SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.22 número43Tráfico marítimo-mercantil entre los puertos de Yucatán y los embarcaderos del archipiélago canario, siglos XVII y XVIIIEl águila contra el león. Construcción del discurso antihispanista y republicano en la prensa campechana (1824-1831) índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Signos históricos

versión impresa ISSN 1665-4420

Sig. his vol.22 no.43 México ene./jun. 2020  Epub 30-Jun-2020

 

Artículos

Negociar la distancia. El discurso territorial y la administración parroquial de las haciendas en los albores del IV Concilio Provincial Mexicano

Negotiating distance. The territorial discourse and the parish administration of the haciendas at the dawn of the IV Mexican Provincial Council

José María García Redondo* 
http://orcid.org/0000-0002-4349-3306

*Universidad Pablo de Olavide, Sevilla, jmgarciared@gmail.com


Resumen:

Este artículo analiza las nociones de distancia y extensión territorial en los procesos de administración de las haciendas y la conformación de las parroquias en la arquidiócesis de México en la segunda mitad del siglo XVIII. A partir de los testimonios documentales, se discute el desarrollo de los conceptos y sus diferentes usos por parte de las autoridades eclesiásticas. Se plantea el problema de la negociación del espacio al interior de las jurisdicciones eclesiásticas y el establecimiento de pactos territoriales entre párrocos y hacendados.

Palabras clave: Nueva España; territorio; rancho; Iglesia; cartografía; pactos territoriales

Abstract:

This article analyzes the notions of distance and territorial extension in the processes of administration of the haciendas and the conformation of parishes in the archdiocese of Mexico during the second half of the 18th century. Based on documentary testimonies, it discusses the development of these concepts and how they were used in a variety of ways by the ecclesiastical authorities. The article poses the problem of the negotiation of space inside ecclesiastical jurisdictions and the establishment of territorial pacts between priests and landowners.

Keywords: New Spain; territory; rancho; Catholic Church; cartography; territorial pacts

No sorprende que, con frecuencia, la historiografía muestre una especial predilección por aquellos grandes acontecimientos o personajes que ―en nuestro imaginario histórico― ocupan un destacado lugar como verdaderos hitos en el devenir de los tiempos. Esto no está mal, si bien merece la pena abrir los ojos y otear un poco más allá o un poco más abajo. Preclaras investigaciones nos han mostrado cómo ejercer nuestro oficio de historiar atendiendo a las clases subalternas y escuchando las voces de los grupos marginados; rastreando problemas que habían pasado desapercibidos para la historia “de trazos gruesos”; comparando fenómenos y espacios aparentemente desconectados, y preguntándonos por las mentalidades, los deseos o las creencias que rigieron, impulsaron e inquietaron a las mujeres y los hombres que nos precedieron.1

En esta multiplicación de miradas, cambios de escalas e intercambios metodológicos con otras disciplinas, han recibido un inusitado impulso la historia de los territorios y de los paisajes, la historia de las interpretaciones e ideas geográficas y, por supuesto, la historia de la cartografía. De la mano de un fenómeno que en ciencias sociales se ha llamado giro espacial, la cuestión del territorio ha pasado a un primer plano en numerosos estudios, especialmente desde las últimas dos décadas del siglo XX.2 El espacio, definido como el ámbito geográfico abstracto o en extenso, desprovisto de significados, queda comprendido como territorio, en tanto que es humanizado, aprehendido por una sociedad y dotado de una serie de valores y connotaciones políticas, culturales, sociales y económicas.3 Dicho de manera más sintética, el espacio es el todo donde se desarrolla la vida, y el territorio es el ámbito concreto donde se desenvuelve cada vida. En tanto proceso o construcción social y espacial, la territorialidad puede ser definida como la “acción de significar un lugar y con ello, proteger, ratificar, defender, marcar, generar y alterar el territorio mediante hábitos, ritos, costumbres, prácticas y usos por un sujeto individual o colectivo”.4 En este sentido, las relaciones y los vínculos de dominio, las estructuras de poder y las representaciones mentales, jurídicas o gráficas ―orientadas a la apropiación del medio― se suceden como engranajes que retroalimentan las formas de habitar, vivir, poseer y gobernar un territorio.5

Como recientemente ha señalado Isabel Avendaño Flores, “las territorialidades están mediadas por la apropiación material y no material”.6 Así, no hay nada más definitorio del éxito de una estructura de poder que su capacidad de hacerse presente en el espacio, esto es, de territorializar y someter a una población y sus recursos, pero impregnando las experiencias y percepciones del medio de una serie de valores y estructuras. Desde esta perspectiva, es habitual que los estudios histórico-territoriales adopten ciertas rutinas analíticas. En una obra inaugural, Robert David Sack se esforzó en demostrar cómo la territorialidad es el elemento primario para la creación de un poder: jurisdicciones, propiedades e, incluso, la distribución interna de las viviendas evidencian una estrategia geográfica de control social.7 Frente a esta visión de construcción territorial de arriba a abajo, no tardarían en aparecer estudios que la complementasen o refutasen, desde la geografía y la historia, analizando los territorios de los oprimidos, los espacios imaginarios y las nuevas espacialidades, dando lugar a una serie de investigaciones que verdaderamente han contribuido de manera positiva a su discusión y reflexión.8

Los procesos de territorialización tienen una amplia dimensión intelectual, tanto perceptiva como proyectiva e interpretativa, pero, fuera de las estructuras edificadas o de las parcelaciones, la mayoría de los testimonios acerca de las espacialidades pretéritas apenas nos ha quedado esbozada a través de palabras e imágenes. Así, pues, son numerosos los vestigios documentales que nos hablan, desde una u otra perspectiva, de las impresiones, pretensiones y experiencias sobre el espacio de la vida cotidiana. Ya sean discursos, testamentos, inventarios o cartografías de diversa índole, todos estos fragmentos están atravesados por conceptos que mudan, se matizan y, progresivamente, van construyendo y reconstruyendo el territorio. Si bien es cierto que la mera palabra (el acto de nombrar o categorizar un lugar) no transforma materialmente la naturaleza, sí puede ―como advirtió el geógrafo cultural Yi-Fu Tuan― “dirigir la atención, organizar entidades sin significado y transformarlas en complejos significantes, y de este modo, hacer que las cosas que antes pasaban inadvertidas ―y por ende, eran invisibles e inexistentes― sean visibles y reales”.9 Necesariamente, un análisis histórico sobre el espacio ha de pasar por el estudio de los discursos, entendidos como agentes que dan cuerpo a la realidad y, por ende, también al territorio.

El objetivo de estas páginas es analizar algunos de los conceptos relativos a la construcción de territorios por parte de la Iglesia católica en el mundo novohispano. Dejando a un lado la discusión en torno a la apropiación del espacio,10 lo que me interesa es un amplio espectro de grises donde se desarrolla la negociación, la adaptación y el continuo reajuste de espacialidades por medio de las palabras, pues, como señaló Reinhart Koselleck, “el lenguaje es tanto receptivo como productivo, simultáneamente registra y es un factor de percepción, de la comprensión y del saber”.11 Rastreo una visión más pactada de la territorialidad, así como la interacción entre varios actores y los reacomodos que se precisaron para la consolidación del poder eclesial sobre dicho solar americano.

Como hilo conductor, empleo un memorial, fechado en Tacubaya el 15 de junio de 1765, efectuado por el arzobispo Manuel Rubio y Salinas (1750-1765), en respuesta a una real cédula de Carlos III. Este informe fue dado a conocer por Luis Navarro García, quien ya lo describió y transcribió parcialmente.12 Asimismo, atenderé otros testimonios que explican este periodo de cambios en la estructura territorial de la arquidiócesis de México, por ejemplo, los cánones del IV Concilio Provincial Mexicano que se llevó a cabo en 1771, bajo la prelacía del sucesor de Rubio y Salinas, el arzobispo Francisco Antonio Lorenzana (1766-1772).13 En estos textos se analizan la reforma territorial de las parroquias rurales, la importancia de las haciendas, la secularización, la provisión de ayudantes de párrocos, etcétera, temas que ya han sido estudiados prolijamente, entre otros autores, por Óscar Mazín, Rodolfo Aguirre y María Teresa Álvarez-Icaza.14 Para mi estudio, volveré sobre estos aspectos desde una perspectiva espacial, poniendo de relieve la modulación de los discursos y las prácticas territoriales esgrimidas por el clero. En primer lugar, contextualizo la situación del arzobispado de México, imbuido en un lento proceso de transferencia de las parroquias gestionadas por las órdenes religiosas ―fundamentalmente de franciscanos y dominicos― a los sacerdotes seculares, dependientes de la arquidiócesis. En segundo, analizo los usos discursivos del factor distancia y su relación con las diferentes medidas adoptadas para la mejora de la cura de almas en las grandes extensiones agropecuarias. En tercer lugar, examino las posibles fórmulas de pacto territorial desde la arquidiócesis, así como los enfrentamientos ―sobre el terreno― entre los párrocos y los hacendados. Para concluir, señalo las propuestas territoriales concretas del arzobispo Rubio y Salinas, así como su acomodo entre la política reformista de los Borbón y las prácticas horizontales ―de párrocos y hacendados― por la presencia y control de los territorios.

Fuente: John Carter Brown Library, Map Collection, Roll E772/2 Ms.

Imagen 1 “Mapa geográfico del arzobispado de México” de Antonio de Alzate (1772) 

Curatos en transformación

Desde 1750, gobernaba la sede mexicana el arzobispo Manuel Rubio y Salinas, quien había emprendido ―con la complicidad y el beneplácito de la Corona― un acelerado programa secularizador.15 Siguiendo las cifras aportadas por María Teresa Álvarez-Icaza ―quien mejor ha estudiado las intervenciones parroquiales de este prelado―, en poco más de un lustro, para 1756, se habían traspasado al clero secular unos 60 curatos que pertenecieron a las órdenes religiosas. Sin embargo, las transferencias no fueron tan pacíficas ni tan tranquilas como se esperaba. De manera constante, los frailes elevaron sus protestas ante el monarca, con el ánimo de suavizar el ritmo de las exoneraciones, así como de preservar algunas de sus doctrinas más prósperas y señeras. Los argumentos esgrimidos por los religiosos acentuaron su histórica dedicación a la evangelización de los naturales y conocimiento de sus lenguas, con el consiguiente “alivio espiritual de los indios”, que comportaría su permanencia sobre el terreno. Ante estas presiones, como ha señalado Álvarez-Icaza, Fernando VI llevó a cabo algunas concesiones que, a partir de la real cédula del 23 de junio de 1757, moderaron la intensidad y rebajaron el número de las secularizaciones durante el siguiente quinquenio.16

La llegada al trono de Carlos III, en 1759, no supuso un inmediato cambio de tendencia en la forma en la que se venían efectuando los traspasos de parroquias. De hecho, hasta la muerte de Rubio y Salinas, en 1765, los conflictos entre las órdenes religiosas, el arzobispo, el virrey y el Consejo de Indias, a propósito de los favores o atropellos ―según quien lo plantease― en torno a las secularizaciones, siguieron siendo una constante. En este contexto se emitió la real cédula del 18 de octubre de 1764, en la que el renovador monarca mandó proveer de cura a “cada uno de los pueblos, que a mayor distancia de cuatro leguas del de cabecera, carezca de este tan preciso auxilio”. No obstante, acomodándose la Corona a la continuidad deseada por los curas propietarios de las grandes parroquias, no se optó por la división de las colaciones en nuevas feligresías, sino que se instó a la contratación de sacerdotes auxiliares que apoyasen a los párrocos en las regiones más distantes.17 Para sufragar la dotación de los tenientes o ayudantes de cura, que habrían de ponerse en los pueblos más alejados, la cédula fijaba tres formas de financiación. La primera, la proporción correspondiente al ingreso que el cura actual recibía por encargarse de la población de la que iba a ser aliviado, cantidad que fijarían el arzobispo y el virrey; la segunda, un monto no especificado que correría a cuenta del prelado, puesto que también coadyuvaría “a tan piadosa providencia”, y, la tercera, “el resto para completo de las asignaciones [...], del ramo de vacantes mayores y menores, y lo que a este no alcance, se supla de cualesquiera fondos de mi Real Hacienda”. Para concluir, la cédula exigía al virrey de Nueva España, el marqués de Cruillas, así como al citado arzobispo Manuel Rubio y Salinas que, inmediatamente que recibiesen dicho mandato, se abocasen a darle cumplimiento “sin pérdida de tiempo”.18

Si bien se ha explicado que la emisión de esta real orden fue una respuesta a un complejo movimiento idolátrico en el pueblo de Yautepec, atribuido a la precaria asistencia religiosa con la que quedó la comunidad tras su reciente secularización,19 considero que no sería contradictorio vincularla también como parte de las estrategias de ralentización de las exoneraciones. En el texto de la referida cédula, la Corona no manifestó objeción a que esta provisión de tenientes de cura se efectuase por un “sacerdote secular o regular”.20 Este explícito apunte, en buena medida, dejaba abierta una puerta al mantenimiento o a la reincorporación de los frailes a las labores pastorales de las que estaban siendo apartados. La respuesta a la carencia de sacerdotes en lugares alejados se balanceaba, de este modo, entre el deseo secular de no fraccionar los curatos y la provisión de pequeñas feligresías a los malogrados regulares. Podría ser, sospecho, una solución intermedia de la Corona ante las duras reivindicaciones que, en esas mismas fechas, estaba elevando el procurador de los franciscanos en la Corte, Juan Bermúdez de Castro, por los agravios recibidos a causa de las exoneraciones.21 Antes que hacerse evidentes dichas tensiones cortesanas, esta tentativa proclive a los intereses de los religiosos se justificó como una solución frente al problema de la gran extensión de los curatos y la distancia de los pueblos respecto a sus cabeceras, noticia que había llegado a oídos del monarca como causa de la mala administración eclesiástica en Nueva España y el consiguiente “abandono de esas cristiandades”. Así se anunciaba en el preámbulo de la norma:

Enterado de la extensión de muchos de los curatos de esa América, conteniendo algunos de ellos varios pueblos, que distantes diez, doce, catorce y más leguas de su cabecera, donde reside el párroco, y no asistidos de tenientes, carecen de todo pasto espiritual, sin misa lo más del año y expuestos, cuando están gravemente enfermos, a que no llegue a tiempo el cura para confesarlos y darles el viático, por el dilatado intermedio que ofrecen semejantes distancias.22

Sin embargo, a pesar de su ponderado carácter, la cédula no alcanzaba a satisfacer alguna de las posibles demandas de la mitra mexicana, como evidenció la contrapuesta contestación que manifestó Rubio y Salinas. De manera inteligente, sorteando la cuestión de los regulares, el prelado preparó un minucioso memorial contraargumentando las razones territoriales que, prácticamente como una excusa, habían sido señaladas en la orden. No obstante, en las palabras del arzobispo se entrevé cierto desafecto que apuntaría a las maniobras de los representantes de los frailes en Madrid. Sin oponerse frontalmente a la decisión real, y sin dejar de alabar “tan santa y laudable providencia”, Rubio y Salinas se acogió a su derecho y deber de advertir “que su sólido establecimiento pide más extenso examen”. Desde su experiencia, “ya de algunos años en el obispado”, el mitrado expuso las “verdaderas causas de este desorden” y las medidas que él había tomado hasta la fecha.23 El resultado fue una prolija exposición acerca de la organización rural de la arquidiócesis, particularmente sobre la administración espiritual de las haciendas y los ranchos, su composición social y las tensiones subyacentes entre curas, hacendados e indios, comparando, no obstante, su situación con la de otras diócesis novohispanas. El análisis de los conceptos distancia y extensión que hace Rubio y Salinas en su informe frente al uso dado por el monarca -y en contraste con alusiones semejantes aportadas con posterioridad- nos pondrá tras la pista de los procesos discursivos de construcción del territorio.

La distancia y la extensión de las haciendas

El término distancia arrastra consigo una serie de valores que van más allá de lo mensurable sobre el espacio o el tiempo. En 1739, el Diccionario de Autoridades precisó cómo la palabra también podría referirse al “exceso, ventaja o diferencia que hay en las calidades y prerrogativas de unas cosas a otras”.24 La definición de la distancia como algo característico o determinante de una alteridad moral se explica a partir de la homologación entre las separaciones meramente físicas y aquellas que trascienden lo material. De manera necesaria, la alusión a una tensión en el orden espacial -ya sea tangible y cuantificable o alegórica- permite conceptualizar la separación o el apartamiento en las ideas y las formas de actuar. Como ha señalado Alicia Lindón, un análisis de las prácticas de movilidad que sólo contemple el desplazamiento en sí mismo, en un espacio y un tiempo medibles, está dejando de lado patrones y rutinas sociales o comunitarios, así como espectros de información y, sobre todo, amplias subjetividades espaciales.25 Desde una perspectiva institucional, la definición de un distanciamiento político o religioso -la hostilidad, la heterodoxia y la subversión- se sostiene y se fundamenta en gran medida en un armazón espacial: lugares faltos de vigilancia y escenarios proclives al disentimiento. Por tanto, si se resuelven los problemas territoriales estrictamente cuantificables, como la extensión de los curatos y las longitudes entre las poblaciones y la cabecera de su parroquia, la monarquía podría restaurar el control y el gobierno moral de las gentes. Cuestión aparte era identificar la raíz de estos inconvenientes espaciales y, a partir de ahí, proponer las medidas correspondientes para atajarlos.

Según la Corona, el problema se debía a una deficitaria estructura parroquial que, sobre el terreno, no permitía dar cobertura continua a las poblaciones más distantes, y, para solventarlo, proponía la provisión de tenientes de cura en los lugares más alejados. A pesar de la buena disposición del monarca, favorable a una cofinanciación de los salarios, la contratación de asistentes de cura no era nada fácil. Ni las autoridades eclesiásticas, ni los párrocos ni los mismos fieles estaban conformes con aportar más recursos o dejar de recibir ciertas retribuciones. Aunque con la medida no se llegaban a fragmentar las colaciones en otras nuevas -circunstancia a la que se oponían frontalmente los curas con beneficio parroquial-, tampoco les satisfacía la incorporación de ayudantes, pues supondría una importante mengua de sus obvenciones.26 Aquélla no era una guerra nueva: en el transcurso del siglo XVIII, debido al creciente número de fieles que se venía experimentando en algunas regiones de Nueva España, los prelados instaron a sus párrocos, en reiteradas ocasiones, a que contrataran más auxiliares, una demanda que, a falta de una concreción económica y de alternativa salarial para los curas titulares, tampoco dio grandes resultados.

En este contexto, sorprende la respuesta dada a la cédula del 18 de octubre de 1764 por el arzobispo Rubio y Salinas, quien -lejos de admitir la culpa o responsabilidad que le podría corresponder en esa coyuntura, o bien, aprovechar la cédula como una oportunidad para hacer una profunda reforma territorial- no sólo replicó exponiendo las especificidades espaciales de su jurisdicción, sino que razonó sobre cuáles habían sido sus decisiones al respecto. Primero, explicó cómo había domesticado la extensión y la distancia de dichos lugares, asumiendo esta labor como parte de su administración; pero, desde otra perspectiva, reconfiguró las propias causas de aquellos males, mostrándolos como una secuela del sistema social y económico permitido por la monarquía y, por tanto, como un factor ajeno al ámbito religioso o diocesano, al que él sí había hecho frente.

En esta lógica territorial, Manuel Rubio y Salinas inició su memorial desarticulando -casi con una falacia argumentativa- la explicación espacial argüida en la cédula: “la verdadera y principal causa de la monstruosa extensión de las parroquias en estos reinos no procede de la distancia de los pueblos entre sí”. Evidentemente, la amplitud de los curatos no se debía a la separación entre los poblados, sino a una extensa demarcación. Sin embargo, el arzobispo se estaba moviendo en una resignificación posibilista del territorio y las relaciones en y con determinado espacio. Según esgrimió, la distancia -esta alteridad física y moral que tanto inquietaba en la Corte- había sido contenida y relativizada por él y sus predecesores, “porque bien han cuidado los prelados de que esta no sea tanta que cómodamente no se puedan administrar por un cura y sus vicarios”.27 Una vez efectuado este giro argumentativo, en las primeras líneas de su discurso, el arzobispo encontraba allanado el camino para embestir de manera directa contra el origen último de la extensión o tamaño de las circunscripciones, ya no como una cuestión estrictamente parroquial, sino desde una perspectiva territorial y económica entroncada en las estructuras de carácter civil que estaban determinando las malas condiciones de la administración espiritual. Así, aseveró: “[el problema] proviene, principalmente, de las haciendas e ingenios de azúcar y otras granjerías las cuales son de una grande extensión, por lo común, las hay de cuatro, de diez, veinte y más leguas, hasta ciento, y en ellas es preciso que vivan los sirvientes, esclavos o libres”.28

Según explicaba Rubio y Salinas, las haciendas estaban adscritas a sus respectivas parroquias “sin [más] regla que la mayor o la menor inmediación”; a veces, incluso, constituían grandes apéndices que alargaban artificialmente el perímetro de la colación. Defendía que, hasta la fecha, habían accedido a su interior los curas o sus vicarios a celebrar las misas los días de precepto “o en los más solemnes por lo menos”, y, por supuesto, a administrar los sacramentos siempre que habían sido llamados. Sin embargo, la cura de almas en estas amplias estancias no era sencilla, por lo que se requería de un especial cuidado. Por ejemplo, al poco tiempo de tomar posesión de la mitra de México el sucesor de Rubio y Salinas, Francisco Antonio Lorenzana, el presbítero José Antonio de Alzate elaboró, en 1767, un minucioso Atlas eclesiástico del Arzobispado de México. En las páginas del Atlas, Alzate presentó buena parte de los ranchos y haciendas, incidiendo en el trazado de los caminos y en las leguas que separaban dichas estancias de sus respectivas parroquias.29 En el caso del curato de San Felipe Ixtlahuaca, al norte de Toluca, el croquis señalaba numerosas haciendas a ocho, nueve y hasta diez leguas de distancia de la cabecera, véase la imagen 2.

Fuente: Alzate, Atlas, en BCM, Colección: Borbón-Lorenzana, Papeles varios, ms. 366.

Imagen 2 Croquis del curato de San Felipe Ixtlahuaca  

Con todo, desde el punto de vista del arzobispo Rubio y Salinas, el problema no era tanto la distancia de las haciendas a las iglesias parroquiales, sino el incremento de la dificultad “porque estas mismas [haciendas] se dividen en varias secciones con larga distancia entre sí”. En su interior, la población se encontraba dispersa en función de los ámbitos laborales y de las faenas en cada momento del año. Por un lado “están las sementeras, en otras los ganados mayores, en otra los menores, en otra la cría de caballos y mulas; y en todas hay gañanes, esclavos, jornaleros, mayordomos y demás sirvientes de continua residencia y que no tienen ni conocen otro domicilio que aquel ni otra fortuna que aquel género de vida”. A esto había que sumar la diseminación de familias completas a causa de los arrendamientos que se hacían “de ciertas porciones de tierras por algún precio determinado o por alguna parte de los frutos que cosecha el arrendatario”. En consecuencia, numerosas casas quedaban asentadas en puntos inconexos adentro de los predios por largos periodos de tiempo, incluso por generaciones: una pobre gente que “ni tiene ni puede tener otro recurso que la parroquia, sea a la distancia que se fuere”.30

En algunos casos, las haciendas albergaban capillas en su interior, las cuales debían haber sido constituidas con las pertinentes licencias del arzobispo, quien tenía la obligación de examinarlas en el transcurso de su visita pastoral.31 Por ejemplo, Francisco Antonio Lorenzana, durante su recorrido por la arquidiócesis, concedió 114 licencias para celebrar en capillas de haciendas, ranchos e ingenios.32 Aquellos templos eran también el lugar de enterramiento de los residentes, cuando no contaban con “cementerios benditos y destinados para este efecto”, que asimismo debían ser reconocidos. Por su parte, el amo tenía la obligación de mantener los oratorios y proveerlos de todo lo necesario para el culto. Lo más frecuente era encontrarlos bien equipados: pues “la piedad de los habitantes de este reino antes se excede que falta en este punto, pues se suelen hallar en las haciendas capillas de fábrica grande y más costosamente adornadas y servidas que las parroquias mismas a que pertenecen”, pero no ocultaba el prelado la existencia de tensiones con los dueños de las estancias a propósito del decoro del espacio sagrado, situación en la que los curas debían empeñar “el arte y la maña antes que la fuerza”. No obstante, una atención espiritual mucho más deficitaria padecían los habitantes de los ranchos, explotaciones agropecuarias de menor tamaño que las haciendas. Contando con menor número de residentes y menos beneficios económicos, las rancherías “ni sufren ni pueden sufrir el costo de mantener un capellán ni tener capilla”.33

Un caso aparte lo constituían las haciendas en manos de las órdenes religiosas, de las cuales Lorenzana visitó personalmente catorce, entre las que se contaban diez que habían pertenecido a los jesuitas, expulsados de Nueva España en 1767, y que para entonces ya habían pasado a la jurisdicción real.34 Las estancias de los regulares, “muchas y de grande extensión”, explicaba Rubio y Salinas, disponían habitualmente de “algún religioso sacerdote que cuida de lo espiritual de los sirvientes, y algunas veces son más porque se retiran a ellas los ancianos o enfermos habituales, y por este medio están más socorridas que las de los seculares”.35 Dibujando un panorama conciliador, el arzobispo aprovechó la oportunidad para manifestar buenas relaciones con los frailes, pues, en respuesta a sus peticiones, el prelado había aplicado ciertas excepciones legales para que los regulares se beneficiasen de tener continuamente el Santísimo en las capillas de algunas de sus haciendas:

Contemplando por una epikeia36 justa que, aunque esto está prohibido rigurosamente por bulas apostólicas y declaraciones de las sagradas congregaciones, pero todas hablan de las granjas, casas de campo y cortijo al modo de Europa en que no vive, si no es muy poca, la gente, y que no pueden entenderse de estas haciendas de las Indias, que se deben reputar antes por pueblos grandes que por caserías de campo. Y, de hecho, en esta hacienda de que hablo, se numeran más de seiscientas personas de ambos sexos, a las cuales no me parece justo privar de la presencia real y continua de nuestro señor Jesucristo, y de los numerosos bienes que de ello pueden sacar, con la fácil y frecuente comunión y con la adoración, visitas y recurso obvio a su majestad en sus necesidades. Y más, cuando por el Concilio Mexicano Tercero, se previene que cuando lleguen a doce los vecinos de un lugar se les permita la misma felicidad,37 proveyendo lo necesario a su custodia y decencia, como proveyeron los dueños de esta hacienda, obligándose a mantener siempre un sacerdote en ella y ardiendo una lámpara continuamente.38

Las excepciones a la norma a causa de la distancia no sólo afectaron la erección de capillas en las haciendas. Así, dada “la vasta extensión de los obispados de este reino” y ante la imposibilidad de que los obispos acudiesen con la deseada regularidad a administrar la confirmación a “los pueblos distantes de las capitales”, en el IV Concilio Provincial Mexicano se ratificó que se siguiese aplicando la práctica de administrar dicho sacramento a los niños, “aunque no hayan llegado a la edad de la discreción”. Aquella costumbre, “acomodada a las circunstancias del país”, en ningún caso podría justificarse ni en las sedes episcopales ni en los pueblos más inmediatos.39

Independientemente de los argumentos territoriales y jurisdiccionales, el arzobispo Rubio y Salinas no desaprovechó la ocasión para arremeter contra la propia estructura legal de las haciendas y las condiciones de vida de sus trabajadores, creando un testimonio con el que predisponía la desconfianza del rey y del Consejo de Indias hacia la figura del hacendado, antes de describir las relaciones de éste con los curas. A grandes rasgos, explicaba cómo buena parte de los moradores de las haciendas estaba condenada a permanecer en un régimen de práctica esclavitud. Entre los sirvientes “precisados” a vivir en los latifundios, distinguía Rubio y Salinas los esclavos40 de los “libres de una tercera especie que en el Perú llaman yanaconas y este reino gañanes, y son como siervos adscripticios o colones”.41 Siguiendo a Brígida von Mentz, aunque generalmente se use para referirse al trabajador asalariado residente en la explotación, lo más frecuente es que con el término gañán se designe a una persona atada a la hacienda, sin posibilidad de abandonarla, independientemente de si cobra o no un salario, o de sus condiciones de vida.42 Declaraba el prelado: “[estos pobres hombres] no tienen libertad para desampararlas y, si en algún caso lo hacen, los dueños de ellas -por sí mismos o con la autoridad de la justicia- los reducen a ellas”.43 En el centro de Nueva España, desde inicios del siglo XVIII se estaban consolidando unas relaciones de producción prácticamente feudales en el interior de las haciendas. Como ya investigó Ernest Sánchez Santiró, los gañanes eran explotados en los grandes latifundios mediante diferentes formas coactivas de trabajo: retención por deudas, prestaciones obligatorias de faenas, o pagos en vales para ser canjeados forzosamente en la tienda de raya o establecimiento de productos básicos propiedad del patrón.44

Mayoritariamente, estos sirvientes sujetos a las haciendas eran indios, lo que agravaba aun más la inmoralidad de las circunstancias, al ser contrarias a las Leyes de Indias. A pesar de que la legislación hispana reiteraba la salvaguarda de la integridad de los naturales y su capacidad de someterse al trabajo voluntariamente, para “que puedan hacer y disponer de sus personas lo que quisieren, y por bien tuvieren como libres y no sujetos a alguna especie de servidumbre”,45 según el arzobispo, el tiempo y la mala praxis de los gobernantes habían acabado por consentir un sistema pernicioso: los indios eran considerados casi como un recurso más de las heredades, puesto que “su número y calidad es parte del valor de las haciendas mismas, así en las ventas privadas como en las públicas, porque ellos son los que facilitan y aseguran el cultivo”.46 Aquella vehemencia de Rubio y Salinas, desafortunadamente, no alcanzará la letra de los cánones conciliares, donde estarían plenamente asumidas las privaciones de los indios:

Se encarga a los obispos que den oportuno auxilio espiritual a los esclavos o indios que están presos, para trabajar en las minas, obrajes e ingenios. Y se manda a los dueños de minas, haciendas, trapiches e ingenios que no priven a esos miserables del bien necesario espiritual, ya que los tienen aprisionados para su temporal logro.47

Frente a este desolador panorama humano, no era mejor la situación de los indios que vivían en libertad. Aunque desde el siglo XVI se procuró que los naturales habitasen agrupados en pueblos, casi a finales de la Colonia -recuerda Rubio y Salinas- “todavía es inevitable tolerar el que estos infelices tengan algunas rancherías o bastante distancia de sus mismos pueblos para cuidar y cultivar las tierras que algunos tienen”, lo que causaba no pocos problemas a la cura de almas. La avaricia de los españoles y la dureza de las leyes habían provocado, a ojos del prelado, que los indios acabasen por ocupar espacios marginales:

[...] en las cimas de los montes, en los barrancos y dentro de las lagunas ―en las islas que forman o terreno que no cubre el agua― porque, despojados estos pobres de sus tierras, reducidos a las seiscientas varas por cada viento que a cada pueblo permite la Ley de Indias, rodeados por todas partes de los españoles que no les permiten fuera de aquellos estrechos términos pastar un borrico, se ven precisados a buscar a muchas distancias algunas tierras baldías donde hacer sus sementeras para pagar sus tributos, las obvenciones parroquiales [y] mantenerse ellos y sus familias.48

En su informe, Rubio y Salinas no revela la voracidad expansiva y el ansia de control territorial que, en algunas ocasiones, se ha querido achacar a las políticas episcopales. Más condicionado por la capacidad real de sus curas que por el afán de controlar y fiscalizar territorios y gentes, el prelado distinguía cómo se había procedido en las rancherías de indios según fuesen temporales o fijas. Las que tenían carácter estacional ―apenas por la temporada de alguna faena agrícola― no eran directamente atendidas por los párrocos o sus ayudantes:49 se prefería esperar a que los indios regresasen a su domicilio habitual, donde entonces se podía vigilar que cumpliesen con “todas aquellas obligaciones de religión a que han faltado durante la ausencia”. Por el contrario, el arzobispo se mostraba proclive a la intervención en las rancherías permanentes, donde el incremento poblacional era tal que “se reducen a pueblos”. En este caso, la estrategia de territorialización seguía dos pasos: el primero, “construirles iglesia” y, el segundo, siendo oportuno, erigirlas como ayuda de la parroquia “que les caiga más cerca” a los moradores de las rancherías.

A pesar de estos inconvenientes derivados de la estructura socioeconómica y habitacional de Nueva España, desde la perspectiva del arzobispo, las acusadas separaciones entre los curas y sus fieles no habían supuesto un problema, pues, como sentenció Rubio y Salinas, “por razón de distancia de pueblo a pueblo no hay en esta diócesis administración alguna incómoda o difícil”. Gracias a la dedicada labor del prelado en las parroquias de su jurisdicción, la distancia había sido domesticada, controlada y, si cabe, reducida. Contrarrestando las inculpaciones que los frailes habrían llevado al monarca para dictar la susodicha cédula, Rubio y Salinas precisó que ―de existir― estos problemas eran más propios de los territorios controlados por los religiosos que de los diocesanos. De esta forma, concluía aseverando que, hasta donde llegaba su mano, se había esforzado en dar auxilio, “por todos los medios legítimos, en los curatos que han pasado al clero secular y tenían antes las religiones, porque en los que eran del clero [secular] nada ha habido que hacer”.50

No era la primera vez que este prelado se dirigía al monarca a propósito de los problemas que heredaba en las secularizaciones, a causa de la extensión y mala organización de los curatos en manos de los mendicantes. En el caso de la doctrina de Xichú, unos años atrás, ya había referido su gran extensión, “que ocupa más de treinta leguas de oriente a poniente” y donde “no tenían estos religiosos más que un solo ministro”. En aquel paraje de la Sierra Gorda fue preciso establecer “tres vicarios fuera de los que tienen en el lugar de continua residencia para dar la cómoda y suficiente en un territorio tan dilatado, en el ínterin que se puede dividir y construir iglesias en los mismos lugares donde se han establecido los vicarios”.51 Pensando en el futuro, Rubio y Salinas no ocultaba su preferencia por seccionar en varios curatos las colaciones más grandes y conflictivas. Sin embargo, en el caso de Xichú, este objetivo no llegó a ser culminado, como se evidencia en el referido Atlas de Alzate (imagen 3). En 1767, a pesar de consolidarse la fragmentación del curato en varias ayudas, todavía se seguían manteniendo núcleos poblacionales a gran distancia: la hacienda de San Diego de la Trasquila se dibujó a 12 leguas de Xichú, mientras que el rancho de Río Grande se registró a 32 leguas de la referida cabecera. Ante este panorama de distanciamiento y descontrol, no sorprenden las prácticas heterodoxas, la disidencia religiosa o las revueltas de los grupos indígenas contra las autoridades españolas, que tuvieron lugar en esta región en las décadas finales del siglo XVIII.52

Fuente: Alzate, Atlas, en BCM, Colección: Borbón-Lorenzana, Papeles varios, ms. 366.

Imagen 3 Croquis del curato de Xichú de Indios 

El territorio negociado

Conocidas las circunstancias geográficas y poblacionales del campo mexicano, la mejor forma de dar cumplimiento a la real cédula sería, a juicio de Rubio y Salinas, proveer de tenientes de cura a las haciendas, verdadera causa de la insuficiente atención pastoral. Ciertamente, con la provisión de un sacerdote en aquellas estancias “de tanta extensión” se podría conseguir una “pronta, cómoda y fácil administración de sus habitantes”. Sin embargo, el prelado aún albergaba otras razones para argumentar la “suma dificultad” que encontraba en llevar a la práctica esta disposición.53 El problema no era otro que las relaciones de sus curas con los hacendados.54

Hasta entonces, la asistencia espiritual proporcionada por los curas, que puntualmente accedían a las haciendas con la aquiescencia del amo, se efectuaba en un marco negociado entre ambas partes. No obstante, una buena relación con el hacendado, quien consentía la liberación de trabajos de sus siervos y sufragaba el mantenimiento de los espacios y elementos para el culto, necesariamente debía estar favorecida por continuos actos de tolerancia ―más de orden moral que espiritual― por parte de los sacerdotes. Ya suponía todo un logro para el cura poder interrumpir la jornada de trabajo ―a causa de un día feriado o por acudir a administrar los sacramentos― como para además exigir una mejor dotación de la capilla o más tiempo para la prédica, “sin que se pueda hacer otra cosa ni obligar a más a los dueños de las tales haciendas”.55

A pesar de ello, a ojos de la jerarquía, que los curas entrasen sólo a decir la misa dominical era una labor insuficiente para lograr la deseada felicidad espiritual de los siervos de las haciendas. Así, careciendo de otros instrumentos para convencer o coaccionar a los hacendados, los padres conciliares llegarán a supeditar tanto las licencias de capillas como las autorizaciones a los curas, incluso las de los capellanes particulares (que atendían a la familia del propietario y a los trabajadores), si no empeñaban, al menos, media hora semanal en explicar “la doctrina cristiana después del evangelio o antes del ofertorio, y de que antes de la misa se les pregunte [a los fieles] también la doctrina cristiana”.56 Con la aplicación de la referida cédula del 18 de octubre de 1764, Rubio y Salinas consideraba que se alteraría ―desde arriba― este pacto territorial, lo cual supondría una quiebra del statu quo que, a la postre, terminaría por perjudicar a los indios.57 En términos jurídicos, el arzobispo recelaba de los argumentos legales que se pudieran emplear si los hacendados rehusaban cumplir o facilitar la presencia de curas en sus fincas, “porque no es dudable que sería un gravamen fuerte a que nadie obligan las leyes eclesiásticas”. No veía sencillo el prelado que

[...] los dueños quisiesen admitir un huésped tan gravoso como sería un eclesiástico, no elegido ni nombrado por ellos, no mantenido a sus expensas y no dependiente de su arbitrio, para removerlo si les fuese importuno. Si entre los curas y jueces reales son tan frecuentes los encuentros, estando tan deslindadas las jurisdicciones, qué sería entre un eclesiástico autorizado con misión legítima en la casa de un secular, persona privada y éste dueño de ella.

A pesar de lo dicho, el arzobispo no excusaba las malas costumbres ni la falta de “moderación, modestia y humildad” de los propios sacerdotes, fuente de tensiones y conflictos con los terratenientes. No le sorprendería al prelado que, “con conocimiento de las cosas de estos países [fueran] más los escándalos que resultarían de esta providencia que el provecho o utilidad espiritual”.

Desde una perspectiva pastoral, algunas exigencias eclesiásticas se habían sorteado en clave territorial para, en el fondo, mantener la armonía deseable con los propietarios de las fincas. Así, para evitar una continua y conflictiva presencia del cura en las estancias, se había eximido a sus gentes de ciertas obligaciones, como las misas dominicales, pues, “si la distancia es muy grande de la iglesia, no las comprehende”. En cambio, se prefería asegurar el mínimo cumplimiento anual de los indios, esto es, la confesión y comunión obligatoria en tiempo pascual, para lo que presumiblemente sí contaban los sacerdotes con la capacidad coactiva suficiente. Con todo, para estos casos se prolongaba el periodo para el acatamiento del precepto, “que aquí se computa ―por razón de las distancias― desde el Miércoles de Ceniza hasta la fiesta de la Santísima Trinidad”.58 Estas salvedades no impedían que, desde la norma, se reincidiese en la obligatoriedad de todos los fieles -“también los indios”- de abstenerse de efectuar trabajos serviles los días festivos, en específico “todas las obras y faenas que se hacen en los obrajes, trapiches, ingenios, minas y haciendas de labranzas, de beneficiar metales y generalmente todo lo que se ejercita con el cuerpo y sirve a la comodidad y utilidad corporal”, lo que raramente era respetado.59

Las capacidades del sacerdote y las facilidades ofrecidas por el hacendado se basaban más en la “costumbre recibida” en cada una de las heredades que en una regulación exhaustiva u homogénea. Así se ratificó en el IV Concilio Provincial Mexicano, al marcar las obligaciones pastorales de los párrocos en los pueblos, donde concretamente se puntualizó: “en las haciendas se gobiernen según los pactos que hicieren con los dueños”.60 Era, a todas luces, un acomodamiento desigual, que no sólo acarreaba concesiones en el ámbito religioso, sino también situaciones de indefensión de los curas, “muchas veces al capricho del dueño de la hacienda”, porque, si el presbítero tenía la obligación “propia e indispensable de su oficio de dar pasto espiritual a sus feligreses”, en cambio, para los amos no “la hay de buscarlo a tanta costa”.61 Por su parte, el desamparo de los trabajadores no era ya que los patronos no les permitiesen salir de las haciendas “por el recelo de que no se huyan”, sino que, aun asistiendo al culto en sus capillas, al haberse impuesto el trabajo por “faenas” se quebraba el preceptivo descanso y se menguaba la buena disposición con la que habrían de acudir a la celebración religiosa. Esta mala práctica laboral se denunciará desde la normativa conciliar como injusta e ilegítima:

[...] obligando en días festivos muchos hacenderos y dueños de ingenios, trapiches y obrajes, a sus sirvientes antes y después de la misa a trabajar en las labores del campo y otras cosas serviles por espacio de dos, tres y cuatro horas, que no puede calificarse por parvedad de materia, lo que causa escándalo a los mismos sirvientes, y principalmente a los indios y a todos les sirve de embarazo para asistir a la misa a rezar la doctrina cristiana y a oír su explicación, y cuando lo hacen es sin la debida devoción, por estar fatigados con aquel trabajo a que acuden forzados y contra su voluntad y sin que se les pague por el salario, ni premio alguno.62

Con el propósito de dibujar un panorama adverso ante las intenciones del monarca, Rubio y Salinas le ponía en antecedentes, explicando cómo las desavenencias entre curas y hacendados habían surgido en otras ocasiones, precisamente, por el quebrantamiento de la costumbre. Los conflictos habían sido muy frecuentes “cuando las haciendas pasan de un dueño a otro, cuando se dan en arrendamiento y cuando se ponen en secuestro por algún juez o tribunal”. Las motivaciones, como ya había anotado, eran casi siempre de carácter económico, y particularmente respecto al sostenimiento del culto y las retribuciones del cura:

Porque, en todos estos casos, el nuevo dueño, el arrendatario y el depositario siempre intentan novedades para ver lo que pueden ahorrar en el ajuste o composición con el cura, y viene esto por lo común a parar en pleito, y de él (si no se corta por aquella regla que va expuesta) nacen ―tal vez― competencias entre los tribunales eclesiásticos y seculares, que turban la paz de ambas jurisdicciones y traen otras mil funestas resultas que fácilmente se dejan comprehender.63

Como ha estudiado Felipe Castro, frente a la imagen estática y apacible que dibujan las pinturas de castas, el final del siglo XVIII vino atravesado en Nueva España por numerosos conflictos, tumultos y levantamientos que conocieron un momento álgido en la misma década de 1760. Los cambios en la estructura demográfica, debidos al incremento de la población y la esperanza de vida, así como las transformaciones económicas y la implementación de las reformas políticas de la dinastía Borbón propiciaron un periodo de cambios que, en lo que respecta a la tierra, devino en un notable aumento en los litigios de propiedad de los pueblos frente a una clase hacendada cada vez más acaparadora de espacios y recursos comunales.64 En el interior de las haciendas, las tensiones no eran menores, lo que obligaba a los amos a tomar sus debidas cautelas en el trato con los siervos. Estas circunstancias, observaba el prelado Rubio y Salinas, habrían de dar a los terratenientes una razón aun “más fuerte” para oponerse al establecimiento de los tenientes de cura en sus propiedades.

Advertía el arzobispo cómo, de manera reciente y con frecuencia, “creciendo excesivamente el número de gañanes, tumultuariamente se llaman a pueblo, ocurren al justicia del partido, piden que se les nombren alcaldes y, tal vez, cacique o gobernador, y que se les den tierras de la misma hacienda, dentro de la medida que señala la Ley de Indias”.65 Por lo general, pese a las maniobras de los amos, los siervos alcanzaban sus objetivos, obteniendo la liberación de tal cantidad de tierras que llegaban a arruinar el latifundio. En oposición, sistemáticamente, los hacendados desarrollaron una serie de estrategias de prevención, entre otras, evitar que alguno de sus sirvientes desarrollase algún tipo de liderazgo o superioridad, ya sea por cuenta propia o por designación de una autoridad civil o eclesiástica. En este sentido, procuraban impedir los posibles tratos e intercambios de los funcionarios y curas con los gañanes, asumiendo los propios latifundistas el pago de los tributos, las obvenciones parroquiales e incluso la limosna de cruzada, al mismo tiempo que consolidaban una situación de semilibertad de los jornaleros, encadenados por semejantes deudas.66 Paralelamente, restringían la autonomía de los individuos al imposibilitar la crianza de sus propios animales o la fábrica de su vivienda, de modo que en el disfrute de todo bien se contrajese una obligación con el señor.

Se preguntaba el prelado si, en este clima tenso, a ojos del hacendado, el mero establecimiento de un cura no controlado por él acaso podría alterar la propia percepción que tenían los gañanes de su situación. Pues, aun manteniéndose el eclesiástico exclusivamente en la esfera de lo religioso, ¿no “puede inquietárselos, separárselos y extraérselos algún día de aquella servidumbre? Ellos mismos que no pueden menos que estar mal hallados en aquella triste condición, viéndose con cura propio, ¿no entrarán más aprisa en el designio de llamarse a pueblo?”.67 Como ocurrió en otros lugares, la erección de una iglesia o la instauración permanente de un sacerdote podría suponer de facto el “reconocimiento de una identidad institucional”, una suerte de primera conquista de los vecinos que les empujaría a “llamarse a pueblo” y solicitar ante las autoridades virreinales su reconocimiento y la concesión de su fundo legal, esto es, de las “tierras por razón de pueblo” amparadas por las leyes.68

En Nueva Galicia, donde se habían erigido en curatos algunas haciendas, incluso a petición de sus propietarios, las condiciones sociales eran distintas. Explicaba Rubio y Salinas, recelando posibles objeciones a sus argumentos, cómo en el arzobispado de Guadalajara los latifundios constituían la estructura fundamental de población, con ausencia de pueblos a centenares de leguas, situación que no sólo provocaba una “ardua y difícil administración espiritual de estas gentes, sino también físicamente imposible”. A ello se sumaba la diferente calidad de la población novogalaica, mayormente “sirvientes” no indios. En aquella tierra de frontera, las autoridades virreinales habían ido retirando a los “indios bárbaros”, dejando “el país más tratable y con semilla para la población futura de españoles”. Los trabajadores de las haciendas eran, sobre todo, españoles, mestizos y de otras castas, “gente de más espíritu” y de más difícil sujeción que los naturales, quienes consiguientemente podían moverse con mayor autonomía y abandonar la explotación si las relaciones o las condiciones impuestas por el amo desmejoraban. Por este motivo, los señores tapatíos cuidaban de no abusar de sus hombres, “porque si el sirviente se escapa el amo pierde todo el adelantamiento”, al contrario de lo que ocurría en México, donde el “largo uso” y la autoridad pública avalaban la privación de libertad física y económica de los indios gañanes en el interior de la hacienda. Dada esta facilidad de movimiento y el escaso apego al suelo de los sirvientes en Guadalajara, la erección de parroquias no suponía una fuente de conflicto, pues era “remotísimo el caso de que lleguen a tumultuarse y a pretender erigirse en pueblo”.69

En definitiva, la disertación de Rubio y Salinas venía a afirmar cómo la naturaleza del pacto territorial en México derivaba más de las condiciones socioeconómicas que de la voluntad de los prelados, de la capacidad pastoral de los párrocos o de los medios de financiación implicados en dicha causa.

Aprehender la distancia. Estrategias y soluciones

Concluyendo el informe, el arzobispo presentó sus propuestas para vencer las carencias pastorales, en tanto éstas dependían de la geografía de su jurisdicción. En lugar de erigir curatos en las haciendas, como se había hecho en Guadalajara, o instalar tenientes de cura en las fincas y dejar la puerta abierta al regreso de los regulares, como apuntaba la cédula, según Rubio y Salinas, el medio más oportuno que hasta entonces había encontrado no era otro que la división de los curatos, “cuando, por su demasiada extensión, por tener ríos intermedios de unas poblaciones a otras o por la fragosidad de los caminos, me ha parecido justo y conveniente el hacerlo”. Así, por ejemplo, citaba cómo había practicado esta fórmula en las feligresías recién secularizadas de Huichapan o Cuernavaca, ambas de gran extensión y divididas en tres nuevas parroquias, precisamente ―como enfatizó en este último caso― para “dar cómodamente administración a los muchos ingenios de azúcar y trapiches que se hallan en aquel territorio”.70 El mismo método había seguido en la ciudad de Querétaro y en Malatepec, cada una fraccionada en dos. La misma opción de dividir curatos, para una administración más eficiente de las jurisdicciones, habría de ser también la preferida por el monarca poco tiempo después. En la cédula real del 21 de agosto de 1769, conocida como Tomo Regio, con la que Carlos III ordenó la convocatoria de concilios provinciales en Nueva España y Filipinas, se mandó

[...] que se dividan las parroquias donde su distancia, o número, lo pida para la mejor asistencia y administración de sacramentos de los fieles, arreglando el Concilio los medios de ejecutar esto, con intervención del vicepatrono, y sin perjuicio del Patronato Real, ni del erario, prefiriendo en esta división y cómoda distribución de parroquianos, el bien espiritual de éstos, al interés bursático de los actuales párrocos; y entretanto que esto se formalice los obliguen los diocesanos a dotar y poner teniente.71

Dejando a un lado las reticencias del clero parroquial, reacio a ver despedazado su territorio, aunque lo mantuviese insuficientemente atendido, el arzobispo argumentaba la facilidad de las divisiones, precisamente, por el carácter estable y seguro de las circunscripciones. A pesar de la extensión de las parroquias ―considerada un problema desde la Corte―, la arquidiócesis de México estaba “llena de pueblos en donde hay curas y las haciendas deslindadas y asignadas a ciertos y determinados territorios”, lo que significaba que, hasta la fecha, todo el mundo tenía clara noticia y efectiva relación con su párroco e iglesia cabecera de pertenencia: “aunque sea con trabajo y con dificultad, los esclavos, los colonos adscripticios o gañanes, los jornaleros libres, los mismos amos, sus mayordomos y sirvientes tienen parroquia cierta y señalada, y propio y determinado cura a quien reconocen por tal por su pastor y él los conoce por sus feligreses y ovejas”. Tales condiciones no se daban en otras diócesis de la Nueva España.72

Con todo, advertía el prelado, el procedimiento de la división no siempre se podía llevar a cabo, pues las realidades poblacionales y económicas suponían un obstáculo, argumento que se repetirá en las sesiones conciliares de 1771.73 Como había expuesto al tratar de los moradores de las haciendas, Rubio y Salinas reiteraba el argumento geográfico: “suelen vivir las gentes dispersas y no congregadas en un lugar”, a lo cual añadía las deficiencias materiales: “no se halla iglesia en que establecer la parroquia, ni casa para que el cura viva, ni hay arbitrio para construirla por la pobreza de los habitantes a quienes no se les puede echar esta carga sin obligarlos verdaderamente a una cosa imposible”. No obstante, había sorteado de manera satisfactoria esta dificultad mediante dos estrategias, una dirigida a sus curas y la otra a los hacendados, las cuales fueron reiteradas en las instrucciones de los sucesivos titulares de la sede mexicana.

Su primera alternativa consistió en obligar a los párrocos de aquellos parajes a que “tengan vicarios de pie fijo que discurran por estas poblaciones, o asistentes en la más numerosa y acomodada, para que desde allí puedan dar el pasto espiritual a las dispersas ovejas”.74 En lugar de establecer tenientes de cura foráneos, sufragados parcialmente por la arquidiócesis, como dictaba la cédula, el prelado prefería vicarios o responsables de las subcabeceras que estuvieran subordinados y costeados por el párroco titular. Contrariamente a la idea de estabilidad preferida por la Corona, estos vicarios deberían seguir la práctica de “discurrir” o vagabundear por las aldeas, manteniendo la costumbre y los pactos respecto a las haciendas. Sin embargo, la escasez de ayudantes y de recursos para costearlos llevó a algunos párrocos a consentir que, en los extremos más remotos de sus colaciones, los sacramentos fuesen administrados por curas “así seculares como regulares [...] aunque no tengan las correspondientes licencias de celebrar y confesar”, práctica que habría de ser duramente prohibida y perseguida por los prelados.75

Paralelamente, Rubio y Salinas erigió en ayudas de parroquia algunas capillas de haciendas, así como santuarios o pequeños oratorios rurales, con el fin de que “allí pudiesen ocurrir los circunvecinos a recibir los santos sacramentos, enviando el cura sujetos que los administren y digan misa en los días festivos”. En este sentido, por ejemplo, había mandado instalar pilas bautismales en dos capillas de fincas en Querétaro, que quedaron instituidas como ayudas parroquiales.76 Con todo, lejos de ser una prevención perfecta, tanto Rubio y Salinas como sus sucesores tendrán que apelar continuamente a los deberes pastorales de los párrocos y sus ministros, en especial para que no dejasen sin atender, en los sacramentos más urgentes, a los fieles que “habitan en lugares distantes de las residencias de aquellos”. En este sentido, en los cánones de 1771 se advirtieron los castigos que recaerían sobre los pastores que “por flojedad o negligencia” no acudiesen “sin dilación alguna a administrar la extrema unción a los enfermos, aunque estén en los pueblos anexos, ranchos o haciendas distantes de las cabeceras”.77

La segunda solución aplicada por el mitrado consistió en “inducir” a los propietarios de los latifundios a que tuviesen capellanes en sus heredades, “según lo permita esa posibilidad y concordándolos con los curas sobre los derechos parroquiales”. Quedarían fuera de esta medida complementaria las haciendas pequeñas, los ranchos y, sobre todo, los agrupamientos poblacionales con carácter estacional. Esta práctica, conforme a la costumbre ya explicada, había sido verdaderamente cómoda y efectiva en las haciendas más ricas, en particular en aquéllas en donde los dueños habían cedido parte de sus rendimientos en calidad de fidecomisos u obras pías. Estando estas retribuciones eclesiásticas supervisadas desde los propios juzgados eclesiásticos, resultaba fácil controlar la permanencia de los capellanes, así como sus salarios.78 Como ha estudiado Rodolfo Aguirre, este mismo remedio fue planteado por el sucesor de Lorenzana, el arzobispo Alonso Núñez de Haro (1772-1800), quien siguió facilitando, varias décadas después, el nombramiento de capellanes por parte de los hacendados y modulando las tensiones que pudieran ocurrir entre éstos y sus respectivas parroquias.79

Conclusiones

Los procesos de territorialización del campo novohispano por parte de las estructuras eclesiásticas tuvieron que hacer frente a diversas y heterogéneas miradas o territorialidades construidas por múltiples agentes. Sobre el terreno, los curas se acomodaron a los ritmos lentos y conservadores impuestos por los hacendados, poco proclives a los cambios e irrupciones estructurales en sus predios. En buena medida, al día a día de los sacerdotes también beneficiaba una labor limitada, poco comprometida y con la continua excusa de encontrarse supeditada a los designios -pero también a los favores- del patrón. Frente al pacto concreto, otras soluciones habrían de ser esgrimidas como reacción simultánea, tanto desde la Corte como desde la sede del arzobispado. La provisión de ayudantes, vicarios y tenientes, ya fuesen fijos o deambulando por las aldeas del curato, coexistirá con las órdenes de división y erección de nuevas parroquias. Estas tendencias, igualmente, chocarán con los deseos de estabilidad de los curas, quienes veían peligrar sus ingresos al reducirse el territorio administrado por ellos.

En definitiva, más allá de las órdenes y disposiciones impuestas verticalmente, de arriba abajo, el afianzamiento del control territorial se movió en un nivel horizontal, dialogando, pactando y cediendo -tanto física como discursivamente- niveles de territorialización y presencia efectiva sobre el espacio. La cómoda -pero también forzosa- opción de una continuidad administrativa, apenas zarandeada en las sesiones del IV Concilio Provincial Mexicano, lógicamente devendrá en una casuística de reordenación territorial de carácter parcial y poco efectiva. Tanto la real cédula como el memorial de Rubio y Salinas apenas tendrían repercusiones a corto plazo sobre el suelo novohispano, al acaecer la inmediata muerte del arzobispo, en 1765. Sin embargo, la llegada a la mitra mexicana de Francisco Antonio Lorenzana, al año siguiente, servirá para dar continuidad a las fórmulas expresadas por su predecesor: la política secularizadora, la reordenación parroquial y la progresiva racionalización territorial de las colaciones eclesiásticas constituirán un eje fundamental en las medidas llevadas a cabo por el nuevo arzobispo.

Agradecimientos

Programa Juan de la Cierva IJC2018-036981-I. Este estudio se enmarca en las actividades de los proyectos CARTOPOLIC (I+D+i FEDER-Andalucía 2014-2020 UPO-1260972) y REXPUBLICA (PGC 2018-095224-B-I00).

Bibliografía

Aguirre Salvador, Rodolfo. “El arzobispo Núñez de Haro y la dotación de ayudantes de cura en el arzobispado de México (1772-1800)”. En Ilustración católica: ministerio episcopal y episcopado en México (1758-1829), coordinación de Marta Eugenia García Ugarte, tomo 1, 168-199. México: Instituto de Investigaciones Sociales-Universidad Nacional Autónoma de México, 2018. [ Links ]

Aguirre Salvador, Rodolfo (coord.). Conformación y cambio parroquial en México y Yucatán (siglos XVI-XIX). México: Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación-Universidad Nacional Autónoma de México, 2017. [ Links ]

Aguirre Salvador, Rodolfo. “Problemáticas parroquiales y escasez de ayudantes de cura en el arzobispado de México a fines del siglo XVIII”. Fronteras de la Historia. Revista de Historia Colonial Latinoamericana, vol. XXII, núm. 1 (2017): 110-134. [ Links ]

Aguirre Salvador, Rodolfo. “El IV Concilio Provincial Mexicano ante la problemática de la división parroquial”. Fronteras de la Historia. Revista de Historia Colonial Latinoamericana , vol. XIX, núm. 2 (2014): 122-146. [ Links ]

Aguirre Salvador, Rodolfo. “En busca del clero secular: del anonimato a una comprensión de sus dinámicas internas”. En La Iglesia en Nueva España. Problemas y perspectivas de investigación, coordinación de María del Pilar Martínez López-Cano, 185-213. México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2010. [ Links ]

Álvarez-Icaza Longoria, María Teresa. La secularización de doctrinas y misiones en el arzobispado de México, 1749-1789. México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México , 2015. [ Links ]

Álvarez-Icaza Longoria, María Teresa. “La reorganización del territorio parroquial de la arquidiócesis de México durante la prelacía de Manuel Rubio y Salinas (1749-1765)”. Hispania Sacra, vol. LXIII, núm. 128 (2011): 501-518. [ Links ]

Avendaño Flores, Isabel. “Un recorrido teórico a la territorialidad desde uno de sus ejes: el sentimiento de pertenencia y las identificaciones territoriales”. Cuadernos Intercambio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. VII, núm. 8 (2010): 13-35. [ Links ]

Burke, Peter (ed.). Formas de hacer historia. Madrid: Alianza Editorial, 2012. [ Links ]

Castro Gutiérrez, Felipe. “Los ires y devenires del fundo legal de los pueblos indios”. En De la historia económica a la historia social y cultural. Homenaje a Gisela von Wobeser, coordinación deMaría del Pilar Martínez López-Cano , 69-104. México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México , 2015. [ Links ]

Castro Gutiérrez, Felipe. Nueva ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España. México: El Colegio de Michoacán/Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1996. [ Links ]

Colom, Francisco y Ángel Rivero (eds.). El espacio político. Aproximaciones al giro espacial desde la política. Barcelona: Anthropos, 2015. [ Links ]

Di Meo, Guy. Géographie sociale et territoires. París: Éditions Nathan, 1998. [ Links ]

Diccionario de Autoridades. Madrid: Real Academia Española, 1739. [ Links ]

García Redondo, José María. “Las representaciones geográficas de la archidiócesis de México en tiempos del arzobispo Lorenzana (1766-1772)”. Estudios de Historia Novohispana, núm. 59 (2018): 26-73. [ Links ]

Gruzinski, Serge. ¿Para qué sirve la historia? Madrid: Alianza Editorial , 2018. [ Links ]

Harvey, David. Justicia, naturaleza y la geografía de la diferencia. Madrid: Traficantes de Sueños, 2018. [ Links ]

Hobsbawm, Eric. Sobre la historia. Barcelona: Crítica, 2008. [ Links ]

Koselleck, Reinhart. Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Madrid: Trotta, 2012. [ Links ]

Lara Cisneros, Gerardo. “Sobre la relatividad de la disidencia o la disidencia como construcción del poder. Disidencia y disidentes indígenas en Sierra Gorda, siglo XVIII”. En Disidencia y disidentes en la historia de México, coordinación de Felipe Castro Gutiérrez y Marcela Terrazas, 71-99. México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México , 2003. [ Links ]

Lefebvre, Henri. La producción del espacio. Madrid: Capitan Swing, 2013. [ Links ]

Lindón, Alicia. “Geografías de la vida cotidiana”. En Tratado de geografía humana, coordinación de Daniel Hiernaux y Alicia Lindón, 356-400. México/Barcelona: Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa/Anthropos, 2006. [ Links ]

Lindón, Alicia y Daniel Hiernaux (dirs.). Geografías de lo imaginario. Barcelona: Anthropos , 2012. [ Links ]

Luna Fierros, Ana Karen. “¿Indios idólatras o cristianos supersticiosos? Un análisis acerca de la religiosidad en Yautepec, siglo XVIII”. En La idolatría de los indios y la extirpación de los españoles. Religiones nativas y régimen colonial en Hispanoamérica, coordinación de Gerardo Lara Cisneros, 169-208. México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México /Colofón, 2016. [ Links ]

Martínez López-Cano, María del Pilar (coord.). Concilios provinciales mexicanos. Época colonial. México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México , 2004. [ Links ]

Martínez Tornero, Carlos A. Carlos III y los bienes de los jesuitas. La gestión de las temporalidades por la monarquía borbónica (1767-1815). Alicante: Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2010. [ Links ]

Massey, Doreen. For Space. Londres: Sage Publications, 2005. [ Links ]

Mazín, Óscar, Margarita Menegus y Francisco Morales. La secularización de las doctrinas de indios en la Nueva España. La pugna entre las dos Iglesias. México: Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación-Universidad Nacional Autónoma de México /Bonilla Artiaga Editores, 2010. [ Links ]

Mazín, Óscar . “Reorganización del clero secular novohispano en la segunda mitad del siglo XVIII”. Relaciones, vol. XI, núm. 39 (1989): 69-86. [ Links ]

Mazín, Óscar . Entre dos majestades: el obispo y la Iglesia del Gran Michoacán ante las reformas borbónicas, 1758-1772. Zamora: El Colegio de Michoacán, 1987. [ Links ]

Navarro García, Luis. “La sociedad rural de México en el siglo XVIII”. Anales de la Universidad Hispalense, año XXIV, núm. 1 (1963): 19-53. [ Links ]

Paniagua Pérez, Jesús (coord.). España y América entre el barroco y la Ilustración (1722-1804): II centenario de la muerte del cardenal Lorenzana (1804-2004). León: Universidad de León, 2005. [ Links ]

Piazza, Rosalba. La conciencia oscura de los naturales. Procesos de idolatría en la diócesis de Oaxaca (Nueva España), siglos XVI-XVIII. México: El Colegio de México, 2016. [ Links ]

Pickles, John. A History of Spaces. Cartographic Reason, Mapping and the Geo-Coded World. Londres/Nueva York: Routledge, 2004. [ Links ]

Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias. Mandadas imprimir, y pvblicar por la magestad catolica del rey don Carlos II. Madrid: Julián de Paredes, 1681. [ Links ]

Sack, Robert David. Human Territoriality. Its Theory and History. Cambridge: Cambridge University Press, 1986. [ Links ]

Sánchez Santiró, Ernest. Azúcar y poder. Estructura socioeconómica de las alcaldías mayores de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1730-1821. México: Universidad Autónoma del Estado de Morelos/Praxis, 2001. [ Links ]

Sánchez, Joan-Eugeni. La geografía y el espacio social del poder. Barcelona: Los Libros de la Frontera, 1981. [ Links ]

Santos, Milton. La naturaleza del espacio. Técnica y tiempo. Razón y emoción. Barcelona: Ariel, 2000. [ Links ]

Sierra Nava-Lasa, Luis. El cardenal Lorenzana y la Ilustración, tomo 1. Madrid: Fundación Universitaria Española, 1957. [ Links ]

Soja, Edward W. En busca de la justicia espacial. Valencia: Tirant lo Blanch, 2014. [ Links ]

Solórzano Pereira, Juan de. Política indiana. Sacada en lengva castellana de los dos tomos del derecho i govierno municipal de las Indias Occidentales. Madrid: Diego Díaz de la Carrera, 1648. [ Links ]

Taylor, William B. Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII. Zamora: El Colegio de Michoacán/El Colegio de México/Secretaría de Gobernación, 1999. [ Links ]

Torales Pacheco, María Cristina y Juan Carlos Casas García (coords.). Extrañamiento, extinción y restauración de la Compañía de Jesús. La Provincia Mexicana. México: Universidad Iberoamericana/Universidad Pontificia de México/Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica, 2017. [ Links ]

Tuan, Yi-Fu. “El lenguaje y la producción de lugar: un enfoque descriptivo-narrativo”. En Yi-Fu Tuan. El arte de la geografía, edición de Joan Nogué, 111-142. Barcelona: Icaria Editorial, 2018. [ Links ]

Villaseñor y Sánchez, José Antonio de. Theatro Americano. Descripción general de los reynos y provincias de la Nueva España, y sus jurisdicciones. México: Coordinación de Humanidades-Universidad Nacional Autónoma de México, 2005. [ Links ]

Von Mentz, Brígida. Trabajo, sujeción y libertad en el centro de la Nueva España. Esclavos, aprendices, campesinos y operarios manufactureros, siglos XVI a XVIII. México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Miguel Ángel Porrúa, 1999. [ Links ]

Von Wobeser, Gisela. La hacienda azucarera en la época colonial. México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México , 2004. [ Links ]

Warf, Barney y Santa Arias (eds.). The Spatial Turn. Interdisciplinary Perspectives. Londres/Nueva York: Routledge , 2008. [ Links ]

Withers, Charles W. J. “Place and the Spatial Turn in geography and in history”. Journal of the History of Ideas, vol. LXX, núm. 4 (2009): 637-658. [ Links ]

Zahino Peñafort, Luisa (comp.). El cardenal Lorenzana y el IV Concilio Provincial de México. México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad de Castilla-La Mancha/Miguel Ángel Porrúa, 1999. [ Links ]

Zahino Peñafort, Luisa. Iglesia y sociedad en México, 1765-1800. Tradición, reforma y reacciones. México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México , 1996. [ Links ]

Zavala, Silvio. El servicio personal de los indios en Nueva España, 1700-1821. México: El Colegio de México , 1995. [ Links ]

1 Una imprescindible recopilación de textos de Eric Hobsbawm acerca de la historia desde abajo se encuentra en Sobre la historia (Barcelona: Crítica, 2008). Véase asimismo Peter Burke (ed.), Formas de hacer historia (Madrid: Alianza Editorial, 2012), y, recientemente traducido al español, el ensayo de Serge Gruzinski, ¿Para qué sirve la historia? (Madrid: Alianza Editorial, 2018).

2Henri Lefebvre, La producción del espacio (Madrid: Capitan Swing, 2013); David Harvey, Justicia, naturaleza y la geografía de la diferencia (Madrid: Traficantes de Sueños, 2018); John Pickles, A History of Spaces. Cartographic Reason, Mapping and the Geo-Coded World (Londres/Nueva York: Routledge, 2004); Barney Warf y Santa Arias (eds.), The Spatial Turn. Interdisciplinary Perspectives (Londres/Nueva York: Routledge, 2008). Sobre la relación entre el análisis histórico y el giro espacial, véase Charles W. J. Withers, “Place and the Spatial Turn in geography and in history”, Journal of the History of Ideas, vol. LXX, núm. 4 (2009): 637-658.

3Milton Santos, La naturaleza del espacio. Técnica y tiempo. Razón y emoción (Barcelona: Ariel, 2000).

4Isabel Avendaño Flores, “Un recorrido teórico a la territorialidad desde uno de sus ejes: el sentimiento de pertenencia y las identificaciones territoriales”, Cuadernos Intercambio sobre Centroamérica y el Caribe, vol. VII, núm. 8 (2010): 15.

5Guy di Meo, Géographie sociale et territoires (París: Éditions Nathan, 1998). Véase un sucinto balance historiográfico acerca del término territorialidad, en relación con las geografías de la vida cotidiana, en Alicia Lindón, “Geografías de la vida cotidiana”, en Tratado de geografía humana, coordinación de Daniel Hiernaux y Alicia Lindón (México/Barcelona: Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa/Anthropos, 2006), 384-386.

6Avendaño Flores, “Un recorrido”, 33.

7Robert David Sack, Human Territoriality. Its Theory and History (Cambridge: Cambridge University Press, 1986). En esta misma línea, Joan-Eugeni Sánchez, La geografía y el espacio social del poder (Barcelona: Los Libros de la Frontera, 1981).

8Doreen Massey, For Space (Londres: Sage Publications, 2005); Alicia Lindón y Daniel Hiernaux (dirs.), Geografías de lo imaginario (Barcelona: Anthropos, 2012); Edward W. Soja, En busca de la justicia espacial (Valencia: Tirant lo Blanch, 2014); Francisco Colom y Ángel Rivero (eds.), El espacio político. Aproximaciones al giro espacial desde la política (Barcelona: Anthropos, 2015).

9Yi-Fu Tuan, “El lenguaje y la producción de lugar: un enfoque descriptivo-narrativo”, en Yi-Fu Tuan. El arte de la geografía, edición de Joan Nogué (Barcelona: Icaria Editorial, 2018), 112.

10Planteada habitualmente desde una dialéctica negativa del poder y de manera antagónica, entre fuerzas que someten y otras que se resisten.

11Reinhart Koselleck, Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social (Madrid: Trotta, 2012), 32.

12Luis Navarro García, “La sociedad rural de México en el siglo XVIII”, Anales de la Universidad Hispalense, año XXIV, núm. 1 (1963): 19-53. El historiador sevillano sigue la copia de la carta custodiada en el Archivo General de Indias, México, 1701. Sin ahondar en el análisis, algunos extractos de esta transcripción son reproducidos por Silvio Zavala, El servicio personal de los indios en Nueva España, 1700-1821 (México: El Colegio de México, 1995), 103-106. Para el presente trabajo, la versión del memorial que sigo es la que se conserva en Toledo, en la Biblioteca de Castilla-La Mancha (BCM), Colección: Borbón-Lorenzana, Papeles varios, ms. 65, n. 3. Buena parte de este fondo documental se conformó gracias a los papeles que llevó a Toledo, desde México, el prelado Francisco Antonio Lorenzana en 1772, una vez que dejó la sede novohispana al ser nombrado arzobispo primado de España. Sobre esta primera etapa vital de Lorenzana, sigue siendo útil el trabajo de Luis Sierra Nava-Lasa, El cardenal Lorenzana y la Ilustración (Madrid: Fundación Universitaria Española, 1957), tomo 1. Véase la recopilación de trabajos sobre la figura de este arzobispo en Jesús Paniagua Pérez (coord.), España y América entre el barroco y la Ilustración (1722-1804): II centenario de la muerte del cardenal Lorenzana (1804-2004) (León: Universidad de León, 2005).

13Los cambios en la administración religiosa durante este periodo fueron estudiados por Luisa Zahino Peñafort, Iglesia y sociedad en México, 1765-1800. Tradición, reforma y reacciones (México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1996). Los documentos relativos al IV Concilio Provincial Mexicano en Luisa Zahino Peñafort (comp.), El cardenal Lorenzana y el IV Concilio Provincial de México (México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-Universidad Nacional Autónoma de México/Universidad de Castilla-La Mancha/Miguel Ángel Porrúa, 1999). En este trabajo, en adelante, sigo la transcripción de los cánones del “Concilio Provincial Mexicano IV celebrado en la ciudad de México el año de 1771”, en María del Pilar Martínez López-Cano (coord.), Concilios provinciales mexicanos. Época colonial (México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2004).

14Entre los trabajos más recientes, Rodolfo Aguirre Salvador (coord.), Conformación y cambio parroquial en México y Yucatán (siglos XVI-XIX) (México: Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación-Universidad Nacional Autónoma de México, 2017) y María Teresa Álvarez-Icaza Longoria, La secularización de doctrinas y misiones en el arzobispado de México, 1749-1789 (México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2015). Respecto a la división de curatos, Rodolfo Aguirre Salvador, “El IV Concilio Provincial Mexicano ante la problemática de la división parroquial”, Fronteras de la Historia. Revista de Historia Colonial Latinoamericana, vol. XIX, núm. 2 (2014): 122-146. Estas mismas cuestiones, en un periodo similar, son analizadas en la diócesis de Michoacán por Óscar Mazín, Entre dos majestades: el obispo y la Iglesia del Gran Michoacán ante las reformas borbónicas, 1758-1772 (Zamora: El Colegio de Michoacán, 1987) y “Reorganización del clero secular novohispano en la segunda mitad del siglo XVIII”, Relaciones, vol. XI, núm. 39 (1989): 69-86.

15Respecto al asentamiento de las órdenes religiosas en las parroquias de Nueva España y los antecedentes secularizadores hasta mediados del siglo XVII, véase Óscar Mazín, Margarita Menegus y Francisco Morales, La secularización de las doctrinas de indios en la Nueva España. La pugna entre las dos Iglesias (México: Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación-Universidad Nacional Autónoma de México/Bonilla Artiaga Editores, 2010).

16Álvarez-Icaza, La secularización, 133-134. Acerca de la situación de los curatos novohispanos una década antes, véase José Antonio de Villaseñor y Sánchez, Theatro Americano. Descripción general de los reynos y provincias de la Nueva España, y sus jurisdicciones (México: Coordinación de Humanidades-Universidad Nacional Autónoma de México, 2005).

17Rodolfo Aguirre Salvador, “El arzobispo Núñez de Haro y la dotación de ayudantes de cura en el arzobispado de México (1772-1800)”, en Ilustración católica: ministerio episcopal y episcopado en México (1758-1829), coordinación de Marta Eugenia García Ugarte (México: Instituto de Investigaciones Sociales-Universidad Nacional Autónoma de México, 2018), tomo 1, 172.

18“Real cédula de Carlos III, para que el virrey con el arzobispo de México provean de pasto espiritual a los pueblos que disten más de cuatro leguas de la cabecera”, San Ildefonso, 18 de octubre de 1764, en Archivo General de la Nación, México (AGN), Reales Cédulas Originales, 84, Exp. 99. Véase Salvador Aguirre, “El IV Concilio”, 130.

19William B. Taylor, Ministros de lo sagrado. Sacerdotes y feligreses en el México del siglo XVIII (Zamora: El Colegio de Michoacán/El Colegio de México/Secretaría de Gobernación, 1999), tomo 2, 754; Ana Karen Luna Fierros, “¿Indios idólatras o cristianos supersticiosos? Un análisis acerca de la religiosidad en Yautepec, siglo XVIII”, en La idolatría de los indios y la extirpación de los españoles. Religiones nativas y régimen colonial en Hispanoamérica, coordinación de Gerardo Lara Cisneros (México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México/Colofón, 2016), 169-208; Álvarez-Icaza Longoria, La secularización, 143. En este mismo sentido, véase Rosalba Piazza, La conciencia oscura de los naturales. Procesos de idolatría en la diócesis de Oaxaca (Nueva España), siglos XVI-XVIII (México: El Colegio de México, 2016).

20“Real cédula de Carlos III...”.

21María Teresa Álvarez-Icaza Longoria, “La reorganización del territorio parroquial de la arquidiócesis de México durante la prelacía de Manuel Rubio y Salinas (1749-1765)”, Hispania Sacra, vol. LXIII, núm. 128 (2011): 516. Álvarez-Icaza Longoria, La secularización, 144-145.

22“Real cédula de Carlos III...”.

23“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, Tacubaya, 15 de junio de 1765, en BCM, Colección: Borbón-Lorenzana, Papeles varios, ms. 65, n. 3, f. 1r-v.

24Diccionario de Autoridades (Madrid: Real Academia Española, 1739), s.v. “distancia”.

25Lindón, “Geografías”, 371.

26Rodolfo Aguirre Salvador, “Problemáticas parroquiales y escasez de ayudantes de cura en el arzobispado de México a fines del siglo XVIII”, Fronteras de la Historia. Revista de Historia Colonial Latinoamericana, vol. XXII, núm. 1 (2017): 114.

27Dadas las trabas canónicas y seculares que dificultaban la división de parroquias, amén de los intereses ya aludidos, la tendencia acostumbrada en Nueva España consistió en la habilitación de subcabeceras o vicarías fijas. No obstante, sus ministros, subordinados en teoría al párroco de la cabecera, a lo largo del siglo XVIII fueron reivindicando y adquiriendo mayor autonomía. Estas vicarías estaban erigidas con un carácter permanente, a diferencia de los ayudantes, tenientes o vicarios temporales, contratados por los párrocos para atender puntualmente unas tareas pastorales o una comunidad en concreto. Véase Aguirre Salvador, “El arzobispo”, 180-189.

28“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 2r.

29José Antonio de Alzate, Atlas eclesiástico del arzobispado de México, con sus vicarías, y lugares dependientes, México, 1767, en BCM, Colección: Borbón-Lorenzana, Papeles varios, ms. 366. Véase un análisis de esta obra en José María García Redondo, “Las representaciones geográficas de la archidiócesis de México en tiempos del arzobispo Lorenzana (1766-1772)”, Estudios de Historia Novohispana, núm. 59 (2018): 50-66.

30“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, fs. 3v y 4r.

31Cfr. “Concilio III Provincial Mexicano celebrado en México el año 1585. Aprobación del Concilio confirmación del sínodo provincial de México Sixto V, papa para futura memoria”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro III, título XV, § XL, 197, “No se celebre misa sino en la iglesia o en oratorio visitado por el obispo”.

32El arzobispo Lorenzana llevó a cabo su visita pastoral a la arquidiócesis de México entre enero de 1767 y julio de 1769. A lo largo de seis etapas, por cerca de 2 650 kilómetros, recorrió aproximadamente la mitad de la extensión de su jurisdicción. “Libro de la visita del arzobispo Lorenzana a la archidiócesis de México, 1767-1769”, en Archivo Histórico del Arzobispado de México, Fondo: Episcopal, Sección: Secretaría Arzobispal, Serie: Libros de visitas pastorales, Caja: 23CL, Libro 3.

33“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, fs. 3r-4r.

34Sobre la situación de los jesuitas y sus bienes tras la expulsión de los dominios hispánicos, véase María Cristina Torales Pacheco y Juan Carlos Casas García (coords.), Extrañamiento, extinción y restauración de la Compañía de Jesús. La Provincia Mexicana (México: Universidad Iberoamericana/Universidad Pontificia de México/Sociedad Mexicana de Historia Eclesiástica, 2017), así como Carlos A. Martínez Tornero, Carlos III y los bienes de los jesuitas. La gestión de las temporalidades por la monarquía borbónica (1767-1815) (Alicante: Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2010).

35“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 3r.

36La epiqueya, del griego ἐπιείκεια (epieíkeia), literalmente “moderación” o “equidad”, es una interpretación moderada de la ley, una acción hermenéutica que permite adoptar una posición mucho más prudente del enunciado legal en favor de su espíritu, adecuándolo a las circunstancias concretas de tiempo, lugar y sujetos.

37En realidad, en el canon conciliar aludido se dice que el pueblo debe tener al menos veinte vecinos, en lugar de doce como recogió Rubio y Salinas. “Concilio III Provincial...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro III, título XVII, § II, 204,“En cuáles iglesias pueda reservarse la sagrada eucaristía”.

38“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 3r-v.

39“Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro I, título LX, § III, 48.

40Sobre la situación de los esclavos en las haciendas, véase una síntesis en Gisela von Wobeser, La hacienda azucarera en la época colonial (México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2004), 232-253.

41“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 2r. Véase Juan de Solórzano Pereira, Política indiana. Sacada en lengva castellana de los dos tomos del derecho i govierno municipal de las Indias Occidentales (Madrid: Diego Díaz de la Carrera, 1648), libro II, cap. LV.

42Brígida von Mentz, Trabajo, sujeción y libertad en el centro de la Nueva España. Esclavos, aprendices, campesinos y operarios manufactureros, siglos XVI a XVIII (México: Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social/Miguel Ángel Porrúa, 1999), 351. La autora señala la falta de consenso historiográfico sobre el uso del término gañán y otras designaciones similares (456 y ss).

43“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 2v.

44Ernest Sánchez Santiró, Azúcar y poder. Estructura socioeconómica de las alcaldías mayores de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1730-1821 (México: Universidad Autónoma del Estado de Morelos/Praxis, 2001).

45Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias. Mandadas imprimir, y publicar por la magestad catolica del rey don Carlos II (Madrid: Julián de Paredes, 1681), libro II, título XVIII, ley 37.

46“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 2v.

47“Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro I, título I, § VII, 7.

48“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, fs. 4v-5r.

49“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 10v. Entre las actividades temporales que se recogen se encuentran las “poblaciones pequeñas que solo duran el tiempo de la cosecha de algún fruto, en ciertas estaciones del año, que van de estas partes a otras a pastar los ganados, y en el de la pesca en las costas del sur y al norte, que ocurre mucha gente a ella pero que solo dura la temporada de la seca y en la estación en que se beneficia la sal, en algunos parajes, lagos, esteros o ríos, o se quema el carbón o se secan maderas”.

50“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 5r.

51Carta del arzobispo Manuel Rubio y Salinas al rey, México, 25 de octubre de 1751, en Archivo General de Indias (AGI), México, 2712. Citado en Aguirre Salvador, “El IV Concilio”, 128.

52Gerardo Lara Cisneros, “Sobre la relatividad de la disidencia o la disidencia como construcción del poder. Disidencia y disidentes indígenas en Sierra Gorda, siglo XVIII”, en Disidencia y disidentes en la historia de México, coordinación de Felipe Castro Gutiérrez y Marcela Terrazas (México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2003), 71-99.

53“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 5v.

54Una reciente síntesis historiográfica acerca de la figura del sacerdote secular en Nueva España es de Rodolfo Aguirre Salvador, “En busca del clero secular: del anonimato a una comprensión de sus dinámicas internas”, en La Iglesia en Nueva España. Problemas y perspectivas de investigación, coordinación de María del Pilar Martínez López-Cano (México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2010), 185-213. Véase igualmente el clásico y completo estudio de Taylor, Ministros, sobre las funciones, prácticas y estructura social de los sacerdotes y sus ayudantes.

55“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 2v.

56“Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro I, título I, § IX, 8.

57Poco tiempo después, en la real cédula del 16 de abril de 1766, concerniente a la secularización de las misiones de Tampico, se obligó a los dueños de las haciendas a mantener al cura que laborase en su demarcación. Aguirre Salvador, “El arzobispo”, 196.

58“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, fs. 5v-6r. Cfr. “Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro III, título III, § X, 180.

59“Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro II, título VIII, § III. Véase asimismo “Concilio III Provincial...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro II, título III, § IX, 95, que los indios “no se ocupen en estos días festivos en alguna obra servil en las haciendas u otras propiedades de los españoles, si no es con licencia del ordinario”.

60“Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro III, título II, § VII, 173.

61“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 6v.

62“Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro II, título VIII, § VII, 132.

63“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 6v.

64Felipe Castro Gutiérrez, Nueva ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España (México: El Colegio de Michoacán/Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 1996), 45.

65“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 7r.

66Von Wobeser, La hacienda, 257.

67“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 7v.

68Castro Gutiérrez, Nueva ley, 95. Véase particularmente Felipe Castro Gutiérrez, “Los ires y devenires del fundo legal de los pueblos indios”, en De la historia económica a la historia social y cultural. Homenaje a Gisela von Wobeser, coordinación de María del Pilar Martínez López-Cano (México: Instituto de Investigaciones Históricas-Universidad Nacional Autónoma de México, 2015), 69-104.

69“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, fs. 8r-9r.

70“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 9v.

71Real cédula de Carlos III a los arzobispos de Nueva España y de Filipinas, San Ildefonso, 21 de agosto de 1769, en Zahino Peñafort, El cardenal, 49-53. Véase, en relación con las divisiones parroquiales, Aguirre Salvador, “El IV Concilio”, 136-141.

72“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 8r.

73Aguirre Salvador, “El IV Concilio”, 141.

74“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”. fs. 9v-10r.

75“Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro I, título VII, § II, 39.

76“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, fs. 2v-3r y 10r.

77“Concilio Provincial Mexicano IV...”, en Martínez López-Cano, Concilios, libro I, título VIII, § I, 42.

78“Memorial del arzobispo Manuel Rubio Salinas al rey”, f. 10v.

79Aguirre Salvador, “Problemáticas”, 129-131.

Recibido: 27 de Mayo de 2019; Aprobado: 21 de Octubre de 2019

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons