Introducción
La diabetes mellitus se considera una pandemia. En México, entre 1990 y 2010, la tasa estandarizada de esta enfermedad “para mayores de 20 años aumentó significativamente, pasando de 37.4 a más de 121 defunciones por [cada] 100 mil personas -un incremento de 224%-. Por sexo, las mujeres tuvieron tasas más elevadas que los hombres, patrón que se mantuvo hasta 2009, ya que en 2010, la tasa masculina fue superior a la femenina presentándose un cruce de las tasas por primera vez en los últimos 20 años” (Dávila-Cervantes y Pardo, 2014: 913).1
Metodología
En este artículo se presentan los casos de tres sujetos cuyo hastío, discapacidad gradual y sufrimiento físico y emocional los llevó a la muerte en poco tiempo, con la particularidad de que no acudían regularmente a los servicios públicos de atención médica. El objetivo es resaltar las vicisitudes de orden estructural y emocional que coadyuvaron a su temprana defunción. El aspecto emocional surgió como un elemento común en todas las entrevistas realizadas en el contexto de la investigación, por lo que constituye un factor a tomar en consideración para el manejo de la diabetes mellitus.
A las personas de quienes trata este artículo - dos hombres tseltales de Tenejapa y una mujer quiché avecindada en San Cristóbal de las Casas- se les asignaron alias, mientras que los datos que podrían inducir a su localización fueron modificados sin afectar el núcleo de las narraciones. El criterio de inclusión fue la defunción durante el proceso de investigación, en el cual se les acompañó en sus respectivas trayectorias desde 2010 hasta su fallecimiento.
Orientación teórica y metodología
La investigación se centró en la obtención y el análisis de representaciones sociales en torno a la diabetes mellitus. Se entiende que la esfera de la subjetividad remite a la apropiación/encarnación y elaboración de la experiencia del individuo, fundada en procesos cognitivos, emocionales y físicos, entre los que se enfatiza, además de la palabra, la acción no verbalizada como medio de transmisión de conocimientos (Ortner, 2006, citado en Good, 2015) y como expresión de sentimientos y emociones (Le Breton, 2012; Csordas, 1993), por medio de los cuales se configuran, asimilan y transforman las representaciones de todo orden. Asimismo, el pensamiento, y por lo tanto la subjetividad a la que da lugar, tiene un “encadenamiento histórico” y está determinado por el ámbito sociocultural, es decir que lo sociohistórico “constituye la condición esencial de la existencia del pensamiento y la reflexión” (Castoriadis, 1997: 3), cuyo contenido intrínseco y estructurado reside en la esfera transubjetiva. Mediante la esfera de la subjetividad nos acercamos a las formas en las que los sujetos conciben y viven la salud, y a cómo piensan y sufren -padecen- la enfermedad (Jodelet, 2008).
Los casos que aquí se presentan se caracterizan por una importante connotación emocional. En tal sentido, se infiere que tanto los procesos mentales como los emocionales son producto de una construcción social y cultural, y pueden expresarse abiertamente, ocultarse o fingirse, dependiendo del sujeto y el público con el que éste se comunica (Le Breton, 2012; Rosaldo, 1984). El objetivo del intercambio intersubjetivo se expresa dentro de un “patrón colectivo susceptible de ser reconocido por los pares”, en el que “matices de la particularidad individual [son] siempre el producto de un entorno humano dado y de un universo social caracterizado de sentido y de valores” (Le Breton, 2012: 67-68).
Así, tanto si el sujeto con el que se interactúa de manera individual o en colectivo expresa en forma abierta su sentir y sus emociones, como si pretende enmascararlas o fingirlas según los intereses particulares del intercambio, los mensajes verbales o los silencios se acompañan de expresiones faciales y corporales que pueden atisbarse mediante la personificación -embodiment- (Csordas, 1993; Le Breton, 1999). Esta “personificación” es una categoría de análisis que contribuye a la comprensión de las emociones y las decisiones que tomaron don Alfonso, don Petul y doña Mari.
Los casos
Don Alfonso
Don Alfonso murió a los 58 años. Era tseltal, originario de un paraje de Tenejapa, bilingüe en tseltal y español, alfabeto funcional, costumbrista e importante en la jerarquía religiosa de su pueblo, con relativa solvencia económica e inscrito en el Seguro Popular.
Lo conocí en 2010, ciego por complicaciones de la diabetes, siempre en cama, desganado y sin fuerza. Me explicó que el “azúcar le pegó” entre 2004 y 2005. Durante ese lapso tuvo las molestias propias de la enfermedad, que después desaparecieron, pero volvieron luego con mayor gravedad. Desde la subjetividad, el informante atribuía su “azúcar” al consumo desmedido de cerveza, debido a que en los días previos a la aparición de los síntomas, él y otro compañero bebieron, en dos semanas, 133 botellas del ambarino líquido.
Al día siguiente de haber suspendido el consumo etílico, don Alfonso seguía “bolo” -ebrio-. La situación, dijo, se prolongó cerca de un mes, por lo que sus familiares lo llevaron al biomédico. Éste, sobre la base del resultado de laboratorio, que arrojó una lectura de 800 mg/dl de glucosa, le diagnosticó diabetes mellitus. Fue hospitalizado para someterlo a terapia insulínica, con niveles glucémicos que fluctuaban entre 350 y 800 mg/dl. Varias semanas después, con niveles normales de glucosa en sangre, salió del hospital con una prescripción de insulina que lo mantuvo controlado durante un año. Don Alfonso atribuyó su enfermedad a la ingestión abusiva de cerveza y descartó enfáticamente su posible origen en factores sobrenaturales.
Uno de sus hijos relató los pormenores de diferente manera. Señaló que su padre, antes de enfermar, era un tipo robusto con tendencia al sobrepeso: “el azúcar le empezó como si fuera una tos o una gripa, le daba mucha calentura y empezó a bajar de peso” (entrevista con Alfonso López Girón, Tenejapa, 17 de septiembre de 2010). Antes de llevarlo con el biomédico, la familia decidió acudir con diferentes ch’abajeletik -rezadores-, quienes invariablemente diagnosticaron ak’chamel -mal echado-. Al no mejorar, como última alternativa consultaron a un biomédico particular en San Cristóbal, quien lo canalizó al hospital en el que le administraron suero e insulina. Don Alfonso egresó con prescripción de insulina una vez al día, se reincorporó a su cargo de alférez,2 y retomó la intensa vida social y ritual a la que estaba habituado.
Aproximadamente al año de la primera crisis, señaló el hijo, don Alfonso de nuevo bebió cerveza durante dos semanas hasta la embriaguez, en cuyo lapso suspendió la insulina. Ingresó al hospital con un nivel de glucemia3 de 600 mg/dl. Estuvo internado una semana.
A partir de ahí, la glucemia de don Alfonso ya no se normalizó. Él no respetó el régimen dietético, se dejó llevar sin restricciones por sus apetencias: fruta, alimentos grasos, dulces, refresco y cerveza. Suspendió la insulina porque consideró que le causaría la pérdida de la visión. De hecho, cuando quedó ciego, se lo achacó a su uso. Sus familiares y amigos influyeron de manera decisiva para que optara por dejarla. En este sentido, su hijo, profesor, manifestó:
¡Insulina es lo que no sabemos! Algunos doctores dicen que es buena y otros dicen que es mala. Entonces hay una contradicción entre los médicos también. Entonces ya no le ponen más insulina, entonces mejor ponerle esta pastilla para que no le haga daño a sus ojos (entrevista con Alfonso López Girón, Tenejapa, 17 de septiembre de 2010).
La noción transubjetiva contrahegemónica, según la cual la insulina produce ceguera, contradice el postulado biomédico en lo que se refiere a que la aplicación de insulina aminora el riesgo de ceguera y otras complicaciones de la diabetes mellitus, lo cual, en el plano intersubjetivo, deriva en opiniones contundentes y discusiones acaloradas, e influye para que gran cantidad de personas que viven con diabetes mellitus se nieguen a utilizarla.
La tercera vez que don Alfonso se agravó estuvo hospitalizado 15 días. Al egresar, se le indicó a los familiares lo siguiente:
Ésta ya es la última vez que lo vamos a tratar; es que él no se cuida, no se controla. De hecho, ya le explicamos cómo se controla el azúcar, todo eso, pero creo que él no se cuida, por eso [a] cada rato se le está subiendo. Entonces ya es la última vez. Si ustedes lo ven que sube otra vez, ahí que lo tengan ya ahí, porque no podemos hacer nada ya acá (entrevista con Alfonso López Girón, Tenejapa, 17 de septiembre de 2010).
A su vez, don Alfonso expresó con determinación que no quería volver al hospital. A partir de entonces trató infructuosamente de controlarse por medio de pastillas. Eso, aunado a sus prácticas descontroladas, propició el hecho de que de ahí en adelante permaneciera hiperglucémico, y en consecuencia, a principios de 2010 quedara ciego, tras un proceso paulatino en cuyo inicio reportaba falta de claridad para distinguir rostros, hasta la pérdida total de la visión.
Con la ceguera perdió la independencia. Para él, era imposible continuar con su intensa vida social y ritual, y pasó a depender en todo momento de terceros. En suma, todos estos factores influyeron para que se sumiera en una tristeza perenne, que aun sin una manifestación verbal se expresaba en posturas y actitudes corporales: ya no quería levantarse de la cama ni adoptar estrategias que lo habilitaran para tener movilidad. Dormitaba la mayor parte de tiempo.4 De acuerdo con su hijo, decía: “¿cómo voy a trabajar?, ¿cómo voy a probar? No se puede, es muy malo el ojo que no se ve uno. No se puede dónde ir, si se va uno caminando, se puede chocar en una pared, en una puerta” (entrevista con Alfonso López Girón, Tenejapa, 17 de septiembre de 2010).
Nuestras observaciones se confirmaron cuando se nos dijo que don Alfonso llevaba varios meses triste debido a la ceguera, razón por la cual se negaba a abandonar la cama y emprender alguna actividad. Otro factor que contribuyó a ahondar su tristeza fueron las restricciones dietéticas, aspecto que en todo momento don Alfonso se esforzó por contrarrestar, al no aceptar que algunos alimentos o bebidas de su gusto le causaran daño. Se coludía con su esposa para introducir en su habitación frutas, golosinas, refrescos y bebidas alcohólicas. Incluso, en noviembre de 2010, los encontré, a él y a su esposa, totalmente ebrios. La nuera, encargada del cuidado, se mostró enojada y apenada porque no se había percatado del momento en el que la esposa de don Alfonso introdujo la bebida.
Este comportamiento de don Alfonso y su esposa se reflejó en que de agosto de 2010 a marzo de 2011 se presentaran lecturas de hiperglucemia superiores a 600 mg/dl. Asimismo, llama la atención que en una visita que realicé en enero de 2011 don Alfonso tuviera una glucemia de 476 md/dl, mucho menor al promedio de los meses anteriores. Ello coincidió con la presencia del hijo que vive en la Ciudad de México, cuya esposa asistía a don Alfonso.
El profesor, en tono altisonante, expresó enojo y desaliento: “de qué sirve el esfuerzo con que se cumple en apoyar económicamente y dejar aquí a mi esposa lejos de la familia si mi papá no tiene ningún cuidado, se come y bebe lo que sea y no toma sus pastillas” (entrevista con Alfonso López Girón, Tenejapa, 17 de septiembre de 2010). Comentó con desánimo que mientras él estaba en Tenejapa su padre seguía la dieta, pero en cuanto se iba, don Alfonso volvía a comer todo lo que le hacía daño.
Tiempo después me acerqué a su domicilio con la intención de saludarlo, pero se rehusó a recibirme. Una semana más tarde lo hallé más postrado y emaciado que de costumbre. Sólo me dirigió la palabra para decirme que ya no se aplicaría más la insulina. Murió a los pocos días, a principios de marzo. Entre sus comentarios finales me confesó que, aunque todo el tiempo me dijo que no tomaba refresco, en realidad nunca estuvo dispuesto a dejarlo.
Doña Mari
En abril de 2009 doña Mari tenía 58 años. Nació en Nabaj, Quiche’, Guatemala. Hablaba quiche’ ’ichix y español. No asistió a la escuela y no aprendió a leer ni escribir. Era católica y comerciante. Su esposo y cuatro de los cinco hijos que tuvo murieron por complicaciones del sarampión en 1976, como consecuencia de una epidemia.
La noche del 25 de diciembre de 1981, la comunidad de Nabaj fue atacada y prácticamente exterminada por un destacamento de kaibiles.5 Aquellos que lograron sobrevivir huyeron hacia la montaña con lo que llevaban puesto y sin alimentos. El fuego acabó con todo, incluida la cosecha almacenada en las trojes -maíz, frijol, haba, chilacayote, etcétera-.
Tras los acontecimientos, doña Mari y sus hermanas decidieron, a instancias de su hermano, buscar refugio en México: “si nos quedamos, no vamos a morir por la guerra, nos vamos a morir por hambre” (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009). La mañana del 6 de enero de 1982 salieron hacia Huehuetenango, donde habían planeado encontrarse con sus padres y con el hijo que sobrevivió al sarampión. Al llegar a la ciudad se enteraron de que sus familiares habían sido secuestrados por el ejército. Nunca más los volvieron a ver:
Pues ya no los encontré, de una vez, hasta la fecha no sabemos nada, pero hay unos que dicen que mi hijo se huyó, que está en Tijuana, pero sólo Dios sabe. Cuando todavía estábamos en Guatemala tenía yo mucho espanto, mucho miedo, mucha hambre, tal vez se viene de ahí [la diabetes mellitus]. Veíamos que las gentes están cortadas su cuello, escuchamos que ahí en el Madelo, donde estábamos, lo secuestran a la gente, los tiran en el río, muchas cosas. A los niños, a las señoras, los dejan tirados ahí (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009).
El miedo y el espanto la acompañaron hasta el final de sus días. Aterrorizados y con miedo a ser atrapados y desaparecidos, lograron refugiarse en Motozintla, Chiapas, donde con el apoyo de unas monjas los contrataron para trabajar en la cosecha de café. La tristeza de estar en otro país, de no hablar bien español y trabajar en algo para lo que no tenían adiestramiento previo también le afectó.
Al año se trasladó, con su hermana, a Toluca, en el centro de México: “ahí nos recibieron la gente, nos ayudaron la gente, nos dieron cobijas, ropa, todo […]. Empezamos a tejer morrales, manteles, tejidos, monederos. Sí, en eso salimos adelante” (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009). Ahí se relacionó con un hombre casado con quien concibió un hijo que la acompañó por el resto de sus días.
Antes del levantamiento zapatista, doña Mari decidió pasar por San Cristóbal de las Casas como escala de camino a Guatemala, pues tenía la determinación de encontrar a su hijo desaparecido. Compró un terreno en San Cristóbal y almacenó ahí sus efectos personales. Los dejó encargados con una conocida. Pero a los pocos días del levantamiento zapatista, doña Mari recibió la noticia de que le habían robado todas sus cosas. La noticia de la guerra y el despojo de sus pertenencias le reavivó los sentimientos de terror y pérdida; y a su decir, eso, sumado a los acontecimientos previos en Guatemala, le desencadenó la diabetes mellitus.
A los tres días de la noticia relacionada con el levantamiento zapatista comenzó con mucha sed y dolor de cabeza:
Me espanté que se robaron mis cosas. Y la tristeza que me dio es por mis cosas, porque ya todo lo tengo aquí. Y me espanté, me quedé sin nada allá y todas mis cosas las pasé para acá. Y ahí se vio, a lo mejor ya lo tengo en mi sangre por tanta cosa que ha pasado, digo yo. O en ese momento me dio, ¡quién sabe! (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009).
Decidió entonces viajar a Escuintla, Guatemala, aún con el afán de encontrar a su hijo. Ahí aumentaron sus malestares. A pesar de ello permaneció ocho años en su país, hasta que:
Me sentía mal, ya de repente me desmayo, de repente me agarró un dolor aquí en mi sentido. Y un disgusto me da cuando me agarra ese dolor. Pero a saber qué dolor es, no me duele nada, de repente cuando se viene un oscuro en este mi ojo [se señala el ojo izquierdo]. Ya mero me iba a morir, me desmayé y sentí en mi desmayo pues que ya me voy a morir que yo no confié de nadie sólo en Dios. Cuando se quitó mi desmayo le dije, pues, a mi hijo: “mejor vámonos, mejor vámonos, ya no aguanta aquí el sol, por eso mi desmayo”(entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009).
En la ciudad de Guatemala, un médico le recetó insulina. A su regreso a San Cristóbal, otro médico le prescribió glibenclamida y medicamentos para la gastritis, pero como le provocó una sudoración inusual, optó por abandonar el tratamiento, incluida la insulina.
Uno de tantos días en los que se sentía muy mal, una señora le sugirió que consultara a un homeópata de San Cristóbal, y comentó al respecto: “salí en la combi ya casi para morir” (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009). El médico le quitó las pastillas y le recetó unas gotas con las que sintió alivio, incluido el dolor. Al terminársele las gotas abandonó el tratamiento, por falta de dinero para surtirlas.
Antes de 2010 ya presentaba disminución de la agudeza visual y al momento de la entrevista ya casi no veía: “ahora ya me estoy mejorando de mis ojos, sí. Pero he pasado, como dicen, de unos miedos muy fuertes” (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009).
Posteriormente, intentó paliar las molestias físicas con hierbas -té de ruda para los dolores de cabeza, té de hinojo para los dolores de “venas” y también de cabeza-:
Cuando como me voy a descansar, es que creo que se sube el azúcar […]. Es que cuando como o no como, cualquier momento me da pesadilla en las venas, como que me duelen todas mis venas, como que me da una pesadilla que ya no tengo ganas de hablar nada, ya nomás estoy así (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009).
Pocos meses antes de morir, los exámenes físico y de laboratorio arrojaron datos preocupantes, indicativos de hipertensión arterial, una incipiente insuficiencia renal -proteínas en orina- e hiperglucemia de 440 mg/dl:
Pero me empeoré más por la medicina, y fui con el doctor y le dije, pero éste me contestó: “ah, no, señora, no se empeora, al contrario, se cura”. “No, pero yo siento que me empeoré”. Sólo un mes tomé la medicina y ya no fui con el doctor, ya no fui con él, como me sentí mal… (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009).
Doña Mari mencionó dos factores que a su parecer le causaban debilidad y pérdida de fuerza. El primero, la pérdida de peso. Para ella, “estar gordita” era símbolo de fuerza, pero delgada se sentía débil. Lo segundo fue un acontecimiento que le ocurrió cuando vivía en Escuintla, Guatemala:
Hace algunos años un día me senté pensando así: tengo un cántaro que es de mi hijo, él iba a acarrear su agua en su cántaro y es de él. Y me senté solita, así [acurrucada, tomándose de las rodillas], y me quedé viendo el cántaro. Dios, qué dichoso el cántaro cuando está en su espalda de mi hijo, dije yo. Me dio una alegría aquí en mi sangre. Y una alegría sentí en ese momento. Y después me puse a pensar: ¡está vivo mi hijo! ¿Por qué me dio una alegría?, dije yo. Por lo que decidí ir a ver a unos señores para preguntar por él (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009).
Le dijeron que su hijo había escapado cuando los militares agarraron a sus abuelos y lo podría encontrar en Tijuana; que había estudiado y estaba casado y con hijos. Le dijeron que si quería la dirección tenía que pagarles 1 500 quetzales. Ella entregó el dinero y le dieron una dirección y le dijeron que regresara en ocho días para que le proporcionaran una fotografía. A la semana le pidieron otros 1 500 quetzales y volvió a pagar, y a cambio le dieron una hoja en blanco diciéndole que cuando viera a su hijo, ahí iba a aparecer su rostro.
Luego ella y uno de los hombres salieron de la casa. El señor le pasó tres veces la mano -mostró que le pasó la mano cerca del hombro izquierdo, por detrás de ella, como barriendo-. Ya sola, al llegar a la siguiente esquina sintió que se moría, que se le detenía el corazón:
Mi fuerza la quitó el señor. Mi fuerza, siento yo que puedo hacer muchas cosas, pero en ese momento me la quitó ese señor. Hasta la fecha hoy ya no puedo, ya no regresa mi fuerza. Ahí sí me jodieron esas gentes porque yo, cuando fui, tengo la diabetes mellitus pero estoy fuerte, tengo mucha fuerza, viajaba yo, negociaba yo. Y ahora ya nomás estoy aquí, porque tal vez maldad. Yo no sé qué me hizo ese señor (entrevista con María Pérez, San Cristóbal de las Casas, 20 de abril de 2009).
En junio de 2010 destacaba el color verdoso de su piel. Interpreté que ella me refería que se sentía bien, aunque hubiera perdido peso. Acudió al homeópata, quien le mandó el mismo medicamento que le había prescrito en tres ocasiones previas.
En diciembre de 2010 la encontré postrada, con el rostro ligeramente edematoso, muy delgada, cubierta con varias cobijas. Su hijo narró que en agosto habían viajado a Guatemala y en octubre a San Cristóbal. En Guatemala, doña Mari presentó una pequeña úlcera en el pie, que intentaron curar con lavados; sin embargo, el punto se ennegreció, y a partir de entonces fue invadiendo el resto del pie. Acudieron con el homeópata, quien primero recetó lavados y en una consulta posterior se declaró incapaz de manejar el caso. Recurrieron entonces a un médico alópata particular, quien le recetó glibenclamida, metformina y antibióticos -trimetoprima sulfametoxasol y cefalosporinas-. Después de eso visitó a varios médicos y todos coincidieron en que se trataba de gangrena y era preciso amputar. Doña Mari se comprometió a pensar por un día en la posibilidad de recibir tratamiento intrahospitalario. Al respecto, se le hizo saber que el estado mismo de su pie la podía llevar rápidamente a la muerte.
Dos días después pude observar que el pie presentaba necrosis generalizada, más grave en los dedos medios del pie. Para tratarla, un hierbatero recetó lavados a base de geranio, epazote y una pomada.
En los primeros días de enero de 2010, doña Mari se quejó de un agudo dolor en el pie afectado y pidió que la llevaran al hospital. La trasladaron al hospital conocido como “de las Madres”. El médico dictaminó que el estado de doña Mari era grave debido a que “su sangre estaba muy contaminada”. Aun así, sugirió que era posible llevar a cabo la amputación de la pierna, pero no garantizaba que con ello fuera a sobrevivir. Por ello, la familia decidió no realizar la amputación. Doña Mari murió en enero de 2010.
Durante todo el acompañamiento a doña Mari, se le recomendó enfáticamente que asistiera a los servicios públicos de atención médica y ella se negó en cada ocasión por temor a ser expulsada del país por “estar ilegal”, temor que la acompañó a lo largo de su refugio en México.
Don Petul
A don Petul se le acompañó de septiembre de 2010 a agosto de 2011. Este hombre pasó la mayor parte de su vida en Tenejapa. Leía y escribía. Fue pik’abal - rezador- y ocupó diversos cargos en la jerarquía religiosa de su pueblo, donde alcanzó el cargo de na’il, que él significaba como “jefe de todos los alféreces”.
Durante 21 años trabajó para la Secretaría de Educación Pública. Se jubiló en octubre de 2006, con una pensión mensual de 3 000 pesos. Contaba con Seguro Popular y servicio médico del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, a los que no asistía, bajo los argumentos de que prefería comprar medicamentos genéricos que asistir a la consulta, porque implicaba viajar tres veces a San Cristóbal: una para la consulta, otra para el laboratorio y de nuevo a la consulta para obtener el medicamento. Cada viaje costaba 50 pesos, 150 en total. Cabe señalar que en ningún momento se planteó la posibilidad de conseguir el medicamento en los servicios médicos de la localidad.
Don Petul padeció “azúcar” durante 15 años. La atribuía a la ingestión de “trago” -pox6 y cerveza- en demasía. Cuando enfermó, aunque comía bien, perdió peso con rapidez, pero sólo se preocupó cuando empezó a sentirse excesivamente cansado. Se atendió en Comitán porque le dijeron que ahí había mejores médicos. El diagnóstico fue “azúcar”. El examen de sangre arrojó 360 mg/dl.
Lo que mejor recordaba de las indicaciones, y cuya simple evocación le causaba enojo, eran, por un lado, las medidas dietéticas: “no coma esto, no coma lo otro…”; y por el otro, la insistencia en que “la enfermedad no tiene cura, sólo control” (entrevista con Petul Intzín, Tenejapa, 22 de septiembre de 2010).
Decidió acudir al biomédico, y en atención a las recomendaciones que ahí le hicieron, admitió, aunque a regañadientes, suspender “el trago”, que antes de eso ingería hasta caer. Asimismo, dejó el caldo de pollo y redujo su consumo de tortillas o tostadas a tres piezas al día.
El único fármaco que aceptó fue la metformina.7 Pero también recurrió a diferentes alternativas fuera del ámbito de la medicina alópata. Durante dos años se trató con orinoterapia, de la que se enteró por medio de la televisión y la radio, y por algunos trípticos sobre el tema que circularon en el pueblo. Lo hizo “porque no es comprado”. Tomaba la orina directa, sin diluir. Lo hacía después de cada micción.
En otra temporada intentó el control con Hemostyl -polivitamínico-, del que también supo por la televisión. Después de un tiempo de tomarlo le vino una diarrea que sólo logró controlar con terramicina. Para el “azúcar” recurrió en diferentes ocasiones a las hierbas. No recordaba la mayoría de los nombres, tan sólo dos, denominadas en tseltal, chich y trik-trik, ambas provenientes de tierra caliente.
A pesar de ser rezador, nunca visitó a alguno ni se rezó a sí mismo “porque esa enfermedad no es de rezo”. Sin embargo, era de la idea de que la enfermedad llega “porque Dios así lo dispone y da y quita la vida” (entrevista con Petul Intzín, Tenejapa, 22 de septiembre de 2010).
Señaló que las enfermedades que requieren rezo empiezan por soñar que uno se cae, lo que implica que el ch’ulel se pierde, y por el “azúcar” en ningún momento tuvo sueños. Explicó que el “azúcar está dentro de la sangre, no fuera, y que los científicos tienen que encontrar la cura” (entrevista con Petul Intzín, Tenejapa, 22 de septiembre de 2010).
Del manejo de su enfermedad lo único que lo ponía “medio enojado y triste” era tener que restringir su alimentación. Pero lo hacía, consciente de que la diabetes mellitus está ligada al consumo de alimentos enlatados, botanas, refrescos y cerveza. Sobre ello señaló que “el azúcar llegó junto con la carretera, por ahí de los años setenta, y las tortillerías de Maseca vinieron a empeorar las cosas” (entrevista con Petul Intzín, Tenejapa, 22 de septiembre de 2010). En mayo de 2011 presentó edema e intenso dolor en las piernas con hiperglucemia de 359 mg/dl. Con fundamento en esos datos logré convencerlo de que agregara glimepirida8 de 4 mg a su medicación a base de metformina. Él expresó que lo que más bien deseaba era un analgésico, pues el dolor de pies le resultaba insoportable y era lo que se percibía en su expresión facial y corporal, además de que lo ponía colérico. Por esta razón se le ofreció llevarlo con un biomédico. Reaccionó airado, en tono altisonante y con movimientos de manos bruscos, y exclamó imperativo: “no quiero saber nada de médicos, no me han ayudado para nada. Además, si diosito ya me está llamando, pues ése es mi destino” (entrevista con Petul Intzín, Tenejapa, 22 de septiembre de 2010).
Al final, ya desalentado por las complicaciones que lo afectaban y vislumbrando su deceso a corto plazo, decidió comer de todo. Murió a los 67 años de edad, el 17 de agosto de 2011.
Conclusiones
Los tres casos constituyen una muestra de lo que en términos generales es el devenir de las personas que padecen diabetes mellitus. Para acercarme a las emociones y sentimientos de los sujetos de estudio, parto, con Thomas J. Csordas (1993), de que la noción de embodiment no refiere a la corporalidad en sí, sino a la “experiencia perceptual”, socioculturalmente determinada, de la persona (Le Breton, 2012; Rosaldo, 1984), como en el caso de las emociones secundarias o sentimientos (Fernández, 2011). En tal sentido, la vivencia de la violencia estructural y su encarnación en el habitus (Bourdieu, 2005) encaminan a algunos sujetos que padecen diabetes a aceptar, ya sea en forma resignada o airada, la rápida aproximación de la muerte, suceso que se les impone de manera inevitable por la pobreza y la falta de acceso a la terapéuticas, o bien incluso deseándola, debido al deterioro físico y emocional, el excesivo sufrimiento y la imposibilidad de sortear los escollos que la pobreza y la exclusión determinan. Este desenlace se fragua en un continuum de emociones encontradas, en las que predominan sentimientos de desolación, tristeza, rabia y frustración que pueden impulsar al individuo a no someterse más a las restricciones que la biomedicina le impone, aunque eso contribuya a su deceso.
Parecería que el sufrimiento emocional, con independencia del estrato sociocultural del que se proceda, constituye una constante y es un agravante entre las personas que padecen diabetes mellitus (Lerín, 2009; Lerín y Juárez, 2014; Cardoso, 2002; Arganis, 1998). El diabético sufre de miedo a una muerte precoz, miedo a las complicaciones. Se entristece porque merma su fuerza física, su memoria, su libido; le duele el cuerpo; duerme con dificultad. Sufre porque tiene que restringirse en su alimentación, o si no se restringe, sufre de culpa. Este sufrimiento remite a lo que desde la perspectiva construccionista se denomina emociones secundarias o sociales, o también, emociones culturalmente codificadas o sentimientos (Fernández, 2011), los cuales, en su confluencia, conforman conglomerados que persisten en el tiempo y coadyuvan al deterioro de la persona.
A ello se aúnan las emociones básicas:9 enojos repentinos, alegría desorbitante, sustos, entre las más frecuentes. De lo antedicho no podemos soslayar las condiciones fisiopatológicas que a su vez generan hiperglucemia, como las frecuentes infecciones que sufren los diabéticos y las angustias y peligros que esto implica.
Asimismo, las emociones y los sentimientos constituyen un factor detonante de la diabetes mellitus, y también son tema omnipresente a lo largo de la experiencia cotidiana de las personas que la padecen -como, por ejemplo, la violencia intrafamiliar persistente, dirigida sobre todo a la mujer-. Estos factores, a la larga, coadyuvan al desencadenamiento de la enfermedad y contribuyen a complejizar el control eficiente del padecimiento. El miedo y otras emociones o sentimientos generan alteraciones fisiológicas que, insisto, producen el incremento de la glucemia, además de las desagradables sensaciones viscerales y musculares que esta enfermedad conlleva, entre otros efectos (Le Breton, 2012). Su presencia no sólo es constante en las vicisitudes del día a día, en el entorno de la vida doméstica, sino también de cara a los procesos estructurales, cuyo impacto se deja sentir más allá de toda posibilidad de ejercer control, y ello repercute de manera drástica en la salud de los individuos.
En dos de los casos que nos han ocupado, los de don Alfonso y doña Mari, destaca la inminencia de la muerte como un final deseado, como única solución al sufrimiento perene, como un descanso; mientras que en el caso de don Petul, éste llega a su final enojado por las injusticias del mundo y la inevitabilidad de la muerte.
La emergencia de las emociones como fac- tor determinante en el devenir del diabético, así como en otros padecimientos, nos abre una veta que deja entrever un trabajo de documentación extenso y la conformación de procedimientos metodológicos que permitan explicar, más allá de lo que hemos logrado en este trabajo, las características que adopta el comportamiento, tal como señala David Le Breton (2012).










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