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Espiral (Guadalajara)

Print version ISSN 1665-0565

Espiral (Guadalaj.) vol.14 n.42 Guadalajara May./Aug. 2008

 

Lecturas Críticas

 

El nuevo virtuísmo empresarial: ¿prurito, pundonor o propaganda?

 

Fernando Leal Carretero*

 

Henderson, David (2004) The Role of Business in the Modern World: Progress, Pressures and Prospects for the Market Economy. Londres: Institute of Economic Affairs. Vogel, David (2006, 2ª ed. con nuevo prefacio; la 1ª edición apareció en 2005) The Market for Virtue: The Potential and Limits of Corporate Social Responsability. Washington: Brookings Institution.

 

*Profesor investigador del Departamento de Estudios Socio Urbanos de la Universidad de Guadalajara.

 

Lo más probable es que el lector de esta revista en general y de este artículo en particular sea una persona que trabaja en la academia o al menos está cerca de la academia (tal vez por ser miembro de la clase que por alguna razón no del todo clara hemos dado en llamar intelectual). Con base en ello, le propongo a ese lector probable el siguiente ejercicio de reflexión e imaginación.

Las actividades normales del académico son leer, estudiar, pensar, enseñar, discutir, escribir, publicar. La porción de la sociedad con la que de esta manera entra en contacto es más o menos limitada: sus colegas, sus estudiantes, los autores de textos más o menos semejantes a los que él mismo escribe. De ninguna manera estamos hablando de la sociedad en general. Hasta el más exitoso de los intelectuales, p. ej. el autor de éxitos de librería, es conocido por un número de personas que es pequeño relativamente a la población en general; y es leído por un número aún más pequeño. Parece razonable decir que sus responsabilidades no pueden ser en principio mayores que su radio de acción. Así el profesor tiene responsabilidades ante sus estudiantes que son fáciles de visualizar, p. ej. preparar sus clases con la mayor diligencia y esmero posibles (lo cual incluye, entre otras muchas cosas, estar actualizado sobre los conocimientos relevantes a dichas clases), atender a sus necesidades y preferencias sin descuidar el mandato que corresponde a su vocación, profesión y contrato, ser puntual y amable, etc. Sería tedioso seguir enumerando estas obligaciones, ya que son relativamente claras. Igualmente podría hacerse el ejercicio de enumerar las obligaciones que tiene con sus colegas y demás personas con las que interactúa en la institución a la que presta sus servicios. Y otro tanto podría hacerse respecto de cada una de las funciones que ejercen los distintos miembros de la clase intelectual.

Hasta aquí la reflexión. Imaginemos ahora que de repente surge un reclamo de procedencia no mayormente definida de que este académico (o más ampliamente: este intelectual) tiene una serie de obligaciones que sobrepasan con creces aquellas a que acabo de aludir. Es más: el reclamo dice que no hay límites para esas obligaciones. El académico es responsable frente a la sociedad entera, frente a toda la población. Si el académico reaccionara con alguna sorpresa ante este reclamo y preguntase en qué consisten esas nuevas y amplísimas responsabilidades, entonces la respuesta sería que ya se le irán dando a conocer, pero que debe estar preparado, ya que (como se dijo antes) en principio no hay ningún límite a esas responsabilidades. Si el académico, ahora ya un poco asustado, replicase que no entiende bien cómo puede ser esto, ya que está perfectamente consciente de que la vocación y profesión que ha elegido y los contratos que ha firmado especifican con mayor o menor claridad unos ciertos límites, entonces se le dirá que esas responsabilidades no son propiamente ni profesionales ni contraídas, sino sociales. Este adjetivo mágico que tiene frecuentemente el poder de extender de manera indefinida o siempre redefinida los límites del sustantivo al que acompaña (pensemos nada más en los problemas sociales o la justicia social) es uno de los artefactos verbales más curiosos y peregrinos que existen en el nutrido repertorio de los reclamos al uso (se entiende: de los reclamos sociales).

Pues bien: hasta hace relativamente poco tiempo los empresarios creían tener una noción más o menos específica de cuáles eran sus responsabilidades, quiero decir aproximadamente igual de específica a la que tiene cualquier académico o intelectual. Y de repente las cosas empezaron a cambiar para los empresarios: esas responsabilidades relativamente claras y distintas comenzaron a ampliarse y ampliarse sin que parezca que haya ningún límite a la vista. Esta es una de las cuestiones de fondo que se agita en dos libros recientes (Henderson, 2004; Vogel, 2005) y que reaparecen en cualquier debate sobre la responsabilidad social de las empresas (RSE; en inglés Corporate Social Responsibility o CSR), una frase tan popular como poco meditada. El gran economista Vilfredo Pareto, en una de sus excursiones sociológicas (1911), propuso el nombre "virtuísmo" para referirse al fenómeno de la creciente censura moral sobre contenidos sexuales en la poesía, teatro o narrativa de su tiempo. Hoy día ese viejo nombre grecorromano de la "virtud" ha sido resucitado en toda su generalidad: privado de sus connotaciones pura o preferentemente sexuales, se aplica cada vez más a todo lo que hay de admirable en una persona o comunidad humana, con lo cual se habla cada vez más de "empresas virtuosas" para referirse a los ideales de responsabilidad social. Tenemos, pues, un nuevo virtuísmo empresarial cuya naturaleza los dos libros mencionados nos pueden ayudar a desentrañar.

Nuestros dos autores son muy distintos entre sí, a tal grado que sólo parecen compartir el nombre de pila en común, o acaso también el hecho de que sus libros hayan sido publicados por bien conocidos think tanks y no por editoriales académicas o comerciales. David Vogel es un politólogo norteamericano, académico de pura cepa, catedrático de ética de los negocios (Haas School of Business) y de ciencia política (UC Berkeley); David Henderson, por su parte, es un economista británico que ha tenido tres carreras distintas: primero como docente e investigador (en las universidades de Oxford y Londres), luego como funcionario y analista para el gobierno británico y la ÜECD hasta su retiro, y hoy día como conferencista, consultor y escritor de obras de divulgación para el público educado. De entrada, la valoración del virtuísmo empresarial que hacen los dos Davides es distinta: Vogel lo ve con gran simpatía y su única preocupación es que no haya más empresas virtuosas e incluso que tal vez por las condiciones del mercado nunca vaya a haber tantas como él quisiera; en cambio, Henderson argumenta que el ideal de RSE constituye una tergiversación del sentido que tiene el sector privado y los beneficios que proporciona, y por lo tanto que su implementación pone en peligro el delicado funcionamiento de la economía de mercado.

Ambos autores han publicado antes sobre este tema y probablemente lo sigan haciendo; pero no parece posible que ambos tengan razón, al menos no toda la razón. Tal vez sea el caso que las condiciones del mercado no van probablemente a permitir nunca que el virtuísmo cunda por doquiera, como argumenta Vogel; y entonces Henderson puede estar tranquilo, pues el daño está contenido por la maquinaria de precios que tanto admira; por decirlo así, el mercado sería entonces perfectamente capaz de defenderse solo. Pero tal vez sea más bien el caso que el ideal de RSE pone realmente en peligro al mercado, como teme Henderson; y entonces eso significa que Vogel se equivoca en sus números.

En este asunto, como en todos los demás asuntos de interés humano y social, hay al menos dos maneras de enfocar las cosas. Una es marcadamente normativa o axiológica: quien la esgrime se coloca en una posición de juez y lanza juicios de valor, positivos o negativos, sobre la RSE (o cualquier otro tema espinoso de que se hable). La otra es más bien positiva y fáctica: se adopta la tesitura del observador desinteresado, con un talante ya sea descriptivo, ya sea explicativo, pero que rehuye los juicios de valor y prefiere en su lugar confrontarnos con hechos. Suele ser el caso en las ciencias sociales que el discurso inevitablemente mezcla los dos acercamientos; y nuestros dos autores no son la excepción. Cada uno expresa claramente cuáles son sus valores, dónde está su corazón, a qué clase de mundo aspiran, de manera que no nos confundamos sobre el punto. Vogel aprueba el virtuísmo; Henderson lo desaprueba. Pero aparte de estos juicios de valor ambos nos proporcionan una serie de datos, conceptos y razonamientos que describen y explican el fenómeno de la RSE y las relaciones causales que guarda con otros fenómenos sociales, políticos y económicos; sólo que los hechos y cadenas causales que destaca uno y el otro son al menos en parte distintos. Ambos suponen el sistema económico que, con variantes locales, nacionales y regionales, rige en todo el mundo —ese al que se llama popularmente capitalismo, usando para ello un nombre que irónicamente se origina en las obras de su principal detractor, Karl Marx—, pero mientras que Vogel considera el virtuísmo empresarial un complemento que mejora el sistema, Henderson piensa que se trata de algo que impide que funcione como debe funcionar. Debido a esas dos posturas contrapuestas, vemos a Henderson insistir en datos que muestran los beneficios del capitalismo antes de la aparición del virtuísmo empresarial o con independencia de él; en cambio, Vogel no entra en esos detalles, sino que se limita a mostrar con hechos y cifras hasta dónde llega efectivamente el ideal de RSE en la actualidad. Lo curioso es que sus posiciones sean tan encontradas que, como dije antes, es imposible que ambos lleven la razón: o el virtuísmo empresarial no es tan peligroso como arguye Henderson o no es tan diminuto como lamenta Vogel.

Queda fuera de duda que tanto Vogel como Henderson son autores sólidos y prestigiados, cada uno en su campo y estilo. Por ello, si alguien tiene el deseo sincero de informarse sobre el complejo fenómeno del ascenso del ideal de la RSE antes de hacerse una opinión al respecto, creo que una de las mejores opciones que tiene es la de leer estos dos libros. De cada uno sacará provecho; y si después de leerlos, y viendo la contradicción que indico, todavía quiere opinar sobre el tema, pienso que al menos lo hará con muchas mejores bases de las que hubiera tenido antes.

Resulta difícil hablar de responsabilidad social de una persona, grupo u organización en un tono que no sea ético; pero cuando de empresas se trata al menos habría que admitir que, aparte de las consideraciones éticas que se juzguen pertinentes, ha lugar para al menos un poco de razonamiento económico. En este punto hay una gran disparidad entre los libros que comentamos (la misma disparidad, por cierto, que observamos en todos los debates sobre el tema). He dicho que Henderson es economista; y eso se nota en todo el libro: su larga y compleja argumentación es típica de un economista. Pero igualmente cabe decir que Vogel no es economista; y eso también se nota.

Hay ciertas formas de argumentar que están calculadas para despertar en nosotros una profunda indignación moral. Nos topamos con un ejemplo notable de ello cuando Vogel (2006: 99-100) menciona a "críticos de Nike" que suelen tomar el salario de 1 ó 2 dólares por jornada de trabajo a obreros en Indonesia que participan en la producción de calzado deportivo de esa marca a fin de contrastarlo con los miles de dólares que recibe Michael Jordan por publicitar ese mismo calzado. Para terminar de clavar la estaca en el corazón de su lector, Vogel hace la comparación aún más dolorosa citando al periodista Jeff Ballinger que en Harper's concluyó que una obrera indonesia requeriría trabajar 44,492 años para ganar lo que estipula el contrato del famoso basquetbolista (Ballinger 1992). Dejando de lado la comicidad involuntaria de un cálculo tan aparentemente preciso, ¿habrá quien no se indigne ante semejante disparidad en los ingresos? Y sin embargo, basta ponerse a pensar un poco para darse cuenta de que este modo de discurrir tiene muy poco sentido. Es al menos probable que sin los anuncios de celebridades como Jordan, Nike jamás podría tener una demanda tal que permitiera la creación de complejas cadenas de producción en cuyo extremo estaría una trabajadora no calificada que tal vez todo lo que hace a lo largo de un día es poner en una caja un zapato derecho y uno izquierdo. Por otro lado, la impresión de una disparidad casi inconmensurable proviene de un cálculo muy sesgado. Propongo al lector otro para que compare. Partamos de uno solo de esos pares que la obrera empacó. Supongamos un joven norteamericano tan consciente de la moda que hace lo que puede (desde atormentar a sus padres durante semanas hasta vender un poco de cocaína en las calles) para conseguir 100 dólares y pagarlos por el último modelo de Nike. ¿Cuánto de esos 100 dólares le tocan a Jordan y cuánto a la trabajadora indonesia? En una reciente introducción a la economía se ofrece una estimación de los costos, que sería aproximadamente la siguiente:1

En cursiva he puesto los dos componentes del precio que Vogel nos proponía comparar. Es claro que ni Jordán ni la obrera indonesia se llevan la tajada completa, ya que cada uno de ellos es parte de un equipo.2 Pero si hacemos el supuesto simplificador de que la obrera que discutimos hizo ella sola todo el trabajo y Jordan hizo él solo toda la publicidad, vemos que los números no son tan toscamente dispares como el discurso que Vogel cita con evidente aprobación.

Doy otro ejemplo de falta de razonamiento económico. Hablando del impacto de la etiqueta "social" Comercio Justo (Fair Trade o FT) nos dice Vogel (2006: 105) que en Etiopía los miembros de la Unión Cooperativa de Cafetaleros de Oromiya reciben 70% del precio de exportación del café que producen gracias a tener la etiqueta FT, mientras que el resto de los productores que trabajan en el mercado libre reciben solamente 30%. Esto parece una muy estupenda noticia para los miembros de la cooperativa y una menos estupenda para los desdichados que no pertenecen a ella. Pero, ¿qué pasa con todos los demás etíopes que participan en ese comercio? Me refiero a todo tipo de intermediarios, transportistas, estibadores, oficinistas, que no siembran ni cosechan el café, pero sin los cuales el café no llegaría al puerto de embarque: ellos reciben en el segundo caso 70% y en el primero solamente 30%. O sea, bueno para unos, malo para otros. ¿Por qué Vogel no cuenta ambos grupos? ¿Acaso sólo los cafetaleros cuentan? ¿No habría entonces responsabilidad social sino para con ellos? Leer a Vogel me recuerda lo que dice la gran historiadora económica Deirdre McCloskey: todo pasa como con una obra de teatro que se queda en el primer acto. Podemos aplaudir la actuación, el vestuario y la coreografía; pero lo cierto es que hemos asistido a un fragmento, y tal vez si viéramos el resto de la obra ya no aplaudiríamos con tanto entusiasmo.

A veces las afirmaciones de Vogel desafian la credibilidad, como cuando asegura que la organización Rockefeller Philanthropy Advisors "movilizó 4 millones de millones de dólares ($4 trillion) de inversionistas institucionales para presionar a 500 grandes corporaciones a que cuantificasen sus emisiones de gases de invernadero..." (Vogel, 2006: 330). ¡Un momento! Dejemos de lado para qué se habría movilizado el dinero, e incluso dejemos de lado qué quiere decir "movilizar" dinero, una expresión tan vaga que casi no dice nada. Pensemos solamente en la cifra: 4 millones de millones de dólares equivalen a casi la mitad de la producción anual entera de los Estados Unidos, la mayor potencia económica de todos los tiempos. ¿Una organización filantrópica podría "movilizar" esa cifra? Disculparía a cualquier lector que pensara que Vogel no sabe de qué está hablando aquí.3

Ocasionalmente, Vogel sí razona económicamente, y es curioso notar que en esos casos la conclusión es bastante menos favorable a la RSE de lo que uno pudiera anticipar. Así, algunos virtuístas argumentan que la inversión "social" redituaría en beneficio de las empresas. Si eso fuera así, nos dice Vogel (2006: 34,) las empresas se apresurarían a hacer tales inversiones, cosa que no vemos; y si lo hicieran, la ventaja competitiva de las empresas virtuosas se perdería, ya que todas lo serían. Son buenos razonamientos económicos. E igualmente buenos, aunque no muy analizados por Vogel, son los que tienen que ver con los efectos perversos de las buenas intenciones: la prohibición del trabajo infantil en regiones de Asia, que arrastró a muchos niños y niñas a la prostitución (ibíd.: 98);4 los inútiles gastos y riesgos incurridos por el desmantelamiento en tierra firme de una plataforma petrolera obsoleta de Shell, tal como fue exigido de manera ignorante y fanática por Greenpeace (ibíd.: 112-114); los asesinatos de inocentes perpetrados por el gobierno de Indonesia para persuadir a la empresa Freeport McMoRan que necesitaba de la "protección" de sus fuerzas armadas (ibíd.: 146).

Un último ejemplo importante se refiere a un cálculo que concluye que la reducción de emisiones de CO2 de la compañía British Petroleum habría costado 20 millones de dólares pero ahorrado 650. Aquí parecería pues que la virtud es su propia recompensa. Pero Vogel nos recuerda muy acertadamente que esas cuentas alegres de los virtuístas no toman en cuenta los costos de oportunidad, un término de la teoría económica que en este caso se refiere a que si los gerentes de BP hubiesen empleado tiempo y recursos en otra cosa que reducir esas emisiones, habrían probablemente obtenido ganancias superiores a esos 650 millones que ahorraron por virtuosos. Llamo importante a este último ejemplo porque es característico del ideal de RSE, como sugerí antes, el no tener límites. Leyendo a Vogel tiene uno la impresión de que algunos activistas quisieran que las empresas se dedicaran a todo menos a producir y comercializar sus productos. Puede ser bueno aspirar a la santidad, pero no estaría de más saber los costos.

Sin embargo, el mejor ejemplo de razonamiento económico que tiene el libro de Vogel es precisamente su conclusión, tan certera como importante: el virtuísmo empresarial no es viable para todas las empresas, sino solamente para un número bastante reducido de ellas. Para mayor precisión, son dos los tipos de empresa que pueden darse el lujo de acatar el ideal de RSE. Un tipo es el de las empresas que buscan ofrecer un producto diferente (más "social", más "justo", más "ético", más "ambiental") al de otras empresas. Esas empresas son virtuosas por definición propia; no pueden no ser virtuosas y seguir siendo la clase de empresas que son. El segundo tipo de empresas es muy distinto: se trata de las empresas que son tan grandes, visibles y omnipresentes que resultan un blanco fácil y barato para las organizaciones no gubernamentales que viven de un apostolado ético, social o ambiental. A esas empresas no les queda otra que defenderse como puedan de esos ataques, y para ello enarbolar una bandera de virtud más o menos sincera y más o menos interesada.

Esta inexpugnable conclusión de Vogel (que él expresa en varias partes del libro) pertenece propiamente al área del análisis económico que se llama Organización Industrial; y por ella vemos que los límites de la RSE son límites económicos. Veamos. El primer tipo de empresas no requiere mayor discusión. Cada quien vende el producto que quiere, y si yo quiero vender un producto que rezuma santidad, y encuentro un público de consumidores dispuesto a comprarlo y un grupo de inversionistas dispuesto a financiar mi operación, entonces no hay más que decir. Es un mercado de la virtud, con la misma estructura de cualquier otro mercado. Pero el segundo caso es más complicado. Aquí es obvio que las empresas tratan de ser virtuosas porque no les ha quedado más remedio, porque han sido forzadas a ello por la presión de ciertos grupos sociales, porque los responsables de tomar decisiones han concluido, correcta o incorrectamente, que de ciertas conductas real o aparentemente virtuosas dependen sus ventas y su acceso a capitales. Y surge entonces la pregunta de si este otro mercado de la virtud en el que tienen que empeñarse unas empresas que nunca dijeron aspirar a la santidad es un mercado del que podemos esperar un beneficio neto para la sociedad en general.

Henderson responde a esa pregunta con un sonoro "NO". Como buen economista, es discípulo de Adam Smith, y piensa que los beneficios sociales de la labor empresarial son indirectos: buscando cada empresario su propia ganancia (y la de sus inversionistas) la suma agregada de las acciones empresariales redunda en la satisfacción de los deseos de los consumidores, es decir de todos nosotros. Los virtuístas invierten el razonamiento y proponen que si cada empresario busca el beneficio de todos nosotros, entonces sus ganancias aumentarán. El libro de Vogel muestra con muchos datos que eso no es así, o es así nada más para el reducido número de empresas que participan voluntariamente en el mercado de la virtud ofreciendo productos que se distinguen de los de la competencia por un atributo particular: cuando una empresa como The Body Shop ofrece un champú como hecho con puras substancias naturales y sin que hayan mediado experimentos con animales, o una empresa como Starbucks ofrece un café comprado al "precio justo", y hay clientes dispuestos a pagar un poco más por ese producto de lo que pagarían por uno muy similar en calidad, pero con una etiqueta distinta, entonces tenemos un transacción económica que en principio no se distingue de aquella en que el cliente prefiere una camisa porque es de lana en vez de otra que es de lino, o que es de color azul en vez de gris.

Henderson no tiene ningún problema con eso; pero sí los tiene con la idea de que los empresarios deben emplear sus recursos no con la mira puesta a satisfacer a sus clientes y en el camino obtener ganancias, sino con la idea de cumplir los requisitos sin límite que les plantean los partidarios del virtuísmo. Y la razón es que al desviar recursos de esa manera en general aumentan los costos de producción y comercialización. Si estos costos pudieran simplemente pasarse al consumidor, nadie tendría nada que decir. Al cliente lo que pida. Tal es el caso de las empresas que venden virtud y se han hecho de clientes que están dispuestos a pagarla. Pero pasar los costos extra al cliente no es posible en la mayoría de los casos, como ilustra Vogel una y otra vez. Si dichos costos no se reflejan en el precio que el cliente paga, tienen que reflejarse en las ganancias de la empresa. Y en último término eso es lo que quieren los activistas de la RSE, muchos de los cuales tienen de entrada una actitud hostil a las empresas y sus ganancias. Pero Henderson arguye que si esto se generalizara, las ganancias dejarían de reflejar el valor de las empresas y los beneficios que proporcionan a clientes, empleados e inversionistas, es decir a todos. Y he aquí que los adelantos en el bienestar creciente de cada vez más personas en el mundo se debe en gran medida, tal vez incluso principalmente, a la actividad empresarial. Este es el argumento original de Adam Smith y ese continúa siendo el argumento de la mayoría de los economistas casi dos siglos y medio después.

La cuestión está entonces en saber si lo que la sociedad pierde al impedir que las empresas realicen su función, lo gana de otra manera (mediante otro mecanismo) al tratar de forzar a las empresas a que se hagan virtuosas. Con esto, lo que se propone es, otra vez, un ejercicio de imaginación. Supongamos que el ideal de RSE se realiza, de tal manera que cada vez más empresas, e incluso en último término todas, se vuelven virtuosas. La pregunta teórica es: ¿Qué pasaría? ¿El mundo mejoraría? ¿Se acabaría la pobreza? ¿El medio ambiente estaría mejor protegido? ¿Habría menos criminalidad, más democracia, menos desdicha? Nadie en realidad tiene la respuesta a esta pregunta. Sin embargo, los economistas como Henderson podrían construir un buen argumento teórico de que es improbable que ninguna de esas cosas ocurriera.

El caso contra la RSE es teóricamente sólido e impresionante; no hay por contraste ningún modelo teórico que presente una alternativa favorable, es decir que prediga cambios benéficos para todos como resultado de un mayor virtuísmo empresarial. Ello no quiere decir que no sea posible construir tal modelo ni mucho menos que sepamos a priori cuál de esos dos modelos (el que ya existe y el que estamos imaginando) corresponde a la realidad.5 Eso en cuanto a la teoría. En cuanto a los datos empíricos (de los que Vogel nos da más que Henderson), lo que ellos arrojan es que el mercado de la virtud es en todo caso un mercado reducido, lo cual invita a especular que tal vez haya alcanzado o alcance pronto su límite natural: las oportunidades y obstáculos que la RSE plantea a las operaciones comerciales han sido ya o serán pronto aprovechadas y enfrentadas al máximo. Pero esto no se sabe. Tendremos que seguir observando lo que pasa. Lo que queda claro al leer estos dos libros es que las posiciones éticas como tales no resuelven la cuestión. Nuestras intuiciones éticas pueden ser todo lo fuertes y evidentes que se quiera; no conllevan consigo ninguna garantía de que sean verdaderas. La verdad, en la medida en que los pobres mortales consiguen aprehenderla, requiere de mucho trabajo, y en muchísimos casos esa verdad va en contra de todas las intuiciones que tenemos. Eso vale para todas las ciencias, incluyendo las sociales.

Y la cosa es más grave. Los defensores de la RSE parten del supuesto de que los empresarios pueden saber qué es lo que sería mejor para todos y entonces implementarlo. No reparemos ahora en los costos de implementación y en las consecuencias de tales costos. Fijémonos tan solo en el supuesto que rige todo esto: la existencia de un saber claro y distinto sobre lo que se debería hacer. Pues bien: hay evidencia fortísima de que esto no es el caso. Esa evidencia consiste en el hecho de que ni siquiera los fondos de inversión "ética" (Socially Responsible Investment o SRI) se ponen de acuerdo en qué empresas son virtuosas, una realidad documentada ampliamente en el libro de Vogel. Y no solamente no se ponen de acuerdo, sino que hay casos en que, habiendo existido un acuerdo notable, luego se reveló que la verdad era otra, como fue en el caso de Enron: una empresa reconocida ampliamente como "ética" y "social" que dio lugar al escándalo contable y financiero más grande de los últimos tiempos.

Existe en un número indeterminado de personas la inclinación a ver con buenos ojos las empresas que hacen labor social, como quiera que la definamos. Este fenómeno no es nuevo: lo podemos observar al menos desde el siglo XVIII, es decir en el momento en que las empresas comienzan a ocupar el papel central que desde entonces no ha hecho sino aumentar. Sin embargo, las justificaciones han variado. Desde las defensas en nombre de una religión o una ideología particulares (el cristianismo, el islam, el marxismo, el maoísmo, el ambientalismo) hasta la idea de que una mayor responsabilidad social es buena para los negocios. El que se pueda defender una inclinación de maneras tan diversas invita a pensar que es esa inclinación la realidad de fondo. Lo que no sabemos es ni cuál es el contenido exacto de esa inclinación ni a dónde nos conduciría ceder a sus reclamos.

 

Bibliografía

Ballinger, Jeff (1992) "The New Free-Trade Heel", en Harper's Magazine, agosto.

Basu, Kaushik (2003) "The Economics of Child Labor", en Scientific American, octubre.

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Vogel, David (2006, 2ª ed. con nuevo prefacio; la 1ª edición apareció en 2005) The Market for Virtue: The Potential and Limits of Corporate Social Responsibility. Washington: Brookings Institution.         [ Links ]

 

Notas

1. Chambless, 2005: 317. La estimación original parte de un precio de $70 por par de zapatos. Para mayor claridad, ajusté a $100 y redondeé los números (así, los gastos de investigación y desarrollo ascienden a solamente 36 ¢ en cada $100).

2. Como el lector podría tener dudas, hagamos el cálculo. Vogel (2006: 77) nos dice que Nike vende entre 6 y 9 mil millones de dólares al año. Si Nike gasta en publicidad el 6% de esto, entonces Michael Jordan debería recibir entre 350 y 540 millones de dólares anuales (en realidad el doble, ya que deberíamos descontar los costos de la venta al menudeo, que no corresponden a Nike, pero ignoremos ese detalle). Ahora bien, el propio Ballinger nos dice que el contrato de Jordan es por 20 millones solamente (1992: 64). Luego es obvio que el gran jugador dista mucho de llevarse la tajada del león de los gastos de publicidad de Nike.

3. La referencia que da Vogel para este disparate económico es a una encuesta I publicada en febrero 17 de 2003 por BizWeek. No he podido encontrar esa referencia en las bases de datos que consulté, y aunque espero que los expertos de una revista tan prestigiada no hayan cometido el dislate, la remota probabilidad de que lo cometieran no exime a Vogel: humanum est errare, perseverare diabolicum.

4. Este triste caso de "efectos perversos" de un activismo bien intencionado es tan famoso que llegó hasta las páginas de Scientific American (Basu, 2003: 68). Pero el registro histórico queda incompleto si no se indica que las ONG involucradas comprendieron su error y consiguieron un programa educativo para sacar a los niños y niñas de las calles (Elliott y Freeman, 2003: 128).

5. Hay ciertamente un malestar bastante extendido sobre el estado de la economía moderna y una serie de propuestas para modificarla, pero no existen modelos satisfactorios distintos de la teoría tradicional. Sin embargo, el lector puede asomarse a algunos intentos de caminar en esa dirección, p. ej. Frank (2004), Binmore (2005), Gintis et al. (2005). Tal vez algún día el tipo de modelos que en libros como estos se exponen lleguen a ser rivales de los usuales y nos demuestren que algo como la RSE es susceptible de beneficiar a todos; pero ese día no ha llegado aún.

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