El trabajo de Schleiter y Morgan-Jones ofrece interesantes reflexiones acerca de las posibles virtudes de los regímenes semipresidenciales. Este tema es obviamente relevante en América Latina. Tanto desde la academia como en diversos intentos de reforma constitucional se han planteado las bondades de abandonar el régimen presidencial por uno en el que se creara un jefe de gobierno sujeto a responsabilidad parlamentaria, manteniendo al mismo tiempo un presidente como jefe de estado elegido popularmente. Uno de los principales argumentos a favor de este sistema es su flexibilidad, pues funcionaría como un régimen presidencial cuando el partido del presidente controle una mayoría en la asamblea, pero entraría en una lógica parlamentaria cuando la mayoría legislativa correspondiera a un partido distinto al del presidente. En estas breves líneas quisiera argumentar que si bien existen tipos de régimen semipresidencial que pudieran mejorar la gobernanza democrática en muchos países latinoamericanos, la variante que más probabilidades tendría de ser adoptada es la que menos ventajas tiene respecto de los sistemas presidenciales actualmente existentes.
Las deficiencias del presidencialismo
Existe una letanía de deficiencias institucionales que generan los regímenes presidenciales, según los estudios que sobre los mismos han surgido en las últimas dos décadas. Algunas de estas deficiencias han sido sin duda exageradas. Pero refieren a situaciones que a menudo los mismos actores políticos perciben como problemas del sistema político y que, por tanto, forman parte de los debates que se han dado en América Latina acerca de la reforma del régimen presidencial.
Uno de los puntos débiles que supuestamente tiene el régimen presidencial es su potencial para generar conflictos y bloqueos entre el presidente y el Congreso cuando el primero carece del apoyo de un partido con mayoría legislativa. Una posible solución frente a esto es la obtención de apoyo mayoritario en el Congreso por medio de la formación de gabinetes multipartidistas. Sin embargo, esta salida no es siempre viable.
Dado el poder unilateral del presidente para formar gobierno los gabinetes suelen representar al partido del presidente en forma desproporcionada al peso real que tiene cada partido en la asamblea legislativa. Esto parece lógico si tenemos en cuenta la necesidad del presidente de recompensar a sus copartidarios por los apoyos prestados y de asegurarse funcionarios leales a su gestión de gobierno. Sin embargo, dicha desproporcionalidad es la que hace que los partidos de oposición no participen en los gabinetes en el número o con el compromiso adecuado para brindar al presidente un apoyo seguro en el congreso.
Una posible salida a estos problemas podría ser adoptar un régimen semipresidencial. Este régimen incluye un presidente electo popularmente por un periodo fijo junto a un primer ministro y un gabinete responsable ante el parlamento. Por un lado, siendo que el gobierno emana y permanece responsable ante la mayoría parlamentaria, el régimen semipresidencial evita la posibilidad de mantener indefinidamente un gobierno que coexista con una mayoría hostil en el parlamento. Por otra parte, de fragmentarse la representación parlamentaria entre varios partidos, el primer ministro siempre tiene incentivos para formar gabinetes multipartidistas en forma proporcional al peso de cada uno de los partidos en el parlamento.
Sin embargo, como bien señalan Schleiter y Morgan-Jones, los regímenes semipresidenciales admiten múltiples variantes, particularmente en cuanto a la forma de distribuir poderes entre el presidente y el primer ministro en materia de gobierno y legislación. El régimen semipresidencial ofrece ventajas frente al régimen presidencial si y sólo si se unifica en la figura del primer ministro la jefatura de gobierno y el liderazgo en la conducción de las relaciones con el parlamento. Esto es lo que ocurre en el régimen semipresidencial creado en Francia en 1958. En este sistema, si bien el presidente tiene ciertas facultades concurrentes con el primer ministro, queda claro que este último es el principal responsable del gobierno y de las relaciones con el congreso.
No ocurre lo mismo con otras constituciones donde el presidente tiene incluso la capacidad de forzar la renuncia del gabinete, como en Austria, o poderes de legislación independientes del primer ministro, como en Rusia. En estos casos, el régimen semipresidencial no ofrece necesariamente una solución a las mencionadas deficiencias institucionales del presidencialismo.
Allí donde el presidente y el primer ministro tienen poderes concurrentes en materia de gobierno y/o legislación pudiese ocurrir que en lugar de los conflictos típicos entre el ejecutivo y el Congreso que suelen darse en el régimen presidencial se sucedieran conflictos entre el presidente y el primer ministro. Esto ocurriría cuando el presidente y el primer ministro pertenecieran a partidos distintos. Dada la existencia de facultades superpuestas en distintas áreas, la oposición partidaria pudiera llevar a una permanente colisión entre ambas autoridades en la toma de decisiones.
Los modelos viables en América Latina
Dos de los países que más avanzaron el debate respecto de los beneficios de adoptar un régimen semipresidencial fueron Brasil y Argentina a mediados de la década de los años ochenta. En ambos casos se planteaba mantener un presidente relativamente poderoso en materia legislativa. Tanto en Argentina como en Brasil, por ejemplo, el presidente tendría la capacidad de vetar leyes y dictar decretos con fuerza de ley en circunstancias de urgencia. En el caso de Brasil, además, el presidente podría remitir al Congreso leyes de urgencia para que fueran aprobadas dentro de un plazo determinado por el congreso. En ambos casos, el presidente retendría también facultades en materia de formación de gobierno, como nombrar a los ministros del gabinete nominados por el primer ministro. Paralelamente, existiría un primer ministro que sería nombrado por el presidente pero que podría ser removido por una moción de censura del congreso. En caso de ser removido, y para producirse un nuevo nombramiento, se requería también del apoyo de una mayoría parlamentaria.
Ninguno de esos sistemas se asemejaba en verdad al modelo de la constitución francesa de 1958, donde la única autoridad con poder de intervenir en la actividad de legislación ordinaria del parlamento es el primer ministro. En los casos de la propuesta brasileña y argentina, el presidente y el primer ministro compartirían esa función. Esta desviación del modelo francés es entendible.
Todo cambio institucional supone un proceso de negociación que normalmente se resuelve por medio de un compromiso entre posiciones contrapuestas. La constitución francesa de 1958 nació como intento de reformar un parlamentarismo que en ausencia de mayorías estables había fracasado en proveer estabilidad política y de gobierno. Las alternativas eran mantener el sistema existente o bien reforzar la autoridad del gobierno frente al parlamento. Dada la crisis política que experimentaba el régimen político francés en aquel momento, finalmente triunfó la segunda opción. Sin embargo, con la creación de un primer ministro con fuertes poderes frente al parlamento y la creación de una autoridad presidencial que actuaría como jefe de estado, no se afectó la esencia del régimen parlamentario, es decir, la responsabilidad del jefe de gobierno ante el parlamento. Se reformó mas no se sustituyó el régimen parlamentario.
El contexto de negociación ha sido muy distinto en los casos en que se ha debatido abandonar el régimen presidencial por una alternativa semipresidencial en América Latina. A sabiendas de que cualquier partido que controlase la presidencia o tenga expectativas de alcanzarla no aceptaría disminuir las atribuciones del presidente, las propuestas que se formularon consistían en reformar, no en sustituir el régimen presidencial. Dicho de otro modo, se buscaba mantener a un presidente con fuertes atribuciones, sobre todo en el terreno legislativo, con el objetivo de llegar a un compromiso con aquellos que querían mantener intacto el sistema vigente.
El problema es que un régimen semipresidencial con un presidente dotado de fuertes atribuciones legislativas y/o de gobierno no es una buena alternativa frente al régimen presidencial. Por un lado, un régimen semipresidencial con un presidente fuerte agravaría los conflictos entre ramas de gobierno y los bloqueos institucionales. Por otro lado, sería un régimen que no resolvería el problema de desconcentrar facultades en el ejecutivo y hacer más responsable y capaz al parlamento.
Desde luego, frente a estas desventajas uno podría pensar en la adopción de un régimen semipresidencial al estilo francés. Sin embargo, es difícil pensar bajo qué escenario este sistema pudiese ser adoptado. A pesar de mantener un presidente poderoso, propuestas de pasar a un régimen semipresidencial, como las que surgieron en Brasil y Argentina fracasaron por oposición de partidos y candidatos con ambiciones presidenciales. También fracasaron por el escaso atractivo que esta opción generó entre los legisladores, que prefirieron mantener un sistema de separación de poderes antes que aceptar las mayores responsabilidades de gobierno y legislación que adquirirían en un régimen de tipo parlamentario. Nada hace pensar que una propuesta con un presidente más débil mejoraría las probabilidades de adoptar un régimen semipresidencial. Más bien lo contrario.
Por las razones expuestas considero que si bien el régimen semipresidencial, en su variante francesa, puede ofrecer ventajas importantes con relación al clásico sistema presidencial, esta propuesta tiene escasas probabilidades de éxito en una negociación constitucional. Por el otro lado, la variante de un régimen presidencial con un presidente fuerte, al estilo de la constitución rusa, o bien deja las cosas como están o bien las empeora.