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Espiral (Guadalajara)

versión impresa ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.29 no.85 Guadalajara sep./dic. 2022  Epub 31-Oct-2022

 

Estado

Un acercamiento “integral” a la forma estatal guatemalteca: descifrando la continuidad hegemónica de las élites*

An ‘integral’ approach to the Guatemalan state form: deconstructing the hegemonic continuity of elites

Patrick Illmer1  , Profesor
http://orcid.org/0000-0001-9983-8855

1Doctor en Ciencias Sociales obtenido en la Universidad de Bradford. Profesor en el Centro de Estudios Sociológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. patrick.illmer@gmx.net


Resumen

En este artículo se analiza el predominio de las élites, retomando el caso empírico de Guatemala y contribuye a la literatura que busca explicar la resiliencia de órdenes estatales excluyentes. La investigación se apoya en las contribuciones teórico-metodológicas de René Zavaleta y la perspectiva gramsciana del Estado integral con el objetivo de comprender la hegemonía de las élites en tres dimensiones analíticas: a) la defensa de privilegios a partir del control instrumental sobre los principales procesos y mecanismos institucionales; b) los esfuerzos para integrar de manera subalterna y selectiva a fragmentos de la sociedad civil a sus proyectos; c) la disposición a recurrir a mecanismos estatales y paraestatales violentos para contrarrestar las expresiones antagonistas de la sociedad civil. Se sostiene que la combinación -con un peso cambiante- de estas tres estrategias amparadas en una cultura política que actualiza nociones de diferenciación social y privilegio, permite descifrar con detalle la configuración hegemónica guatemalteca.

Palabras clave: hegemonía; ecuaciones Estado-sociedad; Guatemala; élites; Estado integral

Abstract

This article analyzes the dominance of elites, retaking the empirical case of Guatemala and contributes of the literature that seeks to explain the resilience of exclusionary state orders. The research is based on the theoretical-methodological contributions of René Zabaleta and the Gramscian perspective of the Integral State with the aim of understand the hegemony of the elites in three analytical dimensions: a) the defense of privileges based on instrumental control over the main processes and institutional mechanisms; b) the efforts to the subordinately and selectively integrate fragments of civil society into their projects; c) the disposition to resort to violent state and para-state mechanisms to counteract the antagonistic expressions of civil society. It is argued that the combination -with a changing weight- of these three strategies protected by a political culture that updates notions of social differentiation and privilege, lets decrypt with detail the Guatemalan hegemonic configuration.

Keywords: hegemony; State-society equations; Guatemala; elites; comprehensive State

Introducción

Según una metáfora de Torres-Rivas (2017: 357-378), la sociedad guatemalteca se asemeja a un “edificio de cinco pisos” que se caracteriza no sólo por “una mezcla de estilos arquitectónicos incompatibles e incongruentes”, sino también por la ausencia de ascensores. En términos concretos, esto se traduce en una forma social que actualiza de manera continua la marginalización de amplios segmentos de la sociedad, mientras reproduce la concentración descomunal del poder político y económico. Ante la evidencia contemporánea que permite reafirmar esta lectura, los análisis recientes se han enfocado en la capacidad de las redes de élites para extender su posición dominante y su control sobre los principales procesos económicos, políticos y culturales después de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 (Bull, 2014; CICIG, 2015; Gutiérrez y Méndez, 2012; Insight Crime, 2014, 2016; Waxenecker, 2019). Estos trabajos plantean la capacidad de diferentes facciones de élites de cooptar los espacios y operaciones institucionales a partir de una amplia gama de mecanismos informales e ilegales. Mientras que aportan una serie de elementos empíricos para trazar cómo los grupos dominantes consolidan su control sobre la esfera institucional, también se revelan limitantes en su poder explicativo. Entre ellas destaca la separación entre las formas contemporáneas de dominio de las élites y su génesis sociohistórica, además de un énfasis institucionalista que aísla a los grupos de poder de su entorno social, dejando una serie de vacíos en términos teóricos y empíricos.

En este artículo planteo que tales aportes, nutridos principalmente por perspectivas cercanas a las ciencias políticas y la labor investigativa de mecanismos jurídicos como la CICIG,1 dejan de lado la dimensión que en la tradición sociológica marxiana es co-determinante para pensar las formas estatales: el plano de la sociedad civil. A pesar de que algunos estudios sobre contra-movimientos (Benítez Jiménez, 2021; Sáenz de Tejada, 2004) han llegado a complementar los análisis movimentistas sobre las expresiones organizativas populares, sindicales e indígenas (Bastos, 2010; Bastos y Camus, 2003; Yagenova, 2010), siguen ausentes perspectivas que aborden de manera más integral esta dimensión analítica. Es decir, hace falta ahondar en cómo un control instrumental sobre el aparato estatal y la prevalencia de pautas de dominación sobre las de consenso activo también implican un modo particular de estructurar relaciones en la sociedad política, contener las mediaciones emergentes de la sociedad civil y organizar las relaciones de fuerza en este terreno.

En consecuencia, la estructura argumentativa del artículo lanza la siguiente hipótesis. Para comprender el carácter resiliente de las constelaciones excluyentes de dominio en países como Guatemala, no basta con trazar las maneras en las cuales las élites cooptan y controlan las operaciones y mediaciones estatales. Tampoco es suficiente elaborar una cartografía de los diferentes proyectos políticos, económicos y culturales en el plano de la sociedad civil. Retomando la perspectiva sociológica de las ecuaciones Estado-sociedad civil, planteamiento teórico desarrollado por René Zavaleta (2009b) a partir de la perspectiva teórica gramsciana del Estado integral, la apuesta investigativa debe retomar las dos dimensiones y descifrar las formas cambiantes de determinación mutua y grados de autonomía entre Estado y la sociedad civil. Es en un análisis detenido de las correlaciones de fuerza en y entre las dos dimensiones analíticas de la sociedad civil y la sociedad política que se puede identificar con más precisión la configuración hegemónica, lo cual en términos de Gramsci (1999) representa la combinación de tácticas que una fuerza social usa para organizar un rol de dirección y dominio político en los diferentes planos del Estado integral.2

Apoyándose en una revisión de literatura teórica, sociohistórica y periodística enfocada en la forma estatal guatemalteca, el artículo se estructura en cuatro partes. La primera parte introduce y profundiza el planteamiento teórico de las ecuaciones estatales para destacar sus implicaciones analíticas y potencialidades. Las partes sucesivas aterrizan esta perspectiva teórica en el caso de Guatemala con una reconstrucción sociohistórica en tres momentos. Se inicia con el análisis de cómo el control y la influencia directa sobre los actores y mediaciones institucionales se convierten en una constante de la reproducción del dominio de las élites. Posteriormente, el artículo se enfoca en el arraigo del bloque dominante en el terreno de la sociedad civil y sus intentos -siempre parciales- de ampliar su influencia sobre determinados segmentos de la sociedad. En la última parte se profundiza en cómo ante el fracaso de la articulación de una dirección e influencia universal sobre la sociedad en su conjunto, la coerción y la violencia llegan a ser elementos indispensables del bloque dominante para contener articulaciones alternas de hegemonía y los fragmentos antagonistas de la sociedad civil.

Estos tres aspectos sólo representan momentos sintéticos y tendencias que se inscriben en una ecuación Estado-sociedad en continua evolución. Por las obvias limitaciones de espacio, en este artículo no será posible hacer una reconstrucción sociohistórica completa de estos ejes. Sin embargo, ejemplificaremos a partir de coyunturas clave el desarrollo de estas vertientes configuradoras del orden societal.

Las ecuaciones estatales: método de análisis y claves teóricas

Es Zavaleta el autor que acuñó la perspectiva analítica de las ecuaciones estatales, para pensar los momentos de articulación entre Estado y sociedad civil en América Latina, definiendo la centralidad de la constitución sociohistórica que se plasma en distintos contextos nacionales y formas estatales. A esta caracterización de las ecuaciones subyace la influencia de Gramsci y su entendimiento del Estado integral que resume en la siguiente manera:

Por Estado debemos entender no sólo el aparato gubernamental, sino también el aparato privado de hegemonía o sociedad civil [ … ] es preciso hacer notar que en la noción general de Estado entran elementos que deben ser referidos a la sociedad civil (se podría decir que Estado = sociedad política + sociedad civil, vale decir; hegemonía revestida de coerción) (Gramsci, 1999: 76).

Con el Estado integral Gramsci no delinea una forma social donde la sociedad política y la sociedad civil representan dos planos espaciales diferenciados o donde un ámbito esté subordinado al otro. En lugar de ello, representan más que todo una distinción metodológica entre dos dimensiones analíticas que se invaden y se interpretan de forma continua. La ecuación, por otro lado, se presenta como una síntesis o un entrecruzamiento entre la sociedad civil y el momento político estatal que en su conjunto configuran el Estado ampliado (Zavaleta, 2009b).

Con base en el análisis de diferentes casos latinoamericanos, Zavaleta (2006, 2009a, 2009b) identifica una serie de variables que influyen en la evolución de estas ecuaciones y marcan su devenir. Detalla situaciones durante las cuales se revela una profunda fuerza organizativa y actividad en el terreno de la sociedad que en determinados momentos rebasa la estructura de dominio. Estos periodos contrastan con fases en las cuales el Estado domina sobre la sociedad civil y se asemeja a un instrumento de los sectores dominantes para supeditar a la población y apropiarse del excedente producido (Zavaleta, 2009f). Estos cambios y claves analíticas orientan la identificación de diferentes “momentos constitutivos”, instantes históricos de los cuales deriva el “modo de ser de las cosas” (Zavaleta, 2009b: 336). Representan “momentos” que son impulsados por cambios en los procesos productivos y político-ideológicos, dando lugar a una determinada configuración de relaciones entre grupos y clases sociales que se sostienen por un cierto periodo. A partir de esta perspectiva sociohistórica de largo plazo se plantea deconstruir la edificación de las formas estatales para caracterizar las articulaciones hegemónicas que se amparan en una combinación de estrategias ubicadas en un continuum entre los polos extremos de la dominación violenta y la búsqueda de un consenso activo.

Central a la perspectiva de las ecuaciones Estado-sociedad civil es la atención a las relaciones de fuerza que caracterizan los dos momentos organizativos del Estado ampliado: la fuerza social dominante y su capacidad de dirección o influencia en la sociedad civil no se derivan únicamente de las determinaciones de la base económica. Gramsci desarrolla la perspectiva marxista al enfatizar la relación dialéctica entre la base económica y el plano superestructural como una estrategia para analizar la constitución sociohistórica de las diferentes fuerzas sociales y su capacidad de desarrollar un rol de dirección sobre la sociedad civil (Oliver Costilla, 2016; Tapia, 2002). Esta forma de trazar la trayectoria de las fuerzas sociales a la vez tiene consecuencias para la conceptualización del orden societal e impide su reducción a una oposición entre el momento político estatal y la sociedad civil. Es decir, es imposible encontrar órdenes estatales donde los proyectos políticos, instituciones y órganos dominantes no se apoyen en un correlato en el plano de la sociedad civil (Dagnino et al., 2006; Oliver Costilla, 2009, 2016; Tapia, 2002). Como consecuencia, una configuración hegemónica no sólo depende del proyecto de los gobernantes sino también de su capacidad de articulación con y en el plano de la sociedad civil. La clave en este proceso de deconstruir la relación más compleja y cambiante entre sociedad política y sociedad civil llega a determinar el problema de “la identidad-distinción” (Gramsci, 1999: 289) entre estos dos planos analíticos, que se refleja en sus modos de imbricación y los respectivos grados de autonomía.

En la misma tonalidad que Gramsci, Zavaleta (2009b) enfatiza el carácter dinámico de estas relaciones, lo cual implica que clasificaciones definitivas se convierten en un ejercicio obsoleto. Por otro lado, a pesar de múltiples reformulaciones sucesivas en las relaciones entre el Estado político y la sociedad civil, ciertas determinaciones históricas y de larga duración pueden persistir y poner en duda la profundidad de los momentos constitutivos. Una variable teórica resaltada por autores como Zavaleta y Lechner (2012) que permite pensar la rigidez de estas determinaciones de largo plazo, es el grado de afianzamiento de los procesos de nacionalización. También en este caso los autores retoman la diferenciación dialéctica entre base y superestructura como punto de partida para desarrollar un planteamiento que distingue entre diferentes grados de éxito o fracaso en el proceso de nacionalización. En el caso de los procesos “exitosos” de configuración nacional, el Estado se erige como poder político sobre una sociedad civil con cierto grado de homogenización en la base económica y la construcción de significados nacionales compartidos en el ámbito de la cultura política. Por otro lado, en el caso de las nacionalizaciones incompletas de América Latina, en vez de formas de regularidad y subsunción real, persisten las características “abigarradas” (Zavaleta, 2009b, 2009d), es decir, una heterogeneidad económica y sociocultural de colectividades que conviven en una sociedad, donde en muchos casos la nación representa poco más que un supuesto.

Traducido en el lenguaje de las ecuaciones estatales, un proceso de nacionalización exitoso tiende a facilitar el camino hacia formas orgánicas de correspondencia entre Estado y sociedad civil que se acercan al ideal de la forma estatal capitalista burguesa (Zavaleta Mercado, 2006). En cambio, la heterogeneidad estructural se tiende a plasmar en formaciones estatales “aparentes” (Zavaleta, 2009c), donde una parte de la sociedad busca definir lo nacional y ejercer soberanía sobre un territorio, sin que represente o tenga vínculos con grandes segmentos sociales del territorio. Es en estas formaciones estatales donde se refuerza el recurso a la violencia y la coerción como estrategia de poder para sostener la constelación social “aparente”.

De este modo, la perspectiva integral del Estado que subyace a las ecuaciones estatales se complementa con la focalización en los momentos constitutivos, las relaciones de fuerza y los procesos de nacionalización. En línea con la tradición gramsciana, nos llama a deconstruir con más detalle la complejidad relacional inherente a las formas estatales. A pesar de que en el caso de Guatemala parecen predominar las situaciones instrumentales en las cuales los grupos de poder actualizan su dominio a partir del control directo sobre los efectos estatales, al integrar el plano de la sociedad civil, esta perspectiva nos proporciona un marco metodológico para deconstruir de manera más concisa la configuración de esta hegemonía.

El Estado político como eje de articulación: el hábito instrumental del bloque dominante

En esta sección me detengo en el primer momento analítico de la ecuación Estado-sociedad que se enfoca en el entramado de relaciones que se despliega entre el “bloque dominante” y el aparato estatal. Por un lado, este análisis se enfoca en deconstruir la complejidad interna de este bloque. Por otro, examina los modos en que las diferentes facciones de élites aseguran una influencia directa sobre las operaciones y “efectos estatales” en términos de leyes y políticas. Esta dimensión analítica examina cómo las élites buscan compensar su debilidad hegemónica en el terreno de la sociedad civil, blindando el control sobre las mediaciones estatales y la dimensión de la sociedad política, lo que ha funcionado históricamente como garantía para ampliar ciclos de acumulación, defender privilegios y superar diferentes momentos de crisis.

Defino la noción de bloque dominante como una arquitectura social de redes de élites que destacan por poseer recursos simbólicos, ideológicos y materiales que les permite estructurar procesos económicos, culturales y políticos en diversos ámbitos de la sociedad. En el caso guatemalteco, la cohesión interna de este bloque se construyó históricamente en una cercanía ideológica que legitima privilegios adquiridos y el interés compartido de defender una posición dominante en el orden societal a partir de una elevada disponibilidad de recursos de diferente índole, características que permiten una diferenciación del resto de la población.

La constitución de este bloque es resultado de procesos sociohistóricos de larga duración con raíces en el periodo colonial. Esta fase y la orientación ideológica de las élites también sentaron las bases para una integración dependiente en el mercado global e institucionalizaron un orden social en sintonía con los intereses metropolitanos. La integración dependiente en las redes del capitalismo global se amparó en un orden finquero, una forma de organización socioeconómica que se consolidó como un microcosmos de la sociedad guatemalteca y cuyos ejes fueron el despojo de los pueblos indígenas de sus tierras y el trabajo forzado. El legado trascendente de este orden violentamente impuesto se plasmó en un incipiente aparato estatal que se convirtió en garante para la reproducción de este modelo. En su desarrollo histórico, este orden societal no se tradujo en una modernización capitalista donde el capital como relación social de producción se volviera dominante (Tischler, 2001; Torres-Rivas, 2011). En su lugar, más de un siglo después de su independencia formal en 1821 seguían dominando las pautas coloniales de servidumbre y trabajo forzado, cuyo reflejo en el plano político fue una igualdad jurídica diferenciada que consagraba una jerarquía racial y relegaba a la población indígena.

La perdurabilidad y forma operativa del orden finquero también se concretó en la subjetividad política y cultural de las élites que se plasmó en un “ethos señorial” con una base ideológica derivada de un darwinismo social y un énfasis en la pureza de sangre (Casaús Arzú, 2007). Este marco simbólico colonial impulsado desde las élites se reprodujo con pocas alteraciones durante la primera mitad del siglo XX, mientras la cohesión del bloque dominante era resguardada por un rígido filtro matrimonial. La incorporación de nuevos miembros a la estructura de élites se dio de manera casi exclusiva a partir de inmigraciones europeas, aceptadas por su aporte de capital o nobleza al bloque dominante (Casaús Arzú, 2007). Pese a las dinámicas de competencia entre familias y facciones, se consolidó una oligarquía endogámica y cerrada, sostenida por un marco simbólico que proporcionaba los criterios de pertenencia y diferenciación de las élites.

El aparato institucional del Estado y la emergente burocracia cívico-militar a principios del siglo XX se convirtió en el nodo central para la articulación política, cultural y económica del bloque dominante. El resultado fue una oligarquización de la vida política que, como menciona Torres-Rivas (2011), al reproducirse durante numerosas décadas terminó por constituir una mentalidad e instituir una praxis autoritaria de gobernar. Los procesos de modernización económica no interrumpieron estas dinámicas y, a diferencia de las trayectorias estatales en el occidente, no conllevaron la emergencia de una burguesía que cuestionaba el predominio de la clase terrateniente. Cuando surgieron pautas burguesas en línea con la modernización capitalista fueron consecuencia de un simple “cambio de piel” (Torres-Rivas, 2011: 137), es decir, una diferenciación de estrategias de acumulación al interior de la misma oligarquía que en la segunda mitad del siglo XX se convirtieron en corporaciones que combinaban intereses en la agricultura, la industria y el sector financiero mientras conservaban el “ethos señorial”.

Durante extensos periodos las élites oligárquicas delegaron la administración y operación del aparato institucional. A la vez, nunca perdieron control de la sociedad política y en momentos de crisis intervinieron personalmente para ajustar la trayectoria estatal u ocupar personalmente posiciones en el terreno institucional.3 Entre los puntos históricos que reflejan momentos de intromisión directa en las operaciones institucionales, destaca la restauración anticomunista de 1954 o el impulso a la transición política de 1984.

Por otro lado, mientras su rol determinante sobre las operaciones institucionales y su carácter exclusivo se ha mantenido, la configuración interna del bloque dominante no ha sido estática. En la segunda mitad del siglo XX hubo diferentes momentos con cierto grado de circulación o incorporación de nuevos actores -vinculados principalmente a la institución militar- que se tradujeron en una renegociación de los términos de dominación. Esta reconfiguración se debía a la limitada capacidad de las élites tradicionales para hacer avanzar una articulación con parámetros universales y buscar grados de consenso en el plano de la sociedad civil. La consecuencia del fracaso de impulsar una “dirección” en términos gramscianos se tradujo en la dependencia cíclica de los mecanismos coercitivos. Especialmente, el aparato contrainsurgente y los 36 años de conflicto armado (1960-1996) brindaron aperturas a actores vinculados al ejército para consolidar puentes con las élites tradicionales, a la vez que aprovechaban su acceso directo a los mecanismos institucionales para impulsar sus propios proyectos.4 La transición democrática de los años ochenta profundizó esta reconfiguración del bloque dominante y gradualmente consolidó un escenario de competencia por el control de la sociedad política y sus funciones entre facciones cercanas a las élites tradicionales y los grupos emergentes.

En el marco del proceso transicional, inaugurado con la asamblea constituyente de 1984 y las elecciones de 1985, las élites tradicionales habían quedado confiadas en poder controlar la apertura democrática y la ampliación de las opciones políticas a partir del control de las mediaciones estatales integradas en el nuevo diseño constitucional. Esto se logró principalmente al minimizar las contribuciones públicas a los partidos políticos, haciéndolos de facto dependientes del financiamiento privado (Ortiz Loaiza, 2008) y al instalar una serie de salvaguardas en el marco constitucional que permitieran contrarrestar cualquier asalto a sus privilegios (Gutiérrez, 2013; Schneider, 2014).5

Asimismo, en línea con las pautas tradicionales en el ejercicio del poder, se ampararon en una amplia gama de mecanismos informales e ilegales que les aseguraron una influencia más directa sobre las operaciones del Ejecutivo y las ramas del Poder Judicial.6 Sin embargo, los procesos simultáneos de liberalización económica y política prepararon el terreno para que grupos emergentes pudieran competir con los sectores tradicionales de las élites. Al respecto, resaltan tres grupos que usaron su arraigo en diferentes ámbitos de la sociedad política para enlazarse con el bloque dominante. Primero, los actores que a partir de su cercanía con los gobiernos de la transición democrática lograron beneficiarse de los procesos de privatización de empresas estatales en el curso de los años noventa y como contratistas del Estado (Gutiérrez, 2012; Palencia Prado, 2002). Segundo, los grupos asociados a la institución castrense que se empoderaron a partir de su vinculación con formas de acumulación ilícita, como el trasiego de narcóticos y formas de contrabando (Gutiérrez y Méndez, 2012). Tercero, las facciones que surgieron como parte de la nueva clase política “democrática” y los funcionarios públicos, quienes se consolidaron como operadores de las élites o ganaron peso en el marco de los procesos de descentralización, con base en su capacidad para concentrar recursos estatales y movilizar al electorado local (ICEFI, 2011; Insight Crime, 2011). En conjunto y desde sus posiciones en la sociedad política, los respectivos grupos pudieron participar en esquemas de corrupción y/o asegurarse rentas a cambio del favorecimiento de intereses particulares.

A pesar de estos cambios en las relaciones de fuerza al interior de la arquitectura de élites, las nociones excluyentes en las formas de organizar la ecuación Estado-sociedad civil se sostuvieron. Entre los planos superestructurales de la sociedad política y la sociedad civil se consolidó un filtro para resguardar el acceso a los mecanismos estatales.7 Recursos como el capital económico, la capacidad de formar alianzas con facciones de élites y tejer redes alrededor de posiciones claves, el acceso a información estratégica y el despliegue de aparatos ideológicos, así como la posibilidad de activar mecanismos coercitivos estatales o paraestatales blindaron el acceso al aparato estatal y a las mediaciones institucionales (Bull, 2014). Mientras estos factores determinaron las correlaciones de fuerza entre diferentes facciones de élites, la expansión de los mecanismos institucionales y la introducción de procesos formales de participación generaron la evolución de una alianza abiertamente autoritaria y autolegitimizante entre élites tradicionales y sectores militares hacia formas competitivas de cooptación estatal bajo reglas formalmente democráticas. En este contexto el diseño formal de las instituciones políticas y jurídicas pierde importancia a partir de la disposición de las élites de basar su fuerza social en las reglas informales e ilegales que rigen la competencia.8 Este modus operandi permite blindar las redes de élites y la sociedad política de penetraciones desde abajo e insertar un filtro selectivo que reafirma la verticalidad inscrita en el orden societal.

En vez de abrir la puerta a una ecuación más orgánica entre Estado y sociedad civil, la democracia posconflicto renueva las pautas selectivas de correspondencia y representatividad. Más allá de las disputas entre diferentes segmentos de las élites, a nivel del bloque dominante se actualiza el histórico “ethos oligárquico” (Torres Rivas, 1975), que se plasma en redes de complicidad operando alrededor de un consenso implícito sobre las prácticas corruptas orientadas a blindar el acceso a las decisiones y procesos claves del Estado. El aparato estatal se convierte en el polo clave de la sociedad política para articular intereses anclados casi exclusivamente en la arquitectura social de élites. Sin embargo, la importancia del control instrumental del bloque dominante sobre el aparato institucional no explica la configuración hegemónica en su conjunto. Como en el siguiente apartado se demuestra, en diferentes periodos se complementa con intentos de aumentar la influencia y el sustento de los proyectos de las élites en el terreno de la sociedad civil.

Intentos de articulación hegemónica y la reproducción autoritaria en la sociedad civil

Este apartado se enfoca en el momento de la ecuación caracterizado por los intentos del bloque dominante de ampliar su influencia en la sociedad civil, así como la aceptación y reproducción -con distintos grados de consenso activo o pasivo- de estos imaginarios y proyectos entre segmentos de la sociedad. Al igual que en la sección anterior, los diferentes esfuerzos del bloque dominante requieren de una contextualización histórica.

Un primer proyecto de articulación selectiva con otros fragmentos de la sociedad nacional se remonta a la reforma liberal a finales del siglo XIX, cuando las facciones liberales de las élites lograron ganar ventaja sobre las facciones conservadoras con el lema de secularizar el Estado y modernizar la sociedad (Taracena Arriola et al., 2004). Varios aspectos de su plan de transformación cultural fueron prontamente abandonados, mientras la expansión del modelo latifundista y la profundización de los vínculos con el sistema mundial capitalista fueron mantenidas. En línea con el legado colonial, los intentos del bloque dominante de extender su influencia en el plano societal durante el siglo XIX y la primera mitad del XX fueron selectivos y alineados con la jerarquía racial predominante. En la práctica, las adscripciones de ciudadanía y la definición de lo nacional se ampliaron solamente hacia la población ladina9 asentada principalmente en la Ciudad de Guatemala. En este espacio urbano, a la sombra del modelo agroexportador se consolidó un tejido socioeconómico nutrido por las actividades artesanales y el pequeño comercio, así como la gradual ampliación de los servicios estatales y algunos procesos incipientes de industrialización (Tischler, 2001). Apoyado en la Iglesia y las instituciones educativas, el bloque dominante fue capaz de diseminar un sentido ideológico de pertenencia y estimular una integración subalterna a la nación entre estos segmentos de la población urbana. Esta inclusión fue operativizada por los distintos gobiernos militares a través de estrategias paternalistas de mediación, mientras priorizó los intereses de los grupos oligárquicos.

La contraparte de esta integración ladina fue el “problema del indio”, la cuestión de qué hacer con la Guatemala “profunda” de las mayorías indígenas asentadas en las áreas rurales y culturalmente incompatibles con los proyectos nacionales de las élites. A pesar de ciertas aristas discursivas entre intelectuales que planteaban la alfabetización y ladinización de la población indígena, estas propuestas de integración encontraron sus límites ante los requerimientos de trabajo forzado de las fincas del país que de facto invalidaron cualquier goce de derechos y garantías (Brunner et al., 1993). Parte de esta subordinación coercitiva fueron las dificultades del bloque dominante para consolidar una influencia o una capacidad de dirección sobre las múltiples formas de lo local vividas y defendidas por las comunidades indígenas.

Acontecimientos como la revolución socialdemócrata de 1944 mostraron la fragilidad de los intentos de configurar una hegemonía apoyada en la integración subalterna y selectiva de los fragmentos ladinos de la sociedad. Sin embargo, a pesar de un rebasamiento momentáneo del orden estatal y el desplazamiento del régimen oligárquico, los esfuerzos de sectores de clase media10 para articular un proyecto político no arraigado en el bloque dominante fueron interrumpidos de manera prematura. La distancia entre el mundo urbano y el rural expresada fundamentalmente en la contradicción entre ladinos e indígenas, así como las implicaciones geopolíticas de la incipiente Guerra Fría prepararon las condiciones para un golpe de Estado en 1954 y, por ende, el regreso de una alianza oligárquica-militar al mando estatal, sin que en la sociedad civil residieran suficientes fuerzas para defender los avances democratizantes.

En lo inmediato, los objetivos de la cúpula militar se enfocaron en restituir los privilegios y la influencia de las élites tradicionales y en eliminar la amenaza insurgente. Sin embargo, en el curso de la permanencia al mando estatal, sus aspiraciones transitaron hacia la consolidación de un proyecto estatal más integral y hacia la reificación de la sociedad nacional en línea con los imaginarios de la institución castrense. El proyecto militar, sus valores patrióticos y la identidad ladina llegaron a ser articulados como sinónimos de lo guatemalteco, legitimando su incursión en todos los ámbitos de la sociedad: la educación, la salud y la vida cultural, entre otros.

En este cambio de rumbo marcado por la consolidación de los regímenes militares también destaca una adherencia más explícita a la proclama anticomunista de las vertientes conservadoras de la Iglesia católica guatemalteca, históricamente cercanas a las élites económicas. Su influencia se hizo notar entre la pequeña y mediana burguesía de los centros urbanos, que retiró su apoyo a los intentos reformistas (Torres-Rivas, 2011). Mientras al interior de la Iglesia católica diferentes vertientes como los sacerdotes Maryknoll y la Orden del Sagrado Corazón giraron hacia la organización de comunidades de base y la constitución de cooperativas (Fitzpatrick-Behrens, 2016), la jerarquía de la Iglesia mantuvo durante décadas un ominoso silencio ante la realidad nacional y el recrudecimiento de la violencia a partir de la consolidación del Estado contrainsurgente en 1960 (Taracena Arriola et al., 2004).

Al paso de la fusión entre el ejército y el Estado político, los militares reforzaron sus intentos de consolidar puntos de apoyo no sólo como táctica de la lucha contrainsurgente, sino también para su propia permanencia al mando del aparato estatal. El despliegue territorial del ejército luego de un terremoto ocurrido en 1976 y un giro más explícito de las estrategias contrainsurgentes hacia la “captación de mentes y cuerpos” de la población a partir de 1982, reflejaron esta pretensión.

Mientras la cúpula militar confiaba en que sus mecanismos de vigilancia y la propaganda anticomunista le aseguraba una influencia cultural y política sobre los centros urbanos, el carácter no-integrado de la población indígena se consolidó de nuevo como una preocupación central por permitir lo que consideraba un acercamiento y una manipulación por parte de las fuerzas guerrilleras (Taracena Arriola et al., 2004). Sin embargo, en todo momento la pretensión tutelar de la institución castrense hacia las zonas rurales nunca trascendió el escenario de lo que Zavaleta (2009d) denomina una “hegemonía negativa”. En línea con esta idea, el intento de ampliar las áreas de dominio en el plano de la sociedad civil iba de la mano con el terror, las políticas de tierra arrasada y la desagregación colectiva para crear un escenario de disponibilidad subjetiva que permitiera sustituir los marcos culturales y las prácticas autónomas que desestabilizaban el proyecto nacional-militar. Estos esfuerzos de integración consistieron en diferentes tácticas complementarias, entre las cuales destaca el reclutamiento forzado para el servicio militar, la eliminación de pautas colectivistas y la modernización de la vida productiva, la concentración y reeducación ideológica de la población rural, así como la promoción de misiones pentecostales para rehacer las comunidades en términos espirituales y eliminar simpatías con la insurgencia.

Sin embargo, las acciones orientadas a extender el ámbito de influencia y sustento societal entre las mayorías rurales a partir de una categorización binaria entre el indio reformable, subordinado, por contraste con el indígena incivilizado y manipulado por el comunismo, fracasaron no sólo a nivel de la base económica, sino también en la reformulación de las creencias. Por un lado, el impacto del conflicto armado interno, en conjunto con la inserción dependiente en las redes del capitalismo global, imposibilitó procesos integrativos en la base económica. En lugar de una inserción productiva de la población, se profundizaron las condiciones de miseria y dependencia de programas de ayuda en las áreas rurales devastadas por las operaciones de tierra arrasada. Por otro lado, el planteamiento ideológico orientado a reconfigurar la subjetividad indígena fue incapaz de seducir a segmentos importantes de la población. De la mano con el terror y la violencia masiva, la recuperación territorial socavó los intentos de aumentar la confianza entre una población que igualaba a la institucionalidad estatal con su discriminación y explotación histórica.

La transición hacia una democracia formal y el gradual desplazamiento de los militares del núcleo del régimen político en el curso de los años noventa hicieron poco para encaminar una relación más orgánica entre Estado y sociedad civil. Al paso que diferentes élites económicas tradicionales y emergentes cooptaron las mediaciones democráticas de la sociedad política, profundizaron aspectos como la privatización de servicios, la financierización de la economía, la suscripción de tratados de libre comercio y el impulso a una serie de megaproyectos hidroeléctricos, extractivos y de infraestructura (Palencia Prado, 2002; Solano, 2005). Muchos de estos procesos profundizaron la contradicción entre el reconocimiento formal de derechos y estas reformas socioeconómicas que implicaban procesos excluyentes de subsunción y desplazamiento.

Los partidos políticos, en lugar de abrir líneas de integración y politización de las masas, se consolidaron como redes verticales de integración sobre una sociedad con amplios segmentos sociales paralizados por décadas de violencia y militarización, y con poca experiencia en términos de una participación política institucional. De este modo, las redes partidarias, en vez de facilitar mediaciones más inclusivas entre sociedad civil y sociedad política se volvieron plataformas para el fortalecimiento de una clase política emergente en el bloque dominante y una ampliación de su influencia sobre las operaciones estatales. Entre las élites políticas y los barrios, periferias y municipios rurales se institucionalizaron relaciones transaccionales, mientras el poder local se consolidó alrededor de operadores políticos con la capacidad de movilizar pobladores para fines electorales. En el curso de democracia posconflicto se normalizó especialmente entre las clases populares la participación política como práctica para acceder a beneficios inmediatos y aliviar las problemáticas existenciales al navegar entre diferentes estructuras clientelares.11

La subalternación de los segmentos populares a partir de estas pautas clientelares frecuentemente coinciden con las espacialidades de marginalización y violencia, cuya ampliación ha sido una constante en este periodo posconflicto. En su conjunto, la subsunción excluyente en términos económicos y la experiencia cotidiana de violencia impulsaron la configuración de subjetividades tendentes a reafirmar el statu quo, no sólo a partir de una praxis subalterna sino también con la adherencia a determinadas creencias y marcos ideológicos. Un ejemplo de ello es la difusión de expresiones de “ciudadanía autoritaria” (Pearce, 2017), donde pobladores canalizan las emociones de injusticia y miedos de inseguridad hacia peticiones políticas de mano dura o incentivan a tomar el castigo en sus propias manos. Esta matriz de subjetivación también permite la movilización de grupos de la población por parte de actores políticos con fórmulas reaccionarias y articulaciones autoritarias.12

Las iglesias pentecostales se han vuelto un actor clave para la irradiación de una receptividad hacia valores conservadores, representando un mecanismo especialmente sutil en el moldeamiento de subjetividades por su orientación hacia las estructuras emocionales de la población (O’Neill, 2011). Desde su impulso en el marco de la contrainsurgencia, la expansión de estas vertientes religiosas ha ido desplazando a la Iglesia católica y se ha consolidado como una de las principales influencias para la constitución de imaginarios culturales entre los sectores populares.13 A pesar de facilitar ciertos espacios de solidaridad en contextos donde predomina la fragmentación social, la violencia y la pobreza, se traducen en una praxis despolitizada y nutrida de visiones apocalípticas que termina impulsando una integración subordinada en los proyectos dominantes.

Aunque sean parciales, los intentos del bloque dominante de extender su influencia sobre la sociedad se impulsan sobre la disgregación y precarización social, que en gran parte son consecuencia de las políticas de terror y la debilidad pública del Estado. En combinación con las formas excluyentes de subsunción económica se preparó el terreno para una receptividad ideológica autoritaria y poco crítica al statu quo que permite especialmente entre los segmentos ladinos y urbanos de la sociedad una integración subalterna en las redes político-sociales de las élites.14 Sin embargo, como veremos en el siguiente apartado, la debilidad hegemónica persiste y el recurso cíclico a la violencia y coerción como estrategia de poder se perpetúa.

Las consecuencias de una hegemonía débil: contención violenta y actualización contrainsurgente

Este apartado se enfoca en el tercer momento de la ecuación social y los espacios y actores que le ponen límites a la influencia y las instituciones de las élites. Se plasma en un antagonismo entre el bloque dominante y los sectores resistentes de la sociedad civil que se oponen a sus proyectos e intereses. En el contexto de una hegemonía fragmentada y débil, las tácticas coercitivas y violentas de contención en conjunto con la estructuración del campo político alrededor de la escisión amigo-enemigo conforman la tercera clave de la matriz que sustenta el dominio de las élites. Dada la imposibilidad de resolver las contradicciones sociales y la susceptibilidad a momentos de crisis, además de la coerción, los proyectos del bloque dominante requieren de fuentes discursivas de legitimación. La estructuración de lo político alrededor de un escenario schmittiano de amigo-enemigo facilita este objetivo. Se alimenta desde los grupos de poder la identificación colectiva de los enemigos y una disposición colectiva para enfrentarlos. Esta dinámica oposicional es nutrida por una diversidad de elementos, representaciones y estrategias discursivas de los ámbitos religioso, cultural y económico, que en el momento del enfrentamiento son eclipsados por la distinción primaria entre enemigo y amigo (Arditi, 2012).

En términos históricos no es casual que, en uno de los momentos constitutivos del proyecto nacional guatemalteco como la revolución liberal de 1871, las élites reconocieran la importancia de institucionalizar un aparato coercitivo como parte del marco estatal, de este modo reemplazando las milicias locales que lo procedieron (Taracena Arriola et al., 2002, 186). A pesar de que este despliegue territorial se desarrolló con diversos grados de intensidad y alcance en el espacio que hoy constituye Guatemala, el impulso al modelo finquero y la concentración de tierras iba de la mano con la consolidación de este aparato coercitivo. Además de la ocupación territorial, en la mira de esta expansión se encontraba la población indígena que amenazaba las aspiraciones de modernización y civilización, pero cuya mano de obra gratuita también era indispensable para el modelo agroexportador.

Sin embargo, la predominancia de las facetas despóticas del proyecto de las élites también reproducía como contraparte la persistencia de múltiples expresiones culturales y políticas de lo local. En este contexto resalta la importancia de retomar las reflexiones de Zavaleta (2009b, 2009e) para analizar las implicaciones de estos campos de intersubjetividad inherentes a la configuración de la ecuación social. Zavaleta parte de la relación dialéctica entre base económica y superestructura en el marco de las relaciones capitalistas para identificar cómo los procesos sociopolíticos determinan las formas de integración nacional. El desarrollo de las formas modernas de producción capitalista y los procesos de subsunción real presuponen no sólo un proceso de homogenización a nivel del proceso productivo. Como muestran los casos de Estados burgueses donde la ecuación entre Estado y sociedad civil se caracteriza por una elevada organicidad, las dinámicas evolutivas del régimen productivo también tienden a traducirse en una sustitución y estandarización de las concepciones del mundo.

En el caso de Guatemala, el predominio prolongado del modelo finquero, así como la ausencia de amplios procesos de subsunción real más recientes no sólo tuvieron implicaciones en términos del modelo productivo, también explican la debilidad en términos de la homogenización sociocultural y la construcción de un sentido de pertenencia necesario para la integración nacional. Sólo de manera muy esporádica y fragmentaria se desencadenaron procesos económicos orientados a configurar nuevas pautas de socialización y concepciones del mundo alineadas con la modernización capitalista. Ante la ausencia de estas pautas, el proceso sociohistórico se plasmó en la configuración de una sociedad donde persiste una heterogeneidad sociocultural de colectividades que conviven en ella. En palabras de Zavaleta (2009a, 2009b, 2009e), tales condiciones dan lugar a formaciones estatales “aparentes”, donde una parte de la sociedad trata de definir lo nacional y ejercer soberanía sobre un territorio sin que represente o tenga vínculos con amplias partes del territorio. Además, en el núcleo del ejercicio del poder estatal se hace dominante una matriz político-cultural antagónica a cualquier socialización de poder, mientras la proyección hegemónica del bloque dominante encuentra sus límites en la persistencia de múltiples formas locales de producción y organización de la vida política.

Históricamente, los espacios rurales e indígenas de la sociedad fueron los lugares donde se constituyeron las subjetividades críticas de los intereses y proyectos dominantes amparadas en un sentido de pertenencia local y una práctica comunitaria. Estas expresiones antagónicas surgieron en su origen como expresión de resistencia a la concentración y el trabajo forzado en el marco de la implementación del modelo finquero. Sin embargo, a partir del surgimiento de expresiones insurgentes entre la población ladina y en línea con las tendencias globales en el curso del siglo XX, la aversión del bloque dominante hacia el indio fue complementada por la descalificación de toda expresión organizativa asociada a las ideologías socialistas (Torres-Rivas, 2011). Este proceso culminó con la implementación del Estado contrainsurgente en 1960 que consolidó el momento de actualización del imaginario del “enemigo interno” a partir de una confluencia de significados racistas y clasistas. La institución militar se volvió la encargada de identificar los elementos ideológicos, los rasgos biológicos y las pautas de comportamiento representativas de lo nacional (Schirmer, 1998). Al mismo tiempo todo lo “diferente” en términos culturales y políticos -el comunista, el sindicalista, el activista indígena- y cualquier actividad social que de una manera cuestionaba el marco ideológico militar, fue presentado como un peligro para los valores nacionales y, por ende, merecía ser eliminado. Al convertirse las fuerzas armadas en la fuente legal y moral de la sociedad, impulsaron la deshumanización propagandística de las expresiones antagonistas en el terreno de la sociedad civil.15

En el caso de Guatemala, la articulación de esta oposición amigo-enemigo y la importancia de la violencia como eje para la configuración de lo político sólo disminuyeron en términos relativos con la transición democrática y la firma de la paz en 1996. El carácter de la transición política impulsada “desde arriba” y la concesión formal en términos de derechos no desencadenó procesos reales de integración autónoma de las múltiples y abigarradas expresiones de la sociedad civil. Ante la persistente debilidad hegemónica de los grupos de poder en términos de su capacidad de influencia y dirección, la estructuración de lo político alrededor de la escisión amigo-enemigo se convirtió en un hábito discursivo y práctico para la contención de las expresiones organizadas de la sociedad civil. En un ajuste de la categoría del “enemigo interno” cualquier cuestionamiento o proceso organizativo antagónico a los intereses del bloque dominante es ubicado en un ámbito exterior a la legalidad, lo cual legitima el recurso a la violencia, el estado de excepción y las diferentes estrategias político-legales de contención.

Un ejemplo de esta actualización es la intervención del entonces presidente Jimmy Morales en septiembre de 2019, al declarar un estado de sitio y la militarización de una zona con múltiples intereses de empresas transnacionales y grandes fincas agroindustriales:

Se constató que muchas personas en esa región han estado vinculadas a actividades del narcotráfico en contubernio con pseudo-defensores de los derechos humanos y pseudo-campesinos que han estado protegiendo y utilizando para el ingreso de narcóticos a nuestro país (García, 2019).

En esta línea resalta la relación intrínseca entre los intereses capitalistas alrededor de proyectos extractivos y energéticos en el periodo de posguerra y la identificación y criminalización de las expresiones organizadas. Como señalan Borón y González (2003) en su crítica del planteamiento de Schmitt, las consecuencias de esta articulación binaria corresponden no sólo al impacto directo en los grupos organizados. El efecto más perjudicial es la reducción de lo político a una distinción simplista, que cuando es articulada desde los grupos de poder y reproducido por medios y organizaciones en el terreno de la sociedad civil, termina agotando el contenido de la vida política. Con la identificación de determinados grupos societales como culpables de todos los males, las élites políticas movilizan estratégicamente las frustraciones y miedos entre partes de la población, a la vez que legitiman el uso de mecanismos coercitivos y violentos para enfrentar segmentos organizados y promover su desarticulación.16

De este modo las formas autoritarias y coercitivas de articulación del bloque dominante han impactado de forma profunda en las posibilidades de resistencia y los procesos organizativos. Al aniquilamiento de generaciones de líderes durante el conflicto armado se suman el miedo y el estigma asociado a cualquier expresión organizativa, así como el peligro constante de caer en el foco de los mecanismos represivos, la cooptación del liderazgo y la criminalización de los procesos organizativos. De este modo la violencia y las tácticas de contención profundizan la dificultad de los segmentos subalternos de vincularse entre ellos con grados de autonomía política y adquirir formas de autorrepresentación capaces de traducirse en materialidad estatal. Como consecuencia y a pesar de la debilidad hegemónica del bloque dominante, se reproduce la excluyente ecuación inherente a la forma estatal guatemalteca.

Conclusión

Este artículo tuvo como objetivo contribuir al creciente campo de literatura enfocado en las dinámicas del Estado guatemalteco y su relación con las élites, para descifrar con detalle la resiliencia inherente a la configuración hegemónica excluyente. La proposición teórica se apoyó en la categoría gramsciana del Estado integral y profundizó dos aspectos de esta propuesta teórico-metodológica: identificó en la trayectoria sociohistórica de larga duración los momentos constitutivos y elementos analíticos claves para comprender la edificación de la forma estatal y el moldeamiento relacional de subjetividades. Además, al retomar la perspectiva del Estado integral se incorporó el plano de la sociedad civil para descifrar los procesos de configuración hegemónica, así como las pautas que organizan la ecuación social entre Estado y sociedad civil.

Se reveló cómo para la arquitectura social de élites el control del Estado político se consolidó como un sustento clave de su proyecto de dominio de larga duración. De este modo los mecanismos de cooptación y corrupción que dominan los debates sobre la democracia posconflicto, más que un fenómeno nuevo, representan la actualización de una práctica persistente y culturalmente arraigada de dominación asociada al control del Estado político. A pesar de la centralidad de este control sobre el aparato institucional, son innegables los diferentes intentos del bloque dominante de extender su influencia y consolidar soportes en el plano de la sociedad civil. Sin embargo, a pesar de lograr cierta paralización y orientación de la agencia entre sectores populares y comunitarios de la sociedad, la debilidad hegemónica del bloque dominante persiste. De este modo el reforzamiento de los procesos estructurales de desagregación y la contención autoritaria de los segmentos autónomos se consolida como una estrategia de poder y retroalimenta la cultura política del bloque dominante.

A partir del ejercicio de deconstruir la edificación de la forma estatal guatemalteca se revela la insuficiencia de analizar únicamente las dinámicas alrededor del plano institucional para caracterizar la forma estatal y comprender la configuración hegemónica. Superando esta carencia, la conceptualización del Estado en su forma integral descifra con mayor precisión las diferentes dimensiones complementarias que fomentan la inercia inherente a la ecuación social y la configuración hegemónica. También avanza una reconsideración de aspectos en el terreno de la estrategia política. Sin descartar los planteamientos de fortalecimiento institucional, revela cómo sin un énfasis en la construcción de fuerzas autónomas en el plano de la sociedad civil y el desarrollo gradual de una hegemonía civil alterna, los esfuerzos reformistas en el terreno institucional derivan en un ejercicio sisifeano.

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*Quisiera agradecer a Maira Ixchel Benítez Jiménez, Lucio Oliver Costilla, José Miguel Toj y los revisores anónimos por sus comentarios e insumos a este artículo. Este texto fue elaborado durante una estancia posdoctoral en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM financiada por DGAPA-UNAM.

1La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) fue creada en 2006 como un cuerpo independiente de la ONU para apoyar a la Fiscalía en casos de alto perfil e investigaciones contra cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad. En 2018 el Gobierno de Jimmy Morales que se encontraba inmerso en una serie de escándalos de corrupción, decidió de manera controvertida no renovar su mandato, de este modo terminó el trabajo de la Comisión en Guatemala en 2019.

2Con este énfasis de teorizar la hegemonía en el marco del Estado integral, el planteamiento se aleja de las propuestas cercanas a la “democracia radical” de autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, al igual que se distancia de las elaboraciones “culturalistas” de Stuart Hall. Para los respectivos debates, véanse Bosteels (2014) y Thomas (2009).

3Entre las coyunturas históricas que reflejan la intromisión directa de las élites tradicionales destaca la restauración anticomunista de 1954, donde éstas fueron claves en asegurar el financiamiento y apoyo estadounidense para la intervención (Schlesinger y Kinzer, 2005). Otro momento clave en este sentido son los gobiernos pos-transicionales durante los cuales la élite tradicional asumió cargos directos, principalmente para delimitar el margen de las reformas fiscales e impulsar una apertura y transnacionalización de la economía (ICEFI, 2007; Jonas, 1991).

4 Solano (2005) documenta cómo en el curso de los años setenta, en un contexto internacional favorable a las operaciones anticomunistas las élites militares no sólo tomaron control de los procesos institucionales sino también se aseguraron acceso a grandes extensiones de tierra en la parte norte del país, así como rentas en el sector de la industria extractiva.

5Por ejemplo, a partir de la influencia de las élites económicas en la Asamblea Constitucional de 1984, una serie de “candados” fueron integrados en la legislación que hacían asuntos de materia fiscal sujeta a cambios en la Constitución y difícilmente alcanzables. Además, dejaba la Corte de Constitucionalidad como última instancia y arena clave donde las élites económicas podían bloquear cualquier reforma contraria a sus intereses.

6En términos del control sobre el Poder judicial, destaca el control sobre el diseño y la integración de las Comisiones de Postulación, las instancias encargadas del nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema, la Corte de Constitucionalidad y las Cortes de Apelación (Escobar, 2019; Insight Crime, 2014).

7Este filtro selectivo también es protegido por el aparato judicial y la institucionalidad electoral para inhibir la participación de candidatos, sea para favorecer ciertos grupos entre las élites, sea para impedir la participación de expresiones progresistas. Entre los ejemplos destacan las inhibiciones a la participación de Sandra Torres en 2011 y 2015 (Lara, 2011), así como de Thelma Aldana en 2019 (Hernández, 2019).

8Una evidencia de la expansión de las pautas de cooptación en el marco del periodo transicional son los cambios al interno de la única universidad pública, la Universidad San Carlos de Guatemala. De ser un bastión del pensamiento crítico de la sociedad civil, ha pasado a la participación de sus autoridades y representantes en las transacciones corruptas del bloque dominante. Al respecto, cabe destacar el peso de su órgano máximo, el Consejo Superior Universitario, que elige a uno de los magistrados de la Corte de Constitucionalidad y participa en las decisiones de más de 60 instituciones del Estado.

9El término “ladino” ha tenido un significado cambiante: mientras durante el periodo colonial fue usado para referirse a la población indígena hispanohablante, posteriormente fue utilizado para aludir a personas de descendencia racial mixta. Mientras el término ladino desapareció en el resto de Centroamérica y fue reemplazado por mestizo, en Guatemala se mantuvo como referencia a la población no-indígena.

10Los sectores urbanos de clase media fueron resultado de la mencionada expansión de las actividades comerciales, el crecimiento de servicios y la ampliación de la burocracia estatal, que se desarrollaron a la par de la economía agroexportadora. En esta diferenciación destacó la consolidación de una clase media, entre ellos trabajadores del sector público, maestros y estudiantes, que fueron adquiriendo ciertos grados de autonomía política y cultural (Torres-Rivas, 2011).

11Entre las redes clientelares destaca por su efectividad la del Partido Unionista, que desde 2003 lidera la municipalidad de la Ciudad de Guatemala. Para más información véase CICIG (2019). En muchos contextos las rentas que nutren estas redes derivan de interacciones corruptas o ilícitas, consolidando de este modo redes de complicidad (Gledhill, 2016). Para más información véanse Rojas (2021) y Waxenecker (2015).

12Esta receptividad para fórmulas autoritarias también se refleja en las encuestas de Latinobarómetro (2018) que señalan que sólo el 28% de la población expresamente apoya la democracia como forma de gobierno, comparado con el apoyo del 50% de la población en 1996.

13Según Latinobarómetro, en 2018 el 39% de la población fue de creencia evangélica.

14Aunque las estrategias de las diferentes facciones del bloque dominante priorizan la integración clientelar de las clases populares en sus redes políticas, cabe mencionar cierta articulación con otras clases sociales. Entre estas estrategias destaca la integración de intelectuales en las diferentes estructuras partidarias y gobiernos en turno. A partir de su rol como expertos o columnistas, desempeñan un papel de legitimación, articulación y vinculación, principalmente con los segmentos urbanos de clase media.

15Coincidentemente, en la prensa la palabra “guerrilla” fue prohibida y en su lugar sólo se permitía hablar de “terroristas”,“subversivos” y “bandas de delincuentes” (Schirmer, 1998: 231)

16Por otro lado, es importante destacar que la instigación de procesos sistemáticos y violentos de desorganización en el terreno de la sociedad civil no se limitan a la activación de instancias estatales. La fragmentación del monopolio sobre la violencia derivada de los vínculos históricos entre procesos de acumulación y la violencia también ha dado lugar a la paramilitarización y la privatización de la violencia, como ha sido el caso en múltiples desalojos y operaciones de limpieza social (Illmer, 2018).

Recibido: 26 de Junio de 2021; Aprobado: 04 de Julio de 2022

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