Un México envejecido y despreocupado
La población en México sufrió importantes transformaciones a lo largo del siglo XX. Una de las más importantes ha sido la llamada transición demográfica, producto del descenso de la mortalidad a partir de la década de los treinta y el de la fecundidad en los años setenta. Como resultado de estos cambios, la población se ha incrementado, la estructura por edad de la población se ha modificado y la cantidad relativa de adultos mayores ha aumentado, es decir, en México, la población está envejeciendo (Conapo, 2013).
En cifras, en 2010 residían en México poco más de 10 millones1 de adultos mayores (INEGI, 2011a; Conapo, 2013).2 El salto de los 5 a los 10 milllones ocurrió entre 1990 y 2010. Se presentó un incremento porcentual de 2.8 respecto al total de la población, esto es, de 6.2 a 9% de la población total (INEGI, 2014). En México, la esperanza promedio de vida al nacer pasó de 36 años en 1950 a 74 años en 2000. El Consejo Nacional de Polación (Conapo) estima que para 2050 llegará a 80 años. Esta cifra entra en el rango que se proyecta para los países desarrollados.3 Los datos indican con claridad que México presenta lo que se denomina “envejecimiento poblacional”.
Es importante indicar que, a diferencia de los países desarrollados, en los países no desarrollados el proceso de envejecimiento poblacional sucede a mayor velocidad, con variables que obstaculizan la capacidad de adaptación de la sociedad ante este proceso. Esto ocasiona que a problemas sociales ya crónicos se añadan otros nuevos frente a los cuales el Estado se ve urgido a planificar y hacer efectivas políticas públicas pertinentes (Ham, 1999).
Esta transformación gradual de la estructura etaria de la población altera tanto las demandas sociales como el potencial para generar condiciones de bienestar. Los datos disponibles muestran que en algunas entidades federativas de transición demográfica muy avanzada, como el Estado de México y la Ciudad de México, el envejecimiento de la población es un tema prioritario.
En otras, si bien el envejecimiento aún no es un fenómeno predominante, resulta fundamental que las instituciones comiencen a preparar la infraestructura de servicios propia de una población envejecida (Ham, 2003). En un país con estas características, las políticas públicas en materia de población y desarrollo deberían modificar cada vez más su impacto en función de los niveles y tendencias demográficas (Villagómez, 2009).
De acuerdo con proyecciones del Conapo (2013), para 2020 la población de adultos mayores alcanzará su tasa máxima de crecimiento de 4.2%, con 14 millones de individuos, es decir, 12.1% de la población. A partir de ese año, el ritmo de crecimiento demográfico comenzaría a disminuir, hasta alcanzar un crecimiento negativo de -1.58%, en 2050, cuando se prevé que habrá cerca de 34 millones de adultos mayores, que representarán 27.7% de la población total (Villagómez, 2009). El tema no es sólo cuantitativo (Camarena, 2005). Implica también modificaciones cualitativas de todo tipo, no sólo en el plano sociocultural, también en el económico, familiar y productivo (Tuirán, 1999).
Los datos censales de 2010 indican que en el país hay 28.2 millones de hogares y que en uno de cada cuatro, 26.1%, cohabita al menos una persona de 60 años o más (INEGI, 2011a).4 En este contexto, es frecuente que los adultos mayores vivan, de manera voluntaria o no, con alguno de sus hijos, lo que constituye, en la mayoría de los casos, una estrategia de supervivencia y bienestar, sobre todo en las etapas más avanzadas del envejecimiento.5
Por otro lado, como ha señalado Ham (1999; 2003), esta presencia de lo familiar obedece también a un reclamo de que los parientes se ocupen de funciones que se supone que le corresponden al Estado. Se espera que la familia solucione lo que éste y la sociedad no pueden. Lo que sucede en realidad, de acuerdo con los datos que aquí se presentan, es que no sólo la familia es incapaz de resolver lo que se ha de resolver en el ámbito gubernamental, sino que, por lo general, se encuentra sometida a exigencias que la hacen vulnerable e incrementan su ambivalencia ante el adulto mayor.
A diferencia de lo que ocurre en sociedades en las que el sistema de pensiones está muy extendido, en México pocos adultos mayores disponen de pensiones o capital acumulado. En 2001, sólo 18% de los adultos mayores que había trabajado en algún momento de su vida recibía pensión. La precariedad de esta cifra puede deberse, en parte, a la alta frecuencia de la informalidad en el mercado laboral (Rabell y Murillo, 2013). Por otro lado, “cerca del 50% de la población mexicana con 65 años o más no tiene derecho a sistemas de salud” (Mancinas y Garay, 2013: 396).
Sin embargo, el problema central radica en la relación entre la edad y las condiciones de pobreza o vulnerabilidad. En 2012, de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval, 2012), 43.2% de la población de 60 años o más se encontraba en condiciones de pobreza multidimensional y siete de cada diez adultos mayores, 72%, padecían vulnerabilidad social, lo que implica que presentaban, por lo menos, alguna de las siguientes carencias sociales: rezago educativo, falta de acceso a los servicios de salud, falta de acceso a la seguridad social, deficiencias en la calidad y los espacios de la vivienda y en los servicios básicos, y falta de acceso a la alimentación.
Al desglosar estos datos, se revela que uno de cada dos adultos mayores, 49.4%, es vulnerable por ingresos, es decir, su ingreso es inferior o igual a la línea de bienestar. Este dato se compone de 43.2% de adultos mayores que también son vulnerables por carencias sociales y 6.2% que es vulnerable por ingresos y no presenta carencias sociales. Destaca que sólo 21.8% de los adultos mayores se considera “no pobres multidimensionales ni vulnerables por ingresos o por carencias sociales y de ingresos” (Coneval, 2012: 14). Datos más recientes (SNIEG, 2017; Conapo, 2014) no muestran un cambio sustantivo en las tendencias, por el contrario, éstas parecen agravarse con el paso del tiempo.
Los efectos que ha tenido en estos procesos el Seguro Popular de la Comisión Nacional de Protección Social en Salud merecen un estudio aparte. Los datos oficiales no coinciden con los que presentamos en este trabajo.6 La cobertura de salud y el combate a la pobreza de los que se habla en tono triunfalista no se verifican de manera empírica. En general, estas instituciones ofrecen una serie de servicios deficitarios que no consideran al otro como un ciudadano con derechos, pues el Estado actúa como el dador de una limosna que hay que agradecer (Klein, 2016).
Esto es fundamental: la desciudadanización imperante ha dado lugar al desarrollo de políticas públicas y medidas de intervención social que no cumplen sus objetivos a cabalidad y reproducen lo que se supone que intentan combatir. Ello revela un ciclo crónico de miseria, desprotección y desvalimiento (Klein y Ávila-Eggleton, 2015). En un trabajo con Marcela Ávila-Eggleton (2015), de carácer más politológico, mostramos que desde las últimas elecciones presidenciales en México, el grupo de la tercera edad se ha transformado en un actor social decisivo para las transformaciones sociales y políticas, y que esto puede aprovecharse en su beneficio y en el de todo el colectivo social.
En la presente investigación, por medio de tres historias de vida, veremos cómo, a pesar de las adversidades socioeconómicas, el grupo de la tercera edad está pasando por un campo de alta experimentación subjetiva, avalado, entre otros factores, por un imaginario social más tolerante y permisivo.
El andamiaje teórico desde el que serán observadas las historias es el análisis de fragmentos o relatos de vida, a partir de entrevistas a profundidad con un enfoque biográfico. El objetivo es indagar cómo se vive hoy la ancianidad y la “abuelidad” en distintos estratos sociales. Se intentará mantener una distancia operativa que permita comprender actitudes, tendencias y cambios.
El caso de José: el comienzo de la experimentación subjetiva
José tiene 68 años de edad y los aparenta. Su rostro fatigado y los callos de sus manos muestran que ha trabajado toda su vida en varios oficios: albañil, carpintero, obrero de la construcción. Está orgulloso de eso. Dice que toda su vida ha sido de sacrificios, pero que no por eso ha dejado de ahorrar para comprar su “casita”. Dice que si algo le quiere dejar a sus nietos “es el ejemplo de que con honradez y trabajo las cosas se pueden hacer, tener sus cositas. Quiero ser el ejemplo de mis nietos”.7
Cada una de sus dos hijas tiene dos hijos. Dice que los cuatro nietos le aparecieron de repente, que no se lo esperaba, tampoco su esposa, y que se han ido a vivir a su casa con sus hijos y yernos: “no tienen dónde ir, y bueno, me puse a agrandar la casa. Pero en cómo educan a sus hijos no me meto. Que hagan lo que les parezca mejor. Sin embargo, mis abuelos sí nos educaban, pero yo prefiero que no. Así es mejor. Ya fui papá, serlo de vuelta me cansa”.
José no se ha jubilado ni piensa hacerlo: “me moriré trabajando. Tengo mucho para hacer. Trabajar me hace sentirme vivo y fuerte. Así me gusta a mí […]. Mis abuelos no, ellos se jubilaron, pero conocí a sólo dos de ellos, los otros murieron cuando yo era pequeño”.
Dice que le gusta cantarle a sus nietos, cosa que sus abuelos también hacían con él, aunque insiste en que él es un abuelo lleno de salud, mientras que los suyos eran muy viejos. Sin notarlo, expresa que admiraba a sus abuelos, pero que no por eso será como ellos: “yo no le pego jamás a mis nietos. Eso lo hacen mis yernos. A mí mis abuelos [me] castigaban, pero eso no me gusta. Mi esposa tampoco lo hace. Por eso mis nietos me quieren tanto”. Que los nietos no le tengan miedo o terror es fundamental para él, pero el respeto también: “eso sí, que me respeten como yo respetaba a mis abuelos”.
A partir de lo que nos cuenta, percibimos que la familia está fuertemente territorializada, aunque vive en la misma casa. Es decir, los abuelos sienten que hay un terreno que es de los padres y que no quieren invadir de ninguna manera. De la misma manera, no quieren que los padres invadan lo que ellos consideran sus consignas o privilegios con sus nietos. Una hipótesis, unida a la anterior, es que de ninguna manera quieren que se les confunda con los padres, es decir, no quieren que haya similitud, y José hace todo lo posible, según nos cuenta, para que a los nietos esto les quede bien claro.
Otro aspecto interesante que encontramos es que José no le teme al ridículo: “si tengo que jugar con mis nietos me gusta mucho. Jugamos a los piratas, los payasos, nos tiramos al piso. Yo les hago caras y se ríen y eso me pone muy contento”. Es decir, hace cosas que sus propios abuelos jamás hubieran hecho con él. José quiere jugar, en su comportamiento predomina lo lúdico y disfruta de esa vida, así es feliz.
Algo nuevo que también encontramos tiene que ver con la dimensión del sacrificio, que está desapareciendo en José, aunque siempre la asoció a su abuelo: “yo, por mis nietos, hago lo que puedo. Ni más ni menos. Mi esposa igual. A veces los cuidamos, otras no. Le digo a mis hijas que hago lo que puedo, ya bastante con agrandar la casa, ¿no le parece? Ya fue mucho trabajo para mí”.
José siente que no se tiene que sacrificar o ser altruista con sus nietos, sino que despliega una evaluación muy realista de lo que hace y lo que no, de lo que puede y no puede hacer con ellos. Sabe que no puede salir con sus nietos al cine o invitarlos a comer. Pero sí puede, por ejemplo, reunir a la familia los domingos, que es un día muy importante, porque toda la familia come junta: “los domingos son sagrados, mi señora cocina y todos deben venir, es una tradición de toda la familia, lo hemos hecho siempre y siempre con mucho sacrificio y amor”.
Respecto al género, en este grupo, del cual José forma parte, aunque todos son abuelos hombres, se sienten con los mismos derechos y las mismas capacidades y habilidades que las abuelas. Es decir, no sienten que las abuelas son más abuelas y los abuelos menos abuelos. José se siente en un plano de similitud con su esposa: “a mí me gusta ser abuelo, me gusta jugar con ellos, llevármelos a trabajar para que vean que el trabajo es muy importante. Que no salgan flojos [holgazanes]”. De cualquier manera, trata de manera diferente a su nieta. Dice: “es mujer, las mujeres son más delicadas, ¿no?”.
Sin embargo, hay un punto que nos impactó. Cuando le preguntamos si le gustaba vivir en familia, dijo: “no, la verdad no. Me gustaría que me visitaran, pero no tenerlos en la casa todo el día. A mi esposa y a mí nos gusta estar solos y nos la pasamos bien”. Hay aquí un claro indicio de comienzo de cambio subjetivo que se une al hecho de que, aunque son abuelos, no por eso se sienten viejos:
Yo me sigo levantando a las 6:00 de la mañana, desde niño lo hice. Me levanto con el sol y me hace sentir aún joven y lleno de vigor. Y con mi esposa, todavía, a veces… La cabeza me funciona muy bien. No estoy senil ni nada. Recuerdo el nombre de mis amigos, nietos e hijas y los de mis papás y abuelos y casi todas las fechas de mi cumpleaños. No, señor, no soy viejo. Y a veces voy con mi señora a la iglesia, aunque no creo mucho en eso de rezar, pero a ella le gusta que vaya. Pero no crea que me pienso morir, al contrario.
Lo que más le disgusta es que sus nietos “hayan venido así, de repente”, es decir, José se refiere a que no hubo planificación familiar. En su contexto socioeconómico humilde, la mujer “simplemente” queda embarazada y de manera indefectible José se siente un sostén familiar: “les doy todo lo que puedo pero sin exagerar […]. Soy estricto, pero no como mis abuelos, que eran muy enojones. También me divierto y la paso bien con mis nietos”.
Para José, ser abuelo es ser un abuelo amable y lo integra sin mayor problema a su vida cotidiana. Al mismo tiempo, aparece como un guardián muy serio y convencido de determinados modelos sociales, en especial el del “obrero digno” (Klein, 2013); valora trabajar, ahorrar, ser responsable. Le dice al nieto: “te doy dinero, pero no lo gastes así nomás, tienes que gastarlo de a poquito”. Le da ese dinero de preferencia los domingos, o sea, el día del ritual de la comida en familia.
Como vemos, José disfruta ser abuelo: “no lo cambio por nada […]. Mis nietos me dicen cosas lindas y a veces tienen razón. Me dicen que no tome Coca-Cola, que no coma tantos tacos... [se emociona]”. Son parte de su experiencia y enriquecimiento de vida y siente algo muy conmovedor: que los nietos le ayudan a transformarse en mejor ser humano. José siente que ayuda y hace cosas por sus nietos, pero también que ellos hacen cosas por él.
El caso de Enrique: cambiar ya es posible
Enrique tiene 69 años de edad y ha comenzado los trámites de su jubilación. Ocupa un cargo gerencial en una industria de zapatos, típica de la ciudad de León: “ya me tengo que jubilar, pero no quiero. Aún puedo hacer cosas por los más jóvenes, enseñarles cosas de la fábrica. Pero me han ofrecido una compensación si me voy y me viene muy bien para viajar con N [su actual esposa]”.8
Enrique pertenece a un contexto de clase media y mandos intermedios, es viudo y se ha vuelto a casar. Sus planes son viajar y divertirse mientras tenga salud. Tiene tres nietos, dos de su hijo y otro de su hija. Al igual que en el caso anterior, no piensa en morir, no le pasa por la cabeza algo así. Es literalmente impensable.
Está orgulloso de que su hija haya esperado a titularse para ser mamá. Para Enrique, una familia es una familia planificada, en la que cada cosa tiene su lugar y tiempo. Para él, ser abuelo es parte de una biografía y un ciclo de vida. Primero se es padre, después toca ser abuelo, lo que está cargado de significación: “yo esperaba ser abuelo, sabía que mis hijos tendrían a mis nietos en el momento justo, ni antes ni después. Cuando nacieron, me puse feliz. Fue y es algo muy importante en mi vida. Mi nueva pareja no tiene nietos, adoptó los míos”. Lo que Enrique transmite como concepto fundamental es el sentido de gratificación. Ser abuelo es gratificante y él siente que gratifica a sus nietos.
Enrique logra un equilibrio entre las actividades del trabajo y las de la familia. No quiere ser abuelo de tiempo completo ni trabajador de tiempo completo. En su modalidad subjetiva logra hacer un balance entre ambos aspectos. Cuando le preguntamos de dónde sacó el modelo para ser abuelo, dice: “de mis papás. Aprendí muchas cosas de ellos y las aplico a mis nietos, como antes a mis hijos”. Aquí no encontramos que hubiera una brecha o una discontinuidad generacional muy pronunciada, como se verá en los otros dos casos. Hay mayor continuidad generacional y parece haber procesos de transmisión generacional más legitimados de los abuelos a los hijos y a los nietos.
Enrique destaca que ha tenido una buena relación con sus padres y siente que éstos lo han apoyado mucho. De nuevo aparece un límite: él se dedica a cuidar, no a educar.
Yo a mis nietos los saco a pasear o al cine, pero no los educo, ésas son cosas de sus papás. Mis nietos me gratifican, son un apoyo en mi vida, me gusta verlos crecer y hacerse grandes. Tengo debilidad con ellos, a veces cuando los padres se ponen muy gruñones trato de intervenir.
Esto es algo nuevo, que no aparece en las demás historias de vida. A pesar de que respeta la territorialización de los padres, Enrique siente que a veces puede intervenir cuando los padres están muy enojados, entonces trata de apaciguar las cosas, que haya paz, que haya un armisticio. Por otra parte, lo que predomina en el vínculo con sus nietos es la adaptación mutua: “nos ponemos de acuerdo en los horarios, en la película que vamos a ver, en la comida y nos entendemos muy bien”.
Enrique se adapta a cómo son los nietos y espera que los nietos se adapten a cómo es él. Otra vez aparece lo lúdico en primer lugar: compartir tiempo juntos, disfrutarlos, convivir en una relación simétrica. Se destaca su disposición a acompañarlos: “mi nieto tiene problemas con las matemáticas y yo me hago tiempo para ayudarle en todo lo que puedo”.
Aunque Enrique es muy indulgente en general, se atreve más que otros a criticar a sus abuelos: “eran muy severos, había que hacer caso o venía algún castigo, a veces una paliza”. Esto permite afirmar que él jamás le ha pegado a sus nietos. La época de los castigos corporales ha quedado atrás. Sin embargo, Enrique no puede disimular que tiene muchas expectativas respecto a sus nietos: “quiero que lleguen a ser gente importante, que destaquen, gerentes de algo, ¿por qué no? Se les está dando una excelente educación”.
Por último, encontramos un rasgo esencial, a diferencia de los nietos de José, los de Enrique viven en su propia casa. Para estos mandos intermedios, un abuelo ideal es el que puede hacer una inversión económica, además de emocional, social y de tiempo con sus nietos, mientras que en una franja de ingresos humildes es mucho más importante el apoyo moral que la inversión económica.
El caso de Juan: la franca experimentación subjetiva
Juan tiene 70 años de edad, pero no los aparenta. A lo sumo podríamos pensar que tiene 55. Vive en la ciudad de Querétaro. Pertenece a la clase media alta, sin apremios económicos o sociales. Incluso en su aspecto personal, Juan es francamente rupturista: “sé que no me visto como viejo. No quiero parecer viejo. No me siento viejo. Me gusta ser abuelo, pero no un hombre débil o que necesita ayuda… Me gusta estar con mis nietos por el gusto de estar, nomás. No necesito que me ayuden en mi vida”.9
Al preguntarle sobre sus rutinas, dice:
Voy al gimnasio. No tanto como querría, pero voy al menos tres veces a la semana. No como cosas grasosas. Mi esposa y yo somos cuidadosos en lo que comemos. Preferimos el agua a la Coca-Cola. Hace 30 años que estamos juntos. No le he sido infiel. Es cierto que fumo de vez en cuando. Ese vicio no me lo puedo sacar. Hace poco me jubilé de profesor en la universidad, pero mi vida no se termina. Sigo haciendo cosas, manualidades o leo. Veo a mis amigos, pero lamentablemente algunos tienen Alzheimer o demencia. No los voy a ver. Yo no soy viejo como ellos. Quiero ser joven y tener vigor.
No quiere hablar de su sexualidad por un sentido de pudor que respetamos, pero su cara se ilumina de orgullo cuando dice: “¿sabe? Yo no voy al parque a darle miguitas a las palomitas. Nada de eso. Yo no me aburro. Me jubilé porque tenía que jubilarme, si no, seguía de largo nomás”. Cuando le preguntamos sobre sus abuelos, dice:
Mis abuelos eran buena gente. No recuerdo que nos pegaran. Tendría que preguntar a mis hermanos [dos menores que él]. Pero eso sí, había que respetarlos. Tratarlos de “usted”. Mis nietos me hablan de otra manera. Me tutean. Pero me gusta. Yo entiendo que antes las cosas eran así. Pero ahora ya no. Tenemos confianza, nos hablamos las cosas. Mis nietos me preguntan cosas que yo jamás me hubiera atrevido con mis abuelos. Y me cuentan cosas de su vida íntima que me chocan un poco, pero me pone orgulloso que me las cuenten. Para eso está un abuelo.
Juan tiene dos hijos y cada uno tiene un hijo a su vez. Cuándo le preguntamos cómo educa a sus nietos, piensa largo rato antes de decir: “¿educarlos? Ah, no sé. Tengo que pensarlo. ¿Educarlos? No, creo que no. Eso es de sus padres. Yo no me meto. Conmigo que salgan, vamos al cine, a comer, a pasear. Pero no quiero educarlos, para eso están mis hijos”. Agrega: “yo respetaba y respeto a mis abuelos. Pero yo soy otro abuelo, no sé si mejor o peor. Usted dígame. Pero lo más importante para mí es el cariño y la confianza”.
Análisis de las entrevistas con José, Enrique y Juan
La política de tanteo y experimentación subjetiva es transversal en las tres historias de vida. No es un factor socioeconómico sino etario-generacional que unifica a los tres entrevistados más allá de sus contextos de vida. En mayor o menor grado, los tres están experimentando cómo ser abuelos. En general, los tres van construyendo, por ensayo y error, cómo serlo.
Aparece un detalle interesante: se desligan en definitiva del papel de la educación. Quienes educan son los padres, ellos no. Ellos la pasan bien con los nietos, los socializan en el mejor de los casos. No les interesa educar, pues entienden que eso le toca a los padres. Lo que sí hacen es socializar a partir del ejemplo de ellos mismos y de lo afectivo. José socializa con el esfuerzo, el ahorro, el tener que ser trabajador, responsable, obediente y precavido. Enrique lo hace con su deseo de juventud. Juan con el ideal de autonomía e independencia.
Otro dato importante, también transgeneracional, es la descalificación y deslegitimación del castigo corporal. Dicen que de ninguna manera golpean a sus nietos. Ellos mismos, insistimos, no se ven en un papel represor, pues hablan mucho más con sus nietos de lo que sus propios abuelos, décadas atrás, hablaban con ellos.
Lo más importante es, en primer lugar, el diálogo, hablar con los nietos. Tal vez la palabra clave para este grupo es que estar con los nietos es disfrutar a los nietos. Además, hacen cosas juntos, que sólo son posibles en el campo de experimentación de sus subjetividades, y por ende, de sus relaciones: jugar, pasear, mirar la televisión, salir de aventuras, usar la computadora. El tema de la computadora es relevante: comparten el dispositivo y sus nietos les enseñan cómo usarlo, los programas y las posibilidades de las aplicaciones de internet, como Google, Facebook, Twitter.
Es probable que estos abuelos hayan modificado su papel y función de manera cualitativa antes que los padres modifiquen los suyos. Es decir, podría pensarse que su campo de experimentación subjetiva es mayor que el de sus propios hijos. Estos abuelos son mucho más flexibles en su capacidad de cambio que los padres de sus nietos, quienes aparecen más rígidos y tradicionales, más adheridos a determinadas formas de ser padres. Creemos que se puede afirmar que estos abuelos son mucho más perceptivos, sensibles y abiertos a los cambios culturales.
Aunado a lo anterior, el mensaje de que pueden dar dinero, apoyo moral y socialización aparece con claridad, pero no sienten que deban transmitir una enseñanza o educación. Esto señala una diferencia radical con los abuelos de estos abuelos, porque de aquéllos se esperaba que educaran y fueran severos, porque se pensaba que ésa era la forma de educar a la gente. Los tres denuncian que se los golpeaba ante situaciones que no podían comprender del todo. Hay, probablemente, una crítica muy velada, sutil y respetuosa a sus propios abuelos, pues en el fondo ellos se sienten mejores abuelos. Esto es lo que denominamos “confrontación generacional-transgeneracional”.
Anuncian, por ende, que el modelo del abuelo como patriarca está agotado. La idea del abuelo todopoderoso que manda y al que todos obedecen está en una etapa de fragilidad. En ese sentido, la expresión de emociones ya no entra en conflicto con la figura de la masculinidad. Estos abuelos hombres aceptan lo afectivo: pueden llorar y sonreír, no tienen que ser severos todo el tiempo, con una actitud seria y estoica.
Nuestra hipótesis es que, así como hay una ruptura con sus abuelos, se retoma un nuevo contrato generacional con los nietos. Parte de ese contrato generacional parece decir: “estoy pendiente para mis nietos, mis nietos estarán pendientes para mí”, dentro de un campo de gran experimentación subjetiva.
Los sistemas de fiabilidad
Giddens (1997a; 1997b) plantea una reflexión acerca de lo que denomina “sistemas expertos” y la manera en que éstos generan condiciones de confianza básica en la sociedad. Estos sistemas de confianza básica sustentan la idea de previsibilidad, y en ese sentido, son indisociables del concepto de anticipación (Aulagnier,1991; Castoriadis-Aulagnier, 1975) y rutinización (Giddens, 1997a; 1999):
Los sistemas en los cuales los conocimientos expertos están integrados influyen sobre muchos aspectos de lo que hacemos de manera regular. Simplemente al sentarme en mi casa yo estoy implicado en un sistema experto, o en una serie de tales sistemas en los que pongo mi confianza. No siento particular temor en subir las escaleras de la casa incluso a sabiendas de que en principio podría colapsarse la estructura. Sé muy poco de los códigos de conocimiento utilizados por el arquitecto y el constructor en el diseño y construcción de la casa. No obstante, tengo fe en lo que han hecho. Mi fe no es tanto en ellos, aunque tenga que confiar en sus competencias, sino en la autenticidad del conocimiento experto que han aplicado (Giddens, 1999: 37).
La palabra clave es confianza, relacionada con el sentimiento de autenticidad, estabilidad y buena fe de la o las instituciones encargadas de sostener estos sistemas expertos, lo que a su vez debe relacionarse con una modernidad asentada en principios racionales (Habermas, 2008).
Es importante tener en cuenta que el modelo social giddoniano supone la necesidad del funcionamiento permanente de sistemas expertos que hagan las veces de metaencuadre, imprescindible en los sistemas de confianza. Las personas toman decisiones en forma de riesgos controlados cuando esta confianza se muestra válida y en funcionamiento. Es una forma, si se quiere, de legitimidad de los aspectos vitales que hacen a la sociedad: cuidado, protección, resguardo, elementos resumibles en lo que Foucault presenta como biopolítica (1984; 2004a; 2004b).
Esto se suma a la idea de que la persona, en tanto ciudadana, tiene derechos incuestionables y la posibilidad de tomar decisiones que determinarán el rumbo de su vida y su entorno social dentro de un proceso de negociación permanente (Klein, 2006; Kaës, 1996). Hay que añadir que si se establece un futuro es para mejorar, tanto desde las políticas de cambio como desde la experimentación subjetiva.
A partir de lo anterior, emitimos la hipótesis de que si hay un grupo social en el que se vive el riesgo y la oportunidad, como convencimiento de la oportunidad de poseer un futuro y ser mejor, éste es el de los adultos mayores. Tal vez los planteamientos de la teoría de Giddens sobre los sistemas de seguridad no se observan con claridad en las narraciones que aquí se presentaron, pues éstas más bien se perciben como formas de adaptación de los ancianos asumidas por voluntad. Queremos insistir en que estas determinaciones voluntarias, unidas a una mejor calidad de vida y a los avances médico-tecnológicos, deberían enriquecerse con un clima cultural propicio, de acompañamiento, en forma de sistemas expertos que se redefinan de manera permanente para sustentar la capacidad de alta experimentación subjetiva de los adultos mayores.
En este punto se unen las elecciones negociadas de la vida -vocacional, matrimonial, de divorcio, de vínculos con los nietos y otros-, entendidas como oportunidades de mejora (Giddens, 1999), y pasan a tener relevancia más clara los sistemas expertos que funcionan como organizadores del entorno material y social en el que vivimos (Giddens, 1997b), como expresión del sentimiento de confianza, seguridad y resguardo que provee la estructura social y cultural. Una de sus máximas expresiones es la tolerancia a la capacidad de confrontación generacional-transgeneracional de estos abuelos con sus propios abuelos y la constitución de un nuevo contrato generacional con sus nietos.
Empoderamiento del adulto mayor: un enigma a dilucidar
Los aspectos señalados en el primer apartado de este trabajo podrían dar la idea de que el adulto mayor está expuesto a un alto grado de vulnerabilidad. Sin embargo, otros datos invitan a problematizar esta cuestión (Neugarten, 1999; Neugarten y Weinstein, 1964). En efecto, la figura de lo que antes se denominaba “viejo” o “anciano”, hoy “adulto mayor” o “tardío”, condensa reflexiones y dilemas que se plantean en los cambios culturales y sociales actuales, que están en revisión y renovación (Cumming y Henry, 1961; Cole, 1997).
Si retomamos al grupo “rupturista” de los viejos, es posible estimar que su escándalo actual radica en que ya no aceptan ser viejos. No aceptan el mandato generacional de la decrepitud, por así decirlo. Hacen una verdadera confrontación transgeneracional, cuyos resultados son imprevisibles. Se ha hablado de una revolución feminista (Giddens, 1997a; 1999), habría que plantearse ahora si estamos ante una “revolución” gerontológica. Al igual que la mujer en el siglo XX, estos viejos-no viejos están tomando un protagonismo impredecible en la ciudadanía, en las políticas públicas y en la reformulación de vínculos y procesos familiares, entre otros.
Por otro lado, no es posible desconocer que la gerontología sigue siendo un campo con predominio de las ciencias médicas y biológicas (Barros y Castro, 2002), desde el cual el problema de la vejez se transforma en cómo detener el proceso de envejecimiento con las tecnologías modernas o cómo desterrar la muerte mediante el complejo médico-farmacológico. Ambas estrategias, entre otras, se desenvuelven dentro de una prolongación de longevidad ad infinitum, una especie de promesa matusalénica hecha realidad (Ariès y Duby, 1990). En este sentido, no hay aquí “revolución” sino “manipulación” de subjetividad, deseos y estrategias de vida en la lógica del consumo y el engaño, de quimeras que se multiplican a sí mismas.
Los adultos mayores ven delante de sí una segunda, tercera o cuarta oportunidad en términos de proyectos, es decir, ven vida y no muerte. Quizá podría hablarse de un fortalecimiento de las estéticas corporales no decrépitas (Klein, 2002). Los abuelos de hoy -no todos, pero sí muchos- no quieren ser abuelos o viejos según los modelos heredados. No transmiten esos modelos porque no quieren reproducirlos. Hay un efecto de detención de la transmisión intergeneracional, tal vez inédita en la historia de las mentalidades y las culturas.
Por eso, una función de subjetivación adscrita como inherente a la adolescencia -la confrontación transgeneracional (Klein, 2003; 2004)- es ahora parte de la subjetividad de estos abuelos posadultos, entendida como oportunidad de mejora en medio de una crisis biográfica (Giddens, 1997a).
A la idea de lo biográfico se une también la idea -organizadora-- de lo etario, como un orden que impone una sucesión preestablecida. El adulto es precedido por el adolescente y sucedido por la vejez. Esta construcción biográfica etaria, sin embargo, parece encontrarse en un franco proceso de cambio, sustituida por otro proceso biográfico de tipo transetario, en el que las edades se mezclan o se vuelven indiscernibles, ambiguas o innecesarias. Ricardo Iacub (2006) utiliza el término transetario en una cultura posmoderna en la que se intenta mantener el cuerpo sin envejecer, inserto en una perspectiva tecnológica que anula lo temporal, para dar lugar a lo que podría denominarse ucrónico. La identidad ya no se define por la edad y podría entenderse que tampoco por la primacía de un cuerpo rejuvenecido.
Existe una línea de análisis de subjetividad -y de la vejez- desde la cual se rescatan reflexiones valiosas, como las de Regina Duarte de Barros y Adriana Miranda de Castro (2002), quienes sitúan de manera atinada cómo se gesta la figura social de un “nuevo viejo”, de acuerdo con prácticas capitalistas relacionadas con un discurso médico en el que se construye…
un “nuevo viejo”, un viejo que debe mantenerse apartado del envejecimiento por medio de la práctica de actividades físicas elementales, que le garantizarán el mantenimiento de sus capacidades funcionales, y en última instancia, de su juventud [...]. Tomar al “nuevo viejo” como identidad fija, indicaría, en nuestra perspectiva, acciones estigmatizadoras, tanto como aquellas que antes se aplicaban [...] al “viejo” (Barros y Castro, 2002: 120-123).10
Barros y Castro lo explican así: “consideramos necesario destacar que tales vectores [...] se articulan en la composición del tejido sociopolítico contemporáneo, que expresa un modo dominante de subjetivación” (2002: 122).11
De esta manera, puede suponerse que los “nuevos viejos”, si bien se relacionan con un entrelazado socioeconómico que responde a varias estigmatizaciones, también se articulan a construcciones de subjetividad nuevas y alternativas, en las que rescatan el sentido de autonomía y elección, al incidir en la capacidad y empoderamiento de un debate dentro de modalidades subjetivas emergentes en las que pueden, además, negociar y apoderarse de espacios y prácticas de libertad (Foucault, 1984).
En el grupo etario de la tercera edad se robustece lo que Giddens denomina “políticas emancipatorias”, encaradas no tanto desde la capacidad de independencia, sino desde “el esfuerzo por liberarse de las ataduras del pasado, permitiendo así una actitud transformadora frente al futuro y el objetivo de superar el dominio ilegítimo de algunos individuos o grupos sobre otros” (1997a: 267). Creemos que, en efecto, esta actitud transformadora no ha sido vulnerada por las condiciones precarias en las que viven muchos grupos de tercera edad, pues al mismo tiempo se han beneficiado de un imaginario social que los revalora y reposiciona.
Conclusiones
Por diversos factores, los adultos mayores parecen poseer un presente que contiene también la expectativa de un futuro. Los estudios a los que nos hemos referido indican una resiliencia que se apoya en estrategias de supervivencia emancipatorias en verdad eficaces.
Creemos que un factor fundamental es la posibilidad de consolidar distintas redes (Arias, 2013). Así, es posible considerar la manera en que algunas prácticas sociales y grupales decisivas habilitan un sentimiento de autoconfianza, de expansión de la identidad y de reconocimiento del otro desde un lugar solidario (Czernikowski, 2003), como una forma de actualización de imaginarios y vínculos esenciales de fraternidad (Kaës, 1996). Esto permite consolidar formas de autogestión y protección ante procesos de desvalimiento (Zukerfeld y Zonis, 2003). Esto es indisociable de un cambio en la forma de relacionarse con uno mismo (Castoriadis-Aulagnier, 1975).
Desde esta perspectiva, la importante presencia de la experiencia grupal comunitaria en muchos adultos mayores indica que ellos mismos generan la posibilidad de instaurar procesos nuevos e inéditos (Arias, 2013; Rodríguez, 1995; Fernández et al., 1992; Fernández, 2009). Lo que la sociedad percibe como desamparo, para estos adultos mayores se transforma en una red comunitaria de protección y amparo (Puget y Kaës, 1991).
Al mismo tiempo, la vejez ya no anticipa el signo impostergable de la muerte (Bourdelais, 1993; Ekerdt, 1986), sino una renovación de la promesa de nuevas oportunidades, perspectivas y desafíos (Rosow, 1963; Klein, 2009; 2010; Iacub, 2006). Comienza a armarse una subjetividad con nuevas oportunidades, en la que la figura del anciano decrépito es sustituida por la del agente portador de empoderamiento y resiliencia (Atchley, 1977; Zukerfeld y Zonis, 2003).
No se puede sino insistir en cómo estos adultos mayores demuestran la existencia de una energía y vitalidad emancipatoria asombrosas. ¿Cómo es posible esa magnitud de posibilidad de cambio? La respuesta no es clara y ha de aludirse a múltiples variables sociales, culturales e identitarias (Fonagy, 1999; Kaës, 1996; Butler, 1969). Por nuestra parte, postulamos la hipótesis de un momento generacional de “alta experimentación subjetiva”, como elemento de un entramado de factores sociales, culturales, económicos y políticos que es necesario desentrañar.
Se trata de buscar una mayor integración tanto teórica como empírica, que permita comprender el uso de este concepto. La “alta experimentación subjetiva” es una experiencia propia de la vejez que rompe de manera irreversible los estereotipos tradicionales del adulto mayor como alguien en estado de déficit estructural, tanto biológico como psíquico y social. Los achaques, la decadencia física y mental, y el deterioro ya no tienen que ver con este adulto mayor.
Podría decirse que es equiparable a una segunda adolescencia, pero esto no es correcto; más bien, es una segunda o tercera oportunidad vital asociada a la apropiación de la promesa y el porvenir como dispositivos psicosociales basados en la modernidad (Klein, 2006). Lamentablemente, el desarrollo de estos puntos rebasa por mucho el horizonte de este trabajo.
También es pertinente preguntarse si el consumismo que estos “viejos de ahora” adoptaron cuando eran los “jóvenes de ayer” no los está llevando de una u otra manera a tener una actitud rupturista. Creemos que esta hipótesis no merece ser descartada sin antes realizar un estudio especial, que integre en una perspectiva interdisciplinaria el psicoanálisis, la antropología social y la sociología, entre otras disciplinas, lo que también escapa a los objetivos de este trabajo. No obstante, pensamos que es un punto imprescindible, en el que debe profundizarse.