Medio Oriente designa a un conjunto de naciones que en su mayoría se compone de los países árabes ubicados en la parte más oriental del Mediterráneo, donde convencionalmente termina Europa, por lo que se le llama el Máshreq -del árabe, al-Mašriq, “por donde sale el sol”-. Este conjunto de entidades incluye varias etnicidades, diferentes idiomas y religiosidades, entre las que destacan los tres monoteísmos: el judaísmo, el cristianismo y el Islam, muy influyentes en las dinámicas sociolopolíticas que allí tienen lugar. Los palestinos, los kurdos y los drusos no han logrado constituir un Estado, aun cuando sus territorios están allí y en la historia hubo tratados internacionales que favorecieron esa posibilidad. El árabe no es la lengua de todos los pueblos de esa región; en Irán se expresan en persa o iraní, en Turquía hablan turco y en Israel hebreo. El Medio Oriente, por lo tanto, es una suma de diversas culturas y sociedades plurales en un territorio heterogéneo, en el cual Arabia Saudí tiene una superficie de 2 117 000 km2 y Líbano apenas 10 452 km2.
En este dossier de la revista Desacatos se presenta un acercamiento a esa región, cuyo impacto rebasa sus fronteras para influir en los procesos de otras partes del mundo, en especial de Europa y Estados Unidos. Pero la geopolítica no es su principal objetivo. Se trata más bien de entender las particularidades y dinámicas de algunos de esos países formados y reconformados territorialmente después de la Primera Guerra Mundial. Países jóvenes cuyas noticias han ocupado las primeras páginas de los diarios en los últimos tiempos, en particular en el siglo XXI, pues se han convertido en un factor definitivo para entender el mundo desde el punto de vista global. Sin duda, los intereses petroleros han sido de gran importancia, al igual que otros procesos que llevaron a guerras como las protagonizadas primero por Israel y luego por Iraq, Siria y Yemen.
El objetivo, sin embargo, no es tratar el conjunto de todas esas problemáticas sino realizar apenas un acercamiento a lo acontecido durante el lapso que ha durado la guerra en Siria y las repercusiones que ésta ha tenido tanto en los países que le rodean como en sus dinámicas internas y externas con los que han participado en ella en diferentes momentos. Líbano comparte su frontera más larga con Siria; a Turquía ha llegado el mayor número de refugiados de esta guerra, y en Gaza la población aguarda la reivindicación de la causa palestina, que siempre es esgrimida como propia por los diferentes grupos de combatientes en cualquiera de esos países.
El 3 de febrero de 2011, 63 intelectuales del Magreb y Oriente Próximo dieron a conocer un manifiesto sobre los sucesos que venían ocurriendo en el mundo árabe, en el que se incluía también a los países del Magreb -del árabe, al-Mag˙rib, “por donde el sol se oculta”-, en el norte de África, y pedían solidaridad con las aspiraciones democráticas del pueblo. Firmaron notables personajes, como Amin Maalouf y Adonis, de Líbano; Jabbar Yassin, de Iraq; Tahar Ben Jelloun, de Marruecos; Qassin Haddad, de Bahrein; Zouleika Abu Richa, de Jordania; Khalid Darwish, de Palestina; Amina Saïd, de Túnez, y Abderrahman Djelfaoui, de Argelia; entre otros.
Elogiaban al pueblo tunecino porque en su país se había iniciado el movimiento de la revuelta árabe, al que llamaban “precursor de una nueva era de las luces”. En ese renacimiento, apoyaban al “pueblo egipcio en su lucha decisiva contra la tiranía y por la instauración de la democracia”. Rendían homenaje a los caídos por el sueño de “sociedades más justas y más humanas, regidas por las reglas del Estado de derecho [que consideran universales] la soberanía popular, [la] igualdad ante la ley, [la] redistribución de las riquezas [y las] garantías de las libertades individuales y colectivas, incluidas las libertades de opinar y creencia” (El País, 2011).
Se pronunciaban contra el “reinado de la arbitrariedad” y por el “amanecer” del mundo árabe. Convocaban a la solidaridad en general y a la “comunidad internacional a que se ponga al lado de los luchadores por la libertad” (El País, 2011). El manifiesto expresaba argumentos de gente bien intencionada que encontraba así la manera de solidarizarse con una causa clara, como quiso verla el mundo en ese momento, al invocar valores de procedencia occidental que se aceptaban como universales cuando las diferencias ya se hacían evidentes. Así lo había demostrado recientemente el triunfo democrático de Hamás en Palestina, con elecciones libres. Al contrario de las posiciones políticamente correctas, hubo cautela respecto a los acontecimientos. Además, se negaron a compartir la idea de homogeneidad porque a Túnez siguió Egipto, y en el resto de los países irían cayendo uno a uno los dictadorzuelos que meses antes no lo eran para las democracias occidentales. El embajador mexicano Juan Antonio Mateos, quien lo fuera en Israel y Marruecos, caracterizó lo que vino en Egipto, luego de la pérdida del poder de Mubarak, como un golpe de Estado legitimado por el pueblo egipcio.1
Casi de inmediato, el soporte social de la revuelta derivaba de la exigencia de democracia y libertades, como lo expresaron los intelectuales árabes en su manifiesto. Para entonces, la mecha ya estaba encendida en otras partes. En Siria, un país con poco más de 22 millones de habitantes, en un territorio de 185 000 km2, con Bashar al-Ásad como presidente desde 2000, surgieron las protestas de quienes pedían el fin de los regímenes autoritarios que habían tenido hasta entonces, con ejecutivos fuertes y personalistas que usaban la coerción como la principal fuente de su poder. Asimismo, se trataba de sociedades que no habían tenido la capacidad de formar instituciones ni aspirar a un Estado que encontrara en la hegemonía la vía para conducir a sus pueblos.
Bashar al-Ásad fue el más formal de todos los ejecutivos. Heredó en 2000 el poder creado por su padre Háfez, quien llevó a Siria al mundo moderno, fortalecido por la alianza singular con Gamal Abdel Nasser, el cual, desde Egipto, impulsó el panarabismo reivindicativo, motivo de orgullo de los pueblos de la región. Con el apoyo del partido Baaz,2 de base laica y cercano a la doctrina socialista, Bashar heredaba un legado consolidado. Pese a los problemas que enfrentaba, pudo sacar provecho e incluso, con todo y su “inexperiencia”, puso fin a la ocupación de Líbano por su país en 2005, luego de 29 años.
En el escenario de lo que vendría -una guerra interna de casi diez años-, Siria fue el país árabe más golpeado por la invasión encabezada por Estados Unidos a Iraq, porque dependía por completo de su petróleo, y Sadam Husein había estado siempre dispuesto a darle un trato preferencial, de amigos. Siria fue el país que recibió más desplazados de las acciones que comenzaron en 2003 -casi dos millones de inmigrantes-, a pesar del impacto en su propia economía, de por sí problemática. Además, resentía el conflicto kurdo, agudizado por la guerra en Iraq, ya que en el norte de Siria vive un buen porcentaje de población kurda.
Tiene, además, un fuerte diferendo con Israel respecto a los Altos del Golán, donde quedaron atrapadas poblaciones drusas. El país ocupante ni siquiera considera la posibilidad de negociar e invoca una cuestión de seguridad, porque los Altos del Golán le significan importantes recursos acuíferos, en la medida en que los escurrimientos proveen al lago Tiberíades. Tuvo también que enfrentar el señalamiento de Estados Unidos, que lo colocó en la lista de países que alientan el terrorismo por aportar ayuda a grupos encapsulados por Occidente en esa categoría, en particular la milicia libanesa chií de Hezbolá, cuyo apoyo fundamental proviene de Irán.
Los problemas en Siria comenzaron cuando en Daraa, a 110 km al sur de Damasco, cuatro personas murieron y decenas resultaron heridas en lo que sería la primera manifestación -pacífica- contra el presidente Bashar al-Ásad. A partir de entonces, la represión ejercida por el régimen se convirtió en la constante. El 25 de marzo de 2011 los muertos se contaron por decenas en las protestas del Día de la Dignidad, para pedir reformas al gobierno en Deera, Sanamein, Daael, Damasco, Duma, Banias y Homs. Al día siguiente hubo más de 20 muertos, así como varios heridos en Latakia el 30 de marzo. El 1 de abril hubo 12 muertos y el 22 de ese mes otros 88 en las manifestaciones ocurridas en Homs, Duma y Azraa, según datos de la organización de derechos humanos Sawasiah y el Comité Sirio de Defensa de los Derechos Humanos, con sede en Londres. No fueron solamente ésos los saldos, varios cientos de miembros del partido Baaz en el poder renunciaron, con la finalidad de protestar, y se decía que fueron más de 7 000 los rebeldes arrestados.
La guerra había empezado con los enfrentamientos entre dos bandos identificables: el Ejército de Siria, sostén del gobierno, y los civiles, que coincidieron en el Ejército Sirio de Liberación. Pero pronto fueron apareciendo otros grupos y en el vacío institucional que se establecía reaparecieron los grupos terroristas con franquicias de Al-Qaeda. Pero eso no fue todo, en 2004 hizo su aparición el temible Dáesh,3 el Estado Islámico de Siria e Iraq, que según su perspectiva debía restituir el poder del califato desaparecido desde 1924, luego de la caída del Imperio otomano. Para entonces, las diferencias religiosas ya agrandaban las político-ideológicas. Nada causó tantos problemas como las acciones que ese grupo armado provocó, supuestamente, para que los suníes pudieran echar de esas tierras a los chiíes, sin duda uno de los factores que permitieron la prolongación de la guerra. Además, así se justificó el ingreso de las potencias extranjeras, como Estados Unidos -en un principio, con el presidente Barak Obama-, Francia, Inglaterra, y finalmente, Rusia.
La guerra en Siria ha provocado una de las mayores crisis humanitarias desde la Segunda Guerra Mundial, pues además de los casi 500 000 muertos en combate, buena parte de los cuales eran civiles, ocho millones de personas debieron abandonar sus hogares para desplazarse hacia el interior, mientras que 7.5 millones abandonaron el país. Se afirma que hay 50 000 desaparecidos, y de ellos, más de 5 000 murieron ahogados en el Mediterráneo. El año más fatal fue 2015, por el número de vidas perdidas en este mar, entre Turquía y Grecia.4
Lo que no se puede soslayar es el aprendizaje de la guerra en Siria ni los cambios sustantivos ocurridos en ese país y los que le rodean, con las consecuencias que han sufrido. Eso refuerza la angustia del deterioro del mundo árabe, que encontró su parteaguas en 1967, cuando la guerra entre el Estado de Israel y los Estados Árabes Unidos en torno a Egipto culminó en una gran derrota, de la que no han logrado recuperarse. Entonces nació lo que el pensador Amin Maalouf (2019) llama la desesperación y el trauma de la derrota.
En este dossier participan especialistas de tres de las entidades que circundan ese país -Líbano, Turquía y la franja de Gaza, parte de Palestina-, quienes de una u otra forma han tenido relación con lo que allí ha sucedido. En las dos primeras entidades se concentra el mayor número de refugiados sirios por la guerra -cerca de un millón y medio en Líbano y casi cinco millones en Turquía-, pero también merecen ser considerados Jordania, por su apoyo a miles de refugiados, y Egipto, donde ocurrió una de las revueltas con más impacto en la región.
Líbano es abordado por Fadi Al Ahmar, de la Universidad Libanesa de Beirut. Esta nación ha sido afectada por el hecho de compartir su frontera más larga con Siria en el valle de la Bekaa, en las depresiones de la cadena montañosa del Antilíbano, lugar natural de concentración de la población fronteriza. Líbano se encuentra en medio de una crisis económica fuerte, como se expresa en su constante endeudamiento y la devaluación de su moneda. El embate de la guerra a partir de 2011 limitó mucho las posibilidades de viajar por su interior -los países vecinos e incluso Europa lo consideraban ideal para vacacionar en la puerta del mar Mediterráneo, por su clima benigno; sus paisajes montañosos, frescos en verano y nevados en invierno, y sus sitios arqueológicos- y ello ha provocado la caída del turismo.
La política económica del segundo gobierno de Saad Hariri (2016-2020) fue muy cuestionada por la sociedad y por la misma clase política, porque se consideró que llevó a la crisis que atraviesa el país. El primer ministro pretendió retomar Beirut como centro regional del comercio internacional sin asumir que Medio Oriente estaba cambiando. A la inconformidad con la gestión de la economía se unió la de la gobernanza, en la cual la guerra siria tuvo un impacto enorme, al contribuir al fortalecimiento de Hezbolá, la milicia militar chií vinculada a Irán, con una influencia cada vez más decisiva en los asuntos de gobierno. Esto ha conllevado un rejuego más complicado entre las diferentes fuerzas políticas de Líbano, en el que un factor externo es siempre Israel, también su vecino, con el que mantiene serias diferencias, explicables en la historia reciente.
Una de las más grandes consecuencias de la guerra en Siria ha sido el flujo de migrantes que ha provocado desde su comienzo, en 2011, y hasta 2020. En ese lapso, la población de Líbano pasó de cuatro millones a 5.9 millones de habitantes, con lo que la densidad demográfica aumentó de 400 a 500 hab/km2, como afirma Fadi Al Ahmar. Muchos de los refugiados se han establecido precisamente en las laderas de la Bekaa y los campamentos escasean debido a una convención internacional, porque difícilmente pueden establecerse en un territorio tan reducido.
La situación de Turquía es tratada por José Duarte Medeiros Ribeiro y Mehmet Necati Kutlu, de la Universidad de Ankara. El involucramiento de este país en realidad procede de la guerra que Estados Unidos comenzó en Iraq, en 2003, la cual, desde el primer momento, incluyó a la población kurda, cuyo territorio de asentamiento, llamado Kurdistán, es compartido por Turquía, Iraq, Siria e Irán. Este agrupamiento fue fundamental en los supuestos arreglos forzados por Estados Unidos en Iraq y lo ha sido igualmente en la contienda que ha tenido a Siria como escenario.
Los intereses políticos de Turquía le han llevado a asumirse como un agente de peso que en varias ocasiones pudo influir en los equilibrios alcanzados; pero su postura al lado del sunismo le provoca mayor antipatía con Irán, una república islámica chií, con la que seguramente se enfrenta también por una concepción más liberal de la sociedad, siempre según los parámetros de Medio Oriente. De cualquier forma, los conflictos bélicos han situado a Turquía como un agente de equilibrio potencial de lo que sucede en la región.
Los autores han preferido centrarse en el análisis pormenorizado de lo que ha traído socialmente la guerra en Siria, porque provocó una de las crisis humanitarias más fuertes que se recuerden. En el transcurso de la contienda, Turquía ha recibido una población de inmigrantes refugiados que pasó de 12 000 personas en 2012 a cuatro millones en 2020; de éstos, los sirios representan 3.6 millones, mientras que los afganos, marroquíes, iraníes y somalíes suman casi 400 000.
Turquía representa ya un modelo de tratamiento de refugiados para cualquier país con una política de “no a los campamentos”. Aunque se establecieron centros de alojamiento temporal, se buscó la integración de los extranjeros en áreas urbanas, periurbanas y rurales. Diez de las ciudades principales del país se sumaron a ese esfuerzo. Estambul albergó más de 500 000 refugiados, seguida por Izmir, Bursa, Adana, Saliurpa, Hatay, Mersin y otras. De cualquier forma, los efectos han sido varios, como la presión sobre el empleo, que ha llevado a 800 000 personas a la informalidad, y el incremento de 20% que ha sufrido el alquiler de la vivienda. No obstante, también se ha logrado impartir educación formal a 800 000 niños, en su mayoría sirios, aunque se escuchan quejas por las dificultades que implica que hablen diferentes lenguas -variantes del árabe y el kurdo-. También se reconoce que no ha habido capacidad legislativa para integrar a la mayoría de los refugiados.
Por su parte, Carmen López Alonso, de la Universidad Complutense de Madrid, proporciona un cuadro de lo que acontece en la franja de Gaza, territorio de Palestina ocupado por Israel. Contrario al gobierno de la Autoridad Nacional Palestina con sede en Cisjordania, Hamás es el partido que impuso allí su poder por la vía legal cuando ganó las elecciones en 2006, a pesar de lo que opina la mayoría de sus detractores, entre los cuales Israel y Estados Unidos llevan la voz cantante. Ni uno ni otro reconocen su gobierno. Así que, aunque el movimiento islamista radical entró en la legalidad, no ha logrado ningún avance significativo para aliviar la condiciones en las que vive su población.
López Alonso revisa los acuerdos internacionales que se han desarrollado, entre los que destacan los de Oslo, de 1993, aunque en ese momento Hamás no fuera aceptado como integrante de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Mientras acontecía la guerra en Siria, parecía que Gaza seguía la suya con sus propios parámetros, si se recuerda lo que han sido la primera y la segunda Intifada de 1987 y 2000. Han pasado varios ministros de Israel, desde Ariel Sharon hasta Benjamin Netanyahu, y no se ha dado un paso significativo para buscar un entendimiento que contribuya a la paz como objetivo prioritario. Durante los años de la guerra en Siria, las protestas, tanto en Gaza como en Cisjordania, han aumentado. Lo más significativo fue el desplazamiento del “eje de resistencia sirio-iraní”, en 2012, y el traslado de la sede del Buró Político de Hamás de Damasco a Doha; seguramente, no tanto por la dificultad de mantenerlo allí durante los momentos más álgidos de la contienda, sino porque políticamente se dio un deslinde de Irán, demasiado comprometido con la guerra, pero también de Siria, porque el poder de Bashar al-Ásad ha sido muy cuestionado en el ámbito internacional.
En medio de los constantes lanzamientos de cohetes desde Gaza hacia Israel, éste organiza respuestas importantes, como el Pilar de Defensa, que se saldó con la muerte de varios gazauís. Aun así, se han dado cambios importantes en el gobierno de Hamás, como insistir en la paz y mostrar disponibilidad para algunos acuerdos, aunque no se hayan formalizado. Un paso puede ser el de haber afirmado la aceptación de la OLP como el “marco nacional para todos los palestinos”, con lo que terminaría la incompatibilidad que elude la posible Palestina, como una sola entidad, sobre todo cuando se invoca la solución de los dos Estados.
Asimismo, López Alonso asegura que en forma paralela se dieron protestas civiles separadas de la convocatoria de Hamás, como las de la Gran Marcha del Retorno en 2019, para mostrar una sociedad que busca sus propias realizaciones, pese a estar en el ojo de la tormenta.
Como Edward W. Said (1979) propone, no es el juego internacional el que nos ocupa de manera principal, sino lo cultural de la política, consciente de la estética, la escolaridad, la economía, la sociología, la historia y las religiones, bajo la definición que propuso el orientalismo de un mundo dividido en dos partes desiguales: Oriente y Occidente. Debido a esa idea con tintes democráticos, desde Occidente, Said alude al cambio siempre por venir en el Oriente, y algunos vieron que esa puerta para que ocurriera se abría en Túnez y Egipto. Entonces, aunque el cambio debe darse desde adentro y responder a las particularidades de cada país, como en Siria, difícilmente éste puede darse sin los cambios internos que buscan los mismos ciudadanos y sin un cambio de percepción de los políticos de los países poderosos, principalmente de Estados Unidos, pero también de Inglaterra y Francia, obligados a modificar tanto su mirada como las estrategias de su relación con Medio Oriente para lograr los equilibrios que la historia de la colonización -y piénsese en el caso límite de Palestina- les ha negado. De todos modos, lo que ha sucedido en esa región durante la llamada Primavera árabe, con el abrupto interregno de la guerra en Siria, puede leerse como el frágil comienzo de algo por venir, luego de pasar por lo absurdo de una guerra que causó un gran desastre humanitario.










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