Es plausible la aparición de esta obra, debida a dos autores excelentes y concentrados en un tema de primer orden para la justicia electoral, que en este espacio tiende un necesario puente -tradicionalmente ignorado- hacia la justicia social. Esta es una de las implicaciones de la obra, su punto de llegada, pero el de partida es mucho más amplio y encierra sugerencias mayores acerca de los paradigmas constitucionales, la interpretación de los textos supremos -un tema constante de juzgadores de diversa especialidad, particularmente los de competencia constitucional e internacional-, la recepción de los datos culturales en una sociedad heterogénea -"pluricultural", dice el artículo 2o. de la Constitución, reformada en este punto bajo fuerte presión social- y el nuevo pacto en una sociedad compleja, dinámica, exigente y a menudo victimada: la sociedad en la que cada quien tiene su propia figura y todas las figuras, reflejadas en un espejo, poseen un solo nombre: "nosotros".
El libro que aquí comento es producto del talento, el trabajo y la diligencia de dos jóvenes autores que poseen elevada calidad académica y práctica profesional en el ámbito de la jurisdicción electoral o la tutela de los derechos humanos, un escenario de gran prestancia y combate cotidiano. La combinación entre la reflexión académica y el ejercicio profesional nutre la autoridad de los autores y, por supuesto, el valor de la obra.
Con Mauricio del Toro Huerta he llevado adelante diversos trabajos académicos en el marco del Instituto de Investigaciones Jurídicas o en otros foros. Somos coautores de una obra que informa sobre la situación de nuestro país en el escenario internacional de los derechos humanos, al que México ha llegado en diversas ocasiones y con el que ha establecido una relación que espero sea profunda y duradera: México ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Decisiones, transformaciones y nuevos desafíos. Asimismo compartí con Del Toro tareas en la administración electoral cuando ambos colaboramos en el Instituto Federal Electoral (hoy Instituto Nacional Electoral) durante el proceso de la elección nacional de 2011-2012.
Previamente, el profesor Del Toro Huerta había sido -y posteriormente siguió siendo- funcionario del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, tarea que le ha permitido conocer a fondo y con detalle los temas y problemas de esa jurisdicción, y entre ellos los correspondientes a cuestiones derivadas del régimen propio de pueblos y comunidades indígenas. Del Toro es doctor en derecho por la Universidad Complutense de Madrid y se ha desempeñado como catedrático en la Facultad de Derecho de la UNAM.
El coautor de esta obra, doctor Rodrigo Santiago Juárez, tiene los mismos haberes de académico distinguido y funcionario público. Con doctorado por la Universidad Carlos III de Madrid, se ha comprometido con la defensa de los derechos humanos en la Dirección General del Programa de Agravios a Periodistas y Defensores Civiles de Derechos Humanos, de la Comisión Nacional de esta competencia. Es tratadista, autor de obras diversas que han visto la luz en México y en otros países. Destacaré entre sus publicaciones el libro Lealtades compartidas. Hacia una ciudadanía multilateral, obra que acredita su vocación y esmero en torno a los temas de la diversidad, que son materia central de la obra a la que me refiero en esta nota.
El lector encontrará aquí el tratamiento de varios temas mayores para la reflexión y la experiencia en el mundo de nuestros días, que sigue depositando grandes esperanzas en el feliz desenvolvimiento y la adecuada aplicación de aquéllos. A la cabeza figuran los derechos humanos, mascarón de proa de la libertad y el progreso, que suelen navegar entre vientos cruzados. No extraña que en este sector hablemos de "crisis", una voz y una circunstancia que nos asedia.
Junto al interés por los derechos humanos -y en relación estrecha, constante, con ellos- un tema relevante en el cimiento y el despliegue de la obra es la posición de los tribunales en esta época, que es la "hora de los juzgadores", en la que ha operado -en contraste con lo que ocurría no hace mucho tiempo- una notable redistribución del poder, interna e internacional. De "boca que pronuncia las palabras de la ley", según la formulación de Montesquieu, el juez pasó a ser factor del nuevo derecho, que es más que intérprete devoto de las intenciones originales del legislador; otro arduo tema para los juristas y, no menos, para los pueblos y los estadistas. De esta suerte, el juzgador se propone brindar la circunstancia para el hombre nuevo en una sociedad dinámica y extraordinariamente compleja.
En este mismo orden de reflexiones, la obra de Del Toro y Santiago Juárez avanza con naturalidad en el examen de la situación que guarda el ser humano en el abigarrado -e incierto- panorama del derecho y la sociedad moderna. Se interna en el sentido y la aplicación del socorrido principio pro homine o pro persona -con el que hemos dado un nuevo cauce a la interpretación jurídica-, que debiera referirse al ser humano de carne y hueso, como lo somos y lo entendemos, no a ciudadanos imaginarios -para emplear la afortunada expresión de Escalante Gonzalbo- que anidan en el nicho de la imaginación constitucional.
El examen del principio pro persona se hace en un extenso apartado de la obra (pp. 120 y ss.), que incorpora diversos conceptos. A ellos podríamos agregar las aplicaciones sectoriales de pro persona al amparo del principio de especificidad, que no contraría, sino que refuerza o posibilita la operación efectiva del principio de igualdad: pro mujer, pro niño, pro discapacitado, pro migrante, pro indígena.
Existe, sin duda, una tensión entre el principio de igualdad (proclamado en la enfática declaración de que todos los hombres nacen libres e iguales) y la realidad social en la que arraiga un principio de otro signo: especificidad, que se ha abierto camino en el itinerario del Estado social y de la jurisdicción que pondera y corrige inequidades. Esto conduce a incursionar en factores de igualación entre justiciables, como dijo Couture, y a propiciar con racionalidad tutelas diferenciadas, como señala el jurista argentino Roberto Berizonce. Es así que Ferrajoli observa -y los autores asumen la idea- que "el reconocimiento de las diferencias no aumenta el grado de desigualdad, sino que busca disminuirlo" (p. 70).
En el corazón de estas cuestiones, miradas con ojos de historiador, pero también de ciudadano actual, se halla el estado que guardan los indígenas en nuestro mundo americano, y específicamente mexicano, titulares -como todos- de derechos y libertades, pero acosados por circunstancias de vida que imponen limitaciones y restricciones reales a esos derechos y a esas libertades, hasta volverlos ilusorios. El punto de partida para la corrección de estos extravíos, es que los derechos y las libertades sean comprendidos y acogidos, tutelados y preservados, al amparo de un paradigma constitucional que los autores enarbolan desde el título mismo de su obra y a lo largo de sus páginas reflexivas y aleccionadoras.
Del Toro y Santiago Juárez examinan diversas corrientes que pretenden resolver el encuentro entre el yo y el otro, y se pronuncian por la perspectiva intercultural como "la concepción más garantista de la diversidad y de los derechos de las personas y de los pueblos a su propia identidad y autonomía" (p. 89). La consideran
una propuesta frente a los crecientes niveles de complejidad y conflictividad generados a partir de diversos procesos concurrentes de globalización... y a la constatación... de que la mera vigencia de un orden normativo no garantiza su aplicabilidad y eficacia ni, mucho menos, su aplicación (pp. 91 y 92).
Los autores siguen al filósofo Mauricio Beuchot en la aspiración de "impulsar el diálogo intercultural a partir de salvaguardar lo más posible las diferencias culturales, pero sin perder la capacidad de integrarlas en la universalidad" (p. 105). Sostienen que
la incorporación de la perspectiva intercultural en la defensa de los derechos humanos es indispensable para comprender antes de juzgar la diversidad cultural, responde a una deuda histórica y constituye un deber constitucional derivado del reconocimiento de la composición pluricultural del Estado mexicano y el deber de garantizar la protección más amplia a las personas (p. 19).
En sus conclusiones, los autores proponen la recepción explícita de la perspectiva intercultural en la Constitución (p. 210), que la afiance con la mayor fuerza, al abrigo de dudas y contradicciones.
Es así que desembarcamos en el universo de los vulnerables, que en América no es -pero tampoco en otras partes- un pequeño grupo sino una gruesa mayoría de la población, en la que los indígenas hallan su propio espacio. Ferrajoli se ha referido a las leyes del más débil, destinadas a combatir antiguas y perseverantes tiranías y culturas opresivas. También podemos hablar de jurisdicciones del más débil, orientadas en la misma dirección para que los iguales sean de veras iguales y los libres realmente libres.
Esto implica una renovada concepción del poder, un enorme cauce de empoderamiento que se abre en diversos territorios, y desde luego en el que de manera más explícita -no digo más influyente o determinante- tiene que ver con el ejercicio del poder político: el régimen electoral.
Los autores ponen énfasis, naturalmente, en el examen de estas cuestiones desde la perspectiva judicial, en la que "en la mayoría de las veces -señalan- no se advierte una disposición al descendimiento de las perspectivas tradicionales y al diálogo intercultural" (p. 117). Pasan revista al quehacer judicial en este ámbito, que parece tener una doble vocación: preventiva y resolutiva (p. 214). Examinan los desarrollos jurisprudenciales del Tribunal Electoral, bajo diversos epígrafes: las bases del diálogo, la función de reconocimiento, la función regulativa, el derecho a la diferencia en acción y entender para dialogar (pp. 158 y ss.).
Los órganos de la justicia estatal han ingresado en el mundo indígena, ahora con un sentido y un destino diferentes de los que caracterizaron su ingreso histórico, que fue absorbente y unificador. Ya no. Los autores hacen ver que
el hecho de que se judicialice la vida interna de las comunidades en aspectos tan sensibles como la designación de autoridades tradicionales o municipales mediante sus propios sistemas normativos, trae consigo consecuencias e impactos (negativos y positivos, dependiendo del caso) en la comunidad y en sus integrantes, procesos y consecuencias que deben ser analizados y discutidos desde diferentes perspectivas, y no sólo desde la posición de "ganadores" o "perdedores de un litigio" (pp. 20-21).
Esto abre al juez jurista el horizonte del juez sociólogo.
La jurisprudencia ha tenido que bregar contra concepciones tradicionales que ya no se amoldan al paradigma constitucional que los autores analizan, y así reconstruir conceptos, encaminados a conseguir situaciones de justicia y equidad, tan difíciles de alcanzar cuando la reconstrucción enfrenta el peso de una cultura uniforme o dominante que se alimenta de sí misma y se considera depositaría de la verdad y del desarrollo; "perspectiva monocultural... a partir de un liberalismo rampante y en aras de la protección de una idea abstracta de las personas" (p. 34). Esto no conducía al reconocimiento de la diversidad, sino a su desaparición por asimilación o integración (p. 38).
Tras el examen detallado de los pasos de la justicia electoral, se llega a la conclusión de que ésta es forjadora de grandes progresos y auspiciadora de buenas prácticas. Sin embargo, se halla pendiente el estudio de la incidencia de las resoluciones sobre las comunidades indígenas, y la valoración del conjunto (pp. 215 y 216). También, la reconsideración del lenguaje y la lectura de la Constitución "en clave de interculturalidad y no de estricta jerarquización" (idem).
Conviene invocar en este punto la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La Corte de San José se encontró hace algunos años con la reclamación de los derechos de indígenas, individuales y colectivos, cuyo despliegue parecía tropezar con algunas piedras en el camino, entre ellas una tradición de violaciones que ha predominado por siglos. Ante todo, el etnocidio integral, que se llevó adelante metódicamente: exterminio de dioses, exterminio de reyes, exterminio de derechos, exterminio de personas. Fue necesario que la presencia indígena navegara subterránea e irrigara, desde el subsuelo, ciertas sublevaciones que afloraron en la superficie.
Otro punto relevante para la formación de la jurisprudencia interamericana fue el reconocimiento, con base en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de que éstos corresponden a los individuos, no a las comunidades, como pontificó el orden jurídico liberal del siglo XIX. Por ende, había que encontrar la forma de que se respetaran los derechos de las comunidades, marco para los derechos de los individuos.
Además, una gruesa capa de conquistas y afirmaciones, muchas de ellas con apreciable licitud, había cubierto las viejas facultades y las pretensiones supervivientes de los indígenas. Éstas parecían oponerse al progreso y ciertamente entraban en colisión con los alegatos de la modernidad. Finalmente, opera el hecho de que los indígenas no son la mayoría de la población en los Estados americanos -con salvedades- y por lo tanto la estructura del poder no milita en su favor, sino en su contra.
La jurisprudencia interamericana debió comenzar por donde había que hacerlo, en el primer caso que conoció para juzgar sobre reclamaciones indígenas: el caso de la ComunidadMayagna, de Nicaragua. En este litigio, la CortelDH reconoció la fuerza del derecho consuetudinario y la legitimidad de las reivindicaciones ancestrales. Esa misma jurisdicción se pronunció de nueva cuenta en torno a las pretensiones indígenas, esta vez directamente asociadas con el ejercicio del poder formal, en el caso Yatama, también de Nicaragua. Los indígenas -dijo la Corte de San José- no están abligados a lograr la participación en las decisiones mayores de la sociedad a través de los cauces previstos por los otros integrantes del gran colectivo nacional: partidos políticos y elecciones a manera de éstos, no a su propia manera.
Los mismos temas u otros semejantes han ganado terreno, paulatinamente, en la jurisprudencia nacional. Lo acredita la del Tribunal Electoral, con orientación social -que supera las formalidades previstas para otras sociedades, cuando ellas no permiten hacer justicia o implantar equidad- y lo acredita el esfuerzo de la Suprema Corte en favor de los protocolos que auspician el acceso a la justicia de sujetos vulnerables, entre ellos los miembros de comunidades indígenas.
Uno de los pasos grandes hacia adelante se halla precisamente en el Protocolo Iberoamericano para el desempeño de los tribunales y el acceso a la justicia, adoptado en Chile en 2015, que marcha en una interesante dirección: una suerte de codificación del derecho judicial, en el que confluyen el sistema de estatutos y el sistema de casos. Los autores toman en cuenta las Reglas de Brasilia y este Protocolo Iberoamericano (pp. 139 y ss.).
Vale decir, tras la lectura de la obra de Del Toro y Santiago Juárez y de la revisión de leyes y pronunciamientos judiciales, nacionales e internacionales, que hemos caminado mucho -pero no todo- desde el tiempo en que el alma de los indígenas y su posición en la sociedad se hallaban sujetos a debate, como ocurrió en la polémica sobre los naturales entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas. El camino andado en el curso de esos siglos, pero sobre todo del último, nos ha permitido reconcebir el tejido social -al menos en la teoría más socorrida- y aceptar singularidades en un ámbito que pareció el paraíso de la uniformidad y la igualdad: el orden político y, dentro de éste, el orden para el acceso y la administración del poder: el sistema electoral.
Las últimas líneas de la obra comentada son inquietantes y merecen reflexión:
En cualquier caso [señalan, después de mencionar logros y pendientes] los avances siguen siendo mínimos frente a una realidad nacional compleja y asimétrica, marcada por tensiones políticas, jurídicas, económicas, sociales y culturales, y donde el escenario de la diversidad cultural está en una encruci jada entre la desigualdad estructural, la discriminación y la exclusión (p. 216).