El problema
Comienzo este artículo con un título sobresaturado de signos de puntuación: exceso de paréntesis, interrogaciones, una diagonal entre lo conjuntivo y lo disyuntivo de la “y” y de la “o” que conserva como posibles las dos alternativas, puntos suspensivos que abren la frase “o algo más”, y después más puntos suspensivos, dan lugar a un horizonte indefinido de interpretaciones. Con ello quiero insinuar sólo un problema: ¿hay dos propuestas en Derrida, una deconstruccionista/lingüística/semiológica (de obras de una primera época como De la gramatología, La diseminación, La escritura y la diferencia, etcétera), y otra política o ético-política (la correspondiente a las obras de las décadas de 1980 y 1990, época marcada especialmente por la aparición de Espectros de Marx en 1993)? Entonces, ¿es aplicable al pensador francés la diferencia más bien escolar entre un “primer” y un “segundo Derrida”, un pensador teórico que dio un giro hacia cuestiones prácticas, empujado por las críticas incesantes que recibió tras la publicación de sus primeros libros? O bien, ¿es esta una falsa alternativa, pues puede hablarse de una sola propuesta en Derrida que sabría integrar los dos aspectos: el de la deconstrucción lingüística y el de la crítica cultural y política? ¿En su caso una cosa lleva a la otra, y aún más, una cosa implica a la otra en una figura de co-implicación indiscernible?
El exceso de signos de puntuación en el título que propongo quiere indicar un tema clásicamente derridiano, el cual puede retorcer su mira para aplicarse al mismo Derrida: la indecidibilidad de su propia obra como problema, el vaivén entre una averiguación lingüística radical que no deja nada sobre sus pies en su efecto demoledor deconstructivo, y una crítica política y cultural que quiere buscar un amparo, un sosiego, un punto de apoyo o una orientación para desarmar las ideologías entretejidas amañadamente en casos, como el de la justicia y su (im)posibilidad de encarnación en la Ley, o del perdón que perdona lo imperdonable. La otra cara de esta indecidibilidad es la aporía en estos casos y las consecuencias que quiere sacarle Derrida en su “segunda etapa”. Los casos que va deconstruyendo conducirían, en su opinión, a una aporía tal que anima a la acción, no que la desalienta o conduce a la pasividad. ¿Cómo es esto posible? ¿Es ésta una consecuencia directa de la deconstrucción lingüística?
El exceso de “gestos lingüísticos”, de “señuelos del lenguaje” o de “guiños lingüísticos” (todas, fórmulas de Derrida, para describir qué es la deconstrucción) que vienen a dislocar una forma acostumbrada del uso del lenguaje metafísico y la violencia que entraña, ¿tiene una resonancia directa en el desmontaje de las petrificaciones y amañamientos del lenguaje institucional, político, policiaco incluso? Es decir, ¿puede la deconstrucción ser un instrumento de desencajamiento, un ariete que remueve las capas petrificadas del sentido de un lenguaje que administra y aplica un poder uniformante y envolvente? Si esto es así, entonces además puede preguntarse: ¿la propuesta deconstructiva es una suerte de filosofía práctica, en el sentido de una suerte de estrategia de crítica y dislocación del lenguaje, entendida como un discurso que puede llevarse a una resistencia política y ética? Comentaristas como Richard Beardsworth (2008: 106-107), Aggi Hirst (2015) o Benjamin Arditi (2012) defienden esta perspectiva.
Los temas de la “segunda época” de Derrida parecen indicar justamente esto: la hospitalidad, la justicia, la Ley y su fundamento, el don, la política de la amistad, el cosmopolitismo, la resistencia política, los desplazados políticos, etcétera. Pero, ¿por qué no habló de estos temas desde el comienzo? ¿A la deconstrucción como crítica de la violencia de la metafísica, del logocentrismo o logofonocentrismo, no le interesan estos temas, y son, pues, algo añadido a ella artificialmente? ¿Son sólo la respuesta de Derrida a sus críticos? Es sintomático de estas preguntas que el autor insista en muchos de sus textos posteriores en justificar o declarar que la deconstrucción tenía secuelas o implicaciones políticas desde el comienzo. Como he dicho, pueden plantearse dos posibilidades de interpretación de este problema: por un lado, podemos hablar de un giro en el pensamiento de Derrida, una suerte de giro político donde la deconstrucción se ajusta a las demandas éticas y políticas contemporáneas. Desde una perspectiva, esto haría entrar en contradicción a la deconstrucción, cuya naturaleza (si es que tiene una naturaleza, diremos al modo derridiano), es no ajustarse, no dejarse determinar, sino más bien desajustar, destruir (recuérdese la inspiración nietzscheana/heideggeriana de la deconstrucción en las ideas de hacer caer los ídolos y de destruir una historia de capas de sentido de la metafísica). Además, él mismo se resiste fuertemente en muchos de sus textos tardíos a la idea de un giro en su pensamiento. Por ejemplo en Canallas. Dos ensayos sobre la razón:
Recuerdo que esto pasó, en un abrir y cerrar los ojos, de una forma algebraica y telegráfica, con la sola intención de recordar que jamás hubo, en los años ochenta o noventa, como a veces se pretende, un political turn o un ethical turn de la «deconstrucción» tal y como, al menos, yo la he experimentado. El pensamiento de lo político siempre ha sido un pensamiento de la différance, y el pensamiento de la différance siempre ha sido también un pensamiento de lo político, del contorno y de los límites de lo político, especialmente en torno al enigma o double bind auto-inmunitario de lo democrático. Lo cual no quiere decir, muy por el contrario, que no haya pasado nada nuevo entre, digamos, 1965 y 1990. Sencillamente, lo que haya pasado no tiene ninguna relación ni ninguna semejanza con lo que la figura del turn -que sigo por consiguiente privilegiando aquí-, de la Kehre, del giro o de las tornas, podría hacer que nos imaginásemos. (Derrida, 2005: 58).
Ahora bien, por otro lado, puede pensarse en una sola propuesta que desde el principio incluía una derivación o implicación práctica, política, como el mismo Derrida declara. Pero entonces el problema es cómo interpretar aseveraciones tan extremas en muchos de sus primeros libros acerca del fin de todo sistema de fundamentación: de la metafísica de la presencia y todo lo que ella sostiene, del concepto cosmológico de naturaleza, de las parejas de términos contrapuestos como trascendente/inmanente, exterioridad/interioridad, necesario/contingente, sustancia/accidentes, etcétera, y de la idea de hombre contrapuesta a la animalidad o a los demás reinos ónticos, incluida en este fin de los sistemas de fundamentación todo aquél principio o significación que se quiera estable y última de los campos de lo político y lo ético, de lo jurídico y lo consuetudinario, y la consecuencia de decir que esto justo escapa a cualquier ejercicio deconstructivo, pues esas articulaciones de poder del discurso político serían innombrables, incategorizables, indecidibles. Pero quedamos entonces, de nueva cuenta, sin rumbo de orientación y crítica.
Parece, pues, haber una contradicción insuperable cuando lo que defiende Derrida son nociones de justicia, libertad, comunidad, etcétera, al parecer bastante liberales, ya que sería por tanto en su crítica a los abusos de poder en el contexto social y político un conservador disfrazado o, como dijo Jürger Habermas irónicamente refiriéndose a los filósofos franceses de su generación, sería parte de los jóvenes conservadores que afirman implícitamente lo negado en el discurso posmoderno, esto es, una noción de libertad, de autonomía, de racionalidad y de comunidad que no se ha cumplido según los estándares de la modernidad liberal, y eso es justo lo que la deconstrucción señalaría con dedo acusador.
Los ‘jóvenes conservadores’ recuperan la experiencia básica de la modernidad estética. Reclaman como propias las revelaciones de una subjetividad descentrada, emancipada de los imperativos, del trabajo y la utilidad, y con esta experiencia dan un paso fuera del mundo moderno. Sobre la base de actitudes modernistas, justifican un irreconciliable antimodernismo. Colocan en la esfera de lo lejano y lo arcaico a las potencias espontáneas de la imaginación, la experiencia de sí y la emoción. De manera maniquea, contraponen a la razón instrumental un principio sólo accesible a través de la evocación, sea éste la voluntad de Poder, el Ser o la fuerza dionisíaca de lo poético. En Francia esta línea va de Georges Bataille, vía Michel Foucault a Jacques Derrida. (Habermas, 1985: 34).
Las acusaciones
Reitero, el cuestionamiento que acabo de esbozar acerca del posible carácter doble de la deconstrucción derridiana no surge como un problema que fuera propio del desenvolvimiento interno, digamos, de la estrategia deconstructiva, sino que es propiciado en gran medida por las críticas incesantes que Derrida ha recibido en el transcurso de los años desde el exterior de su propuesta, las cuales podríamos perfilar en dos grandes grupos:
A) Desde la exasperación causada por su estilo. De Derrida se ha dicho una y otra vez que lo suyo es pura retórica sin objetivo, incluso pura moda de escritura, mero juego de farándula o vedetismo filosófico, “mera moda venida de París” (una de las reacciones más violentas en este sentido, y he de decir también de las más desafortunadas, la defendió, por ejemplo, Charles Taylor hace décadas en nombre de la filosofía liberal, cuando los estudios culturales en Estados Unidos y Canadá se nutrían ávidamente de la fuente de la filosofía francesa). (Taylor, 1996: 510-513).
El estilo de Derrida ha provocado desde su aparición, un abanico de reacciones encontradas, de la molestia a la irritación abierta, y de la admiración a la pleitesía y un curioso fenómeno de celoso seguimiento escolástico de tintes dogmáticos por parte de los derridianos de cepa. El estilo consiste en proponer una idea para pensarse en un texto y retirarla de inmediato, o de una ambigüedad en los términos, advertida y extendida por páginas y páginas, o de hablar de algo y enseguida declarar que no lo hará, o concentrarse en una cita o un giro del lenguaje que parecía lateral al discurso que iba a sostener en un pie de página o un comentario que parecía sólo apuntalar una tesis central que nunca llega. En Fuerza de Ley dice:
Me autorizo -¿con qué derecho?- a multiplicar los protocolos y los rodeos… ¿Por qué la deconstrucción tiene la reputación, justificada o no, de tratar las cosas oblicuamente, indirectamente, en estilo indirecto, con tantas comillas, preguntando siempre si las cosas llegan a la dirección indicada? ¿Es merecida esta reputación? Y, merecida o no, ¿cómo explicarla? (Derrida, 2008: 37).
La explicación que han encontrado algunos de sus críticos se reduce a tachar de superficial la deconstrucción para luego banalizarla y decir que es pérdida de tiempo, sin pensar siquiera en revisar alguno de los libros de Derrida. Pero hay que decir claramente que esta acusación peca de más superficialidad, pues se lleva a cabo desde posiciones escolásticas dogmáticas poco penetrantes, que toman de antemano partido -confunden filosofía con futbolística o, peor, con partidismo político- desde la falta de lectura y trabajo, desde una cómoda trinchera en la cual estos críticos se sienten a salvo (sea una trinchera clásica liberal, o neokantiana o neomarxista, etcétera), atentos sólo a una pseudo crítica reactiva que puede a su vez reducirse a la acción de verse el propio ombligo en una compulsión a la mismidad. La complejidad del problema planteado sólo se observa si se vencen estas resistencias dogmáticas y esta compulsión a ver y reafirmar sólo lo propio. En gran medida sólo se advierte si transcurrimos en el carácter otro que plantea la deconstrucción, la cual quiebra toda compulsión al encierro en la mismidad, cualquiera que sea su tonalidad, su lema o su pretendida autoridad.
B) En un plano más serio y de mayor complejidad, tiene lugar la constante acusación de la pretendida inconsecuencia o falta de fuerza de la deconstrucción de cara a las demandas de la vida pública, por atender de forma exclusiva al desmontaje y crítica del lenguaje abstractivo y violento de la metafísica. El ataque se concentra en la supuesta incapacidad de extender la estrategia deconstructiva a problemas sociales concretos, que exigirían un esquema dialógico y un andamiaje democrático que soporte su solución.
Uno de los ataques ya clásicos en este sentido lo desarrolla, sobre bases habermasianas, Thomas McCarthy. Para él existe un solo gesto de los pensadores posestructuralistas como Foucault, Derrida o Rorty, que consiste en hacer posible el desarme de la metafísica al invertir un conjunto de hipostatizaciones por otro, dejando las cosas realmente sin crítica, pues se estacionan en un plano de abstracción donde los sujetos históricos se ven superados por fuerzas subpersonales o suprapersonales que no pueden controlar con ningún recurso racional:
Hay una notable tendencia entre los pensadores postmetafísicos profesos a dedicarse a la metafísica de tipo negativo. Cuando esto ocurre, un conjunto de hipostatizaciones se intercambia por otro: lo único por lo múltiple, lo universal por lo particular, la identidad por la diferencia, la razón por lo Otro de la razón, las estructuras del pensamiento por las infraestructuras del pensamiento, la esencia lógica del lenguaje por la esencia heterológica del lenguaje, etc. Una característica común de estas metafísicas negativas es la negación abstracta del aparato conceptual del racionalismo individualista: el individuo es representado como si estuviera completamente sumergido en una especie de todo, y el movimiento histórico del todo es visto como gobernado por fuerzas subpersonales o suprapersonales más allá del alcance de la razón. (McCarthy, 1992: 15).
De este modo, los “teóricos de la deconstrucción”, como los llama McCarthy de forma generalizada, extienden su ataque a la metafísica y a la racionalidad de manera unilateral, haciendo abstracción de las verdaderas implicaciones de las ideas en el mundo de los hechos. La propuesta de solución de problemas nunca aparece en su dinámica de desmontaje del lenguaje, esto es, nunca adoptan, tras este desmontaje, una perspectiva constructiva de las coyunturas sociales que den salida a las cuestiones que van criticando. McCarthy y Habermas comparten con la postura posestructural una visión posmetafísica del mundo y de las relaciones sociales, ello equivale a decir que su desencuentro no consiste en conseguir una fundamentación última de corte metafísico de mundo y sociedad, éste no es el motivo de la crítica. Lo que provoca el mayor distanciamiento entre ellos parece ser un manejo globalizante de la historia de la filosofía por parte de los deconstruccionistas, que bajo la acusación nietzscheana de platonismo y abstraccionismo racionalista rechazan todo tipo de fundamentación como extensión de una pretensión metafísica violenta de reducir el mundo a categorías meramente conceptuales, cuando en la postura de la acción comunicativa que defienden McCarthy y Habermas, cabría, sobre todo hablando de cuestiones políticas y éticas, una fundamentación argumental racional, no metafísica, aún enfrentados a la multiplicidad de voces contingentes de las que hay que dar cuenta (Habermas, 1990: 187).
En este sentido, las reiteradas afirmaciones de Derrida acerca de que la deconstrucción no es neutral, pues interviene en la política, son evasivas para McCarthy en cuanto a qué política o enfoque político concreto está implicado. Así, continúa, cuando Derrida habla del neocolonialismo, de la liberación de la mujer o del apartheid, hace ver un reclamo de tono progresista, pero éste no va acompañado de un análisis localizado de circunstancias histórico-políticas ni de un planteamiento crítico normativo claro desde el que se pudieran desmontar estos fenómenos (McCarthy, 1992: 107-108). La falta de congruencia es resultado de la pretendida circularidad obsesiva de la deconstrucción en su ataque generalizante a la metafísica y su supuesta incapacidad de salir del círculo de las mismas categorías que pretende superar. Desde esta circularidad de sintomatología obsesiva, la deconstrucción sostendría que todo lo que hacemos en el mundo de la vida, los discursos culturales sobre la vida cotidiana, el arte, la literatura, la ciencia en general y la política, serían algo así como prolongaciones del discurso esencialista del Ser como presencia y su pretensión de fundamentación última. Debido a esta obsesión de Derrida con el lenguaje metafísico, no podría ver, y mucho menos darles una salida práctica, a los distintos problemas y tareas de un pensamiento posmetafísico, basado en la paridad que puede encontrarse entre verdades socialmente creídas y objetividad científica defendible desde una perspectiva pragmática (McCarthy, 1992: 123). Sólo desde ésta podría librarse el discurso filosófico de los embotamientos de la metafísica y comenzar a construir una argumentación relevante que tome en cuenta los aportes de otras ciencias como la historia, la ciencia del lenguaje, la ciencia política, el derecho o la sociología. Por estas razones su ataque es bastante agudo cuando valora los aportes que pueda tener la deconstrucción en los compromisos pragmáticos de la filosofía en la sociedad:
La deconstrucción tiene poco que aportar a esta tarea ético-política, constructiva. No produce conceptualizaciones pragmáticas “para todos los fines prácticos”, sino recordatorios constantes de la infundamentalidad de todos nuestros esquemas básicos. Pero ésta es la reacción, me parece, de un metafísico defraudado que todavía está bajo la influencia de la archioposición: o todo o nada. Lo mismo puede decirse de la tendencia de Derrida a hipostasiar esta falta de fundamentos últimos en una différence anterior no sólo al sujeto y al objeto, sino a todas las oposiciones básicas del logocentrismo, anterior incluso a las distinciones entre identidad y no identidad, igualdad y diferencia. (McCarthy, 1992: 124)
El andamiaje de la estrategia deconstructiva
El motivo de la mayor parte de estos cuestionamientos a la deconstrucción se debe, en cierta medida, a un mal posicionamiento como lector de los textos de Derrida, a una perspectiva equivocada en su análisis. Puede tomarse como paradigmática, de este erróneo lugar de interpretación, la frase de McCarthy que recién citamos: es “necesario descentrar la deconstrucción”, sacarla de su eje supuestamente inamovible de la fijación en su ataque a la metafísica. ¿Es esto lo que quiso hacer Derrida, asirse a un eje crítico desde el que hace girar los argumentos contra la metafísica de forma envolvente y persistente? ¿Y ello constituye una fijación de centralización en su pensamiento? Si esto es así, paradójicamente el ataque a todas las formas de logocentrismo de la deconstrucción pecaría, a su vez, de una centralización morbosa e inconsecuente. De inmediato se puede sostener que no es así.
La idea de tener un eje alrededor del cual giran los argumentos, permaneciendo éste fijo, es ajena al andamiaje o montaje de la estrategia deconstructiva. En ésta nada es estable, no hay un pivote o eje que permanezca, su dinámica se puede describir más bien como un ensamblar un andamiaje -un scafolding, un échafaudage- o disponer un montaje de una escenografía teatral o cinematográfica, estas imágenes permiten pensar en una serie de elementos que se montan o se desmontan en una estructura según las necesidades estratégicas de la destrucción o de la reparación, o bien de la descomposición o la composición de los elementos de un escenario (la tramoya, la ambientación, la escenografía, el vestuario, la disposición de las butacas, que pueden ser móviles, incluso el guión y las partituras musicales) con el fin de mostrar algo y alterar ese algo en el acto de ponerlo en evidencia, en el doble sentido de mostrar sus procesos ocultos y delatarlos, o una cosa por la otra. En la deconstrucción todo es móvil, todo puede quitarse o ponerse para atender a una estrategia de penetración, de cala, de recomposición o de descomposición. Para decirlo de forma rápida: la deconstrucción fue descrita por Derrida como un gesto, una estrategia textual, un guiño del lenguaje, no como un sistema o método o propuesta, o como defensa de una tesis estable o con una plataforma fija desde la cual se dirime lo que se defiende y lo que se critica. Sistema, método o propuesta, tesis incluso, todo ello implica poner algo como objeto de estudio o de acción, y atenerse a la vigencia de un sistema o de un eje que centraliza ese sistema, ya sea de manera dialéctica, o fijando un significado único que no se permite mover a costa de tirar el cimiento que lo hace funcional. Pero esto es justo lo que Derrida critica de forma estratégica.
En un texto tardío que se ha hecho famoso por su claridad, la “Carta a un amigo japonés” (Derrida, 1997a: 23-27), Derrida hace un esfuerzo por mostrar, de forma negativa, qué no es la deconstrucción, pues cualquier definición afirmativa se comprometería a defender una propuesta o una tesis. Aclara que su intención al introducir la palabra en De la gramatología era encontrar un término en francés que pudiera adaptar a sus fines los conceptos heideggerianos Destruktion y Abbau, habida cuenta de la idea del pensador alemán de destruir la historia de la ontología. El término análogo en francés, destruction, le parecía que estaba muy cargado del sentido nietzscheano de demolición (recuérdese el filosofar a martillazos que no deja piedra sobre piedra en la tradición del pensamiento occidental). Derrida buscaba algo distinto, algo más cercano a la idea de desensamblar y más en consonancia con la temática del estructuralismo lingüístico, al menos como gesto de desedimentar o descomponer las estructuras demasiado anquilosadas y potencialmente violentas en su imposición de una forma de poder único, acostumbrado como forma de ser cultural, institucionalizado y vigente por ello. Así pues, la deconstrucción tenía desde el principio la idea de poner en función un aparato dislocador de estructuras de todo tipo:
Se trataba de deshacer, de descomponer, de desedimentar estructuras (todo tipo de estructuras, lingüísticas, “logocéntricas”, “fonocéntricas” […] socio-institucionales, políticas, culturales y, ante todo y sobre todo, filosóficas. (Derrida, 1997a: 25).
A pesar de las apariencias y de la mala fama que se ha hecho la deconstrucción, continúa Derrida, no se trataba de un pesimismo cultural que quisiera romper con todo en un movimiento simplemente negativo o nihilizante de destrucción:
Pero deshacer, descomponer, desedimentar estructuras […] no consistía en una operación negativa. Más que destruir era preciso comprender cómo se había construido un «conjunto» y, para ello, era preciso reconstruirlo. (Derrida, 1997a: 25).
Puesto que la estrategia de la deconstrucción incluye momentos o facetas tanto de descomposición o desensamblaje como de rearme o reconstrucción, no puede reducirse a una metodología, a un conjunto de reglas y pasos a seguir en lo que llama Derrida su significación sumarial, o a una técnica de interpretación o de crítica de textos, pues no consiste en seguir un camino lineal, más bien, para decirlo con una imagen, da un paso y regresa otro, o bien da pasos laterales, hacia adelante y hacia atrás, incluso saltos y volteretas, pero no siguiendo un orden metódico, principalmente porque no se deja domesticar y reapropiar por instituciones culturales y académicas (a Derrida mismo le sorprende el éxito que tuvo la deconstrucción en las universidades estadounidenses en una especie de adopción ciega en muchas áreas diversas, como la literatura, la arquitectura o los estudios culturales). Por esto mismo, el desmontaje de las estructuras complejas tampoco es un análisis para ganar una unidad más simple. Tampoco es una crítica en el sentido de la puesta en marcha de un Krinein o juicio, un discernimiento al modo kantiano llevado a cabo por un sujeto del juicio, el cual no opera en la deconstrucción sencillamente porque no existe como centro de un acto o una operación intencional:
[...] la deconstrucción no es un acto o una operación. […] No sólo porque no corresponde a un sujeto (individual o colectivo) que tomaría la iniciativa de ella y la aplicaría a un objeto, a un texto, a un tema, etc. La deconstrucción tiene lugar, es un acontecimiento que no espera la deliberación, la conciencia o la organización del sujeto, ni siquiera de la modernidad. Ello se deconstruye. […] Y en el «se» del «deconstruirse», que no es la reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma. (Derrida, 1997a: 26).
Este tipo de filosofemas sobre el análisis y la capacidad de juicio de un yo que se pone en operación, dice Derrida, son precisamente objetos que han de ser sometidos a deconstrucción, y no bases estructurales o principios de operación de la misma. No obstante, no aclara qué es aquello que se deconstruye, no siendo un yo, una conciencia personal o una comunidad, un yo colectivo. ¿Cómo se resuelve el enigma del medio y despliegue de la deconstrucción, si es que no hay un agente que la ponga en marcha y opere sus estrategias? De la respuesta a esta pregunta depende, en parte también, dando la razón ahora a los críticos como Habermas y McCarthy, que se conteste a la acusación de hipostatización de alguna instancia pre o supra subjetiva que arrastra a los sujetos en su devenir histórico y frente a cuya fuerza no podrían hacer nada. Ahondaré más adelante en ello.
Retomando el argumento derridiano, deshacer, desedimentar, descomponer, son estrategias textuales de dislocación del lenguaje, puestas en operación en un ataque no frontal, sino oblicuo, a la idea de un centro significante que toma las formas de un poder único logocéntrico, fonocéntrico o falogocéntrico en todos los medios de la cultura, y no sólo en la filosofía metafísica. La misma palabra deconstrucción se adapta a los distintos contextos de su aplicación, y por esto puede ser sustituida y transformada de manera flexible en su propia excedencia o suplemento en una cadena de sustituciones que potencialmente no puede cerrarse:
La palabra “deconstrucción”, al igual que cualquier otra, no posee más valor que el que le confiere su inscripción en una cadena de sustituciones posibles, en lo que tan tranquilamente se suele denominar un “contexto”. Para mí, para lo que he tratado y trato todavía de escribir, dicha palabra no tiene interés más que dentro de un contexto en donde sustituye a y se deja determinar por tantas otras palabras, por ejemplo, “escritura”, “huella”, “différance”, “suplemento”, “himen”, “fármaco”, “margen”, “encentadura”, “parergon”, etc. (Derrida, 1997a: 27).
Así, sin ser la deconstrucción un sistema, un método, una tesis defendida, un análisis o una crítica, ¿en qué consiste su andamiaje o articulación de estrategias de dislocación del lenguaje? Podemos partir de una clave de entendimiento frente al enorme abanico de textos de Derrida que tendríamos que tomar en cuenta para responder a una pregunta como ésta: la crítica a la metafísica de la presencia de sí y la apuesta por la escritura como alternativa a la imposición occidental del conocimiento en su forma logocéntrica. La escritura como llave que abre el cerrojo derridiano nos sitúa en la perspectiva del lenguaje y de las formas presentes en la tradición filosófica desde de Platón hasta Husserl, de imposición de un logos oral, del habla. Teniendo en cuenta esta tradición de imposición, la estrategia deconstructiva comienza por desestabilizarla, proponiendo un sustrato no considerado de significación sedimentada, frente a algo que se dice último siempre habrá una huella o un suplemento. Como indica Roberto Follari, considerar este surplus de significación, el cual siempre antecede o rebasa a la palabra que pretende una ultimidad metafísica, es abrir la posibilidad de des-plazar, de des-quiciar, la pretensión del fundamento único para el pensamiento, de abrir “la posibilidad de un pensamiento instalado en la conciencia de su contingencialidad” (Follari, 2000: 122).
Asumir la contingencia radical significa también quebrar con la obsesiva búsqueda del Ser como presencia de sí, de lo mismo que regresa a sí (para decirlo en los claros tonos de la dialéctica de Hegel), y abrir el campo de la experiencia de la diferencia radical, del carácter de otro en cuanto tal, cuestión puesta de lado en la tradición de la filosofía occidental (aquí Derrida bebe de la fuente de Emmanuel Levinas quizá con más sed que de ninguna otra). Pero esta huella del otro sólo se muestra en el lenguaje, que en todo caso, como escritura, no es algo que anteceda al lenguaje oral, aunque tampoco se deriva de él, no lo sigue. La escritura no está ni antes ni después, es contemporánea al lenguaje, y por ello, como dice Follari, abre la posibilidad de un pensamiento del no-comienzo donde huella y lenguaje se implican mutuamente de forma indiscernible:
[...] (el lenguaje)… no es originario, pero tampoco existiría nada que lo fuera: la escritura no se dibuja como aquello primero de lo que luego el lenguaje ‘derivaría’, sino que habría que instalar un pensamiento del no-comienzo, por el cual la materialidad de la huella es una con el lenguaje, y operan superpuestos en un círculo sin origen, una espiral de Moebius. (Follari, 2000: 122).
Desde la perspectiva de ese peligroso suplemento que entraña el descentramiento del logos dominante, ese exceso de significación, visto tras la crítica a sus formas anquilosadas de repetición de sí mismo, abre una cadena al infinito de mediaciones lingüísticas contingentes, que da por tierra con los espejismos de la cosa misma y de la presencia ante sí. Dice Derrida:
A través de esta secuencia de suplementos se anuncia una necesidad: la de un encadenamiento infinito, que multiplique ineluctablemente las mediaciones suplementarias que producen el sentido de eso mismo que ellas difieren: el espejismo de la cosa misma, de la presencia inmediata, de la percepción originaria. La inmediatez es derivada. Todo comienza por el intermediario, he ahí lo que resulta ‘inconcebible para la razón’. (1998a: 201).
Gran parte de la estrategia deconstruccionista consiste tanto en disipar el espejismo del acceso a la cosa en sí misma, como en desafiar el modelo de razón que sería su reflejo. El suplemento lingüístico, como cadena de significantes que interminablemente se reproducen, cuestiona la categoría misma de cosa sustancial frente a la razón como su espejo, lo cual deja en tercer lugar el acto lingüístico. Todo es mediación, no hay inmediatez. Esto ya lo había sostenido Hegel, pero Derrida agrega: todo es mediación lingüística en la que el suplemento infinito de lingüisticidad hace imposible pensar en un movimiento dialéctico de síntesis final. No hay síntesis en la deconstrucción, hay rebasamiento de toda tesis propuesta hacia la reproducción incontrolable de otras significaciones.
La extensión de la deconstrucción lingüística a la ética y la política, o cómo anidan la ética y la política en la deconstrucción
Importa insistir en que este juego incontrolable de significantes en sobreproducción no es un juego abstracto de meras ideas, sino que está encarnado en los discursos concretos de la vida social y política. De esta manera, para el problema que estamos abordando, si puede o no hablarse de un doble Derrida, la consecuencia de decir que todo es mediación lingüística en sobreproducción permite sostener que hay una sola propuesta deconstructiva-ético-política. Si sólo hay mediación lingüística derivada como suplemento de sí misma, entonces los equivalentes de la cosa en sí misma, así como la razón que sería su espejo, esto es, la fijación del discurso socio-político en una serie de normas y preceptos últimos con la racionalidad ilustrada que les daría cauce en la política liberal, también son cuestionados. No habría tal fijación del discurso político, no podría enmurallarse éste detrás de ideologizaciones lingüísticas de ultimidad metafísica o de una filosofía política de tonos metafísico-teológico-místicos, por ejemplo, los discursos sobre la superioridad racial, de la herencia de sangre o del legado de la divinidad misma sobre una persona o gobierno como justificaciones de la legitimidad de una forma de poder político o de cualquier forma de soberanía (Derrida, 2011: 21-56).
La insistencia de la filosofía metafísica por defender sus límites, por sostener sus márgenes y expulsar fuera de ellos todo aquello que no cumpla con las condiciones de una categorialidad ontológica establecida (lo necesario versus lo contingente, lo trascendente versus lo inmanente, lo conceptual versus lo sensible, lo formal versus lo material, y todas las demás duplicidades conceptuales de la fantasmagoría metafísica), se resume en un quererse oír, en un efecto de tímpano, de resonancia de sí, de reabsorber toda diferencia en la identidad o mismidad (Derrida, 1998b: 19). Hay que romper con este efecto. En este sentido, la estrategia deconstruccionista ataca dos tipos de poder filosófico que se despliegan como formas de imposición y extensión del discurso metafísico hacia otros campos de discursividad en los medios de la cultura: la jerarquía y la envoltura (Derrida, 1998b: 26). En cuanto a la primera, la deconstrucción ataca el procedimiento nivelador que somete y subordina las ciencias particulares a las ontologías regionales, éstas a la ontología general, que a su vez es reabsorbida por la ontología fundamental. La pregunta por el Ser, en cuanto tal, subordina las preguntas por los entes y sus distintas regiones, además puede decirse que el dominio del lenguaje metafísico se extiende a las demás explicaciones y acciones en todos los niveles del discurso teórico en el marco social:
[...] todas las preguntas que solicitan el ser y lo propio descomponen el orden que somete los campos determinados de la ciencia, sus objetos formales y materiales (lógica y matemática o semántica, lingüística, retórica, ciencia de la literatura, economía política, psicoanálisis, etc.), a la jurisdicción filosófica. Son previas con derecho a la constitución, en estos dominios (que no son simplemente dominios, regiones circunscritas, delimitadas y asignadas del afuera y de más arriba), de un discurso teórico riguroso, sistemático y consecuente. (Derrida, 1998b: 26-27).
En cuanto al envoltorio, la deconstrucción ataca el efecto concéntrico de regulación del Todo hacia la parte en el pensamiento metafísico, efecto que domestica toda anormalidad dándole un lugar en el sistema de cosas que se explica como totalidad y le resta así peligrosidad, es decir, carácter diferencial. Es frente a estos dos efectos del poder metafísico en el ámbito de las ciencias y la cultura que Derrida propone una especie de emboscada estratégica, una suerte de ataque oblicuo, nunca frontal:
Consecuencia: dislocar el oído filosófico, hacer trabajar el loxós en el logos, es evitar la contestación frontal y simétrica, la oposición en todas las formas de la anti-, inscribir en todos los casos el antismo y el cambio, la denegación doméstica, en una forma de emboscada, lokhos, de maniobra textual. (Derrida, 1998: 21-22b).
También en la filosofía política encontramos este mismo efecto de encierro del oído filosófico, en el que no se escuchan otras voces, otras lenguas, y sus efectos de jerarquía y envoltorio. Se trata de volver a oír estas otras lenguas, por esto dice Derrida al comienzo de su discurso de agradecimiento por el Premio Adorno que recibió en el 22 de septiembre de 2001:
La lengua será por otra parte mi tema: la lengua del otro, la lengua del huésped, la lengua del extranjero, hasta la del inmigrante, del emigrado o exiliado. ¿Qué es lo que una política responsable hará de lo plural o de lo singular, empezando por las diferencias entre las lenguas en la Europa de mañana?, ¿y siguiendo el ejemplo de Europa, en la mundialización en curso? (2001: 5).
Para decirlo de forma sucinta, Derrida ha sabido advertir y delatar, o delatar advirtiendo, los alcances del metafisismo tanto para nuestra idea de filosofía como herencia cultural, como para las posturas políticas y las discusiones jurídico-políticas sobre el carácter cosmopolita de la naturaleza humana y su absorción violenta del que es diferente culturalmente (véanse Derrida y Roudinesco, 2004 y Derrida, 1997c). El falogocentrismo, la extensión sin reservas del logos racionalizante de Occidente, erigido de manera hegemónica sobre todo carácter diferente, despliega fálicamente los tipos del poder filosófico hacia las formas de vida distintas, las propias de las minorías excluidas, segregadas racialmente o inutilizadas en lo político. Verificando la incorporación de la diferencia (cultural, racial, genérica, del inmigrante, etcétera) a un tipo de identidad más fuerte y narcisística, la que corresponde al logos autocentrado de la filosofía universalista y de la forma de ser cultural que se autonombra superior a las demás, montada sobre una definición de lo humano, se prueba el alcance práctico, situado históricamente, tanto del falogocentrismo como de la operación deconstructiva que se ejerce sobre él. De este modo es posible pensar en una “deconstrucción más insistente y explícita, una deconstrucción de todos los efectos de falogocentrismo que no pretendía ser ‘teórico’ o ‘especulativo’ sino concreto, efectivo, político” (Derrida y Roudinesco, 2004: 32).
La actitud siempre vigilante que recomienda Derrida, de sospecha permanente, sobre las formulaciones lingüísticas que puede adoptar el debate sobre derechos y deberes del hombre universal, busca construirse, y de hecho se ha construido, un comunitarismo que es simplemente la compulsión de la identidad, la erección violenta del narcisismo de una comunidad propuesta tramposamente como universal y representativa del género humano entero, la comunidad blanca tardomoderna y su ideología colonialista (Derrida, 1997b: 58). Entonces, se debe sospechar, primero, de una filosofía que queriendo hablar de los rasgos universales de lo existente, es más bien la manifestación de un quererse oír a sí misma en y por medio de la envoltura (incorporación) y jerarquización (gradación) de su otro, del otro cultural, histórica y políticamente situado. Segundo, se debe sospechar, aún más, de los despliegues fácticos de esta filosofía logocéntrica: la segregación en todas sus formas, la violencia en el discurso jurídico-político e histórico, de aparente universalidad incluyente, pero de efectiva intolerancia excluyente.
Para hablar de un caso puesto en la mesa de discusión internacional por Derrida, hace unos años, en un pequeño texto titulado Historia de la mentira: algo sucede con la lealtad y el reconocimiento por la institucionalidad del Estado francés cuando se narra un momento de su historia que parece crítico, donde, supuestamente, se evidencia el colaboracionismo del gobierno francés en la limpieza étnica de los judíos durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial (véase Derrida, 1997c). Y digo “supuestamente” porque esta palabra encierra justo la intención de Derrida al ventilar el caso: pensar cómo se reconstruye históricamente, siempre de manera interpretativa, un momento de la historia, que sólo de forma ideológica puede ser considerado como una verdad irrefutable y última, como un hecho consumado y, por tanto, consumido con facilidad por la opinión pública, difundido por los medios hasta un extremo que se confunde con propaganda o hablando de manera más radical, como ilusión del mundo, mala conciencia extraviada en su condición fantasmática o espectral generalizada (Derrida, 1997c: 11).
Este peligro de manipulación ideológica de los hechos toma la forma bizarra de una pretendida reconstrucción histórica que pasa por un encuentro con la Verdad irrefutable y última, lo que quiere pensar Derrida a colación de una historia de la mentira y las formas de conceptualizarla. Y me parece que de aquí puede derivarse más de una consecuencia para dilucidar el papel desestabilizador de la estrategia deconstructiva. Cuando la reconstrucción histórica corre el peligro de ser una manipulación de la memoria cultural acerca de un acontecimiento crítico para un pueblo, cuando el proceso de esta manipulación tele-técno-mediática, como la llama el autor, empuja, por razones políticas más que de conciencia moral, al mismo Jacques Chirac a reconocer que el Estado francés es culpable de crímenes contra la humanidad y debe reconocer este hecho por primera vez en su historia, lo que se ha resquebrajado, y he aquí la gravedad del asunto, es la credibilidad en el Estado, en su supuesta institucionalidad sin mácula, lo que se ha perdido es la lealtad hacia esta institución y, por lo tanto, su estatus mismo, su significación realmente vinculante o configuradora de identidad colectiva.
Quiero enfatizar: dependiendo del uso que se haga de la historia y del género de reconstrucción de hechos de nuestra memoria cultural -que siempre son interpretables desde nuevas perspectivas (y no son, como bien indica Derrida, hechos brutos con carácter de ultimidad)- es que se deriva el estatus de las instituciones que encarnaría esa memoria. Es decir, del tratamiento de la memoria histórica -amañado o veraz, ideologizado o auténtico- pende el estatus de la institucionalidad entera. Cuando el uso de la memoria histórica está amañado, es manipulado, la institución en cuestión es débil o, en los peores casos, está prácticamente muerta; sólo es el cascarón vacío de un discurso ampuloso, pero hueco, una colección de ritualidades sin carne ni sangre. Mas no sólo es esto, quiero indicar que, siguiendo aún el argumento derridiano, dada la capacidad de mentir a gran escala -que desde la Modernidad se ha intensificado y ha hecho explosión en el lenguaje público-, así como la tendencia moderna a manipular la verdad histórica con una falsa reconstrucción mediática de las memorias culturales (Derrida, 1997c: 36) es la institucionalidad misma la que ha quedado cimbrada y expoliada.
Contrarrestar esta tendencia de perversión de la memoria cultural, incluso como práctica de resistencia política, puede comenzar con un ejercicio deconstructivo que desenmascare las implicaciones de falsa ultimidad en el discurso político e histórico, indicando los modos como analizamos la narración de la historia y activando su propio suplemento lingüístico que abra la cuestión del otro: manipulado, excluido, segregado. Por ejemplo, la operación deconstructiva se enfrenta a un ejercicio de poder que se ampara en una Ley que se quiere última. Derrida despliega esta faceta de la deconstrucción en su interpretación del famoso texto de Walter Benjamin Para una crítica de la violencia; según su lectura no puede evitarse el equívoco que introduce Benjamin al hablar de dos planos de la violencia, uno humano y otro divino. Desde este último se justificaría todo tipo de sacrificio sobre los indefensos, los parias o los desplazados como una derivación de algún tipo de violencia divina, inexplicable en términos humanos, pero que debería aceptarse justamente como algo inexpugnable, por ejemplo, cuando se cae en la tentación derivada del aspecto “más temible, incluso insoportable” del texto de Benjamin:
¿Qué tentación? La de pensar el holocausto como una manifestación ininterpretable de la violencia divina en cuanto que esta violencia divina sería a la vez aniquiladora, expiadora y no-sangrienta […] una violencia divina que destruiría el derecho en el curso, y aquí recito a Benjamin, de un «proceso no-sangriento que golpea y redime». (Derrida, 2008: 149).
En efecto, el deslizamiento hacia la justificación de todo evento de injusticia y barbarie, el Holocausto a la cabeza, sería interpretable como ese tipo de sacrificio que la violencia divina sabe soportar y no cometer, que acepta y no exige. Por esto, Derrida se apertrecha contra toda posibilidad de ligar la idea de Benjamin con sobredeterminaciones de interpretación, en este sentido justificatorio por lo alto, desde el plano de lo divino, interpretaciones de las atrocidades más evidentes hechas en nombre, o por justificación, precisamente de Dios y de su justicia de otro orden. Aunque le reconoce a Benjamin la penetrante crítica sobre el fracaso de los modelos de justicia del parlamentarismo europeo moderno -y la delación sobre el entreveramiento de formas de poder hegemónico estatal con la violencia cínica, represiva- no puede transigir la idea de que elevarse por encima del plano humano sea la solución a los problemas de discernimiento de los medios de la violencia.
En lugar de elevarse por encima de, hacia un plano trascendental metafísico incuestionable, y de ahí derivar un cuestionable criterio de discernimiento, Derrida propone concebir la justicia como algo que siempre está por-venir, nunca dada como un resultado alcanzable (esto es la violencia mítica denunciada por Benjamin), es decir, siempre interpretable desde los marcos de tensión de las distintas perspectivas de los individuos, las comunidades y sus disentimientos con la legislación vigente que los querría reprimir/perseguir. La justicia siempre es algo referido a las singularidades más diferidas por su momento cultural, su situación de sojuzgamiento o libertad coartada (Derrida, 2008: 46)1.
Desde esta perspectiva, y para finalizar el texto, ahora puedo responder a la acusación de los críticos acerca de que la deconstrucción se ve obligada a hipostatizar una instancia sub o supra racional, que operaría por encima de los individuos, justamente en el sentido de que no hay tal hipóstasis, pues trabaja en, o, mejor dicho, por entre los intersticios de los discursos concretos del poder, de la historia, de la Ley, a manera de estrategia textual de emboscada para dislocar su pretendido sentido de ultimidad y de violencia. Cierro entonces con este pasaje que puede tomarse como rúbrica y orientación del gesto unitario de un solo Derrida, pensador deconstruccionista en el que anida, la ética y la política:
Sólo en apariencia la deconstrucción, en sus manifestaciones más conocidas bajo este nombre, no ha “abordado” el problema de la justicia. No es más que una apariencia, pero hay que dar cuenta de las apariencias, hay que “salvar las apariencias”, según el sentido que daba Aristóteles a esta necesidad, y es a lo que me [sic] que querría dedicar aquí: mostrar por qué y cómo, lo que se llama corrientemente la deconstrucción, no ha hecho otra cosa que abordar el problema de la justicia, sin que lo haya podido hacer directamente, sino de una manera oblicua. Oblicua en este momento mismo en el que yo me dispongo a demostrar que no se puede hablar directamente de la justicia, tematizar u objetivar la justicia, decir ‘esto es justo’ y mucho menos ‘yo soy justo’, sin que se traicione inmediatamente la justicia, cuando no el derecho. (Derrida, 2008: 25).