Introducción
A más de 20 años de la documentación de cerca de 80 000 desplazados internos por el conflicto en Chiapas -de los cuales 99% eran indígenas pertenecientes al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)-, no existe aún reconocimiento oficial ni construcción de mecanismos para la atención y protección de los derechos de las personas desplazadas en México. Los desplazamientos forzados en Chiapas dieron lugar a un gran número de informes y recomendaciones para el Estado mexicano que derivó en la creación, en 2012, de la única ley del país para la atención y prevención del desplazamiento interno en Chiapas. Si bien desde la década de 1970 el desplazamiento forzado por la violencia es un problema que afecta a muchas comunidades indígenas, desde 2006 la escalada de violencia en México agravó esta realidad. La violencia desplazó a cientos de miles de personas en varios estados y configuró una crisis humanitaria que requiere pronta atención. Cuantiosos artículos académicos e informes de comisiones de derechos humanos plantean que la ausencia de mecanismos legales que garanticen derechos básicos a los desplazados internos profundiza su marginalidad y su situación se recrudece por la experiencia traumática del despojo violento.
Para varios antropólogos que analizan el desplazamiento forzado, la movilidad es sólo la punta del iceberg del complejo problema de la violencia. Subrayan que esas pérdidas materiales, simbólicas y relacionales transforman abruptamente la vida de poblaciones enteras. A diferencia de la migración o el exilio, que permiten de cierta manera tener mayor conciencia de las causas de la movilidad, los desplazados son despojados de manera abrupta de su mundo debido a que su vida es amenazada o a la muerte de familiares. Salir con pocas o ninguna pertenencia da lugar a fragmentaciones comunitarias y familiares que repercuten directamente en la identidad, los afectos y la materialidad. Documentar las dimensiones desde las que los desplazados y refugiados configuran los agravios y la manera en que reorganizan su mundo en la situación traumática del despojo es un aporte interesante de la mirada etnográfica ante un problema histórico que se ha agudizado en los últimos años por el ascenso de los niveles de violencia y los despojos territoriales.
En este trabajo presentaré algunos resultados de la investigación etnográfica que realicé en la región triqui de San Juan Copala, Oaxaca, durante 2009 y 2010, como parte de mi investigación doctoral (De Marinis, 2013).1 Trabajé con mujeres triquis desplazadas en el plantón que instalaron frente al Palacio de Gobierno de Oaxaca en agosto de 2010. Recogí sus testimonios sobre la violencia sufrida en la masacre y el desplazamiento forzado de casi 600 personas del municipio autónomo de San Juan Copala. También documenté testimonios de personas desplazadas hacia otras comunidades de la región. La investigación con mujeres desplazadas brindó otras perspectivas sobre la experiencia de terror, tristeza e incertidumbre. Más allá de los relatos sobre el terror y la violencia experimentados, las mujeres ponían énfasis en la materialidad, los afectos, el robo de sus pertenencias y la ocupación de sus casas. En este trabajo, argumento que las narrativas de las mujeres situaron el desplazamiento forzado como un fenómeno más amplio que la movilidad forzada y apuntaron a la ruptura de órdenes sociales, materiales y reconfiguraciones abruptas del espacio que dan otros sentidos a la búsqueda de reparación del daño, justicia y seguridad.
Desplazamiento interno forzado en México: entre las imprecisiones estadísticas y el ocultamiento
El desplazamiento interno forzado, es decir, dentro de las fronteras nacionales, es un fenómeno cada vez más preocupante. Mientras la categoría de refugiado implica un reconocimiento y un marco legal para aquellos que cruzan las fronteras nacionales, el desplazamiento interno no cuenta en muchos casos con estas protecciones.2 Como asevera Durin (2012), en México, la ausencia de marcos legales sobre este fenómeno refiere a la dificultad que implica su medición, y sobre todo, la falta de interés e invisibilización política.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), 2013 fue el año con mayor índice de desplazamientos forzados por conflictos armados en el mundo, desde que comenzó la documentación del fenómeno en 1989. Existen en la actualidad 51.2 millones de desplazados forzados en el mundo, de los cuales 16.7 son refugiados, 33.3 millones son desplazados internos y 1.2 millones solicitan asilo político (ACNUR, 2015). Colombia es el país que ha registrado el mayor número de desplazados internos forzados en el continente y uno de los principales en el mundo. Las estadísticas, tanto oficiales como de organismos no gubernamentales, señalan que hay de dos a cinco millones de desplazados internos desde 1985 (Oslender, 2010).
En México, desde el levantamiento armado del EZLN en Chiapas, en 1994, los desplazamientos masivos en ese estado cobraron cierta importancia en la documentación y análisis.3 Rebón (2001) plantea que en 1993, 116 familias se desplazaron del ejido de Chalam del Carmen de Ocosingo por la ofensiva militar. Después del levantamiento, grandes contingentes de personas fueron obligadas a huir de sus comunidades: en 1994, por los rumores de guerra; en 1995, por la ofensiva militar contra el EZLN; entre este año y 1997, por grupos civiles armados de corte paramilitar, cuya acción más grave fue la masacre de 45 indígenas en Acteal; y en 1998, por la ofensiva militar para desmantelar comunidades zapatistas. Según un informe de Cedeño y del Riego (2012), durante esos años, entre 50000 y 84000 personas fueron víctimas de desplazamiento interno. De ellas, 99% son indígenas y 98% zapatistas y opuestas al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Ticardo Ramírez Arriola / http://www.archivo360.com ► Representantes de las comunidades garífunas de Guatemala en la celebración por la Firma de la Paz en Guatemala, tras 36 años de guerra. Parque Central, Ciudad de Guatemala, 29 de diciembre de 1996.
Aunque el desplazamiento forzado en Chiapas tuvo más repercusión, por la cantidad de desplazados; en los mismos años, en Oaxaca y Guerrero, también hubo población afectada por conflictos territoriales y políticos.4 Asimismo, se documentaron desplazamientos internos forzados de comunidades enteras en Michoacán, en diferentes momentos entre los años 2010 y 2014.5 Por otro lado, varios informes sobre el desplazamiento forzado interno documentan situaciones de este tipo principalmente en zonas rurales e indígenas, aunque los casos en poblaciones urbanas se han multiplicado, sobre todo en los estados del norte del país (Durin, 2012).
En la actualidad, no existe un sistema de medición oficial del fenómeno y los compromisos gubernamentales en la materia no presentan grandes avances en medición y reconocimiento.6 Sarnata Reynolds (2014), asesora de Refugees International, planteó en el reporte “Mexico’s Unseen Victims” que el desplazamiento forzado configura una crisis humanitaria oculta. Ausentes de los discursos oficiales sobre la violencia, los despojos violentos para el control territorial, de carreteras, cultivos y apropiación de los recursos naturales a manos del crimen organizado constituyen un fenómeno cada vez más grave, cuyos efectos no se nombran oficialmente. Aun cuando es difícil definir las causas de la movilidad de familias -sobre todo por los movimientos históricos de México hacia Estados Unidos y dentro del territorio-, una de las cuestiones que observó Reynolds es la experiencia de extrema violencia y la reducción abrupta del estatus económico, la imposibilidad de asegurar empleos estables en el desplazamiento y la pérdida de tierras, pertenencias y hogar.
La controversia sobre las imprecisiones estadísticas es un efecto más de esta invisibilización política. Según una encuesta realizada por Parametría (2011), en los últimos años, 1648387 personas fueron obligadas a desplazarse. El cálculo de este dato, que algunos autores han citado y que otros han desestimado por el alto margen de error (Rubio, 2014), se basa en que de 17% de la población migrante en México, 2% ha planteado que emigró por la violencia. Otros estudios más profundos, como los realizados por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, advierten que entre 2007 y 2010, 230000 personas huyeron de sus hogares en esa ciudad, de las cuales la mitad se trasladó a Estados Unidos (Velázquez, 2012). El Internal Displacement Monitoring Centre y el Norwegian Refugee Council afirman que, en los 12 estados con mayores índices de violencia, la emigración de los municipios es 15 veces mayor a los municipios con menores índices.7 Por otro lado, artículos académicos basados en la documentación periodística de este fenómeno han señalado que la cifra llega a 700000 desplazados internos entre 2006 y 2012 (Salazar y Castro, 2014). La Comisión Mexicana para la Defensa y Promoción de los Derechos Humanos ha planteado que de todos los números arrojados en México, sólo se tiene un registro dedigno de 160 000 desplazados internos (Rubio, 2014).8
Apuntes sobre el desplazamiento forzado triqui
La región triqui de Copala ha vivido una guerra histórica signada por despojos territoriales, control político de las comunidades, militarización y desplazamiento forzado de buena parte de su población.9 Desde la década de 1970, esta región cafetalera ha vivido impactos muy profundos por una diversidad de dominios económicos y estatales. La construcción de carreteras, instituciones estatales y una sede del PRI configuró una cimentación tardía del Estado en el momento en que el PRI perdía hegemonía en el control de comunidades indígenas y campesinas, y se volcaba en una respuesta cada vez más represiva hacia los movimientos disidentes. El Movimiento de Unificación y Lucha Triqui (mult), gestado en el contexto de movilizaciones campesinas de izquierda y opuesto a las políticas partidarias en la región, vivió una represión muy fuerte a sus filas durante las décadas de 1980 y 1990. El asesinato de más de mil hombres, el desplazamiento de cerca de 35% de su población,10 las aprehensiones arbitrarias y la huida por amenazas de muchos de sus líderes, provocó que esta organización virara sus propuestas iniciales hacia las políticas partidarias. Se conformó como Partido de Unidad Popular en 2003.
La situación de conflicto armado por el control territorial y de recursos estatales, en una región empobrecida por la caída del precio del café en los años setenta, provocó lo que Oslender (2006) denomina “geografías del terror”: casas abandonadas, familias dispersas y divididas por el conflicto, hogares ocupados por familias de otras comunidades y formación de comunidades triquis fuera de la región.11
El 30 de noviembre de 2009, un grupo de hombres triquis con el rostro cubierto y vestido de negro, que portaba armas de grueso calibre y radios, impidió el ingreso de una comitiva del Frente de Defensa de San Salvador Atenco al pueblo de San Juan Copala, declarado municipio autónomo en 2007.12 Los hombres pertenecían a la organización priísta Unidad de Bienestar de la Región Triqui (Ubisort), señalada por los desplazados como paramilitar por el apoyo que recibía del gobierno local, el Partido Unidad Popular, y por la impunidad con la que cometieron los ataques al pueblo.13 Desde ese momento y hasta octubre de 2010, los casi 800 habitantes del pueblo vivieron un asedio continuo que cobró la vida de un niño, tres mujeres y cerca de 30 hombres. Decenas de mujeres fueron heridas con armas de fuego, algunas sufrieron violaciones sexuales y alrededor de 600 personas fueron obligadas a dejar sus casas. Por primera vez se habló de desplazamiento forzado. Las mujeres, desde la organización de desplazados en un plantón instalado en agosto de 2010 a las puertas del Palacio de Gobierno de Oaxaca, hicieron visible la realidad oculta de la guerra y el control territorial y armado de las casi 30 comunidades de la región: la migración forzada histórica de los triquis ha sido parte de la guerra y el terror como piezas clave del despojo.
Las particularidades del desplazamiento triqui de 2010, a diferencia de otros, fueron su carácter masivo, los niveles de violencia que afectaron a muchas mujeres y las denuncias que ellas, organizadas, expusieron en el plantón de desplazados del municipio autónomo de San Juan Copala, al que pertenecían estas familias. El reconocimiento de varios organismos del agravio del desplazamiento forzado permitió a las mujeres hacer la denuncia pública sobre los daños y las pérdidas humanas y materiales.
En general, hubo dos destinos del desplazamiento. La gran mayoría se fue a vivir a casas de familiares en otras comunidades o recibió casas prestadas por el líder de la comunidad receptora. Otras mujeres encararon una lucha por la seguridad, el retorno y la justicia desde la ciudad de Oaxaca. Una de las cuestiones que surgió de mi trabajo sobre estos espacios es la manera en que los testimonios construían narrativas distintas respecto a los agravios vividos. Si bien al comienzo del plantón pocas mujeres se atrevían a hablar, por su exclusión de las actividades políticas, con el tiempo empezaron a ubicar sus heridas individuales dentro de un agravio colectivo. El ataque, planteaban, no había sido hacia ellas por pertenecer a tal o cual familia, sino que formaba parte de una política de etnocidio y despojo histórico en la región. Esto les permitía configurar una lucha por seguridad, justicia y retorno, al mismo tiempo que experimentaban transformaciones en los roles de género por su participación en actividades reservadas históricamente a los hombres. Durante los dos años en que estuvo instalado el plantón de desplazados, realizaron denuncias oficiales sobre asesinatos y violaciones sexuales, manifestaciones públicas y reuniones con el gobierno entrante en Oaxaca, en 2011.14 La ausencia de un marco legal que acogiera las denuncias colectivas del desplazamiento interno forzado generó serias limitaciones. Sin embargo, las acciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) y la Comisión Internacional de Derechos Humanos (CIDH)15 provocaron que el gobierno de Oaxaca atendiera el caso y presidiera el “Acuerdo de Paz y Concordia para la zona Triqui” en enero de 2012, con representantes del ACNUR y del Alto Comisionado de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Aun cuando los desplazados no firmaron, porque implicaba el retorno de dos familias por semana sin un proceso de justicia y garantía de seguridad, consiguieron una reparación monetaria por familia, lo que provocó la fragmentación de la organización de desplazados a principios de 2013.
Algunas Reflexiones Sobre los Tratamientos Etnográficos del Desplazamiento Forzado
Los estudios etnográficos sobre el desplazamiento forzado y los refugiados en el mundo han arrojado importantes reflexiones sobre la experiencia traumática de la guerra, con la que los desplazados cargan, y las transformaciones que experimentan, lo que añade complejidad a la categoría de desplazamiento forzado. Oslender (2010), quien analiza el desplazamiento interno en Colombia, plantea que la movilidad es sólo la parte visible de un entramado de alteraciones radicales dadas por la violencia. Para entender esta circunstancia, tanto Oslender como otros autores utilizan el concepto de desterritorialización (Pecaut, 1999; Malkki, 1995).16 Llevado al análisis etnográfico, este concepto permite analizar los impactos que el desplazamiento provoca en los ordenamientos sociales, imaginarios y culturales relacionados con el territorio. La transformación es física, por la movilidad, pero también subjetiva, por las variaciones en la percepción del espacio y en la organización de la vida. Todo esto, vinculado a la construcción de la identidad -como la ritualidad, las alianzas familiares y matrimoniales- y a las relaciones afectivas, de género y poder, se ve trastocado de manera abrupta (Thiranagama, 2011; Olivera, 2004; Meertens y Stoller, 2001).
Si bien algunos de estos aspectos han sido ampliamente analizados para el fenómeno de la migración (Besserer, 2004; Castro, 2009; Aquino Moreschi, 2009), la particularidad de estos estudios es la incorporación de los efectos de la violencia en estas transformaciones. Un aspecto fundamental, registrado para la experiencia del desplazamiento forzado, es el impacto emocional severo que experimentan los desplazados durante la movilidad por haber sido obligados a huir, por la amenaza a la vida y por las exclusiones que viven en los lugares de destino (Bello, 2001; Castillejo, 2006; Oslender, 2010; Meertens y Stoller, 2001; Pecaut, 1999). En el caso de las poblaciones indígenas, esta situación se dificulta aún más, en tanto el despojo genera transformaciones en las bases sobre las que se construye la etnicidad, a raíz de dos procesos simultáneos que van desde la pérdida del territorio hasta la experiencia de movilidad dentro del territorio nacional.
Los sentidos sagrados y de equilibrio cosmológico dados al territorio como parte inextricable de la reproducción cultural, espiritual y material de estas poblaciones se vincula a su vez a los procesos de formación del Estado, es decir, a la manera en que las delimitaciones de la soberanía territorial, en el ámbito de las naciones, construye la etnicidad como identidad subordinada (Mercado, 2014; Liffman, 2012; Aquino Centeno, 2010). Por esta razón, muchos trabajos apuntan a que el desplazamiento forzado de estas poblaciones tendría como efecto un proceso de desindianización y marginación, ya que su identidad está relacionada con esta demarcación territorial dentro de la construcción de las naciones, pero también con las exclusiones que enfrentan los sujetos desplazados en el marco de una sociedad mayor. Tanto Mercado (2014), respecto de Chiapas, como Oslender (2010), respecto de Colombia, plantean el etnocidio como una violación de derechos que se agrava en el caso de las poblaciones indígenas desplazadas de manera forzada. En tanto la nación se convierte en un aparato de territorialización que relaciona las identidades con un territorio específico, el desplazamiento forzado, como proceso abrupto de desterritorialización, tendría como efecto una condición de marginalidad desde la cual los sujetos se ven obligados a reconstruir sus identidades (Malkki, 1995; Pecaut, 1999; Sanford, 2004).
En esta misma línea, otra de las dimensiones de análisis, exploradas etnográficamente en el desplazamiento forzado, se refiere a los efectos que la violencia tiene en la afectividad. Como plantea Appadurai (1996), el territorio, como tejido de memorias compartidas e identidad, re ere a una estructura de reproducción simbólica y material, pero también de sentimientos. Las preguntas que surgen en el análisis del desplazamiento forzado se relacionan con las consecuencias que los entornos violentos y el despojo de la vida compartida en un territorio tienen para la subjetividad y la afectividad de los sujetos desplazados. Navaro-Yashin (2009; 2012), en un sugerente estudio sobre el conflicto en Chipre, articula estas nociones e incorpora las afectaciones que los entornos no humanos tienen para los desplazados, quienes se ven obligados a reconstruir sus vidas en espacios anteriormente ocupados por comunidades consideradas “enemigas”. Los efectos de usar y tocar objetos de otros, aquella materialidad abyecta despojada de manera violenta, genera un estado de afectación/melancolía que repercute de manera significativa en la subjetividad y en las percepciones y emociones vinculadas a ésta.17 Estos estudios, entre otros, abonan al creciente interés por reconceptualizar nociones de espacio y materialidad en relación con las emociones atribuidas al entorno y a la manera en que estos entornos violentos y de destrucción afectan emocionalmente a los sujetos y provocan afecciones en los cuerpos y transformaciones en las identidades.18
Construcción del agravio por las mujeres triquis desplazadas en 2010: sentidos de materialidad y despojo
El desplazamiento interno forzado que sufrieron alrededor de 600 indígenas triquis a manos del grupo paramilitar, que al final tomó el pueblo en octubre de 2010, causó profundas transformaciones en sus vidas. El susto y la tristeza a los que se referían en sus testimonios se vinculaban a la experiencia de la guerra que cargaban en sus trayectos, pero también a las afectaciones en la materialidad que dejaba a toda la población en un estado de incertidumbre y sufrimiento a futuro. Los entornos no humanos y el espacio en los que los desplazados estaban obligados a rehacer su vida también formaban parte importante del agravio, como lo mencionaban las mujeres en sus relatos sobre la experiencia del desplazamiento. Me concentraré en los sentidos que ilustran algunos de los testimonios que registré durante mi trabajo de campo.19 Seleccioné algunos relatos documentados con mujeres desplazadas en otras comunidades de la región. Estas mujeres expresaban, sobre todo, el trauma a raíz del vínculo con lo material. Las mujeres organizadas en torno al plantón situaban la guerra y el despojo territorial desde narrativas distintas, enfocadas en la denuncia y búsqueda de seguridad, justicia y retorno.20
En una de las comunidades que más visité durante mi trabajo de campo, en la que el líder otorgó casas pequeñas en especial a viudas y hombres solos, registré varios testimonios de mujeres:
Se quedaron mis dos marranitos, uno grande y uno mediano, las gallinas, dos gatos grandes y uno chico. No alcancé a traer nada. Ni siquiera alcancé a agarrar una bolsa de ropa. No alcancé. Lloré [...]. Estaba triste porque se quedó mi casa. Me preocupa que se quedaron mis huipiles. Me robaron el machete, el metate, el hacha, me robaron todo. Todo el daño que me hicieron esta gente [...]. Yo creo que son rateros, por eso. Porque gente buena, hombres o mujeres que sean sus parientes de alguien, cómo iban a hacer eso que dejan todo vacío en las casas [...]. ¿Cómo les hacen así a nosotros si todos somos personas? (entrevista con Teresa, febrero de 2011).
La abuela Teresa, de 70 años de edad y viuda a causa del conflicto armado, vivía con su hija Cecilia, cuyo marido se había ido a Estados Unidos, y sus dos nietas de casi 20 años de edad, en una de esas casas de barro y paja de un único ambiente dividido por cortinas. Habían logrado salir con lo puesto, entre balaceras, cruzando el río -caudaloso por ser época de lluvia-. Caminaron por más de dos horas en la oscuridad por los montes tupidos que rodean el pueblo, con la velocidad y la desesperación propias del miedo y el deseo de salvar la vida. En estas viviendas que habían pertenecido a otras familias obligadas a huir de la comunidad por amenazas, se encontraba un grupo de aproximadamente siete familias desplazadas. El reducido número de hombres desplazados que vivían allí colaboraba en muy pocas cosas. Era frecuente verlos esperar en las tardes, sentados, mirando los cerros que separaban ese pueblo del suyo. Al acercarte, surgían recuerdos de su vida en San Juan Copala. Como ellos no tenían espacios para la siembra y estaban excluidos de las actividades masculinas de la comunidad receptora, pero sobre todo porque la promesa del retorno en ese momento estaba viva, las mujeres asumieron el papel de proveedoras económicas del hogar con la reventa de artesanías en pueblos cercanos. A su vez, la amenaza del conflicto les impedía salir a otros pueblos. Sólo las mujeres se trasladaban a los intercambios en el mercado.
Estas transformaciones, analizadas también en otros casos21, hablan de la manera en que las mujeres, durante el desplazamiento, se incluyen en otras actividades más fácilmente que los hombres. Esto no implica necesariamente una emancipación como mujeres. El contexto de subordinación por las categorías múltiples de opresión que enfrentan -ser indígenas, mujeres y desplazadas-, tanto en los contextos urbanos como en otras comunidades, es una situación por demás violenta que refuerza su exclusión y marginalidad en los lugares de destino, sobre todo porque muchas de ellas son viudas.
El relato de Teresa es representativo de una de las cuestiones que las mujeres compartían más: el hecho de tocar los objetos de otros, quienes habían dejado esa casa en algún momento porque habían emigrado o se habían desplazado, era una carga muy pesada que les producía un estado de profunda tristeza. Cada olla, cada plato, cada petate que usaban para dormir, la ropa que les llegaba de la ayuda humanitaria, nada les pertenecía. “Nada es de uno”, “no se siente bien”, “quiero estar en mi casa, aquí no se está bien”, planteó Ana, una de las nietas de Teresa. Éstas eran algunas de sus expresiones de la tristeza que les causaba estar en ese entorno, que no era el propio. La abuela Teresa me dijo que cuando le dieron ropa que no era de ella, lloró y pensó mucho en la virgencita. La tristeza se asociaba al susto experimentado durante el despojo, que no sólo suscitaba un malestar emocional compartido, sino también enfermedades, síntomas que se observaban principalmente en los niños y que sus madres adjudicaban al padecimiento del susto y a la imposibilidad de sanar estando lejos de su pueblo.
La pérdida del acceso a su territorio implicaba una imposibilidad o posibilidad menor de “recuperación del alma”, perdida en esa situación traumática -ni ma ja’, en lengua triqui-.22 La otra gran preocupación entre las desplazadas eran las pérdidas materiales, por el esfuerzo y la energía que había implicado la adquisición de cada cosa, pero sobre todo, por la incertidumbre que les causaba pensar en sus casas saqueadas, que tocaran sus objetos y que su intimidad hubiera sido violada por quienes atacaron el pueblo.
A medida que continuaba con los testimonios, las gallinas, los huipiles, las ollas, los machetes cobraban un protagonismo inesperado para mí. Los objetos, elementos que se desestimaban en las demandas públicas de atención por parte de los desplazados, eran una parte central en las narrativas sobre la violencia vivida. El saqueo de sus pertenencias, así como la pérdida de sus animales, la falta de hogar y la incertidumbre eran los referentes de sus relatos sobre el dolor, la inseguridad y la tristeza. Ese estado de inseguridad que compartían en sus testimonios, se reforzaba por dos cuestiones fundamentales. Por el contexto de marginalidad económica que los triquis han vivido históricamente, en el que cualquier pérdida material implica pérdida de tiempo y esfuerzo, sobre todo para quienes se van a Estados Unidos a trabajar por dos o tres años para construir sus casas y sus tiendas; y también, por el daño que se puede infligir por medio de los objetos y el estado de inseguridad en el que queda la gente porque no sabe qué males les podrían ocasionar en el futuro mediante éstos.
“La gente se puede enfermar”, relató preocupada la abuela Elena, quien salió junto con otra mujer de San Juan Copala a vivir en la casa que había sido otorgada a su nuera María, asesinada en una emboscada en octubre de 2010. Otra desplazada comentó: “No creo que sea bueno regresar, ya no es lo mismo. Como ya conocen cada rincón de nuestra casa, yo creo que no estaríamos seguros. Hicieron muchas cosas, nos robaron” (entrevista con Marta, ciudad de Oaxaca, octubre de 2010).
Ricardo Ramírez Arriola / http://www.archivo360.com ► la Caravana "Viacrucis del Migrante" llega a Paseo de la Reforma para denunciar los abusos que padecen en su tránsito por México. Ciudad de México, 24 de abril de 2014.
Que hayan robado las cosas personales, que conozcan cada parte de su casa, implica una pérdida de protección y seguridad. El despojo material va más allá del desprendimiento del objeto en sí. No sólo el daño puede continuar a partir de que otra persona toque ese objeto y realice una maldad con él, con todos los padecimientos que esto le puede implicar a la persona, también se han perdido los espacios para el cuidado de sí, para la protección y sanación de esos males. Rehacer la vida en entornos cargados de negatividad, vivir en casas de otros, con el recuerdo de sus casas saqueadas y el trauma de la guerra de la que han escapado, incorpora elementos de agravio colectivo mucho más complejos que la movilidad forzada y la falta de hogar, como se planteaba en las medidas de reubicación propuestas desde las instancias de gobierno. La experiencia del desplazamiento forzado amplía así la movilidad física y la pérdida territorial y material, lo que acentúa el agravio con afectaciones y transformaciones profundas en sus vidas.
Conclusiones
En tanto no sea oficial y legalmente reconocido, el desplazamiento forzado interno en México continuará siendo una realidad oculta, y por lo tanto, no atendida. La falta de protección legal y de medidas de atención hace la situación del desplazamiento aún más grave. No sólo está en juego la pérdida de hogar y territorio, sino también el trauma de la guerra y la pérdida de familiares, la marginalidad que enfrentan los desplazados en los lugares de destino y las múltiples formas de discriminación y exclusión que padecen.
La construcción de marcos legales para atender esta situación podría ser un paso importante para nombrar y visibilizar los agravios del desplazamiento; sin embargo, cabría preguntarnos si esa legalidad permitiría expresar la diversidad de sentidos dados al despojo, expresados en varios informes y observados en mi trabajo etnográfico con mujeres triquis. Asumir la diversidad de experiencias que ocasiona el desplazamiento permitiría evitar la estandarización de la categoría de “desplazado” que, como se ha observado en el caso colombiano, oculta la relación entre el despojo y el etnocidio (Oslender, 2010).
Ante el aumento de población desplazada por la violencia en México, Durin (2012) hace un llamado a documentar la situación, recuperar las voces de las víctimas y reflexionar sobre la relación entre migración, violencia e identidad, para contribuir a visibilizar y tomar acciones una vez que se reconozca el estatus de desplazados. Como intenté mostrar en este trabajo, esta documentación urgente nos hace preguntarnos por los sentidos a partir de los cuales las personas construyen los agravios del desplazamiento, las demandas de atención y reparación del daño que se ponen en juego, si se puede hablar de reparación y en qué situaciones, por las continuidades de los despojos territoriales y las estructuras racistas que los sustentan, por las estrategias de resistencia para minimizar los efectos destructivos del desplazamiento en sus territorios como tejidos de memorias e identidad colectiva.
En la construcción del agravio de las mujeres triquis aparecían elementos y significados del despojo que ampliaban los sentidos de materialidad, territorio, seguridad y bienestar colectivo. Aun cuando la desposesión constituya un agravio para cualquier colectivo, los significados atribuidos a la vida social, en la que los entornos humanos y no humanos configuran territorial, política y culturalmente su geografía, intenté mostrar cómo, para las comunidades indígenas, en el agravio no sólo intervienen racionalidades sobre pérdidas recuperables, reubicaciones o reparaciones económicas, sino emociones y afectividades vinculadas a la identidad individual y colectiva.
Considero que la perspectiva etnográfica aporta elementos analíticos importantes sobre las dimensiones desde las cuales las poblaciones están construyendo las nociones del daño. El entendimiento de otros significados de materialidad y territorio, de protección y construcción de certezas para la reconstrucción de la vida, se convierten en puntos por demás relevantes para la atención de este problema. Situar otros entendimientos de la materialidad, lo sagrado del entorno y los afectos, coadyuvaría a exhibir la relación entre el despojo, la desestructuración de sentidos aunados a las pérdidas materiales y simbólicas y el etnocidio como una violación agravada de derechos.