Introducción
Inicié este camino etnográfico buscando representaciones y prácticas en torno a las masculinidades como si éstas estuvieran dadas. Escuchar las voces de hombres “viejos”1 de Jerez, Zacatecas y sus experiencias de trabajo me alejaron del camino emprendido. No escuchaba los anhelados significados de “ser hombre”, es más, lo preguntaba insistentemente o lo disfrazaba retóricamente con otras palabras. Ellos, los hombres “viejos”, regresaban una y otra vez al inicio de su conversación y al fluir de sus recuerdos: eran hombres trabajadores.
De sus recuerdos descubrí representaciones sobre el trabajo inscritos y ejecutados corporalmente. La relación cuerpo, trabajo y “ser hombre” se iba tejiendo en una red de representaciones que delineaban los contornos de masculinidades ahora existentes. El cuerpo debía de ser vestido y actuado de hombre: aprender a hacerlo mediante sus movimientos, interacciones y pensamientos.
Las entrevistas se enfocaron en las experiencias de hombres “viejos”2 ex migrantes (documentados y/o indocumentados). Las conversaciones que sostuve con ellos destacaron la importancia del trabajo y ser hombre trabajador: afirmaron su “gusto” por el trabajo.3 Elegí trabajar en la ciudad de Jerez, Zacatecas, por tres motivos. Primero, cuenta con una trayectoria histórica de migración a los Estados Unidos desde los años cuarenta, incrementándose notablemente desde los cincuenta hasta la actualidad. Sus fuentes de ingreso económico son el envío de remesas y el turismo promovido e impulsado por los mismos migrantes.4
Una segunda razón para estudiar las masculinidades es la lucha emprendida por ex braceros, viudas, hijos e hijas de braceros que laboraron en los Estados Unidos entre 1942 y 1964. El principal objetivo de esta agrupación es que se reconozca la violación de sus derechos y la recuperación del 10% de su sueldo que les fue retenido por el Gobierno de México (Córdova, 2013; Schaffhauser, 2012).
La tercera razón se relaciona con la fuerte identidad regional de Jerez, una cultura típicamente ranchera: los varones jerezanos están orgullosos de montar a caballo, de sus destrezas en las artes charras y de portar su vestimenta de charro (o ranchera). Estas características, además de ser pilares de la identidad regional, hacen alusión a la construcción de representaciones de masculinidad.
Cuerpos trabajadores y construcción de masculinidades
La mayoría de las investigaciones que abordan el vínculo cuerpo y género en los varones se han centrado en las prácticas sexuales homoeróticas e identidades de hombres gay (Núñez, 1999; 2001; 2007; List, 1999; 2002; 2004; 2005; Laguarda, 2005; Hernández, 2001; Córdova, 2003; Parrini y Amuchástegui, 2008; González, 2003). Los estudios sobre masculinidades poco han reflexionado sobre el cuerpo trabajador en la construcción de representaciones, prácticas e identidades masculinas. No obstante, hoy día existen algunos acercamientos al vínculo trabajo y masculinidades, aunque no se aborde a profundidad la corporalidad de los hombres en los espacios laborales (ver: Jiménez y Tena, 2007; Tena, 2014; Hernández, 2016).
Considero que existen otras esferas de la vida social y de las experiencias de los individuos en donde el cuerpo ha quedado relegado o desaparece en el desarrollo mismo de la investigación. Haciendo una relectura de los estudios sobre trabajo y masculinidades5 podemos observar cómo la corporalidad está presente no sólo en las vivencias que atañen a la sexualidad sino también en otros campos de la vida social que comparten hombres y mujeres.
La masculinidad, como una configuración de la práctica social de género, no puede ser entendida como un objeto aislado sino inserto en una estructura de relaciones de género más amplia y en relación con otras estructuras sociales (Connell, 1995). Gutmann (1998; 2000) sostiene que el género es un concepto que permite explicar la construcción de diferencias y semejanzas relacionadas con la “sexualidad biológica” y cómo a partir de ésta se construyen diversos discursos, relaciones e identidades de género; de esta forma los significados de ser hombre son parte constitutiva de las categorías culturales de género en una sociedad determinada.
La categoría género nos sirve para estudiar cómo hombres y mujeres en sus interacciones cotidianas construyen masculinidades. A decir de Amuchástegui y Szasz:
Masculinidad no es sinónimo de hombres sino de proceso social, estructura, cultura y subjetividad. No se trata de la expresión más o menos espontánea de los cuerpos masculinos sino de cómo tales cuerpos encarnan prácticas de género presentes en el tejido social. No son tampoco ideas que flotan en el aire y que fácilmente se descartan, sino esquemas que organizan el acceso a recursos, segregan los espacios sociales y definen ámbitos de poder. Se trata de la historia que constituye posibilidades de sujetos, margina deseos y define identidades no inherentes a los cuerpos masculinos (2007: 16).
Al afirmar que las masculinidades son parte constitutiva de las prácticas y representaciones de género, argumento que en el análisis de la construcción social de las masculinidades es necesario tomar en consideración los siguientes dos criterios. Primero, concebir las masculinidades como parte de la producción cotidiana, relacional, práctica, situacional y contextual de las relaciones de género (West y Zimmerman, 1999; Connell, 1995; Butler, 1998). Segundo, las masculinidades son un conjunto de prácticas y representaciones sociales creativas, generativas y transformadoras (Connell, 1995) puestas en marcha por hombres y mujeres pero enmarcadas en posibilidades y situaciones históricas específicas.
Mandatos de la masculinidad
Las representaciones de género que los hombres “viejos” construyeron a lo largo de su vida para hacerse hombres, las he agrupado en dos mandatos de la masculinidad (Rosas 2008): hombres trabajadores y hombres proveedores familiares. Carolina Rosas define este concepto como la existencia de ciertas regularidades en el sistema de género, particularmente, constantes de la masculinidad:
Ser proveedor, controlar la sexualidad y fidelidad femeninas, así como enfrentar riesgos son, entre otras, prácticas regulares que los hombres realizan y que pueden encontrarse en distintas sociedades, aun cuando las especificidades culturales les impongan determinados matices. En este sentido considero que, por tener cierto carácter trascendental, estas regularidades constituyen “mandatos” o “prescripciones” de la masculinidad (2008: 32).
Rosas agrupa al hombre trabajador y proveedor familiar en un solo mandato: el “rol de proveedor”. En mi caso, la separación no sólo responde a fines analíticos sino también empíricos. Soy consciente que ambas representaciones y actividades están estrechamente vinculadas; sin embargo, estoy convencido que hacerse hombre trabajador puede ser comprendido de manera separada del hombre proveedor. Ser buen trabajador no implica necesariamente ser buen proveedor; pueden llegar a diferir por el incumplimiento de alguno de los dos mandatos, o por la dificultad que se les presenta a los varones para ser buenos proveedores familiares aunque den muestras de ser buen trabajador y desempeñar los “jales”6 con “gusto”.
Curso de vida: entre trayectorias y transiciones
Las investigaciones sociológicas que se interesan en estudiar el engarce entre procesos históricos y vidas personales han desarrollado un enfoque teórico-metodológico denominado “curso de vida”. El objetivo es la aprehensión (por parte de los investigadores) de las interpretaciones y percepciones (representaciones) de las vivencias de las personas y sus familiares en contextos históricos determinados (Caballero y García, 2007: 23):
Las decisiones, acciones e ideologías de las personas se modifican a lo largo de [sic] tiempo por circunstancias históricas como las guerras o los colapsos económicos. Se entrelazan tres tiempos y espacios distintos que marcan la vida del individuo y que son definidos como: los contextos social, individual y familiar comprendido por la familia de origen como por la de procreación (Caballero y García, 2007: 23).
Además de tomar en cuenta el entrecruce de los tiempos, también deben considerarse otros dos ejes organizadores del curso de vida: las trayectorias y las transiciones. Las trayectorias refieren a los diferentes derroteros de vida, por los cuales transitan los sujetos en relación a un dominio particular: educativo, laboral, conyugal, reproductivo, sexual. Las distintas rutas de vida no suponen una secuencia lineal ni un ritmo y velocidad particular; no obstante, debe de tenerse en cuenta que las trayectorias se ven influenciadas por los marcadores socioculturales que se esperan para una cierta etapa de vida o edad (Caballero y García, 2007: 23-24).
Las transiciones se definen como los movimientos que realizan individuos y familias a lo largo de su curso de vida inserto en “cronogramas socialmente construidos”. Las transiciones son consideradas como “normativas” cuando la mayor parte de la población las vive y la sociedad espera que sus miembros pasen por dichos cambios. Sin embargo, existen transiciones “normativas” que pueden vivirse como crisis: “puntos de inflexión”. Las transiciones “se enmarcan en las trayectorias y son los cambios de estado, posición o situación” (Caballero y García, 2007: 24). El análisis del curso de vida debe tener en cuenta cómo son vividas las continuidades y discontinuidades en las experiencias de las personas y sus familias.
El presente estudio tomará en cuenta las trayectorias laborales y familiares de hombres ex migrantes dentro de un contexto histórico regional específico: Jerez, Zacatecas, a partir de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. En estas trayectorias laborales y familiares desentraño las representaciones que los sujetos hacen en torno a ciertos objetos y sujetos, hablan de algo y alguien (Jodelet, 1986: 475): los trabajos, el “norte”, el campo, la familia, la esposa, los hijos, los patrones y los cuerpos.
Forjarse cuerpos trabajadores
La etnografía retrospectiva que desarrollo en esta investigación ha sido elaborada por las trayectorias laborales y familiares de los hombres entrevistados.7 Con base en sus narrativas elaboré un cuadro del ciclo cultural de vida8 de estos hombres. Lo he dividido en cuatro etapas denominadas localmente “morros”, “nuevos”, “añejos” y “viejos”.
Este ciclo cultural de vida de los hombres jerezanos posee similitudes, en cuanto a la edad biológica y características culturales, con las etapas de vida descritas por Martha Chávez (1998: 205-206) para la sociedad ranchera que ella estudia.9
1) El rango de edad de la “chiquillada” corresponde perfectamente con la de “morros”. Aunque en esta investigación no abordé el rango de 1 a 5 años.
2) La “muchachada” con la de “nuevos”. Chávez contempla la edad casadera entre los 20 y 30 años. En mi cuadro esta fase termina a los 20 años, inicio de la búsqueda de pareja para contraer matrimonio.
3) Los “macizos” con los “añejos”. Cuyo rango de edad está entre los 30 y 45 años en la propuesta de la autora. Mi trabajo contempla la vida de casado y formación de la familia de procreación. Es una edad en donde los hombres, por lo general, incrementan sus jornadas de trabajo (algunos en Estados Unidos) debido a la responsabilidad de ser proveedores.
4) Los “viejos” coinciden en cuanto al vocablo utilizado. En mi caso el rango de edad lo elaboré tomando como base las edades de mis entrevistados que oscilaban entre los 70 y 90 años (entre 2009 y 2010). Chávez por su parte inicia esta etapa de vida a los 50 años.
Este cuadro resulta de utilidad por el tipo de enfoque metodológico propuesto: una etnografía retrospectiva para la construcción del curso de vida a través de las trayectorias laborales y familiares del grupo de hombres “viejos” estudiados.
Cuerpos “morros”. Aprendiendo a trabajar, obedecer y respetar
Los hombres “viejos” a quienes entrevisté10 coincidieron que sus primeras experiencias de trabajo las habían iniciado estando “morros”. Estas experiencias eran un proceso de aprendizaje y socialización dirigido por una persona mayor, por lo general, el padre. Matías recalcó que: “me ha gustado trabajar, porque mi papá me enseñó, ya ve que más antes, taba [estaba] uno morrito así luego, luego y ya hacer mandaditos, ya va creciendo ya más mandaditos y más pesaditos. Pues uno se impone, se enseña uno.” No siempre era la figura paterna la que guiaba este aprendizaje, podían ser otros hombres mayores de la familia de origen o política. Jorge de 91 años recuerda que fue su padrino quien lo introdujo al mundo laboral.
Los padres u otros hombres mayores llevaban a los “morros” al campo para que éstos observaran cómo se trabajaba y, posteriormente, ya agarraban yunta o hacían alguna otra faena relacionada con el proceso de la milpa. Matías ejemplificó lo que implicaba corporal y socialmente trabajar en el campo estando “morro”:
Investigador: ¿A qué edad comenzó usted a trabajar?
Matías: No, pues desde chiquillo, como de siete u ocho años.
Investigador: ¿Sólo usted o tenía otros hermanos?
Matías: No, tenía otro ayudante, otro muchacho que lo tenía ahí, agarrábamos dos yuntas. Yo me acuerdo que se me estiraban las cuerditas que tiene uno aquí [se refiere al ingle],11 no podía el “aradón” [material de madera que sirve para arar], me dolía.
Investigador: ¿Y eso por qué?
Matías: Pos [pues] de tan pesado el arado.
Investigador: ¿Su papá lo llevaba o usted iba porque quería?
Matías: No, pues él. Él se quedaba [en la casa]. [Iba] a llevarnos el “lonche” como a estas horas [entre las 11:00 y 11:30 de la mañana]; y nosotros ya nos íbamos temprano a arar, a pegar los bueyes [la yunta].
Dos aspectos sobresalen de este diálogo y de las narrativas de los otros varones. En primer lugar, la centralidad del cuerpo físico “morro” en el aprendizaje del trabajo, a pesar de ser débil en un principio, debía comenzar a prepararse para forjarse un cuerpo trabajador que demandaba fortaleza física para aguantar las horas de trabajo bajo el sol en el “barbecho”. Sentir el cuerpo adolorido, pero callar el dolor y no quejarse implicaba entrenar al cuerpo para el trabajo del campo.
En segundo lugar, el hecho de que los padres delegaran las responsabilidades laborales o parte de ellas a los “morros” enfatizaba el hecho de que ellos podían contribuir con el bienestar familiar a través de sus horas de trabajo. Muchos de estos varones no tuvieron escuela, ya que eran puestos a trabajar por sus padres. El aprendizaje resultaba vital para niños y adultos. Para los padres,12 era una forma de demostrar su paternidad: los enseñaron a trabajar.
Para los “morros” la enseñanza laboral no parecía molestarles en absoluto, por el contrario formaba parte de una actividad propia del varón entre la edad de 7 y 12 años. Juan, a pesar de criticar a su padre por no cumplir con las responsabilidades de hombre proveedor, responsable, familiar y con un modelo afectivo-moral de paternidad,13 agradece a su padre el haberle enseñado a trabajar desde pequeño.
Empezar a forjar un cuerpo trabajador desde “morros” introducía en sus subjetividades un “deber ser” dentro de un ordenamiento de género que dictaba y guiaba a los varones a ser hombres trabajadores. No sólo se vislumbra el inicio de la relación de los hombres “morros” con el espacio público, también reforzaba cómo el trabajo los colocaba en un sistema de prestigio (Ortner, 1990). El trabajo desempeñado por los varones es más valorado -desde el punto de vista de los mismos hombres- que el realizado por las mujeres en sus respectivas unidades domésticas. Como señala Ortner (1990: 143), el género en sí mismo es un sistema de prestigio, construye, en términos diferenciales, lo masculino y femenino en cuanto a valores, diferentes prestigios pero con valores jerarquizados.
Un cuerpo “nuevo”. Demostrarse trabajador en el “norte”
La transición (Caballero, 2007) de “morro” a “nuevo” forma parte de un ritual de crisis vital e iniciación (Van Gennep, 1986; Turner, 1988) que coloca a los individuos en un estatus social diferente. Se trata de un ritual de iniciación marcado por las representaciones de género que involucran las posibilidades biológicas y simbólicas del cuerpo. Trabajar para ganar dinero e iniciarse sexualmente con mujeres y ser partícipe de otras prácticas no permitidas en la etapa de “morros” (como el consumo de alcohol e ir a los bailes) caracteriza esta fase del ciclo cultural de vida definido localmente como “nuevo”.
La palabra “nuevo” no sólo era utilizada por Matías sino también por otros hombres. Matías fue a trabajar a los Estados Unidos soltero y a la edad de 16 años; dicha experiencia lo hace un caso excepcional comparado con los demás hombres entrevistados, quienes se fueron a laborar al “norte” ya casados y con hijos o apunto de casarse.14 Estar “nuevo” se caracterizó por dos iniciaciones: a) trabajar para ganar dinero, y b) la incursión en la sexualidad y en prácticas como el consumo de alcohol y asistir a los bailes. Matías experimentó ambas iniciaciones en Estados Unidos.
En la narrativa de Matías en cuanto a sus experiencias laborales al “otro lado”15 figura su desempeño y demostración de ser buen trabajador. Me aseguraba que en los Estados Unidos aprendió rápido los “jales” propios del “traque”,16 los cuales implicaban ciertas fuerzas y destrezas corporales que no conocía. Matías se enseñó a través de la observación y perseverancia. En los siguientes fragmentos de narrativa se hace evidente su capacidad, aprendizaje y gusto en el trabajo estando “nuevo”:
Me fue bien en aquellos años ¿pa’ qué me quejo?, la suerte me dio seguro porque me vio chiquillo Dios, pero yo le echaba ganas. Le echaba ganas así chiquillo, yo me ponía a vaciar las góndolas [de grava]. Yo me columpiaba, no podía, y le daba y no querían abrir, yo me colgaba de ellas y me hacía pa’ allá, pero yo me pegaba hasta que las abría; ya abriéndolas pues ya va chorreando el trenecito chiquito, va chorreando la grava por un lado [...] Metíamos nueve tallas, ahí les nombran tallas, aquí le nombran durmientes a los palos que van atravesar, era tarea meter nueve pero taba’ [estaba] duro, no crea, me pegaba aquí las piernas me acuerdo, ah cómo me dolían y luego con el frío, nos llegaba la nieve hasta aquí mire [me señala las rodillas], ya le digo, sufre uno poquito [...] Yo desempeñaba mucho trabajo, pues estaba nuevo verdad, chiquillo, pero nuevo, pues tiene uno fuerza, tiene uno más potencia.
Trabajar en los Estados Unidos estando “nuevo” y en trabajos distintos a los del campo mexicano, implicaba aprendizajes corporales distintos, los cuales requerían adiestramientos y capacidades físicas nuevas. A través de aprendizajes laborales, “aguantando” las durezas y penalidades de los “jales”, y el clima inhóspito, forman parte del proceso de forjarse un cuerpo trabajador. El reconocimiento de ser buen trabajador debe ser validado por “otros”; en el caso de Matías, el patrón es quien realiza esta validación. Su entereza y arduo trabajo en el desempeño del “jale” ocasionó que su patrón lo apreciara: “me quería mucho” -aseguró.17
Estar “nuevo” en Estados Unidos le permitió a Matías tener nuevas experiencias, me afirmó que más de una vez llegó a emborracharse con amigos, aunque nunca “agarró” el vicio. Las aventuras sexuales fueron posibles gracias al aprecio que le tenía su patrón, era éste quien lo llevaba a los bares: “nos íbamos, pero yo no podía estar ahí, yo no más entraba y la bonita que me gustaba luego, luego la agarraba de la mano y vámonos, y no más salía y vámonos pa’ [para] afuera, porque yo no podía estar ahí, llegaba la policía o la migra, ahí por menor de edad, luego a ver, identifícate, no tenía con que, y ya nos veníamos”.
“Aventura” es precisamente lo que caracteriza las incursiones de Matías en el terreno sexual. Por una parte, estar en el burdel encerraba un sentido de peligrosidad por ser indocumentado y menor de edad. Por otra parte, las relaciones sexuales que él mantuvo estando en el “norte” estuvieron mediadas por el dinero, es decir, había que pagar por servicios sexuales; lo anterior era posible porque se contaba con recursos económicos gracias al trabajo ejercido como migrantes (documentados y/o indocumentados). Las relaciones sexuales con mujeres formaron parte de un aprendizaje en el proceso de hacerse hombre: ser sexualmente activo y demostrarlo formó parte de las representaciones de género que alimentan las masculinidades.
Cuerpos añejos migrantes
Trabajar en el “norte” significó contar con mejores ingresos para sostener a la familia y seguirse forjando como hombres/cuerpos trabajadores. Las experiencias corporales a las que estuvieron sujetos estos varones marcaron sus cuerpos y representaciones, por ende, sus masculinidades. En la siguiente conversación que sostuve con Juan, de 82 años, muestro cómo el cuerpo trabajador se expresa en lo que denomino el trabajo y sus anclajes corporales:
Investigador: La pizca de algodón ¿dónde fue?
Juan: No pues, me llevé veinte temporadas de pizca de algodón, en Texas, en Tamaulipas, en muchas partes de Sonora y en Baja California y en el Valle Imperial [California]. Mucho algodón pizqué, me gustó mucho ese trabajo.
Investigador: ¿No era pesado el trabajo?
Juan: Pues para mí no se me hizo difícil.
Investigador: ¿Cómo era?
Juan: Ese trabajo me gustó, como gustarme un deporte. A muchos sí se les hacía muy pesado; sí me enfermaba del estómago, de diarrea por el calor que se encierra en el estómago. Andaba uno siempre muy agachado.
Investigador: ¿Cómo era?
Juan: Pues muy agachado, estirando el saco por aquí en el medio de las piernas [abrió sus piernas señalando que entre medio de ellas estaba el saco y con sus manos hizo un movimiento similar a la de recoger un objeto que ha caído al suelo].
En varias pláticas que sostuve con ex migrantes jerezanos, las prácticas del cuerpo en ciertas actividades laborales resultaron dolorosas y fatigosas. Estar agachado por mucho tiempo en diferentes “pizcas” -como el betabel-, producía un dolor insoportable que muchas veces terminaba por enfermarlos, como el caso de Juan. Roberto habla de su experiencia en esta pizca: “tiene que andar uno doblado desyerbando dos meses, batallaba uno para enderezarse”. Las largas jornadas de trabajo producían cansancio y fatiga cuando llegaban a sus dormitorios; un trabajador me comentó que había ocasiones que ni se bañaban porque “tocaban cama” y quedaban profundamente dormidos hasta el día siguiente.
Las experiencias laborales en los Estados Unidos también producían ciertos beneficios como el aprendizaje de nuevas formas de sembrar. Este fue el caso de Roberto que observaba cuidadosamente los tipos de semilla y las formas de cultivo; aprender a manejar tractores, sin previo conocimiento, es una experiencia singular e inigualable para Miguel; ser calificado por los mayordomos como buen trabajador es motivo de orgullo para un ex bracero que me afirmó que él tuvo a su mando un grupo de trabajadores.
Estas experiencias corporales corresponden a lo que Lucía Rayas (2009) denomina “cuerpo vivido”, es decir, las vivencias y percepciones que el cuerpo del sujeto -como agente social- experimenta ante ciertas situaciones, en este caso, los diversos trabajos desempeñados en el campo. Por otro lado y en sentido opuesto, se encuentra el discurso “descarnado” que los contratistas del Programa Bracero plasmaron sobre la imagen de un campesino arduo y diestro en el trabajo, nociones que permitieron a los contratistas asegurar la capacidad que tenían los trabajadores para desempeñar tareas difíciles y aguantar largas jornadas de trabajo. A esta imagen la denomino “el cuerpo como discurso”, que se caracteriza por desencarnar las vivencias del cuerpo de los individuos y en su lugar promueve una serie de representaciones que evidencian intenciones y objetivos precisos.
Cuerpos “viejos”
La mayoría de las personas que acuden al jardín central de Jerez son hombres de la tercera edad y ex migrantes. Por lo general se reúnen a platicar entre amigos, leer el periódico o simplemente a descansar. Algunos se quedan ahí por horas e incluso regresan por las tardes. El jardín Hidalgo18 ha sido ocupado por hombres “viejos que se agrupan para jugar dominó por las mañanas y tardes. Descansar, platicar y jugar es una rutina cotidiana para ellos. 19
Cómo pensar la relación entre descanso y trabajo. Ambas actividades y experiencias corporales deben de mirarse en retrospectiva. Los hombres han trabajado desde “morros” hasta que sus cuerpos se ven imposibilitados para seguir laborando.20 El descanso es claramente un reconocimiento a su esfuerzo pasado, un premio que ellos mismos y la sociedad han justificado por una vida de trabajo. El descanso en espacios públicos (por lo general en parques) demuestra que los “viejos” siguen ocupando la esfera pública mientras las mujeres aún se encuentran consagradas a la vida privada.
El descanso nos habla también de un cuerpo que ya no puede trabajar o lo hace mínimamente, uno que, al menos físicamente, ya no se está forjando con el hacer de destrezas laborales. La mayoría de mis entrevistados21 me platicaron sobre sus enfermedades, la cual les impedía seguir trabajando. Jorge de 91 años de edad me platicó que hace unos meses atrás todavía montaba a caballo y se iba al cerro a cuidar a sus animales; hoy en día el médico le prohibió seguir con dicha actividad. Camilo de 77 años también me afirmaba que ya no puede ir a la milpa porque tiene lastimada una rodilla, aunque en ocasiones ayuda a desyerbar a un amigo.
A la edad de estos hombres el cuerpo se encuentra desgastado,22 cansado y enfermo -parte de un proceso fisiológico de envejecimiento. Surge la nostalgia por el trabajo y ser trabajador. Una constante en sus narrativas fue hacer alusión a su cuerpo “viejo” en comparación con el cuerpo fuerte y trabajador que tenían cuando “nuevos” y “añejos”.
Sin embargo, algunos de estos varones aún siguen trabajando, pero no con la misma intensidad y velocidad. Los trabajos que desempeñan algunos “viejos” son vistos como labores de apoyo a hijos y/o amigos. Roberto de 82 años sigue yendo por las tardes al barbecho que ahora trabaja su hijo. Una actitud similar asume el padre de Leobardo, quien asegura que éste no quiere dejar el campo y el dinero de su pensión lo invierte ahí, a pesar de que Leobardo y sus hermanos le insisten de que es una pérdida de tiempo, dinero y esfuerzo, además de que ya está viejo: “lo han operado de todo” -señaló Leobardo.
Existen otros “viejos” que siguen trabajando por cuenta propia. Este es el caso de Matías, quien a sus 78 años en 2009 aún laboraba en la albañilería y diariamente iba a darles de comer a sus animales en un “corral” que tiene en las afueras de Jerez. Matías siempre me sorprendía porque en varias de mis visitas lo encontraba en alguna casa vecina mezclando cemento, acarreando material en una carretilla, cargando sacos de cemento, colocando bloques, etcétera. A pesar de que Matías da señas de seguir siendo un hombre hecho para el trabajo, era común escuchar de sus propios labios que ya no trabajaba de la misma forma en que lo hacía antes, ahora va más lento: “al pasito”.
Apoyar a hijos y amigos en sus trabajos y desempeñar “el jale” a paso lento, revela que para los “viejos” trabajar es una actividad que se deja gradualmente. El cuerpo “viejo” -adolorido, enfermo- de estos varones es precisamente el marcador de sus movimientos, cada vez más lentos. Para estos hombres “echar la hueva” se gana y no es lo mismo que “ser huevón”, con lo cual se califica negativamente a los varones que siendo productivos no les gusta trabajar.
Conclusiones
La forja del cuerpo trabajador y las masculinidades no existen a priori; más bien se van haciendo y demostrando (en la práctica) a través de los cuerpos en movimientos y de las representaciones que se anclan en libretos que los hombres reproducen en los escenarios de la vida laboral y familiar.
A través de dos mandatos de la masculinidad analicé que hacerse hombre es parte de un proceso de demostración de género que implica validación social de los otros y alimenta las masculinidades de estos varones jerezanos a lo largo de su vida. En concordancia con los planteamientos de West y Zimmerman (1999) y Connell (1995), argumenté que forjarse un cuerpo trabajador, constituirse como hombres y dar continuidad a las representaciones e interacciones de género es un “hacer” reiterativo, cotidiano y creativo que los hombres realizan en situaciones sociales y contextos históricos concretos.
La etnografía retrospectiva fue el camino que emprendí a lo largo de estas páginas. Transité de los cuerpos “morros” a los cuerpos “viejos”. Fui del presente al pasado para comprender cómo se iban construyendo las masculinidades de estos hombres ex migrantes. La mirada retrospectiva fue el eje articulador de este estudio y alimentó el argumento teórico metodológico que lo sustenta.
Argumenté que la nostalgia por el trabajo forma parte de un proceso constante de construcción de las masculinidades, pero partiendo del presente. Su aprendizaje inicial en el trabajo tiene lugar en la etapa de vida denominada “morros”, fase en la que se les enseñan las destrezas del trabajo por parte de varones mayores, una pedagogía de género23 que les prepara para desempeñarse en un futuro como trabajadores y, con el paso del tiempo, proveedores familiares. Siguiendo la mirada retrospectiva, nos detuvimos en otra etapa del curso de vida: trabajar de manera autónoma para generar ingresos y la exploración de la sexualidad y otras actividades de ocio son dos características que marcaron a los cuerpos “nuevos”.
La construcción del hombre trabajador “añejo” y estando en el “norte” aparece en los recuerdos de los “viejos”; ahora a través de sus experiencias migratorias durante el Programa Bracero. Ser trabajador fue un logro constante y reiterativo por parte de estos ex migrantes y que se reflejó en sus cuerpos. Cumplir con este mandato de la masculinidad fue aparejado de otro: hacerse hombre proveedor familiar.
Migrar se convirtió para estos varones en un objetivo que les permitió continuar o iniciar con dicha responsabilidad, sea como esposo/padre proveedor o como hijo responsable de la familia de origen. La migración posibilitó que estos jerezanos se forjaran un cuerpo trabajador a través de la fusión de estos dos mandatos de la masculinidad que, cabe añadir, no se realizaron individualmente, por el contrario, necesitaron de la interacción de otros/otras para ser demostrados y validados.
El descanso en espacios públicos para los “viejos” va más allá de ser una actividad de reposo, representa la continuidad de un orden de género (depositado en los cuerpos) que vincula a los varones con el ámbito extra doméstico. Para otros, trabajar a paso lento significó que aún construyen sus masculinidades a través de sus cuerpos trabajadores que, aunque “viejos”, todavía desempeñan “jales”, pero “al pasito”.
En resumen, la importancia del trabajo en la vida cotidiana de los hombres “viejos” les permitió irse forjando un cuerpo masculino. Las representaciones de ser hombre trabajador formaron parte de dos mandatos de la masculinidad que tuvieron efectos sobre los cuerpos (al ponerlos en movimiento y significarlos en sus trabajos), las relaciones de género (al demostrarse a sí mismos y a los otros ser hombres trabajadores) y las identidades masculinas (la construcción de un “yo” genérico). Parafraseando a Gayle Rubín considero que: un hombre sólo se convierte en hombre trabajador, proveedor o jefe de familia en determinadas relaciones y prácticas sociales (2003: 36).