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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.18 n.52 Guadalajara Sep./Dec. 2011

 

Teoría y debate

 

Biopolítica, control y dominación

 

Biopolitics, control and domination

 

José Luis Tejeda González*

 

* Profesor titular C de tiempo completo en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco. joseluis_tejeda@infosel.net.mx gorgias10@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 26 de agosto de 2010
Fecha de aceptación: 4 de julio de 2011

 

Resumen

Los estudios del poder han volteado hace tiempo a la biopolítica, vista como la intromisión e injerencia del poder y la política sobre la vida. Se da en positivo y en negativo. De ahí la discusión sobre el control social como una expresión de la biopolítica moderna y los sistemas de dominación que se derivan del mismo. La trama del poder, el control y la dominación van anulando las posibilidades de la convivencia democrática.

Palabras clave: poder, bios, cuerpo, biopolítica, control y dominación.

 

Abstract

This work intends to show an important discussion presented in the sociology and in the Brazilian economic theory about the role of the State in Brazil. Portuguese heritage it is analyzed in the sociology as a patrimonial construction, which evokes commercial capitalism and blocks the democracy and the modern State. On the other hand, the State, for the economy, is responsible for propelling the development during the entire twentieth century, which would only change in the nineteen eighties when the State looses its strength and therefore the developing strategies are changed toward the market.

Keywords: patrimonialism, State formation, capitalism, development.

 

La biopolítica y las nuevas áreas de indagación

El estudio de la biopolítica como incidencia del poder sobre la vida es cada vez más relevante. Un tema tan antiguo y tan novedoso a la vez, adquiere importancia mientras las estructuras de control y dominación sobre los seres humanos se vuelven más opresivas. Con el concepto de la biopolítica se pensaba que se abría la discusión de las ciencias sociales y humanas a campos nuevos e inéditos en la investigación académica. En un sentido lo ha sido, ya que las tecnologías de la información y la comunicación, el control y el manejo del poder sobre los individuos, las subjetividades y los cuerpos llegan a terrenos inexplorados. En otro aspecto, nos regresa a discusiones clásicas sobre el poder, la soberanía, el cuerpo y la violencia. Esta serie de asuntos políticos clásicos se consideraban hasta superados, en vista de que la era de las libertades, la democracia y los derechos humanos volvía innecesario su tratamiento y por ende irían perdiendo relevancia a la larga. Lo que estrictamente involucra las estructuras de poder y las relaciones crudas de la autoridad y el gobierno con individuos y ciudadanos, se convierte en uno de los asuntos cruciales de la biopolítica. Nada más antiguo y hasta precivilizatorio que las relaciones físicas y corporales del poder sobre los ciudadanos y las personas. Y esto se presenta como una discusión de actualidad que refleja más bien el rol que ocupan las relaciones de poder descarnadas en las sociedades contemporáneas. En una especie de prepolítica o de impolítica, se ve el no-ser de la política, su retroceso a lo más elemental y biológico de las personas (Espósito, 2009: 13). De hecho habría que formularse una interrogante inquietante acerca de si la ascensión de la biopolítica no es una expresión conceptual de los retrocesos en materia democrática que vivimos en la era actual.

En primera instancia, la discusión de la biopolítica se asocia a una imagen negativa del hombre que implica un reforzamiento del poder y la autoridad en detrimento de los individuos y los ciudadanos. Las influencias nietzscheanas, al abordar la voluntad y omnipresencia del poder, son indudables. Es Michel Foucault, desde una lectura crítica, quien abre fuego con la formulación famosa en que se refiere a la biopolítica como aquella vertiente social ligada a las técnicas disciplinarias del poder y el control demográfico (1987: 34-36). Las reflexiones de Foucault nos trasladan a la revisión de lo que son la sociedad y el poder en cuanto a lo disciplinario. En la vida moderna, la individualización y la humanización van de la mano al bloquear, aniquilar y suprimir a los seres humanos, su subjetividad y su corporeidad. Se les requiere como fuerza de trabajo, como clientela y como consumidores. A la vez se impone la necesidad de normalizarlos, uniformarlos, disciplinarlos como individuos anómicos y como masa informe. El cuartel, la cárcel, el hospital, la fábrica y las escuelas son instituciones y mecanismos que reproducen de una u otra forma los imperativos sistémicos de la normalización del sujeto y los cuerpos, de los individuos y las colectividades. El énfasis de la obra de Foucault en las instituciones totales y las disciplinarias por excelencia, refleja la importancia que adquieren en la evolución de la sociedad liberal y moderna. Es el panoptismo disciplinario que conlleva más control y flexibilidad a la vez (Foucault, 1990: 210 y 211). El reo y el enfermo son aislados corporal y psíquicamente, a la vez que se les expone como las expresiones de lo anormal, lo patológico y lo delincuencial. Los cuarteles exigen una obediencia absoluta a los mandos militares y de la misma manera se castiga y penaliza la más mínima infracción a la autoridad. No está de sobra recordar la reproducción de la coerción y lo castrante que resulta la vida militar. Hasta instituciones liberales y modernas como la fábrica y la escuela, expresan los niveles de violencia y coerción que se ejercen sobre los sujetos, sus mentalidades y su condición corporal. Las empresas recurren a un mando firme y a estructuras jerárquicas que garantizan el funcionamiento pleno de la actividad laboral. Las escuelas tradicionales y autoritarias, que reproducen tal cual los mecanismos del mando y la obediencia de la sociedad, nos recuerdan que los procesos de instrucción, educación y del conocimiento no escapan a los mecanismos de los poderes disciplinarios.

El interés de Foucault por estos temas se veía como excesivo, si nos atenemos a que se vivía en Estados liberales y democráticos. Ahora no se le trata de ese modo. El cuartel se extiende más allá de sus muros, cuando se imponen las políticas bélicas de combate real o supuesto al terrorismo, al narcotráfico y a otros enemigos por venir. La regimentación se extiende al resto de la sociedad y se solicita la conversión de los ciudadanos en soldados de los Estados en lucha. Los mecanismos de control y vigilancia tan comunes en cárceles y hospitales, salen a las calles, las avenidas, los centros comerciales, las carreteras y los aeropuertos. Todos se vuelven sospechosos, mientras en algunas latitudes el Estado se confunde con la delincuencia organizada y el hampa. Las relaciones laborales y fabriles buscan afanosamente desarrollar al máximo las habilidades y aptitudes de los trabajadores, a la vez que se regatea la redistribución de la riqueza y de los productos sociales. La instrucción escolar impone la disciplina y nos habitúa a vivir en un sistema de premios y castigos, gratificaciones y represalias que, llevado a estructuras de poder perversas, no hacen sino reproducir inequidades e injusticias. ¿Es posible salir de la sociedad disciplinaria, superarla y quizás domesticarla al máximo? Hace algunos años se hablaba de la erosión de la sociedad disciplinaria y el ascenso de la sociedad de la información y la comunicación. Nada más ilusorio que eso, pues los temas de la biopolítica nos llevan a la mirada aguda de Foucault en los años de la posguerra. Cual regreso macabro, la existencia disciplinaria da combates desesperados por instaurar el reino del mando y la obediencia incondicional.

El trabajo de vigilancia y de control sobre los individuos, sus vidas y sus cuerpos es netamente biopolítico. Se conquista la libertad moderna con un reforzamiento del control sobre las personas (Foucault, 2009: 75-77). Recordemos la referencia de Foucault al control demográfico y la administración de las poblaciones. Si la biopolítica se refiere a la conexión entre la vida, la política y el poder, el control demográfico está en el centro de todo eso. Se da una injerencia y un involucramiento directo del poder y la política sobre la evolución de las poblaciones, las tasas de natalidad y de mortandad, las expectativas de vida y demográficas. Hay biopolítica en el manejo de los fenómenos migratorios para modificar el rostro, la piel y el color de las sociedades contemporáneas. Desde tiempos remotos el poder se inmiscuía en las decisiones cruciales de la vida humana; mucho peor si se trataba de los esclavos, las mujeres, los extranjeros y los excluidos en general. Se decidía sobre la existencia, la residencia y el tipo de vida que se llevaba. Desde entonces se observa el rol de los cuerpos como territorios de la sexualidad, la reproducción y el control poblacional. El debate de la Iglesia católica ante la modernidad refleja la complejidad del problema. La postura religiosa impide que los seres humanos utilicen o dispongan de sus cuerpos como si les pertenecieran, y alude a la referencia de un ser supremo que decide sobre lo correcto e incorrecto de su comportamiento. Las corrientes secularizadoras y laicas aducen que la individualidad dispone de su condición personal, lo cual incluye el cuerpo, que nos identifica, nos pertenece y es parte de lo que somos. El cuestionamiento que se abre es si realmente estamos en condiciones de ejercer la individualidad sobre lo corporal, o sólo nos administran como a la vieja usanza el soberano disponía sobre la vida y la muerte de los súbditos, lo cual incluye el cuerpo como la parte visible y externa de lo que somos.

En pocas palabras, en regímenes despóticos el dar la vida y administrar la muerte, o el administrar la vida y darle muerte a alguien dependía de la voluntad de los poderosos. En la vida moderna, los criterios individualistas y humanistas se confunden con la racionalización y la cientificidad que permea la realidad social, incluyendo lo más elemental en la vida, como es la sobrevivencia. Así que no fácilmente alguien puede disponer sobre la vida de los demás. Ello sigue ocurriendo en comunidades políticas tradicionales, autoritarias y dictatoriales, pero no se acepta jamás que sea la regla o la norma. Se le ve como un atavismo que hay que superar o como un mal momento en la historia de las colectividades. Cuando irrumpe el discurso cientificista se justifica que la tasa de natalidad debe caer y las políticas de control demográfico se deben endurecer. En aras de una mejor calidad de vida se intensifican las políticas del crecimiento poblacional. Eso en realidad quiere decir administrar los inicios de la vida humana, lo cual es biopolítico sin duda alguna. ¿Y qué decir de la sexualidad? Territorio ubicado entre lo biológico, lo social y lo político, la sexualidad puede ser libre o reprimida, condicionada o temerosa, selectiva o promiscua. Y qué decir de aquellas decisiones que atañen a la persona, a las parejas y a las comunidades en lo relativo al uso del condón, la píldora anticonceptiva y el recurso del aborto. Este último se ha convertido en uno de los asuntos de más antagonismo político de los últimos tiempos. ¿Cuándo empieza la vida? ¿Hay derecho o no para interrumpirla? ¿Quién decide sobre esto? ¿La verdad depende de cada legislación aprobada? ¿Hay verdades sagradas, eternas e intocables? ¿Se resuelve democráticamente en un libre ejercicio de mayorías y minorías? Lo sexual, como un elemento biológico-social, se politiza cuando los Estados y los poderes se inmiscuyen en la política reproductiva, en el manejo de la sexualidad, en el tratamiento a minorías sexuales y hasta en las cuestiones del género femenino en lo relativo a lo estético-físico, el sentido del gusto y en los prototipos de la belleza. En esta vía es donde la vida íntima y personal se ha politizado como nunca. En el deslinde con los totalitarismos más evidentes, no hemos reparado que los mass media, los poderes fácticos y establecidos manosean cuestiones tan triviales como lo son el aspecto físico, los estereotipos del buen vivir y la aceptación y el conformismo social ante el mundo que nos rodea. La biopolítica se mueve y oscila desde la demografía hasta la existencia íntima y personal.

Ni se diga lo que es la administración de la vida, el bios aristotélico, que según Bull es otra de las expresiones de la biopolítica (2007: 8 y 9). El desarrollo de las habilidades y las aptitudes alejan al hombre de la bestia y nos van civilizando paulatinamente. Dicha condición se adquiere por la sociabilidad política (Aristóteles, 1980: 23 y 24). El alejamiento de la animalidad y el desarrollo de la condición humana dan lugar a la vida humanizada, que es administrada desde tiempos inmemoriales por los grupos dirigentes. Ya conocemos hasta la saciedad el aspecto del control y la dominación que acompaña la edificación del Estado como cuerpo político desprendido del resto de la población. ¿Existe en estas circunstancias un interés de los poderosos por sus súbditos, sus subordinados, sus siervos o sus esclavos? Quien no alcanza en términos antropológicos y de acuerdo con los cánones de la época la condición humana, no merece atención de los soberanos, como en el caso de los esclavos. Quien entra en la condición de ser humano y con más razón al entrar en la condición de igual o de par, se vuelve motivo de interés por su vida y él mismo demuestra involucramiento con los demás. Aunque las mujeres estuvieron relegadas a la vida doméstica, se les ofrece atención como elemento reproductivo y de preservación del hogar. El humanismo prerrenacentista y la experiencia de la modernidad, llegando a las revoluciones universalistas, nos conduce a una humanización creciente de las relaciones sociales. El trasfondo deshumanizado, cruel y descarnado de las relaciones de poder subsiste, aunque existe una preocupación generalizada por la vida de los demás. En la existencia moderna, la biopolítica, como desarrollo de las aptitudes y habilidades de los seres humanos, se vuelve motivo de interés común. La igualdad y universalización de los derechos obliga a los gobiernos a la atención de los problemas de la población. El fundamento de los Estados liberales y democráticos modernos es el individuo ciudadano, que elige y vota, exige y reclama a las autoridades el ejercicio de un buen gobierno y el acatamiento del interés público. ¿Más allá de eso, existe realmente un interés y una preocupación de los gobiernos y del poder en general por el bienestar de los ciudadanos? De ahí viene la educación universal, gratuita y obligatoria y la extensión de los servicios de salud y salubridad a toda la población. En un mundo elitista sólo una porción reducida a los círculos dominantes se educaba, se ilustraba y se daba el interés por el bienestar individual y colectivo, mientras que ahora se supone que la responsabilidad por los demás se extiende como sentido común. La biopolítica quiere el desarrollo de las habilidades y las aptitudes de los conciudadanos, el desarrollo cabal y pleno de sus potencialidades. En las lecturas económicas, la reproducción de la fuerza de trabajo requiere de mano de obra adiestrada y saludable porque eso garantiza el incremento de la productividad y la competitividad. El afán por alejar a los seres humanos de su condición animal nos lleva a la educación y al adiestramiento. La afirmación de la humanidad ante la animalidad, de la vida ante la muerte y del trabajo sobre la inacción y la pereza, son rasgos de la vida moderna y capitalista en que se da un giro hacia un interés creciente por la forma de vida de los trabajadores, los empleados y los ciudadanos. Hay que precisar que eso no ocurre por evolución espontánea y se debe a la resistencia y lucha de los trabajadores que hacen valer su derecho a la vida y a la condición humana. ¿Qué tanto le interesaba al capitalista la persona del obrero que se embrutecía, se embriagaba y vivía apenas al nivel de la supervivencia? Siempre y cuando no afectase el proceso de trabajo y los niveles de la producción, le podía resultar indiferente. Sin embargo, en la medida en que las altas dosis de ausentismo, incapacidades, desánimo y falta de esperanza incidían sobre las economías nacionales, había motivos para rescatar a los trabajadores y guiarlos de nuevo a la productividad. El interés económico lleva a preocuparse por el "otro". Una diferencia central del esclavo antiguo con el asalariado moderno es la racionalización del proceso de trabajo y la reproducción organizada de la fuerza de trabajo.

 

La biopolítica en positivo y en negativo

La organización científica y racional de la vida humana alcanza proporciones mayúsculas con la entrada del siglo XX. Los derechos sociales consagran las titularidades por las que los trabajadores tienen derecho a una vida digna, lo cual implica ser alimentado, educado, contar con vivienda y con servicios sociales y públicos, ser atendido en caso de enfermedad y poder contar con tiempo para la recreación. Se accede a las titularidades del bienestar social (Dahrendorf, 1990: 31 y 32). Eso mejora la calidad de vida e impacta sobre las tasas de crecimiento poblacional y la asignación de los recursos. La demografía se convierte en una de las armas fundamentales de la biopolítica, en cuanto administra y regula los crecimientos poblacionales y la distribución de los habitantes en las naciones modernas. El desarrollo del capitalismo, los procesos de industrialización y de urbanización modifican el rostro de las naciones modernas, su composición demográfica en la distribución del campo y la ciudad, en el establecimiento de las megaurbes y en los equilibrios entre los grupos poblacionales. Hacia donde va y está el capital, se mueven los habitantes y las poblaciones en un movimiento geopolítico y biopolítico, en que se buscan mejores condiciones de vida y donde se expresan el abandono y el desinterés por la residencia que se queda atrás. La política demográfica, migratoria y de las poblaciones es a todas luces un ejercicio de la biopolítica. Medidas como el control del crecimiento poblacional a través del uso de los preservativos, la píldora anticonceptiva y la legalización del aborto en ciertas circunstancias incide directamente sobre la tasa del crecimiento poblacional e influye sobre el estilo y la calidad de vida de las personas. Si las familias de generaciones recientes se han vuelto celulares, es debido a que las parejas tienden a reducir el número de hijos, administran y planifican su vida y las de sus descendientes. La biopolítica entra en nuestras vidas como organización y administración de la calidad de vida. Es la política poblacional el componente más visible de lo biopolítico, aunque se extiende a las políticas sanitarias, sexuales, reproductivas y del manejo del goce y del tiempo libre.

Si la biopolítica es la capacidad del poder para incidir sobre la vida, administrarla, organizarla, regularla e inhibirla, se amplifica el rol de la misma en la existencia humana. La política poblacional lleva a las políticas sexuales, de la inhibición, la represión y la contención de los impulsos carnales. La Iglesia católica habla del respeto a la vida y de que la interrupción de los embarazos no deseados es oponerse a la voluntad del divino creador. Le quita a la mujer el derecho a decidir sobre sí misma y sobre su propio cuerpo. Asimismo había defendido que la sexualidad debe sujetarse a los requerimientos reproductivos. No es aceptable el goce carnal y el disfrute en las relaciones sexuales. Lo que daría lugar a una sociedad reprimida y contenida sexualmente. La biopolítica moderna se enfrenta a la liberación de lo corporal de las ataduras religiosas y los condicionamientos funcionales, dándole al cuerpo físico una valoración desmedida (Le Breton, 2002a: 10). Dicha liberación se atiene más bien al cuerpo joven y saludable, lo que desdice la emancipación pretendida (Le Breton, 2002b: 9 y 10). La sexualidad es más libre en la última mitad del siglo XX y asimismo se busca una planificación y un control poblacional mayor. La combinación biopolítica del manejo de la sexualidad y el erotismo con el control poblacional y demográfico, es llamativa. Se libera el cuerpo físico y se le sacraliza, a la vez que se incrementan las políticas del control del crecimiento poblacional. La moral represiva condenaba el cuerpo y el erotismo y acentuaba el rol reproductivo de las relaciones sexuales. De ahí que se sacralizara la vida humana y no hubiera control sobre el crecimiento poblacional. Las familias procreaban a los hijos que "Dios" les mandaba, como se acostumbraba decir; los criaban, educaban y formaban sin contradecir la voluntad divina. La biopolítica convierte al poder terrenal y humano en un dios interventor que se entromete en la vida de los demás, decide quién nace y quién no, dónde se dan los crecimientos poblacionales y los fenómenos migratorios, qué tipo de vida y qué calidad se adquiere o se pierde por el estado de las poblaciones.

La política sexual, reproductiva y la exaltación del cuerpo humano son otras facetas en que lo biopolítico irrumpe. Aparecen como extensiones de la política demográfica, al estar ligado lo sexual y lo corporal con la reproducción de la especie y la administración de la población. En décadas recientes lo sexual y lo corporal se autonomizan de las condiciones éticas y religiosas, de lo demográfico y funcional, para adquirir importancia por sí mismas. La existencia gozosa, más allá de los interdictos y prohibiciones de lo religioso y más allá de los requerimientos funcionales de la estructura económica, responde al ocio, al tiempo libre, los goces carnales, el placer y la sensualidad. Esta dimensión hedonista, heredera de los dioses vitalistas de la antigüedad clásica y del epicureísmo griego, ha estado presente en la evolución de la cultura occidental. Desde los orígenes de la modernidad el humanismo renacentista había recuperado el estoicismo y el epicureísmo, afirmando una imagen de la existencia finita de los seres humanos. La dualidad entre el alma y el cuerpo acompaña la historia de la cultura moderna. La línea existencial a favor del goce y los placeres siempre estuvo ahí, contenida por la moralidad religiosa y los imperativos del capitalismo. Los cambios culturales de la década de los sesenta dispararon estas tendencias sumamente reprimidas y condenadas como pecaminosas, anormales, libertinas y escandalosas. El cuerpo no se debería mostrar y se le asociaba a lo diabólico, lo inmoral y lo impúdico. En el dualismo filosófico de la modernidad, el cuerpo era desvalorizado ante la razón (Entwistle, 2002: 27). La cultura burguesa, a su vez, requiere la disponibilidad de la fuerza laboral para que la maquinaria capitalista siga operando. A diferencia del esclavo, por quien existía poco interés en sus condiciones de existencia y de vida, con la lucha y resistencia de los trabajadores se va universalizando la salud pública. Es importante que la fuerza trabajadora sea saludable, sea higiénica, sea mínimamente alfabetizada, se eleve de la condición animal a una mínima humanidad. Lo sofisticado, lo fino y lo elegante seguiría reservado para las élites y las clases dominantes, aunque ahora la población trabajadora y el común de la sociedad cuentan, en lo relativo a sus expectativas de vida, con el acceso a la salud y al control de las enfermedades. Así se obtiene el cuerpo saneado y apto para el trabajo y el desarrollo de las aptitudes y habilidades. Más allá de eso, no se debería exponer demasiado a los extravíos, los excesos y el desgaste prematuro. De ahí que el matrimonio, como la institución social básica del mundo cristiano, mantiene los roles sexuales y la reproducción en los marcos de relaciones íntimas convencionales. La liberación erótica y corporal que se vive con la revolución sexual, la aceptación de la unión libre y el respeto a las minorías sexuales, explora el cuerpo como fuente del goce y del placer, en detrimento o con una cierta indiferencia ante las prohibiciones morales y religiosas y los requerimientos funcionales. Las estrategias gubernamentales liberales apoyan una individualización mayor de las personas en asuntos de la sexualidad y la pareja, a la vez que se promueve el control de la natalidad. El resultado ha sido un estilo de vida más occidentalizado, individualista, hedonista y consumista, donde se dejan atrás prohibiciones e inhibiciones, a la par que se aplican medidas orientadas al control de los embarazos y de la tasa de nacimientos.

Hay un ámbito en apariencia amable de las orientaciones biopolíticas que empuja al desarrollo de los individuos y las sociedades, se interesa por la salud y el bienestar de los gobernados y del prójimo al darse las relaciones entre pares, el trato equitativo a la gente. Es una biopolítica en positivo, emanada de la política demográfica, de los derechos universales y del respeto al individuo. La incidencia del poder sobre la vida humana y la administración de la existencia adquiere una dimensión más terrible cuando se enfatiza la presencia de la subcultura de la muerte, o, dicho de otra manera, la capacidad del poder soberano para decidir hasta cuándo viven las personas y por ende cómo viven. Es biopolítica pura que el poder resuelva sobre la vida de las personas, el tipo y calidad de las mismas (Espósito, 2006: 24-27). De esta manera la biopolítica se vuelve omnipresente, ya que las relaciones de poder influyen e inciden en la vida de la gente común. Lo biopolítico nos llega y nos afecta cuando de la economía, la alimentación, la salud, la sexualidad y el tiempo libre se trata. Ni qué decir que se convierte en política dura cuando se refiere a nuestras libertades y derechos o a la lucha abierta por el poder público o la disputa de las alternativas de gobierno, de sociedad o de civilización. Cuando la presencia de lo biopolítico es para bien, como la atención a los ciudadanos, a los sectores vulnerables, a los débiles y a los desposeídos, no hay mayor problema y hasta se reclama la presencia del Estado y de la autoridad. Es distinto cuando el poder del soberano resuelve sobre quién vive y quién muere a la usanza de los métodos antiguos. Este componente bárbaro de la política, aparentemente eliminado, anulado y contenido en sociedades modernas con garantías individuales plenas y la universalización de los derechos humanos, sigue ahí, con menor incidencia y relevancia, pero no se ha ido y amenaza con quedarse para siempre. Se nutre de los rasgos dictatoriales de la política de la excepción. Es el trato del Estado hacia quienes han perdido o nunca han adquirido el derecho a la igualdad política y resienten el dramatismo de la política de la barbarie (Forster, 2001: 101 y 102). La faceta represiva de los Estados modernos sale a relucir en momentos excepcionales, como cuando se suprimen las garantías constitucionales, se implanta el estado de sitio y se militariza la sociedad y la vida entera. Aquí todo mundo padece y sufre las implicaciones de la barbarie política elevada a razón de Estado. Es la política del Estado de excepción extendida y difundida, que ahora se vuelve más cotidiana y común de lo esperado y lo anhelado.

Agamben ha estudiado cómo estos factores de la excepcionalidad del poder y la política sobreviven en los Estados modernos y democráticos. Hace suya la afirmación de que la regla vive de la excepción (Agamben, 1998: 40-44). Es un núcleo duro y antidemocrático que se ve cubierto por relaciones sociales y de poder, más bien normalizadas por el imperio de la ley y el Estado de derecho. La ausencia o la debilidad del Estado de derecho nutren esa parte de la excepcionalidad y de la franca arbitrariedad, donde se anulan y cancelan las libertades individuales, se violentan los derechos humanos y se coartan los espacios democráticos. Los seres marginales, excluidos, abandonados y vulnerables se vuelven sujetos (o más bien objetos) propicios para el ejercicio del poder desnudo, en que los individuos se encuentran en una franca indefensión, en un estado de indigencia natural. En esos segmentos de la sociedad no hay imperio de la ley y predominan los intereses de los más fuertes. El poder relacional de los fuertes sobre los débiles se observa con toda su contundencia y crudeza. El poder soberano es un privilegio de los poderosos sobre una sociedad que se muestra inerme e indefensa y que nos hace reflexionar sobre el hecho crudo de que las relaciones sociales y de poder siguen siendo tan opresivas, violentas y crueles como antaño en lo que se refiere al poder desnudo y los grupos altamente vulnerables que están expuestos a los atropellos. Hay que recordar que la soberanía de la ley se asocia en Occidente a la edificación de la verdad (Siperman, 2008: 18). Al evaporarse los referentes de justicia, el mundo queda al garete. La supresión de las libertades individuales y la violación de los derechos humanos se producen en toda su expresión contra los disidentes políticos y sociales, los enemigos interiores del Estado, y más cotidianamente se manifiestan en la violencia gubernamental contra los grupos marginales ubicados en los límites de la legalidad e institucionalidad. La existencia y la vida de esas personas son poco o nada valoradas, con lo que se instala una carga negativa que expresa la biopolítica como interés e injerencia política en la vida de los otros, para dañar y perjudicar. Se afecta, se lastima y se lesiona a los demás en una biopolítica orientada al reforzamiento del orden, el control y el sometimiento.

 

Control social y político

El decir que las sociedades y las comunidades humanas requieren control, porque sin él no se podría sostener y reproducir una civilización, es afirmar algo que resulta por demás obvio. Una sociedad democrática busca y encuentra controles para evitar tendencias autodestructivas que vuelven imposible la vida en sociedad. Eso ocurre hasta con los anarquistas, quienes exaltan el caos, la ausencia del orden, el poder y la autoridad, aunque se entiende que se hacen de nuevas reglas y mecanismos de funcionamiento de la comunidad humana. El problema reside en otro lado. En la identificación casi natural del control político con un tipo de control autoritario que inhibe, obstruye e impide el desarrollo libre de los individuos y de los ciudadanos. En pocas palabras, el control, en su acepción más difundida, se refiere al control que realiza un puñado de seres humanos sobre millones, con objetivos y fines que están lejos de ser loables. Cuando discutimos el control nos adentramos en los terrenos espinosos de quién ejerce el poder y para qué, quiénes controlan a quién y cómo, y lo que resulta muy importante para el debate de la biopolítica: qué tipo de poder y cómo los controles sobre los individuos afectan y alteran la vida que llevan. El control de y sobre los seres humanos se atiende desde el núcleo duro de los estudios sociales y políticos. Se trata de aspectos que muchos sabemos que se producen y existen, pero que se eluden y pocos hablan de ellos, porque están más allá del alcance del ciudadano común y hasta de los grupos de interés. Cuando se ha desarrollado el debate de la democracia, se asume implícitamente que vivimos en sociedades formadas por ciudadanos libres, que ejercen libremente sus derechos. Nada más alejado de la realidad, cuando nos percatamos de que los controles políticos y sociales no siempre se realizan para que la sociedad funcione y trabaje, sino para impedir y obstruir el desarrollo libre de los individuos. El control adquiere una forma de ejercicio del poder opresivo. Hemos pasado de la sociedad disciplinaria a la sociedad del control (Hardt, 2005: 43-45).

En un régimen democrático el mandato está en manos del pueblo, así que el control y la vigilancia se realizan antes que nada sobre las autoridades y el poder. He aquí uno de los elementos distintivos de la libertad política en lo relacionado con el poder limitado y acotado por controles sociales y políticos. Es más importante impedir una alta concentración del poder, evitar los abusos y atropellos a la dignidad humana del poder absoluto, en vez de estar encima de la gente e impedirle ejercer derechos y titularidades. Los Estados democráticos han reproducido áreas oscuras del poder, que se imponen por encima de los ciudadanos, pretendiendo controlar la actividad de los individuos hasta volver predecibles los escenarios por venir. Las áreas de la "inteligencia" y los cuerpos represivos se han acostumbrado a diseñar y armar estrategias de manejo de la población, para inhibir y limitar la actividad y la participación de los ciudadanos, con lo que se obstruye la vida democrática y se realiza un ejercicio pernicioso de lo que sería el control social y político. Se invierten las prioridades y, quienes deberían ser vigilados por el mandato social y popular, acaban imponiéndose sobre la población a través de controles políticos y sociales extralegales y dañinos.

Más allá de la disputa habitual sobre el control político, hay una serie de aspectos ligados a los controles sociales que nos acercan a la biopolítica de la personalidad. Los controles de la población, de la sexualidad y del cuerpo humano son variaciones de un mismo tema. Las élites globales y nacionales, tanto económicas como políticas y militares buscan un control mayor sobre la actividad humana, como si no les bastara con los mecanismos de seguridad interna y nacional que ya existen. Las decisiones tomadas al respecto van descendiendo y se habitúa a los individuos y las colectividades a determinados modos y comportamientos sociales, actitudes y conductas que están más allá de cualquier elección individual o grupal. ¿Qué es lo que realmente podemos decidir sobre nuestras vidas con interferencias mínimas externas o sin ellas? Es por eso que vale cuestionarse la existencia del individuo moderno, cuáles son sus alcances y posibilidades y qué tanto las sociedades democráticas se arman de abajo hacia arriba, como se postula normalmente. Una persona religiosa en los tiempos medievales vivía en un mundo gobernado por Dios y con una presencia abrumadora de éste. La presencia religiosa disminuye con el paso del tiempo en la modernidad y se incrementa la incidencia de otros poderes que invaden e inciden sobre la vida común. Visto así, el individuo moderno es casi inexistente. En los tiempos modernos se pregona la elección libre de los individuos y los instrumentos de control están al orden del día, amplían su eficacia y sus alcances más allá de lo concebible. La institución familiar, que sería la base de las comunidades humanas, es un espacio de socialización natural donde se expresan vínculos y relaciones de apoyo y ayuda mutua y, como quiera, llega a convertirse en una herramienta del control social y político en la vida moderna. No hablamos sólo de la imposición de los totalitarismos y de las dictaduras que penetran hasta las esferas familiares y que promueven lealtades a los jefes políticos y al Estado por encima de las relaciones naturales e íntimas. Una familia suele proveer de energía moral a los individuos, pero de cualquier manera se dan núcleos familiares donde se imponen la inequidad, la injusticia y las arbitrariedades contra las personas. Es una organización transmisora de lo que sucede en el resto de la sociedad.

Así que la discusión sigue siendo quién controla a quién, cómo lo hace y para qué se instauran los controles sociales y políticos. Hay controles que se vienen imponiendo y que se vuelven disposiciones legales, hábitos cotidianos o normas morales. Así como se habla de dimensiones diferentes de la biopolítica, ello se repite con el tipo de controles que se imponen. Hay una serie de controles aceptados socialmente, dado que existe un interés por la salud, el bienestar y el desarrollo de las personas. Tal es el caso de las disposiciones realizadas para prohibir manejar en estado de ebriedad, restringir el uso de automóviles contaminantes o la penalización a quienes fuman en lugares públicos. Se trata de limitaciones y restricciones a las libertades individuales que son aceptadas socialmente porque los argumentos van en la dirección de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Cada una de las personas debe controlarse a sí misma para vivir en sociedad. El control individual y social en aras de la racionalización y la convivencia civilizada no está en entredicho. Menos claro y más nublado es todo aquello que involucra asuntos de seguridad personal, pública y nacional. El uso de los microchips, las cámaras de video y los aparatos de rastreo se realiza indistintamente para el combate a la delincuencia y para amplificar los controles de los Estados sobre los individuos y las personas. Esta magnificación del poder y los controles, realizada en aras de combatir la delincuencia organizada, el terrorismo y el narcotráfico, se vuelve opresiva y se revierte contra los ciudadanos a quienes dice defender y a quienes termina afectando y dañando. El control sobre las autoridades, como ideal de una sociedad democrática, queda aplastado por nuevas formas de control opresivo sobre los ciudadanos y los pueblos. Se ve como algo fortuito y aislado lo que está aconteciendo con la magnificación de las tecnologías de la vigilancia y la seguridad, aunque más bien es de suponer que se busca nulificar y revertir el carácter democrático del proyecto moderno, lo cual nos lleva a un retroceso significativo por el lado de los controles, el uso de la vigilancia y el fundamento del mandato y la autoridad. Un poder de arriba hacia abajo que lo vigila y lo controla todo o que intenta manejar todo a su antojo, no admite ni permite mandato ciudadano alguno.

Se olvida y se elude que las autoridades se deben a los ciudadanos que les han brindado su mandato. Que el objetivo de las sociedades modernas es el desarrollo pleno de los ciudadanos que las integran. El control social y político se debería dar antes que nada hacia las autoridades y los funcionarios públicos electos, sujetos al imperio de la ley. Es el Estado de derecho y el cuerpo legal los que marcan las limitaciones y prohibiciones al comportamiento personal y colectivo. El autocontrol y el ejercicio del control social se producen primordialmente para hacer valer los convenios básicos y la convivencia de las comunidades. En la medida que se abusa del poder, las autoridades tienden a extralimitarse en el ejercicio del mismo y es muy común la arbitrariedad y el manejo discrecional de la legalidad. La tendencia natural del poder a la extralimitación obliga a recurrir al control desde abajo y desde afuera, en lo referente al ejercicio del mismo de parte de grupos poderosos contra quienes no lo poseen o les resulta un bien escaso. Más allá de los controles indispensables y básicos que se ejercen y se aplican contra quienes infringen la ley y faltan a las normas sociales, se requieren instrumentos de control de los ciudadanos sobre las autoridades y el poder, para impedir abusos, atropellos, arbitrariedades y las extralimitaciones que están a la orden del día.

Siendo así las cosas, ¿a qué vienen esos controles excesivos y rigurosos que se ejercen contra los ciudadanos comunes y corrientes que cumplen con la ley, viven honestamente y sólo quieren llevar una existencia decorosa y digna? Lo cual es válido preguntarse en una comunidad política en la que existen libertades individuales, derechos democráticos y conquistas sociales. Cuando las autoridades y los gobiernos elevan a niveles inusitados los controles sociales y políticos contra la ciudadanía, se empuja al establecimiento de una modalidad de sistema autoritario y de nuevas estructuras de dominación política. Cuando lo que se busca es aumentar el asedio, el acoso y la intimidación en contra de la población, resulta evidente que hay "gato encerrado", que las autoridades y el poder establecido desean ocultar y velar aspectos inconfesables de su ejercicio gubernamental y administrativo. Además de que se violentan las normas básicas de la convivencia en una sociedad democrática, ello retrotrae al presente las formas del ejercicio del poder que siempre han estado latentes y que ofrecen la imagen desnuda del poder establecido. Es la biopolítica como la negación de la sociedad democrática o, dicho en otros términos, la presencia del poder y la política en la regulación de nuestras vidas, de nuestra forma de pensar y de actuar, de comportarnos y de existir; en síntesis, la intromisión del poder en la vida de las personas. Así que deja de ser casual y obedece a la biopolítica del control planetario el afán por incidir en el crecimiento poblacional, los mecanismos de la disciplina y la normalización, las nuevas modalidades del trabajo fabril, la asimilación de las inconformidades y la protesta social, la fabricación e inducción de la opinión pública y de las imposiciones mayoritarias. En fin, hasta en las estrategias para modelar el gusto mayoritario, regular el cuerpo y la alimentación y desarrollar la imagen de la felicidad moderna, nos topamos con la misma pretensión del control sobre los seres humanos, que se convierte en una biopolítica opresiva que suprime al otrora sujeto y vuelve imposible o por lo menos difícil el desarrollo de la persona humana. El debate de la biopolítica engrana muy bien con la cuestión de las estrategias de dominación como contraposición ante la sociedad democrática, a la que viene dislocando y destruyendo.

 

Sistemas de dominación política

En la antigua Grecia se dieron un par de sociedades que competían y alternaban en la hegemonía sobre la región: Atenas y Esparta. Es conocida la deuda de la cultura occidental y hasta universal con la democracia ateniense y sus aportaciones en diferentes rubros como la filosofía, el teatro, la literatura, el deporte, entre otros. Menos conocida es la sociedad espartana, que sería uno de los pilares de regímenes guerreros, militaristas, con elementos de un totalitarismo antiguo. En Esparta se vivía para la guerra y se formaban ciudadanos-soldados, hoplitas altamente comprometidos con el Estado y con el bien público (Bengtson, 2008: 117-119). Mientras en Atenas se alentaba el uso de la razón, la argumentación y la oratoria como valores esenciales de la vida democrática, los espartanos centraban la educación en el desarrollo de habilidades militares y era más importante destacar y sobresalir en el arte de la guerra. Muchos siglos después, en Don Quijote de la Mancha existe un pasaje famoso en que el personaje principal divaga sobre la importancia de las armas y de las letras (Cervantes, 1981: 918-921). ¿Qué es más relevante, o qué es más importante en el desarrollo de las habilidades y aptitudes? ¿Las luchas por venir se libran en el terreno del pensamiento o se requiere el uso de las armas para modificar e incidir en las relaciones de fuerzas? ¿Es la palabra un recurso válido sólo para los iguales y los pares, destinando las armas al trato belicoso con los enemigos? ¿Dónde se quiebra el vínculo de paridad y sobreviene la enemistad y la violencia que le resulta sustancial?

En los tiempos antiguos y hasta la modernidad cultural que sobreviene en los últimos tres siglos, las armas prevalecen por encima de las letras y de la palabra. A pesar de que se ha vivido un proceso incesante de pacificación y desmilitarización internacional, hemos padecido revoluciones, guerras mundiales, guerras regionales y civiles que atraviesan una era en que se dice que se debe dejar atrás el mundo de la violencia y la guerra. No deja de aparecer como una ilusión pacifista, cuando los niveles de inseguridad, de violencia y de conflicto se elevan sin cesar, y eso hace que las maquinarias de guerra se echen a andar una y otra vez. Ahora vivimos en un mundo donde se condenan las guerras y se enaltece la existencia pacífica, en que las disputas y la competencia en el terreno de lo económico y comercial, o de las ideas y de las concepciones del mundo prevalecen por encima de los enfrentamientos violentos de orden material, religioso, ideológico, étnico, racial o político. Atenas prevalece por encima de Esparta ante la historia universal, así como las letras y la palabra deberían volver innecesarias las armas y las espadas. Subyace como quiera en los Estados modernos aquello que nos retrotrae a las figuras del poder más tradicional y que ahora se presenta como temas de la biopolítica. En el trasfondo de las sociedades democráticas opera un ámbito inasible que reproduce figuras del poder, la opresión y la dominación políticas tradicionales y ancestrales, como burlándose de los cambios pretendidos por generaciones sucesivas.

La biopolítica nos hace volver la mirada hacia los mecanismos y estrategias de dominación que sobreviven en los tiempos modernos y que niegan reiteradamente la naturaleza pretendidamente democrática de las sociedades actuales. En la imagen del orden público y del tipo de educación y valores que se promueven, se ventilan las posibilidades del futuro próximo. Mientras una perspectiva democrática alienta y promueve una sociedad de ciudadanos plenos, las estrategias de la dominación apuntan a seres humanos limitados, coartados en libertades y posibilidades, que viven una existencia precaria, atados a macropoderes que les condicionan. Si se promueve una sociedad más abierta y libre, la educación debiera ser integral, abarcando desde los aspectos formativos y valorativos hasta la educación física y corporal. Una sociedad debería alentar a cada quien a desarrollar las potencialidades en las áreas de interés de cada quien con un mínimo de coacción y de coerción. El trasfondo de una sociedad liberal garantiza la libertad de elección. Si bien en los niveles básicos se da una formación integral y universal, las inclinaciones naturales se van decantando para un desarrollo pleno de las posibilidades y potencialidades de cada persona. Una sociedad militarizada, en cambio, está cargada de violencia y de coacción. Se exige a los integrantes convertirse en soldados-ciudadanos, donde la relación de mando, obediencia y autoridad que desciende desde las cúpulas, es abrumadora. La sociedad se va regimentando y se convierte en un cuerpo, en un todo único, en una exaltación máxima de la marcialidad y de la ritualidad. A manera de ejemplo, el desfile militar ofrece un congelamiento y una parada del orden social (DaMatta, 2002: 40 y 41). La individualidad y la libre elección resultan inexistentes y se actúa y se vive para el común. Las relaciones sociales están dadas por la belicosidad, por el trato de enemistad y hostilidad a quienes no participan del espíritu de cuerpo. Es por eso explicable que los espartanos practicasen la exclusión social y que siglos después los nazis pretendiesen alcanzar la perfección racial y física, experimentando con el comportamiento humano. Cualquier sacrificio individual resulta una insignificancia para la evolución del conjunto y de la colectividad totalizada.

La universalización de los derechos humanos ha condicionado las concepciones, prácticas y métodos excluyentes, racistas y discriminatorios. Se le reconoce a cada quien el derecho a la existencia digna, más allá de la apariencia física. A la manera de Shakespeare, no todo lo que reluce es oro (1983: 46). Así deberíamos analizar el culto excesivo por el cuerpo físico, que nos devuelve al narcisismo, nos entrega al hedonismo y los placeres y nos hace olvidar lo integral que resulta la condición humana. Es por eso que emerge el narcisismo, cual interiorización de los individuos (Lipovetsky, 1993: 32 y 33). No deja de ser relevante la importancia que se asigna a la condición corporal en el desarrollo y el despliegue de la potencialidad del individuo. Un mínimo satisfactor nos diría que hay que estar saludable y que eso incluye sobremanera la salud física. El contar con un bios y un cuerpo saludable básico para dar paso al despliegue del sujeto y la persona es un requisito fundamental. Hasta ahí llega la responsabilidad del Estado y de la comunidad. Es un asunto de libre elección si alguien dedica horas al gimnasio y se vuelve un fisiculturista. Lo es de igual modo cuando un atleta decide prepararse y competir para las justas deportivas y se esmera por superar sus metas una y otra vez. La controversia aumenta cuando incursionamos en aspectos que involucran decisiones individuales como sería el tipo de alimentación que se prefiere o el uso y el consumo del alcohol y el tabaco. Siempre y cuando no se afecte a terceras personas, como ocurre con el fumar en público o el manejar en estado de ebriedad, no resulta justo que se establezcan limitaciones y prohibiciones en exceso y de forma irreflexiva. El extremo conflictivo se presenta cuando se pretenden imponer patrones de apariencia física, de estilos de vida o de comportamiento social.

Cuando irrumpen interdictos, prohibiciones y exclusiones que nos recuerdan a los sistemas regimentados, es cuando volvemos a encontrarnos con modos y mecanismos habituales de la dominación política. Existen obviedades que no merecen siquiera ser argumentadas, como el hecho de llevar ropa o vestido o de establecer convencionalismos sociales. Lo que no es válido es que se considere que existen patrones universales de la belleza y de la estética ¿De verdad existen? ¿No quedan como una de las expresiones más claras del injerencismo del poder en la vida cotidiana, como un sistema de inculcación de estilos de vida? ¿No somos los occidentales o quienes estamos en sus márgenes quienes hemos impuesto y nos hemos inculcado estereotipos universales de lo que es bello y de la fealdad? Todo mundo reclama el derecho al gusto; lo que es inadmisible es que ello se quiera imponer a los demás. ¿No resultan muchos de los estereotipos sociales una reproducción de lo que las élites globales y nacionales conciben de sí mismos y del mundo a través de los mass media? Hay un paralelismo con el servicio militar obligatorio, como una medida simbólica de disciplinamiento social. El reclutamiento se convierte en una simulación y una representación de que en algún momento de la vida se es o se está dispuesto a ser soldado. Más en directo, el poder castrense normaliza cuerpos, sujetos e individualidades en la apariencia, en lo físico, en lo mental y en el comportamiento social. No se sabe tratar con la diversidad y la complejidad del mundo y todo se reduce a los dictados y las órdenes. Es un contraideal como el triunfo pleno del realismo y de las relaciones fácticas y bélicas en la existencia humana. Cuando los modelos castrenses invaden la vida educativa y se tiende a imponer al resto de la sociedad la disciplina de los cuarteles, ello altera y modifica el trasfondo liberal y se acaba con la elección personal y las opciones de vida.

Las estrategias del control y la dominación apuntan a normalizar e imponerle a la gente en el planeta modos de vida, valores, estereotipos, comportamientos y actitudes que se confunden con la integración social y aparecen como asimilación. Las tendencias a la homogenización y normalización social expresan los mecanismos subrepticios con que operan las estrategias del control y del dominio. Es de todos sabido la importancia del control y la dominación física y corporal. Al esclavo se le infringían toda clase de castigos para que trabajase y se sometiese a los intereses de sus amos. Era una relación cruda y directa, desprovista de mediaciones y justificaciones en el uso de la fuerza. El mundo medieval requiere de una servidumbre controlada a través de la religión. El miedo y el temor a Dios sustituyen a los castigos físicos y corporales, o los hacen disminuir. A partir de entonces, el castigo al cuerpo se perfecciona a niveles insólitos con la tortura, bajo el pretexto de que el alma es lo que acerca a los seres humanos a Dios y lo carnal es fuente de tentación y de contaminación demoniaca. El cuerpo demerita y por su condición diabólica merece ser maltratado cuando es fuente de la maldad. Además de que la Inquisición prefería las confesiones a las pruebas (Sanzoni, 2007: 87). El castigo corporal y la tortura conducían a confesar los males más terribles. El cuerpo como punto de quiebre. En las sociedades capitalistas el cuerpo es explotable, renovable y necesario para la reproducción económica y social. En vez del deshecho de los cuerpos humanos y del menosprecio a lo carnal, se le reivindica, se le exalta y se enaltece como fuente de salud y como elemento de la estética citadina. Cuando la importancia de la religión o de las ideologías decae, disminuye la coacción sobre lo físico y lo corporal. En sociedades que pierden el miedo, donde los controles se relajan y se afloja el dominio de unos cuantos sobre las mayorías, como una paradoja regresa la violencia física y cruda sobre los individuos y las colectividades como un recurso último del pasado. Tal es la razón de ser de los totalitarismos y de las dictaduras militares como estados de excepción, restableciendo normalidades perdidas y dejando un sedimento autoritario permanente que obstruye la evolución de las sociedades democráticas. El resurgimiento de la violencia del Estado sobre la sociedad queda como una amenaza latente, como un recurso en última instancia para evitar el caos. De ahí que se siga recurriendo a los mecanismos de la intimidación y del miedo para inhibir cambios y explosiones sociales, nuevas subjetividades y realidades emergentes. El miedo y el temor en una dictadura militar moderna, no es a Dios exclusivamente, sino a la pérdida de la vida y a las formas de la muerte lenta y administrada por la vía de la tortura y del daño corporal sobre individuos y ciudadanos, tal como ocurre con la violencia persistente.

Los regímenes totalitarios de izquierda, al igual que la Iglesia medieval amparan su dominación sobre la base de un control ideológico a través de las mentes, que evita y elude la violencia sobre los cuerpos. Es conocido que durante la dictadura soviética se recurría tanto al hospital psiquiátrico como a los campos de exterminio. El control sobre las mentes resulta más eficaz, que someter y castigar cuerpos, que como en el caso de los disidentes, pertenecen a personas con una mentalidad independiente y que pueden afianzar su inconformidad hacia quienes les castigan. Como quiera fallaban y recurrieron al uso extremo del terror como cualquier verdugo torpe (Whitaker, 1999: 43). Los testimonios de víctimas de torturas y de violaciones de los derechos humanos en los regímenes castrenses y en los sistemas autoritarios, son elocuentes. En muchos casos las víctimas no soportan la violencia física, la resistencia corporal no pudo más y los victimarios se salieron momentáneamente con la suya en cuanto sometieron a los insubordinados o los rebeldes. Aún más, convierten a las víctimas en verdugos, delatores y cómplices del poder, en hombres devoradores de sus semejantes (Glucksmann, 1977: 27). En otros casos resultaría contraproducente, ya que la resistencia de la víctima a los castigos y las torturas, y sobre todo la posibilidad de que los victimarios sean castigados más adelante, revierten las medidas iniciales. Si el poder totalitario se fisura o está en vías de quebrarse, la violencia física es menos efectiva aún como instrumento de control y expresa más bien la debilidad de quien se siente que pierde el poder sobra la víctima. En pocas palabras, no se salen con la suya y por lo mismo los métodos del control físico y corporal entran en retirada y dejan de ser eficaces. El uso de una ideología totalitaria y movilizante luce como un ahorro en relación con individuos autodisciplinados y mentalizados para una acción social y un comportamiento público altamente predecible. Se ha dicho hasta el cansancio que es más fácil manejar una multitud que a un individuo aislado. De ahí que los regímenes de izquierda sigan recurriendo al expediente de ideologías aglutinadoras y movilizantes que resulta en sociedades que se controlan a sí mismas y aplastan el punto de vista individual.

Aparentemente el mundo occidental escapa a dichas tendencias de la dominación política. Ni siquiera se estila hablar mucho de este asunto. Se le ve como algo propio de un pasado superado y de regímenes de excepción no presentes en las naciones democráticas. En las sociedades contemporáneas se recurre en menor grado a la violencia física, al darse un control básicamente ideológico y hasta psicológico, principalmente a través de los medios masivos de comunicación. En lugar de un sistema de dominación, aparece como consenso y como expresión de la opinión pública, cuando los mass media entrelazan los intereses económicos y políticos poderosos con una expresión mediática convencional, que se ajusta y acomoda a las circunstancias constantemente. Otras dimensiones y expresiones del control siguen actuando y operando, lo mismo en el ámbito religioso que en el terreno de lo militar. Sólo que los espacios centrales del consenso se han movido hacia los medios masivos que reproducen formas convencionales de la existencia social organizada. Dicha política persuasiva y del convencimiento garantiza la adhesión mayoritaria a políticas públicas que se ven como creaciones sociales consensuadas. Sin necesidad de recurrir a una represión abierta y generalizada o a un control psíquico y mental directo, ya sea con religiones oficiales o de la mano de una ideología única, se vive una ilusión de libertad y pluralismo, en donde el individuo está en condiciones de elegir y optar sobre lo que desea, le apetece, le interesa y le conviene. Asimismo se dan grados diversos de involucramiento de los individuos con los proyectos sociales, políticos y religiosos o con los fenómenos movilizantes. Lo importante es dejar grabada la imagen de que se vive en una sociedad en que los tutelajes y las imposiciones han quedado atrás y los controles sociales o políticos se reducen a lo mínimo indispensable. Todo eso es posible, siempre y cuando no se alteren los mecanismos subrepticios de la dominación política, menos relacionales, crudos y visibles que en los Estados despóticos. Afirmar la libertad civil y política por encima de cualquier instrumento de control y dominación que atente contra la dignidad del ser humano, es la mejor manera de revertir las tendencias antidemocráticas tan en boga en los tiempos actuales. Una opción democrática avanzada buscaría que los controles se reduzcan a lo indispensable para que la sociedad y el mundo funcionen y sigan girando, sin sistemas de dominación que nos hacen ver la presencia abrumadora de la biopolítica como la incidencia e intromisión del poder sobre la vida humana, en clave cada más negativa.

 

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