”.11 En todos los casos, el uso de la estética chinaca será explotada al máximo: mientras el chinaco guerrillero no podrá prescindir de paliacate, corcel, lanza y sombrero, el chinaco aventurero y justiciero (sobre todo cuando aparezca como protagonista en algún melodrama cinematográfico) rara vez carecerá de barba o bigote (lo que lo distingue del indígena lampiño), sombrero de ala ancha y una indumentaria cuasi gitanesca, lo que confirma que la imagen circulante en ilustraciones y otros impresos decimonónicos sirvió para fijar una ornamentación fácilmente reconocible para el gran público, instituyendo el imaginario de un cuerpo ágil y esbelto, presto a la acción de armas, seductor y juglaresco: sin duda, un magnífico ejemplo de la llamada hegemonía masculina.12
En un artículo que se ha convertido en una referencia obligada, Ilihutsy Monroy nos informa que existen dos tipos de fuentes complementarias que nos franquean el paso para acercarnos al chinaco: aquéllas contenidas en archivos de carácter estatal, del orden civil y militar, y la producción escriturística y narrativa de índole novelesca que da forma a la figura arquetípica del chinaco en la persona del llamado León de las Montañas, Nicolás Romero:
Los estudios sobre la participación popular en las guerras de Intervención Francesa y Segundo Imperio están divididos en dos grandes conjuntos. Unos, de pleno siglo XX, exploran a diversas comunidades y sus guerrilleros en torno a su relación con las autoridades e instituciones militares en el estado de Puebla; los otros son parte de una literatura decimonónica que se centra en una sola figura: Nicolás Romero. Estos últimos textos son los responsables de la creación de un modelo de héroe chinaco, el cual destacó las habilidades guerrilleras de Romero y convirtió el apoyo popular que tenía en una justificación de la validez y la necesidad de la propuesta política republicana de un Estado-nación. Ejemplo de esto es el reconocimiento político que las autoridades del Estado de México hicieron de sus aportaciones en 1898, al considerarlo héroe local y llamar con su nombre un municipio. A pesar de que la letra de la élite, llamada aquí sector letrado, decantó con su mirada algunos elementos subversivos y radicales de la voz del pueblo, o de los iletrados, esta última dejó una impronta imborrable y aún perceptible en la confluencia de discursos.13
Con esta idea, Monroy remarca el hecho de que, antes de que el cine recreara el mito del encaballado y bizarro defensor popular de la patria, ya la iconografía costumbrista y la literatura nacionalista del último tercio del siglo XIX había fijado un prototipo que serviría como inspiración para más de un guion llevado a la pantalla grande. Así, antes de ser estrella de cine, el chinaco fue fijado en la memoria pública por medio del folclor,14 la tradición oral o la imprenta, tanto en forma gráfica como en la literatura de la época.15 Lo que interesa aquí es ¿qué vías encontró el chinaco para llegar al cine?, ¿cómo fue recibido por el público que asistía a presenciar sus hazañas, aventuras y desventuras?, ¿cómo contribuyó el chinaco de celuloide a fijar el estereotipo del alma e identidad popular mexicana durante la etapa posrevolucionaria?
Una revisión de los materiales cinematográficos disponibles nos lleva a cuestionarnos sobre la relación que permite ubicar a los elementos de la serie arriero-insurgente-chinaco -ranchero-vaquero-charro como pertenecientes a un mismo campo semántico. No pretendemos postular que todos estos personajes sean uno mismo, negándoles su singularidad, sino que son parte de una unidad mítica, que la oralidad, el arte y la literatura, primero, y el cine, la radio y la televisión, después, ayudaron a estabilizar, incluso acentuando sus divergencias, pero ofreciendo también un sinnúmero de versiones posibles. A este mito único (o protofantasía) lo llamaremos el mito del jinete esforzado, entre cuyas variantes y caracterizaciones cabe distinguir desde el héroe patriota (insurgente o liberal), pasando por el bandido (cruel o misericordioso), hasta el justiciero vengador del tipo Zorro, sin dejar fuera al charro cantor, al ranchero cómico y al vaquero protagonista del estilo western.16 Así, podríamos condensar en nuestro personaje los siguientes rasgos:
el manejo diestro del caballo;
su origen popular o, en caso contrario, una elección consciente para estar entre el pueblo, que lo reivindica como héroe propio;
su espíritu aguerrido, vengador y justiciero, de probada y alta moral, defensor de causas insignes (entre las que destaca la defensa de la patria), así como un celoso protector de los suyos;
portador de los valores del sacrificio, la nobleza, la amistad, la camaradería y, por supuesto, del amor cortés;
arreglado con atavíos que le confieren identidad específica distinguiéndose incluso de aquellos en su misma condición;
dotado con el don de músico, como tantos otros personajes que pueblan el cine nacional;
reconocido o repudiado;
merecedor o dispensador de premios o castigos, y
con derecho a desposar a su amada o viviendo el sufrimiento por la muerte de la misma.17
Lo notable de estas particularidades radica tanto en su capacidad de permanecer a lo largo del tiempo, como en la de admitir mudanzas sustanciales, pero que no afectan el núcleo mítico, como la adquisición de rasgos crueles y violentos, que hacen del chinaco -para algunos sectores sociales privilegiados, “conservadores”- un vulgar asaltante y feroz asesino, un hombre movido exclusivamente por la ambición y la posesión de aquello que el sistema económico le ha escatimado, haciendo de él un justificado partícipe de lo que E. P. Thompson definió como la economía moral de la multitud.18 Sin embargo, como veremos más adelante, salvo en las sagas estrictamente históricas (en las cuales el chinaco, como elemento protagonista de la destrucción del imperio de Maximiliano, recibe como recompensa colectiva vivir o morir por una patria liberada), el desenlace de las historias chinacas de corte intimista siempre será infausto: a diferencia del charro cantor o el ranchero cómico, el chinaco será siempre un héroe perseguido y alcanzado por la tragedia.
Las fuentes del chinaco cinematográfico
En el cine, al igual que en su dimensión histórica concreta, los chinacos, como guerrilla, nunca actúan solos, y es así que el libreto (tanto en la historia como en el cine) supo distinguirlos de sus compañeros de causa: si bien el enemigo puede ser común, eso no exige homologarlos, de manera estricta, con los defensores de la patria herida. La producción gráfica de la época no nos deja lugar a dudas sobre estas variaciones en los tipos mexicanos: los modelos del chinaco y la china aparecen por igual al lado de un emperador vestido de charro, y de rancheros y hacendados cuyo estereotipo se consolidará durante el Porfiriato, moda de la cual se beneficiarán los chinacos y otros personajes como los plateados19 y los mariachis.20 Siguiendo la cadena de acumulación de atributos materiales, es posible formular una sucesión que enlaza al caballo del apóstol Santiago con el vestido de cuero del arriero, los instrumentos ecuestres del ranchero, el paliacate de Morelos, el sombrero de Guerrero, la lanzas de los ejércitos populares liberales, la guitarra del trovador de “aires y músicas de la tierra”, hasta llegar al charro y su parafernalia; todo esto, enmarcado en el paisaje rural mexicano, que no sólo son sierras, magueyales y parajes, sino también los pueblos, iglesias, plazas, casas y, por supuesto, la gente vistiendo y hablando una jerga llena de mexicanismos.21
Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta que, a finales del siglo XIX, la palabra chinaco fue sustituyéndose -según Aurelio de los Reyes- por el vocablo charro. Esta transformación es apreciable tanto en la literatura como en el cine. Además de las referencias de las que echa mano Ilihutsy Monroy en su artículo citado, contamos también con la obra de Luis G. Inclán (considerado “padre de la charrería”), Astucia, el jefe de los hermanos de la Hoja o los charros contrabandistas de la Rama (1868), en la cual expone, a partir de fuentes orales, las características de larga duración que unifican el canon prototípico de estos hombres rústicos y nobles, desde finales de la Colonia hasta hoy. Aurelio de los Reyes, reflexionando sobre el aporte nacionalista de esta novela, sostiene:
En efecto, en dicha obra charro es un sinónimo de elegante, pues los contrabandistas sabían lucir la vestimenta de los arrieros, pero además eran todos unos personajes, sobresalientes por sus capacidades morales: valientes, honrados, desprendidos, quijotescos, sentimentales, llorones y buenos jinetes. Sólo los jefes eran charros. No los subalternos; charro, para Luis G. Inclán, implicaba jerarquía social.22
Cuando fui invitado a escribir este artículo, el corpus cinematográfico parecía suficiente para el estudio del tema. Sin embargo, la cantidad de películas -lo mismo en español que en inglés- que echaban mano del chinaco, ya sea como protagonista o como personaje de reparto, fue incrementándose en número, estilo y temática. Por esto, intento dejar en claro que, quien piense que los chinacos aparecen solamente en el cine dedicado a los acontecimientos de la década de 1857 a 1867, no sólo está equivocado, sino que olvida la naturaleza mítica del chinaco como personaje que puede trascender temporalidades y circunstancias fijadas por las condiciones históricas. Julia Tuñón, analizando las figuras de Juárez y Maximiliano en el cine, propone una distinción (a partir de la obra de Claudio Magris y Norberto Bobbio) de valores fríos asociados al civismo, depositados en el Estado y las leyes, que exigen una postura racional y reflexiva del sujeto que los posee, y que se oponen a las virtudes calientes asociadas a los sentimientos y las pasiones, “al mundo de lo privado, el amor, la amistad, el erotismo, el arte y la religión, que en política dan pie a las ideas de patria o nación como pertenencia a una tierra, una tradición, un grupo étnico o religioso y que se defienden desde la pasión y la emotividad”.23
Al aplicar esta distinción a los chinacos, pude diferenciar dos grandes conjuntos de materiales cinematográficos vinculados a éstos: 1) el que muestra a un chinaco frío, histórico, anónimo, liberal y juarista, bélico y hostil al imperio de Maximiliano, al que presentaré como el chinaco-masa, y 2) los filmes que, haciendo uso de una rigurosa estética chinaca, elaboran tramas con un personaje que está inserto en temporalidades específicas, aunque no centran su atención en la lucha del chinaco contra el invasor francés, sino en los valores calientes que le otorgan identificación ante el público; a este personaje lo llamaremos chinaco pasional. Estas categorías no son cerradas y pueden encontrarse materiales fílmicos de pretendido carácter histórico que permitan a los chinacos, en un clima de singular ficción, contemporizar sentimentalmente con mujeres vinculadas al Imperio, cuya conquista aparece como un doble triunfo sobre el mismo. Pero, a diferencia del cine de rancheros, vaqueros y charros, ambos conjuntos de chinacos exigen un marco temporal concreto que conceda veracidad a la narrativa planteada: el siglo XIX, cuando la patria estaba siendo forjada. El paisaje de esta temporalidad incluye personajes precisos (Benito Juárez, Melchor Ocampo, Porfirio Díaz, junto con los emperadores Maximiliano y Carlota, así como los generales imperialistas Miguel Miramón y Tomás Mejía) o colectivos (militares franceses o belgas, soldados conservadores o liberales, la masa popular), así como determinadas condiciones materiales (un México rural, sin energía eléctrica, armas de fuego premodernas, carretas tiradas por caballos, una radical separación entre las élites y el pueblo, el paisaje bucólico), que marcarán, en el lenguaje cinematográfico de la época, el contraste con los logros de la modernidad posrevolucionaria, la nostalgia por el México de ayer.
El chinaco, para hacerse vívido, demandó la creación de una suerte de cine de época de resultados desiguales. De hecho, la industria fílmica que eligió al chinaco como personaje es deudora y, al mismo tiempo, donataria de obras literarias como el poema “Guadalupe la chinaca”, de Amado Nervo, y de novelas emblemáticas: El Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano; Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno; Doña perfecta, de Rómulo Gallegos; Príncipe y marqués, de Carlos Castilla, y El camino de los gatos, de Hermann Sudermann, entre otras.24 Al final del artículo ofrezco una lista con breves fichas técnicas de 22 películas revisadas, número que me exige la utilización de una economía expositiva que prescinda de las simplificaciones inútiles.
El chinaco-masa (frío)
La filmografía destinada a plasmar las gestas liberales contra conservadores e imperialistas en la segunda mitad del siglo XIX tienen en las personas de Benito Juárez, Maximiliano de Habsburgo y Carlota a sus protagonistas centrales, específicamente en las cintas Juárez y Maximiliano (La caída del imperio; antes Antorchas de la libertad, 1933), The Mad Empress (1939), ambas de Miguel Contreras Torres,25 a las que habría que añadir la ya mencionada Juárez (1939), de Dieterle, así como la tardía Aquellos años, de Felipe Cazals (1972). En estas películas el chinaco emerge ante el espectador ora como tropa anónima, masiva y popular, y en algunas escenas será retratada como un selecto grupo muy cercano al Presidente de la República.
Sin embargo, en The Mad Empress existe una escena que explica, en la mirada del director, el surgimiento de la sublevación popular contra los emperadores. En ésta se muestra la publicación de un edicto imperial sobre la prohibición de la existencia de bandas armadas bajo pena de muerte. En la pantalla asoman, en planos sucesivos, el edicto; el rostro, en primer plano, de hombres del campo indignados; un yunque y una fragua donde las herramientas de labor se transforman en armas de guerra, y cierra con una estampida de jinetes, armados con lanzas y vestidos a la usanza chinaca. Si bien, “desde los acontecimientos de la Alhóndiga de Guanajuato al inicio de la independencia de 1810, el pueblo asusta”,26 la convocatoria a la rebelión popular exige un tratamiento cinematográfico singular: la voz y la tinta serán paulatinamente sustituidas por el lenguaje visual que apele a la impresión del espectador, y que construya tensiones narrativas sugerentes.
Estrenada en 1939 como una producción estadounidense, la película Juárez, dirigida por William Dieterle con guion de John Huston, Aeneas Mackenzie y Wolgang Reinahdt, sin duda no sólo fue un éxito de taquilla, sino además un decidido impulso mediático que consolidó -fuera del ámbito doméstico de México, pues la película está hablada en inglés- la figura del héroe nacional y prócer liberal por antonomasia, definitivamente investido de un grave aspecto hierático, solemne e inmutable,27 una suerte de santo civil que no admitía la lisonja dentro de su exiguo patrimonio personal. En una escena, un carruaje, cubierto con una manta, franquea velozmente un camino rural rodeado de árboles y magueyeras. Al llegar a un recodo, el carro es rodeado por una partida de chinacos, que prestos reciben al presidente Juárez, quien viaja solamente con los conductores -también chinacos-, vestidos de chaqueta y pantalón de cuero y con sombreros de anchas alas. Le reciben con malas nuevas: el presidente Lincoln ha sido asesinado en un teatro en Washington. Su gesto, severo de por sí, se endurece más. Se adelanta unos pasos y se quita el sombrero de copa, contemplando la llanura en silencio, para luego volver con los chinacos que le esperan y a quienes ordena izar las banderas de la patria a media asta, en señal de duelo. La secuencia es sugerente, sobre todo porque la condición taciturna del protagonista se contagia inmediatamente a los chinacos que guardan su flanco. El actor -Paul Muni- sigue a pie juntillas un guion que los espectadores juzgan indefectible: el del indio convertido en abogado, que, sin ostentar grado o uniforme de militar alguno, forjó un país libre, en contra del deseo colonialista que sobre México se cernía, y que, incluso en los momentos más críticos, nunca expresaba más emociones que las que el deber le imponía. En este caso, el chinaco-masa se convierte en un telón de fondo para enaltecer al hierático Benemérito.
Felipe Cazals, en Aquellos años (1972), se ocupa de los chinacos en diversas escenas. Por ejemplo, luego del asesinato del jefe liberal Santos Degollado (“el santo de la Reforma”), en las montañas de Huixquilucan, Estado de México, un grupo de chinacos, a cuyo frente aparece Leandro Valle, ingresa violentamente a un convento de monjas para robar las joyas de la Virgen de Los Remedios. “¡Perdónanos, virgencita, pero a nosotros nos hacen más falta que a ti!”, dice un chinaco mientras arranca la corona de la imagen. “¡Tengan, pónganse de botones lo que les robaron a sus padres y a sus abuelos!”, grita Leandro Valle a los chinacos, mientras les arroja la plata que puede arrancar de las imágenes y los retablos del templo. Ambas escenas aparecen como un intento por mostrar, si no la impiedad, el abandono del miedo chinaco a los símbolos sagrados, en una etapa clave del laicismo liberal. Otro momento donde Cazals coloca algunos chinacos, como parte del entorno de su película, es durante el fusilamiento del Emperador y sus dos generales compañeros en el Cerro de las Campanas (acaso una de las escenas más socorridas en todo el ciclo de cine juarista).
El chinaco-masa y frío es impreciso, impersonal. En ninguno de estos filmes es posible saber el nombre propio de uno solo de ellos. Su característica más peculiar es, al mismo tiempo, su dimensión multitudinaria y su extraña cercanía con el poder encarnado en Juárez, a quien profesan una firme devoción. Es curioso que, en la escena del fusilamiento, en The Mad Empress, el Emperador mire, desde el paredón, a dos chinacos aburridos, comiendo despreocupadamente unas cañas, escupiendo el bocado al suelo, y que ante esta visión exclame: “Muero por una causa justa. Perdono a todos y rezo para que todos me perdonen a mí. Larga vida, México”. Un par de chinacos, indiferentes al sacrificio de su Majestad, es la última visión que el Emperador se lleva con amargura, y el efecto en el público operará por contraste: a la dignidad del sacrificio imperial se opone la indiferencia del pueblo, incapaz de condolerse por el derramamiento de la sangre real.
El chinaco pasional (caliente)
Si bien el chinaco caliente comparte la dimensión temporal del chinaco frío y liberal, el motor de la trama de las películas donde éste aparece no es en modo alguno el devenir de la guerra, sea ésta directa o indirectamente señalada. Las películas donde el chinaco es protagonista colocan en un papel de relevancia sus valores calientes, en tratamientos narrativos diferenciados. Estos filmes, en general, carecen de héroes que no sean los chinacos mismos, que devienen personajes valerosos y escrupulosamente honestos, forjadores de amistades y complicidades sólidas e inalterables. Una minuciosa revisión de los materiales nos demuestra que, en la abrumadora mayoría de estas cintas, permea la lucha del chinaco por alcanzar y conservar el amor de una mujer, generalmente inalcanzable debido a su condición social y la cual casi siempre muere, imposibilitando así un desenlace feliz, tal y como será ordinario en las películas de charros y rancheros. Aun así, el público contempla al chinaco, quien se sabe excluido de la posibilidad de alcanzar su cometido y, por ello, se somete a duras pruebas para alcanzar honra, riqueza y, en consecuencia, el amor de su elegida. En otras ocasiones, es su valor militar o un hecho de armas casual y fortuito el que le depara el encuentro con alguna mujer de la propia Corte imperial, o deseada o comprometida con militares conservadores de alto rango, a cuya conquista se emplea a fondo.
El chinaco pasional y caliente es, en la intimidad, un hombre reflexivo, fatalista, circunspecto. Entre los suyos, se manifiesta probo y moderadamente efusivo, ecuánime y dotado de una mesurada alegría. En su atavío, si bien canónico, las producciones cinematográficas cuidaron que el jefe chinaco mostrara siempre una pulcritud y gallardía por encima de la chinaquería que le acompañaba. A esta elegancia (que contrasta con la imagen del chinaco iletrado, irracional y salvaje), hay que sumar la emergencia (que no sucede nunca con el chinaco frío) de un hábil cantor y diestro ejecutante de guitarra, lo que coloca al personaje y a las películas en un tono lírico, paralelo al de los charros cantores. Pero si éstos hacen del mariachi (también vestido a la usanza charra) su “tropa musical”, el chinaco se hará acompañar de tríos y, en algunos casos, de músicos tradicionales de son jarocho como el arpista Andrés Huesca y “sus costeños”: los elementos musical, bucólico y heroico, puestos en pantalla para el público mexicano, allanan el camino para hacer de cada ídolo del cine mexicano (desde Antonio Badú, Jorge Negrete, Pedro Infante, Antonio Aguilar, hasta el niño protagonista de la animación estadounidense Coco) un juglar en plena forma.
Las películas del chinaco caliente pretenden colocar en pantalla la memoria popular y sus valores “inquebrantables”. Guadalupe la Chinaca es una adaptación del popular poema de Amado Nervo, dirigida por Raphael Sevilla y ambientada en el Michoacán de 1867. El chinaco Pantaleón Iturbe, interpretado por Juan José Martínez Casado, recibe del presidente Juárez la orden de capturar una carreta con un tesoro que, una vez robado, debe destinarse a los fondos de la causa. El tesoro, sin embargo, resulta ser Guadalupe Avellaneda (interpretada por Marina Tamayo), hija de un rico hacendado, quien envía a un coronel imperialista a rescatar a su hija, el cual resulta ser amigo de la infancia de Pantaleón. El enamoramiento entre Guadalupe y el chinaco es inmediato, y el coronel ayuda a su amigo a escapar con su nuevo amor, quien se convierte en una guerrillera de la causa liberal. Una secuela de esta cinta, filmada por el mismo director, es Amor chinaco (antes, El último chinaco), y que, a decir de Emilio García Riera, “al reincidir en el tema y los personajes de Guadalupe la Chinaca, dirigida por él mismo en 1937, le salió a Sevilla una cinta muy pasada de moda”.28
Mención especial merece la cinta La Paloma (1937), dirigida también por Miguel Contreras Torres, una suerte de precuela de “Guadalupe la chinaca” y secuela de Juárez y Maximiliano, que refiere la ficción de unas mujeres que solicitan a la emperatriz Carlota el indulto de dos hombres de su familia, lo cual les es concedido, a pesar de la oposición del coronel Bazaine. La propaganda para el estreno se afanaba en dejar claro a su público que el filme “no tenía pretensiones históricas”, y Carlota y Maximiliano son reducidos a personajes secundarios, cuyos diálogos de humor involuntario seguramente resultaban risibles (si no ridículos) para los espectadores. Por otra parte, en la cinta La Paloma aparece nuevamente la deuda lírica con la famosa pieza de estilo habanero del mismo nombre, que es puesta a competir con la muy chinaca canción “Mamá Carlota”, que hace de la película una muestra poco lograda, pero bien intentada, de las disputas animadas por la lírica popular; es acaso el único filme que, sin mencionarlo, evoca a Vicente Riva Palacio y a Nicolás Romero, pues el protagonista -llamado Vicente Romero- se presenta como un coronel liberal que también es capaz de la misericordia, al perdonar el fusilamiento de los prisioneros conservadores.
El tópico reiterado del guion que presenta chinacos enamorados de mujeres imperialistas se repite en Caballería del Imperio (1942), que recrea una escena de la novela Los bandidos de Río Frío, de Manuel Payno. Esta cinta exhibe otro duelo musical protagonizado por la actriz Miliza Korjus, que representa a la soprano austriaca Vera Donna, quien, camino a la Corte de los emperadores, es asaltada por una partida de chinacos, entre los cuales hay un tenor (El Cenzontle), estelarizado por Pedro Vargas. Este duelo enmarcará la relación de amor entre el chinaco Ramón Alvarado y la baronesa Lea, quien está prometida en matrimonio al conde (también austriaco) Rudolph. En la cinta, la emperatriz Carlota aparece frecuentemente como “hada madrina” que perdona la vida al chinaco antes de su fusilamiento. Éste vuelve con su tropa y participa activamente en la derrota del Imperio. Como la baronesa Lea debe volver a Europa con la Emperatriz, esta partida no se hará sin antes jurar a su chinaco que volvería por él. La cinta pretende mostrar una Corte imperial aficionada al folclor local, cuando escenifica un jaripeo en honor a los emperadores en Chapultepec, con música y exhibición de suertes de lazo. Otro momento que muestra el diálogo musical ocurre cuando la soprano Vera Donna ofrece un improvisado recital a la tropa chinaca, en medio del bosque, donde está retenida. En el filme, un diálogo entre dos chinacos (Tejón y Ramón) revela las diferencias entre los mestizos chinacos y la condición india de Benito Juárez:
Tejón (T): Jefe, tengo una duda muy grande [...] ¡es cierto lo que dice El Cenzontle?
Ramón (R): ¿Qué dice?
T: Que el presidente Juárez es un indio.
R: Sí, un indio puro. ¿Por qué?
T: Yo no creiba que un indio puede ser presidente.
R: ¡Claro que puede ser presidente! Ahora, que Juárez no es un indio cualquiera. Ha dedicado su vida al estudio, y, ahora, ya hombre culto y preparado, pone su esfuerzo en el bien de la patria.
Sobre esta cinta apareció un comentario en El Universal, el viernes 26 de junio de 1942, titulado “El Chinaco y la Dama”, celebrando tanto su estreno en el cine Palacio, como la producción, gracias a la cual “nuestro cinematógrafo obtendrá triunfos ruidosos, no sólo en México sino en el extranjero”; agregaba, con un toque idílico, que “los llenos ayer fueron completos, no obstante que llovió mucho”.
En el mismo tono, El camino de los gatos (1943) refleja las tensiones al interior de un pueblo dividido a causa de un “cruel hacendado” que abrió un camino por el cual los soldados franceses llegaron hasta los mexicanos para emboscarlos y matarlos. Su hijo, oficial del ejército federal, debe desafiar la afrenta de su padre, pues, para los chinacos de su pueblo -que también combaten a los franceses-, el hijo es tan traidor como el padre. En esta cinta, el chinaco -en cuanto masa popular- se muestra radical, rencoroso y, súbitamente, enemigo del militar protagonista.
Cerraré este breve recorrido con tres películas que podemos agrupar bajo la temática del chinaco de amores malogrados. La primera es La madrina del Diablo (1937), que marca el estreno de Jorge Negrete en el cine, y que refiere la historia de un hombre que pretende a la hija del hacendado más próspero de la región, quien se opone a este amor y encierra a la joven en un convento de monjas. El enamorado se retira a las montañas y se convierte en un chinaco justiciero, defensor de viudas y huérfanos, asaltante de caminos, pero cuyo objetivo es hostilizar a usureros, abusivos y prepotentes. En el clímax de la cinta, el chinaco (apodado El Diablo) roba a su amada del convento y ambos huyen hacia el bosque, en donde son alcanzados por una patrulla de soldados federales. Durante la refriega, la monja recibe una bala y muere entre los brazos de su desconsolado amante.
Por su parte, La feria de las flores (1942) narra las aventuras del Valiente Valentín y sus dos compañeros chinacos, entre los que destaca el aún desconocido Pedro Infante, acompañado de Antonio Badú y Fernando Fernández. La película inicia con una advertencia que reafirma la tendencia del origen popular del relato plasmado en la pantalla, con la siguiente leyenda:
Cada país, cada pueblo y cada nación, han expresado en forma más o menos semejante su manera de sentir y de pensar. Recordado en cantos sencillos, de concisión y exactitud asombrosa, los acontecimientos que más hondamente han herido su imaginación. Es así que el canto del pueblo mexicano en el que expresa alegrías, tristezas, esperanzas o amores es el corrido. Y es la vida de Valentín Mancera, hecha corrido, la que inspira esta película.
En este caso, la lucha del chinaco se cierne sobre su honra y la hacienda familiar, robada por un oscuro personaje llamado Dionisio Catalán. Al filme, pródigo en canciones ejecutadas a tres voces, se añade la presencia de dos hermanas enamoradas de Valentín, quien lo está de una de ellas. La segunda se interpone, durante un tiroteo, entre una bala y el cuerpo del chinaco, y muere, sacrificándose para salvar el amor de su hermana con aquél.
También en 1942 se estrena Historia de un gran amor, protagonizada por Jorge Negrete y Gloria Marín. El primero encarna al hijo de un hombre arruinado por un usurero, cuya casa arde a la vista del pueblo. El niño permanece al amparo del párroco local y, al crecer, jura vengar la afrenta hecha a su padre; pero se va del pueblo, al que vuelve -rico y poderoso- en busca de su amor juvenil, la hija del prestamista. Sin embargo, ésta se encuentra ya casada con un próspero hombre. Durante la fiesta del pueblo, en honor del Niño Milagroso, y acompañado de músicos que ejecutan un son jarocho (“El Balajú”), el chinaco se propone bailar con su amada, delante de su esposo. Durante el baile, el protagonista besa apasionadamente a su amor prohibido, a la vista del pueblo. El boticario local, Vitriolo, lanza un puñal a la pareja, matando a la mujer, cuyo cadáver es robado por el chinaco, quien huye con su infausta amada en su caballo.
Todos estos melodramas fueron además aderezados con un ambiente sonoro propio, por medio de la constante utilización de música ad hoc, ya sea anónima o de autor. Destacan en este repertorio: “El canto del chinaco”, “El chinaco tragón”, “Ay, chinaco”, “Adiós, mamá Carlota”, “Marcha a Juan Pamuceno”, “La Paloma”, “La feria de las flores”, “Vuelvo a mi tierra”, “Por ahí nomás”, “México es mi camino” y “Labios rojos”, interpretadas por músicos como Los Tariácuris, el Trío Hidalguense, Chucho Monge, el Trío Calaveras, entre otros conjuntos en pleno ascenso gracias a sus intervenciones en las estaciones radiofónicas más populares en la capital mexicana, como la XEW o la XEX. Este repertorio será muy útil para diferenciar al chinaco del charro, pues, mientras el segundo se expresa acompañado de la potencia del mariachi del occidente de México, el primero lo hará con su solitaria guitarra o con los acordes de sones y jarabes conocidos como “sones de la tierra”, propios de la Huasteca o de la región del puerto y el sur de Veracruz. De hecho, el cine mexicano propició la aparición de músicos chinacos, como El Capitán Chinaco y sus Guerrilleros, o el famoso trovador hidalguense Nicandro Castillo, líder del trío conocido como Los Chinacos, cuya descripción requiere un texto diferente del que ahora nos ocupa. Como colofón y para insistir en la veta literaria que nutrió a la pantalla cinematográfica, remito al lector al trabajo de Ricardo Pérez Montfort sobre el ambiente de los fandangos, retratado en Los bandidos de Río Frío. Para el autor, estos bailes “fueron la fiesta popular por excelencia durante gran parte del siglo XIX. A ellos acudían los clásicos tipos populares: la china y el chinaco (en la primera mitad del siglo) o el charro (después de los años ochenta)”.29
Calentando la pantalla: la estética chinaca en los carteles cinematográficos
Las películas que ofrecieron al público nacional temas con presencia chinaca fueron realmente poco significativas en número. Según documenta Emilio García Riera, entre 1937 y 1945, la oferta cinematográfica -de la más variada índole- sobrepasaba el medio millar, por lo que la recepción de las películas con temática histórica referente a la Reforma y la Intervención francesa fue bastante menor. Aparecieron, es cierto, en la época de mayor auge del cine nacionalista, en los años inmediatamente anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial, momento durante el cual los gobiernos destinaron recursos a producciones que enaltecían los valores patrios:30 el conflicto bélico fue benéfico para este cine.
Al número de películas hay que agregar la cantidad de salas disponibles. Si hacia 1934 había 282 cines en México, en 1947 ya su número se había elevado a 1 726, y en 1952 la cifra alcanzaba los 2 449. En esta expansión, la disputa por el público se dio también a través de la publicidad, específicamente con los carteles que anunciaban las novedades y a los actores que intervenían en las mismas. A los cines a los que llegaron las películas que he mencionado, les precedió una intensa campaña de carteles cuyo propósito era estimular, con sus diseños y gráficos, lo que el público podría disfrutar.31 Estos carteles eran, por principio, efímeros, pues no estaban pensados para perdurar. A pesar de ello, el arte utilizado en su elaboración no deja de ser atractivo para la fijación de imágenes y estereotipos concretos; en el caso de las películas que nos ocupan, es conveniente detenerse brevemente en su particular iconografía.
El cartel de la película Juárez (Imagen 1), dibujado, tiene como ícono central a un chinaco de chaleco negro, camisa blanca y sombrero de ala ancha, armado con un sable (no un machete, tampoco un arma de fuego); detrás de él se aprecian otros chinacos combatiendo a caballo y coronados con la imagen de perfil de Carlota y Benito Juárez; aparecen también los nombres de los actores, anunciados con grandes letras. El chinaco de este cartel mira al cielo, con signo de esperanza, y no demuestra en su rostro el coraje necesario en la batalla, sino la esperanza de alcanzar la misma gracias al valor moral que Juárez les confiere.
Un segundo cartel (Imagen 2) de la misma película es un collage de fotografías en las que destacan, nuevamente, la Emperatriz y el Presidente, este último coronado con un sombrero de copa; están acompañados de otras imágenes que muestran a Carlota y a Maximiliano, a los militares franceses y mexicanos, así como escenas de las batallas. Sin embargo, destacan, a contraluz, una partida de chinacos a caballo y armados con sus inseparables lanzas, dispuestos a arrojarse contra el enemigo.
El siguiente cartel (Imagen 3) corresponde a la versión italiana de The Mad Empress, traducida como Rivolta del Messico. Si bien existen varios carteles de la película, el que seleccioné ofrece al lector la imagen de los chinacos acampando en las ruinas de una hacienda, con sus caballos pastando, y pasando el tiempo con sus guitarras en las manos, lo que asienta la idea del chinaco como un hombre que, cuando no tenía un sable o un machete en la mano, seguramente tenía algún instrumento musical.
En otro cartel (Imagen 4), el lector podrá observar un flyer de 1937, destinado a la promoción de La Paloma.32 Divido en dos campos, el impreso nos muestra, en su lado derecho, al mariscal Bazaine acompañando a Maximiliano, en un salón del palacio de Chapultepec. En un acercamiento, el mariscal francés se muestra serio, con la mirada fija y perdida, ataviado con las condecoraciones de su rango. El campo izquierdo muestra a dos chinacos: el coronel Vicente Romero y el capitán Montero, personificados, respectivamente, por Carlos Orellana y Arturo de Córdova. Ambos chinacos se muestran sobrios, con miradas tranquilas y vestidos con los atavíos propios del chinaco de rango militar.
La imagen decimonónica fue sin duda la fuente, no sólo de estos volátiles papeles, sino del arte que la cinematografía fijó en la mente de un espectador para quien lo popular mexicano no careció de elementos de lucha, amor, música y, sin duda, pasiones y sentimientos desbordados.
Conclusiones
Es el chinaco el personaje de una saga que proviene de un mito único (“el jinete esforzado”), al que le antecede, en el caso del cine mexicano y extranjero, la gallardía de Roberto Silva en El criollo (1944) y le suceden, incontrolablemente, Pedro Armendáriz en El Zarco, Gary Cooper en Vera Cruz (1954) o Clint Eastwood en Two Mules for Sister Sara (1970), películas en donde la estética chinaca convive con el cowboy, para lograr fines comunes que combinan el robo justiciero con el amor apasionado, melodramático.
Podemos afirmar que el cine construyó un personaje de consumo masivo; sin embargo, no fue inventado por este medio de comunicación, como lo fueron el charro, el ranchero o el cowboy. En el caso del chinaco, el cine es un gran deudor de la estética chinaca que durante el siglo XIX fue forjada y establecida como canónica, tal como lo mencioné con anterioridad. Sabemos, además, que el cine de charros y chinacos, como héroes populares, fue una reacción al cine estadounidense, sobre todo de género western, que estigmatizaba a los mestizos mexicanos chicanos, los greasers proscritos, inhumanos y crueles.33 Ante esto, los directores de cine de la época posrevolucionaria buscarán afanosamente la imagen de un pueblo (y la de un héroe emanado de éste) legitimado por sus luchas históricas victoriosas, que, como se sabía, no abundaban. El derrocamiento del imperio de Maximiliano ofreció esa oportunidad para enfrentar la denostada imagen del mexicano difundida por la mirada fílmica estadounidense de las primeras tres décadas del siglo XX. Se tenía el marco histórico (la Intervención francesa) y el personaje popular (Benito Juárez, los chinacos o los soldados de Mexicanos al grito de guerra, de Ismael Rodríguez), y hacia 1936 o 1937 sólo faltaban los actores. De ahí que, en 1921, Miguel Contreras Torres declarara a El Universal Ilustrado: “creo que si los americanos hacen maravillas con un William S. Hart o un Douglas Fairbanks, nosotros necesitamos actores que, como ellos, sinteticen el alma de México”.34
Tales actores arribaron paulatinamente, sin importar su origen nacional: el lado frío de esta alma podemos resumirlo en el gesto estoico e impertérrito de Paul Muni, en Juárez, mientras que el lado caliente corresponde al Jorge Negrete de Una carta de amor, Historia de un gran amor o La madrina del Diablo (Imagen 5). Ambas secciones de esta alma en búsqueda pudieron servir para satisfacer a un público que estaba siendo testigo, sin saberlo, del inicio de la época de oro del cine mexicano, en donde los bandidos chinacos parecen seguir la reflexión del historiador inglés Eric Hobsbawm, cuando en su clásico estudio Bandidos los muestra como “campesinos a quienes […] el Estado considera delincuentes [… pero que] son considerados héroes por su pueblo, paladines, vengadores, luchadores por la justicia, quizá hasta jefes de movimientos de liberación, y en todo caso gente que merece admiración, ayuda y apoyo”.35
En las décadas inmediatamente posteriores a la conclusión de la Revolución mexicana, durante las cuales los recuerdos de Villa y Zapata aún son tratados con cautela, los chinacos se erigen -gracias a su distancia en el tiempo y su cercanía con el folclor- como personajes que visibilizan a un México pretérito y, por ello, añorado. Fríos o calientes, militantes de causas liberales o cautivos de amores imposibles, los chinacos son una memoria mítica que hizo que la patria recibiera, en cada chinaco, no sólo un hijo, sino además un valeroso soldado, a la vez que un encaballado trovador.