Introducción
Hasta hace unas décadas, la construcción de subjetividad tenía un límite claro: la vejez. Llegado a cierto punto, la jubilación indicaba el fin de cualquier promesa y el comienzo del fin, es decir, la vejez no indicaba sino el signo impostergable de la muerte como fin de cualquier anticipación, sin considerar posibles opciones religiosas. Sin embargo, las cosas han cambiado. Ahora la vejez no anticipa la muerte, sino una renovación de la promesa, con otro tipo de oportunidades, perspectivas y desafíos. No toda la población vieja participa de este novedoso clima cultural. Investigaciones más detalladas deberían determinar dónde se encuentran los límites sociales, culturales y económicos entre los viejos "tradicionales" y los de tipo más "rupturista".
Antecedentes
Se puede situar entre el siglo XVIII y el transcurso del XIX la fijación del estereotipo del anciano en sus aspectos clásicos: debilidad, precariedad y enfermedad, aspectos que se relacionan con la imposición del término "senil" (Katz, 1996). En especial, el cuerpo del anciano aparece en un proceso de déficit y pérdida permanente que se convierte en crónico e irreversible (Katz, 2000). Envejecer fue definido como una enfermedad progresiva, responsable de una variedad de cambios fisiológicos y anatómicos (Haber, 1986). En este sentido, se hablaba de "degeneración progresiva" como si fuera un estado normal y esperable (Katz, 1996).
De esta manera, el anciano era un ser improductivo e inútil socialmente. La observación de Iacub (2006) es relevante: se concebían dos muertes, para la sociedad y la muerte individual. El sujeto se iba apartando cada vez más de la vida y la sociedad para aislarse en su propio mundo (Cumming y Henry, 1961). También se podría analizar cómo estos procesos se asocian a factores de disciplinamiento y control cultural (Cole, 1997). Se puede señalar una historia cultural del envejecimiento que indica que el concepto mismo es difuso y muy cambiante según circunstancias históricas y contextos culturales. Esto implica que lo que se ha caracterizado como "científico" en el tema se ha revelado prejuicioso y paradigmático (Bourdelais, 1993).
Desde el siglo XX, la concepción degenerativa y senil comienza a modificarse al mismo tiempo que se replantea desde la crítica el significado de las "edades" y la construcción de la biografía personal (Meyrowitz, 1984). La edad se torna un factor descriptivo irrelevante (Iacub, 2006) o se considera que entramos en una sociedad uniage en la que las fronteras entre edades se difuminan y tienden a unificarse (Neugarten, 1999). Al mismo tiempo, se alienta una revisión crítica de la noción de envejecimiento desde la segunda mitad del siglo XX (Butler, 1969). Se pone el acento en la continuidad más que en la discontinuidad; en la resiliencia y el potencial, más que en la pérdida y el déficit, y en las potencias y posibilidades que el envejecimiento podría implicar (Rosow, 1963; Neugarten, 1964; Atchley, 1977). Se plantean nuevas formas de inserción social (Ekerdt, 1986) y lo que el anciano puede aportar a la sociedad desde el concepto de "envejecimiento exitoso" (Baltes, Dittmann-Kohli y Dixon, 1984).
Para Baltes, el envejecimiento exitoso depende del esfuerzo aplicado a dominios en los que se mantiene el potencial de desarrollo. Por medio de este esfuerzo se logra una optimización de la funcionalidad, que compensa las pérdidas normativas y no normativas ocasionadas por el envejecimiento social y biológico. Por otro lado, para Rowe y Kahn (1997), la posibilidad de envejecimiento exitoso se relaciona con dos tipos de actividad: el mantenimiento de relaciones interpersonales satisfactorias y el mantenimiento de actividades productivas. Por lo tanto, lo que lo autores llaman compromiso "activo" con la vida es un factor relevante junto al adecuado funcionamiento físico y cognitivo, es decir, la capacidad de mantener un factor de autonomía y autocuidado, entre otros, y la baja probabilidad de padecer enfermedades crónicas y los riesgos asociados a ellas. En definitiva, entendemos que los autores proponen un modelo de vejez en el cual el adulto mayor puede enfrentar y resolver de manera autónoma sus problemas y estar inserto en actividades cotidianas. Para estos autores, los componentes mencionados están relacionados y se retroalimentan entre sí.
Por ejemplo, es posible constatar que la ausencia de enfermedad o discapacidad contribuye a mantener las funciones físicas y mentales necesarias para facilitar una participación activa en la vida social. Es interesante indicar que, al igual que Baltes, Dittmann-Kohli y Dixon (1984), se enfatiza en este artículo la necesidad de participación o compromiso con la vida como un factor esencial para un re-planteamiento del sentido de la vida en los adultos mayores contemporáneos. Entendemos por "compromiso con la vida" la posibilidad de estructurar proyectos de vida satisfactorios que incluyan relaciones interpersonales, alta autoestima e inserción social. Podría indicarse que el concepto de envejecimiento exitoso se está enriqueciendo. Ya no se considera sólo la ausencia de enfermedades, sino la reformulación de la inserción del adulto mayor en la vida social y la reconfiguración de su biografía personal en términos de realizaciones y porvenir.
Revisión empírica: la revolución gerontológica desde los aportes de la demografía y las ciencias sociales
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI, 2010) registró en México un total de 10 055 379 adultos mayores, de los cuales 53% son mujeres y 47% hombres. De acuerdo con la tasa de crecimiento anual en México, entre 1990 y 2010 el número de adultos mayores pasó de 5 a 10.1 millones, es decir que el incremento porcentual respecto al total de la población fue de 6.2 a 9 (INEGI, 2011). Estos datos indican con claridad que México ha entrado en lo que se denomina envejecimiento poblacional, conjugado con la disminución de la tasa de natalidad (INEGI, 2005). Esto implica nuevos procesos de transición demográfica que, de acuerdo con los especialistas en población, conducirán a una tercera etapa de transición demográfica (Leeson y Harper, 2006; Dyson, 2010) dominada por una revolución gerontológica, por la cual se entiende que el siglo XXI es de los "centenarios" (Leeson, 2013).
PROMETEO LUCERO. Mujer jornalera triqui en San Quintín. Baja California, México, 4 de octubre de 2014.
Con base en las estimaciones realizadas por el Consejo Nacional de Población (Conapo, 2004), de 2010 en adelante "las personas de 65 años vivirán alrededor de 15 años más, expectativa que mostrará una tendencia a aumentar todavía más en los años venideros, manteniéndose cada vez más una etapa de sobremortalidad en dicho periodo de la vida" (Villagómez, 2009: 307). Por otro lado, a partir del porcentaje de adultos mayores en la totalidad de la población, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2009) calculó que en 2010 la proporción de personas con 60 años o más en la región fue de 9.9%, y será de 13% en 2020 y de 25.8% en 2050. En Latinoamérica, la población de adultos mayores fue de 590 millones de personas en 2010 y la cifra se ha incrementado en los años siguientes (Leeson, 2013). Por otra parte, no sólo hay más adultos mayores, sino que viven cada vez más sin que haya, por el momento, un límite al alarga-miento del curso de la vida (Leeson, 2009). A nuestro entender, esto se puede conceptualizar como el pasaje a una muerte desplazada indefinidamente, hecho inédito y crucial.
Es necesario indicar que el nivel de envejecimiento que presentan México y la mayoría de los países de la región se ha alcanzado en medio siglo. En Europa, el mismo proceso tomó dos siglos (Ham, 2003; Viveros, 2001; Camarano, 2004). Latinoamérica y el Caribe están próximos a enfrentar enormes desafíos en el área del envejecimiento global, junto con la necesidad de incluir el tema en las agendas de gobierno (Brea, 2003). La proporción de personas de 60 años será de 22% de la población total para 2050 (UN, 2010).
Por lo general, estos datos se consideran alarmantes. En este trabajo no se comparte ese punto de vista. Tenemos en cuenta la crisis de la seguridad social, la inseguridad económica y el aumento de enfermedades mentales y físicas; no obstante, otros datos indican la cualidad cambiante del mundo cambiante y lo imprevisible de algunos elementos de la estructura social. La revolución gerontológica está produciendo desafíos y oportunidades para gobiernos y ciudadanos en el mundo entero (Leeson y Harper, 2006; 2007a; 2007b; 2007c; 2008):
El desafío del incremento de la longevidad ha sido durante mucho tiempo asunto de interés demográfico, el cual no ha disminuido en años recientes. La escala del envejecimiento en el planeta es realmente inmensa y seguramente se considera una historia de éxito de la humanidad, puesto que cada vez más gente vive vidas largas y relativamente saludables (Leeson, 2013: 53).1
Otros autores más optimistas señalan un cambio en la estructura del trabajo y en la economía que implicará un dividendo demográfico (Lee y Mason, 2010) y estiman que existirán los recursos necesarios para asistir a la población envejecida (Heller, 2006). Desde una perspectiva social, hay datos que señalan aspectos positivos e integrativos culturalmente para los adultos mayores, como la posibilidad de resignificación del yo (Castro, 2001), la contribución cultural de los adultos mayores a las nuevas generaciones (Bosi, 1994), el incremento de la voluntad de vivir y de replantear historias y tradiciones culturales (Moragas, 1991), nuevas formas de aprendizaje (López La Vera, 2013), la reformulación y la valorización de la vida en pareja (Kemp y Kemp, 2002), de la sexualidad, el amor y la satisfacción marital (Bachand y Caron, 2001; Parker, 2000; Kaslow y Robinson, 1996; Noller y Fitzpatrick, 1993; Nina, 2004), y por último, el factor de generatividad, entendido como la capacidad de enfrentar retos y fortalecerse de manera subjetiva (Erikson, 1950).
En resumen, los adultos mayores hoy no sólo son más longevos, sino que disfrutan de mejor calidad y estilos de vida (Villar, 2013). Pensamos que es posible relacionar las nuevas formas de autopercepción y construcción de identidad con la llamada teoría de la desvinculación o desengache y ruptura. Ésta considera que el adulto mayor se aparta de la sociedad para centrarse más en su vida interior, lo que lo independiza de obligaciones sociales e incrementa su capacidad de satisfacción (Havighurst, Neugarten y Tobin, citados en Carstensen, 1990). Sin embargo, cuando situemos a los adultos mayores como "garantes" de la herencia social, quizá sea más apropiado hablar de "cambio" que de "apartamiento" en el vínculo con la sociedad.
Estas perspectivas señalan la necesidad de cambiar la imagen de los adultos mayores como una carga, para destacar su valor como recurso social y cultural, que se complementa con el dato fundamental de que cuando la persona mayor tiene los recursos necesarios depende menos de su familia, que pasa a segundo plano, lo que resulta en la ampliación de redes sociales y de amistad, y fortalece el sentido de vitalidad (López La Vera, 2010; 2013; Pick et al., 2007; Sánchez, 2002).
Otros autores prefieren tomar estos datos como reveladores de empoderamiento y agencia, basados en investigaciones que registran el deseo de los adultos mayores de tomar el control de sus vidas (Soria, 2006), incrementar el sentido del yo y la confianza en sí mismos (Sánchez, 2002), así como la capacidad de enfrentar nuevos aprendizajes y desafíos (López La Vera, 2013). Guzmán, Huenchuan y Montes de Oca (2003) plantean que el cumplimiento de una vejez activa requiere que el Estado asuma un papel activo en la mejora de las condiciones de vida de los adultos mayores.
Discrepamos con esta perspectiva: los adultos mayores han modificado sus posibilidades de vida con, sin o contra el Estado. Es posible que esto se relacione con que las redes sociales sustituyen aquello de lo que aquél carece (Uchino, Cacioppo y Kiecolt-Glaser, 1996; Mendes de León et al., 1999). Se ha comprobado que poseer una red social adecuada tiene innumerables efectos positivos en el área de la salud física y mental, mejora la autopercepción que los adultos mayores tienen de sí mismos y acrecienta el sentido de satisfacción vital (Irvine et al., 1999; Gaete, Rivera y Román, 2009; Muchinik, 1984). Así, los fenómenos que describimos en relación con el desplazamiento de la muerte se respaldan en numerosas investigaciones demográficas, antropológicas, psicológicas y sociológicas, de autores norteamericanos, europeos y latinoamericanos, que describen aspectos inherentes a la sociedad del envejecimiento y la revolución gerontológica.
Paradigmas ambiguos
Todos estos cambios implican la aparición de lo que en otro trabajo llamé paradigmas ambiguos (Klein, 2010a), es decir, la situación de cómo referirse a algo que recibía una denominación tradicional y consensuada que ya no puede utilizarse, lo que implica que cualquier denominación no ha de ser sino acotada, injusta o generadora de malestar. En el caso del envejecimiento, cualquier denominación que usemos será incómoda. ¿Se trata de "viejos"? Sí y no. ¿Son "adultos mayores"? Sí y no. ¿Hablamos de la "tercera edad"? Sí y no. Estos malentendidos conceptuales son también ambigüedades conceptuales. No indican, sino que plantean nuevas modalidades culturales -que algunos calificarán de posmodernas- y de construcción de subjetividad, punto que retomaré al final de este trabajo. De manera provisional, llamaremos a esta nueva estructura psicosocial "viejos-no viejos" o "posadultos".
Estimamos que el escándalo actual del grupo "rupturista" de los viejos radica en que ya no aceptan ser viejos. No aceptan el mandato generacional de la decrepitud, por así decirlo. En ese punto, hacen una verdadera confrontación transgeneracional con resultados imprevisibles. Se ha hablado de una revolución feminista, y en ese sentido bien se podría hablar de una revolución gerontológica; una, protagonista de comienzos del siglo XX, la otra, protagonista del XXI; las dos con antecedentes y prolegómenos que es necesario desmenuzar. La novedad o el "escándalo" no se sitúa sólo en la gimnasia, en las dietas, en la práctica sexual renovada -hasta hace poco un tema tabú-, en las búsquedas emocionales o en la concreción de proyectos educativos alternativos dentro o fuera de las llamadas universidades de la tercera edad. Coincidimos en que todos estos factores se coadyuvan entre sí en la abolición de otro tabú aún más significativo: la muerte. Los viejos ven delante suyo una segunda, tercera o cuarta oportunidad en términos de proyectos, es decir, ven "vida" y no "muerte", unida a un fortalecimiento de las estéticas corporales no decrépitas dentro de una renovación portentosa del "cuidado de sí" foucaultiano (Foucault, 1988).
Los cambios familiares y generacionales y los nuevos posicionamientos del adulto mayor
Según datos demográficos, es posible indicar que el progresivo aumento del envejecimiento poblacional no sólo acrecentará el número de personas mayores en el total de la población -en el caso mexica-no, se estima que en 2050 será 28% (Conapo, 2004)-, sino que implica cambios sustanciales en la composición de las familias (Mancinas y Garay, 2013). En síntesis, la familia contemporánea atraviesa profundas transformaciones en relación con la estructura de la denominada familia nuclear, las técnicas reproductivas, la resignificación de la identidad sexual, y en especial, el replanteamiento del lugar social y familiar de la mujer (Vasconcelos y Morgado, 2005; Negreiros y Féres-Carneiro, 2004). Aparecen nuevas estructuras familiares en las sociedades industrializadas representadas por diferentes modalidades vinculares (Harper, 2003). Es posible destacar como una de sus características un descenso del índice de fertilidad por el uso extendido de contraceptivos, pero también por un aplazamiento de la maternidad por oportunidades en el mercado laboral que la mujer no poseía antes (Harper, 2003; Hoff, 2007; Wainerman, 1996).
En el caso de México, Tuirán (1995) indica que según la Encuesta Nacional de Actitudes y Valores de 1994, la familia se relaciona con emociones positivas y acogedoras, que generan expectativas y demandas. Cabe indicar que este universo refleja un imaginario social y no necesariamente una realidad fáctica. Montes de Oca (2004) indica que la expectativa que genera la familia no implica su capacidad para resolver problemas sociales u otros.
Las familias multigeneracionales suman un porcentaje significativo en el territorio mexicano (Rodríguez, 2010; Montes de Oca, 2004; 2009), con varios procesos de cohabitación (Hakkert y Guzmán, 2004). Las investigaciones señalan una reducción del tamaño de los hogares, disminución de la presencia relativa de los hogares nucleares y aumento de los hogares no nucleares, aumento en la proporción de hogares con jefatura femenina y "envejecimiento" de los hogares (López Ramírez, 2001). En 2006, se estimaba en 27.1% el total de hogares "envejecidos" (Montes de Oca y Garay, 2010a). Se ha incrementado también el número de hogares unipersonales (Montes de Oca y Garay, 2010b). De esta manera, la prolongación de la expectativa de vida lleva a una mayor comunicación entre generaciones, que aparecen más valorizadas dentro de lo que se denomina proceso de verticalización de la familia (Abellán y Esparza, 2010; Bazo, 2008). Esto implica una reformulación de los intercambios financieros y emocionales entre padres e hijos (Bengtson, 2001) y entre abuelos y nietos (Klein, 2007; 2010b).
Es interesante reiterar que en las hipótesis de este trabajo los adultos mayores, si cuentan con las condiciones económicas adecuadas, prefieren vivir solos y preservar su autonomía (Mancinas y Garay, 2013). En algunos casos, los hijos dependen de los padres (Hakkert y Guzmán, 2004) y los abuelos cuidan de sus nietos (Saraceno, 2008; Klein, 2010b). Los investigadores señalan que el envejecimiento poblacional en general (Harper, 2004), y en particular en la población mexicana, ha tenido una influencia decisiva en las organizaciones familiares (Mancinas y Garay, 2013; OMS, 2002). Estos cambios se pueden enfocar desde la perspectiva del estudio de tradiciones intergeneracionales (Harper, 2004), que señalan el pasaje de familias multigeneracionales a la intersección de relaciones generacionales (Bengtson, 2001; Harper, 2003).
Por nuestra parte, advertimos que uno de los factores que inciden en estos cambios familiares es que los adultos mayores de hoy -no todos, pero muchos- no quieren ser viejos como en los modelos heredados (Klein, 2010a). No transmiten esos modelos porque no quieren reproducirlos (Klein, 2010a; 2010b). Hay un efecto de detención de la transmisión intergeneracional, probablemente inédita en las historias de las mentalidades y las culturas, con mayor simetría de los vínculos (Vidal y Menzinger, 2005; Hoff, 2007; Leeson, 2013).
Llamamos "confrontación transgeneracional" (Klein, 2013) a esta diferencia generacional y en-tendemos que es parte de la subjetividad de estos abuelos posadultos. Tomamos el término "confrontación" de Winnicott (1972), porque lo postula como una necesidad de marcar y establecer diferencias generacionales que adquiere su fuerza en la construcción de nuevas formas de subjetividad, lo que incide en un sentido de confianza y autovaloración en los sujetos que la llevan adelante (Bleichmar y De Bleichmar, 1999); esto, a su vez, los legitima desde una nueva posición social (Klein, 2007).
De la palabra sagrada a la cuestión de lo transmisible
Desde estas nuevas realidades sociales y subjetivas, la palabra del adulto mayor ya no parece sagrada, incuestionable, digna de ser escuchada:
A cada generación le toca recuperar y reelaborar el pasado con distintos instrumentos culturales, mismos que pone en juego en su esfuerzo por comprenderse a sí misma, a la generación que le precedió y a la generación que le sigue [...] el paso generacional responde, en buena medida, a los modos en los que cada generación ubica su memoria (Avendaño, 2010: 6).
Entonces, podemos pensar que la nuestra se caracteriza, antes que nada, por profundas discontinuidades sociales, culturales y económicas. Las operaciones de recibir, transformar y anticipar (Kaës, 1994) sufren modificaciones esenciales desde las cuales se cuestiona el significado de transmitir y de lo transmisible (Kaës, 1993; 1996; Puget y Käes, 1991). Si tomamos en cuenta que transmisión, memoria colectiva, memoria individual y consolidación de la vivencia temporal están íntimamente entrelazadas, cuando un elemento de esta matriz se debilita o desaparece, surgen patologías o reposicionamientos culturales en la transmisión generacional. Kaës (1996) se inclina a analizar los problemas de la modernidad en torno a las dificultades de transmisión (Beck, 1997; Enríquez, 1990).
Por ello, es importante destacar la idea de que la sociedad keynesiana es una sociedad de herederos. Para que haya heredero, debe existir herencia disponible y capacidad de aceptar la muerte, que marca la diferencia entre generaciones, por medio de la posibilidad de un duelo -en definitiva, un trabajo de la memoria-, que resignifica la historia generacional y subjetiva. Sugerimos que si ya no hay palabra sagrada no es porque ya no haya transmisores o herederos, sino porque existe una reformulación profunda de ese relato sagrado o herencia a transmitir, lo que va más allá de que algo necesaria-mente se tenga que transmitir. Esta idea, netamente freudiana (Freud, 1921), no descarta que aquello transmitido sea "nada", un "vacío", una "trampa", una "estafa" o una "deuda" desde nuevas condiciones de contrato social, que operan como "descontractualización generalizada" (Klein, 2006).
Deudas que se transmiten como impagables por generaciones
Esta situación genera una reestructuración general de la identidad, del problema de la herencia y lo heredable y de los vínculos desde nuevas formas sociales (Sader y Gentili, 1999). Implica la prevalencia del sentimiento de amenaza constante - "sensación de catástrofe inminente" (Klein, 2006)- por el miedo crónico, por ejemplo, a perder el empleo (Araújo, 2002), el cual, después de la humillación, pasa a ser un hecho innegable tanto como su correlato, la necesidad del sometimiento (Forrester, 2000). De manera progresiva, no hay nada que transmitir sino una deuda, que se torna impagable:
Hay una deuda que se paga para arriba, pero que, fundamentalmente, se paga para abajo. La deuda contraída con los padres, se paga con los hijos. Y esta es una deuda imperiosa, acuciante e impostergable. Es una deuda que no puede eludirse. Cuando las circunstancias externas nos impiden saldarla -deshonrados por no poder honrar nuestras obligaciones- [...] se nos impone como humillación insoportable [...]. Eso quiere decir que, por primera vez, una generación entera se ve impedida de pagar la deuda contraída [...] para que podamos asegurarles a nuestros hijos, lo mismo que nuestros padres nos dieron a nosotros (Volnovich, 2002: 1-2).
RICARDO RAMÍREZ ARRIOLA/ARCHIVO360.COM Guillermina Bravo en el XXVII Festival Internacional de Danza Contemporánea Lila López. Bailarina, coreógrafa, fundadora y directora del Ballet Nacional y del Centro Nacional de Danza Contemporánea en Querétaro. San Luis Potosí, México, 13 de octubre de 2007.
Esta deuda social, que se impone y se hace crónica, reconfigura el lugar de los herederos, la herencia y la memoria colectiva. Desde allí se plantea la hipótesis de una situación de amnesia criptográfica, por la cual se instala el olvido -o mejor, la indiferencia- en lugar de la memoria, lo desheredado en lugar de la herencia y lo expulsado precario en lugar de los herederos discriminados. Ya no es claro cómo y hasta qué punto se es parte de una continuidad generacional, lo que a su vez se enlaza con el problema de las formas de paranoia radicadas cada vez más en la cotidianidad (Klein, 2006; 2013).
Los abuelos como garantes sin garantías
El "adulto mayor, no adulto mayor" parece mantener entonces su posición de ser transmisor, pero ya sin herencia o con una herencia endeudante, que se hace por ello intransmisible. Son garantes, entonces, de un proceso que ya no tiene garantías. Garantizan de alguna manera una continuidad generacional aun desde la discontinuidad. Desde un proceso de ucronía, introducen algún tiempo de temporalización, que no es asimilable por completo al de memorización, que incluye en sí la noción de herencia. Desde allí se retoma la figura del garante para sustituir la figura de la herencia: estos posadultos mayores garantizan que al menos algo se puede hacer, aunque no siempre quede claro qué y cómo. Si no siempre se verifican procesos intergeneracionales, sí es posible indicar una distancia generacional que opera en términos de estructuración y ordenación simbólica.
Conclusiones
Hemos indicado cómo el proceso de envejecimiento se torna cada vez más parte de la construcción de identidad de un sujeto con características novedosas: el adulto posmayor, el que construye su subjetividad desde un fuerte campo de indagación y experimentación. El adulto posmayor encuentra y se construye nuevos contextos sociales y culturales que le permiten revalorizarse y cuidarse a sí mismo, y siente que es respetado en sus decisiones y puntos de vista. La visión tradicional del adulto mayor de Erikson (2000), como un ser que llega al final de la vida con un sentido de integración y plenitud, que acepta la vida que ha vivido y por ende la muerte que tiene por delante, se modifica cuando la muerte ya no es un orientador sólido y se ubica cada vez más en un lugar de desplazamiento progresivo.
Colocamos al adulto mayor en por lo menos cuatro dimensiones que se entrelazan: la de un intenso proceso de resignificación de su identidad, dentro de lo que distinguimos la confrontación transgeneracional; por consiguiente, su cuestionamiento de la vejez como signo de su identidad; la dificultad de encontrar una nominación adecuada para su definición dentro de lo que llamamos paradigmas ambiguos, y el debate sobre si éstos son o no transmisores de una herencia que parece transformarse rápidamente en deuda social. En este sentido, los procesos de transmisión generacional se están modificando de manera sustancial, lo que conlleva un replanteamiento del lugar social del adulto mayor.
Algunos especialistas hablan en específico de envejecimiento posmoderno para plantear esta novedad que queremos señalar en relación con el adulto mayor (Featherstone y Hepworth, 1991). Asimismo, aunque el tema no se ha tocado en el trabajo, es necesario mencionar que algunos autores (Neugarten, 1999; Iacub 2006) señalan la creciente irrelevancia de la edad como diferenciador de la identidad, sustituida por un proceso biográfico de tipo transetario, en el que las edades se mezclan o se tornan indiscernibles, ambiguas o innecesarias (Neugarten, 1999). Desde el punto de vista de las nuevas configuraciones familiares provenientes de la sociedad del envejecimiento, hemos indicado que son intersecciones generacionales, lo que parece generar vínculos tanto de solidaridad como de agobio y extenuación (Arriagada, 2007). La cuestión no está resuelta y es materia de discusión entre los especialistas.
Como indicamos, parece que los adultos mayores de hoy están decididos a vivir más y mejor que los adultos mayores de generaciones precedentes. De repente se ha vuelto crucial que el adulto mayor sea activo y productivo, en la medida de lo posible. El desplazamiento de la muerte inminente favorece estos procesos. Planteamos en este artículo cuestiones que no han sido debatidas apropiadamente debido a que ha predominado un sentido apocalíptico de la sociedad de envejecimiento, rebatido reciente-mente (Leeson, 2013). Al mismo tiempo, los procesos señalados parecen indicar que estamos frente a fuertes procesos de transición que auguran una variedad de tendencias gerontológicas y sociales, algunas francamente impredecibles. Este trabajo intenta ser una contribución al respecto.