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Signos filosóficos

Print version ISSN 1665-1324

Sig. Fil vol.16 n.31 Ciudad de México Jan./Jun. 2014

 

Artículos

 

Los límites de la comunidad. Observaciones sobre la función de la amistad y de la benevolencia en la filosofía política de Aristóteles*

 

The limits of community. Observations about the role of friendship and benevolence in Aristotle's political philosophy

 

Nuria Sánchez Madrid**

 

** Facultad de Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, nuriasma@ucm.es

 

Recepción: 06/01/14
Aceptación: 30/04/14

 

Resumen

El artículo se centra en el procedimiento de la filosofía práctica de Aristóteles para establecer cuáles son los límites extremos del espacio ciudadano, destacando que lo que está afuera de esa demarcación es tanto o más decisivo para la ciudad que el entramado legal hallado en su interior. Se sostiene la siguiente tesis: la filosofía práctica de Aristóteles presenta a la ciudad como un entre irreductible fundado sobre dos polos o extremos difícilmente objetivables, a saber, su materia originaria y su modelo ideal. Partiendo de aquí, defiendo que el modelo de coexistencia que ofrecen la amistad y su preámbulo, la benevolencia, funciona como un índice regulativo para orientar los esfuerzos que la ciudad dirige al cumplimiento de su propio érgon.

Palabras clave: amistad, Aristóteles, comunidad, justicia, pólis.

 

Abstract

This article focuses in the procedure whereupon the practical philosophy of Aristotle establishes which are the extreme limits of the citizen space, emphasizing that what it is in outside of that demarcation is as much or more decisive for the city that the legal framework that we find in its interior. The work maintains the following thesis: the practical philosophy of Aristotle displays the city like a between irreducible founded on two poles or hardly objectivable ends, that is to say, its original materia and its ideal model. Starting off of here, I defend that the coexistence model that even offers the friendship and its introduction, the benevolence, works like a regulative index that orients the efforts that the city directs to the fulfilment of its own érgon.

Key words: friendship, Aristotle, community, justice, polis.

 

"Wo ist zu diesem Innen ein Außen?"

(Rilke, Das Rosen-Innere)

 

LA TRAMA DE LA LEY Y LA CONSISTENCIA FÍSICA DE LA CIUDAD

Aristóteles sostiene en la Política que la ley es el único origen que la ciudad recuerda. Si bien la ciudad también se presta a una génesis empírica, la cual remitiría a la "ciudad de los cerdos" descrita por Glaucón, quedaría sin fundamento si no atendiéramos a los límites que permiten distinguir lo que está dentro del espacio político y lo que yace fuera de él. A estos últimos los calificaré como la pauta de inteligibilidad del espacio ciudadano, en contraste con la intervención que la necesidad pueda tener en su constitución, la cual Aristóteles suele restringir a la función propia de una causa material.1 Basta con atender al modo de hablar acerca del origen de la ciudad para reparar en la singularidad de su advenimiento. "La familia es la comunidad, establecida [sunestekuía]2 por naturaleza, para satisfacción de lo cotidiano" (Pol., I 2, 1252b 13).3 El pasaje —para el que se elige el tiempo perfecto— alude al origen material de una comunidad. La elección del tiempo verbal, a saber, el correspondiente a una acción ya acabada, indica que la constitución de las comunidades menores coincide con un hecho consumado cuando la política aparece. Por ello, en contraste con lo anterior,

[...] el primero en establecer [sustésas] [la ciudad] fue el causante de los mayores beneficios. Pues, así como el hombre perfecto es el mejor de los animales, así también, apartado de la ley y de la justicia, es el peor de todos. (Pol., I 2, 1253a30)

El peligro vislumbrado en las primeras líneas de la Política aristotélica no apunta al hecho de que los hombres puedan quedarse sin lo político, sino más bien —en una línea totalmente paralela a La república de Platón— a que la ignorancia de lo político es el primer paso para legitimar a cualquier política capaz de organizar —la organización eficaz del territorio es la principal virtud del tirano— la vida de los hombres.

Asimismo, cabe mencionar que en la cita anterior la acción del fundador de la ciudad se formule empleando un participio aoristo, a saber, el tiempo de lo ilimitado, indefinido e indeterminado. Se trata de un tiempo cuyo aspecto consiste, precisamente, en estar desprovisto de todo aspecto. Al carecer de los matices subjetivos de duración del presente y del pasado, puede incluso asumir el valor semántico del futuro.4 En virtud de estas notas, el aoristo designa una acción puntual de carácter intemporal, la cual ya ha tenido lugar, pues hay ciudades y ciudadanos, y cuya indeterminación no hace sino enfatizar que ella pone el espacio ciudadano, es el hay de la pólis. Pero el uso del aoristo puede también, en estrecha unidad con lo anterior, indicar aquello que difícilmente puede subsumirse bajo una regla universal, pues incumbe, por ejemplo, al modo en que alguien decide actuar en un momento dado.

El pasaje más nítido de la Ética a Nicómaco respecto a este último matiz que el aoristo aporta concierne a la ilustración de la virtud específica del hombre de buen y oportuno humor [eutrapelía] que, cuando se propone definir [horízein] su proceder, aparece "como si él mismo fuera su propia ley" (EN, IV 8, 1128a 23), pues sus múltiples salidas [euporíai] caen del lado de lo indefinido [aóriston] (EN, IV 8, 1128a 28).5 Entre sus muchas virtudes, este razonamiento aristotélico arroja luz, como pocos, sobre el sentido de la insistencia inicial de la Ética a Nicómaco, donde aquel que traza algo parecido a las estructuras elementales de la existencia tan sólo debe proporcionar un esquema [túpos] o bosquejo general [hupotúposis] de las acciones, es decir, ha de hablar de las mismas en germen, pues la exactitud y la precisión [akríbeia] habrá de aportarla únicamente quien decide y actúa de manera efectiva.6 Pero no sólo al comienzo de la obra, sino también en su despedida, allí donde Aristóteles señala hacia el horizonte político como el marco genérico que inaugura el que haya algo tal como la prâxis, se critica la presunción de la cual hacen gala los sofistas, quienes à la Isócrates, sostienen que pueden añadir algo a ese esquema o germen, reduciendo la legislación [nomothesía] a la retórica. Sólo si se considera que la selección de las mejores leyes es algo mecánico y el juzgar bien [krînai orthôs] no es lo más difícil —dificultad que la música muestra con claridad (EN, X 9, 1181a 19)—, puede sostenerse la reducción aludida. No es baladí que esta obra finalice con una decidida apología de la facultad de juzgar en política, de suerte que la última no se convierta en un mero campo de aplicación de normas técnicas o recopilaciones legales,7 esto es, intentando no recortarla con arreglo a la producción:

¿Cómo, por consiguiente, podría uno hacerse legislador sin más que estudiarlas, o aprendería con ello a juzgar sobre las mejores? Es evidente, en efecto, que tampoco los médicos se hacen con los tratados de medicina. (EN, X 10, 1181b 1-3)8

La deficiencia que Aristóteles advierte en el interés de los antecesores hacia la política consiste en la ausencia de investigaciones relativas a la legislación; a pesar de que todo aquel que ponga cuidado [epimeleía] en hacer mejores a otros está llamado ineludiblemente a legislar, esto es, a practicar la prudencia política, cuyas obras [érga] son las leyes. En tanto decidirse por una constitución para una población determinada implica el ejercicio de juzgar, el planteamiento sistemático de una constitución es condición previa para aconsejar y decidir cuál es la mejor para cada ciudad. En cierto modo, la buena legislación asume el aspecto de las andaderas, las cuales encauzan correctamente los hábitos de los ciudadanos, como el depósito de sentido compartido que la prudencia política proporciona a la comunidad. De esta manera, la prudencia del legislador ofrece una perspectiva arquitectónica y regulativa sin la cual la mayor parte de los hombres no encontrarían el camino hacia los buenos hábitos, según se lee en el libro VI de la Ética a Nicómaco.9

Volviendo al comienzo de este trabajo, la ley escrita, a diferencia de la no escrita, tiene una validez que alcanza a quienes no se conocen, es decir, a quienes no forman parte de la misma familia, fratría o démos. Por ello, es significativo que no se exprese como elogio o vituperio ni como un consejo de la prudencia que uno se da a sí mismo, sino mediante un mandato necesario (Ret., I 14, 1375a 17). Al no poder prever con exhaustividad todos los casos posibles, las prescripciones legales toman casi siempre una forma negativa: "todo lo que la ley no autoriza, lo prohíbe" (EN, V 11, 1138a 6-7). No debe olvidarse que las leyes, las cuales buscan impedir las injusticias recíprocas y facilitar los intercambios, no obran milagros en el êthos de la masa. Si ésta no cede espontáneamente a las razones dadas —por falta de educación o apaideusía—, la ley emplea la fuerza de coerción para hacerse respetar. La coacción se aplica a quien no está convenientemente formado y no puede interiorizar la ley por medio de hábitos, ya sea por defecto natural o de educación. Sólo entre los ciudadanos educados la ley es una invitación a realizar buenas acciones.

Como preámbulo a su posición acerca de lo que funda la ciudad, Aristóteles somete a un examen extremadamente crítico, por un lado, al denominado comunitarismo platónico, pues "lo que es común a un número mayor de personas es objeto de menos cuidado" (Pol., II 3, 1261b 33). El cuidado que cada cual pone en los deberes encomendados flaquea en aras del paralogismo según el cual todos —determinante incongruente con cada uno— se encargarán de la misma tarea. Aristóteles descubre en la familia una hidra que, una vez cortada su cabeza en la ciudad, se reproduce por mil intersticios desconocidos, convirtiendo, por ejemplo, a los dirigentes revolucionarios en una comunidad de amigos fatal. Por ello declara preferir "ser primo verdadero que hijo de todos", concediendo a la pertenencia y a la exclusividad un importante ascendiente sobre el interés de los hombres (Pol., II 3, 1162a 7). Por otro lado, otro texto de la misma obra (Pol., II 5, 1263b 15-27) previene de un considerable error filantrópico, a saber, aquel por el cual creemos que legislando una comunidad de bienes produciremos también una comunidad de almas a las cuales proyectamos unidas por una inquebrantable amistad. Entonces, esperanzados por la visión de la comunidad, se llega a creer que los procesos comenzados por unos hombres contra otros a propósito de contratos, los juicios por falso testimonio y las adulaciones a los ricos desaparecerán de la mano de la comunidad material, sin advertir que este conjunto de males no procede exclusivamente de cierto desajuste estructural capaz de resolverse mediante un oportuno diseño de la pólis, sino que está relacionado antes que nada con la inextirpable maldad de los hombres (véase Pol., II 7, 1267a 3-5; 13-16).

Por otro lado, la geometría política de Hipodamo de Mileto, de quien se dice "quiso ser entendido de la naturaleza entera", revela que la forma de la ciudad —la politeía propiamente dicha— pasa desapercibida para quien reflexiona sobre ella al modo de un fisiólogo jónico.10 Hipodamo no se preocupa principalmente por la limitación del suelo y por la población, la distribución de tierras y en clases sociales es preterida en nombre de la atención a las propiedades materiales del espacio político. Igualmente, la ley reguladora de las magistraturas sanciona que se juzgue distinguiendo (Pol., II 8, 1268b 4 y ss.) y permite que el juez se convierta en árbitro de una causa, incluso que sean varios los jueces para resolver un litigio y, asimismo, que éstos se comuniquen entre sí, pudiendo dar lugar a sentencias enfrentadas. Si antes debían enfatizarse las inadvertencias de la utopía, ahora se trata de iluminar que un mero proyecto geográfico-arquitectónico priva a la ciudad de lo más importante, a saber, de su forma específica. Así pues, la ciudad es el producto de un geómetra que ha olvidado serlo, cuya obra fundamental fue el hallazgo de la fórmula adecuada para expresar el eîdos inmanente11 de la comunidad política.

La conexión entre ética y política expuesta al final del libro X de la Ética a Nicómaco enfatiza la insuficiencia de la teoría para determinar el fin de la ética, es decir, la práctica de la virtud. Ante la falta de buenos legisladores, cada cual debe convertirse, como medida de urgencia, en legislador de su oîkos, a la manera de un cíclope a-político, quedando significativamente restringido el marco de aplicación de esas leyes. La ley "es un lógos que proviene de una cierta prudencia e inteligencia" (EN, IX 9, 1180 a21-22) y "una inteligencia sin deseo" (Pol., III 16, 1287a 5), lo cual la distingue de todo hombre, pues no hay constitución perfecta del deseo (órexis) humano, y pone a salvo su autoridad de la resistencia que los hombres suelen oponer a la obediencia de otro. En una imagen que debe mucho al orden legal, la virtud presentada en el libro II de la Ética a Nicómaco es el resultado de un ajuste12 que no se puede determinar teóricamente, esto es, no se puede calcular ni producir de manera técnica, a pesar de la utilidad de la imagen del geómetra cuando queremos representar el tipo de búsqueda que es la deliberación. El discurso ético recomienda, a propósito de la elección del término medio, "mantener alejada la nave de este oleaje y de esta espuma" (Odisea, XII, vv. 108-109), esto es, alejarse del extremo más perjudicial y decidirse por algo parecido al "mal menor en la segunda navegación" (EN, II 9, 1109a 35).

Por medio de la virtud, se refiere a un acuerdo establecido o contrato entre las múltiples posibilidades abiertas para un ente, el cual permite afirmar que éste cuenta con una función [érgon] o fin propio. Así, el hallazgo del acuerdo entre el exceso y la falta de ejercicio y, en general, el término medio produce [poieî], aumenta [aúxei] y conserva [sózei] la salud, la templanza, la fortaleza y el resto de virtudes (EN, II 2, 1104a 114-125). Conforme a esto, el bien que favorece la función del hombre queda bosquejado como "una actividad del alma conforme a la virtud" (EN, I 7, 1098a 17; EE, II 1, 1219a 25-26). Por el contrario, los vencidos por el vicio no dejan de estar en desacuerdo consigo mismos [diaphérontai heautoîs], es decir, nunca encuentran la figura que pueda describirlos, son una ciudad deshecha por sus malas leyes. La figura del incontinente admite, asimismo, la comparación con "una ciudad que decreta todo lo que se debe decretar y que tiene buenas leyes, pero no hace ningún uso de ellas" (EN, VII 10, 1152a 22-24).

Precisamente porque la ciudad desempeña una función, no puede reducirse a un conjunto de instituciones,13 sino que, tras la presentación de la politeia, en tanto esencia formal de la ciudad, se la define como "comunidad de constitución entre los ciudadanos [koinonía politôn politeias]" (Pol., III 3, 1276b 2). Con arreglo a este principio, la excelencia ciudadana se perfila mediante dos metáforas técnicas, según las cuales, en primer lugar, de la misma manera en que los marinos se cuidan de salvaguardar la navegación —actividad, no un producto, como puede ser el barco—,14 los ciudadanos persiguen la salvaguarda de la actividad política, no meros beneficios económicos ni el ejercicio del poder. La virtud de los marinos y los ciudadanos se mide desde la navegación y la constitución, es decir, se determina desde la praxis, no desde la poíesis y, no digamos, desde el pónos (Pol., III 4, 1276b 16-30). En segundo lugar, la ciudadanía adopta el aspecto del artesano que fabrica la mejor flauta posible, con la cual el gobernante, como el mejor general y el mejor zapatero, interpretará las piezas más armónicas (Pol., III 4, 1277b 1318). Pero esto es el resultado que arroja un corte horizontal realizado sobre la Política aristotélica. Esta obra contiene textos que modifican notablemente la perspectiva de discusión, en tanto se encargan de responder, no tanto a la pregunta ¿qué debe ser en general, para nosotros los hombres, lo político?, sino ¿por qué lo político se muestra encerrado dentro de ciertos límites, al menos para los hombres?

 

LA SOSPECHA DEL AFUERA. DOS EXPERIENCIAS DE LOS LÍMITES DE LA CIUDAD: EL ESCLAVO QUE PUEDE NO SERLO Y LA CIUDAD DE LOS FILÓSOFOS

Algunos pasajes del libro I de la Política y del libro VIII de la Ética a Nicómaco dibujan un caso que no puede dejar de causar extrañeza en el seno del discurso ético y político de Aristóteles. En ellos se apunta a la posibilidad de que las distinciones civiles entre hombre libre y esclavo, es decir, entre ciudadano e instrumento activo o animado, dejen de ser operativas en un ámbito, ya no político, donde rige algo así como un concepto ampliado de hombre. Este concepto responde a la conversión del lógos en el auténtico regulador de las relaciones humanas, esto es, en una ley dotada de mayor alcance que las leyes políticas. La Ética a Nicómaco introduce esta ley fundamental cuando sostiene que aunque el amo no puede sentir amistad hacia el esclavo como tal, en cuanto hombre podría haberla, pues "parece existir una especie de justicia entre todo hombre y todo el que pueda participar con él de una ley (nómos) o convención (sunthéke)" (EN, VIII 11, 1161b 5). Esa amistad no puede provenir de cauces tales como el ahorro de un peculio por el esclavo —lo cual comienza a ser habitual en el siglo IV a.C.— por medio del cual éste accede tímidamente a un intercambio que implica la convención monetaria.15

La aptitud, tanto para la ley como para la convención de la que habla el texto, tampoco parece ser aquella que reposa en la homología o acuerdo general, por la cual el vencido adquiere su estatuto servil al entrar en una comunidad despótica, como es la casa. Por último, esa amistad tampoco puede derivarse del interés común entre señor y esclavo, destacado en la Política (I, 6, 1255b 12-16), puesto que la amistad surgida entre los hombres, en tanto hombres, presupone haber hecho abstracción del carácter instrumental del esclavo, tratándolo precisamente como ejemplar de un eídos.16 Nos enfrentamos, pues, ante la forma más general y abstracta de la amistad que un hombre pueda sentir hacia otro, ante una especie de condición trascendental de la comunidad que resulta incongruente con cualquier relación sancionada políticamente.

Al final del libro I de la Política donde, precisamente, se define al ciudadano por contraposición con el esclavo, Aristóteles hace una pregunta para llevar al límite la relación entre señor y esclavo. Ambas posiciones en el tejido social quedan justificadas en virtud de la jerarquía existente en cada hombre entre lo propio del alma —mandar— y lo propio del cuerpo —ser mandado—. Desde el comienzo, sorprende en esas páginas la inversión provisional de una pauta metódica aristotélica, a saber, el recorrido por los múltiples significados de un término a partir del cual se van destilando las diferencias de esencia adheridas a esos significados. Esta vez, ante la definición del esclavo, se prefiere comenzar con la definición por principios —utilizando la clave de lo dominante y lo dominado por naturaleza—, para después calibrar la aplicación de la misma a la realidad,17 como si el pensador quisiera dotarse de las armas imprescindibles para denunciar el uso ilegítimo de un nombre. No es tan fácil leer las almas como lo es leer los cuerpos (Pol., I 5, 1256b 26-35), dejando de lado las ilusiones ópticas que los segundos pueden generar, desorientando nuestro juicio.

Aristóteles asume que quien de iure debería ser esclavo puede estar desempeñando de facto la función de señor. Preguntar si los esclavos tienen una virtud propia además de las instrumentales exigidas por la labor que deben desempeñar y más valiosa que éstas, como la templanza, la fortaleza o la justicia, encamina hacia lo que se esconde tras el binomio asentado en la pólis. En segundo lugar, si la tienen, ¿en qué se distinguirán de los libres? y ¿qué sentido tendrá que uno tenga que mandar y el otro deba obedecer, sin caer en un mundus perversus? No puede argüirse que la diferencia entre quien manda y quien obedece sea sólo de grado, pues esas dos actividades difieren específicamente; por tanto, debe haber una razón suficiente del reparto de funciones. La aporía puede evitarse negando la existencia de esa virtud, pero aumenta por el hecho de que ésta les sea negada siendo hombres y participando de la razón.18

Un ejemplo servirá de ilustración de los límites de esta relación. Así como el niño es imperfecto [atelés] por no haber alcanzado aún su fin, quedando su virtud referida al maestro, "la virtud del esclavo es relativa al dueño" (Pol., I 13, 1260a 32), pero no porque éste le haya enseñado a trabajar, sino por ejercitar la razón del esclavo hablando con él. "Por eso se equivocan los que no dan razones a los esclavos y declaran que sólo debemos darles órdenes; porque los esclavos necesitan más advertencias que los niños" (Pol., II 1, 1260 b5 y ss.). La capacidad de pensar del esclavo se desarrolla cuando el señor le dirige no tanto órdenes [epítagmai], sino palabras que apelan a su inteligencia [noûs]. Quizá la incongruencia de este episodio paidético con el régimen de sentido vigente en la política tenga relación con el hecho de que los grandes políticos no hayan hecho nunca de sus hijos hombres políticos, es decir, no hayan sido capaces de encontrar el hilo conductor entre la dúnamis y su enérgeia política.19 Es Pericles, no la constitución ateniense, el motor generador de Jantipo y Páralo. Sin embargo, el ejemplo del esclavo-aprendiz manifiesta que el eîdos hombre, entendido como fin, dotado de una causalidad con una presencia física muy escasa, puede imponerse a las causas más fácticas, encauzando cambios efectivos.

El libro VII de la Política conduce también al discurso político aristotélico hasta sus límites, al describir un régimen ideal —una república aristocrática— donde el pueblo estaría integrado por ciudadanos con una excelente formación, que cuentan con condiciones suficientes para el ocio y no experimentan la escisión entre gobernados y gobernantes, sino la alternancia en el desempeño de las tareas de gobierno. En una comunidad civil semejante se presupone una coincidencia casi plena entre la virtud del hombre excelente y la virtud política. Mientras la masa siente la constricción de la ley, cada ciudadano virtuoso, en el régimen ideal, actúa como espejo de la perfección del otro. En conexión con ello se entiende la preocupación por controlar las dimensiones de la pólis, de manera que sea posible tanto la autonomía de la misma como "la buena visibilidad del conjunto [eusynoptos]" (Pol., VII 4, 1326b 24). Ambas cualidades exigen que los magistrados queden situados en un lugar, la denominada Plaza Libre, limpia de toda mercancía, cuya presencia [parousía] produce en los hombres un profundo respeto [aidós]. Aquí la visibilidad no enfrenta a vigilantes y vigilados, sino que refuerza la amistad política, ratificando que la autoridad ejercida sobre hombres libres no puede ser despótica.

El tirano prohíbe a los ciudadanos mirarse unos a otros, e impide la reciprocidad de la mirada. Un pueblo como el lacedemonio no conoce la verdadera virtud, a saber, la que no es mera autoconstricción, al coincidir con el pleno desarrollo o perfección de las facultades humanas, que desemboca en una contemplación libre. Al considerar como fin no la paz y el ocio, sino la guerra, los lacedemonios fundamentan la comunidad política sobre una movilización militar permanente y una extrema dureza de las condiciones de vida, con lo cual miden el tiempo político contando —como si se tratara de interludios— el espacio entre una guerra y otra. De la mano de la crítica al régimen espartano, Aristóteles abre un abismo entre su pensamiento y sus admiradores ilustrados (Rousseau y Montesquieu), al señalar que el auténtico problema abordado por la política no reside en determinar si el lujo corrompe, o si la virtud ha de ser frugal, sino en el desconocimiento del fin de la pólis, es decir, el mantenimiento de la paz. Ésta requiere ser fundada sobre un equilibrio creado por la actividad de los hombres, esto es, sobre la base de las leyes, no sobre un cúmulo de casualidades sin agente. Si lo último fuera el caso, bastaría con que un gorrión pose sobre aquella construcción —como en el cuento de Jonathan Swift— para verla desplomarse como un castillo de naipes.

La ciudad ideal confiesa su verdadero criterio de medida al elegir el cultivo de la filosofía en tanto que actividad más conforme a fin. No es baladí que la introducción del régimen ideal contenga una aclaración acerca del título vida práctica, donde se aclara que no debe entenderse un comportamiento eficaz en vista de los resultados obtenidos, sino la contemplación y la reflexión "que tienen su fin en sí mismas y se ejercitan por sí mismas".20 Aquí, la bifurcación entre el horizonte de la prâxis y el de la vida contemplativa se reduce al mínimo, pues no hay más política ni mejor que cuando se concede un espacio de acción considerable a quien se dedica a pensar [súnphilosophein] en compañía de otros o cuando se decide en política con arreglo a las directrices proporcionadas por actividades que tienen su fin en sí mismas, puesto que son prâxeis. "Ciertamente, se considera que la filosofía posee placeres admirables en pureza y en firmeza, y es razonable que los hombres que saben pasen su tiempo más agradablemente que los que investigan" —leemos en el libro X de la Ética a Nicómaco (1177a 25-28). Esto no significa que quien se entrega a la contemplación deje de buscar amigos, ni que la autarquía del sabio implique no poder pensar más y mejor cuando cuenta con compañeros (Berti, 2001), como se verá después.

Como es evidente no puede exigirse a las diversas comunidades que se atengan a este modelo, en tanto vara de medir los progresos de cualquier comunidad política. El libro VII de la Política traza el límite extremo de la política, donde parece habrá de intervenir la actividad filosófica y la constitución queda a salvo de todo comercio, representada por la presencia [parousía] de la ley en medio de la Plaza Libre. Representar la posibilidad de los progresos de la política es preferible a renunciar a ella, mediante la exigencia revolucionaria de realización —aquí y ahora— del régimen ideal.21

 

EL AFUERA DESDE EL ADENTRO. LA FÍSICA DE LO JUSTO Y LA REGULACIÓN DEL THEORÓS

La conciencia de que las leyes de la ciudad no lo resuelven todo, y de que un entero ámbito de sentido válido en el seno de las comunidades menores, especialmente en la principal, la familia, es desoído por aquéllas, coincide con el arco medido por la tragedia griega. La ciudad es una defensa de la vida común frente a las razones familiares, pero, al mismo tiempo, sus murallas no han sido trazadas por un geómetra. La fundación de la ciudad no remite únicamente al saber y a la pericia, sino también a una decisión [prohaíresis] que no es lícito reducir ni a sophía ni a tékhne. Entre una tragedia demasiado humana y la geometría de las esferas celestes, Aristóteles dedica al hallazgo de las leyes palabras muy semejantes a las célebres del socrático Aristipo: hominis vestigia video. Es cierto que este último recupera la esperanza al descubrir figuras geométricas en la tierra próxima, el lugar donde ha naufragado junto con sus compañeros, pero Aristóteles es capaz de distinguir una geometría ligada a la regularidad de los movimientos celestes, es decir, una geometría del movimiento no físico, de una geometría física, en realidad un hierro de madera aristotélico, cuyos instrumentos no son mediciones y cálculos, sino leyes.

Tras la introducción de la justicia como virtud de la comunidad hacia los otros —estudiada en sentido absoluto [haplós], en su doble concepción de distributiva y correctiva— en sentido político aparece allí donde las relaciones humanas están regidas por leyes, de forma que no puede haber injusticia con respecto a una parte de uno mismo, como ocurre con la propiedad [ktêma] de alguien. Aristóteles encuentra una salida a la dicotomía introducida por los sofistas, entre naturaleza y convención o legalidad, al integrar esta misma distinción de lo justo en sentido político. "Lo justo [tò dikaion] es en parte natural [phusikón] y en parte legal [nomikón]" (EN, V 7, 1134b 18-19). Se sigue que lo justo político no es ni la ley común ni una ley universal cósmica, sino una norma inherente a cada ciudad, variable de una a otra, dando lugar a una multiplicidad donde siempre es posible encontrar una clave de traducción. Dos ejemplos, procedentes del ámbito de la naturaleza y de la convención, son traídos a colación para ilustrar el tipo de operación política con la cual el legislador sienta las bases de la distinción entre lo justo y lo injusto.

En primer lugar, por naturaleza parece que la mano derecha es más fuerte que la izquierda, pero el ejercicio puede convertir a un hombre en ambidiestro. Así, en la ciudad, ciertas costumbres e instituciones democráticas pueden paliar las desigualdades naturales entre los hombres y, en este sentido, la isonomía no es menos natural que su privación. En segundo lugar, las unidades de medida con que el comerciante al por menor compra al que vende al por mayor y aquellas con los cuales el comerciante al por menor vende varían, pero siempre resultan convertibles entre sí, por eso todas son criterios de medida. Pues bien, como estas unidades de medida, las reglas de justicia no son reglas naturales, sino forjadas por el hombre en función de las distintas constituciones. De la misma manera,

[L]as cosas que no son justas por naturaleza sino por convenio humano no son las mismas en todas partes, puesto que no lo son tampoco los regímenes políticos, si bien sólo uno es por naturaleza el mejor cada vez en todas partes [pantachou].22 (EN, V 7, 1115a 3-6)

Así, no tiene sentido buscar una constitución válida de una vez por todas para el conjunto de las poblaciones. Sólo es posible que el legislador busque cada vez la mejor forma constitucional para el material que le sea propuesto. No se trata de oponer una justicia natural, excesivamente desdibujada por lo universal, a una justicia concreta pero de menor alcance, puesto que tanto lo justo natural como lo justo legal o convencional son mutables (EN, V 7, 1134b 32). La posibilidad de traducir unas soluciones en otras diferentes, en diversos lugares se han propuesto a la cuestión de lo justo en sentido político, manifiesta que la comunidad del problema —de la misma manera en que las unidades de medida empleadas— resulta conmensurable en relación con otras al constituir todas las soluciones circunstanciales al problema del intercambio.

El horizonte de la pólis no se puede ampliar ilimitadamente sin destruirse, pero tampoco rige para ella ninguna justicia natural que bastaría con descubrir para que lo inalterable se asentase en el seno de la política. El análisis aristotélico sostiene que la política, mientras lo sea, de la misma manera que la filosofía segunda, no puede contar con semejantes inalterabilidades.23 Toda constitución es consciente de ser la mejor solución en cada caso, pero nunca para una serie indefinida de casos. La política, encargada de trazar los límites de la ciudad, encuentra por otras vías la estrategia para pensarse a sí misma desde un afuera donde el primer esbozo parece residir en el discurso acerca de la amistad. No en vano, en los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco, se habla de una comunidad que la justicia no puede medir, la cual tampoco coincide con la autarquía del dios, al implicar un intercambio de palabras y acciones. El lugar intermedio que ocupa indica el espacio que en realidad mide esa comunidad, a saber, un afuera de la ciudad, el cual sin embargo, sólo puede pensarse desde dentro, esto es, desde lo justo político, y por ello, precisamente, sería un error identificarlo con la ley natural, también compartida por todos como las razones de Antígona, las cuales pretenden que el afuera se imponga sobre lo que está adentro y, así, no cesan de provocar conflictos irresolubles si no se invierte el orden de los conceptos vigentes en política.

Ninguna decisión tomada acerca de lo justo político puede suspender el sentido del progreso, es decir, el desborde de cada nueva limitación, puesto que el límite en propiedad ya ha sido fijado por la comunidad de la benevolencia, de la cual hablaré en el siguiente apartado. Una ciudad sólo podría decretar la preeminencia de la benevolencia y la comunidad que le corresponde cuando deje de ser ciudad o cuando se declare el inicio de unos Juegos, a saber, en las ocasiones en las cuales se invita a un theorós extranjero para que alguien enjuicie el juego que se está jugando. Sólo en el último caso la ciudad encuentra la manera de regresar al principio [arché] sin herirse de muerte, mediante una escenificación donde los individuos dejan a un lado los vínculos civiles y comienzan a admirar, como el espectador lo hace en presencia del atleta (EN, IX 5, 1166b 30-1167a 3). Por tanto, la auténtica consistencia de la ciudad, el fundamento oculto que para ella es sagrado, devuelve a un espacio que sólo puede pensarse desde la finitud de la ley, para la cual no es indiferente pensar "un fin último de todas las cosas", esto es, el dios "no gobierna dando órdenes, sino que es el fin con vistas al cual la prudencia da órdenes" (EE, VIII 3, 1249b 13-14). Si los primeros siete libros de la obra ética delimitan la finitud en su vertiente práctica, los dedicados a la amistad dibujan el horizonte del espacio ocupado por lo sagrado, y al libro décimo se le asigna la pregunta de por qué al hombre no le es indiferente trabajar por mor de su divinización (véase Heidegger, 2000: 287).

Sería de interés detenerse en la importancia del reconocimiento de una distancia o de un entre24 para afirmar la existencia de algo en Aristóteles. Ese punto de vista se aleja de una perspectiva en la cual ambos queden marcados sobre un continuum, que en realidad sólo posee el dios. De esta manera, elementos como el ahora, el punto, la unidad y la disposición [diátesis] llegan a ser algo en Aristóteles sólo cuando ya se ha delimitado previamente un territorio, es decir, cuando se conocen sus fronteras. Sortear estos últimos por mera curiosidad conlleva el peligro del naufragio, como el experimentado por aquellos matemáticos cuya trágica historia relata Proclo, quienes destaparon la caja de la aritmética Pandora y naufragaron en el mar de los números irracionales. Me parece que forma parte de la propuesta aristotélica, para superar esta aporía, el descubrimiento de un placer peculiar, propio del hombre, que surge a raíz del hallazgo del límite del sentido y del sentido del límite —de la medición, del tiempo y del carácter— y cuya resonancia produce la ilusión de lo continuo en el interior de lo discreto.

 

LA FUNCIÓN REGULATIVA DE LA CONCORDANCIA POLÍTICA, LA AMABILIDAD Y LA BENEVOLENCIA EN LA FILOSOFÍA PRÁCTICA DE ARISTÓTELES

La investigación física de la amistad, en tanto cuestión concerniente a los problemas humanos relacionados con el carácter y los sentimientos, comienza preguntando si la amistad reviste una sola forma o varias. ¿Es la amistad un género en el que cabe encontrar diferencias específicas, o bien, todos los tipos de amistad son equivalentes y se caracterizan por su homogeneidad? Aristóteles arremete contra "los que piensan que tiene una sola <forma> porque admite el más y el menos, [...] pues también cosas de distinta especie son susceptibles del más y el menos" (EN, VIII 1, 1155b 12-15).25 Esta observación es de mucha ayuda con vistas a la articulación de los distintos sentidos de la amistad, así como para encontrar alguna conexión entre aquellas disposiciones virtuosas o cercanas a la virtud relacionadas con la amistad que se aleje de la rapsodia. Hay sentidos de la amistad que cabe identificar como accidentales [katà sumbebekós], puesto que van [baínoun] acompañados [sun] por ciertas condiciones, a saber, la posibilidad de sacar un placer o una ventaja, sin las cuales no tendrían lugar. Su accidentalidad impide que encuentren una estabilidad suficiente, al provenir del hallazgo de algo análogo al primer amado [prôton phílon] introducido por Sócrates en el Lisis. Ese análogo recibe en Aristóteles el nombre de amistad perfecta, basada en una semejanza entre virtudes de la que se espera persistencia [diaménei] y estabilidad [mónimon] (EE, VII 2, 1236b 19).

Un término que por ahora ha resultado esencial para analizar la amistad es el de comunidad [koinonía], que debe deslindarse de una mera coincidencia empírica de pareceres, pues no se trata de la coexistencia de quienes ven pasar las mismas cosas al mismo tiempo, y del tipo de asentimiento que lleva consigo el saber, pues tampoco se trata de una comunidad de sabios compartiendo un mismo objeto de estudio, si se pretende aislar en qué consiste la concordia [homónoia] o amistad civil [politiké philía] que sirve de urdimbre de las leyes de la ciudad:

La unanimidad o concordia parece también un sentimiento amistoso, y por eso no es mera igualdad de opinión [homodoxía]. Ésta, en efecto, puede darse incluso entre quienes se desconocen los unos a los otros. Tampoco se dice de los que piensan lo mismo sobre cualquier cosa que son unánimes, por ejemplo, de los que piensan lo mismo sobre los fenómenos celestes (porque no implica amistad el pensar lo mismo sobre estas cosas); en cambio, se dice de una ciudad que hay en ella concordia cuando los ciudadanos piensan de la misma manera sobre lo que les conviene, eligen las mismas cosas, y hacen juntos lo que en común han acordado. Por tanto, la concordia [homónoia] se refiere a lo práctico y, dentro de esto, a lo que es importante y pueden tenerlo ambas partes y todos; y así la hay en las ciudades cuando todos opinan que las magistraturas deben ser electivas, o que se debe hacer una alianza guerrera con los lacedemonios, o que Pítaco debe gobernar, cuando él también lo quiere [...]. Así pues, la concordia parece ser la amistad civil [politiké philía], como en efecto se la define, puesto que su objeto es lo que conviene y se relaciona con la vida. (EN, IX 6, 1167a 22-1167b 3)

La concordia desempeñaría, a la luz del texto anterior, una suerte de coronación del vínculo legal, de modo que sin establecer sólidos vínculos de amistad la cohesión ciudadana no alcanzaría los resultados esperados.26 El arco trazado por la concordia cuenta, asimismo, con unas dimensiones semejantes a las de una disposición, que lectores de Aristóteles como Lambros Couloubaritsis (1970) han acuñado como amabilidad. Ésta ocupa el tercer lugar dentro del tercer grupo formado por las virtudes éticas, donde también se encuentran la veracidad [alétheia] y el ingenio [eutrapelía]. Para la amabilidad parece no encontrar un nombre propio, más bien lo toma prestado de algo que no se sabe con demasiada certeza si es una virtud o está acompañado de virtud, como es la amistad —"lo más necesario para la vida"—, de la cual se distingue por la falta de pasión y afecto hacia los que trata (EN, IV 6, 1126b 11-28). La convivencia de unos hombres con otros posee, por lo tanto, su propio término medio, ilustrado por esta pertenencia recíproca entre las partes constituyentes de la ciudad que precede incluso a las relaciones afectivas que puedan entablar entre sí, pues mientras el afecto [philésis] cae del lado de la pasión, la amistad [philía] es un estado. De alguna manera, la virtud de la convivencia señala que antes de la pasión y del afecto que puedan tener lugar en el espacio ciudadano se debió celebrar la posibilidad de la comunidad.27

En primer lugar, el acceso al otro que permite la amabilidad recuerda mucho al sentimiento de la philanthropía, que desempeña una función decisiva en la Retórica, en tanto hilo conductor de una ley natural, la cual aspira a sustituir a lo justo cuando surgen ciertas aporías. Pero la philanthropía reúne todas las notas necesarias como para considerarla una disposición infraética, con la cual no es posible orientarse en los asuntos humanos. La Poética deja esto bastante claro con ocasión de las directrices que deben respetar las tramas trágicas:

[E]s evidente que ni los hombres virtuosos deben aparecer pasando de la dicha al infortunio, pues esto no inspira temor ni compasión, sino repugnancia; ni los malvados, del infortunio a la dicha, pues esto es lo menos trágico que puede darse, ya que carece de todo lo indispensable, pues no inspira simpatía, ni compasión ni temor; ni tampoco debe el sumamente malo caer de la dicha en la desdicha, pues tal estructuración puede inspirar simpatía, pero no compasión ni temor, ya que aquélla se refiere al que no merece su desdicha, y éste, al que nos es semejante; la compasión, al inocente, y el temor, al semejante; de suerte que tal acontecimiento no inspirará ni compasión ni temor. (Poét., XIII, 1452b 34-1453a 7. Énfasis mío)

El texto restringe el sentimiento de lo humano a una reacción, difícilmente erradicable entre los hombres, ante la caída en desgracia y la infelicidad de otro. Esta reacción queda desconectada de cualquier reflexión sobre la situación a la cual se asiste, a diferencia de lo que ocurre con la piedad y el temor, efectos de un cierto examen que no todo hombre está en condiciones de realizar. En segundo lugar, esta disposición hacia la comunidad (la amabilidad) se separa de la amistad por estar desprovista de pasión y afecto, de manera que, si bien posibilita una mirada que recae sobre el hombre en tanto hombre, la amistad la sobrepuja28 necesariamente hasta el afecto.

Aún resta analizar una disposición emparentada con las dos anteriores, la cual en principio sorprende por su desatención a la reciprocidad. Se trata de la benevolencia [eunoia] con la que deseamos el bien del amigo por el amigo mismo, hasta el punto de tener muy poca relación con el deseo y mucha con la contemplación. Esta disposición amplía nuestro concepto de comunidad y se apoya en el buen juicio [eubolia] por el que creemos tener motivos suficientes para admirar a ciertos hombres por su equidad o bondad. Por ello, la benevolencia, a pesar de la ausencia de reciprocidad que implica, sólo tiene lugar —de una manera cercana al surgimiento del respeto en Kant— en relación con una disposición para lo común que descubro en las personas:

[N]o empleamos el nombre de amistad cuando se trata de la afición a cosas inanimadas, porque entonces no hay reciprocidad [antiphílesis], ni se desea el bien del objeto (sería ridículo, en efecto, desear el bien del vino; todo lo más, se desea que se conserve, para tenerlo); en cambio, decimos que debe desearse el bien del amigo por el amigo mismo. De los que así desean el bien de otro, decimos que son benévolos [eúnous] si de la parte del otro no se produce el mismo sentimiento, pues cuando la benevolencia es recíproca decimos que es amistad. ¿O debemos añadir: "y cuando no pasa inadvertida"? Porque muchos son benevolentes [eûnoi] respecto de personas a las que no han visto, pero de quienes creen que son equitativas [epieikeís] o útiles [chresímous], y el mismo sentimiento puede tener alguna de esas personas por ellos; por tanto, éstos tienen evidentemente benevolencia [eunoeîn] los unos respecto de los otros, pero ¿cómo podría llamárselos amigos cuando desconocen la disposición de los otros para con ellos? (EN, VIII 2, 1155b 27-1156a 4)

La benevolencia ofrece una suerte de esbozo de la amistad, a la cual anuncia, pero con la que no se puede comparar. En efecto, siempre precede al sentimiento amistoso, de la misma manera que la contemplación de la persona amada precede al amor,29 pero no es condición suficiente para el surgimiento de éste. Hasta el momento, parece que la benevolencia no modifica en mayor medida el discurso aristotélico sobre la amistad, pero el asunto cambia cuando Aristóteles propone aislar esta causa [arché] de la amistad como algo válido por sí mismo, no como algo querido siempre en virtud de algo más:

Parece, sin embargo, que la benevolencia [eunoía] es la causa [arché] de la amistad, así como el placer visual lo es del amor, porque nadie ama si antes no ha gozado con la forma visible del ser amado, pero el que se complace con la forma que ve no ama más por ello, sino sólo cuando desea al ausente y anhela su presencia. De la misma manera, pues, tampoco es posible ser amigos sin haber sentido benevolencia, pero los que la sienten no por eso quieren más, porque únicamente desean el bien de aquellos para quienes tienen benevolencia, pero no harían nada con ellos ni se tomarían ninguna molestia por ellos. Por eso, de una manera traslaticia, podría decirse que la benevolencia es amistad carente de obras [argén philían]. (EN, IX 5, 1167a 3-11)

Esta ampliación de nuestra idea de comunidad invita a pensarla como una recuperación (ciudadana) del origen (de la comunidad). Ésta es la meta cuya declinación no puede ser nunca la de la realidad efectiva, si se permite utilizar un término acuñado en la modernidad para expresar un problema griego. Por el contrario, la benevolencia pone en juego el fundamento de la ciudad y aquello que la sostiene justamente porque ocupa aquel espacio que ésta concede a lo lúdico. En el centro de la cuestión, no es indiferente que los espectadores de unos juegos atléticos sientan benevolencia hacia los jugadores que admiran. Es cierto que, una vez abandonado el recinto, "no harían nada por ellos ni se tomarían ninguna molestia por ellos", pero también lo es que, mientras duró el certamen, nada había estado por encima del bien de aquellos a quienes se admiraba. La benevolencia, como causa de la amistad, permite asistir a la peculiar persistencia de la contemplación de lo admirable que no puede dejar de decidir lo que para ella es un fin en sí.30 Por eso, al parecer en un estado semejante los hombres aprenden mucho de la razón por la que se encuentran viviendo en común, más allá de las acuciantes exigencias de la supervivencia, y nunca están tan cerca de la representación del acto por el que "el primero en establecer la ciudad fue el causante de los mayores beneficios" (Pol., I 1, 1253b 30-31).

La naturaleza estrictamente humana de la amistad determina lo que Aubenque ha caracterizado como su destino trágico (1963: 180), pues su razón de ser reside en que siga habiendo distancia entre la vida reflexiva y el ideal de vida conforme a la divinidad; es más, la amistad atestigua la existencia del camino de lo uno a lo otro. Llevada a sus límites extremos, la amistad plantea la necesidad de pensarse como determinable en un régimen de cosas ni meramente temporal ni contingente, sino uno donde rija una medida que corresponda a lo divino. Esto no quiere decir que nuestra existencia tenga sentido en una densidad ontológica donde no cabe la prudencia —no existe semejante saber de sí—, pues "dios no gobierna dando órdenes, sino que es el fin con vistas al cual la prudencia da órdenes" (EE, VIII 3, 1249b 13).

Si fuera preciso identificar aquello que entre los hombres mantiene una estabilidad análoga con la divina no sería en ésta o aquella generación, producción o acción, sino más bien se elegiría la unidad específica eídos (De anima, II 4, 415a 27-415b 2) (hombre, instrumento o virtud) que condiciona a las anteriores. Sin embargo, el dios —leemos en el libro de la Ética a Nicómaco, el cual analiza lo que queda fuera, por arriba y por abajo, de la virtud— cuenta con algo más valioso que la virtud. Su felicidad consiste en una actividad inteligible que el hombre imita eligiendo una vida de contemplación o bien una vida enmarcada por algunos momentos contemplativos. Si para el hombre su bien ha de pasar por la mediación del otro [tò eû kat’hèteron], cabe —como encontramos en el mismo texto— que un hombre parezca un dios por medio de un exceso de virtud heroica y divina, que le sitúe por encima de los demás.

La Política, libro dedicado al estudio de la ciudad ideal, impone un límite a los bienes exteriores, como a todo instrumento, pero no a los relativos del alma, de los cuales se dice que cuanto más abundantes más útiles serán (Pol., VII 1, 1323b 7 y ss.). Y aquí es menester introducir una doble vía, a saber, si esa divinización tiene lugar en el seno de la ciudad, entonces, o bien se cometerá una injusticia al dar a aquellos hombres semejantes a dioses los mismos derechos que a los demás, como si los hombres quisieran gobernar sobre Zeus, o bien no habrá más remedio que actuar como el tirano Periandro y cortar las espigas que sobresalen en el campo (Pol., III 13, 1284a 3-33). Este problema político sólo parece tener una solución, a saber, la renuncia sin más a la excelencia —lo álogon, que queda más allá de toda proporción en el espacio ciudadano— precisamente para que éste pueda subsistir y no desaparezca al verse sometido a las embestidas de una suerte de ritmo revolucionario; pues no hay nada menos permanente para el hombre que lo excelente. Sin embargo, con la fórmula aristotélica, la excelencia no desaparece, sino que es recolocada en un ámbito monumental exterior a la pólis —en el afuera de la ciudad—, desde donde sirve de motor para el cambio hacia lo mejor de la ciudadanía.31 El primer tipo de excelencia que he referido es individual [arithmôi], es decir, la de un hombre que se convierte en un dios entre los hombres, lo cual equivaldría a convertirse en un astro en medio de un mundo contingente. El segundo tipo de excelencia me parece más bien ampliado a la especie, es decir, pertenece de suyo al eîdos indivisible [átomon] (Met., VII 8) hombre y ninguna constitución podrá coincidir plenamente con ella.32 Pero ésta es sólo una interpretación legítima del lugar en los libros finales de la Ética a Nicómaco y de la Ética a Eudemo ocupan en la investigación aristotélica de las estructuras fundamentales de la vida práctica. Bien podría ocurrir que la vida separada del sabio supusiera una ampliación y aumento de la vida buena a la cual aspira cada hombre, lo que permitiría destacar el parentesco —cuyo interés me limito a señalar— entre ese modelo para la vida política y la definición aristotélica del placer, que, como es sabido, también perfecciona [teleîn], precisa [exakribeîn] e intensifica [sunauxeîn] las actividades a las que se refiere (EN, X 5).33

 

BIBLIOGRAFÍA

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NOTAS

* Este trabajo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación Poetics of Selfhood: Memory, Imagination and Narrativity (PTDC/MHC-FIL/4203/2012) del CFU, concedido por la Fundação de Ciência e Tecnologia del Gobierno de Portugal. Agradezco los comentarios recibidos de los evaluadores de la revista Signos Filosóficos, los cuales me ayudaron a mejorar algunos aspectos de mi artículo.

1 Véase el célebre capítulo 9 del libro II de la Física de Aristóteles.

2 He elegido la transliteración del griego a lo largo de este trabajo. Para ello me he ceñido a las indicaciones dadas por Felipe Martínez Marzoa (1996: 9-10).

3 De aquí en adelante, en las notas a pie de página y en las referencias a obras entre paréntesis integradas en el cuerpo principal del texto, la Ética a Nicómaco aparecerá como (EN), la Ética a Eudemo (EE), la Política (Pol.), la Retórica (Ret.) y la Poética (Poét.) Respecto de las ediciones empleadas de las obras de Aristóteles remito a la bibliografía.

4 Véase Humbert, 1960. Gerard Guest dedica reflexiones a la conexión entre el tiempo aoristo y la noción aristotélica de prâxis que, sin duda, han sido de gran ayuda para la confección del presente trabajo (1997: en especial 297-300).

5 La misma secuencia horismós-aóriston la encontramos en la Física, a propósito de la definición del movimiento, pues éste "parece ser algo indefinido [aóriston]" (201b 25), a pesar de lo cual es posible clasificar las diversas especies de la distancia "de... a".

6 Remito especialmente a EN, I 3, 1094b 11 y ss., I 7, 1098a 21 y II 2, 1104a 1 y ss.

7 Volviéndose entonces heterónoma, como apunta con todo acierto Pierre Rodrigo (1998: 35).

8 Véase un paso análogo en EN, II 4, 1105b 12-18.

9 Esta tesis justifica la cita de Los trabajos y los días de Hesíodo por Aristóteles en EN, I 4, 1095b 10-13, traída a colación tras haber introducido la distinción entre el qué y el porqué en la investigación ética, en cuyos versos leemos lo siguiente: "Es el mejor de todos el que por sí solo comprende todas las cosas;/ es noble asimismo el que obedece al que aconseja bien;/ pero el que ni comprende por sí mismo ni lo que escucha a otro/ retiene en su mente, es un hombre inútil".

10 Pierre Rodrigo (1995) se ha ocupado de la crítica dirigida por Aristóteles a este análisis fisiologista de la política.

11 Véase Met., VII 8, 1037a 28, donde la expresión "forma inmanente" es la elegida para referirse al modo en que está presente la forma específica en las sustancias sensibles.

12 Lambros Couloubaritsis (1970: 29, n. 9) recuerda que el sustantivo areté guarda "parentesco semántico incontestable" con el verbo ararísko, en griego moderno significa "poner de acuerdo", "acordar", "adaptar" o "ajustar".

13 La ciudad sobre el papel y la ciudad real poseen tantas diferencias como el hombre representado por las bellas artes y el hombre vivo; véase Partes de los animales, I 1.

14 Alguna huella de esta imagen queda en el Ulises a quien da la palabra Dante en el canto XXVI del "Infierno" de La Divina Comedia.

15 Recordemos en este punto la distinción, en la que Hannah Arendt (1967) insiste, entre propiedad (Eigentum) y posesión (Besitz), de suerte que sólo la primera justifica la participación de quien la detenta en la vida de la pólis.

16 Tanta abstracción recuerda a un caso singular de alumbramiento en que se detiene Generación de los animales, a saber, aquel que trae al mundo criaturas sobre cuya humanidad no hay duda, pero como indica Pierre Pellegrin, "no se parecen a ninguno de sus ascendientes, sino a 'los que llegaron primero' (767b 2), son, podría decirse, niños 'genéricos', desde el momento en que 'no les queda más que lo que es común a todos los hombres' (768b 11): en cierto sentido son la realización de un universal [kathólou] (768b 13) más que de un particular [kat’hékaston] (b15)" (1982: 134-135).

17 Francis Wolff (1991) ofrece una reseña completa de aquellos artículos que han producido este giro hermenéutico respecto al discurso aristotélico sobre la esclavitud, a cuyo carácter contrafáctico apuntan varios pasajes del libro I de la Política.

18 La lectura de la Política, me parece, permite contestar al siguiente juicio de Pierre Aubenque, según el cual "Aristóteles no se pregunta nunca si la desigualdad entre los hombres, por muy natural que sea, es compatible con los valores que el hombre porta consigo y si la realidad no debe ser corregida aquí por un ideal que no hay que tener reparo en llamar trascendente. Hay casos, pueden ser casos límite, en los cuales el derecho y la misma naturaleza —al menos la naturaleza empírica— deben inclinarse ante la moral. En ese sentido, estaría obligado a admitir que las teorías modernas del derecho natural, de los 'derechos del hombre' —ya fuera ese hombre atemporal y abstracto— representan, a pesar de todo lo que se haya podido decir de ellos, un progreso en relación al 'iusnaturalismo' aristotélico, si bien éste quede justificado en todos los casos, sin duda los más numerosos, en que la norma jurídica no entra en conflicto con la ley moral" (1980: 157). La comparación de un concepto que el moderno ha introducido con pretendido valor constitutivo con lo conseguido por el griego, quien concedió a ese mismo concepto únicamente un valor regulativo, produce la impresión de que ese cambio encierra un auténtico progreso. Pero no es tan claro que Aristóteles no haya cuestionado la finitud de las leyes, con frecuencia enfatizando su inadecuación a una ley natural que no siempre reproducen convenientemente.

19 Algo parecido ha defendido Barbara Cassin (1997), al caracterizar como asimétrica la relación entre una política práctica, pero no se puede enseñar, y una retórica que sólo se tolera en caso de mantenerse en el estatuto potencial y no creerse en condiciones de funcionar como una ciencia. Respecto a esta asimetría conviene tener presentes los pasajes de EN, X 9, 1179b 30-1180a 12 y Ret., I 2, 1356a 20-33.

20 Véase EN, IX 9, 1170a 28-1170b 14, pasaje donde se perfila el placer alcanzado por una comunicación de palabras y pensamientos entre iguales.

21 Merece la pena destacar el trabajo reciente de Felipe Martínez Marzoa (2005: especialmente el cap. 3: "El pólos", 41-46), donde se pone de manifiesto el diverso análisis de la pólis que llevan a cabo la tragedia y la comedia aristofánica, en concreto al enfatizar cómo en Las aves emerge un interés por lo que queda en el afuera del entre ciudadano.

22 Sigo la traducción —de la que depende buena parte del sentido del capítulo— del adverbio pantachoû propuesta por Pierre Aubenque (1980) como "en todas partes cada vez", lo que le da un sentido distributivo y no colectivo, sin embargo, por este último matiz optan, tanto la traducción castellana de Julian Marías y María Araujo (CEPC) como la de Julio Pallí (Gredos).

23 Compartimos la siguiente tesis defendida por Aubenque (1980: 156-157), donde encuentro una posición análoga al diagnóstico —expresado en El problema del ser en Aristóteles— que este autor emite sobre las diferentes soluciones que la ontología y la teología ofrecen al problema de la unidad: "Para una filosofía de la continuidad, como es la de Aristóteles, no hay trascendencia eficiente más que por delegación: la iniciativa viene de la naturaleza, pero de una naturaleza que es de alguna manera atraída por su télos. 'Dios no reina dando él mismo las órdenes, pero es aquello en vista de lo cual la prudencia ordena'. Lo que Aristóteles dice en esta frase de la prudencia [phrónesis], también se podría decir de la jurisprudencia: es en la medida en que ésta, arraigada en la naturaleza, lleva a cumplimiento en el nivel, que es el suyo, su obra propia, como contribuye a la realización de designios más altos. La trascendencia ya no es el fundamento del derecho, como lo era en Platón, pero permanece en el horizonte del naturalismo aristotélico". Una propuesta de lectura de los textos aristotélicos interesados por lo que sea la ciudad, igualmente decisiva para lo que aquí me propongo, es la del excelente trabajo de José Luís Pardo (1998).

24 Posición que Felipe Martínez Marzoa ha defendido desde la década de 1970 en numerosos artículos y estudios dedicados al pensamiento griego.

25 Este texto que complementa al anterior: "[E]s imposible hablar de todas las amistades según una sola definición. Resta, pues, lo siguiente: la primera amistad es, en cierto sentido, la única, pero, en otro sentido, lo son todas, no como homónimas unidas por azar unas a otras, ni como si pertenecieran a una sola especie, sino, más bien, como referidas a una especie única" (EE, VII 2, 1236b 21-27).

26 Puede resultar interesante en relación con esta cuestión atender a la argumentación, cercana a la nuestra, de John Cooper (1990). Véase, asimismo, la réplica de Julia E. Annas (1990)

27 De modo análogo a lo presentado en las primeras páginas de este artículo a propósito de la prudencia política, de manera que sin el depósito de éndoxa propuesto por la buena legislación —el buen juicio político— debilitaríamos el suelo de los buenos hábitos y, por excesivo amor a una teoría carente de efectos, privaríamos a la práxis de lo que le corresponde.

28 Couloubaritsis (1970) considera a la amistad como una superación [dépassement; huperbolé] de la relación entre hombres dibujada por la amabilidad.

29 Véase EE, VII 7, 1241a 13-15: "La benevolencia, en efecto, es el origen de la amistad, puesto que todo amigo es benévolo, pero no todo benévolo es amigo, pues aquel que es sólo benévolo se parece al que está empezando algo; por esta razón, la benevolencia es el origen de la amistad, pero no es la amistad".

30 Véase el comentario dedicado por Tomás de Aquino a estos capítulos de la Ética Nicomáquea de Aristóteles centrados en la benevolencia (2000: 516-518).

31 Véase Aubenque, 1974: 408-410. Remito, asimismo, al lector que desee profundizar en la localización de la divinización en la ética aristotélica —en la acción individual, en la acción colectiva— al trabajo '"Areté, proaíresis y theoría'. Los principios de la acción en Aristóteles" (Sánchez, 2010: 84-93).

32 Couloubaritsis (1970: 78) propone pensar la inmortalidad del hombre como la de una unidad individual que persistiría a lo largo de las generaciones y destrucciones sucesivas de su eîdos, siguiendo un movimiento cíclico análogo al de los astros. El trabajo termina con esta significativa pregunta, que permite calibrar nuestros acuerdos y desacuerdos con el autor: "¿no debería albergar toda virtud en el seno de su perfección alguna sobreabundancia que la desborde?". Aristóteles presenta la doble perspectiva del eîdos, a saber, desde la experiencia individual y desde dimensión específica en Acerca de la generación y la corrupción, II, especialmente los capítulos 10 y 11, textos que reciben un comentario muy sugerente, en el que ahora no puedo detenerme, por parte de Gérard Lebrun (2004: 244-246).

33 Sobre el carácter reflexivo del placer en Aristóteles véase Sánchez, 2007: 37-64.

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA

Nuria Sánchez Madrid: Profesora contratada de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Recientemente ha traducido y preparado una nueva edición española del escrito de Immanuel Kant, Primera introducción de la Crítica del Juicio (Madrid, Escolar y Mayo, 2011). Es miembro del Centro de Filosofía de la Universidad de Lisboa (CFUL) y del Grupo de Investigación de la UCM: "Metafísica, Crítica y Política".

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