Introducción
En el norte de Baja California viven 400 kumiais asentados en seis comunidades, distribuidas en los municipios de Ensenada, Rosarito y Tecate (véase el Mapa 1). Esta zona se caracteriza por su paisaje semiárido, compuesto por matorrales y encinos, en el que abundan elevadas montañas, enormes rocas de granito y algunos manantiales. En la tradición kumiai, estos elementos de la naturaleza, junto con sus cementerios y sitios rituales, son algo más que simples componentes del paisaje; son formas territorializadas de representación de su cosmovisión, su tradición oral y su vida ritual. El presente trabajo tiene como objetivo documentar la existencia de algunas de estas representaciones y sus narrativas asociadas, y presentarlas como los nodos que estructuran la cartografía simbólica que este grupo ha construido en su territorio tradicional (véase el Mapa 2).
El concepto de cartografía que se emplea en este trabajo es el de representación gráfica de un espacio terrestre. El concepto de cartografía simbólica alude al significado que le dan Boaventura de Sousa-Santos (1991), Alicia M. Barabas (2004), Francisco López Bárcenas y Guadalupe Espinoza (2003). Para el primero, toda cartografía es simbólica en tanto hace uso de símbolos para representar aspectos de la realidad, pero sobre todo porque emplea centros o espacios físicos simbólicos a los que se les atribuye una posición privilegiada, a partir de los cuales se distribuyen de manera organizada los espacios restantes. Por ejemplo, dice De Sousa-Santos, en los mapas medievales europeos se acostumbraba poner a Jerusalén -un lugar sagrado- en el centro, mientras los mapas árabes colocaban ahí a La Meca. De la misma manera, explica el autor, nuestros mapas mentales resaltan el sitio que nos es más familiar y atribuyen menos significado a todo lo que nos rodea (De Sousa-Santos, 1991). En ese sentido, la cartografía simbólica de un grupo originario deberá ser la representación gráfica de su territorio tradicional, a partir de lo que le es significativo: centros, fronteras y cerros sagrados en los que haya quedado huella de las hazañas migratorias y fundadoras de los héroes primigenios (Barabas, 2004), o en general, a partir de los elementos territorializados de su cosmovisión, sus narrativas y su vida ritual (López y Espinoza, 2003).
Estas definiciones de cartografía simbólica, en particular de cartografía simbólica indígena, nos conducen a reconocer la diferencia entre el término y el concepto de territorio establecida por Gilberto Giménez (1996). Como término, “el territorio remite a cualquier extensión de la superficie terrestre habitada por grupos humanos y delimitada en diferentes escalas; local, municipal, regional, nacional o supranacional, y como concepto es siempre un espacio valorizado sea instrumentalmente, sea culturalmente” (1996: 10). Para Giménez, la valorización de un territorio destaca el papel que éste juega como espacio de dimensiones simbólicas, como objeto de inversiones estético-afectivas o como soporte de identidades individuales y colectivas (1996: 10). El objetivo de esta investigación es identificar los sitios de relevancia simbólica que expresen la valoración cultural que los kumiai han desarrollado sobre el territorio en el que habitan, independientemente de sus dimensiones, valoración utilitaria, valor estético o arqueológico. Veamos los siguientes antecedentes.
En el momento en que comenzamos esta investigación, se habían llevado a cabo tres proyectos similares: la identificación del potencial ecoturístico en las comunidades de este grupo, realizado por Juan Ramón Valdez (2002); el registro de sitios de relevancia arqueológica en territorio kumiai, desarrollado por Lynn H. Gamble y colaboradores (2005), y el artículo “Kumeyaay Cultural Landscapes of Baja California’s Tijuana River Watershed”, de Lynn H. Gamble y Michael Wilken (2008). Estos tres trabajos habían tenido como objetivos, respectivamente, determinar los sitios de importancia turística o arqueológica de los kumiai, o los de relevancia cultural en un segmento limitado del territorio de este grupo. El punto de partida del presente proyecto fue elaborar lo que en etnografía se llama un listado libre de lugares que fueran relevantes en un sentido más amplio para los kumiai, con independencia de su ubicación y fuentes testimoniales de primera mano. Esto incluyó ubicaciones, sin importar su antigüedad o belleza, reconocidas por los kumiai por haber sido escenario de: 1) acontecimientos relativos a su historia; 2) hechos sobrenaturales; 3) eventos advertidos en su tradición oral o cosmogonía; 3) prácticas rituales, o 4) cualquier otra razón determinada por los informantes. Por ello algunas de las narrativas que aquí se presentan son de evidente origen local y tradición prehispánica. Otras, aunque antiguas, representan paradigmas de origen mesoamericano. Algunas más, locales o mesoamericanas, son de marcada influencia católica o poshispánica. Se han organizado las narraciones en siete categorías. Tres de ellas incluyen elementos naturales del paisaje - personas hechas piedra, agua hechicera y montañas sagradas-; dos contemplan sitios creados por los indígenas - sitios rituales y lugares de descanso-; una corresponde a lugares asociados a la cosmogonía kumiai -los lugares de la víbora-; y la última se refiere a puntos que a pesar de permanecer en la memoria de los informantes ya no existen físicamente porque fueron destruidos. Ésta es la categoría de “historias sin lugar”. Cabe señalar que el lector puede encontrar en registro audiovisual los sitios y testimonios a los que alude este artículo en YouTube, con el título Sitios sagrados kumiai.1
Preocupados por la vulnerabilidad de estos sitios ante la actividad ganadera y agrícola, el tránsito de vehículos todo terreno, el vandalismo de quienes ignoran su relevancia cultural, o incluso la destrucción deliberada por parte de los actuales propietarios de las tierras donde se localizan algunos de estos sitios, las autoridades de las comunidades kumiai tuvieron la iniciativa de solicitar este estudio a la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (cdi), que a su vez la encomendó al autor de este artículo. El primer paso en la investigación fue la identificación de 11 informantes -nueve de ellos citados en este artículo- con conocimiento sobre los sitios simbólicos importantes para los kumiai. En el más puro corte naturalista, se realizó una intensa expedición de dos meses que requirió prolongadas caminatas, cabalgatas, empleo de vehículos todo terreno e incluso un sobrevuelo de dos horas en helicóptero. Esto permitió registrar con un sistema de geolocalización las coordenadas de 71 sitios, 49 de origen natural -diez parajes, 19 rocas de gran tamaño, 11 cerros y nueve aguajes- y 22 intervenidos o construidos por los kumiai -15 cementerios, seis sitios ceremoniales y una habitación hechizada-. Los datos de puntos y trazas obtenidos se cargaron en la computadora con el auxilio de los controladores provistos por el sitio del proveedor del sistema y fueron descargados en formato de mapa por medio de Open Street Map.2
Este trabajo se apoyó también en la etnoarqueología, que permitió establecer un vínculo entre la significación actual de algunos sitios que los arqueólogos reportan como de origen prehispánico y el uso de fuentes históricas, que hizo posible encontrar referencias documentales de los mismos sitios en los archivos del siglo XIX y los albores del XX. Por último, la antropología visual fue clave para documentar los sitios en fotografía y video, su morfología, su entorno, sus condiciones de deterioro y vulnerabilidad, y las narraciones asociadas.
Personas hechas piedra
En el paisaje kumiai abundan las rocas de gran tamaño. No es casual que 19 de los 71 sitios registrados en este proyecto sean enormes piedras de formas singulares. En la tradición oral de este grupo, algunas de estas piedras representan a personas con género específico y otras son recordadas como lugares en los que se practicaba la cremación de los muertos. Aquellas piedras vinculadas a historias de creación o apocalipsis conforman un tercer grupo.
Entre las personas hechas piedra, se encuentran cuatro piedras-hembra y tres piedras-macho. Dos de las piedras-hembra tienen forma de vulva, una alude al cuerpo femenino y otra es un cubo. Una de las piedras-hembra en forma de vulva se encuentra en Piedras Gordas, donde se localiza un enorme montículo rocoso que en el pasado fue un importante resguardo para los grupos del Prehistórico tardío. Así lo demuestra el arte rupestre localizado en el interior de las cuevas del lugar, los restos de hollín en sus paredes y los hoyuelos sobre rocas que los arqueólogos identifican como de origen iniciático. La segunda piedra de este tipo forma parte de un conjunto de tres rocas que se encuentra en el descenso al cañón de El Álamo. Es plana, en posición horizontal, ligeramente redonda, alargada y con una fisura en medio. De acuerdo con Hays-Gilpin (2005: 198-199), en el pasado las mujeres con problemas para procrear y las mujeres embarazadas eran conducidas a estos sitios, con el objeto de que tuvieran éxito en su propósito de tener descendencia. En la actualidad, estas piedras-hembra no se asocian a propiedades mágicas ni constituyen sitios para el desarrollo de actos rituales; sin embargo, los kumiai las consideran importantes por su función en el pasado y por las narraciones elaboradas en torno a ellas.
Las piedras-hembra tres y cuatro son Nejí, que significa “la viejita” o “mujer hecha piedra”, y Wiyichak o Piedra Mujer. Nejí representa el cuerpo de una persona del sexo femenino acostada en la cima de una colina, con cuyo nombre se designa la localidad kumiai que se extiende al pie de esa colina, al sur del municipio de Tecate. Wiyichak o Piedra Mujer es una enorme roca en el territorio de San Antonio Nécua, a la que no se identifica como sitio de fertilidad y no tiene forma de vulva ni de mujer, sino de cubo (véase la Foto 1). Al parecer, su designación como geosímbolo con identificación de género se deriva de su notoriedad y su localización, más que de su forma. Se encuentra al fondo de una depresión rodeada de montañas, geosimétricamente ubicada en relación con otra piedra llamada Wikuatay o Piedra Hombre Grande, que se encuentra en la parte alta de una de estas montañas.
Las piedras-macho son columnas verticales de alusión claramente fálica. Como se mencionó, Wikuatay es una de ellas. Se trata de una imponente columna de granito localizada en la cima de una montaña en el territorio de San Antonio Nécua, en el valle de Guadalupe. La segunda y tercera rocas de este tipo se encuentran juntas y asociadas a la piedra-hembra al fondo del cañón de El Álamo. Una de estas piedras-macho es Wiyipai, una enorme columna de roca. La otra es una columna más delgada y pequeña localizada a un costado de la anterior. En la narrativa kumiai, el conjunto de tres piedras en el cañón de El Álamo representa a una familia compuesta por el padre, un indio de origen quechan,3 un hijo varón, al que corresponde la columna pequeña, y la madre kumiai, ya descrita.
Estas siete rocas son las llamadas personas hechas piedra, pues representan humanos con género asignado. En el caso particular de Nejí, en la comunidad del mismo nombre, y del conjunto del Wiyipai en el cañón de El Álamo, se trata de personajes de una misma narración en la que se describe su transformación en piedra, hacia la ocurrencia de un gran diluvio que marcó, en el pasado, el fin del mundo.
El segundo grupo es de piedras crematorias. Se trata de rocas que según nuestros informantes se utilizaban en la antigüedad para ceremonias de incineración de los muertos. Edward H. Davis (1921: 95-97) afirma que era una práctica común entre este grupo, antes de la llegada de los españoles. En San José de la Zorra y Rancho Viejo se encuentran sendas piedras que de acuerdo con nuestros informantes se utilizaban para este propósito (véase la Foto 2).
Por último, se encuentra la categoría de piedras mitológicas, en la que podemos incluir la piedra donde cayó Dios, la piedra con la mano de Dios, y un conjunto que hemos denominado los lugares de la víbora. La primera de éstas es una enorme roca hacia el extremo sur del territorio de San Antonio Nécua. La narración establece que un objeto luminoso cayó del cielo. La segunda piedra se encuentra a lo largo del camino hacia el antiguo poblado de San Antonio Nécua y en su superficie se encuentra la impresión hundida de algo que parece ser una mano. El conjunto de piedras relacionadas con una mítica víbora gigante, merece mención aparte y se trata a continuación.
Los lugares de la víbora
En 1910, Thomas Talbot Waterman publicó el mito de creación de los llamados diegueños del sur o kumiai,4 en el cual Maihaiowit es la protagonista central. Era una víbora gigante que al parecer provenía de las islas Coronado5 y que albergaba en su vientre todas las artes: el canto, la danza, la cestería y otras más. Como los kumiai necesitaban danzas para una ceremonia funeraria llamada wakeruk, enviaron a un mensajero para que la invitara a ir y les enseñara a danzar. Después de muchas peripecias, el enviado pudo traer a Maihaiowit al wakeruk,6 que a su paso fue dejando una gran raya blanca que aún puede verse. Al llegar al lugar, Maihaiowit entró primero con su cabeza y poco a poco acomodó su cuerpo en espiral. Su gran tamaño asustó a la gente y le prendieron fuego. Esto hizo que la víbora explotara y esparciera su conocimiento por todas partes, por eso cada tribu es especialista en algo: unos son oradores, otros curanderos, algunos brujos, unos danzan el gato salvaje y otros el wakeruk.7 Cerca del río Colorado hay una peña blanca, que es su cuerpo, y una montaña negra, que es su cabeza. La gente se dispersó, pero las piedras están todavía ahí.8
En “los lugares de la víbora” se percibe que en la memoria y los territorios kumiai, tipai y pa ipai aún están presentes algunos vestigios de este mito. En tres de estas comunidades, los vestigios coinciden con la versión de Waterman (1910) en cuanto a que la víbora de gran tamaño provenía del mar y había regresado a él, dejando sus huellas en el territorio.
En la comunidad kumiai de Juntas de Nejí, nuestra informante Norma Meza nos dice que “la víbora que estaba en la cueva de Peña Blanca llegó de más allá del mar, cuando llovía mucho, entre truenos y rayos. Era una víbora que tenía alas” (entrevista, 2 de agosto de 2009). En La Huerta, comunidad tipai, Teodora Cuero afirma: “aquí hubo un hombre que vio una víbora y no le creían, entonces los llevó adonde descansó la víbora y es una piedra grandota. La víbora dejó rodada como de barril. Dicen que quebraba ramas, que era muy pesada y venía del mar y allá, al mar, se fue” (entrevista, 20 de julio de 2009). En la comunidad pa ipai de Santa Catarina, Abelardo Ceseña y Amado Albañez cuentan que:
La víbora llegaba a Catarina cada año, salía de una cueva que está por la cascada, era una víbora que venía del mar, de la costa, de por Ensenada o de por el valle de Guadalupe. Era una víbora muy grande, pinta y muy bonita que nadie podía ver, sólo se veía la huella que dejaba. El que llegaba a verla corría el riesgo de que se le muriera un pariente. Domingo miró la víbora y su mamá Petra se murió (comunicación personal con Eva Caccavari, octubre de 2009).
Como vemos existen algunas reelaboraciones sobre el mito presentado por Waterman (1910). Por ejemplo, en esta versión, al explotar, Maihaiowit dispersó por todas partes el conocimiento de las artes que albergaba en su vientre. A decir de Gregorio Montes, informante de la comunidad kumiai de San José de la Zorra, la explosión hizo que se dispersaran los linajes kumiai (entrevista, 15 de julio de 2009). En la versión de Waterman, Maihaiowit era inofensiva, pero en la de Norma Meza, de Juntas de Nejí, y Josefina López, de la comunidad de Peña Blanca, la víbora se tragaba a los que pasaban por ahí, fueran humanos o animales, por eso estaba prohibido pasar por donde ella estuviera (entrevista, 23 de julio de 2009). Otra versión provista por estas informantes establece que la víbora se resguardaba en lo alto la montaña conocida como Peña Blanca y que con una fuerte bocanada de aire empujaba hacia abajo a quien pretendiera escalarla. Agustín Domínguez, de San Antonio Nécua, afirma que si bien nunca la vieron, creen que la víbora devoraba a las chivas del señor Federico García (entrevista, 29 de julio de 2009). Para Juan Aguiar, informante tipai de la misma comunidad, la serpiente comía también gente y con su presencia auguraba conflictos entre dos comunidades: “era una víbora bastante grande que vivía en una cueva en Nécua. La víbora se tragaba a la gente. La cueva salía hasta Catarina y bajaba hasta allá, y cuando bajaba esa víbora por debajo de la tierra, iba a haber problemas entre Catarina y Nécua” (entrevista, 25 de julio de 2009).9
En el territorio indígena, los vestigios de este mito aluden a cinco de los elementos incluidos en la versión de Waterman (1910): 1) la existencia, por separado, de la cabeza y el cuerpo de la víbora; 2) la alusión al cuerpo de la víbora enroscado en espiral; 3) la descripción de la huella de la víbora como una raya blanca; 4) la referencia a una peña blanca y una montaña negra cerca del río Colorado, y 5) la persistencia de los referentes geográficos en forma de piedra en este mito.
Encontramos los primeros tres elementos en San José de la Zorra. En esa comunidad hay dos piedras juntas, una con la forma de una cabeza de serpiente y otra con la forma de una serpiente enroscada (véase la Foto 3). De acuerdo con Gregorio Montes, éste es el sitio en el que dormía la víbora. A 600 metros de ahí, hay un conjunto de piedras apiladas, donde se dice que la víbora tomaba prolongados baños de sol. Entre el primer lugar y éste se extiende un cerro en cuya cresta se aprecia una raya blanca formada por roca caliza. Según Gregorio, ésta es la huella de la víbora.
Uno de los elementos del grupo cuatro se encuentra en la ranchería que lleva por nombre Peña Blanca, y el otro, como indica Waterman (1910), cerca del río Colorado, en el valle de Mexicali. En el primer lugar existe una enorme montaña cuya cúspide de granito blanco es identificada por Norma Meza y Josefina López como la casa de la víbora mítica. En el segundo lugar, hacia donde viajaban cada año los kumiai, se encuentra el Cerro Prieto, conspicuo volcán activo de color negro que en la tradición oral de los cucapá representa también la cabeza separada del cuerpo de un animal mítico: una peligrosa ballena.10
Agua hechicera
Florence Shipek documentó la existencia de aguajes malignos y benéficos en el territorio tradicional de los kumiai. En 1968, esta antropóloga presentó el siguiente testimonio ofrecido por su informante Delfina Cuero:
Había espíritus malignos en ciertos aguajes. Si bebías de ellos te enfermabas y morías […]. En algunas ocasiones, un hechicero ponía una piedra especial en el aguaje y si bebías de él, podías escuchar voces y ver cosas. Si permanecías alrededor de él, dejabas de pensar. Hay uno de esos aguajes arriba de Nejí, y otro cerca de Ha-a [La Huerta] (1968: 49).
Casi 20 años después, Shipek (1985: 71-72) documentó la existencia de un aguaje benéfico al cual los chamanes llevaban a sus pacientes para sanarlos. Es el aguaje Lágrimas de Dios. Shipek explica que el nombre de este aguaje de debe a su posición geográfica en las inmediaciones del cerro del Cuchumá (1985: 71-72). Afirma que en la cosmovisión kumiai este cerro era la parte superior del rostro del padre creador de este grupo, conformado por un sistema de montañas y llanos vecinos, y que dicho aguaje se encontraba justo a la altura del ojo (1985: 71-72). La explicación más detallada de esta inferencia se presenta en la siguiente sección, sobre montañas sagradas.
En esta investigación se pudo confirmar la persistencia de algunas narraciones sobre aguas hechiceras y la elaboración reciente de otras. Norma Meza, informante kumiai, nos mostró el aguaje de Nejí mencionado por Delfina Cuero, en Florence Shipek (1968: 49). Se trata de un aguaje que ha formado un pequeño pantano de agua hedionda. Como explica nuestra informante, en el pasado los niños de la comunidad tenían estrictamente prohibido beber agua de este lugar. Norma comenta que algunos creían que esta prohibición se relacionaba con la contaminación del aguaje; sin embargo, su misma denominación, Agua Hechicera, sugería que la prohibición se asociaba a la antigua creencia en sus propiedades maléficas.
Agua Hechicera también es el nombre de otro aguaje en San Antonio Nécua, el antiguo asentamiento de los tipai que hoy viven en el Cañón de los Encinos, en la zona vitivinícola del valle de Guadalupe. San Antonio Nécua es un altiplano en el que aún se conservan vestigios de un viejo asentamiento indígena, con tepalcates y lítica dispersos, y círculos en el piso formados con piedras que delinean la ubicación de las antiguas viviendas indígenas. La tumba de Ñicuarr, padre fundador de esta comunidad, se localiza a 300 metros al sureste de estos vestigios. A 200 metros al oeste de esta tumba se encuentra un agradable paraje formado por un conjunto de frondosos sauces. Allí está el aguaje de Agua Hechicera (véase la Foto 4).
De acuerdo con diversos informantes, el nombre de este aguaje proviene de sus propiedades maléficas, que exigen silencio y respeto. Juan Aguiar afirma que “si una persona que no es indígena, que no es de la comunidad, llega haciendo ruido, diciendo malas palabras, groserías y no saluda al aguaje, puede morir” (entrevista, 25 de julio de 2009). Agustín Domínguez, el informante tipai que nos guió hasta este sitio, lo confirma: “así decían los viejos, que una vez llegó un señor haciendo ruido, echando carcajadas y no saludó al aguaje, no se quitó el sombrero ni nada y se murió. Su caballo también empezó a hacérsele el cuello así [Agustín gira la cabeza hacia un lado y hacia atrás]” (entrevista, 29 de julio de 2009).
Un segundo grupo de aguajes, lejos de estar habitados por espíritus invisibles, malignos o benéficos, son la casa de personajes míticos, en general traviesos, pero inofensivos, que se materializan y pueden ser vistos por las personas. Éste es el caso del aguaje El Chino, en el Cañón de los Encinos; La Mujer de Blanco, en La Huerta; Los Monos, en Peña Blanca, y el pantano de Jalkutat, en el cañón de El Álamo, en Juntas de Nejí.
Según Juan Aguiar y Agustín Domínguez, el aguaje de El Chino tiene este nombre debido a que “hace muchos años” en ese lugar apareció colgado un hombre de origen asiático que vivía en las inmediaciones de El Cañón de los Encinos. Nuestros informantes no recuerdan la causa del suicidio; no obstante, este hecho puede estar vinculado a los incidentes similares que Diego L. Chou (2002: 41) registró desde finales del siglo XIX entre la población china en América, la cual, agobiada por la melancolía o el llamado “mal de patria”, observó altas tasas de suicidio. Chou comenta que la forma más común de hacerlo era colgándose de un árbol con su larga trenza (2002: 24). La narrativa que prevalece acerca del aguaje de El Chino, en el Cañón de los Encinos, es que a partir de entonces pueden verse deambular en dicho sitio otros muertos, no sólo el chino, cuyas muertes acaecieron hace muchos años.
El aguaje de La Mujer de Blanco se localiza en La Huerta, en un predio anexo al de la casa de doña Teodora Cuero, anciana e informante tipai, quien afirma que de ahí sale una mujer vestida de blanco. Si bien asusta con su presencia en las noches, no hace daño a nadie. Es fácil inferir que esta historia es una reelaboración de La Llorona, paradigma de leyenda generalizada en la actualidad entre mestizos e indígenas de toda Latinoamérica y que tiene su origen en la época prehispánica. Aunque la historia actual de La Llorona se refiere al alma en pena de una mujer que dio muerte a sus hijos al arrojarlos a un río, en otras versiones se le relaciona con el hambre, la muerte, el pecado y la lujuria. En todas estas historias, sin embargo, está presente el origen de inframundo del personaje y la presencia del agua, ya sea como río, mar, lago o aguaje (González, 1995).
El aguaje de Los Monos se encuentra en Peña Blanca, justo atrás de la casa de Josefina López, informante kumiai. Allí encontramos un altiplano verde lleno de grama y flores, surcado por un arroyo que surge del mismo aguaje. De acuerdo con Josefina, en ese lugar habitan pequeños duendecillos traviesos, pero no maléficos, que han llegado incluso a meterse en su casa a hacer travesuras en su presencia. Esta historia es también un paradigma que se repite en varias versiones. En la historia nahua, a dichos hombrecillos se les llama chaneques, que significa “dueño de la casa”. Aunque en la versión prehispánica estos seres diminutos podían robar el alma a las personas, en la actualidad se les concibe como hombrecillos traviesos que cuidan ríos y lagunas, o como en este caso, manantiales (Münch, 1983). Entre los kumiai, esta narración fue registrada en la década de 1940 por el antropólogo William Hohenthal (2001), quien describió en sus notas de campo la existencia de una cueva llamada De los Monos, en cuyo interior se encuentran pictografías que representan pequeños hombrecillos con cola.
El caso de Jalkutat también es un paradigma, al menos entre los indígenas del norte de México, como los pa ipai, havasupai y o’odham (Mixco, 1997; Galinier, 1997). Se trata de una narración que toma por escenario físico recursos de agua, ya sea un arroyo, un aguaje o una laguna. En la versión kumiai, esta entidad tiene el mismo nombre que en la versión pa ipai, aunque su hábitat es un antiguo pantano, hoy seco, que se encuentra al fondo del cañón de El Álamo. A diferencia del caso pa ipai, en el que era una especie de dragón, el Jalkutat kumiai es identificado como un hombre lleno de algas que despide un olor fétido y amenaza principalmente a las mujeres que se acercan al pantano. A decir de nuestra informante Norma Meza, este Jalkutat kumiai seducía a esas mujeres para llevarlas a vivir con él al pantano.
Montañas sagradas
Para Mircea Eliade (1998), los sitios sagrados son por lo general los más conspicuos, es decir, aquellos con características físicas que los miembros de una cultura leen y entienden como señales divinas o teofanías. Según Eliade, estos sitios son por excelencia las montañas más altas, las cuales, por su prominencia, se consideran lugares que conectan inframundo, mundo y supramundo. Esto explica por qué, en las narraciones kumiai, las montañas se concebían como sitios asociados a seres mitológicos y se utilizaban como recinto de los muertos y sitios ceremoniales de iniciación de los chamanes.
En el primer grupo, se encuentran la montaña por donde pasó la víbora, en San José de la Zorra; el cerro con Los Caminos de los Duendes, en el cañón de El Álamo; el cerro de El Pinal, en San Antonio Nécua, y el cerro de El Cuchumá, en la ciudad de Tecate. La primera conecta visualmente el lugar de la piedra víbora y la cabeza de la víbora con la loma redonda en la que descansaba Maihaiowit, y en cuya cima se aprecian sus huellas. Los Caminos de los Duendes son unas líneas paralelas de piedras blancas que descienden desde la cima de una montaña hasta su base. Norma Meza señala que eran utilizados por los hombrecillos diminutos para bajar y subir de la montaña. El Pinal es la gran montaña en cuya cima se observa un bosque de pinos, los cuales, de acuerdo con María Emes, son soldados que protegen a San Antonio Nécua de sus enemigos (entrevista, 10 de agosto de 1985). Por último, El Cuchumá, en la tradición kumiai, fue creado por Maayhaay,11 dios creador de este grupo, para que fuera el hogar de su representante en la tierra, Kuuchuma:
La creencia kumiai de la creación establece que cuando Dios creó al mundo y los humanos, la montaña fue creada como un lugar especial, como el hogar del espíritu de Kuuchuma […]. Cuando él vino como hombre, vivió en el lado sur del pico de la montaña […]. Cuando vivía, regularmente convocaba [desde la montaña] a todos los chamanes, ya fueran los kusiai kumiais o a los de otras tribus de alrededor, los kuliway (luiseños y juaneños), los cahuilla, cupeño, quechan, cucapá, paipái y kiliwa. Kuuchuma les enseñó y les habló a todos sobre el parar de pelear y el vivir en paz y ayudarse entre ellos (Shipek, 1985: 69-70).
Sobre la actuación funeraria de las montañas, la creencia kumiai establecía que cuando una persona moría, su espíritu se alojaba primero en un sitio temporal de descanso y después de un año se retiraba hacia su morada definitiva. En ambos casos se trataba de montañas reales. Una elaboración de esta creencia puede ser la práctica mencionada por Gregorio Montes, que consistía en colocar las cenizas del difunto cremado en una olla de barro grande y llevarla a la parte más alta de los cerros. Esto explica la tristeza de Josefina López en la cima de la Peña Blanca, cuando encontró destruido el cementerio, como se verá más adelante, y la localización de la tumba de Ñicuarr en lo alto del cerro de San Antonio Nécua.
El Cuchumá representa de nuevo el tercer tipo de montaña. De acuerdo con Delfina Cuero, la última ceremonia de iniciación para jóvenes hechiceros se llevó a cabo en ese “sitio especial usado únicamente por los hechiceros, en la parte alta de la montaña” (Shipek, 1968: 50), que había sido partida y pintada de blanco por uno de estos chamanes. Según Hohenthal (2001), desde ese lugar los futuros chamanes solían volar hasta el Signal Mountain, montaña localizada al oeste de la ciudad de Mexicali, que en la actualidad se conoce como el cerro de El Centinela. Por el carácter iniciático del Cuchumá, había restricciones ante él: estaba prohibido hablarle, excepto en ocasiones apropiadas; discutir cosas inapropiadas acerca de la colina, sobre dios o el espíritu de la montaña; hacer mal uso de sus espacios o ascender a sus cumbres más altas y su pico. El castigo, si se incurría en estos actos, podía ser la muerte.
Para Mircea Eliade (1998), la fuerza sagrada de toda montaña cósmica radica también en su función dadora de sentido a los elementos de su entorno. El Cuchumá es este tipo de montaña, como lo revela el descubrimiento de Florence Shipek y la historia de los tres gigantes que nos contó Josefina López y que reproducimos más adelante. Shipek (1985) comenta que preguntó a sus informantes por qué habían escogido esta montaña como el lugar más sagrado de todos, si no era la más alta de su territorio. Los informantes no supieron qué responder. Shipek se percató entonces de que en los manuscritos de los exploradores españoles se reportaba la existencia de dos sitios relacionados con el Cuchumá que podrían explicar esto: el primero es un médano localizado hacia el oeste de El Cuchumá, en la costa del océano Pacífico, al que los kumiai llaman Mullehuu, que significa “boca”; el segundo es una montaña localizada al este de Mullehuu, con el nombre en kumiai de Huu, que significa “nariz”. En esa misma dirección se encuentra El Cuchumá, en un área que correspondería a la frente, es decir, el sitio que albergaría el cerebro. Shipek reporta que al expresar sus inferencias a los ancianos kumiai, concedieron certeza a su interpretación: “no tuvimos que decírtelo. Esto vino hacia ti solo, así es que tienes el derecho de saberlo” (1985: 72).
Josefina López, informante kumiai de Peña Blanca, cuenta que esta singular montaña -que da nombre a su ranchería-, junto con El Cuchumá y El Vateque, son tres gigantes que protagonizaron un conflicto. Estos dos últimos, varones, se disputaron a muerte el amor de la montaña Peña Blanca (véase la Foto 5). El Cuchumá resultó el héroe vencedor y el cerro de El Vateque el gigante vencido. El Vateque yace muerto boca arriba, a la vera de la carretera Tecate-Ensenada, a la altura de la colonia Nueva Hindú; mientras El Cuchumá se observa erguido, en la ciudad de Tecate (véase la Foto 6). En la actualidad, esta montaña alberga un sinnúmero de elementos arqueológicos, a la vez que constituye un referente de la narrativa kumiai y un lugar de prácticas rituales periódicas. Más aún, por su ubicación, esta montaña ha adquirido una nueva significación: es la metáfora de la fisión de los kumiai en dos nacionalidades, al haber sido seccionada en dos partes por la valla metálica que separa el territorio tradicional de este grupo entre México y Estados Unidos.
Lugares rituales
En el territorio kumiai, algunos sitios están marcados como antiguos lugares rituales y otros se recuerdan así, sin marca alguna. En el primer caso, están los lugares ceremoniales de iniciación de los chamanes, marcados con pictografía o petroglifos abstractos elaborados bajo los efectos del toloache (Datura metaloides), como lo sugiere el arqueólogo Ken Hedges:
Es presumible que la pintura rupestre de los kumiai [fuera] hecha por los chamanes […]. Es muy posible que las pinturas pretendan representar a los seres sobrenaturales, a los espíritus y a los recursos de hechicería percibidos por el chamán durante su aproximación [a] ese mundo. Algunas pinturas pueden ser consideradas como representaciones del chamán mismo, de sus sueños, o bien, pueden significar la historia mitológica de su gente (1975: 21).
Entre estos sitios rituales, se encuentran Vallecitos y Piedras Gordas, ambos en La Rumorosa. Vallecitos es un conjunto de abrigos con una serie de pictografías, entre las que destaca el llamado “Diablito”, una figura antropomorfa de color rojo que cada 21 de diciembre recibe un baño de luz solar que marca el solsticio de invierno. A decir de los arqueólogos, esta figura representa la imagen de un chamán kumiai con su tocado característico de plumas en la cabeza. Su relevancia arqueológica ha animado la realización de excavaciones científicas que han arrojado hallazgos de cuerpos cremados, lo cual hace pensar que Vallecitos era un sitio funerario e iniciático de los chamanes. En la actualidad, el sitio no tiene estas funciones, pero prevalece como un lugar reconocido y respetado por los kumiai.
En Piedras Gordas se encuentra la ya mencionada piedra-hembra, los hoyuelos de origen iniciático sobre una roca y dos cuevas con arte rupestre. Tampoco es un lugar de encuentro de los actuales kumiai, no hacen referencia a él en sus narraciones ni veneraciones; no obstante, los miembros de este grupo están conscientes de su relevancia.
Respecto al sitio ritual sin marcas, se puede mencionar el Wakeruk o Ceremonia de las Imágenes. De acuerdo con Edward Davis (1919), esta ceremonia se llevaba a cabo a un año de haber acaecido la muerte de una persona y en ella se recordaban otros muertos. Los lugares escogidos para esta ceremonia eran explanadas en las que se construía el kurukñawah o casa de las imágenes, para reunir un gran número de invitados y lo necesario para alimentarlos. La ceremonia podía durar hasta seis días llenos de euforia fúnebre, llantos, lamentaciones, cantos, gritos, danzas, etc. Hasta el último momento, todo se trasformaba de manera radical en quietud y silencio, que Davis calificaba como “no naturales”. De pronto, la casa de las imágenes y todo lo dispuesto para la ceremonia era incendiado con un impresionante fuego que consumía todo en diez minutos (1919: 24). En esta investigación se registraron tres de estos lugares: Donde Bailó el Muerto, lugar en el que vive Juan Aguiar, informante tipai de San Antonio Nécua, y los dos sitios conocidos como Wakeruk, uno localizado en La Huerta y otro en San José de la Zorra.
Lugares de descanso
En el siglo XIX, los misioneros prohibieron las cremaciones entre los kumiai, suprimieron sus lugares rituales e instauraron los cementerios. A pesar de estos cambios, el grupo retornó a su vida nómada después del periodo misional. Esto explica por qué, a pesar de ser una población de apenas 400 individuos, en su territorio tradicional se encuentran dispersos por lo menos 15 cementerios; nueve de ellos en uso, dos en desuso y cuatro destruidos. Gregorio Montes explica: “hay varios panteones porque antes se iba moviendo la gente por todo el territorio. Mientras hubiera qué cazar, se quedaban en un lugar y ahí enterraban a sus muertos. Después se iban a otros lugares y el panteón quedaba ahí” (entrevista, 15 de julio de 2009).
Algunos de estos panteones se encuentran en una colina o al pie de un cerro, como la tumba del jefe Ñicuarr de San Antonio Nécua, el cementerio del Cañón de El Burro, San José de la Zorra y La Huerta. Esta ubicación, que no constituye un patrón generalizado para el resto de los panteones, puede estar asociada a la antigua costumbre de colocar las cenizas de los muertos en la cima de las montañas.
Algunas de estas tumbas sólo son montículos de tierra, otras son de cemento a ras del piso, algunas más son tumbas de piedra con motivos étnicos grabados -bules, plumas-; pocas son de mosaico y menos las que tienen barandal. Las cruces, por su parte, también son distintas, pero predominan las de metal oxidado y madera. En Peña Blanca, el cementerio tiene la particularidad de poseer cruces elaboradas con herraduras para caballos.
Un patrón que se observa en todos los cementerios indígenas es la orientación de la tumba hacia el oeste, hacia “donde se mete el sol”, como ellos dicen. Incluso, si en algún cementerio existe una tumba con una orientación distinta, se debe a que el difunto ahí enterrado no era “paisano”.12 En la actualidad, los panteones pueden tener difuntos mestizos, “porque a nadie se le puede negar un lugar en el panteón” (entrevista con Norma Meza, 2 de agosto de 2009). Sin embargo, antiguamente, en algunas comunidades había ciertas restricciones para tener un sitio en el cementerio. Por ejemplo, en Nejí, “la costumbre dictaba no enterrar en el panteón ni a mexicanos ni a suicidas” (entrevista con Norma Meza, 2 de agosto de 2009). En Nécua, “antes se enterraban puros indios” (entrevista con Bernabé Meza, 28 de julio de 2009); en Peña Blanca, el panteón era sólo de la familia Meza, residente del lugar; en San José de la Zorra y La Huerta, había un panteón especial para los niños o para los no bautizados.
En estos lugares, la actividad principal después del funeral es la puntual observancia del Día de Muertos o “día de prender velas”, el 2 de noviembre. Los preparativos de esta celebración comienzan tres meses antes, en verano, cuando en algunos lugares recolectan la cera de los panales silvestres para la elaboración de veladoras. El 1 de noviembre, por la noche, los indígenas limpian el panteón. Por la mañana del día 2, lo arreglan con flores de plástico o de papel, después se retiran del cementerio y regresan hasta las cinco de la tarde. A esa hora se reúne de nuevo la comunidad para llevar velas a las tumbas. Las velas permanecen encendidas toda la noche y dan lugar a un espectáculo muy vistoso: una pequeña isla iluminada con intensidad, en medio de la noche profundamente oscura. Es común que las tumbas tengan un recipiente con agua, que en ocasiones es una vasija tradicional de barro, y una especie de casita de adobe, en cuyo interior se coloca la veladora encendida.
Hoy los cementerios son los sitios sagrados por excelencia para los kumiai, y en consecuencia, los más respetados. Nuestros informantes afirman que los panteones no pueden modificarse ni adornarse excepto en Semana Santa, el 2 de noviembre o cuando alguien fallece. Éstas son las únicas fechas en las que antiguamente se permitía entrar en ellos. Para algunas personas, como Teodora Cuero, en observancia del respeto que se merecen los panteones, no debería permitirse ni siquiera construir “esas casitas” -se refiere a las capillas- en su interior. En la actualidad, sigue estando prohibido pisar las tumbas. Se cree que cuando el camposanto se cerca o se amplía, o cuando una tumba se desploma, alguien de la comunidad fallece. Inspirados en este respeto, la paulatina destrucción de los cementerios fue una de las principales razones que motivaron a este grupo a solicitar el presente estudio. A decir de Bernabé Meza y Josefina López, en muchos casos ya no se sabe quién está enterrado en cada panteón y ni siquiera se sabe si el panteón aún existe.
Historias sin lugar
En este trabajo se ha descrito una serie de sitios de relevancia histórica y cultural para los kumiai, dentro o fuera de su jurisdicción comunitaria. Sin embargo, durante el trabajo de campo se tuvo conocimiento de la desaparición de sitios muy importantes para ellos. Unos, por la incorporación de las tierras a procesos productivos; otros, como resultado de la indolencia e ignorancia de los nuevos propietarios o por el saqueo de los visitantes, y otros destruidos intencionalmente por los nuevos propietarios. Esta última acción tiene por objeto eliminar toda evidencia de la antigua presencia indígena en su propiedad para evitar reclamos de territorio por parte de los kumiai. Debido a que estos sitios están presentes sólo en las narraciones del grupo y no en el territorio kumiai, las hemos llamado “historias sin lugar”.
Entre los sitios destruidos por su incorporación a la agricultura o la ganadería, se encuentra un cementerio en el rancho La Zorra, anexo a la comunidad de San José de la Zorra. Los indígenas del lugar reconocen que su relación con el propietario del lugar no es mala, él simplemente hizo uso de su derecho de propiedad y abrió una parcela. Si bien este caso pudiera considerarse resultado de la indolencia y la ignorancia, lo cierto es que los indígenas no lo califican de esta forma, como sucede con otros lugares, como la tumba de Ñicuarr y las tumbas de las paredes viejas de San Antonio Nécua, las cuales fueron profanadas por la creencia de que contenían objetos de valor.
Los casos de Jamatay y Cañón de Manteca son los más graves. Después de sortear un sinnúmero de obstáculos, pudimos ingresar a Jamatay con la ayuda de un ranchero de la localidad y guiados por Bernabé Meza, indígena kumiai, a quien la estricta vigilancia del señor Lenccioni, propietario del lugar, había mantenido alejado durante varios años. Al llegar, Bernabé constató con sorpresa y consternación que el cementerio que buscaba ya no estaba. Encima del área se apreciaban las rodadas de la maquinaria pesada que se utilizó para remover las tumbas. La parte más oscura y húmeda de las piedras se encontraba hacia arriba, como señal de alteración del sitio. Según Bernabé, la destrucción de los cementerios es una práctica de los rancheros con el propósito de eliminar lo que puede ser considerado como el título de propiedad ancestral de un territorio: los cementerios.
De la misma manera, en Peña Blanca, Josefina López condujo la expedición al cementerio de Cañón de Manteca. Al llegar, atestiguamos que también este cementerio había sido removido. Las lágrimas saltaron a los ojos de nuestra informante, quien nos enteró del supuesto acuerdo al que habían llegado con los habitantes de la colonia Nueva Hindú, de cederles esa del parte del territorio indígena con la condición de que respetaran el cementerio. “Pero les valió”, expresó doña Josefina, “no nos oponemos al progreso, pero que respeten” (entrevista, 23 de julio de 2009).
Conclusión
Como se mencionó en la introducción, esta investigación responde a una demanda expresa de los indígenas kumiai del norte de México de documentar las narraciones y el estado de vulnerabilidad de sus principales sitios de relevancia simbólica. En este trabajo se ha tratado más el primer tema. El principal hallazgo de este trabajo es que, como concepto, según la definición de Giménez (1996), el territorio kumiai estudiado posee una elevada valoración simbólica, pese a que: 1) por su extensión, éste representa una mínima parte del antiguo territorio tradicional del grupo; 2) por su aridez, posee una limitada valoración utilitaria por parte de rancheros y ejidatarios mestizos, y 3) por su aspecto desértico, presenta una escasa variabilidad fisiográfica.
El área estudiada comprendió el territorio entre el Valle de Guadalupe y la ciudad de Tecate. El territorio tradicional kumiai abarcaba el área localizada entre el condado de San Diego, en Estados Unidos, la parte norte del municipio de Ensenada, todo el municipio de Tecate, hasta la parte occidental del municipio de Mexicali. Con excepción de los fértiles valles de Guadalupe, Las Palmas y Tanamá, toda la parte serrana de este territorio es poco propicia para la agricultura, debido a la escasa precipitación pluvial. Lo único que abunda en este territorio son los encinos y las enormes rocas de granito.
Pese a estas tres características del territorio kumiai explorado, la sorpresa y principal aporte de esta investigación fue que en esta zona se encontraron 71 sitios de relevancia simbólica. Cada sitio fue ubicado con exactitud y documentado en cuanto a su narración asociada. Los relatos que se presentan aquí son sólo una parte de la cartografía simbólica elaborada sobre el territorio kumiai.
Otro hallazgo interesante fueron las narraciones con elementos de origen prehispánico, como las relativas a los lugares de la víbora, las piedras de incineración, los sitios rituales, las montañas sagradas, y algunas relacionadas con el agua hechicera. En particular, llama la atención la historia de Maihaiowit, documentada hace más de 100 años por Waterman (1910), y de la cual siguen existiendo referentes geográficos en todas las comunidades kumiai.
También resultó interesante encontrar narraciones que son reelaboraciones claras de paradigmas mitológicos prehispánicos del norte de México o mesoamericanos. Entre los primeros, se encuentra el de Jalkutat, presente con ligeras variaciones y nombres en otros grupos indígenas del noroeste de México y suroeste de Estados Unidos. Entre los segundos están las narrativas de La Llorona, los chaneques y la versión de Norma Meza sobre la serpiente gigante. La posibilidad de volar del animal, sus alas y origen ultramarino, evocan inevitablemente al Quetzalcoatl de los aztecas y al Kukulkan de los mayas.
Otro hallazgo importante fueron las prácticas y narraciones de origen misional y posteriores a ese periodo, de clara influencia católica, como las restricciones dentro de los cementerios, las cuales parecen estar inspiradas en antiguas prácticas católicas, y los relatos de alusión bíblica evidente, de las personas convertidas en piedra después de un gran diluvio que acabó con todo.
Como podemos observar, en ambos tipos de narraciones, las prehispánicas y las misionales o de origen más contemporáneo, la creatividad de estos pueblos es evidente, sea en las variaciones, como en las adaptaciones ecológicas y temporales, sea en las constantes, como en la presencia del agua bajo la forma de arroyo, aguaje, pantano, mar o diluvio. Respecto a la recurrencia de este último elemento, surge una pregunta: ¿se trata de una invocación permanente y casi poética del más preciado elemento para la subsistencia de los indios del desierto del norte de México, como los kumiai?
Por otra parte, resultó dramático dar testimonio de la destrucción incidental o deliberada de estos sitios, en particular de los cementerios que se encuentran en tierras bajo el actual usufructo de ejidatarios o rancheros mestizos. En contraste, fue alentador percatarse de la preocupación de los kumiai por estos lugares, aun cuando no estén dentro de la jurisdicción actual de sus localidades. Esto confirma la apropiación afectiva, simbólica, por parte del grupo, de un territorio que las leyes actuales no reconocen como suyo. Sin duda, la permanencia de estos sitios como elementos constitutivos de la identidad indígena servirá como base para reclamarlos como legítimos de las comunidades originarias y para que el Estado los proteja como su patrimonio cultural.