La jurista costarricense Anamari Garro Vargas, a quien debemos reflexiones valiosas sobre el derecho internacional de los derechos humanos (en adelante, DIDH), particularmente en su vertiente interamericana, es autora de una obra destacada en torno a un tema que reviste la mayor importancia -y tiene constante presencia- en el desempeño de la Corte de San José: el acceso a la justicia, llave maestra para la preservación de los derechos humanos y norma del ius cogens del DIDH. Este es el tema del libro que ahora comento, como lo fue del epílogo que elaboré para éste (pp. 363 y ss.), por amable invitación de la autora, que igualmente contó con un prólogo del profesor Eduardo Vio Grossi (pp. XIII y ss.), calificado internacionalista chileno y juez de la Corte Interamericana.
Hace algunos meses se presentó este libro en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. En este acto, el doctor Eduardo Ferrer Mac-Gregor, presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH) -electo en noviembre de 2017-, manifestó que la obra de Anamari Garro constituye una de las más relevantes investigaciones realizadas en torno a su materia, afirmación que suscribo plenamente y que pone de manifiesto la calidad, pertinencia y alcance del trabajo cumplido por la doctora Garro Vargas. Para elaborar la presente nota bibliográfica me valgo tanto de mi mencionado epílogo como de las notas que utilicé en la presentación de este libro en el Instituto de Investigaciones Jurídicas. Al hacerlo, me permitiré exponer puntos de vista que he sostenido en diversas ocasiones, y procuraré hacerlo recogiendo las referencias que a este respecto incluye la monografía de la autora.
Garro Vargas se refiere al artículo 25 de la Convención Americana, que alude a las garantías judiciales para la protección de derechos fundamentales, e igualmente examina el artículo 8o. del mismo instrumento, que regula diversos extremos del debido proceso. Con respecto a aquel precepto, hace notar que “la jurisprudencia interamericana sobre esa norma es abundantísima” y de “enorme importancia” (p. XXI). El examen de estas disposiciones se desenvuelve en varios capítulos, descriptivos y reflexivos, acerca de los criterios sustentados por la Corte y sus jueces en torno a la garantía judicial de los derechos fundamentales, que concurren a determinar el verdadero alcance del artículo 25.
Coincido con la autora en el interés por esta materia, eje del orden instrumental interamericano de los derechos humanos, del que en buena medida dependen el progreso y arraigo de los derechos materiales que por ese medio se protegen y aseguran. Si debiéramos señalar un problema mayor para la práctica y conservación de los derechos del individuo, en el doble plano internacional, podríamos destacar -sin perjuicio de otros conceptos- el acceso a la justicia, entendido en su más amplio y generoso significado. Las grandes declaraciones de derechos no llegarían muy lejos en la vida concreta y cotidiana de los individuos, que es lo que más importa -por encima de la deliberación académica y del discurso político- sin instrumentos que permitan ejercerlos cuando quedan en riesgo o sufren quebranto. De ahí la necesidad imperiosa de instituir medios de protección eficientes -medios jurisdiccionales, sobre todo- para ese fin natural e indispensable.
En la Convención Americana de 1969 esta preocupación se concretó en diversos preceptos que aluden a los medios de protección de derechos materiales. Destacan los artículos 8o. y 25 del Pacto, sin perder de vista las aplicaciones del debido proceso que figuran en otros preceptos, como los artículos 4o., 5o. y 7o. Para fundar su propia opinión, la autora examina los extremos relevantes de cada precepto y sigue el desarrollo de la jurisprudencia acuñada por la Corte Interamericana. En este empeño, analiza específicamente los criterios sustentados por algunos integrantes del Tribunal en diversos votos particulares. Es verdad, como la autora menciona, que la interpretación de los artículos 8o. y 25, unidos o separados, ha ocupado constantemente la atención de la Corte y generado animadas deliberaciones.
El artículo 8o., regularmente examinado -en congruencia con su rico contenido- como receptor del debido proceso, expone la suma de derechos y garantías que debe observar el Estado, sujeto obligado frente a los derechos de los individuos, para “hacer justicia”: ante todo, la existencia de un juzgador natural, es decir, independiente, imparcial y competente, que es presupuesto -no sólo aspecto- del proceso debido, de la seguridad jurídica y, en definitiva, de la justicia pública. A esta calidad del juzgador, presupuesto del debido proceso, me he referido en diversas oportunidades durante mi desempeño judicial. La doctora Garro considera que el reconocimiento del dato judicial como presupuesto del debido proceso constituye “un aporte invaluable a la doctrina interamericana en materia de derechos humanos, que tiene gran repercusión” (p. 211).
En sus dos apartados, el artículo 8o. alude tanto a la justicia en general -que no es sólo la que corre por vertiente judicial, sino toda aquella que se administra por un órgano dotado de atribuciones jurisdiccionales (cuestión planteada en el voto que emití en el caso Claude Reyes)-, como a la justicia penal (p. 206). No extraña la atención del Pacto -como de otros instrumentos nacionales e internacionales- hacia esta dimensión de la justicia, porque el escenario penal suele ser el espacio crítico de los derechos humanos, como se mira en la suma de casos llevados ante la Corte Interamericana. Este tribunal se ha ocupado, con gran acierto a mi juicio, en extender, hasta donde es posible hacerlo, la cobertura de las garantías establecidas en materia penal a otros ámbitos del litigio y del consecuente desempeño jurisdiccional. Reconozco que el punto suscita observaciones encontradas, pero ciertamente rinde un gran servicio a la causa de los derechos y la justicia.
El artículo 25 se refiere a un espacio de la tutela de los derechos, no a todo el universo ni a todas las particularidades que pudieran aparecer en el ejercicio jurisdiccional: el amparo de los derechos fundamentales, por medios sencillos, rápidos y efectivos, calificativos que se encuentran en las promesas de la Convención y en las mejores aspiraciones de los justiciables, pero no siempre en las figuras judiciales establecidas para acatar ese artículo 25 y satisfacer sus requerimientos. No creo que el recurso dispuesto en el artículo 25 pueda ser sólo sencillo y rápido, pero no efectivo, y tampoco efectivo, pero no sencillo ni rápido. Si falta alguna de estas características, no se podría decir que se cuenta con un recurso que verdaderamente brinde al derecho fundamental la protección deseada por el artículo XVIII de la Declaración Americana y por el artículo 25 del Pacto de San José. En mi voto particular en el caso Tibi -entre otros- he planteado diversas interrogantes acerca de las características de sencillez, rapidez y eficacia del recurso.
Obviamente, una afirmación como la que acabo de formular -pero también cualquiera otra que atraiga los conceptos del artículo 25- debe asociarse con la necesaria precisión acerca de lo que constituye sencillez, rapidez (o brevedad, como dijo la Declaración) y efectividad. Aquí habría que partir de conceptos generales, muy comprometidos con el proyecto tutelar de cualquier recurso, y además atentos a las características que éste pudiera revestir en diversas hipótesis.
Tanto el artículo XVIII de la Declaración como el 25 de la Convención aluden al amparo que el procedimiento tutelar o el recurso deben brindar al sujeto para protegerle contra la violación de sus derechos. Aquel término fue tomado de la tradición jurídica mexicana, que considera al recurso o juicio de ese nombre como la nave insignia del sistema tutelar de derechos con que cuenta México desde mediados del siglo XIX. En mi concepto, esta alusión histórico-jurídica no debiera significar -he aquí un punto examinado por la autora- que el medio tutelar instituido en el artículo 25 sea precisamente el amparo, y menos aún cuando hay vertientes del amparo mexicano que difícilmente reúnen las características exigidas por el artículo 25, y han aparecido en la experiencia constitucional latinoamericana otras denominaciones para figuras similares al amparo mexicano.
En fin de cuentas, cabe echar mano -como señala Garro Vargas- “de una diversidad de instrumentos procesales que puedan cumplir, cada uno de ellos, con el artículo 25 CADH” (pp. XXXII, 302 y 304). Aquí destaca el rasgo de idoneidad del recurso para proteger el derecho en cuestión (p. 314); la “efectividad (del recurso) siempre tiene como presupuesto la elección del instrumento apropiado” (p. 316). Esto puede repercutir en la celeridad del procedimiento elegido para la protección del derecho fundamental (p. 201), pero no suprimirla. En este sentido es posible entender la afirmación que hago -citada por la doctora Garro (p. 203)- en mi voto sobre el caso Acevedo Buendía, cuando aludo a la posible reconsideración legal de un recurso, a la luz de la razonabilidad del plazo, para que de veras corresponda a las disposiciones y finalidades del artículo 25.
Convengo con la doctora Garro en que la jurisdicción interamericana aún deberá avanzar en la precisión del concepto “derechos fundamentales”, para efectos de la tutela convencional otorgada por el artículo 25. Probablemente se llegará a la conclusión de que esos derechos llamados fundamentales son -para los fines del artículo 25 de la Convención- los estatuidos en los textos constitucionales -esto es, el bloque de constitucionalidad-, en la propia Convención y en otros instrumentos que los han recogido bajo ese título característico. Coincido también con la autora en que la tutela de los derechos fundamentales establecida en el artículo 25 no se restringe a los civiles y políticos (p. XXXVII), y menos bajo los conceptos imperantes acerca de la jerarquía de los derechos de diversas “generaciones”.
No sería razonable dar la calificación de fundamentales a cualesquiera derechos -porque entonces sobraría el uso de esa calificación-, pero tampoco negar dicho rango a derechos que las nuevas condiciones de la vida individual y social y el progreso del orden jurídico-político elevan hasta ese plano destacado. Una cosa es el catálogo de derechos básicos que florecieron en el siglo XVIII y otra el de los derechos que han llegado a los grandes textos de los siglos XX y XXI.
No pretendo exponer en este momento mi punto de vista a propósito del debate sobre la controvertida relación entre los artículos 8o. y 25, que la autora ha reseñado con pulcritud al aludir a los pareceres individuales de los jueces y a los pronunciamientos colectivos de la Corte. Sin embargo, deseo recordar que ambos preceptos conciernen, desde diversas perspectivas -una general, otra especial-, a tres cuestiones que la autora examina: el acceso a la justicia, el debido proceso y la protección de los derechos, alcance que he mencionado, por ejemplo, en mi voto acerca del caso Escué Zapata, que la doctora Garro menciona (p. 205).
Ninguna de esas cuestiones se halla excluida -aunque la inclusión tenga diversa intensidad y cuente con particularidades evidentes- de los artículos 8o. y 25. Diré, citando el texto que ahora comento y sin perjuicio de otras precisiones, que “cuando se considera que el derecho al acceso a la justicia deriva de los artículos 8o. y 25 CADH, todo lo que se diga de uno repercute en la interpretación y aplicación del otro, porque se tienen por inescindiblemente unidos” (p. 310).
Todo eso late en el artículo 8o., precepto de alcance general, y se mantiene en el 25: aquél gobierna la materia entera de la tutela jurisdiccional para la solución de litigios y la determinación de derechos y obligaciones, que culmina en la protección de derechos; el segundo impera en el campo de los derechos fundamentales, en el que la Convención puso el énfasis que creyó conveniente, con razón. En sustancia, esta fue mi opinión en el voto que emití en el caso Herrera Ulloa, que la doctora Garro menciona en la página 197 de su libro.
Si extremamos esta unidad de raíz y objetivos -por encima de las especificidades evidentes y de las perspectivas en que se coloquen el observador y el aplicador- podríamos concluir que los temas de ambos pudieron reunirse, con precisiones convenientes, en un solo precepto omnicomprensivo de la protección jurisdiccional de los derechos humanos. ¿Acaso no es éste, en un espacio amplio, total, el designio del artículo 8o.? ¿Acaso no lo es, en un espacio determinado, específico, el del artículo 25? Esto no implica, en modo alguno, que se diluyan la entidad y la identidad de los temas regulados en cada precepto y que se extravíen o pierdan las fronteras entre ellos. No ocurre semejante cosa entre el género y la especie de una materia.
En el orden de consideraciones que nos ocupa, el artículo 25 apareja un “sistema de protección judicial consistente en un recurso específico, distinto de los supuestos de enjuiciamiento mencionados en el artículo 8o. CADH” (p. 198); “el artículo 25 CADH es especie del artículo 8o. CADH, pues éste contiene el amplio derecho a la acción y aquél el derecho a un recurso específico para la protección de los derechos fundamentales” (p. 322; asimismo, p. 332, donde se indica que el artículo 25 plantea “un plus de defensa para los derechos fundamentales... En la página 197 se acoge mi voto en el caso Herrera Ulloa: el recurso del artículo 25 tiene “entidad propia que le distingue del procedimiento al que se refiere el artículo 8o.”).
Aunque quizás bastaría el artículo 8o. para la tutela de todos los derechos, es razonable y útil la presencia del 25. Podría “afirmarse que la existencia del artículo 8o. CADH es necesaria [y] la del artículo 25 CADH es conveniente. Aunque éste no existiera -dice la autora- bastaría el artículo 8o. para proteger los derechos fundamentales” (p. 316). Empero, la carencia de un texto como el que recoge el artículo 25 nos haría perder aquel pertinente plus de protección que desborda los probables límites del artículo 8o.
En este extremo me gustaría precisar la aseveración que hago en mi voto sobre el caso Comunidad Indígena Sawhoyamaxa, que también figura en esta obra. Manifesté que la protección procesal de los derechos fundamentales “no queda necesariamente absorbida, incorporada o subsumida en el artículo 8o.”. En efecto, el citado plus confiere alcance especial al artículo 25; por ello, el desempeño tutelar de este precepto no resulta a fortiori absorbido, incorporado o subsumido totalmente por el artículo 8o.
Es posible transgredir el artículo 8o. -en algunos de sus extremos- sin violar el 25; también se podría violentar éste -aunque reconozco que la cuestión resulta más discutible- sin quebrantar el 8o., o bien, como ha ocurrido muy a menudo, infringir ambos a un tiempo. Agregaré que mi opinión no entraña reproche a los redactores de la Convención, que es un instrumento destinado a prevenir y resolver problemas en la realidad de la relación entre el poder público y el ciudadano. Este designio práctico podría justificar la redacción o el emplazamiento de un precepto de manera conveniente para la satisfacción de ese propósito, opción que no sólo reviste naturaleza jurídica, sino también intención política, como toda obra normativa.
En fin de cuentas, las exigencias formales del artículo 25 -asunto que examina, acuciosamente, la obra de la doctora Anamari Garro- deben observarse de manera conjunta; no bastaría con una de ellas para la defensa real de los derechos; no sería suficiente para el sujeto que pretende este objetivo en las complejas, severas circunstancias en que a menudo se desenvuelve su contienda con el Estado. Es preciso que el recurso que se le reconoce para amparar su derecho sea a un tiempo -como se menciona en la página 201- efectivo, sencillo y rápido.
A mi modo de ver -y seguramente también bajo la óptica del justiciable en el caso concreto- es menester que la tutela del sujeto satisfaga todas esas exigencias para que constituya, de veras, la protección judicial deseada -y ordenada- por la Convención. Lo he manifestado en otras oportunidades -voto en el caso Tibi-, a través de caracterizaciones en torno a la sencillez, la rapidez y la efectividad, que la autora recuerda (pp. 201-202). Recibo, pues, la interpretación preferida por la corriente que sostiene la simultaneidad de las tres características, porque “es la posición más sensata” -observa la autora-, independientemente de que fue la inicialmente acogida en los trabajos preparatorios del Pacto (p. XLV).
La tarea del tribunal y de los intérpretes de la Convención debe seguir avanzando, como lo ha hecho hasta ahora. Por lo pronto, esa tarea se halla en un capítulo intermedio. Para su avance es muy útil, e incluso decisivo, el desvelo de los analistas que con talento, conocimiento y buena voluntad examinan objetivamente el quehacer judicial. En estas filas figura la doctora Garro Vargas, que se ha esmerado, con excelentes resultados, en la obtención de los objetivos que expuso en las primeras páginas de su obra y que confirma en las líneas finales: “sólo la adecuada interpretación de (las) normas (que examina) permite administrar la justicia en los ámbitos interno e interamericano, consolida la viabilidad sistémica de las respectivas jurisdicciones, y logra así la efectiva defensa y protección de los derechos humanos en el Hemisferio” (p. 335).