En este texto quiero compartir algunas reflexiones sobre la importancia del legado de Luis Villoro Toranzo para la antropología mexicana y para las luchas de los pueblos indígenas en Latinoamérica, en un sentido más amplio. Desde mi formación en la Escuela Nacional de Antropología e Historia en la década de 1980, el libro Los grandes momentos del indigenismo en México (1980 [1950]) era una lectura obligada en las clases de antropología mexicana. Por medio de este trabajo nos familiarizamos con el imaginario político en torno a los indígenas, que tenían cronistas coloniales como fray Bernardino de Sahagún, pensadores decimonónicos como Manuel Orozco y Berra, e intelectuales nacionalistas posrevolucionarios como Manuel Gamio. Adelantándose a su tiempo, podríamos decir que Luis Villoro hizo una antropología de la antropología y se acercó a las estrategias textuales mediante las cuales se "inventó al indio" en la Conquista, la Colonia, la Reforma liberal y la posrevolución. En esta temprana época de su vida académica, su preocupación principal no eran los pueblos indígenas, sino cómo se manifestaban en la "conciencia mexicana". En su obra se percibe una propuesta metodológica que analízalas representaciones de "lo indígena".
Este libro, editado en 1950, fue una de sus primeras publicaciones y respondía a la búsqueda identitaria del grupo filosófico Hiperión, al que entonces pertenecía, de hacer una filosofía "del mexicano". Treinta años más tarde, en el prólogo de una edición publicada por el Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e historia (CIS-INAH), Villoro hace una autocrítica:
El indigenismo aparece como un proceso histórico en la conciencia del que define al indígena, sin revelar plenamente otro proceso del que es manifestación, que se da en la realidad social, en el cual el indígena es dominado y explotado por el no indígena sin destacar el hecho de que la "instancia revelante" de lo indígena está constituida por clases y grupos sociales concretos que intentan utilizarlo en su beneficio (1980: 10).
Esta autocrítica marca su ruptura con el indigenismo como "instancia revelante". A partir de aquí empieza a escribir de los indígenas como "sujetos plenos", con derecho a la autorrepresentación y la autonomía. Su crítica interpela la labor de los antropólogos indigenistas: "hablamos del indio, lo medimos y juzgamos, pero no nos sentimos ni medidos, ni juzgados por él" (Villoro, 1980: 240-241). Su obra posterior es un llamado a la formación de alianzas políticas para la construcción de un Estado pluralista.
Este Luis Villoro, el posindigenista y defensor de la autonomía indígena, alzó la voz en defensa del movimiento zapatista a solo cinco meses de su aparición pública el 1 de enero de 1994, cuando las voces liberales de la academia prevenían sobre las "semillas de la antidemocracia" que sembraría el reconocimiento de la autonomía indígena. Don Luis denunció las exclusiones de la ciudadanía liberal y la violencia histórica del Estado moderno hacia los pueblos indígenas en su ensayo "Los pueblos indios y el derecho a la autonomía", publicado en la revista Nexos el 1 de mayo de 1994. En este trabajo analiza el Estado-nación homogéneo y la ciudadanía monocultural, y cuestiona de nuevo el indigenismo y a todas las políticas desarrollistas y aculturadoras que pretenden "salvar" al indígena y disfrazan las nuevas formas de dominación:
La marginación de los pueblos indígenas es obra de los no-indios, pero también lo es el indigenismo que pretende ayudar a su liberación. Mientras seamos nosotros quienes decidamos por ellos, seguirán siendo objeto de la historia que otros hacen. La verdadera liberación del indio es reconocerlo como sujeto, en cuyas manos está su propia suerte; capaz de juzgarnos a nosotros según sus propios valores, como nosotros los hemos juzgado siempre [...]. Ser sujeto pleno es ser autónomo. El "problema" indígena solo tiene una solución definitiva: el reconocimiento de la autonomía de los pueblos indios (Villoro, 1994: 123).
Más tarde, en su libro Estado plural, pluralidad de cultura (Villoro, 1998), desarrolla estas reflexiones. Ese mismo año, cuando me encontraba trabajando en mi tesis doctoral para darle forma de libro y haciendo una fuerte crítica a la violencia física y simbólica que caracterizó al proyecto nacional mexicano posrevolucionario en la frontera México-Guatemala, este libro llegó a mis manos y me alentó a profundizar en la crítica a la ciudadanía liberal monocultural. Si bien para entonces Guillermo Bonfil Batalla ya había escrito su clásico libro México profundo (1989) y denunciado la vigencia del colonialismo económico, político y epistémico hacia los pueblos indígenas, criticar de manera directa el nacionalismo mexicano seguía siendo tabú aun entre los sectores más progresistas de la academia. En la arena política, el nacionalismo se concebía aún como un bastión de resistencia ante el imperialismo estadounidense y cuestionaba muy poco las exclusiones y violencias que habían caracterizado históricamente la construcción del proyecto nacional mexicano. Mi trabajo histórico-antropológico con el pueblo maya-mam, dividido desde el siglo xix por la frontera política, me acercó al lado más oscuro del nacionalismo mexicano. Las experiencias descritas por la historia oral de los ancianos mames hacían eco a las críticas de Luis Villoro que, al navegar contra corriente, diagnosticaba la caducidad de los elementos de la ideología nacionalista, criticaba las creencias que caracterizaban al Estado homogéneo, con base en las cuales la modernidad justificó el dominio de un grupo sobre los otros. En Estado plural, pluralidad de cultura, Luis Villoro (1998) critica no sólo el Estado monocultural y el nacionalismo mexicano, sino también el pensamiento moderno que reivindica una única racionalidad universal inmutable, y llama a "comprender la razón como una pluralidad inagotable de culturas" (Villoro, 1998: 37). En este trabajo se sientan las bases para su propuesta de una ciudadanía diferenciada, que se sustente en la construcción de un Estado-plural. Uno a uno, desmonta los mitos de la Ilustración sobre igualdad, racionalidad y progreso, y anuncia el ocaso de la modernidad, de su noción de racionalidad y del Estado homogéneo.
Su reconstrucción histórica de la ciudadanía liberal daba sustento filosófico a las teorizaciones locales que yo encontraba sobre la nación y la autonomía en los dirigentes mames a quienes entrevistaba. La historia oral y la investigación de archivo me mostraban que los gobiernos posrevolucionarios habían sido los encargados de llevar, bastante tardíamente, la utopía de la Ilustración a los pueblos indígenas de Chiapas. "Todas las personas son iguales en la medida en que todas tienen la capacidad para la razón y el sentido moral", declararon los revolucionarios. "Aquí todos somos ciudadanos mexicanos", anunciaron los representantes gubernamentales y los que no lo eran pudieron obtener sus cartas de naturalización, con tal de que proporcionaran mano de obra barata a las fincas cafetaleras del Soconusco, dejaran sus trajes indígenas y hablaran español (Hernández, 2001). Gracias a la herencia de la Ilustración, todos los ciudadanos mexicanos deberían ser tratados como individuos, no como miembros de grupos: sus opciones y recompensas en la vida deberían basarse sólo en sus logros individuales. A cambio de la pertenencia a la nación, sólo había que renunciar a costumbres "atrasadas" e identificarse con la identidad nacional, asumida como mestiza, hispanohablante y moderna. En los tiempos recordados por los habitantes de la sierra como la época de la Ley del Gobierno, el gobernador callista de Chiapas Victórico Grajales (1933-1937) impuso la identidad nacional en esta región con una violencia física y simbólica que aún es recordada por los ancianos, "prohibió el idioma y quemó los trajes" en su campaña de Civilizar por Medio del Vestido. Estas experiencias marcaron durante décadas el sentir de los campesinos de la sierra e influyeron en que se negara cualquier identidad que no fuera la de "mexicanos", continuamente reivindicada y reforzada frente a los retenes migratorios de esta región fronteriza. A pesar de que los habitantes de estas regiones pagaron con sus identidades culturales el precio de la ciudadanía, las promesas nunca se cumplieron. La libertad para desarrollar sus "capacidades individuales" se vio restringida por la extrema marginación económica, el racismo y la falta de capital cultural para apropiarse de los derechos civiles, políticos y sociales tipificados por Thomas Humphrey Marshall (1950) y desconocidos por la mayoría de los indígenas mexicanos.
Esta historia de los desencuentros de los indígenas mames con el Estado mexicano y de la forma en que se impuso la ciudadanía nacional, con mayor o menor violencia, se torna notoria en las regiones indígenas del país. La narrativa de la igualdad produjo de manera paradójica la profundización de la desigualdad. Luis Villoro plantea esta paradoja como una de las características más problemáticas del Estado monocultural moderno: "El Estado moderno nace a la vez del reconocimiento de la autonomía de los individuos y de la represión de las comunidades o etnias a las que los individuos pertenecen. Desde su origen le persigue una paradoja: propicia la emancipación de la persona y violenta las comunidades reales en las que la persona se realiza" (Villoro, 1994: 35).
Ante esta paradoja, Luis Villoro nos propone la construcción del Estado plural y el reconocimiento de la autonomía indígena, nociones que hacen eco a las principales reivindicaciones políticas del movimiento zapatista. Tanto el zapatismo como el movimiento indígena nacional, agrupado a partir de 1994 en el Congreso Nacional Indígena, pusieron en evidencia la exclusiones de esta ciudadanía liberal y forzaron a los representantes del Estado y a la sociedad mexicana en su conjunto a repensar críticamente el carácter monocultural, centralista y excluyente de la nación mexicana.
La lucha del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y del movimiento indígena mexicano por la autonomía pugna por la construcción de nuevos imaginarios colectivos que vienen a trastocar las identidades étnicas, genéricas y nacionales de quienes participan en el movimiento y de la sociedad mexicana en su conjunto. Más allá de la lucha política y económica que conllevan las demandas autonómicas de los pueblos indígenas, ésta representa la construcción de significados frente al discurso hegemónico sobre la nación y la ciudadanía. Este discurso ha fluctuado de una promoción abierta del mestizaje a una reivindicación de las culturas indígenas como "patrimonio nacional". Lo que ha estado en juego en los últimos 20 años de lucha política de los pueblos indígenas en México no es sólo el reconocimiento constitucional de los derechos indígenas sino el replanteamiento del proyecto nacional y el establecimiento de un nuevo pacto social entre los indígenas y el Estado mexicano.
Aunque el concepto no haya sido reivindicado por estos movimientos, vemos en los hechos que sus demandas apuntan a la construcción de un nuevo tipo de ciudadanía en el que ser diferentes étnica o lingüísticamente frente a las formas de comunidad dominantes no perjudique el derecho a pertenecer, en el sentido de participar en los procesos democráticos del Estado-nación. Luis Villoro llama "ciudadanía restringida" a esta nueva concepción de la ciudadanía:
[Que] no pretende homogeneizar a la sociedad y por tanto no incluye ningún valor cultural específico [...]. Esta nueva ciudadanía solo será posible en el marco de un Estado plural con soberanía compartida [...]. El objetivo a alcanzar sería la igualdad de oportunidades entre las distintas culturas, la convivencia intercultural en un contexto de equidad (Villoro, 1998: 86).
Para Luis Villoro, el reconocimiento de las autonomías indígenas sería un paso indispensable para la construcción de este Estado plural, por ello en los últimos años de su vida defendió los derechos autonómicos de los pueblos indígenas tanto en su trabajo académico como en sus escritos periodísticos, que incluyeron el intercambio epistolar con el subcomandante Marcos durante 2011. Éste no es el espacio para reconstruir el rechazo que han encontrado estas demandas autonómicas, tanto en la clase política como en la académica, ni para analizar las limitaciones de las reformas legislativas de 2001 con la llamada Ley de Derecho y Cultura Indígena, tarea que ya he realizado en otros espacios (Hernández, Sierra y Paz, 2004). Pero sí quisiera apuntar a la radicalidad de estas demandas frente al proyecto hegemónico de nación.
Las propuestas autonómicas van más allá de demandar un cambio en la Constitución y no sólo contemplan el replanteamiento de las relaciones de los pueblos indígenas con el Estado-nación, sino con las sociedad mexicana en su conjunto. En este sentido, son el germen de una nueva manera de concebir la ciudadanía y la nación. Por ejemplo, al demandar el reconocimiento de sus idiomas indígenas y formas culturales, se plantea la necesidad de una reestructuración del sistema educativo y de salud nacional para que se incluya el reconocimiento de la diversidad. Hablar de autonomía implica también la necesidad de impulsar un desarrollo sustentable que retome formas de trabajo de la agricultura tradicional indígena y de otras propuestas de agricultura orgánica. Así, confrontan a las transnacionales de los productos agroquímicos y plantean la necesidad de una autonomía económica que les permita apropiarse de los medios de comercialización de sus productos sin necesidad de intermediarios. La reivindicación de sus sistemas normativos y formas de gobierno cuestiona la democracia electoral como única vía para la participación política amplia.
Entonces, podríamos decir que la lucha por la autonomía es una lucha contra el racismo de la sociedad mexicana, contra el centralismo del Estado, contra las compañías transnacionales que promueven los productos agroquímicos, contra los partidos políticos que niegan otras formas de construcción de la democracia -lo que Luis Villoro llama la "partidocracia"-, contra los intermediarios locales que se apropian de las ganancias de los pueblos indígenas. Se trata de una lucha en muchos frentes, llena de complejidades y obstáculos. Las demandas autonómicas descentran no sólo el poder del Estado moderno, sino la hegemonía de una racionalidad occidental que se ha impuesto como valor universal por medio de la violencia física y simbólica.
Uno de los problemas que enfrenta la construcción de este nuevo tipo de pacto ciudadano es la idealización del pasado indígena, en parte reacción ante el racismo con que han sido criticadas las culturas indígenas por algunos sectores de la sociedad mexicana. La descalificación tajante de sus formas culturales ha llevado a líderes indígenas, a sus asesores y a muchos intelectuales simpatizantes del movimiento indígena a presentar una visión idealizada de las comunidades, en la que se enfatiza el carácter conciliatorio de sus sistemas normativos, el sentido ecológico de su cosmovisión y el carácter democrático de sus formas de gobierno.
Tanto la visión racista como la idealizada son ahistóricas y niegan la complejidad de las identidades culturales. Las mujeres indígenas organizadas han confrontado ambas representaciones. Han demandado frente al Estado su derecho a la diferencia cultural y frente al movimiento indígena su derecho a cambiar aquellas formas culturales que atentan contra sus derechos humanos. Sus voces en los múltiples espacios de discusión surgidos a partir del levantamiento zapatista nos dan algunas pistas de cómo repensar el Estado plural y la ciudadanía desde una conceptualización dinámica de la cultura y una perspectiva histórica de las identidades étnicas y genéricas.
Si bien don Luis no escribió en específico sobre las demandas y experiencias de las mujeres indígenas, sí las tenía presentes en sus teorizaciones sobre la ciudadanía, en su libro Estado plural, pluralidad de cultura:
La ciudadanía restringida no pretende homogeneizar a la sociedad, pero a la vez la comunidad que pacta con una cultura occidental dominante se compromete a considerar como derechos de todo ciudadano los individuales. Este compromiso significa eliminar algunas prácticas sociales imperantes en las comunidades, como el trato inferiorizante hacia las mujeres (Villoro, 1998: 73).
Las mujeres indígenas organizadas han rechazado lo que llaman las "malas costumbres" mediante la llamada Ley Revolucionaria de las Mujeres Zapatistas y múltiples declaraciones, escritos y discursos públicos, pero nunca han pedido al Estado que limite la autonomía de sus pueblos en nombre de sus derechos de género. Por el contrario, reivindican el derecho a la autodeterminación y a la cultura propia, a la vez que luchan en el interior del movimiento indígena por redefinir los términos en que se entiende la tradición y la costumbre, y por participar de manera activa en la construcción de los proyectos autonómicos.
Luis Villoro nunca habló de la pluralidad dentro de la pluralidad, pero sus escritos son muestra de que en sus teorizaciones dialogaba con las críticas feministas al paradigma de la democracia liberal, como podemos ver en su libro Tres retos de la sociedad por venir: justicia, democracia, pluralidad (Villoro, 2009), en el que retoma las críticas de la teórica feminista Seyla Benhabib (1990) sobre el "sujeto libre de la modernidad" y las exclusiones de la ciudadanía liberal.
Al revisar la obra de Luis Villoro, no deja de sorprender su versatilidad para establecer diálogos políticos y académicos con las nuevas generaciones, su honestidad para autocriticarse e ir siempre más allá de sus propias propuestas, pero sobre todo su compromiso político con los sectores excluidos y con la justicia social. Al contrario de la tradición de muchos filósofos mexicanos, sus escritos no son sólo reflexiones teóricas en torno a conceptos, por lo general finaliza con propuestas concretas. Al discutir las definiciones de pueblos y naciones, termina con una propuesta para modificar la definición de "pueblos" de las convenciones de Naciones Unidas. Al analizar la democracia liberal, critica la partidocracia imperante en México y llama a reconocer las candidaturas independientes. Al conceptualizar el Estado plural, llama a modificar la Constitución para reconocer la autonomía indígena. Parafraseando a su compatriota, el poeta republicano Gabriel Celaya (2006), podríamos decir que la filosofía de Luis Villoro es un arma cargada de futuro:
Tal es su filosofía: filosofía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho [...].
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.