Introducción
En este trabajo analizamos algunos aspectos de la realidad que viven las familias de jornaleros agrícolas migrantes; particularmente, nos ocuparemos de describir y examinar algunas condiciones de vulnerabilidad social que experimentan las niñas y los niños que trabajan en la finca Las Hormigas, ubicada en la Sierra Norte de Puebla. En el primer apartado abordamos las políticas de ajuste al campo mexicano que repercutieron en las sociedades agrarias durante los años ochenta, cuyas dinámicas contribuyeron a la precariedad del campo, al incremento de la migración (interna e internacional), así como a la flexibilización del mercado laboral, lo que provocó una mayor presencia de mujeres, niñas y niños en el agro mexicano (Prud’homme, 1995).
El segundo apartado ofrece una discusión en torno al concepto de vulnerabilidad con base en las elaboraciones de Feito (2007), Filgueira (2001), Bayón y Mier (2010), entre otros. Cabe señalar que dicho concepto nos servirá de guía en los siguientes apartados a fin de describir y comprender las condiciones laborales que acompañan a los menores jornaleros agrícolas migrantes.
En el tercer apartado presentamos el caso de las niñas y los niños jornaleros migrantes en la finca Las Hormigas, y damos cuenta del contexto en el que están insertos; hacemos hincapié en la relación migración-trabajo infantil y las prácticas educativas en las cuales participan a través del Programa para la Inclusión y Equidad Educativa (PIEE). Además, mostraremos algunos aciertos y vicisitudes que este ha tenido. Finalmente, en el último apartado compartimos algunas conclusiones sobre la vulnerabilidad y exclusión social que sufre este grupo social.
La metodología fue cualitativa y priorizamos herramientas como la observación y la observación participante, así como una serie de técnicas de conversación (entrevistas abiertas y semiestructuradas), conducidas con base en un guion (Hernández, Fernández y Baptista, 2006).
De hecho, gracias a este guion nos fue posible realizar más de 28 entrevistas semiestructuradas, en las que incluimos a tres promotores del PIEE, tres autoridades de la finca, dos trabajadores del Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas, diez niñas y niños jornaleros agrícolas migrantes y diez jornaleros agrícolas migrantes adultos. Asimismo, efectuamos veinte entrevistas abiertas a jornaleros agrícolas migrantes, de las cuales diez fueron conducidas entre niños y niñas y diez, entre adultos.
Con el objeto de establecer relaciones de rapport con los menores, incorporamos herramientas como el dibujo, que, por su carácter lúdico, propician su interés durante el proceso de recolección de información (Glockner, 2006). Vale la pena mencionar, que los datos aquí presentados fueron obtenidos durante el trabajo de campo realizado en junio, julio y diciembre de 2015, enero, julio y diciembre de 2016, y enero de 2017.
Conviene aclarar que como unidad de análisis incluimos tanto a las familias como a los pequeños jornaleros agrícolas migrantes que laboran en la finca Las Hormigas, pues los primeros suelen acompañar y trabajar con sus padres, y se desplazan de su comunidad de origen hacia un centro receptor de mano de obra que los ocupa principalmente en labores productivas agrícolas de manera temporal. Con el objetivo de presentar una radiografía más completa del caso del trabajo y la educación de los niños y las niñas en la finca, tomamos en cuenta a los promotores del PIEE que trabajan en la finca, así como a las autoridades de esta y los funcionarios de otros programas sociales dirigidos a los jornaleros agrícolas.
Es necesario señalar que por niños entendemos a “todo ser humano menor de dieciocho años de edad” (Convención sobre los Derechos del Niño, s.f.). Sin embargo, la definición de niños jornaleros agrícolas migrantes que utilizaremos fue elaborada a la luz del concepto de estudiante migrante de Leal (2011), quien lo define como
un niño cuyo padre o encargado es un trabajador agrícola migratorio o un pescador que viaja de un distrito o un área administrativa escolar a otra durante el periodo lectivo regular. El niño pudo haber interrumpido su educación como resultado de este traslado, el cual se hace para que el niño, su encargado o un miembro de su familia inmediata obtengan un empleo temporal o estacional en actividades agrícolas o de pesca (p. 316).
De igual forma, retomamos la conceptualización de García (2010) sobre el trabajo infantil productivo, que marca la diferencia entre trabajo infantil y trabajo infantil productivo: el primero es visto como un proceso socializador y el segundo, por el contrario, “tiene vínculos con el mercado laboral y, por ende, se inserta en la lógica de extracción sistemática de la plusvalía del trabajo de niños/as, siendo explotada su fuerza de trabajo” (p.113).
Ahora bien, la selección de la muestra de los niños jornaleros agrícolas migrantes y sus familias se realizó acorde con los planteamientos de Hernández, Fernández y Baptista (2006). Principalmente, retomamos cuarenta casos de niños y niñas menores de dieciocho años provenientes de comunidades totonacas, nahuas y mestizas que migran, pernoctan y laboran en la finca Las Hormigas durante periodos indefinidos, junto con su familia, parientes o amigos. El proceso para integrar esta muestra incluyó la muestra por conveniencia, la cual condujo a la selección de los niños y las niñas, así como las familias que acuden al corte de café de octubre a marzo.
También recurrimos a la muestra en cadena, pues la interacción con uno o más jornaleros agrícolas abrió la oportunidad de contactar a otros informantes clave. Además, incorporamos la muestra de expertos, a través de la cual logramos registrar algunas de las experiencias y perspectivas de promotores y funcionarios públicos de programas como el PIEE y el Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas. A la postre, optamos por la muestra diversa (o de máxima variación), ya que nos permitió entender la complejidad del fenómeno a partir de la diversidad de puntos de vista de los informantes, y ubicar tanto las coincidencias, diferencias, patrones y particularidades del fenómeno en cuestión (Hernández, Fernández y Baptista, 2006).
La profundidad que logramos con las niñas y los niños jornaleros migrantes fue diversa y de distinta índole, dadas las temporalidades propias del trabajo que realizan en el corte de café. Por un lado, trabajamos con quienes de manera recurrente laboran en la finca, con los cuales pudimos establecer mejores vínculos de confianza y conducir observaciones con mayor grado de profundidad. Por el otro, trabajamos con quienes, después de un periodo corto (una semana o quince días), regresan a sus hogares o migran a otras fincas cafetaleras. Esto último representó un reto en el proceso de recolección de la información, ya que reclamó metodologías de recopilación de datos multisituadas y el empleo de técnicas lúdicas, como el juego y el dibujo, a fin de capturar en forma dinámica las percepciones de las niñas y los niños en tiempos cortos (Quinteros, 2003), debido a su condición laboral altamente temporal y trayectorias de vida en tránsito.
Por último, para guardar la confidencialidad de nuestros informantes clave y evitar cualquier clase de conflicto entre nuestros interlocutores, decidimos sustituir sus nombres verdaderos por seudónimos, así como cambiar el nombre de la finca donde se realizó la investigación.
Las políticas de ajuste al campo mexicano: el contexto nacional
El modelo de desarrollo y el sistema de representación de intereses en el México posrevolucionario poseían un vínculo estrecho, que le otorgaba cierta estabilidad política y económica al gobierno y a la sociedad en general. Sin embargo, en la década de 1980, estos dos modelos entraron en crisis, y arriesgaron su estabilidad al interior del país, lo que generó un proceso de reestructuración que devino en la redefinición de los roles del Estado frente a los sectores agrícola e industrial, bajo los efectos de los cambios que se suscitaron en el mercado internacional (Prud’homme, 1995).
Ciertamente, esta crisis fue inducida por el agotamiento del modelo de sustitución de importaciones —durante la década de los setenta— que durante el régimen posrevolucionario mantuvo la estabilidad financiera y favoreció el crecimiento económico del país. Cabe decir que este modelo fue la base de las relaciones del Estado con los sectores agrícola e industrial; empero, su agotamiento –provocado por una serie de factores a nivel nacional e internacional– daría como resultado el rompimiento de las relaciones entre el Estado, el sector agrícola e industrial (Prud’homme, 1995).
Como fruto de este resquebrajamiento, el Estado dejaría de ser el protector de la industria y el sector rural. De hecho, para el Estado el campo ya no fue uno de los principales sectores de crecimiento y desarrollo del país. En este contexto de inestabilidad macroeconómica, el Estado buscó establecer nuevas reglas del juego durante la década de 1980 y se destacó la “aplicación de políticas de ajuste de corte neoliberal”, a fin de recuperar el crecimiento económico de años atrás (Prud’homme, 1995, p. 8).
Estas políticas incluían el cambio de la estructura de precios relativos, la contracción del gasto público, el retraimiento de la participación del Estado en la economía, la redefinición del rol de la inversión extranjera en el desarrollo de la economía, la concentración de precios e ingresos entre los principales agentes económicos, la apertura comercial de México a través de la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte, etcétera. En suma, ocurrió una redefinición del funcionamiento macroeconómico del país (Prud’homme, 1995).
El efecto que causarían estas políticas en el sector rural se vería reflejado en 1989 con la reforma de la política agropecuaria y la legislación sobre la tenencia de la tierra (que puso fin al reparto agrario); así, el nuevo papel económico del agro mexicano se estableció, ya no vinculado a la inversión de capital del Estado, sino a partir de la relación del sector privado (Prud’homme, 1995). Al respecto, Glockner señala la importancia que tuvo la adhesión de México al Tratado de Libre Comercio, pues acentuó “el deterioro económico, ecológico y agrícola de las regiones indígenas y campesinas de México [en donde] uno de cada seis campesinos tuvo que abandonar sus tierras tan solo como consecuencia de la importación mexicana de maíz estadounidense barato” (2010, p. 2). Con base en lo anterior, observamos una diversificación y complejidad del agro que incluye la dilución de las fronteras de lo rural con lo urbano y la polarización de la estructura productiva (Prud’homme, 1995).
Esta polarización fue determinada según el acceso que se tenía al riego y la capacidad productiva de los campesinos. De los menos productivos, surgió un sector informal urbano “producto de la incapacidad de la industria y los servicios, de absorber a la población ‘excedente’ en el medio rural en un período de muy elevado crecimiento demográfico” (Prud’homme, 1995, p. 15). Como resultado de dicho proceso, cambiaron las bases de subsistencia de la población rural, las unidades domésticas adoptaron nuevas estrategias de supervivencia, y se modificaron las formas de la vida cotidiana de la población (Prud’homme, 1995).
En este contexto, la población del sector rural tuvo que darse a la tarea de buscar nuevos modos de subsistencia; así, se impulsó la migración no solo rural-urbana, sino también rural-rural. Como fruto de lo anterior, el comportamiento y las dinámicas del mercado del trabajo rural cambiaron, el mercado laboral se tornó insuficiente, precario y flexible, y se elevó la incorporación de nuevos sujetos al mercado, por ejemplo, mujeres y niños (Prud’homme, 1995). Aún más, surgió un esquema migratorio en el cual la migración dejó de ser permanente y se convirtió en temporal (periodos de corta o larga duración). Además, dos tercios de los hogares rurales dejaron de ser campesinos y sus miembros pasaron a ser parte de una dinámica laboral pluriactiva, como trabajadores asalariados en la agricultura, o bien, llevando pequeños comercios y diversificando su trabajo en oficios que van de artesanos a albañiles y mecánicos. Lo anterior, sin dejar de ejercer pequeñas actividades de autoconsumo en sus poblaciones de origen a fin de sortear la pobreza (Grammont, 2010).
En el mismo orden de ideas, Sánchez (2003) afirma que debemos pensar la migración –indígena– en México vinculada al desarrollo y reestructuración de los mercados de trabajo rural, los cuales se caracterizan por realizarse en familia, con regímenes de trabajo intensivo, bajos salarios, sin protección legal ni servicios sociales. Lo anterior lleva a la autora a pensar que los trabajadores agrícolas, en especial los migrantes estacionales, son el sector más desfavorecido del sistema.
En suma, las políticas de ajuste al campo mexicano abatieron la economía campesina en favor de un modelo neoliberal y, sobre todo, incrementaron los flujos migratorios hacia la Unión Americana o hacia ciertas zonas agrícolas y productivas del país. En consecuencia, provocaron una precariedad del trabajo jornalero agrícola, lo que generó un contexto de exclusión y vulnerabilidad social para muchas familias que dependían del cultivo de la tierra para subsistir.
Podríamos decir, a riesgo de simplificar, que la vulnerabilidad social representa un concepto que se ha incorporado recientemente como categoría analítica dentro de los estudios de movilidad espacial; no obstante, constituye un recurso teórico que puede acercarnos a comprender la realidad de las niñas y los niños jornaleros agrícolas migrantes. Por tanto, creemos pertinente detenernos un momento en su discusión en los párrafos siguientes.
Vulnerabilidad
La vulnerabilidad representa para Feito (2007) un concepto con múltiples significados que pueden aplicarse en ámbitos diversos. Por un lado, la vulnerabilidad antropológica “hace referencia a la posibilidad del daño, a la finitud y a la condición mortal del ser humano” (Feito, 2007, p. 7) y, sobre todo, muestra la susceptibilidad que tenemos todos a sufrir daños físicos, morales o emocionales, y de encontrarnos sin control ante una situación dada.
Por otra parte, la autora observa una dimensión social de este concepto, cuya definición es la que nos interesa en este trabajo: la vulnerabilidad social se encuentra vinculada a las condiciones de una población o individuo y a las del medio donde se desarrolla, “deriva de la pertenencia a un grupo, género, localidad, medio, condición socioeconómica, cultural o ambiente” (Feito, 2007, p. 8). Lo anterior dirige la mirada hacia aquellas personas que estén más propensas a experimentar “mayores riesgos, a situaciones de falta de poder o control, a la imposibilidad de cambiar sus circunstancias, y por tanto, a la desprotección” (Feito, 2007, p. 11).
Filgueira (2001) retoma a Moser para advertir la injerencia que tienen los individuos en la estructura social y advierte la manera en que estos se enfrentan a condiciones o situaciones adversas. Pese a ello, Filgueira propone observar la vulnerabilidad social como “resultado de la relación entre la disponibilidad y capacidad de movilización de activos, expresada como atributos individuales o de los hogares, y la estructura de oportunidades, expresada en términos estructurales” (2001, p. 8), lo cual permite hacer un análisis de lo particular sin perder de vista el contexto social más global en que se sitúa.
Ahora bien, para el autor los activos representan los recursos materiales y simbólicos que poseen, controlan o movilizan los individuos dentro de la sociedad; son los recursos como el capital financiero, social o físico, la participación en redes, el nivel educativo, la experiencia laboral, y la composición y atributos de la familia; por ello, para este caso, el nivel de ingresos, aun relevante, no es lo único que determina el bienestar de una familia o individuo (Filgueira, 2001).
Consecuentemente, resulta preciso observar el contexto socioeconómico en que se ubica un determinado grupo social vulnerable, en el cual destacan el acceso que tienen a servicios educativos y de salud, las características del mercado de trabajo local y de su medio, la etapa del ciclo vital en que se encuentra la familia y el tipo de relaciones que se establecen dentro de esta misma; esto, a fin de aclarar la estructura de oportunidades de la que se valen, dentro de la cual se movilizan los activos antes referidos (Bayón y Mier, 2010).
En este contexto, resulta oportuno reconocer la importancia que puede tener la relación entre movilidad espacial y vulnerabilidad social. Petit (2003) señala que las migraciones significan una crisis para la familia que la vive, pues la llegada a un nuevo medio, usualmente desconocido, puede ser hostil con el que recién llega, ya que deja al migrante sin el capital social que tenía en su lugar de origen. En efecto, para dicho autor las migraciones muestran
las contradicciones y el grado desigual de desarrollo de las sociedades que viven en el continente [latinoamericano], desnudando las dificultades de miles de ciudadanos para lograr una vida acorde a sus expectativas en el lugar donde nacieron y crecieron. Por otro lado, implican una constelación de nuevos problemas sociales, legales y culturales, para los que buena parte de las políticas públicas tradicionales no estaba preparada (Petit, 2003, p. 5).
Para el caso de la migración de menores en México, Valdez (2011) cuestiona “el rol del sistema político, económico y social en el que están inmersos” (p. 12). Asimismo, pone a debate la falta de políticas públicas en pro del menor, que convierte a este grupo en el más vulnerable dentro del proceso migratorio.
Ahora bien, en cuanto a los niños migrantes y jornaleros, Glockner (2006) observa que la existencia y persistencia de su trabajo en el mercado laboral agrícola actual responde a “estrategias de movilización y explotación de la mano de obra indígena y campesina que se sirven de la precarización y flexibilización de las estrategias tradicionales de vida y de supervivencia” (p. 6), lo que permite a las empresas (principalmente transnacionales) maximizar sus ganancias y reducir los costos que implica la contratación de la fuerza de trabajo.
La misma autora afirma que el trabajo de los niños en los campos agrícolas comerciales ha cobrado gran relevancia y ocupa un papel central dentro de las familias para responder a las condiciones cada vez más exigentes, precarias, móviles y temporales de un mercado agrícola que normaliza e invisibiliza el problema del trabajo infantil, al reproducir un marco de explotación y vulneración de sus condiciones de vida.
Quizás una variable importante que contribuye a la vulnerabilidad social de los niños jornaleros agrícolas migrantes es el factor de la educación, pues muchas veces, al dejar temporal o permanentemente la escuela para migrar y trabajar, sus posibilidades de movilidad social se ven reducidas, lo que contribuye a su precarización laboral y reproducción de sus condiciones de vida. Con esto en mente, creemos oportuno presentar un estudio de caso que desvele la relación que yace entre migración, trabajo infantil, educación y vulnerabilidad.
El caso de la finca Las Hormigas
Un ejemplo de la trascendencia de la relación entre vulnerabilidad, migración, educación y trabajo infantil puede observarse en la cosecha de café en la finca Las Hormigas, ubicada en la Sierra Norte de Puebla, importante región productora de café en México (Café de México, 2016), en donde el trabajo de niños y niñas ha cobrado amplia relevancia, pues en la mayoría de los casos su labor representa una parte significativa del ingreso económico de sus familias. No obstante, esto repercute de manera directa en sus condiciones de vida, que, enmarcadas en la inestabilidad y precariedad económica, reducen cada vez más las “posibilidades [que tienen] para imaginar o construir un futuro distinto” (Glockner, 2010, p. 14).
Ahora bien, dentro de la finca Las Hormigas y sus alrededores es posible situar a decenas de familias que venden su fuerza de trabajo a las empresas y fincas productoras de café de la Sierra Norte de Puebla. Adviértase que estas suelen llevar consigo a sus hijos pequeños, quienes a menudo se incorporan a las jornadas de trabajo de los campos de cultivo. En ocasiones, estos menores dejan la escuela para acompañar a sus padres. Otros más nunca han recibido educación escolar, o bien, aprovechan las vacaciones escolares (diciembre) para asistir al corte sin dejar de largo sus estudios.
Hay que señalar que algunas familias llevan solo a uno de sus hijos o hijas; otras más, entre dos y siete. No obstante, hay casos en los que niños o niñas mayores de once años suelen asistir al corte de café sin sus padres, pero bajo el cuidado de parientes o paisanos con el objeto de asirse de recursos para satisfacer sus necesidades. Por ejemplificar, tenemos el caso de Paco, quien relata lo siguiente:
Ya me quedo aquí [en la finca Las Hormigas] hace año y medio. Quería trabajar. Yo no fui a la escuela, decidí trabajar. A los 12 vine con su tío de mi amigo y [otros] amigos. Me pareció bien porque ganaba un poco de dinero. La quincena $600, $700 pesos [porque] no podía cortar muy bien. Nunca había visto dinero así. La gente viene a la finca porque quiere trabajar, necesitan también dinero (entrevista a Paco, dieciséis años, 17 de junio de 2016).
Con esto en mente, retomamos a Rojas (2011a), quien advierte la complejidad y diversidad de este campo laboral, así como de las condiciones de exclusión social que sufren los niños trabajadores. Con base en sus elaboraciones, podemos señalar que las condiciones laborales de estos sujetos se hallan en un contexto de vulnerabilidad y exclusión social, ya sea por el tipo de relaciones laborales o por la migración y su limitado acceso a la educación. Sobre este último punto, daremos cuenta en páginas siguientes.
La Sierra Norte de Puebla es una de las principales regiones productoras de café en México, por lo cual diversos actores se hallan insertos en esta actividad agrícola (Café de México, 2016). Ahora bien, la finca Las Hormigas, ubicada en el municipio de Jopala, representa una de las más importantes de la zona. Conviene aclarar que, desde la década de los noventa, dicha empresa ha estado en manos de una familia de alemanes; cuenta con cerca de dos mil hectáreas, de las cuales la mitad de ellas están ocupadas por plantaciones de café, que pese a su baja producción (en los últimos doce años), constituye una de las empresas que más produce en la región; su comercialización (interna e internacional) se efectúa a través de Exportadora de Café California, empresa que reporta contar en México con “una cuota de mercado de alrededor del 15%” (s.f.). En consecuencia, Las Hormigas precisa de una gran cantidad de trabajadores; por ejemplificar, tenemos que en el último periodo de corte de café (octubre 2016-febrero 2017) requirió poco más de cuatrocientos jornaleros.
Vale decir que estos números no representan la totalidad de trabajadores, pues comúnmente solo se registra el nombre del padre o la cabeza de familia, o bien, de aquella persona responsable del grupo de parientes. Sin embargo, también se hallan en la lista de trabajadores los jornaleros mayores de once años que son asalariados independientes. En su totalidad, la población de jornaleros comprende tanto a niñas, niños, jóvenes y adultos, quienes suelen caracterizarse por una serie de rasgos, prerrogativas y condiciones laborales diferenciadas, acordes con su edad, adscripción étnica, lugar de origen y temporalidad laboral.
Hay que advertir que, debido a la complejidad de los rasgos que poseen dichos jornaleros agrícolas, creemos conveniente proponer una clasificación de ellos, que supone la existencia de dos categorías analíticas: trabajadores “de comedor” (migrantes) y trabajadores “libres” (no migrantes o migrantes asentados). Los trabajadores “de comedor” llegan de poblaciones más lejanas y su traslado diario se dificulta; por tanto, viven y pernoctan en las galeras de la finca durante periodos indefinidos; hacen uso de servicios como baños, lavaderos, cuartos; además, reciben tres alimentos diarios, cuyo costo es descontado del salario total que perciben.
Podemos ubicar este tipo de movilidad como una migración regional-temporal, ya que migran del campo al campo, y efectúan desplazamientos hacia centros de atracción de mano de obra; es el caso de la Sierra Norte de Puebla, pues se ofrecen empleos temporales que les permiten mantener los vínculos con su lugar de origen.
Este grupo suele trasladarse a la finca de acuerdo con el ciclo agrícola del café, o bien, de la siembra de maíz. El ciclo agrícola del café se organiza en dos etapas centrales: la temporada de mantenimiento (marzo a octubre), en la cual se contrata a una cantidad limitada de trabajadores (siempre mayores de catorce años), a quienes se les paga un salario de 110 pesos por día, y la temporada de cosecha o corte (octubre a marzo), en la cual los jornaleros trabajan para recolectar la mayor cantidad de café, pues su salario depende de los kilos recolectados. Cabe señalar que, en la última temporada de corte (2016-2017), la finca pagó a los trabajadores “de comedor” 2.20 pesos por cada kilo de café cortado.
Convendría mencionar que algunos jornaleros suelen regresar a sus pueblos cada quince días; otros más permanecen en la finca hasta que termine el corte de café; estos se marchan cuando decae la oferta de trabajo o cuando encuentran empleo en su lugar de origen o en otra locación (generalmente en la Ciudad de México). Dicha relación laboral nos conduce a interpretar la vulnerabilidad social de estos jornaleros con base en la noción de “migración justo a tiempo” (Hernández citado en Glockner, 2010), pues estos responden a las demandas de fuerza de trabajo de las empresas agrícolas de acuerdo con los tiempos de producción, lo que transforma el campo laboral en uno más precario, móvil y temporal.
Sumado a lo anterior, hallamos que la vulnerabilidad social dentro del contexto de la migración va en aumento (Petit, 2003); los sujetos enfrentan un nuevo espacio ciertamente hostil y desconocido que puede propiciar escenarios y prácticas de discriminación y exclusión social, acentuadas sobre todo al pertenecer a alguna etnia y al uso de lenguas distintas al español, como es el caso de los indígenas totonacos.
A diferencia de los jornaleros “de comedor”, los “libres” residen en poblados cercanos a la finca, desde donde se trasladan (caminando o en camiones de carga pertenecientes a la finca) todos los días en lapsos en general menores de una hora. Además de este tipo de trabajadores, hallamos a aquellos jornaleros que llevan más de seis años viviendo en las galeras (anteriormente abandonadas y acondicionadas por los migrantes) dentro de la finca, los cuales también entran dentro de esta categoría.
Tanto los niños de familias migrantes como no migrantes participan en el trabajo agrícola de la finca, pues dados los bajos salarios que se perciben en esta labor, es preciso ocupar la fuerza de trabajo de la mayoría, si no es que de todos los integrantes de la familia para poder subsistir; esto se traduce en el abandono de la educación por parte de los niños, niñas y jóvenes. De hecho, dado el alto grado de movilidad de los migrantes al interior del país, los tiempos para asistir a la escuela se ven reducidos, lo que resulta en una cifra de al menos entre cuatrocientos mil y setecientos mil niños y niñas jornaleros migrantes de diez a catorce años de edad que presentan rezago educativo en México, debido a su incapacidad de asistir y permanecer en una escuela (Rojas, 2011b).
Es importante apuntar que, si bien muchas veces las niñas y los niños (sobre todo los más pequeños) asisten al corte de café porque la totalidad de su familia migra, también hallamos a aquellos niños, niñas y jóvenes que, por su propia decisión, migran y trabajan junto con sus familiares o amigos. Además, hay ocasiones en que la intención de atender el corte de café encierra el abandono escolar; no obstante, en otras, tan solo representa una decisión temporal durante cierto periodo vacacional del calendario escolar. Para ejemplificar lo anterior, presentamos una serie de observaciones y comentarios de los niños y niñas jornaleros agrícolas:
El joven Pedro comenta que él y sus dos hermanos (de 12 y 17 años) deciden migrar a la finca cuando empieza el periodo vacacional en la escuela: “¡Vamos a cortar!, ¿qué vamos a hacer aquí?... Allá [en el pueblo] no hay trabajo” (Pedro, 15 años, oriundo de Filomeno Mata, entrevista realizada en la finca Las Hormigas, 30 de diciembre de 2016).
Por su parte, Lorena decidió asistir al corte de café con su papá al dejar la escuela: “Es la primera vez que vengo. Le ayudo a mi papá, le dije que me trajera. Rápido se corta si sabes cortar café, [pero] despacio yo corto” (Lorena, 12 años, oriunda de Mecatlán, entrevista realizada en la finca Las Hormigas, 5 de enero de 2017).
En 2015, Josefina tenía 12 años, quien bajo la opción de quedarse al cuidado de sus abuelos en su pueblo de origen, prefirió venir a cortar café con toda su familia (padres y dos hermanas). En 2016, con un año más de edad, Josefina vino al corte con su hermana y su cuñado, y por primera vez recibió su propio dinero (una parte del salario de sus parientes). Ella menciona: “Me gusta venir a cortar porque aquí nadie me regaña. Los maestros sí regañan” (Josefina, 13 años, oriunda de San Andrés Buena Vista, entrevista realizada en la finca Las Hormigas, 29 de diciembre de 2016).
En ocasiones, los niños y niñas se divierten mientras cortan café, pero otras veces manifiestan su fastidio y desgano frente a esta situación, y se convierten frecuentemente en sujetos de reprimendas por parte de sus padres o familiares por distraerse y jugar en vez de dedicarse por completo al corte de café. Como ejemplo, tenemos los siguientes relatos:
Primer relato: Una tarde lluviosa dentro de la escuelita Josué (9 años) exclamó: “¡Que llueva diosito, por favor que llueva! ¡No quiero ir a cortar!, porque así el corte de café se suspenderá hasta que el clima mejore” (observación de campo en la finca Las hormigas, 29 de diciembre de 2015).
Segundo relato: A la mitad de la jornada laboral bajo un sol potente que cubría los cafetales, Jesús (13 años) manifestó cansado: “Ya no quiero cortar ¡odio el sol! ¡Es bien burro!” (observación de campo en la finca Las Hormigas, 22 de diciembre de 2016).
Tercer relato: Mario y Jesús sin ganas de cortar café, se sentaron a descansar, más tarde optaron por ir a cortar naranjas y observar insectos. Frente a tal situación, su papá no tardó en reclamarles que ya se pusieran a cortar café: “No vienen a jugar, vienen a cortar”. Como resultado de lo anterior, ambos obedecieron a su padre por un momento, sin embargo, pronto regresaron a jugar en silencio, sin que su papá se diera cuenta de ello (observación de campo en la finca Las Hormigas, 22 de diciembre de 2016).
Frente a los relatos precedentes, encontramos que la percepción que tienen las familias jornaleras sobre el trabajo que realizan los niños y las niñas (durante el corte de café) es ambigua. Por tanto, para algunos el corte de café no es considerado una labor exclusiva de los adultos, sino una actividad en la que pueden y deben participar todos sus miembros. Por el contrario, don José nos explica sobre aquellas labores que puede y no puede realizar su hijo de trece años:
Este chico todavía no puede trabajar. Si me lo llevo a trabajar lo ajeno [como peón] es trabajo duro. Aquí [durante el mantenimiento en la finca], hay que chapear, herbizar, abonar, y todavía está chico. Cortar café si se puede, pero ya por día no. Hay que cargar bultos del abono, la bomba, y ahorita no aguanta. Ya después sí, de unos 16 años yo creo (José, jornalero agrícola oriundo de Chiconcuautla, entrevista realizada en la finca Las Hormigas, 31 de diciembre de 2015).
Ciertamente, el trabajo jornalero agrícola de los menores se ha naturalizado tanto por las mismas familias como por las empresas agrícolas e instituciones gubernamentales. Lo anterior, bajo un discurso que lo justifica con argumentos relacionados con la necesidad de subsistencia de la familia y con el “trabajo socializador” o “tradicional” que muchas veces realizan en sus comunidades. En este sentido, Jorge, coordinador del Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas, nos explica:
Por tradición [...] se llevan a los niños, los sacan de la escuela, pierden el ciclo escolar porque al niño no lo quieren dejar solo, o no hay con quien dejarlo, y [...] por no dejarlo solo y para que no ande de ocioso, pues se lo llevan al campo, pero no es porque lo obliguen a trabajar. Sin embargo, todos tenemos la idea de que cuando ves a un niño en el campo lo estas poniendo a trabajar y lo estas explotando, y no es eso, entonces es algo que a lo mejor nosotros como ciudadanos no hemos entendido: la interculturalidad que tiene la gente, [...] respetar sus tradiciones, su lengua también materna porque todos ellos hablan la mayoría náhuatl, si no totonaco, o alguna lengua de esas que ellos siguen conservando, y eso los hace que ellos vayan por su origen, lo único que buscan es alimentarse y sobrevivir (entrevista a Jorge, Puebla, 15 de mayo de 2015).
Es preciso apuntar que, si bien la familia jornalera recurre a estrategias de subsistencia como el trabajo de las niñas y los niños, nos encontramos frente a un problema sumamente complejo que suele ser minimizado. Al focalizar solo la necesidad de subsistencia de los jornaleros agrícolas, el problema que envuelve a la infancia migrante permanece bajo un velo que lo naturaliza e invisibiliza a través de diversas instancias gubernamentales, empresas agroindustriales e incluso los mismos jornaleros agrícolas.
Lo anterior representa una ventaja para las empresas, pues la organización del trabajo se ve simplificada al conformarse en “unidades productivas jornaleras” (Sánchez, citado en Glockner, 2010), en las cuales “el trabajo de los niños, e incluso su simple presencia en los campos agrícolas, juega un papel fundamental en la capacidad que la familia tendrá para responder a la creciente pauperización de las condiciones de vida y de trabajo en el mercado agrícola” (Glockner, 2010, p. 4). Este contexto es el resultado de las políticas de ajuste neoliberales de la década de 1980 (Prud’homme, 1995), pues el Estado ha perdido su función reguladora del mercado laboral y de los procesos productivos, al supeditar esta responsabilidad a los intereses de las empresas agroexportadoras, lo cual ha provocado condiciones laborales más precarias y flexibles.
Como fruto de lo anterior, observamos la relevancia que ha cobrado el trabajo de los niños y las niñas jornaleros agrícolas que están en edad escolar. En efecto, debido a su creciente demanda, el Estado se ha visto en la necesidad de buscar algunas alternativas que impidan que estos abandonen su educación. No obstante, la realidad es que aún con más de treinta años de investigación y la implementación de diversos programas educativos por parte de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y el Consejo Nacional de Fomento Educativo, este complejo problema está lejos de ser resuelto, pues no se ha logrado atender el total de la demanda potencial educativa, además de que se observa un alto índice de deserción, asistencia irregular y reprobación escolar (Rojas, 2011a). Al respecto,
la Secretaría de Educación Pública (SEP) estima que existen entre 279 y 326 mil NNA [Niños, Niñas y Adolescentes] migrantes agrícolas en edad de cursar la educación básica, lo que significa que 1 de cada cien niños mexicanos pertenecen a este grupo y, por tanto, tiene una alta posibilidad de estar fuera del sistema educativo. [Por otra parte, la UAN] estima que sólo entre 14 y 17% de NNA de familias jornaleras agrícolas migrantes asisten a la escuela, lo que sin duda refleja las limitaciones que enfrentan para acceder a la educación (INEE, 2016, p. 8).
En este sentido, nuestras observaciones durante el trabajo de campo nos han permitido escuchar diversas experiencias de niñas y niños jornaleros agrícolas migrantes sobre la educación; destacan algunas experiencias positivas y negativas en torno a la educación en sus pueblos de origen. Por un lado, la escuela, lejos de ser gratuita, representa gastos incosteables para las familias, lo que obstaculiza el acceso a la educación. Por otra parte, los maltratos por parte de los profesores y la baja calidad de la educación impartida desalientan y repelen a los estudiantes del proceso educativo. Los siguientes comentarios dan cuenta de ello:
La escuela es bonita, [los maestros] son buenos, hacíamos a veces divisiones y restas y multiplicaciones. [...] Hasta sexto [de primaria] hice nada más, ya no seguí porque mis papás tuvieron problemas, se separaron (Lorena, 12 años, oriunda de Mecatlán, entrevista realizada en finca Las Hormigas, 5 de enero de 2017).
Allá en mi pueblo no enseñan bien. Hay una maestra que es de Tlamaya Chica [un pueblo cercano] y le enseña a los niños que no saben leer bien. Me enseña a mí, a mi primo Fredy, planas, a hacer cuentas, dibujar (Josefina, 12 años, oriunda de San Andrés Buena Vista, entrevista realizada en finca Las Hormigas, 31 de diciembre de 2015).
Los maestros son culeros, piden y piden cooperación (Jesús, 13 años, oriundo de Filomeno Mata, entrevista realizada en finca Las Hormigas, 21 de diciembre de 2016).
Los maestros eran bien borrachos, te pegaban en tus manos con la regla, por eso no aguanté. Hasta segundo [de primaria] me quedé (Yeni, 16 años, oriunda de Mecatlán, entrevista realizada en finca Las Hormigas, 5 de enero de 2017).
El otro año reprobé dos materias de computación y me pidieron $200 y no pagué [...] Casi no se me pega nada. Todo lo que sé, [lo] aprendí yo solito. Ahorita ya reprobé tres [materias], debo $300 pesos. No voy a pagar. Si repruebo mucho, no paso [al siguiente año]. [Además], piden muchas cosas en la escuela (Pedro, 15 años, oriundo de Filomeno Mata, entrevista realizada en finca Las Hormigas, 4 de enero de 2017).
Ahora bien, dentro de la finca Las Hormigas, encontramos que, desde 2014, ha operado el PIEE sobre la base que dejó el Programa de Educación Básica para Niñas y Niños de Familias Jornaleras Agrícolas Migrantes (PRONIM), pues este último durante unos diez años buscó atender al grupo de niños y niñas de la finca. A decir verdad, el PRONIM –impulsado por la SEP– se consolidó en 2002 al funcionar en 25 entidades federativas, con el objetivo de “contribuir a superar la marginación y el rezago educativo nacional de las niñas y niños en contexto o situación de migración atendidos en educación básica” ofreciendo una educación de calidad con enfoque a la diversidad social y cultural, mediante propuestas pedagógicas y curriculares que permitieran “atender la interculturalidad en el aula, la organización y metodología multigrado y la perspectiva de derechos humanos y de género” (Gobierno del Estado de Veracruz y Secretaría de Educación de Veracruz, 2011)
Este programa dejó de operar por sí solo en 2014, año en que fue creado el PIEE, mediante la fusión de diversos programas –entre ellos, el PRONIM– de los niveles educativos básico, medio y superior, en busca de una “inclusión educativa”, es decir, “un mayor acceso educativo pero con una educación de calidad sin discriminación alguna, considerando a los niños y niñas con discapacidad, poblaciones indígenas, poblaciones rurales, migrantes o estudiantes que han abandonado el sistema educativo” (Semblanza del PIEE, 15 de julio de 2016).
No obstante, esta integración de programas educativos no hace visibles las necesidades educativas de cada uno de ellos, además de reducir el presupuesto que era destinado a cada uno de los programas: “En 2014 el PIEE, en su conjunto, recibió 58.5% menos recursos que la suma del presupuesto aprobado para los siete programas en 2013” (INEE, 2016, p. 9).
Ahora bien, abordando la manera en que estos programas han operado en la finca Las Hormigas, hallamos que tanto niñas y niños jornaleros como padres de familia aprecian y valoran la educación ahí impartida. En más de una ocasión, los pequeños, al confundirnos con promotores del PIEE, nos expresaron su motivación por aprender: “¿Ya van a abrir la escuelita?”, “¿Nos vas a enseñar a leer?”, “¡Enséñanos cuentas!”.
Al preguntarle a Josefina (doce años) qué pensaba de “la escuelita” (entendida como este espacio educativo donde opera el PIEE dentro de la finca Las Hormigas), ella respondió: “¡Ah, pues está muy bien! porque la maestra no nos regaña y nos deja hacer cosas, enseña cuentas, que dibuje mi pueblo, florecitas”. Es más, la asistencia a este espacio del PIEE en la finca se convierte en la única oportunidad de muchos niños de recibir atención educativa y obtener conocimientos básicos de lectoescritura u operaciones matemáticas básicas.
No obstante, nuestra investigación confirma los hallazgos de diversos autores sobre las deficiencias y los obstáculos que ha presentado el PRONIM en otras geografías (Ocampo y Peña, 2013; Rojas, 2011a, 2011b; Leal, 2011). Además, sus problemáticas fueron heredadas y acentuadas en el actual PIEE, en particular aquellas relacionadas con el espacio, el tiempo, la disposición de la empresa privada en que opera el programa, los contenidos curriculares, las estrategias multigrado e interculturales, los promotores con los que opera y el rezago educativo de los menores.
Estos y otros factores han contribuido a que los objetivos del programa no se cumplan, lo que dificulta el alcance de la equidad educativa y, por ende, la posibilidad de sortear la marginación y exclusión social de las niñas y los niños jornaleros. De hecho, en la mayoría de los casos, estos y sus familias transitan un ciclo en el que se reproduce la pobreza y la vulnerabilidad social, lo cual entorpece su movilidad social.
En la actualidad, el PIEE retomó del PRONIM el esquema laboral denominado “ciclo escolar agrícola”, es decir, un periodo de atención educativa no normativa que sirve como herramienta para facilitar la planeación y operación de los servicios educativos, acorde con la región y los ciclos agrícolas de los centros de trabajo (Leal, 2011). En el caso que nos atañe, este corresponde a la temporada de cosecha de café (octubre-marzo), lapso en el cual los pequeños migran con sus familias a la finca Las Hormigas.
Es interesante notar que durante los últimos años, el PRONIM ha recurrido al uso de “aulas móviles” como espacios educativos, es decir, una especie de remolques que son ubicados en los estacionamientos, al exterior de las galeras de cada una de las tres secciones de la finca. Adviértase que el espacio que ostenta cada una de estas es reducido, con la posibilidad de albergar a no más de diez niños, lo cual resulta una contradicción, pues durante la temporada de corte es cuando más familias y sus hijos e hijas migran, lo que rebasa en muchas ocasiones la cantidad de treinta niños jornaleros.
Asimismo, estos últimos no asisten al aula móvil durante la mañana, sino que acompañan a sus familias durante la jornada laboral; una vez de vuelta (cuatro o cinco de la tarde), asisten a las clases –cuyas jornadas finalizan entre nueve y diez de la noche–. Lo anterior muestra uno de los varios problemas que abraza el programa, pues el desempeño de los pequeños no es el mismo después de la jornada laboral.
Por si fuera poco, el hecho de que el programa atienda a las niñas y los niños durante la tarde con el entendido de que estos cumplen una jornada laboral matutina, muestra cómo los promotores y los funcionarios del gobierno han naturalizado el trabajo que realizan los pequeños junto con sus familias en esta empresa agrícola. Prueba de ello es el hecho de que algunos promotores registran a las niñas y los niños que atienden como no trabajadores en la base de datos del programa, lo que hace invisible la vulnerabilidad social que sufren los pequeños jornaleros, ya sea en materia de sus relaciones laborales, o bien, en la precarización y explotación que padecen a lo largo de su jornada.
Aún más, vemos la sutileza con la cual las agroindustrias e instituciones gubernamentales asumen este discurso que equipara el trabajo socializador de los niños al productivo, cuando la labor que se realiza en las fincas implica la extracción sistemática de plusvalía de su trabajo (García, 2010), del cual las empresas agroindustriales obtienen ganancias y reducen costos de producción. Incluso, la valoración que hacen las mismas familias jornaleras sobre el trabajo de los niños contribuye a que el problema permanezca bajo un velo que lo neutraliza, al considerarse únicamente como una “ayuda” su labor en el corte de café o el cuidado de sus hermanos y hermanas menores mientras sus padres trabajan.
Otro de los aspectos que revela las vicisitudes del programa es que el material y los recursos con los que se trabaja en el aula móvil deben ser solicitados por el promotor en turno a la coordinación estatal del programa. Dicha petición debe pasar tanto por la coordinación nacional como por la SEP, cuya respuesta y abasto está supeditado al criterio de los funcionarios correspondientes. Lo anterior se sustenta en los relatos de varios de nuestros interlocutores, quienes expresan que esta estructura complica la situación, pues muchas veces el material llega tarde, incompleto o simplemente nunca llega, lo cual entorpece las actividades académicas del programa.
Hay que señalar que este material es solicitado en función del número de alumnos registrados, es decir, de niños inscritos por sus padres con base en el acta de nacimiento o la Clave Única de Registro de Población (CURP) del infante. El problema radica en que los alumnos inscritos no representan el total de los que son atendidos por el programa, porque no todos los padres portan consigo los papeles de sus hijos debido a su condición de movilidad espacial. Por tanto, el material enviado a la finca Las Hormigas resulta insuficiente, además de que en muchas ocasiones son los promotores quienes terminan sufragando el costo de este:
Muchas veces [...] los niños vienen [a la finca] sin documento, o vienen solos; ha habido casos que na’mas se vienen con un primo, con un tío, cuando ya son de 12 años [...]. Entonces no saben [en] qué fecha nacieron, [en] qué lugar nacieron. Esos niños se les podrían decir niños fantasmas, porque no los puedes subir a la base [de datos] de la SEP. Y digamos que por la estadística que se sube, los niños que si logran entrar, pues a veces no mandan material. Pero, si tuviéramos más que todos esos niños fantasmas, si les pudiéramos meter en la estadística, llegaría más material. Ahorita, este año sí nos dieron material, pero hay ocasiones en que [...] nosotros de nuestro sueldo tenemos que comprar las hojas, lápices, borradores. Es una deficiencia del programa (entrevista a Carmen, promotora del PIEE en la finca Las Hormigas, 9 de diciembre de 2015).
Por otra parte, los promotores educativos del programa son becarios estudiantes de universidades pedagógicas interculturales, quienes a menudo no cuentan con todos los insumos o con el perfil requerido para desarrollar sus actividades a plenitud. Como ejemplo tenemos el caso de Carmen, promotora responsable de una de las aulas móviles de la finca, cuya labor docente se le dificulta, ya que, a pesar de su conocimiento del náhuatl, no puede comunicarse directamente con los pequeños que solo hablan totonaco y lo hace con la ayuda de algún niño o niña bilingüe que traduce.
Sumado a lo anterior, en ocasiones, los maestros suelen abandonar sus labores, pues sus condiciones son similares a los de los jornaleros agrícolas (comida, vivienda, forma de transporte, entre otros), lo cual trae consigo el desánimo de los promotores.
Otro de los grandes problemas que enfrentan los maestros del PRONIM es la ausencia de niños y niñas en las aulas móviles, que se traduce en el absentismo de los maestros. Lo anterior nos muestra no solo la incapacidad del programa de allegarse de alumnos, sino también la deficiente distribución y organización del personal frente a las necesidades reales de la finca. Por si fuera poco, muchas veces, los promotores solo se incorporan al programa a fin de cumplir con los requerimientos que pide la Universidad Pedagógica Nacional para inscribirse en alguna de sus licenciaturas.
Por lo anterior, podemos deducir que muchos de los docentes no están suficientemente capacitados para manejar la complejidad del problema que abraza el programa. Hay que matizar, no obstante, que no deseamos desacreditar la ardua labor que algunos de ellos realizan dentro del mencionado programa, como la labor de la maestra Carmen, quien expresa la dificultad que enfrenta al dar clases a niños con conocimientos diferentes, resultado de los distintos grados de estudio en los que se encuentran cada uno de ellos en sus comunidades de origen.
Pese a ello, Carmen intenta crear estrategias multigrado e interculturales a fin de desarrollar una serie de habilidades y conocimientos generales (competencias), situación nada sencilla de sortear, pues un solo docente debe conducir un sinfín de actividades con varios niños y niñas que hablan distintas lenguas indígenas (en nuestro caso, español, náhuatl y totonaco). Aún más, podríamos agregar que la enseñanza dentro del aula móvil se vuelve más compleja para el docente debido a que no existe una homogeneidad entre los menores porque muchos de ellos son estudiantes regulares o irregulares; abandonaron sus estudios; son analfabetas; presentan algún tipo de rezagado educativo; deficiencias en la educación de sus escuelas de origen; las condiciones particulares de vida, entre otros aspectos.
Observado en su totalidad, hallamos una serie de desigualdades en cuanto al acceso a la educación de las niñas y los niños jornaleros, en las que cada pequeño representa un caso particular de atención para desarrollar con mayor plenitud las competencias educativas que se requieren. A través del PIEE, se busca cubrir un currículo acorde con el grado escolar de cada niño y niña que se atiende; no obstante, esto se dificulta dadas las condiciones señaladas. En consecuencia, los objetivos del programa se ven reducidos a enseñar o reforzar la lectura y escritura y el pensamiento lógico matemático básico, conocimientos de los que ninguna niña, niño o joven debería prescindir. Para ejemplificar esto, dos promotores del PIEE nos relatan una de sus experiencias en la finca Las Hormigas:
Francisco: Hace dos años estuve aquí. Mi experiencia exitosa era sacar a los alumnos leyendo, en cuanto estos alumnos no sabían nada. Uno tenía 12 años, y el otro 7 u 8 años, y no sabían nada de leer, y entonces en el tiempo que yo estuve aquí, logré que esos niños salieran leyendo. Y ahorita me comentan que esos niños ya están en una escuela, que ya andan en el DF (Distrito Federal) con su mamá. Es una satisfacción que dices: ¡qué bien! ¡Logré algo! (entrevista realizada en la finca Las Hormigas, 9 de diciembre de 2015).
Camen: [Este niño] nunca había ido a una escuela regular, siempre estudiaba aquí de octubre a marzo. Con sus papás estaba aquí, aprovechaba cuando venían los maestros, y lo mandaron a una escuela regular, y le pedían esos documentos [constancias que otorga el PIEE para validar la educación recibida en la finca cafetalera], y logró entrar a una escuela regular (entrevista realizada en la finca Las Hormigas, 9 de diciembre de 2015).
En contraste, nos encontramos con otro relato de Carmen, quien da cuenta de la deserción escolar:
Carmen: En ocasiones, [los padres de familia] sacan a los niños [de la escuela] para que se vengan a cortar el café. La mayoría de las familias, lo traen [al niño o niña] para que los ayude. En otros casos [...] porque [...] vienen y traen varios niños.
Entonces se los traen [a] los más grandes para que cuiden a los más pequeños. Y ya de ahí, [cuando] se acaba el corte de café, ya no los vuelven a inscribir. Y así los van dejando, año tras año, y así mejor lo sacan de plano de la escuela (entrevista a promotores del PIEE, finca Las Hormigas, 9 de diciembre de 2015).
Conclusiones
Las políticas neoliberales de ajuste estructural que insertaron a México en el mercado internacional (1980) impactaron a la sociedad de múltiples formas. En el caso del campo mexicano, estas impulsaron un proceso de pauperización de la economía y de las formas de vida “tradicional” de las unidades domésticas campesinas. Lo anterior llevó a esta población a buscar nuevos modos de subsistencia; destaca un incremento de la migración interna e internacional, tanto permanente como temporal, caracterizada por periodos de corta y larga duración, que, debido a la falta de empleo en la ciudad, se dirigió al sector industrializado del campo.
Ciertamente, estas políticas llevaron a mujeres y a niñas y niños a formar parte de un mercado laboral precario, flexible e insuficiente, y a la población rural a incorporarse a una dinámica de pluriactividad por las condiciones propias del contexto mexicano (Prud’homme, 1995; Grammont, 2010).
A decir verdad, dicho contexto propició la vulnerabilidad social entre las niñas y los niños jornaleros agrícolas migrantes, entendida como la condición de ser susceptible a sufrir algún daño y a la violación de sus derechos humanos y laborales. Este estado de susceptibilidad suele estar relacionado con factores como la pertenencia a cierto grupo social, género, lugar de nacimiento y residencia, medio cultural y ambiental, condición socioeconómica, adscripción étnica, etcétera. En efecto, dichos factores repercuten en las maneras en que los individuos se desenvuelven en la sociedad a partir de los activos o recursos (materiales y simbólicos) que poseen: a una menor movilidad de activos corresponde un grado mayor de vulnerabilidad social (Feito, 2007; Filgueira, 2011).
Así pues, las niñas y los niños jornaleros agrícolas migrantes viven en un contexto de vulnerabilidad latente, atravesada por factores como la migración, el trabajo y una deficiente educación, cuya articulación contribuyen a la reproducción de su condición de pobreza, lo que dificulta su movilidad social.
En un medio laboral como el del corte de café en una finca agroindustrializada, las niñas y los niños jornaleros agrícolas enfrentan varios riesgos, como la exposición a agroquímicos, a largos periodos bajo el sol, a ser picados por algún animal ponzoñoso, perderse entre las melgas, explotación laboral, violencia intrafamiliar, entre otros. Entre más pequeños, son más susceptibles a sufrir alguno de estos daños físicos o peligros.
Ahora bien, cuando las niñas y los niños se insertan de lleno al corte de café (en promedio a los diez años de edad), encontramos que la vulnerabilidad social suele ir acompañada de la violación de algunos de los derechos del niño, como la educación y las regulaciones del trabajo infantil. De hecho, la deserción escolar se incrementa, y se explota la fuerza de trabajo infantil en beneficio de las agroindustrias, al maximizar sus ganancias y reducir los costos de producción mediante la contratación de mano de obra infantil a través de los jefes de familia de las unidades domésticas; todo esto, bajo un velo que invisibiliza y neutraliza el problema, no solo por parte de las empresas e instancias gubernamentales, sino también de las familias jornaleras agrícolas (Glockner, 2010).
Por otra parte, la vulnerabilidad social que experimentan los jornaleros agrícolas migrantes está relacionada con la movilidad espacial, pues esta los enfrenta a ambientes hostiles y desconocidos, en donde lugar de origen, pertenencia étnica, género, grupo de edad, trayectoria laboral, entre otras variables, influyen en el tipo, forma y grado de vulnerabilidad que pueden vivir las familias jornaleras.
Aún más, estos sujetos se ven obligados a negociar y aceptar determinadas condiciones laborales y de vivienda a fin de satisfacer sus necesidades básicas, lo cual implica la incorporación de niños y niñas al trabajo agrícola, pues estos son co-generadores de los ingresos que la unidad doméstica requiere para su subsistencia y continuidad.
En este sentido, creemos que “la presencia de relaciones asimétricas en el medio laboral, no implica que los trabajadores agrícolas sean sujetos pasivos, sometidos unilateralmente a la racionalidad de la economía capitalista” (Sánchez, 2003, p. 153). En efecto,
el mercado laboral no debe ser concebido como un sistema cerrado, controlado únicamente por las empresas y la producción capitalista, sino como un espacio de disputa, donde los trabajadores negocian mejores condiciones laborales (reales y simbólicas) y se apropian de los espacios de trabajo desde su situación particular y diferencias de género, clase y etnicidad (Torres, citado en Sánchez, 2003, p. 153).
A la postre, advertimos que la educación que reciben los niños y las niñas en la finca Las Hormigas, junto con la situación laboral vigente y los procesos de movilidad territorial, muestran la ineficacia de las políticas públicas del Estado, cuyos programas están lejos de dar solución al complejo problema que yace entre los pequeños jornaleros agrícolas migrantes; antes bien, han conformado una estructura de desaciertos que incluye factores como infraestructuras precarias, material insuficiente, ausencia de promotores educativos capaces de implementar estrategias multigrado e interculturales, instancias gubernamentales que neutralizan el problema del trabajo infantil y currículos educativos casi imposibles de cumplir, entre otros.
Aún más, observamos que la naturalización de la exclusión y marginación torna difícil poseer y controlar activos que sorteen la pobreza, precariedad laboral y vulnerabilidad social que experimenta este grupo, lo cual contribuye a que dicho problema siga reproduciéndose en un círculo “virtuoso” del que difícilmente se hallará salida frente a las condiciones actuales que ha traído consigo el proyecto neoliberal en el agro mexicano y en materia educativa.