Introducción
El desarrollo es un régimen de representación que surge en la segunda posguerra y se afianza en las últimas décadas del siglo XX. Entendido como una narrativa inherente al proyecto de la modernidad (Lander, 1993; Escobar, 2007), se despliega ampliamente sobre buena parte de la geografía cultural, económica y política de los llamados países tercermundistas estableciendo dinámicas territoriales de subordinación. Diferentes miradas críticas dirigen su atención a las grandes narrativas de la modernidad, en general (Lyotard, 1987), y del desarrollo, en particular (Escobar, 2007; Lattuada et al., 2015); nos interesa recuperar ese punto de vista, ya que las grandes narrativas dan sentido y ordenan las experiencias, al tiempo que legitiman actores, instituciones y prácticas.
En este artículo nos interesa analizar el modo en que la narrativa del desarrollo transforma y ordena el territorio rural del noroeste de la provincia de Córdoba (Argentina) con efectos de (des/re)territorialización en las formas campesinas de habitar. Para llevar a cabo este objetivo se realizan los siguientes procedimientos: una revisión de los antecedentes de las políticas de desarrollo territorial rural en Argentina; el estudio puntual de una política actual, orientada a fortalecer el arraigo poblacional en la ruralidad. Luego, observamos la expansión del modelo agroindustrial en la provincia y, por último, reflexionamos sobre las políticas habitacionales para la región noroeste, estipuladas por el Plan de Desarrollo del Noroeste Cordobés (Secretaría General de la Gobernación, 2019), emblemática política rural de la provincia de la última década.
Una perspectiva no esencialista de las formas de habitar supone un desplazamiento de las categorías dualistas (urbano-rural, atraso-progreso, entre otras) y el desafío de mantener la atención sobre las dinámicas, los procesos, las emergencias, las tensiones. Quienes habitan los territorios rurales del noroeste de Córdoba, en particular comunidades campesinas, han construido históricamente formas de vida vinculadas al trabajo de la tierra (cría de ganado, elaboración de productos basados en la recolección de frutos de monte y hierbas medicinales, entre otros), que permiten su subsistencia y al mismo tiempo la inserción en el mercado, ya sea incorporando su producción o vendiendo su fuerza de trabajo.
La comprensión de esos fenómenos en su complejidad requiere una aproximación conceptual que denominamos procesos socioterritoriales de producción de hábitat. Aunque luego nos extenderemos en este concepto, a modo introductorio, podemos decir que esta perspectiva socioterritorial reconoce que el territorio se produce y se sostiene mediante relaciones sociales, con sus luchas, historias, potencias y modos de vivir. Es decir, el territorio se compone a partir de una determinada forma de relación social, una forma específica de producción de espacio con sus límites, fronteras y conflictividades, por lo tanto “las relaciones sociales, por su diversidad, crean varios tipos de territorios, que son continuos en áreas extensas y/o son discontinuos en puntos y redes, formados por diferentes escalas y dimensiones” (Mançano Fernandes, 2005: 277). Existe un dinamismo en el concepto de territorio, definido por Haesbaert (2013: 26) como el “producto del movimiento combinado de desterritorialización y de reterritorialización, es decir, de las relaciones de poder construidas en y con el espacio, considerando el espacio como un constituyente, y no como algo que se pueda separar de las relaciones sociales”.
En concordancia, proponemos una aproximación al hábitat en tanto forma de territorialidad compuesta por un sistema de espacios que articulan planos materiales y simbólicos en constante movimiento. Los procesos socioterritoriales marcan una diferencia con el concepto tradicional de hábitat, usualmente reducido a la vivienda -concepción frecuente del Estado para sus intervenciones en el territorio-, acentuando su carácter dinámico.
En ese sentido, analizaremos las tensiones entre las formas en las que el Estado entiende al territorio rural y las formas campesinas de producción de hábitat. Por medio de políticas públicas articuladas en torno a la idea de progreso, quintaesencia del desarrollo, el Estado realiza una toma de posición que predomina -al menos temporalmente- frente a la cuestión social, tratándose en este caso de la mejora en la calidad de vida de las comunidades rurales campesinas. Sin embargo, las políticas orientadas a este sector conviven, en el mismo territorio rural, con el fomento a “políticas privadas” (Mançano Fernandes, 2005) extractivistas agroindustriales. Estas dos formas de producción de territorio coexisten en disputa asimétrica.
Nuestra hipótesis es que la narrativa del desarrollo se expresa como una constante en territorios rurales, con un sentido articulado entre políticas públicas y privadas, produciendo la (des/re)territorialización en las formas campesinas de habitar.
En términos metodológicos, el área de estudio seleccionada es la región del noroeste de la provincia de Córdoba, un territorio de 50,000 km2 que congrega 135 parajes de 10 departamentos donde habitan más de 230,000 habitantes. La estructura del texto comienza con un apartado conceptual que enmarca el objeto de estudio, dando cuenta de las categorías desde las cuales se propone el análisis; en el segundo apartado lo desplegamos.
En primer lugar, analizamos los antecedentes de las políticas de Desarrollo Territorial Rural en Argentina y lo puntualizamos en una política nacional, presentada en el 2021, orientada a fortalecer el arraigo poblacional en la ruralidad; la estrategia de abordaje es el análisis de contenido cualitativo: se busca identificar las definiciones, alcances y tensiones vertidas en el instrumento. Concretamente abordamos la convocatoria a postulaciones para financiamiento que se instrumentó (Consejo Económico y Social, 2021).
En segundo lugar, nos abocaremos al análisis de la expansión del modelo agroindustrial para señalar la tensión con las formas de producción campesina, situado en la provincia de Córdoba (en este caso algunas referencias al modelo productivo se ponen en relación con todo el territorio provincial); para este texto trabajamos sobre algunos estudios de la región que se enfocan en el avance de los desmontes, la incorporación de nuevas tecnologías, trabajos propios basados en investigaciones de campo en la región y datos censales que nos permitan analizar el movimiento poblacional y el tipo de actividad económica privilegiada de la provincia.
En tercer lugar analizaremos las políticas habitacionales para la región noroeste, estipuladas por el Plan de Desarrollo del Noroeste Cordobés para el área de hábitat. El “Plan de Sustitución de Viviendas Precarias y Erradicación del Mal de Chagas” es una política pública emblemática en la atención del hábitat rural de la provincia de Córdoba, ejecutado entre 2009 y 2019. Concretamente, presentamos los resultados del estudio de los informes de gestión y estudios de caso analizados en el marco de proyectos de investigación.1 En el último apartado del texto exponemos las conclusiones.
Este trabajo se asienta en el estudio de diferentes fuentes: censos, documentos oficiales (como informes sobre implementación de políticas públicas y convocatorias públicas a financiamientos), página web de organismos multilaterales de crédito y empresas del rubro agroindustrial. Asimismo, consultamos producciones científicas de autores afines a las temáticas e informes socioambientales y medios de comunicación. Finalmente, este trabajo se inscribe entre los antecedentes del Grupo Interdisciplinario de Estudios sobre Hábitat y el Observatorio de medios sobre discursividades en torno al hábitat y ruralidad en la Provincia de Córdoba.
1. Expresiones territoriales del desarrollo: encrucijadas para el hábitat rural campesino
Las epistemologías del Sur y la perspectiva decolonial develan en su análisis la cara oculta de la modernidad, es decir, todo aquello que en su discurso se construye como un aspecto exterior, no-moderno, subalterno. Esta forma de pensamiento abisal (Santos, 2009) se compone a partir de un sistema de distinciones que constituyen aspectos visibles e invisibles: “el reino de este lado de la línea y el reino del otro lado de la línea. Una división en la que el otro lado de la línea se desvanece como realidad, se convierte en existente [...] se produce como inexistente” (Santos, 2017: 159).
Así, la modernidad se encuentra estrechamente ligada a la historia del colonialismo y la colonialidad, aunque, como sostiene Grosfoguel, la colonialidad no puede asimilarse completamente al colonialismo: “no se deriva de la modernidad ni antecede a ella. La colonialidad y la modernidad constituyen dos lados de una misma moneda” (Grosfoguel, 2006: 27). La colonialidad es comprendida como un patrón de poder que emergió y sobrevivió al colonialismo y que es inmanente a la modernidad.
La modernidad puede entenderse como un modelo civilizatorio en el que se configura un nosotros moderno con facultad de intervenir en territorios, grupos, conocimientos, prácticas y subjetividades, y que en la diferencia constituye un otro no-moderno. El reconocimiento de esa exterioridad, denominada “diferencia colonial” (Mignolo, 2003) es una conceptualización que permite reconocer las naturalizaciones presentes en el discurso de la modernidad/colonialidad, abordada para fines analíticos desde diferentes dimensiones.
Entre los dispositivos discursivos más relevantes de la modernidad, el del desarrollo es sin lugar a dudas uno de los más extendidos. Tomando el concepto de metarrelato, propuesto por Lyotard (1987), puede considerarse al discurso en torno al desarrollo, quintaesencia del progreso, como una de las narrativas o relatos propios de la modernidad, en cuyo seno se legitiman instituciones y prácticas que reproducen órdenes de colonialidad.
Cuando se trata de lo rural y lo campesino existe una constante y es la persistente tensión entre progreso y atraso, moderno y antiguo, así como otros pares dicotómicos que de manera frecuente catalogan la experiencia rural/campesina de habitar como un modo atrasado de hábitat, indeseable en sus materialidades o formas y, por ello, un escenario propicio para ser intervenido. De esta forma, la propuesta teórica que desarrollamos nos permitirá visibilizar la manera en que diferentes dicotomías y reductivismos condicionan estos modos de vida rurales-campesinos.2
La condición colonial de la narrativa del desarrollo se traduce en definiciones exógenas que pretenden mejoras en la calidad de vida, sin incluir los saberes, prácticas y otras perspectivas de quienes serán alcanzados por tales intervenciones. Un proceso enunciativamente inclusivo basado en un proceso epistemológicamente excluyente. En ese sentido, tanto modelos exógenos de desarrollo como modelos que segregan las problemáticas del hábitat urbano respecto del rural (y viceversa) hacen poco por su resolución. Esto se hace aún más evidente ante territorialidades que se encuentran en la intersección, es el caso del periurbano, rur-urbano o los procesos de urbanización en el campo (rurbanización), cuyo carácter esencial es el de interpenetrar las fronteras de una y otra definición (Cimadevilla, 2007).
En ese sentido, esencializar las formas de habitar hace poco por la comprensión de procesos eminentemente dinámicos, por ello intentamos poner de relieve una idea sobre las territorialidades múltiples, reconociendo al territorio como el soporte de múltiples sentidos. El espacio, nos recuerda Milton Santos (2000), es al mismo tiempo forma y contenido; no es posible escindir los sentidos que aloja un espacio o territorio de los condicionantes que el propio escenario impone a toda producción simbólica que remita al mismo. Así, espacio y sociedad son dos planos de un mismo fenómeno. No existe un espacio “no significado” socialmente. En ese marco, lejos de esencializar, buscamos comprender las territorialidades campesinas silenciadas bajo el discurso del desarrollo.
1.1. El desarrollo rural como discurso ordenador en los territorios
Luego de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo establece coordenadas geopolíticas, distinguiendo entre países desarrollados o primermundistas y subdesarrollados o tercermundistas. En el marco histórico que se presenta había dos protagonistas indiscutibles, los denominados primer y segundo mundo: el bloque occidental y el bloque soviético, respectivamente. De manera sucinta, puede decirse que se calificó de tercer mundo a todos los países que se situaban en la periferia de los dos bloques (Escobar, 2007).
Así, el desarrollo se constituyó como una política externa, impulsada concretamente por el gobierno norteamericano, orientada a intervenir en países pasibles de recibir apoyo internacional, y encubriendo la capacidad de desplegar control sobre aquellos territorios donde el comunismo tenía latencia. Se estableció así una concepción evolucionista unilineal con pretensión universal, que planteó como modelo de llegada los países capitalistas dominantes de Occidente (Lattuada et al., 2015; Escobar, 2007).
En este modelo, se estableció un juego de dicotomías en las que sólo existían dos sectores: uno moderno (industrial y urbano), capaz de compensar las faltas del otro sector, y otro que por definición es atrasado (rural y agrario). La relación entre ambos, en este modelo, está dada por la inexorable necesidad de atravesar diferentes etapas para alcanzar ese ideal de desarrollo.
En ese marco, el discurso científico y tecnológico se volvió además el elemento en la narrativa del desarrollo capaz de componer los dispositivos -conceptuales y técnicos- necesarios para el progreso. Así, la incorporación de tecnología moderna, de avances científicos y la inversión de capital e infraestructura que posibilitaran el aumento de la producción, la productividad y los ingresos constituyeron la base de la transformación estructural propuesta (Lattuada et al., 2015).
Desde estas definiciones, el desarrollo en el sector rural estuvo asociado a la idea de modernización tecnológica. Esto se tradujo en acciones orientadas a fortalecer actividades agropecuarias de mayor escala, promover su industrialización y su inserción en circuitos comerciales de mercado, superando así las formas tradicionales de producción de pequeña escala caracterizadas como agricultura de subsistencia (Camarero et al., 2020). Por supuesto que este modelo acarreó transformaciones sociales, culturales, ambientales, políticas, organizacionales constitutivas de las formas de habitar los territorios rurales, invisibles a los indicadores de productividad dominantes.
Como señala Valcárcel (2006), el desarrollo desde la perspectiva de la modernización proponía sentar las bases para reproducir en todos los países las condiciones que caracterizaban la situación de las naciones económicamente más avanzadas. Esto es, el desarrollo del proceso de industrialización, alta tasa de urbanización y educación, tecnificación de la agricultura y adopción generalizada de los valores; en otros términos, principios y formas de organización de la modernidad: “orden, racionalidad y actitud individual” (Lattuada et al., 2015: 43).
Entre la década los 60 y los 70 surgió en Latinoamérica una perspectiva conceptual vitalmente crítica de la teoría de la modernización y su enfoque evolucionista lineal: la teoría de la dependencia (Cardoso y Faletto, 1973); esta teoría, ampliando el enfoque hacia la escala geopolítica mundial, sostuvo que no es posible pensar la condición de subdesarrollo de algunos países sin analizar su relación con los países desarrollados. Ambas condiciones son efecto de la fase imperial del capitalismo mundial y de la división internacional del trabajo. La relación entre centro y periferia se asocia, entre otros aspectos, al grado de valor agregado que cada país puede añadir a su producción.
En esta polarización existen países abocados a la producción de bajo valor agregado (extractivo o agropecuario) y países que concentran la producción de alta tecnología (industria y servicios), lo cual genera un intercambio económico asimétrico que profundiza la relación de dependencia (Cardoso y Faletto, 1973).
Este enfoque abrió una perspectiva de singular valor para el análisis geopolítico y colonial, profundizando especialmente en los orígenes de la situación de dependencia de países latinoamericanos se observan continuidades en otros planos de la propuesta. Además de sostener los planteos dicotómicos -desarrollo/subdesarrollo; tradicional/moderno; rural/urbano; agro/industria- esta corriente de pensamiento sostenía un enfoque determinista tecnológico, productivista y urbanocéntrico. Lattuada sostiene:
Las vías de transformación [propuestas por la Teoría de la Dependencia] estaban orientadas en el mismo sentido aunque cambiase el signo político: mayor tecnología, mayor productividad, urbanización, racionalización e institucionalización de las relaciones económicas, ruptura de los patrones tradicionales del sistema político y reemplazo por un Estado moderno, y participación política de las mayorías (Lattuada et al., 2015: 45-46).
Una década después, blandiendo la idea de ayudar a países subdesarrollados, se instaló con fuerza un renovado esfuerzo modernizador: en 1989 se publicó el denominado Consenso de Washington. Este nuevo impulso al modelo de desarrollo habilitó una etapa del capitalismo aún más cruenta en nuestra región, impulsando una reducción dramática del Estado y un avance del mercado como principal institución reguladora de las relaciones económicas, productivas y sociales. Así, desarrollo y crecimiento económico se instalaron como sinónimos, asociados en este caso con el ajuste estructural y la apertura unilateral al mercado externo.
Bajo los efectos de este modelo, el desarrollo rural comenzó a ocupar un lugar en la agenda pública de países como Argentina. Concretamente, el Desarrollo Territorial Rural (DTR) emergió como enfoque superador de las propuestas del ajuste estructural y las corrientes de pensamiento del posconsenso de Washington (Lattuada et al., 2015). Si bien es una propuesta que se desarrolló a mediados de la década de los 90, en la Argentina su influencia se observó una década después. En esta línea, Schejtman y Ramírez han definido al DTR como:
un proceso de transformación productiva e institucional de un espacio rural determinado, cuyo fin es reducir la pobreza. La transformación productiva tiene el objetivo de articular competitiva y sustentable la economía del territorio a mercados dinámicos. El desarrollo institucional tiene los propósitos de estimular y facilitar la interacción de los actores locales entre sí, entre ellos y los agentes externos relevantes, y de incrementar las oportunidades para que la población participe del proceso y sus beneficios. Por otra parte, se ha señalado que para los programas de DTR, el territorio es una construcción social, es decir, un espacio de identidad y con un proyecto de desarrollo concertado socialmente (2004: 1-2).
Entre sus principales características, el DTR supuso un incentivo a la inserción de territorios rurales a mercados dinámicos, principalmente a través de transformaciones productivas. Esto tenía como horizonte la inclusión de los sectores más empobrecidos y de los pequeños emprendimientos agroindustriales que dieran cuerpo a un nuevo paradigma de desarrollo.
Se observa una focalización en la población de mayor vulnerabilidad asentando las acciones de intervención en la dimensión productiva. Hay un aspecto destacable de esta perspectiva y es que el DTR define, entre la población más vulnerable, no sólo a los productores agropecuarios y a sus familias sino también al conjunto de la población que reside y trabaja en el ámbito rural no agrario; esto abre el panorama sobre las formas de habitar rurales campesinas, complejizando la mirada sobre las relaciones sociales en el territorio. Sin embargo, en el conjunto, se observa el persistente énfasis puesto sobre la dimensión económica-productiva y la pretensión de articular con mercados que, según analizaremos, no logran dilucidar la complejidad de los procesos socioterritoriales del hábitat rural campesino.
Autores como Lattuada et al. (2015) y Manzanal y Schneider (2011) señalan que el enfoque del DTR implica el debilitamiento del rol del Estado como una continuidad residual propia del Consenso de Washington. A pesar de ello, la importancia otorgada a los actores locales concuerda con propuestas que buscan superar posturas unívocas en torno al desarrollo, como las reunidas en la perspectiva del postdesarrollo.3 Recuperamos aportes de la geografía que nos permitan ampliar los modos de entender los territorios buscando profundizar la mirada crítica sobre el enfoque del desarrollo.
1.2. (Des/re)territorialización
Las representaciones del territorio componen un denominador común en torno a las intervenciones de las políticas de desarrollo y son concebidas desde un tipo de territorialidad dominante, estrechamente vinculada a los Estados-nación. Su definición a partir de límites precisos permitió en un solo movimiento demarcar los alcances político administrativos de cada Estado y hegemonizar la definición de territorio como espacio de gobernanza. En otras palabras, como unidades geográficas de división escalar de los espacios de gobierno y espacios de control para garantizar el mantenimiento de la subordinación entre relaciones y territorios dominantes y dominados (Mançano Fernandes, 2009).
En continuidad, las políticas de desarrollo intensificaron los procesos capitalistas/extractivos, haciendo de los territorios espacios signados por la eficiencia, propiciando lo que podemos denominar un vaciamiento social de la ruralidad: “en aras del capital, empresas y gobiernos proyectan una visión eficientista de los territorios que considera a estos como socialmente vaciables, en la medida en que contienen bienes valorizados por el capital” (Svampa y Viale, 2014: 31).
Haesbaert (2013) señala que esas definiciones han escindido al territorio de aspectos vinculados a la temporalidad, el movimiento, el flujo y lo simbólico; el autor señala que el territorio se compone del movimiento de desterritorialización y reterritorialización, “de las relaciones de poder construidas en y con el espacio, considerando el espacio como un constituyente, y no como algo que se pueda separar de las relaciones sociales” (Haesbaert, 2013: 26). De este modo, las políticas de la modernidad y el desarrollo generan procesos de desterritorialización de los modos campesinos de habitar a fin de territorializar sus lógicas extractivistas.
En este texto profundizamos en las diversas aproximaciones a la noción de territorio que nos permite la comprensión situada de los procesos socio-territoriales. Mançano Fernandes (2009) plantea que el territorio no es solamente un escenario en el que ocurren las relaciones sociales, sino que está constituido históricamente. En ese sentido, el territorio no se reduce a un espacio de/para gobierno, sino también de pujas por su definición desde diferentes actores sociales; el autor sostiene que es un concepto central en la aplicación de las “políticas públicas y privadas” (Mançano Fernandes, 2005: 4) y un escenario de disputa que reúne, bajo diferentes dinámicas, a las transnacionales, los gobiernos y los movimientos socioterritoriales. Asimismo, dichas políticas configuran diferentes ideas y modelos en torno al desarrollo causando impactos territoriales y creando formas de resistencia y conflictividades.
El autor señala que la etapa del capitalismo que atravesamos configura también políticas neoliberales que influyen en las disputas y en la resignificación del concepto de territorio. Las disputas materiales y simbólicas ocurren en relaciones asimétricas de poder, configurando formas de dominación y reacciones de resistencia. En lo siguiente, profundizaremos en dos formas de dominación territorial que, si bien pueden tener una aparente lógica compensatoria, constituyen dos caras de un mismo fenómeno.
Nos referimos a dos políticas de producción de territorios en el medio rural: las políticas privadas, de expansión del modelo de desarrollo asentado en las commodities -cuya principal conflictividad es la de desterritorializar las formas de habitar campesino para ampliar su territorialidad- y las políticas públicas de hábitat rural campesino -operativizadas principalmente con planes de vivienda que reemplazan los tradicionales ranchos.
En los discursos oficiales expresados por el Estado provincial4 se identifica el claro objetivo de mejorar la calidad de vida de los y las habitantes en el medio rural cordobés; no obstante, como analizaremos a continuación, entendemos que existe una lógica de sinergia entre políticas públicas y privadas.
2. Análisis sobre las políticas de producción de territorios en el medio rural
Como señalamos, la falta de comprensión de la integralidad del hábitat rural campesino, por parte del Estado, y la expansión del modelo agroindustrial constituyen una constante del paradigma de desarrollo moderno y sus intervenciones en territorios rurales. Focalizando en las intervenciones estatales, observamos que el sector rural campesino es objeto de diferentes políticas asistenciales y compensatorias (Lattuada et al., 2015; Gonzáles y Manzanal, 2019), lo cual confirma su carácter de excluidos del sistema dominante. Como parte de una perspectiva segmentada, encontramos que las políticas públicas de agricultura campesina se focalizan en aspectos económicos/productivos, abordados desde la perspectiva de DTR, y las políticas habitacionales orientadas al sector rural focalizan en aspectos constructivos, desde un sesgo urbanocéntrico.
Para el análisis, tomamos como primera referencia las políticas de DTR en Argentina, coexistente y connivente con la continuidad del desarrollo agroindustrial, para después revisar las políticas de vivienda en la ruralidad de la provincia de Córdoba. Como hipótesis interpretativa, sostenemos que estas políticas tienen efectos funcionales al sostenimiento del modelo productivo extractivista, y la consecuente expulsión de modos de vida campesinos.
2.1. Desarrollo Territorial Rural en Argentina
Particularmente en Argentina, la cuestión (entendida como objeto de políticas públicas) del desarrollo rural fue ignorada hasta el retorno de la democracia y activamente abordada a partir de los años 90. Hasta antes de ser advertida, la lectura sobre el devenir del sector rural estaba exclusivamente enfocada en la superioridad económica, social y simbólica que reunía la región pampeana, “excedentaria en alimentos, con una estructura social de menor polarización relativa y con una producción extensiva con tecnología moderna, tempranamente articulada al mercado mundial” (Lattuada et al., 2015: 41).
En una situación completamente diferente, se encontraban otras regiones del país, concretamente en el noroeste, noreste y Cuyo, las poblaciones y sus actividades económicas se caracterizaban por asumir modos de vida campesinos. En esos territorios, donde los indicadores económicos marcaban baja productividad y población con escasa actividad económica, el tema del desarrollo rural ocupó un lugar destacado.
Si bien las primeras negociaciones con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) iniciaron en 1983 junto con el retorno de la democracia, durante los años 90, a la par de un proceso que replegaba al Estado a su mínima expresión y extendía las libertades del mercado, se volvieron protagónicos los programas asistenciales. Estas acciones funcionaron como soluciones parche que no atendían a la raíz estructural o sectorial de los problemas de exclusión, resultando paliativos para quienes pagaban los costos de esta nueva y más cruenta etapa de avance del capital, en el marco de los ajustes que imponía el Consenso de Washington.
Así, dadas las condiciones del nuevo modelo de paridad cambiaria, apertura y desregulación de la economía, emergió en Argentina un escenario problemático que propició el ingreso en la agenda de políticas públicas la cuestión del Desarrollo Rural. Cuando se observó que las exportaciones agropecuarias presentaban una tendencia de disminución, poniendo especialmente en riesgo de desaparición a buena parte de los pequeños y medianos productores de la región pampeana, se pusieron en marcha en la Argentina una docena de programas de asistencia y de desarrollo para dichos productores agropecuarios a cargo de diferentes agencias gubernamentales, como el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos (SAGPyA), sostenidos por distintas fuentes de financiamiento -Presupuesto Nacional, Banco Mundial, BID, FIDA- (Lattuada et al., 2015).
Sin embargo, al cabo de su implementación se observaron magros resultados para los pequeños productores, ya que estas medidas resultaron insuficientes en comparación con la concentración de la estructura agraria que se estaba generando desde mediados de la década del 90. A partir de 1996, Argentina aprobó el uso del paquete tecnológico basado en el cultivo de la semilla de Soja RR (soja transgénica) resistente al herbicida Round-up (glifosato) (Svampa y Viale, 2014).
A principios del siglo XXI se comenzaron a extender en Argentina programas inscriptos en el mencionado paradigma de Desarrollo Territorial Rural, procurando establecer dinámicas superadoras de los efectos postconsenso de Washington. Se establecieron así programas impulsados desde dependencias como la Subsecretaría de Agricultura Familiar (actual Secretaría de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena) a partir de enfoques que buscaron privilegiar las dinámicas territoriales, abriendo un periodo de revisión de los alcances con que se comprende el Desarrollo Rural.
En la actualidad, ciertas continuidades y rupturas pueden observarse en las políticas del paradigma de Desarrollo Rural, es el caso de una reciente convocatoria, lanzada en el 2021 por el Consejo Económico y Social, e impulsada por la Jefatura de Gabinete de Ministros de la Nación Argentina. El financiamiento se enuncia bajo el nombre de “Convocatoria de Proyectos para el Desarrollo Armónico con Equilibrio Territorial” (Consejo Económico y Social, 2021), y tiene una ambiciosa meta demográfica que trata de detener las concentraciones poblacionales en las grandes ciudades, fortaleciendo localidades pequeñas y medianas, a través del eje productivo.
Nos resulta relevante propiciar un análisis sobre esta política, puesto que si bien no es propuesta desde las dependencias estatales que tradicionalmente abordaron el desarrollo rural, el objetivo general promueve la desconcentración demográfica y productiva, problema históricamente situado en las migraciones del campo a las grandes ciudades. Pero además, el primer objetivo específico centra su atención en la ruralidad, señalando “el desarrollo de nuevas actividades productivas en localidades rurales o de baja densidad poblacional, promoviendo la diversificación productiva y la integración territorial” (Consejo Económico y Social, 2021: 3). Particularmente, existen dos aspectos que nos interesa revisar a partir de lo expresado en las bases de la convocatoria: la concepción de territorio por parte del Estado, mediada por su inserción en la narrativa del desarrollo, y la incomprensión de los fenómenos que provocan las emigraciones del campo, por lo tanto su dificultad para proponer soluciones que contemplen los procesos socioterritoriales.
Con relación al primero, entendemos que las categorías que componen el planteo de la convocatoria tienen un carácter performativo y no sólo enunciativo, puesto que existen efectos concretos que se desprenden del modo en el cual se define el escenario que se aborda. Estos aspectos componen correlaciones, es decir, según como es concebido determinado fenómeno da lugar, o no, a la ejecución de determinadas propuestas o acciones para llevar adelante. Es por eso que la concepción de territorio es relevante a la hora analizar el resto de la política.
La convocatoria se propone favorecer iniciativas productivas que promuevan la radicación de población en lugares alejados de los grandes conglomerados urbanos y, así, fomentar el arraigo en localidades medianas y pequeñas, con una perspectiva de equilibrio territorial y productivo. Si bien a partir de ello podemos inferir aproximaciones entre lo productivo y lo geográfico, no se profundiza sobre los complejos sentidos del territorio, subsumiendo la noción de equilibrio a la de distribución demográfica a lo largo del “territorio nacional”. Por lo tanto, la concepción de territorio se torna una continuidad de la tradicional mirada político administrativa, desde la cual, la propuesta de equilibrio territorial es centralmente demográfica y refuerza la concepción hegemónica entre territorio y superficie nacional. Esta noción de territorio anclada en una continuidad del discurso del desarrollo puede ser leída, incluso, como un retroceso para los programas de DTR que definen al territorio como una construcción social.
Respecto al segundo aspecto, es decir, la incomprensión de los fenómenos que provocan las emigraciones del campo, coincidimos en que la desigual distribución poblacional vinculada a la concentración demográfica en grandes ciudades es un problema de vital importancia. Sin embargo, encontramos una omisión en la lectura sobre los factores que propician ese proceso.
Las bases de la convocatoria señalan que “las crisis recurrentes provocan que argentinas y argentinos esperanzados en la búsqueda de un mejor presente, se movilicen a concentrados urbanos en los que finalmente no alcanzan el desarrollo personal y económico que aspiran” (Consejo Económico y Social, 2021: 2). No es posible encontrar en el texto mayores referencias sobre qué factores o fenómenos están involucrados en dichas crisis; esta situación nos encuentra con dos elementos cuestionables, por un lado el reconocimiento del modelo productivo agroindustrial (analizado en el punto 2.2.), dominante en la ruralidad argentina y generador de las mayores expulsiones de los históricos habitantes de la ruralidad, y por otra parte, el modo en que la invisibilización de estos mecanismos de expulsión se expresa en la propuesta de la convocatoria, que llama a “concretar ideas innovadoras” para lograr el objetivo demográfico que se proponen. Convocar a la búsqueda de ideas innovadoras refuerza la línea abisal que niega y oculta las prácticas y saberes vinculadas a modos de producción históricos, posibles de ser visibilizados y potenciados como modo de arraigo espacial.
La convocatoria analizada presenta cualidades destacables, como el interés por circunscribir la intervención en pequeñas escalas, articulando con gobiernos locales. Sin embargo, observamos la persistencia en circunscribir la mejora en la calidad de vida a la inserción en cadenas productivas. Si bien este objetivo constituye una oportunidad económica que puede resultar beneficiosa, algunos antecedentes de investigación (González y Manzanal, 2019: 5) señalan que el llamado a “fortalecer las cadenas de valor regionales y la consolidación de mercados productivos” implica un riesgo para las pequeñas producciones, puesto que refuerzan relaciones de dominación impuestas por el sector industrial o comercial, y los pequeños emprendimientos productivos quedan subordinados en las cadenas de valor donde se intentan incluir.
Las políticas públicas para los territorios rurales en Argentina presentan continuidades en las lógicas en torno al paradigma del desarrollo, incluso en contextos históricos diferentes. En ese sentido, consideramos necesario comprender estos fenómenos como parte de procesos socioterritoriales para fortalecer y potenciar las racionalidades propias del devenir rural campesino.
2.2. El desarrollo como sinónimo de la expansión del modelo agroindustrial
El estallido del monocultivo sojero de las últimas décadas, particularmente en la ruralidad cordobesa, ha sido una de las problemáticas más agudas en la transformación del territorio. El desarrollo impulsó al modelo agroindustrial como forma de superar la dicotomía atraso-progreso para los ámbitos rurales, a través de la incorporación de tecnologías que permitieran una intensificación productiva para concentración y acumulación de capital, haciendo de esta actividad económica-financiera la cara “moderna” de la ruralidad. Esto constituyó una trampa para el hábitat rural-campesino, haciendo de sus territorios espacios para ser intervenidos y convertidos en territorios eficientes, funcionales al modelo de desarrollo focalizado en maximizar productividad.
La frontera extractiva continúa su expansión hacia territorios que antes eran considerados improductivos por el capital, puesto que las características geográficas y ambientales no eran óptimas para la actividad agrícola intensiva, sin embargo, fueron sorteadas por el avance de la tecnología. La estructura agraria de la provincia de Córdoba se encuentra dividida en dos: la región pampeana (que ocupa el centro y el sureste), la cual contiene al desarrollo capitalista centrado en la producción de granos, y la región extrapampeana (que ocupa el noroeste de la provincia), con predominio de monte boscoso, base para el desarrollo de producción campesina (Hocsman, 2014). La expansión del modelo agroindustrial hacia esta región crece radicalmente reemplazando las actividades tradicionalmente desarrolladas.
Como señala el informe de Díaz Romero (2019), las fronteras ganaderas en el territorio del noroeste de Córdoba se van corriendo a fuerza de desmontes químicos ilegales, transformando extensiones de bosques nativos en campos desérticos para el ganado industrial. El informe MonTes (Agost, 2017) indica que el factor más importante en la pérdida de bosque en la provincia se debe al avance de la frontera agroindustrial. La provincia de Córdoba perdió 95% de su bosque nativo, muchas regiones ya no cuentan con este bosque, para el caso del noroeste, este fenómeno se acentúa en los últimos tiempos.
En departamentos como Ischilin, que poseía una cobertura arbórea de 31.4% de su superficie en el 2000, en el 2016 se redujo a 27%; otros departamentos de esta región, como Quilino, bajó de 30.6% a 25.9%, y en Tulumba pasó de 23% a 20%, en el mismo periodo.
Señalamos este proceso de modernización de la ruralidad como una trampa para los sectores campesinos, ya que la cobertura de árboles que componen el monte nativo es parte constitutiva de su hábitat, sumamente significativo para la vida cotidiana de quienes lo habitan. No tiene que ver con un aspecto paisajístico, estático, sino que se trata de un agente “enactuante” (Escobar, 2017) de los procesos socioterritoriales. Esto es visible en prácticas de subsistencia y de la economía campesina, como la elaboración de productos derivados de yuyos y frutos del monte, que van desde productos medicinales hasta productos comestibles.
En general no se realizan siembras individuales con estas especies, sino se practica una recolección en el monte abierto, respetando este bien natural y asegurando periodos de cosecha anuales (Vanoli y Mandrini, 2021); también es fundamental para el pastoreo de la actividad económica predominante que, históricamente, se basó en ganadería extensiva de cría (bovinos) y también de subsistencia (bovino, caprino y ovino).
Los procesos de modernización del territorio trajeron consigo racionalidades de la propiedad privada otrora relativizadas. Una de las principales transformaciones, en términos eficientistas, fue el inicio de cerramiento de campos por parte de las nuevas explotaciones empresariales, quienes impusieron el uso masivo de alambrados perimetrales. La cría campesina de animales implica un pastoreo libre en el territorio, es decir, no sólo pastorean en sus tierras, sino que sus animales recorren distancias buscando pasturas y agua en territorios más amplios, incluso muchas veces no se tienen precisiones sobre los límites exactos de los campos. El proceso de cercamiento provocó cambios en las formas tradicionales de producción, el manejo del ganado e incluso en el intento de una intensificación productiva para compensar el menor acceso a tierras de pastoreo (Cáceres et al., 2010). Estas dinámicas tradicionales están en serio riesgo de agotarse debido a la imposición racional e instrumental del modelo agroindustrial.
El acceso a servicios también da cuenta de las fracturas provocadas por el desarrollo. En muchos de los departamentos de esta región se ampliaron las redes eléctricas para facilitar a empresas agrícolas la producción a gran escala, mientras que a pocos kilómetros los sectores campesinos no cuentan con ese servicio. También con la ejecución de pivots o círculos de riego para nuevas producciones agrícolas intensivas se generó un consumo de agua excesivo para una zona donde la escasez es un grave problema: se estima que un pivot consume entre 80 y 180 metros cúbicos de agua por hora (entre 80,000 y 180,000 litros) aunque en el noroeste de la provincia de Córdoba se registran casos de hasta 350 metros cúbicos (Blarasin et al., 2014). Según la OMS, una familia de cuatro personas tiene un consumo promedio mensual de 15.5 metros cúbicos de agua aproximadamente (15,500 litros), es decir, que en un año el consumo asciende a 186,000 litros. En comparación, advertimos un dato revelador: un pivot de riego consume en una hora lo que una familia de cuatro personas en un año.
Finalmente, otra de las características del modelo agroindustrial que avanza en la región es la producción de oleaginosas basadas en el uso de semillas modificadas genéticamente para aumentar su rendimiento,5 lo que hace extensivos al noroeste de la provincia de Córdoba los problemas ambientales y sanitarios, asociadas al uso de agrotóxicos, comprobados en tantas otras regiones del mundo.
La expansión del modelo agroindustrial, en tanto que política pública y privada, representa la cara moderna/colonial de estos procesos socioterritoriales que producen territorio acaparando tierra y apropiando bienes naturales, así como articulando intereses económicos basados en la producción de commodities. Una de sus principales consecuencias de esta expansión es el despojo y expulsión de los modos de vida rurales campesinos arraigados a otras formas de producción de hábitat. Estos fenómenos rurales de industrialización atañen a la representación moderna de la ruralidad, por lo tanto, todo lo que no es incluido bajo ese parámetro es segmentado por la línea abisal, es decir, activamente construido como inexistente o irrelevante de ser conservado.
El análisis de los datos censales registrados por la provincia y por la nación son una expresión de estos procesos, el último Censo Nacional Agropecuario (CNA) (Indec, 2021) muestra que la población rural en Córdoba cayó a la mitad en los últimos 16 años y que la matriz productiva instalada desde principios de siglo incidió de manera determinante en este fenómeno. El censo de 2002 había relevado 96,062 personas residentes en las explotaciones agropecuarias de la provincia, mientras que en 2018, ese número cayó a 48,969. Es decir que, en lo que va del siglo, el campo de Córdoba perdió a la mitad de sus residentes. Además, el último CNA reflejó que en las 20,660 explotaciones agropecuarias existentes en la provincia, 40,837 personas trabajaban de manera permanente. Si se tiene en cuenta que en el CNA realizado en 2002 el Instituto Nacional de Estadística y Censos de Argentina (Indec, 2002) había relevado 25,620 explotaciones y 63,489 trabajadores, el cambio en la matriz del agro ha sido significativo en este periodo.
La comparación entre ambos censos refleja que, en Córdoba, la mano de obra ocupada en los campos cayó 35%, el equivalente a decir que en los últimos 16 años se perdió uno de cada tres puestos de trabajo en las explotaciones agropecuarias. Los datos estadísticos muestran un proceso de especialización del sector, donde la actividad es más de capital intensivo, como la producción de cereales y oleaginosas y menos mano de obra intensiva, como ganadería y tambo. El problema de la emigración se ve potenciado por la escasa mano de obra que requieren los cultivos industriales, reduciendo las posibilidades de inserción laboral, aún bajo los estándares de la modernidad, y conduciendo a un dramático deterioro de la situación socioeconómica de quienes habitan la región.
Los datos publicados por Indec en el 2010, indican que en la provincia de Córdoba el mayor índice de población con Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) se encuentra en áreas rurales. Específicamente, la región del noroeste es la zona más relegada en cuanto a indicadores de productividad, según muestra la Dirección General de Estadísticas y Censos de la provincia de Córdoba (s/f) en el informe de producto bruto regional 2015.
La consolidación del modelo de desarrollo agroindustrial promueve la perspectiva de territorio eficiente, que no es otra cosa que el vaciamiento social a través de la fuga del campo para habilitar la explotación extractiva. Los traslados produjeron un marcado fenómeno de migración interno incrementando la población de las principales localidades de la región, receptoras de la población rural dispersa (Indec, 2002; 2010).
Como analizaremos a continuación, el espacio urbano y las políticas habitacionales tampoco brindan la posibilidad de reterritorializar sus prácticas, agravando la situación que ya no sólo constituye una expulsión sino también la erradicación y negación de formas de habitar históricas. Es decir, la expulsión de modos de vida campesinos supone la expropiación de saberes y prácticas cotidianas de producción de lo común, centradas en la reproducción de la vida.
2.3. Políticas habitacionales en la región del noroeste
Como hemos señalado anteriormente, existe una clave dicotómica con la que se categorizan y ordenan jerárquicamente las diferentes formas de producción de hábitat. De manera subyacente, como también hemos señalado, reconocemos un patrón común que remite al discurso del desarrollo en el cual se enraízan los modos en que el Estado se expresa en el territorio.
La profundización del modelo capitalista, en su etapa neoliberal, intensificó las marcas y configuraciones espacio-temporales más funcionales a la maximización de beneficios, esto implicó el establecimiento de relaciones de jerarquización entre los espacios a partir de los cuales se construyeron conceptos dicotómicos que configuran una lógica de dominio y opresión (Harvey, 1998).
Si quisiéramos remontar el análisis a algún hito histórico-conceptual de esta configuración espacio-temporal, diremos que el advenimiento de la sociedad industrial permitió marcar la diferencia campo-ciudad. El avance del modelo industrial, la fuerte demanda de personal en fábricas, el crecimiento de avances tecnológicos y la asociación de esos elementos al juego de inversiones y crecimiento económico tuvo su mayor auge en la década de los 40 y 50. En ese marco, esta perspectiva teórica, se encargó de abordar la relación urbano-rural en términos de oposición, señalando al campo y a la ciudad como dos modos de vida y de cultura opuestos. Bajo ese modelo, la ciudad fue comprendida como el lugar de la cultura y del progreso y el campo como el espacio de atraso, reducido a aquel lugar donde se producían alimentos para la población urbana.
Si bien estas perspectivas fueron y son ampliamente debatidas y a pesar de que la mirada sobre lo urbano y lo rural ha recibido lecturas divergentes, lo cierto es que esta conceptualización dicotómica persiste en diversos abordajes, especialmente en el diseño de las políticas públicas habitacionales. Sin embargo, cuando esta distinción apunta al diseño de políticas públicas para el hábitat rural campesino, la distinción dicotómica entre lo urbano y lo rural permite ponderar casos en un sentido cuantitativo pero ello no repercute en las definiciones de orden cualitativo. Veamos a continuación los efectos de esta mediación.
El ámbito urbano es el territorio donde el Estado, de manera prioritaria, se aboca al abordaje de las problemáticas de falta de acceso al hábitat digno. En parte esto puede explicarse por el alto grado de concentración de población urbana respecto de la rural en Argentina. Los últimos datos censales en este país son del 2010 y señalan una concentración de 91% de población en ciudades (Indec, 2010). En ese marco, la dicotomía urbano rural funciona como un parteaguas que permite jerarquizar la atención al déficit en ciudades, atendiendo la distribución y concentración de la población.
Por supuesto, la falta de acceso al hábitat digno, como problema estructural, también afecta al medio rural. Fuentes complementarias nos indican la creciente concentración de población empobrecida en el medio rural. La Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura señala en su informe “Panorama de la pobreza rural en América Latina y el Caribe 2018” (FAO, 2018) datos estadísticos preocupantes: los porcentajes de población en situación de pobreza rural y de pobreza extrema rural en la región alcanzaron 48.6% y 22.5%, respectivamente. En ese marco, la presencia del Estado es la condición de posibilidad para alcanzar algunos niveles esenciales de calidad de vida.
En la provincia de Córdoba se desplegó, desde 20096 hasta 2019, el Plan de Desarrollo del Noroeste Cordobés (PDNC), un programa que incluía, entre otras acciones, un programa habitacional para la población rural denominado “Plan de Sustitución de Viviendas Precarias y Erradicación del Mal de Chagas”. Si bien el PDNC tuvo por objetivo promover el desarrollo socioproductivo de la región noroeste de la provincia de Córdoba, mediante estrategias de intervención que transformaran e, idealmente, mejoraran la calidad de vida de sus habitantes, esto no se tradujo en el diseño de las políticas habitacionales. En este punto recuperamos la pregunta por la dicotomía urbano-rural y sus mediaciones hacia las políticas públicas y los territorios, para analizar los alcances de las definiciones con que el Estado se expresa en los territorios.
De manera sintética, podemos decir que en el ámbito de las políticas públicas de hábitat no opera una perspectiva situada de hábitat rural campesino. En otros trabajos (Mandrini et al., 2018a; Mandrini et al., 2018b) nos hemos detenido a analizar estas políticas, en términos de los alcances e implicancias de sus diseños, dando cuenta de la falta de adecuación del diseño y los materiales empleados respecto a las prácticas y saberes campesinos. Nos interesa subrayar el carácter irreductible del hábitat rural campesino a lo habitacional. Como ya hemos señalado, concebimos la idea de territorio y hábitat en complementariedad, como categorías multiescalares y multidimensionales, siempre en vínculo con otros espacios y articulando esto bajo la idea de procesos socioterritoriales de hábitat.
El hábitat campesino supone formas de construcción de la territorialidad en las que se sobreescriben prácticas/funciones productivas, residenciales/domésticas y, en los casos con los que trabajamos, actividades socioorganizativas/comunitarias. Es decir, en estos entornos sociales generalmente los espacios de habitabilidad y los espacios productivos se superponen, abarcan espacialidades más allá de la vivienda y estos son aspectos que quedan soslayados en los diseños de las políticas públicas, marcados por perspectivas urbanocéntricas.
Cuando referimos la perspectiva urbanocéntrica queremos hacer alusión a un tipo de definición espacial que distingue y escinde el territorio-trabajo del territorio-residencia, especialmente. En ese sentido, observamos que las políticas habitacionales no responden a las formas de habitar rurales campesinas, sobre las que se impone diseños urbanos, que no dialogan con sus prácticas y saberes.
Así, entendemos que lo rural campesino es un modo de habitar silenciado, expulsado de la dicotomía urbano-rural, propia de la modernidad. En una mediación metonímica, lo rural se sintetiza en lo agrario, mientras que en lo habitacional se jerarquizan enfoques urbanocéntricos. De este modo, sostenemos que las formas de habitar rurales campesinas y sus formas de territorializar se encuentran activamente negadas o al menos socavadas desde la perspectiva con que las políticas públicas y privadas interpelan los territorios.
En Argentina, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS, 2017) observa que la problemática de falta de acceso al hábitat afecta principalmente a sectores urbanos populares, a amplios sectores de clase media, a campesinos y a comunidades indígenas. En el medio rural la problemática de falta de acceso al hábitat digno por parte de campesinos se inscribe en relación con otras expresiones en el territorio: concentración de la tierra, expansión del modelo agroindustrial y modos de producción altamente intensivos que amenazan los modos de vida campesinos. La exclusión de estas comunidades está asociada a la presencia de dificultades para realizar actividades económicas tradicionales; a veces esas dificultades remiten a daños ambientales irreversibles, lo cual produce el desplazamiento de familias rurales hacia periferias urbanas (CELS, 2017: 8). De esta manera, no podemos dejar de pensar en los procesos socioterritoriales de hábitat rural campesino sin observar también las tensiones que supone el modelo de desarrollo vigente, articulado en el modelo agroindustrial.
Conclusiones
Los procesos analizados bajo diferentes vertientes del paradigma del desarrollo tienen efectos y consecuencias sobre el hábitat rural campesino preexistente. A partir del análisis de datos censales de población y agropecuario que presentamos, podemos señalar que existe una correlación entre el avance de territorializaciones agroindustriales extractivas y la desterritorialización de modos campesinos de habitar. Las dinámicas expulsivas componen un proceso histórico visible en los conocidos fenómenos de migración. Estos movimientos entre el campo y la ciudad significan la desterritorialización de comunidades campesinas que, al trasladarse, tampoco encuentran la posibilidad de reterritorializar sus prácticas, deviniendo en su erradicación.
En ese sentido, es importante señalar que la consolidación del modelo de desarrollo agroindustrial promueve una perspectiva de territorio eficiente provocando el vaciamiento social del espacio para dar paso a la territorialización de explotaciones extractivas. La convocatoria analizada “Proyectos para el Desarrollo Armónico con Equilibrio Territorial” supone arraigar población, sin embargo, redunda en la invisibilización de las lógicas territoriales que provocan las migraciones, y tiende a subordinar las formas de producción campesina a los circuitos comerciales consolidados.
En continuidad con estas lógicas, las políticas de hábitat son planteadas desde definiciones urbanocéntricas y reducen la problemática a diseños habitacionales focalizados en la dimensión constructiva y material, incapaces de leer la superposición de prácticas productivas y residenciales que las caracteriza. De esta manera, las perspectivas segmentadas que presentan las políticas analizadas -agricultura familiar por un lado y vivienda por otro- permiten evidenciar sesgos propios de la narrativa del desarrollo, disfuncionales a las prácticas y saberes locales. La suma de estos elementos detona lo que en este trabajo hemos nombrado como una trampa moderna para el hábitat rural campesino.
Lo expuesto hasta aquí pretende hacer evidente las tensiones entre las formas en las que el Estado toma posición respecto al territorio rural y los modos de habitar rurales campesinos y su producción de hábitat. Es decir, las políticas de producción de territorio en la ruralidad, tanto públicas como privadas, incluso la mancomunión entre ambas, constituyen formas de dominación territorial que niegan, expulsan y expropian territorialidades preexistentes.
Los procesos socioterritoriales constituyen formas de habitar que implican un ejercicio de control material y simbólico del espacio. La pugna por el control del territorio se manifiesta en la dinámica de territorialización/desterritorialización/reterritorialización (Haesbaert, 2013; Mançano Fernandes, 2009). Sin embargo, estas luchas por el control del espacio no están dadas desde condiciones simétricas, sino que ocurren en el marco de relaciones de poder.
La mirada sobre los procesos socioterritoriales supone la apertura de una antología heterogénea de saberes que forman parte de ese espacio de enunciación. Las políticas analizadas, tanto de hábitat como de desarrollo territorial, buscan alternativas exteriores en propuestas urbanas o innovadoras, cuando las potenciales respuestas están latentes en el reconocimiento de los procesos socioterritoriales que históricamente produjeron el hábitat rural campesino bajo patrones productivos propios. En ese sentido, esas políticas no promueven el afianzamiento de las formas rurales de habitar más vulneradas y generan un recorte de la multiplicidad de prácticas, técnicas y saberes que componen el acervo de las comunidades rurales, situación que Boaventura de Sousa Santos ha dado en llamar epistemicidio (Santos, 2009). Es decir, el silenciamiento de cosmovisiones, la pérdida de riqueza gnoseológica territorializada, lo que nos permite pensar en el territorio como un espacio de enunciación, una ligazón directa entre territorialidades y saberes (Porto Gonçalves, 2009).
De esta manera, el concepto de procesos socioterritoriales aporta a la construcción de perspectivas integrales, articulando las definiciones de hábitat y territorio, desarrolladas anteriormente. Esta propuesta se compone como una mirada transversal ante los apremiantes efectos de (des/ re)territorialización, asociados a la crisis civilizatoria. Allí, la puesta en valor de los saberes y prácticas subalternizadas construyen valiosas alternativas que fueron activamente construidas como no-modernas (atrasadas, incompletas, primitivas e ineficientes) (Cejas y Mandrini, 2021).
Consideramos que en su frugalidad contienen modos de habitar y saberes respetuosos, armónicos de los ciclos de la naturaleza, en clave abisal, todo el sistema extractivista se asienta sobre esas territorialidades y arrasa a un ritmo insostenible para los ciclos de la naturaleza.7 Los procesos socioterritoriales del hábitat rural campesino son muestra de una ontología relacional que se asienta en un tipo de racionalidad compatible con la reproducción de la vida.