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Desacatos

versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.59 Ciudad de México ene./abr. 2019

 

Saberes y razones

COMENTARIO. Algunas reflexiones sobre la agenda de investigación de desigualdades en Latinoamérica

Some Reflections on the Inequality Research Agenda in Latin America

Gabriel Kessler1 

1Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de La Plata, La Plata, Argentina. gabriel_kessler@yahoo.com.ar


Introducción

¿Podemos innovar sobre desigualdad en Latinoamérica en la agenda de investigación de nuestras disciplinas? Me refiero en particular a la sociología y la antropología. En la última década se han producido importantes trabajos de alcance general, como los libros de Reygadas (2008) y Pérez Sáinz (2016), y las investigaciones del proyecto DesiguALdades.net. Creo que hoy es posible alcanzar un consenso sobre lo que ya sabemos, para luego revisar y renovar nuestras preguntas, y avanzar en zonas menos exploradas, como los artículos de este dosier. La coyuntura es favorable porque la reflexión sobre cambios recientes en muchos países de Latinoamérica contribuyó a remozar interrogantes. Sería importante propiciar el diálogo con otras disciplinas, en particular la economía, que suele ser díscola ante nuestros intentos dialógicos, y explorar los aportes de la historia económica y la psicología política y social, entre otras.

En verdad, no se trata sólo de renovar nuestras preguntas: la desigualdad está lejos de ser un tema simple de aprehender. Mientras en economía hay unanimidad en concentrarse en la desigualdad de ingresos y se debate cuáles dimensiones e indicadores deben considerarse -por ejemplo, entre distribución primaria o funcional entre capital y trabajo, o secundaria entre hogares y persona-, en nuestros campos se plantea una amplia gama de opciones conceptuales y metodológicas. Por mencionar sólo algunas: ¿qué definición de desigualdad adoptar: normativa, como lo hacen la filosofía política y los estudios de justicia distributiva; operativa, para medir brechas entre sectores; conceptual, como propone Therborn (2016)? ¿Debemos asumir una postura constructivista, en la que la desigualdad es definida por los actores (Harris, 2006)? Ahora bien, si se escoge una perspectiva etnográfica o constructivista, ¿qué hacer cuando los mismos actores se resisten a hablar en términos de desigualdad? Traducimos, interpretamos, imponemos nuestra propia narrativa sobre el discurso del otro. Hay, por lo demás, dos preguntas básicas: ¿desigualdad de qué? En caso de que elijamos una perspectiva multidimensional, ¿cuáles serán los temas y con qué criterios se seleccionarán? Y luego, ¿desigualdad entre quiénes: individuos, hogares, clases, sexos, grupos étnicos, territorios? Sin duda, es indispensable resolver éstas y otras interrogantes antes de la partida.

En rigor, hoy se perciben dos movimientos en cierta medida yuxtapuestos: la disminución de la desigualdad de ingresos, registrada en la mayoría de los países de la región aproximadamente a partir de 2003 -el caso mexicano es una de las excepciones-, que gravitó para incorporar nuevos tópicos a la pregunta tradicional sobre nuestra desigualdad histórica persistente a la que se suma una tendencia, registrada en los últimos años, hacia movimientos de derecha, los cuales, de un modo u otro, reaccionan frente a los avances en términos de igualdad, ya sea en general o en cuestiones específicas, en temas de género, por ejemplo, bajo la acusación de “ideología de género”, como se vio en campañas políticas recientes en Brasil, Colombia y Costa Rica. En pocas palabras, la “marea rosa”,1 como tendencia general, ha terminado y se registran procesos divergentes en varios países (Murillo, 2017), algunos se mantienen a la izquierda o centro-izquierda, mientras otros giran hacia otras formas de derecha o centro-derecha, que cuestionan o desbaratan ciertos logros en términos de igualdad.

Luego de varias décadas de incremento de las desigualdades, desde 2003 y durante casi diez años, un aire de optimismo se respiró en algunos países de la región, no sin divergencias internas. En principio, sólo en las naciones gobernadas por la izquierda o centro-izquierda, pero luego alcanzó a otras que se mantuvieron a la derecha, como Colombia, Perú o Panamá. Así las cosas, organismos internacionales y gobiernos posneoliberales celebraron en particular la caída del coeficiente de Gini y la emergencia masiva de “nuevas clases medias”, quienes en parte encarnaban el sueño del añorado punto de inflexión en nuestra desigualdad persistente y polarización social. No obstante, aun los más optimistas fueron cautos. A final de cuentas, seguimos siendo la región más desigual del planeta y las deudas acumuladas para todos los sectores subalternos son, cuando menos, seculares.

Más allá del balance de la situación, la transición del neoliberalismo influyó en la agenda de investigación: los economistas más ortodoxos buscaron los factores de oferta y demanda que explicaban la disminución de la desigualdad; los heterodoxos rebatieron que la clave de bóveda se sostenía, sobre todo, por los cambios en las regulaciones del mercado de trabajo; los estudios políticos se centraron en el neopopulismo, y los interesados en los movimientos sociales y las protestas sopesaron la acción colectiva. Lo que me interesa subrayar es que esta diversificación de la pregunta tradicional ha sido una oportunidad para pensar y revisar nuestras certezas y programas de investigación. Pienso, en particular, en dos líneas de trabajo. La primera en diálogo, o cuando menos para revisar o deconstruir algunas afirmaciones de la economía, y la segunda, en la que se inscribe este dosier, con preguntas más específicas de nuestros campos. Sobre estas cuestiones me referiré en los próximos apartados.

¿El diagnóstico de los economistas es también el nuestro?

El primer punto atañe a la mentada disminución de la desigualdad en la región. Estimo que falta evaluar desde nuestra perspectiva el diagnóstico de la economía. Ante todo, debe decirse que no hay consenso entre los economistas mismos. La cuestión central es qué implica en términos de desigualdad la caída del coeficiente de Gini. Las críticas metodológicas apuntaron a las limitaciones de la captación de ingresos, en especial para evaluar el patrimonio de los sectores más altos. Tampoco la caída del Gini, según Pérez Sáinz (2013), autoriza a postular una mejora de la igualdad, porque se concentra en la distribución secundaria entre personas y hogares, una vez que se ha producido la división entre trabajo y capital, de modo no informa qué sucede con la distribución entre clases, grupos étnicos o géneros. En segundo lugar, la división en deciles contribuye a la invisibilidad de las elites dentro del decil superior, en la línea de la crítica de Piketty sobre la necesidad de focalizarse en los “súper ricos”, como ha hecho Esquivel (2015) para México. Por lo demás, el debate brasileño cuestionó la idea de una movilidad de clases cuando no hubo modificación de la posición laboral, y más que nuevas clases medias, algunos autores sostienen que lo que se produjo fue un mejoramiento de la situación de los sectores populares (Salata y Chetry, 2015).

Ahora bien, entiendo que falta nuestro propio balance de la situación. La sociología de los indicadores nos enseñó que la situación que se construya será distinta de acuerdo con los que elija para referirme a un problema. Por ello, una tarea pendiente es componer una realidad compleja que reúna evidencias divergentes entre sí. ¿A qué me refiero? En rigor, entre 2003 y 2014, la tendencia en la región fue: disminución del coeficiente de Gini, estabilidad -y muy leve mejora después- de la distribución entre capital y trabajo, disminución de la pobreza absoluta al mismo tiempo que las elites incrementaron su riqueza en un contexto en que el producto bruto per cápita creció de forma importante. En otras palabras: mejoró la situación de los pobres mientras los ricos se enriquecieron más, en un periodo en que el pastel se hizo más grande para el conjunto de la sociedad, pero sin grandes cambios en la puja entre capital y trabajo. ¿Es posible elaborar un juicio sintético en términos de desigualdad? No es fácil dar una respuesta. Lo primero que observamos es que la caída del coeficiente de Gini es sólo parte de este cuadro, y según los estudios del tema, se debe sobre todo a una disminución de la brecha de ingresos entre los más y los menos calificados respecto a la década de 1990, en particular por una reducción de los retornos educativos (Lustig, Lopez-Calva y Ortiz-Juarez, 2013). Pero, ¿es eso a todo lo que aspiramos en relación con la igualdad? Sin duda es demasiado poco para quedarnos conformes.2

Por ende, una mirada todavía centrada en los ingresos, pero interesada en sopesar su impacto en la calidad de vida de la población, deberá plantearse cómo hacer que una diferencia cuantitativa sea significativa como experiencia cualitativa. ¿Cómo se traducen en condiciones de vida dos diferencias de desigualdad en cada esfera? Un coeficiente de Gini mayor a 0.5 no implica sólo una distribución de ingresos más desigual que un 0.3, detrás de cada valor hay un conjunto de procesos sociales, causas y consecuencias particulares. Resulta más complejo si incorporamos los otros indicadores señalados y más aún cuando examinamos dimensiones de bienestar, en las que no es tan claro qué se distribuye, que no puede medirse en dinero. Si sólo 40% de la población tiene acceso a servicios de salud de cierta calidad; en otra sociedad, 50%, y en una tercera, 80%, en los tres casos serán diferentes los procesos de salud y enfermedad, la estructura demográfica resultante de esperanza de vida o la experiencia social de riesgo y temor ante las eventuales dolencias.

Además, no todas las dimensiones siguen un decurso semejante. En nuestro trabajo sobre Argentina (Kessler, 2015), mostramos movimientos hacia una mayor igualdad, y en el sentido contrario, perdurabilidad -o para algunos, reforzamiento- de tendencias no igualitarias debido a herencias del pasado u omisiones o incluso acciones del presente. Estas fuerzas opuestas no se neutralizaban o equilibraban entre sí -como sucedería si se tratara de ingresos-, pues presentaban características cualitativas distintas. A modo de ejemplo, la mejora de los ingresos de los hogares sucedió al mismo tiempo que el encarecimiento de la tierra y la vivienda, producto de la misma reactivación económica y la expansión de la frontera agrícola: a la par que los hogares percibían mejores ingresos, se agravaron sus problemas de hábitat. ¿Cómo poner en balance las tendencias antagónicas en las diferentes dimensiones? En síntesis, creo que la conjunción y traducción de indicadores y tendencias divergentes en experiencias cualitativas es una tarea pendiente a la hora de evaluar en nuestras disciplinas qué ha sucedido con la desigualdad en la región.

¿Cuán homogéneo fue el pasado?

Quisiera continuar con un juicio en apariencia contradictorio. Es posible que las preguntas clásicas sobre la desigualdad persistente ya hayan sido respondidas, pero ciertos supuestos sobre la configuración de la desigualdad están siendo cuestionados, en particular en estudios recientes de la historia económica. Hoy contamos con trabajos de paradigmas diversos para explicar las causas de nuestra desigualdad persistente: economía ortodoxa, institucionalista, marxista, estructuralista, culturalista, etc., como bien resume Pérez Sáinz (2016). Cada quien puede elegir hoy el tipo de explicación acorde con sus propios paradigmas y creencias. Lo interesante para nuestro recorrido es que investigaciones y debates recientes de la historia económica añaden matices a la idea de la “desigualdad persistente” de Latinoamérica. Hay controversias entre quienes reafirman la idea de una desigualdad persistente desde los tiempos de la Colonia y quienes ubican su nacimiento en los albores del siglo xx (Williamson, 2015). También se discuten las diferencias entre países y dentro de ellos, con ciclos de incremento y disminución de la desigualdad propios de cada nación, como muestra Rodríguez Weber (2016) para Chile, desde el siglo xix. Otra perspectiva afirma la presencia, hasta ahora invisibilizada, de clases medias en sociedades consideradas sólo polarizadas, como Brasil (Gómez, 2016). En todo caso, se cuestiona la mirada de un pasado homogéneo dentro de cada país y entre ellos, lo que nos lleva a considerar momentos de disminución y resistencia frente a las desigualdades, hasta quizá posibles formaciones de clase menos polarizadas de lo que creíamos en ciertos lugares.

En un sentido más general, se trata de repensar la temporalidad y la historicidad de la desigualdad y sus implicaciones para el presente: cuáles son las inercias del pasado que perduran, pero también qué significa una inercia en cada dimensión; las asincronías entre las dimensiones, puesto que no todas tienen las mismas temporalidades y puntos de inflexión; cómo se expresan las “dependencias del pasado”. Esto nos obliga a revisar nuestra mirada sobre las “desigualdades persistentes”, por supuesto, no para negarlas, sino para no hacer un sinónimo entre persistente y un proceso sin matices, resistencias ni configuraciones heterogéneas.

Las nuevas preguntas

Al mismo tiempo que, creo, el cúmulo de estudios de varias disciplinas nos permite responder por qué hemos sido y continuamos siendo tan desiguales, perduran numerosas interrogantes no resueltas y dimensiones por explorar. Una vertiente son los estudios enfocados en temas o territorios específicos que dan la posibilidad de observar la conexión concreta entre mecanismos y procesos que reproducen o morigeran la desigualdad. Otra intenta recolocar tratamientos de algún modo clásicos para las ciencias sociales, pero que no han tenido suficiente desarrollo en la investigación sobre desigualdad en Latinoamérica. Me refiero, por un lado, a los procesos cognitivos, categorizaciones y narrativas, y por el otro, a las acciones que toman como punto de mira central para ambas cuestiones las interacciones entre las clases, como lo hace este dosier. Cuando nos preguntamos qué falta en nuestros estudios sobre desigualdad, Lamont, Beljean y Clair (2014) sugieren ahondar en el pasaje de procesos cognitivos y narraciones micro y meso a una escala macro. Indagan cómo procesos de identificación, estigmatización, racialización, estandarización, evaluación y racionalización, entre otros, forjados en el plano intersubjetivo, circulan de abajo arriba y se cristalizan en prácticas institucionales, internalización de prejuicios y autopercepciones de superioridad o subalternidad que gravitan en la producción y reproducción de la desigualdad.

Podría articularse toda una agenda de investigación en torno a estas cuestiones en Latinoamérica y hacia esa dirección se encaminan los artículos de este número de Desacatos. Estas preguntas son relevantes en particular a la hora de pensar en las reacciones o frenos a la disminución de la desigualdad. Como ejemplo, retomo cuestiones que circulan en los medios de comunicación y en el espacio público en muchos de nuestros países: ¿se cuestionan los cupos para población afrodescendiente en Brasil? ¿Se sostiene que las mujeres alcanzaron mucho poder y se contraataca bajo la idea de “ideología de género”? ¿Se acusa de un “desincentivo” al trabajo por las políticas sociales? ¿Se arguye que hay quienes no “merecen” las transferencias condicionadas u otras medidas? ¿Resulta perturbador el encuentro con grupos antes excluidos en espacios públicos, centros comerciales y hasta aeropuertos? Nos falta, por supuesto, formular estas cuestiones en preguntas de investigación y los desafíos para captar el fenómeno en su magnitud y complejidad serán, sobre todo, de carácter metodológico. ¿Por qué? La primera cuestión es cómo y dónde recoger estas narraciones: una primera respuesta sería en los estudios de medios de comunicación, conversaciones, discursos de grupos políticos y foros de internet en los que esto está presente, entre otras fuentes. Pero es preciso estar atentos a varias cuestiones. Uno, que salvo en sus expresiones más reaccionarias y extremas --como en varios de los testimonios presentados por Manuela Camus, en este volumen-, puede registrarse lo ilegítimo de manifestar ciertos prejuicios en el espacio público: la “deseabilidad social” está extendida y ciertos ecos de lo políticamente correcto está presente también en nuestras clases superiores. Por ello quizá sea más fecundo indagar sobre situaciones concretas que capten matices de estos juicios, de lo contrario corremos el riesgo de exponer sólo las expresiones más brutales sin percibir otros procesos más sutiles, pero no por eso sin impacto presente o futuro. En todo caso, no es menor el hecho de que, en general, nuestros trabajos no previeron muchas de las reacciones restauradoras que sufrimos hoy. Lo segundo es que en nuestras disciplinas precisamos reflexionar más sobre la labilidad de los discursos, su carácter coyuntural y contextual: lo que se dice en una escena puede no decirse en otra, los mismos actores cambian su involucramiento y sus formas de hablar de lo político, como muestran los estudios de la sociología pragmática (Thévenot, 2016) o los de corte más interaccionista (Eliasoph, 1998). Como señala Meccia, en comunicación personal, tenemos una tendencia a mostrar en nuestros trabajos representaciones sociales como si cristalizaran formas de pensar y no a reconstruir narraciones, con su lógica interna, personajes múltiples, decursos, temporalidad propia y puntos de inflexión.

Otro de los temas más complejos de nuestra disciplina es seguir el tránsito de lo micro y meso hacia lo macro y viceversa. Por supuesto, hay estudios que muestran las formas de pasaje, la traducción entre niveles, pero sigue siendo dificultoso, tal vez porque hay cuestiones que no se trasladan de uno a otro. La microhistoria nos enseña que en cada escala las experiencias son distintas y no subsumibles entre sí. En todo caso, es un llamado a preguntarnos en qué casos se pueden o no establecer pasajes entre ellas. Como lo muestran la colaboración de Kathya Araujo en este volumen y los estudios de Collins (2000), ciertas formas de deferencia en un plano de interacción no siempre tienen correlato y eficacia en una escala más amplia, en la que, en efecto, se juegan dimensiones de poder.

Hemos avanzado en la pregunta sobre la justificación y legitimación de la desigualdad, como lo hacen María Cristina Bayón y Gonzalo A. Saraví, en este número de Desacatos. Ha habido algunos estudios interesantes sobre este tema en Latinoamérica, por ejemplo, Grimson y Baeza (2011) en el caso argentino. McCall (2013) propone una línea de indagación interesante cuando cuestiona la idea de que los estadounidenses justifican la desigualdad. Muestra cómo los argumentos se estructuran en forma sistémica, por ejemplo, se apoya la desigualdad cuando se cree que esto favorece al conjunto de la sociedad, y al decaer esta creencia, rastrea la emergencia de un discurso antielite en las últimas tres décadas. Esto también pone en debate hallazgos de la psicología social, por ejemplo, las teorías de la justificación que afirmaban que los sectores subalternos explicaban la desigualdad como forma de reducir la disonancia cognitiva por su propia situación. En todo caso, es necesario un debate metodológico para plantear nuevas preguntas, así como revisar una tradición de estudios en torno a los procesos de justificación y legitimación que pueden ser de utilidad.

En esta línea, los estudios de justicia distributiva (Kessler, 2015), que tuvieron un desarrollo importante en Europa durante la década de 1990 (Kellerhals, Modak y Perrenoud, 1997), muestran la existencia de una pluralidad de ideas de justicia según el tipo de bien o dimensión de la vida social considerada, en particular la apelación al mérito, necesidad e igualdad y lo que Elster (1995) llama “eficacia global”, en cuanto a que contribuiría a que la comunidad alcanzara un objetivo determinado. Sin duda, estos trabajos también son útiles al momento de revisar la legitimación o no de la desigualdad en ámbitos específicos.

¿Cómo operan sobre la desigualdad las acciones cotidianas? (Más allá de las intenciones)

Ésta es quizá la pregunta con menos respuestas. En parte porque tenemos una fuerte impronta de interpretación que pone más énfasis en los sentidos, significados y clasificaciones que en las acciones, por encima del sentido otorgado. La interrogante, planteada también por Dubet (2015), es cómo nuestras acciones micro influyen en la desigualdad, aunque no sea de manera intencional. Por ejemplo, el retiro de los sectores medios de los servicios públicos en Latinoamérica los priva de un potencial de demanda y presión, como subraya Filgueira (2013). Sabemos que ciertos procesos de gentrificación de barrios por nuevas clases medias trastocan el precio de zonas de las ciudades y causan la exclusión paulatina de antiguos pobladores. La presión por más seguridad, de los barrios más aventajados, provoca a menudo un desplazamiento del delito sobre las áreas menos resguardadas de la ciudad.

Creo que el punto, de vuelta a la relación entre juicios, valores y acciones, es que en muchos casos no se trata de un efecto deliberado de cierre o exclusión. En tal sentido, Lamont, Beljean y Clair (2014) llaman la atención sobre procesos cognitivos que pueden incrementar la desigualdad de modo no intencional. Se trata de la fijación de normas, estándares y criterios de clasificación, de cómo se establecen las evaluaciones formales e informales para los ingresos a escuelas o promoción en los puestos de trabajo. Por ejemplo, la estandarización de los bienes agrícolas para que sean exportables -parámetros exigidos para ciertas frutas en Argentina- conduce a que sólo quienes tienen mayor capital para comprar determinados insumos agrícolas puedan cultivarlos, lo que profundiza la desigualdad entre los pequeños y grandes productores.

Creo que esto es central para Latinoamérica, sobre todo porque ha habido procesos de mayor inclusión y democratización de acceso con segmentación interna, de algún modo cercano a lo que Bayón (2015) describe como “integración excluyente”. Estudios novedosos de sociología económica, como los de Fourcade y Healey (2017) en Estados Unidos, muestran que la segmentación no sólo influye en el consumo, sino también en formas de acumulación de capital diferenciado y movilidad social, a partir de sistemas de clasificación específicos en el mercado del crédito, por la creciente disponibilidad de datos sobre los comportamientos económicos de cada persona. Investigaciones en Francia demuestran que las escuelas tienen la capacidad de incrementar pequeñas diferencias sociales, por ejemplo, “apostar” por los mejores estudiantes y penalizar de forma indirecta al resto. Conocemos formas de “colonización” de las mejores escuelas públicas en cada zona por los sectores en mejor situación relativa, que también resultan en una intensificación de la desigualdad. Asimismo, la capacidad de presión en el sistema de salud produce diferencias en los servicios. Quienes tienen mayor capacidad de litigar pueden acceder más rápido a la resolución de conflictos en la justicia y en organismos de salud se presentan efectos desigualadores de la judicialización en salud. En otras palabras, el terreno de las acciones es el más inexplorado de este recorrido y el que permite captar el proceso de mayor inclusión con segmentación y estratificación interna que se produce en varias esferas.

Las interacciones como esfera privilegiada de análisis

Sin duda, el ámbito privilegiado para estudiar los juicios y acciones es el encuentro entre las clases, un tema central y poco explorado en nuestra región. Otros trabajos recientes de Saraví (2015; 2016) muestran estas miradas recíprocas entre las clases en el México de hoy. ¿Por qué son importantes estas dimensiones? En los últimos años se privilegió más la mirada sobre la segregación que sobre la movilidad y las interacciones, cuando en realidad las clases siempre interactuaron, no sólo por razones de trabajo, y compartieron gran parte de los contenidos culturales en épocas de cultura de masas, lo que generó “inclusión cultural y exclusión estructural”, como lo llamó Young (2008). A esto se suma que la inclusión económica, en términos generales la mayor extensión del consumo en Latinoamérica, ha implicado una presencia creciente de sectores populares y clase media baja o en ascenso en espacios públicos y privados y la consiguiente interrelación con otras clases. En las instituciones, las calles, los colegios, los centros comerciales, los aeropuertos, hay más encuentro entre las clases sociales y esto causa reacciones, como el pánico moral en torno a los rolezinhos en Brasil hace algunos años: irrupciones de jóvenes de sectores populares y clases medias bajas que fueron objeto de preocupación y hasta intentos de represión antes de la Copa Mundial de Fútbol de 2014, y fue necesario que la presidenta Dilma Roussef interviniera contra la estigmatización.

La pregunta es sobre las interacciones entre clases, que serán diferentes según el escenario, en sociedades profundamente jerárquicas como las nuestras. Es preciso una fenomenología del encuentro con el otro diferente, puesto que las reacciones no parten sólo de una valoración moral, sino a menudo de un juicio estético de la interacción, con base en los sentidos, de ver y escuchar al otro, de su aspecto, de lo que hace y dice en los espacios de interacción. En esa fenomenología de la interacción, como señala María José Álvarez Rivadulla en este volumen, la dimensión emocional es central. Las emociones, imbricadas con discursos, también son contextuales y cambiantes, no están separadas de los procesos cognitivos ni de las categorizaciones y se construyen y modifican a lo largo de la interacción.

En todo el dosier hay preguntas centrales sobre estas interacciones, que sin duda formarían parte de programas de investigación. Sólo por nombrar algunas, Álvarez Rivadulla se pregunta si en Bogotá se genera capital social entre las clases al coincidir en la universidad, mientras un testimonio en el artículo de Camus, en Guadalajara, expone que el encuentro con sectores sociales más desfavorecidos en la universidad no dejó ninguna relación durable. Otra interrogante es si el encuentro entre las clases disminuye los prejuicios, como señala Allport (1954), retomado por Álvarez Rivadulla. También algunos estudios de psicología social dicen que encuentros armoniosos entre clases minimizan entre los más desfavorecidos la idea de desigualdad general (Saguy et al., 2009). Araujo se pregunta si la desigualdad que se vive en un plano mayor intenta compensarse en el plano de la interacción. Si, por un lado, las escalas tienen su autonomía, y si, por el otro, los agentes son los mismos y pueden trasladar sus demandas y enojos de una esfera a otra. En el trabajo de Bayón y Saraví se plantean algunas preguntas centrales: ¿cómo opera el estigma en la subjetividad? ¿Cómo se cristalizan las categorizaciones tanto en subjetividades como en formas institucionales? En otras palabras, cómo se producen los procesos de legitimación: allí tenemos una gran cuestión pendiente.

Es posible que en muchas de estas cuestiones los aportes y debates de la psicología social, como advierten Lamont, Beljean y Clair (2014), y la psicología política sean útiles para ahondar en nuestra comprensión de la subjetividad. Una línea de estudio de estas disciplinas se ha centrado en analizar qué sucede con la interacción entre clases y grupos étnicos distintos, sobre todo en Estados Unidos. Por ejemplo, los trabajos incluidos en Facing Social Class (Fiske y Markus, 2012) indagan en la forma en que los prejuicios, evaluaciones y categorizaciones de las clases gravitan en las interacciones y muestran cómo la identificación de clase cambia con el tiempo y según el ámbito o qué sucede cuando se transita por instituciones cuyas reglas corresponden a las de otras clases. Nosotros nos hacemos las mismas preguntas, por lo cual es interesante ver las respuestas que aportan estas disciplinas. En cuanto a la forma de construcción de legitimidad de la desigualdad y los estigmas, es interesante la diferencia entre rotulación primaria y secundaria, así como los estudios de la estructuración de las justificaciones de la desigualdad, por ejemplo, a partir de modelos de dicotomización entre warmth or competent -calidez o competencia-, como muestra un estudio en 37 países (Durante et al., 2013). En fin, lo que intento es llamar la atención para comenzar a explorar estas dimensiones y estudios, y establecer nuevos diálogos.

También creo que hay una deuda no saldada en cuanto a la investigación sobre las consecuencias específicas de la desigualdad, puesto que no siempre es posible diferenciarlas de las derivadas, por ejemplo, de la pobreza. La pregunta más compleja quizá sea sobre las implicaciones generales. Estudios de los países centrales (Wilkinson y Pickett, 2009) muestran que, cuando la desigualdad aumenta, la salud de la población en general empeora, el crimen se acrecienta y las relaciones entre los grupos sociales se vuelven menos frecuentes y más conflictivas, por los abismos que se crean entre grupos con diferencias profundas en sus formas de vida y lugares de residencia. En varios de nuestros países, la pregunta de años anteriores ha sido que la disminución de la desigualdad no implicó una disminución del delito y no establecimos un gran debate al respecto. De manera exploratoria, hace algunos años mi colega Federico Tobar y yo hicimos un primer ejercicio para probar la hipótesis de Wilkinson y Pickett en nuestra región. Los primeros resultados no mostraban una similitud con lo observado por estos autores, pues en Latinoamérica, países más pobres podían tener peores indicadores que otros un poco más desiguales, pero con menos pobreza. Dicho de otro modo, y destaco que fue sólo de un ejercicio exploratorio, es posible que en la región la pobreza todavía arrastre más indicadores sociales que la desigualdad, pero no lo sabemos a ciencia cierta.

A modo de cierre

Este texto parte de la convicción de que las ciencias sociales latinoamericanas aún pueden hacer numerosos aportes a la reflexión sobre las desigualdades, pero tal vez sea importante renovar nuestras preguntas, entablar diálogos y establecer cruces con otras agendas y disciplinas. Retomo el título del inspirador trabajo de Lamont, Beljean y Clair (2014), ¿qué nos está faltando en el estudio de la desigualdad? Pienso en la necesidad de debatir y deconstruir ciertos juicios económicos sobre la desigualdad. Si hacemos un poco de autocrítica, a menudo esto es difícil si no tenemos una base de conocimiento de esos debates. En segundo lugar, la historia económica plantea algunos cuestionamientos a postulados dados por hecho, en particular la idea de una desigualdad persistente e histórica que debe al mismo tiempo incorporar matices, asincronías entre esferas, resistencias y reversiones temporarias. Por otro lado, quedan preguntas acerca de la “marea rosa”, cuando ésta ya ha terminado y hay tendencias divergentes en la región, pero también cuando vemos que muchos países se embarcan en un ciclo de reacción y restauración. Creo que lo que falta en realidad, y que estamos en condiciones de construir, como lo hicieron los trabajos de Reygadas (2008), Pérez Sáinz (2016) o Costa (2011), entre otros, y en el pasado la teoría de la dependencia y de la marginalidad, son más teorías de alcance medio sobre las dimensiones de la desigualdad de nuestra región, un conocimiento que interpele a las ciencias sociales en su conjunto. Ojalá hacia allá se encamine parte de nuestros trabajos futuros.

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1Entre 2000 y 2010 hubo gobiernos de centro-izquierda o izquierda en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, El Salvador, Nicaragua, Paraguay, República Dominicana, Uruguay y Venezuela, según la caracterización de Roberts (2012: 15).

2En ese sentido, es aleccionador el trabajo de Korzienewicz y Moran (2009), quienes hacen una distribución por deciles de 85 países de todos los continentes. Ahí vemos que un decil 8 en Bolivia o 9 en Nicaragua corresponde a un decil 5, en términos de la construcción total. Los autores concluyen que es necesario evaluar la situación de desigualdad y los cambios en un contexto mundial y no sólo en cada país por separado.

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