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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.29 no.85 Guadalajara sep./dic. 2022  Epub 31-Oct-2022

 

Sociedad

Biopolítica y la legitimación de las vidas prescindibles

Biopolitics and the legitimation of expendable lives

Rodrigo Hernández Gamboa1  , profesor asociado
http://orcid.org/0000-0002-7563-4484

1Licenciado en Ciencia Política, Maestro en Ciencias Sociales y Humanidades y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana. Adscrito a la División de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma Metropolitana como profesor asociado en la Unidad Xochimilco. arcadios23@gmail.com


Resumen

En este texto se examina desde el método hermenéutico la desprotección y exclusión de cierta parte de la población por parte del Estado moderno como una respuesta a los mecanismos de preservación y satisfacción de otra parte de esta existencia humana, manifestándose como el reverso y el anverso de la gestión de la vida orgánica por parte del poder político, situación que algunos autores han denominado como biopolítica. El objetivo es distinguir los mecanismos que conllevan a considerar a cierta parte de la población como personas prescindibles y por lo tanto excusables, así como los dispositivos tendentes a su rechazo, desprotección y eliminación. Las conclusiones de estas reflexiones se abordarán desde el fenómeno migratorio, como un grupo poblacional que personifica estas vidas prescindibles en la modernidad.

Palabras clave: modernidad; vida política; filosofía política; biopolítica; poder político

Abstract

This text examines from the hermeneutic method the lack of protection and exclusion of a certain part of the population by the modern State as a response to the mechanisms of preservation and satisfaction of another part of this human existence, manifesting itself as the reverse and the obverse of the management of organic life by political power, a situation that some authors have called biopolitics. The objective is to distinguish the mechanisms that lead to considering a certain part of the population expendable and therefore excusable, as well as the devices tending to their rejection, lack of protection, and elimination. The conclusions of these reflections will be approached from the migratory phenomenon, as a population group that personifies these expendable lives in modernity.

Keywords: modernity; political life; political philosophy; biopolitics; political power

Introducción

En la modernidad se presenta una paradoja: por un lado, la humanidad está colmada de energía vital, de búsqueda de satisfactores y de pretensiones de placer, lo que amplifica sus ansias de conservar y satisfacer su existencia biológica, misma que es resguardada por las instituciones del Estado moderno como una forma de legitimar y justificar su existencia. Por otro, esta humanidad desarrolla mecanismos de destrucción, de alienación individual, de energías salvajes, primitivas y absolutamente despiadadas que desprecian la vida biológica de la humanidad o la instrumentalizan para cumplimentar sus deseos, en esta última fase también colabora el Estado, no para resguardar la existencia biológica de los sujetos sino para establecer mecanismos de control, regulación, explotación y extinción de la vida misma. El Estado, por lo tanto, desarrollará dispositivos para que los sujetos se alleguen de los medios para satisfacer y conservar su vida al mismo tiempo que procurará los mecanismos para el control, disciplinamiento y muerte de aquellas vidas que se alejan de la regulación estatal o que dejan de ser redituables a las actividades tendentes a su explotación, acabando con estas vidas directamente o de manera disimulada, siendo éstas las que se considerarán como vidas prescindibles. Con este texto se busca analizar la protección de la vida biológica para el ejercicio del poder político en la modernidad como el reverso a la desprotección y exclusión de las vidas prescindibles, siendo ambas instancias fundamentales para las relaciones de dominación en la modernidad.

Tal comprensión sobre la gestión de la vida y la muerte de los individuos desarrollada por el poder soberano y evidenciada por Agamben en su texto Homo Sacer (1998), es diferente de la que se tratará en este artículo,1 principalmente por el abordaje desigual de las categorías de bíos y zoé de acuerdo con lectura de los tratados aristotélicos,2 así como con el mecanismo de abordaje en su vinculación, que no partiría de una relación dicotómica, sino en una vinculación dialéctica (Salinas Araya, 2014: 152). Es por ello que se señala en este texto que la desprotección, exclusión, rechazo y muerte de las vidas prescindibles son sólo el anverso de la protección, seguridad, inclusión y cuidados de otras vidas, siendo ambas necesarias para la conservación y legitimación del poder político y siendo estas reflexiones materia de otro texto diferente del que se presenta a continuación.

La gestión y protección de la vida

La biopolítica entendida como la intermediación de la política sobre el bíos de los individuos, es decir, como la intervención del poder político para discernir y gestionar la existencia biológica de los sujetos a través de la corporalidad, la razón y la comunidad, se consolidará al mismo tiempo que se consolida la institución que la instrumentalizará, es decir, el Estado moderno (Lenke, 2017). Esta entidad regulará las pasiones e intereses de los individuos a través de la administración del cuerpo y la razón en beneficio del ejercicio del poder político. En la administración del bíos es que se controlará a los sujetos, se les castigará, uniformará, disciplinará y vigilará. Será el Estado la institución que regulará la existencia orgánica de los individuos, ya que en su resguardo residirá la legitimación del poder soberano y en su gestión los medios para asegurar las relaciones de dominación.

Pero además del Estado, en la modernidad existirá otro aparato de regulación sobre la vida que, sin ser eminentemente parte del poder político, participará en él para cosificar la existencia de los individuos buscando hacer esta vida redituable para sus fines. El sistema de producción capitalista intervendrá en las instituciones estatales implementando las medidas necesarias para la reproducción del capital y la regulación del trabajo, siendo éstas ineludibles para la viabilidad del sistema económico. El capitalismo impulsará los mecanismos requeridos para la disciplinarización de la fuerza de trabajo, la preservación de la vida como mecanismo de explotación y consumo, la regulación de la reproducción biológica de acuerdo con las necesidades del mercado, la satisfacción de las pasiones y necesidades, y promotor de la alienación corporal de los sujetos a la máquina para la reproducción del capital, interviniendo en la administración de la vida humana para hacerla provechosa al sistema económico.

La vida biológica, a la vez que es instrumentalizada por estas relaciones de dominación, se convierte en un elemento imprescindible para asegurar la viabilidad del poder soberano y del sistema económico, y cualquier variación en su gestión y protección ocasionará la vacilación de los poderes que la sostienen. Así como señalaba Hobbes (2017), que cuando el Leviatán dejaba de proteger la vida de los hombres era legítimo romper el pacto y retornar a la condición de guerra permanente, así también los Estados modernos cuando dejan de resguardar y optimizar la vida, dejan de ser funcionales, estableciéndose cuestionamientos a su existencia. Lo mismo sucede respecto al modo de producción, ya que cuando éste atente en contra de la vida orgánica, es decir, cuando no logre ofrecer los medios para la subsistencia de la fuerza de trabajo y limite en demasía las pasiones y placeres que prometió satisfacer, es que se revelarán los músculos que sostienen las relaciones productivas, buscando estas vidas orgánicas nuevas formas de acumulación que les aseguren la satisfacción de sus necesidades a pesar de que continúen sometidos a la instrumentalización de su existencia. En la modernidad, la vida biológica servirá a las relaciones de dominación no menos de lo que las relaciones de dominación deberán servir a la vida orgánica (Esposito, 2009).

El modo de producción capitalista y el Estado policial-burocratizado se establecerán como ideales a los objetivos de proteger, conservar y satisfacer la existencia orgánica de los sujetos. La acumulación de poder y capital junto con el desarrollo de técnicas disciplinares y de vigilancia, asegurarán tentativamente la conservación, supervivencia y satisfacción de la vida orgánica de los individuos por más tiempo y a mayor escala. Por ello, a pesar de las tensiones propias de la instrumentalización de la vida mediante los mecanismos de explotación y opresión a los que se han visto sometidos los sujetos en la modernidad, estas instituciones se han conservado. Los individuos prefieren mantener sus vidas y sus expectativas de placer al suponer la acumulación de poder y capital, que descartar las instituciones de explotación y opresión que se han constituido a costa de la instrumentalización de sus vidas.

El Estado y las relaciones de producción capitalistas satisfacen estas promesas apoyándose en la economía como la disciplina encargada de administrar los bienes escasos para compensar las necesidades y los placeres materiales de la vida biológica, convirtiendo a esta temática en un asunto de interés público. La nutrición del Estado, como Hobbes (2017) denominó a las relaciones económicas, se encargará entre otras cosas de estudiar los medios para satisfacer y preservar la vida de los individuos, acrecentando su importancia cuando se reconozca a esta existencia orgánica como la generadora e integradora de valor en las mercancías, la cual permitirá a su vez la acumulación de riquezas y capital, por lo que en su administración se encontrarán las claves de la viabilidad de las relaciones de dominación (Smith, 1958).

Al igual que la economía, la filosofía se adecuó a las innovaciones de la modernidad. Los pensadores de la Ilustración, espabilados de las narraciones celestiales, miraron al progreso con tintes antropomorfos (Kant, 1999). En la corporalidad humana se reconoció el conocimiento verdadero, dándoles respuestas a las incógnitas del mundo a través de la razón y procurando a la corporalidad como la medida de la naturaleza por encima de la existencia supraterrenal (Descartes, 1997). Los pensadores de la Ilustración ubicaron a la naturaleza humana en el centro del Universo desde donde se encontrarían las verdades del mundo moderno y desde donde se conducirá hacia un progreso científico, técnico y humano nunca visto.3 El individuo moderno se establecerá como un ente superior al resto de los que se encuentran en su entorno por las características de su existencia orgánica. Tentados por los espíritus animales, los sujetos satisfarán sus pasiones agitando su parte corpórea como estimulante de sus acciones (Descartes, 1997), sin descuidar el alma, que gobernará la parte racional de su existencia (Descartes, 1998) influyendo en la corporalidad para desarrollar un conocimiento a través de los sentidos (Descartes, 1999).

El antropocentrismo moderno legitimó a la humanidad para apropiarse de la naturaleza, convirtiéndola en un instrumento más para lograr los objetivos de la modernidad, esto es, para encontrar las verdades del mundo a través de la razón y la ciencia, alcanzando un progreso técnico, desafiando la concepción “espiritual” del Universo, asegurando la conservación biológica de la especie y satisfaciendo sus necesidades y placeres (Locke, 2006). La tierra, los animales y las aguas servirán para la comodidad y subsistencia de los hombres, justificando esta apropiación en el beneficio de la especie, dando con ello pie no sólo a la transformación radical del mundo natural, sino también a la del propio ser humano que, al convertirse en el centro del Universo, también se convertirá en el centro de las relaciones de dominación.

La gestión y protección de la vida biológica de los sujetos en la modernidad se manifiesta también en la desprotección y exclusión de esta misma existencia por parte de las instituciones estatales. La expresión de conductas o pensamientos diferentes de los de la regulación oficial en ámbitos como la educación, la sanidad, la sexualidad, la reproducción, las doctrinas religiosas o nacionales, etc., se concebirá como un riesgo biológico por el Estado en tanto supondrán un peligro para la vida humana, cuestionando las normatividades estatales para la conducción de la vida y por ende para la protección del Estado. Las vidas diferentes que se tornarán desafiantes a los mecanismos de normalización derivados de la desatención a los comportamientos permitidos, actuarán de tal manera que atentarán en contra del conjunto de la vida de los individuos a través de la transgresión a las instituciones encargadas de regular la vida, volviéndose una amenaza que deberá de ser eliminada.

Por lo tanto, detrás de los impulsos modernistas occidentales por preservar la existencia orgánica mediante la gestión de las necesidades y placeres de los individuos a través de las instituciones estatales, se encuentran también los deseos por eliminar aquello que de forma libre se considera diferente y por lo tanto riesgoso para la salud y bienestar del conjunto al contravenir a las instituciones encargadas de la preservación y resguardo de la vida. La gestión de la vida desde el poder político se hará cargo tanto de procurar y preservar la vida como de condicionarla y conducirla hacia su muerte, si es que esta vida se antepone a los mecanismos de instrumentalización y optimización de la conducta y la conciencia, situación que se profundizará en el siguiente apartado.

La eliminación de la vida biológica en la modernidad

La protección de la vida biológica que fue necesaria para consolidar el poder político y económico en la modernidad, encuentra su contrasentido en la aniquilación de este mismo grado de existencia por parte de las relaciones de dominación, desprotegiendo, explotando y desechando parte de estas vidas por sus características físicas, sociales e ideológicas que las hacen diferentes y desafiantes, manifestándose como una amenaza para la regulación de la vida desde el poder político. Este contrasentido en realidad forma parte de una misma lógica de protección y gestión de la vida. Lo que se efectúa es la erradicación de la amenaza que representa cierta parte del cuerpo social para el conjunto, ya que al eliminar la vida de algunos individuos en realidad se está protegiendo la existencia biológica del resto desde la perspectiva estatal. Se desprende el cuerpo social de los miembros infectados por la indisciplina y la desregulación a las ordenanzas del Estado y del mercado, para que el resto se preserve de manera saludable, esto es, de manera disciplinada, enajenada y cosificada a las órdenes de las relaciones de dominación.

La aniquilación de la vida biológica de alguna parte del cuerpo social no es una falta a la promesa del Estado de conservar la existencia orgánica de los contratantes, como señalaba Hobbes (2017), sino ésta afrenta sólo se desarrolla sobre aquella parte de la comunidad que rompió el pacto al rechazar las facultades del poder soberano de comandar sobre el comportamiento y la razón de los individuos para alcanzar la seguridad y la paz deseadas. La aniquilación de la vida es más bien el refrendo de esta promesa. No se elimina a la vida que integra valor a las mercancías y que requiere de ellas a través del consumo para sobrevivir, sino se elimina a aquella vida que rechaza estos mecanismos de apropiación de valor, que les integra menos valor a las mercancías por sus incapacidades, que impugna la cosificación de los individuos a la máquina o que busca satisfacer sus necesidades por otros medios de subsistencia premodernos. Se elimina la vida que desafía esta gestión del poder político y económico, manifestándose como diferente, que rechaza los dispositivos de normalización y que resiste a los mecanismos de alienación, ya sea porque manifiesta una rebeldía a estos dispositivos de control de manera explícita, o porque simplemente no puede ser parte del cuerpo social al estar constituido éste a través de su rechazo, formando parte de conductas, pensamientos y arquetipos que el cuerpo social resiste de antemano.

La amenaza a la existencia biológica serán por ejemplo los comportamientos insalubres que propagan las enfermedades infecciosas o que rechazan las campañas de inoculación de enfermedades endémicas, las cuales tendrán que ser administradas por parte de las instituciones de salud públicas para limitar estos riesgos sanitarios. Pero también las amenazas a la vida biológica serán los razonamientos contrarios a la unidad nacional y al rechazo al establecimiento de una autoridad política que represente los deseos e intereses de una población determinada. La amenaza a la vida no sólo refiere a los desafíos biológicos propios de la existencia orgánica, sino también a los “peligros” sociales que se perciben desde la autoridad política como peligrosos para la subsistencia de los hombres, siendo ambas situaciones tratadas con suma relevancia en la modernidad.

No es de extrañar el grado de especialización que tuvieron disciplinas como la medicina, la epidemiología, la inmunología y la microbiología en Occidente durante el siglo XIX dedicadas a salvaguardar la salud pública, desarrollando adelantos en el tratamiento de enfermedades infecciosas, tratando la salud de los individuos a través de sus características biológicas, etc. Para el Estado y el mercado el tratamiento de estos padecimientos desde la esfera pública fue relevante, aumentando el número de años laborables de la fuerza de trabajo, mejorando las condiciones de precariedad en las que vivían los sujetos, optimizando las características de las ciudades, dejando atrás la fama de lugares malsanos e insalubres, justificando con ello el designio del Estado y del mercado de proteger y otorgar bienestar a los individuos. Tales acciones aumentaron el tamaño de la población, las capacidades para la acumulación de capital, la defensa de los territorios, la administración de la vida y la formación de mercados internos que gradualmente condujeron hacia el “progreso”. El desarrollo de la medicina como una herramienta para la preservación de la vida influyó en el crecimiento económico y en la estabilidad del poder político en los Estados modernos.

Pero las amenazas biológicas para la vida no se reducen al estudio de las enfermedades que padecen los individuos, también hace referencia a los diferentes comportamientos y razonamientos que desafían la gestión de la vida orgánica por parte del poder político, estudiando tales acciones contrarias al “interés nacional” para limitarlas. Durante el siglo XIX la sociología, la antropología y la psicología tendieron a dedicarse a lo que consideraban enfermedades sociales como el suicidio, la delincuencia, la locura, el asesinato, la prostitución y diferentes conductas “anómalas” que ponían en riesgo la estructura social dedicada a regular y proteger la vida de los hombres. Patologías que fue necesario estudiar, entender y suprimir para así preservar la existencia biológica y junto con ello la vida de las instituciones dedicadas a su resguardo. Estas disciplinas obtuvieron su cientificidad en la suplantación de las metodologías médicas y biológicas, recuperando el empleo de la observación, la experimentación y el desarrollo de leyes imperecederas para la organización del medio social. El razonamiento de estas disciplinas estaba centrado en encontrar los cauces para la “evolución” de las sociedades, así como las características que determinaban su “atraso”, ubicando un único sendero de progreso representado en las sociedades modernas, ordenadas, industriales y disciplinadas en torno a un Estado sólido controlador mediante las leyes y las instituciones de la vida de los individuos. La regulación y el control por parte del Estado del comportamiento, la razón y la comunidad a través de parámetros inmutables e indisolubles de lo que sería lo esperado en el accionar del ser humano para la salvaguarda y evolución de su existencia, fue la deducción a la que llegaron estas ciencias llamadas sociales.

La intromisión del saber naturalista y el saber médico en el discernimiento sobre la organización política y social del sujeto influyó en el pensamiento moderno para advertir que el individuo estaba determinado irremediablemente por su materialidad orgánica, impulsado a actuar socialmente a través de sus fuerzas instintivas y pasionales que se desplegaban como parte de su corporalidad. De ahí que en la modernidad el hombre estuviera más cercano a una realidad orgánica que a características divinas o virtuosas consideradas así por la filosofía política de la Antigüedad (zoé). La concepción biologicista del hombre se refrenda en el pensamiento del fisiólogo francés Xavier Bichat (2011), quien sostuvo que los hombres estaban constituidos por la vida animal y la vida orgánica, la primera referida a las funciones sensoriales e intelectuales de la especie, la segunda a las funciones fisiológicas, como la respiración, la digestión, la circulación y la reproducción. Esta vida orgánica, según Bichat, es superior a la vida animal, en tanto que prevalece aun antes del nacimiento y continúa después de la muerte, cuando ya no hay conexión con el cerebro y con las relaciones humanas, por lo tanto, mantiene una independencia y una relevancia lo suficientemente importante como para constituirse en la esencia del ser humano.

La vida de los sujetos según Bichat, no puede romper jamás su vínculo con las condiciones biológicas que lo constituyen. Las pasiones de los individuos no dependen de la razón y de la voluntad, como lo afirmaron algunos teóricos del contractualismo, sino tales motivaciones pasionales sólo pueden ser condicionadas por la parte orgánica de los hombres que prevalece ante cualquier relación social y virtuosa (Esposito, 2009). Las pasiones como el miedo o el placer que condujeron a la instauración del Estado moderno no forman parte de las características racionales de los individuos, sino por el contrario, son parte de la vida orgánica la cual determina el accionar de los sujetos en todo momento, de ahí que el Estado surgido de estas pasiones no pueda ser racional ni virtuoso. La existencia cualificada de la humanidad, así como los valores éticos o religiosos que presumiblemente ostentan, no son imperativos de la existencia humana, sino simples mecanismos de defensa y prevalencia, resultados de la lucha por la supervivencia de los sujetos para conservarse y situarse en la escala más alta de la cadena alimenticia. La vida cualificada es irrelevante en la modernidad, manifestándose sólo como trasfondo de las necesidades de la vida orgánica, la cual trasciende en los sujetos y en sus instituciones, ya que todo lo que importa es conservar la vida y otorgarle placeres y satisfactores.

La concepción biologicista trasciende el saber social para constituirse en un principio del pensamiento sociopolítico del siglo XIX, dejando de lado la filosofía política antigua encumbrada en la virtud, para centrarse en la vida orgánica atravesada por las pasiones, intereses y necesidades de los individuos como la real fundadora del poder político. Augusto Comte (2018) da un ejemplo de ello, ya que él construyó una concepción de la política franqueada por la vertiente biológica, introduciendo el término de biocracia, el cual hace referencia a una regeneración humana de la gran familia occidental dirigida por la raza blanca, la cual busca preservar la vida del organismo individual y colectivo de los individuos a través del orden y el progreso, encaminando al sujeto hacia una nueva fase orgánica y “positiva” que deje atrás el antagonismo entre los retrogradas y los revolucionarios (De la Vega, 2018). El enfrentamiento en la comunidad se reconocerá como una enfermedad para el cuerpo social que deberá de ser tratada a través del encauzamiento de las energías hacia una conciliación decisiva en favor de la construcción de un individuo nuevo, controlador de su naturaleza para utilizarla en su favor (Comte, 2018: XXIV).

Herbert Spencer (2011) también formó parte de este pensamiento sociopolítico intervenido por el saber biologicista. Spencer intentó relacionar la carga biológica del individuo a partir de su naturaleza como especie en la construcción de las relaciones de dominación en las sociedades modernas. Spencer instrumentalizó el pensamiento darwinista que revolucionó a las ciencias naturales, comprendiendo la organización social de las comunidades humanas a través de un claro elemento jerárquico y excluyente, en la que predominó el concepto de evolución social, entendiendo a éste como el proceso de selección natural en donde sobreviven aquellos individuos más aptos y fuertes, los que a su vez controlarán el poder político y económico en una comunidad. La jerarquía de la especie humana como resultado de su evolución biológica instaló, según Spencer, a la especie blanca como la más fuerte y apta para gobernar sobre los demás, dejando atrás al resto, las cuales representan estadios evolutivamente atrasados. El Estado gobernado por esta especie avanzada deberá mantener el orden público, obligando a las especies subalternas a seguir las normas sociales y respetar la propiedad, ya que su progreso dependerá del respeto a las leyes de la naturaleza, que operarán para la evolución o la eliminación de las especies humanas subalternas.

Las perspectivas biologicistas del hombre social advirtieron “los peligros” para la conservación de la vida. Estos peligros estaban principalmente determinados en las enfermedades físicas o en los padecimientos mentales, pero también estas amenazas al bíos estaban articuladas en los desafíos sociales en torno a las distinciones humanas y a los comportamientos anormales que resistían el orden y el progreso exigido por la modernidad. Ambos peligros se verán conjuntados en algunas poblaciones humanas identificadas en razas, las cuales agruparán tanto los desafíos del orden biológico y sanitario como los representados por una conducta y razón anormal. Vidas que será necesario erradicar para evitar que éstas amenacen la existencia orgánica del resto. Estas vidas serán identificadas así porque operarán fuera de los parámetros inamovibles del progreso y la evolución humana, como si de una ley natural se tratara. Son vidas que estarán fuera de los rangos de civilidad, urbanidad, orden, belleza, docilidad, industriosidad, etc., siendo particularmente diferentes al modelo de desarrollo social y económico exigido por las sociedades capitalistas occidentales.

Las distinciones humanas de acuerdo con su origen, color, cultura, religión, comportamiento, pensamiento y organización se identificarán como “razas”, las cuales se mirarán con recelo en el mundo occidental porque dentro de sus diferencias incubarán un “desafío” para la vida orgánica del conjunto, es decir, para los mecanismos de gestión del bíos por parte del Estado. Estas vidas agrupadas en razas conllevarán desafíos biológicos producto de su origen o comportamiento “descuidado e insalubre”, atrayendo padecimientos por su rechazo a los mecanismos de regulación sanitarios o modificando el tamaño de sus poblaciones derivado de sus prácticas reproductivas, “generando” patologías sociales como la prostitución, la drogadicción, la delincuencia, etc., que necesitarán tratarse para corregirse, vislumbrándose como males en tanto rompen con la normalidad exigida por el Estado y el usufructo de la vida. Las anormalidades sociales representadas en determinadas vidas humanas a corregir, disciplinar o eliminar se manifestarán de forma exponencial en el racismo científico que vinculó ambas patologías durante los siglos XIX y XX.

Victor Courtet De I’Isle (2018) es un representante del racismo científico. En su texto La science politique fondée sur la science de l’homme, ou Étude des races humaines sous le rapport philosophique, historique et social, aborda el análisis del hombre como parte de una especie, un género y una raza determinada, características que según el autor han condicionado la organización política de los hombres. Según Courtet, todos los seres vivientes del mundo están clasificados conforme a una escala la cual va desde los animales que califica como inferiores, hasta los hombres que califica como superiores. Esta clasificación también se desarrolla en la especie humana, en la cual existe una jerarquía entre las distintas razas que la componen catalogadas por su aspecto, color, tipo de cabello, forma de cráneo, comportamiento, desarrollo, lenguaje y otras variables más que determinan su progreso, evolución intelectual y jerarquía. Evidentemente la mezcla entre las razas ha dificultado la clasificación de cada una de éstas; no obstante, se pueden construir ciertas regularidades a través de los núcleos más o menos homogéneos en donde se establecen (Esposito, 2009). En la observación y experimentación de las características biológicas es que elaboró Courtet una ley natural que explica las dificultades de cada comunidad de acuerdo con el fenotipo de población que la constituye, legitimando con ello las desigualdades entre las naciones, pero particularmente otorgando una herramienta a los Estados para la eliminación o rechazo de ciertos grupos humanos por constituirse como una amenaza para la nación.

Para el racismo científico, las diferentes “razas humanas” determinadas por sus características físicas, culturales, ideológicas o nacionales representan un tipo de vida particular en las cuales se materializan las enfermedades biológicas de una vida incivilizada y desregulada, así como las anomias de un comportamiento social deficiente, convirtiéndose en una real amenaza que hay que combatir, ya que de su eliminación dependerá la viabilidad de la organización comunitaria. La distinción biológica de los hombres coloca a algunos como inferiores, a quienes es necesarios domesticar, disciplinar y controlar para adecuarlos a una vida normal, o por el contrario eliminarlos si resisten a estos mecanismos de regulación y disciplinarización, reconociéndolos como peligrosos para la vida y la salud del conjunto. La biologización del sujeto social permite justificar con “evidencia científica” el atraso de determinadas vidas y su tratamiento como parte de una especie animal que necesita ser domada o eliminada.

Las vidas prescindibles

Las categorías políticas de libertad, igualdad, democracia y virtud en relación con la biologización del ser humano pierden sentido cuando lo que está en juego va más allá de la elección del soberano, de la participación en los asuntos públicos y del impulso por actuar libremente. Lo que peligra es la vida biológica de los integrantes del cuerpo social, principal grado de existencia a defender y a respetar por el ejercicio del poder político en la modernidad. Por lo que no existirá debate entre otorgarle el estatuto de persona y derechos políticos a quien representa una amenaza para la vida del conjunto o acabar con ella. Terminando con su existencia mediante el veredicto del soberano o, más comúnmente, dejando extinguir esta vida en las distintas instituciones que lo tendrán bajo su resguardo y vigilancia, esperando su reconversión (Foucault, 2017).

Esta situación no es excepcional en los Estados modernos. La despersonalización de cierto grupo de individuos identificados en una raza, su tratamiento animal, el reconocimiento de su existencia como una amenaza para el conjunto y su eliminación velada, se expresa en la mayoría de los Estados (Foucault, 2007). A veces en forma de nacionalismos, a veces en forma de xenofobia, a veces en forma de confrontaciones étnicas o religiosas, pero en la que siempre se vincula a una vida accesoria que no es necesaria ni deseable para los Estados (Mbembe, 2021). En la defensa de la vida biológica el poder político emplea todos los medios a su disposición para asegurarla, debido a que de ella depende en su manutención, seguridad y legitimación.

Los grupos humanos que el racismo científico identificó en razas, manifestándose como una amenaza para la existencia biológica del conjunto, es lo que en esta investigación se reconocerá como vidas prescindibles, es decir, vidas que será más factible acabar con ellas que protegerlas, ya que ponen en riesgo la existencia orgánica debido a su desregulación social, de su inviabilidad económica y de su desobediencia a las instituciones de normalización, que los beneficios que estas poblaciones puedan atraer para el bienestar del conjunto. La muerte de estos grupos humanos sólo forma parte de un cálculo entre los gastos necesarios para su disciplinamiento y los beneficios que éstos traerán para la defensa del Estado, para la extracción de valor, para la formación de un mercado interno, etcétera.

En la mayoría de las ocasiones en las que se impulsa a la desaparición de determinado grupo social por ser éste una amenaza para la vida, el poder político no reviste de manera explícita un discurso de odio para su eliminación. Las relaciones de dominación desarrollan más bien determinados argumentos y prejuicios que abonan al cálculo necesario para reconocer a determinada existencia biológica como un riesgo: “los inmigrantes son traficantes y violadores”, “los indígenas son flojos”, “los negros son delincuentes”, etc.; pero también se elabora una defensa pragmática y moral de su vida: “los inmigrantes aportan a la economía”, “los indígenas son una reserva cultural”, “los negros son trabajadores”, etc.; por lo que en su desprotección, exclusión y muerte se manifiesta de manera velada, trágica y fatal. La eliminación sistemática de la vida prescindible sólo se considerará un agravio si tal asesinato es brutal o revelador de los mecanismos de aniquilación por parte del ejercicio del poder político, generando una condena moral por una muerte irremediable, pero manteniendo los dispositivos de selección, reclusión, castigo y eliminación de estas vidas por ser necesarias para la conservación biológica del conjunto.

No habrá que confundir estas vidas prescindibles con determinadas razas, grupos étnicos o culturales en específico. El racismo científico vinculó las enfermedades y los males sociales a determinadas razas por ser ésta la materialización más evidente de la diferenciación biológica, pero las distinciones se encuentran en los elementos que constituyen a esta existencia humana. La corporalidad, la razón y la comunidad son los elementos que se busca normalizar, disciplinar y gestionar por parte del poder político, por ello la anormalidad de estos elementos es la justificación para convertir a estos grupos sociales en una amenaza para la vida. Los obreros se vuelven una amenaza cuando buscan descosificar su corporalidad a las necesidades de la máquina, afectando la producción de mercancías, la generación de riquezas y la acumulación de capital. Las mujeres se vuelven una amenaza cuando reconcentran sus facultades en la reproducción biológica de la especie, retirando la potestad de la autoridad soberana sobre el crecimiento de la población, lo cual desafía el objetivo de gestionar y preservar la vida biológica. Los inmigrantes se vuelven una amenaza cuando introducen comportamientos y pensamientos diferentes a los de las comunidades de destino, atentando en contra de las instituciones de regulación social como son la escuela, la iglesia, el trabajo, etc., incubando una anormalidad que se torna una amenaza a las instituciones que protegen y gestionan la vida. Cuando tales grupos sociales desafían las normas del poder político es que estas vidas comienzan a ser prescindibles y buscan ser sustituidas por quienes acaten esta normalización. El rechazo y la muerte velada sobre estos grupos sociales se manifestará por ejemplo en el desempleo, en la prisión o en la expulsión, dejando desprotegida a la vida, la cual podrá seguir desafiando al poder establecido, lo que significará su muerte o su condena prematura, o podrá adecuarse a las relaciones de dominación, preservando su vida y disciplinando su existencia orgánica a las órdenes del poder político y económico.

El ejemplo más nítido de la existencia prescindible se encuentra en la Alemania nazi, en donde el discurso explícito para la eliminación de determinadas poblaciones como los judíos, los homosexuales, los gitanos y los comunistas estaba determinado por una perspectiva que vinculaba los males biológicos, sanitarios y sociales con estos grupos humanos reconocidos como una amenaza para la vida de la nación germánica. El gran médico alemán como fue considerado el Führer, tenía la misión de amputar de la nación alemana aquella parte del cuerpo que la lastraba por estar enferma, por no adecuarse a la cultura aria, por no corregirse a los mandatos del Estado totalitario que vigilaba, controlaba y gestionaba cada momento de la existencia orgánica de su población, y por no perseguir los mismos deseos e intereses de sus dirigentes que los conducían hacia su “evolución y supremacía”. La despersonalización de estas poblaciones, su tratamiento animal y la conducción hacia su muerte es una muestra del tratamiento de la vida como prescindible para el poder político.

Los riesgos que observaba el Estado totalitario alemán no sólo partían de las características “biológicas” de otra raza como pudiera considerarse así a la judía, derivaban sobre todo de las distinciones sobre la corporalidad, la razón y la comunidad de los individuos. El comportamiento “anormal” de los homosexuales era castigado por ser un riesgo biológico para la población, generadora de tendencias “lujuriosas y antinaturales”, para la cual existía un tratamiento médico que curaba estas deficiencias mentales y corporales a través de la medicación y la castración. También estos riesgos biológicos partían de un razonamiento diferente como es el caso de los comunistas, quienes fueron encarcelados en campos de concentración, torturados y esterilizados para evitar que su enfermedad mental se propagara entre la población aria “purificada”, contaminando la mente de los obreros nacionalistas. La organización social diferente se vio como un riesgo para la vida; la población romaní fue víctima de este recelo, ya que su vida seminómada y su organización comunitaria heterogénea fueron estigmatizadas como inadaptadas e inferiores, reconociendo a sus integrantes como criminales, incapaces y vagabundos, que representaban un peligro para los mecanismos de regulación social y pureza racial que se desdoblaban desde el poder político, conduciéndolos al exterminio. La identificación de raza en la Alemania nazi de estas vidas prescindibles fue sólo la manifestación de una identidad atravesada por los supuestos biológicos de su tiempo, pero las distinciones relevantes para la eliminación en masa de estas vidas partían de las desemejanzas en la corporalidad, la razón y la comunidad de los individuos.

Las migraciones contemporáneas son un ejemplo de cómo la identificación en razas nada tiene que ver con el asesinato masivo justificado por la amenaza a la existencia biológica del cuerpo social. Las migraciones de personas con fines económicos en las sociedades contemporáneas son un fenómeno que se desarrolla en todo el globo, en donde americanos del sur y centro se trasladan al norte, europeos del este se trasladan al occidente, asiáticos del sur y sudoeste se trasladan a los países de Asia occidental y oriental, y en donde africanos migran a cualquier lado en donde puedan mejorar sus condiciones de vida. Las migraciones contemporáneas son globales y se presentan en todos los géneros, edades, credos y niveles educativos, así como en casi todos los Estados, en mucha mayor magnitud que en cualquier otro momento histórico de la humanidad, siendo éste un fenómeno que se extiende por diferentes culturas, credos, lenguas, legislaciones, etcétera.

Las migraciones con fines económicos ostentan en casi todas las regiones del mundo los mismos problemas en su aceptación y tratamiento, ya que son conducidos hacia su rechazo, desprotección y muerte. Las migraciones contemporáneas se enfrentan al rechazo en su entrada, al repudio en su estadía, a la despersonalización de su existencia al otorgarles mínimos derechos, a la obligatoriedad a los mecanismos de integración, a la explotación de su fuerza de trabajo, a movimientos políticos organizados para su exclusión, a ataques directos por sus diferencias fenotípicas, ideológicas y culturales, a discursos políticos que los revelan como amenazas biológicas y sociales, a la amenaza constante de reclusión, castigo y expulsión, así como a la exclusión de aquellos que de forma explícita revelan sus diferencias e indisciplinas.

Las migraciones con fines económicos son vistas por los Estados de recepción como una amenaza para la vida biológica de sus integrantes y como un riesgo para la viabilidad de las relaciones de dominación asentadas en la protección y gestión del bíos. Los riesgos para la población nativa parten de sus incapacidades para allegarse de los bienes necesarios para su subsistencia. Los inmigrantes ingresan al mercado de trabajo con una mercancía depreciada, no porque su fuerza de trabajo genere menos valor, sino porque sus condiciones sociales les impiden valorizarla, lo cual genera que el precio de su fuerza de trabajo sea menor que la del resto de los ciudadanos en el mercado. Esto sin duda beneficia al entorno económico, el capitalista genera igual cantidad de valor con una mercancía depreciada, lo que aumenta la tasa media de ganancia, desplazando al trabajador nativo a pesar de que este puesto de trabajo no hubiera tenido demanda en otro momento o que el capitalista hubiera preferido no desarrollar esta actividad económica por no resultarle lucrativa. La presunción de desplazamiento de los trabajadores nativos genera en ellos incertidumbre sobre el devenir de su vida que parece ensombrecerse por las “amenazas” que se vierten desde el exterior, afectando no sólo su cultura y su comunidad sino también presumiblemente su trabajo, su consumo y los medios para su subsistencia. Estos riesgos biológicos son achacados al Estado, ya que permite que ingresen estas poblaciones al mercado, descuidando su principal deber que es velar por la vida de sus poblaciones, por ello se les exige que restrinjan el paso a estos grupos sociales y los adecuen sólo a las necesidades del país en cuestión.

La principal obligación del Estado moderno es preservar la vida biológica de sus ciudadanos, pero también tiene como objetivo el satisfacer las necesidades, los placeres y los intereses de sus contratantes, de ahí que también cumpla su cometido al omitir las reglamentaciones que prohíben la entrada y estancia de los inmigrantes de manera irregular en sus territorios, otorgándoles satisfactores a sus ciudadanos incorporados en el mercado de trabajo a precios menores y en cantidades mayores que en cualquier otro momento histórico.4 Es claro que el poder político no repara en ello, al menos no de manera explícita, es decir, no pone en una balanza la satisfacción de la población nativa y la protección de la misma procedente del fenómeno migratorio, pero sí comprende que a mayores satisfactores con menores “riesgos” para la vida de sus ciudadanos su legitimidad aumentará, lo mismo su autoridad para comandar sobre la existencia biológica de las poblaciones. Por ello el Estado no tiene empacho en realizar medidas de normalización y disciplinamiento sobre los inmigrantes con la finalidad de que sus “anormalidades” se perciban como menos riesgosas para el conjunto, al mismo tiempo que son utilizados para la generación de riquezas y placeres a gran escala. Las políticas de integración son las encargadas de realizar esta normalización, buscando adaptar sus actuaciones a determinados cánones culturales, sociales y políticos, interviniendo en múltiples aspectos de la vida de los inmigrantes para reconducirlos como el lenguaje, la vestimenta, los alimentos, la reproducción biológica, la interacción familiar, la religión, la apariencia y, en general, cada aspecto de su existencia orgánica.

Evidentemente hay “anormalidades” que son “irresolubles” para el Estado como el color de piel, otras que resultan muy difíciles de modificar como la religión o la cultura, pero lo único que se requiere es que estas anormalidades no se manifiesten como una amenaza para la población nativa, aceptándolas mientras éstas sean dóciles, mientras acepten los designios de las relaciones de dominación y se adecuen a ellas, siendo su vida funcional al Estado y al mercado. En algunas ocasiones estas políticas de integración fallan y los inmigrantes reafirman sus diferencias al mismo tiempo que se reconocen como marginados socialmente, excluidos culturalmente y explotados económicamente, es ahí en donde se desafían los mecanismos de normalización y son excluidos, recluidos y expulsados por ser una amenaza para la vida del conjunto, no porque directamente atenten en contra de la vida de los individuos, sino porque desafían las instituciones que gestionan a las poblaciones y los condenan a una marginalidad de la que sólo pueden escapar a su muerte.

Es un error creer que la vida de los inmigrantes sólo está en riesgo hasta entonces. Las acechanzas sobre su vida se presentan desde la entrada misma al país de destino, en donde las fronteras funcionan como mecanismos de selección, entrando sólo los más fuertes y capaces, castigando y asesinando a los incompetentes por su intento mismo. Posteriormente, las instituciones de vigilancia e integración se encargarán de ellos, obligándolos a que se comporten de manera disciplinada y disimulada, pasando inadvertida su existencia para no incomodar con su presencia. La carencia de derechos los obliga a aceptar trabajos duros y mal pagados, manteniéndose dóciles para no poner en riesgo su vida. Esta amenaza sobre su vida sólo desaparece cuando obtienen determinados derechos y se mimetizan con la población nativa en comportamiento, aspecto, pensamiento y organización social. Mientras tanto se encuentran en el limbo moderno, esto es, en la asechanza constante sobre su ilegalidad y en el beneplácito por ser impulsores de los satisfactores para la comunidad. Si por alguna razón los inmigrantes rompen con este accionar sigiloso, manifestando sus diferencias y evidenciando sus desemejanzas con la población nativa, es que se activarán los mecanismos de disciplinarización y rechazo desde las instituciones del Estado, conduciéndolos por diferentes caminos hacia su muerte. Los inmigrantes son la más clara muestra de una vida prescindible en el mundo contemporáneo que, determinados por las distinciones sobre el bíos, son conducidos hacia su desaparición.

El desafío para los Estados se encuentra en gestionar esta existencia prescindible, utilizándola a las necesidades del mercado para la satisfacción y el bienestar de la población nativa, disciplinándola y adecuándola para evitar que esta vida se convierta en una amenaza o en una percepción de riesgo para el conjunto y acabando con ella de ser necesario ante su anormalidad sin despertar recelos morales sobre su eliminación. Existirán Estados nacionales que desarrollarán mejor esta gestión del bíos de los inmigrantes, otros que tendrán mayores deficiencias, casi las mismas que tienen para administrar la vida de sus propias poblaciones, pero aun así, no habrá algún Estado que rechace esta facultad de administrar la vida biológica de los individuos, ya que de ella se determinará la legitimidad y autoridad del poder político y se determinarán las relaciones de dominación que intervendrán en casi cada faceta de la vida de los hombres, sin que la mayoría de los sujetos reparen en ello.

Conclusiones

En la modernidad la administración de la vida biológica de los sujetos se convierte en una herramienta del poder político, en la que a través de su defensa y protección se legitima el mandato para gobernar sobre los individuos en el espacio público; mediante su gestión y control se sostienen los mecanismos para satisfacer a esta existencia finita, otorgándole a los sujetos los deseos y placeres necesarios para mantenerlos dóciles y disciplinados ante los procesos de explotación, y en la exclusión y rechazo de las vidas anormales que ponen en riesgo el ejercicio del poder político al poner en riesgo la vida biológica del conjunto.

La gestión del bíos para los Estados modernos se desarrollará a través de múltiples instituciones coercitivas, educativas, médicas, económicas, etc., dedicadas a normalizar y disciplinar esta existencia para obtener de su conducta, razonamiento y organización, los medios necesarios para conservar el gobierno sobre los sujetos. Por lo tanto, la existencia biológica se mantendrá en el centro de las relaciones de dominación en la modernidad, un ejemplo de ello serán las relaciones de producción capitalistas, las cuales requerirán de la existencia biológica disciplinada, adecuada y vigilada para darle viabilidad al sistema económico. El disciplinamiento y control de la existencia orgánica de los individuos será fundamental para mantener al alza la tasa de ganancia, la cual no será posible sin la ayuda del Estado y sus instituciones, interviniendo en la vida de los sujetos para capacitarla, adecuarla, mantenerla saludable y castigarla de ser necesario, derruyendo cualquier traba que impida la valorización del capital a través de la integración de la vida al mercado.

Es claro que las resistencias a estas relaciones de dominación se exteriorizarán, así como los comportamientos y razonamientos anormales que van a poner en riesgo el disciplinamiento y la normalización de la vida. Para ellos el Estado ofrecerá dos posibilidades: la primera, una adecuación a las directrices impulsadas por sus instituciones públicas mediante una reeducación o reconsideración de sus comportamientos que ponen en riesgo la vida del conjunto, o la exclusión, reclusión, expulsión y muerte, mostrando la otra cara de la gestión del bíos, no sólo dedicada a la protección y satisfacción de la existencia biológica, sino también a su desafección y eliminación, convirtiéndose en vidas prescindibles para el ejercicio del poder político en la modernidad.

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1En su texto Homo Sacer (2003), Giorgio Agamben asocia a ζωή (zoé) como el modo simple de vivir común a todos los seres vivos y, por otro lado, ubica a βίος (bíos) como la forma o manera de vivir propia de un individuo o un grupo. Según esta interpretación,Aristóteles y Platón distinguieron el bíos como una vida política y contemplativa y por ende cualificada, y al zoé como el simple modo de vida natural y biológico, poniendo de ejemplo para apuntalar su argumento la existencia terrenal del dios antiguo a quien se le ha denominado como el ζωή ἄριστος και ἀΐδιος (vida mejor y eterna) no por sus cualidades divinas, sino por su existencia nada banal de ser “viviente” común a los hombres. Desde la perspectiva de esta investigación se considera que el significado de estos conceptos es radicalmente diferente de lo expuesto por Agamben, que en buena medida adecua estas nociones para incorporarlas a la categoría principal de su investigación, que es exceptio y que lo obliga a concebir al bíos y al zoé como dos cualidades distintas de vida, y no como una vida sólo diferenciada por las capacidades de llegar a ser algo que está comprendido en la esencia misma de los individuos. Agamben en su texto citado interpreta las nociones de bíos y zoé a partir de su objetivo, el cual es desarrollar una dicotomía entre exclusión e inclusión (o exclusión incluyente) como paradigma de las sociedades modernas, lo cual ha determinado la generación de un Estado de excepción implementado por el soberano como condición de su propia existencia. Esta relación dicotómica es opuesta a las nociones que se pueden encontrar en el pensamiento de Aristóteles, el cual se guiaba mediante una relación dialéctica.

2En el texto de la Política, Aristóteles analiza la distinción entre los hombres y el resto de los animales, diferencia que se enmarca a través de la utilización del logos (λóγος) como una potencia propia de los hombres centrada en el uso de la palabra y el pensamiento, que se manifiesta como una distancia insalvable para el conjunto de los animales gregarios. El logos conduce a los hombres a una existencia política. Para categorizar esta vida que diferencia a los hombres respecto del resto de los animales,Aristóteles no utiliza la noción de bíos, como se supondría desde la interpretación agambeniana procedente de una forma de existencia superior a partir de la utilización de la razón o la palabra, sino por el contrario, Aristóteles utiliza la categoría de zoé (zoon politikon-ζῷον πολιτικόν) como la naturaleza política de los hombres a través del diálogo deliberativo y la retórica. La capacidad para vivir bien y alcanzar una vida cualificada, convirtiéndose en un animal político se logra sólo a partir de la existencia categorizada a través del vocablo zoé como una existencia superior en tanto engrandecimiento de la vida de los hombres. Esto no quiere decir que zoé sea una condición de vida generalizada, sino por el contrario, es una condición de vida restringida a sólo aquellos que desarrollan por medio del logos las cualidades que los conducen hacia la libertad, es decir, hacia una existencia en la que se desarrolla la posibilidad de superarse a través de la razón, la palabra y la acción. Por otro lado, bíos (βίος), entendido como la comprensión orgánica de los hombres, se reconocerá a través de las tres formas de vida que Aristóteles enmarcó en la Ética Nicomaquea. Estas formas o géneros de vida son: la vida del cuerpo (bíos apolaustikós-βίος πρακτικός), la vida con los otros (bíos politikós-βίος πολιτικός) y la vida de las ideas en la mente (bíos theoretikos-βίος θεορετικός). Cada una de estas formas de vida aporta para la constitución biológica de los hombres, es decir, expresa los elementos indispensables para categorizar una existencia orgánica como eminentemente humana, en tanto que para reconocerse como tal es necesario hacerse partícipe de cada una de estas cualidades (cuerpo, razón y comunidad), por lo que refiere, ésta sí, a una condición de vida que trasciende a todos los hombres. La ostentación de estas capacidades no hace a los hombres superiores o inferiores, pues como tales estas características las sustentan todos los hombres por igual. La distinción de estas cualidades sólo se desarrollará cuando el individuo potencie estas facultades para convertirse en virtuoso, manifestando su existencia superior a través, por ejemplo, de la valentía, la sabiduría o la política.

3Los tiempos en los que los manes familiares, los dioses olímpicos, los cultos imperiales, las religiones orientales y el cristianismo ortodoxo dominaban sobre la mente y el cuerpo de los hombres, teóricamente acabaron. Ahora es preciso que la razón, esto es el conocimiento de la realidad, gobierne sobre los hombres. Una razón peculiar señala Kant, pues dejando de lado el empirismo de Locke y Hume, y el racionalismo de Descartes y Leibniz, debe de reconocerse que la razón está determinada por los sentidos humanos y por las estructuras cognitivas de los individuos, es decir, por un sujeto y un objeto, por lo que el sujeto se establece como la fuente que edifica el conocimiento mediante la sensibilidad de la naturaleza del objeto. Esto no quiere decir que todos los objetos sean apreciados por el sujeto; más allá, tal vez existan cosas en sí que puedan ser conocidas únicamente por una divinidad, y, sin embargo, no son parte de los fenómenos que los hombres puedan dar cuenta; por lo tanto, no pueden reconocerse como parte del conocimiento de la realidad. De esta manera, los elementos que constituyen a los hombres, como los sentidos y las estructuras cognoscitivas, son los únicos generadores del conocimiento.

4El Estado se encuentra en un dilema, pues efectivamente su deber es preservar la vida de sus ciudadanos, pero esta preservación también pasa por otorgarles los medios necesarios para su subsistencia y bienestar, situación que se trastornaría si desecha y expulsa la fuerza de trabajo inmigrante; si no se les extrae valor a sus corporalidades a menor costo que a la de los propios ciudadanos, generando, por lo tanto, mercancías más caras que afectan las satisfacciones y prosperidades de sus ciudadanos. Pues qué precio tendrían los alimentos en Norteamérica de no ser por los inmigrantes, qué precio tendrían los servicios domésticos en Europa de no ser por los inmigrantes, qué precio tendrían los servicios de salud en Asía de no ser por los inmigrantes, qué precio tendrían las mercancías de la industria del placer y el entretenimiento de no ser por los inmigrantes.

Recibido: 20 de Abril de 2021; Aprobado: 05 de Febrero de 2022

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