Introducción
Toda deliberación sobre lo que se reconoce como justicia está presupuesta socialmente; es decir, la justicia en un primer momento es que reconocemos como conciencia social. Ante cada acontecimiento deliberamos sobre ello, pero, los presupuestos ya están dados y condicionan nuestro pensamiento. Así, quienes arguyen que los inmigrantes deben tener derechos en Estados Unidos porque pagan impuestos y hacen aportes a la economía, coinciden con quienes aducen que los migrantes deben tener derechos políticos en México porque envían remesas; ambos casos se orientan por un modelo patrimonialista de democracia que excluye el criterio del derecho a tener derechos, el cual está basado en el nivel de justicia socialmente alcanzada. Un segundo ejemplo es el de aquellos que se oponen a que los inmigrantes tengan derechos porque no son ciudadanos del país de recepción, lo cual coincide con quienes se resisten a que se les reconozcan derechos de ciudadanía extraterritorial en el país de origen. La literatura “científica” esta llena de este tipo de deliberaciones donde el criterio de justicia social está ausente.
Existe una idea equivocada sobre la adquisición de la ciudadanía de los inmigrantes en los países de recepción: se postula que la ciudadanía da reconocimiento a todos por igual, pero, se pasa por alto que, los inmigrantes aún siendo ciudadanos siguen siendo discriminados por la sociedad sobre todo por su origen y sus rasgos físicos. Entonces, es conveniente diferenciar entre ciudadanía de los inmigrantes e incluir en ello el reconocimiento social.
Otro de los problemas distorsionados en este campo deriva de la aplicación y uso de conceptos naturales a la vida social, tal es el caso de la confusión que provoca la idea de que las personas se “asimilan”, tal y como sucede con la asimilación de alimentos por los organismos vivos. Estas situaciones son tan sutiles que pasan inadvertidas; por ejemplo, ante la pregunta ¿Por qué eres mexicano o zacatecano? Se suele responder, porque nací en México o en Zacatecas, pero en realidad no es totalmente cierto. La nacionalidad es un proceso socialmente construido como pertenencia a una comunidad, cuyo sedimento y matriz es resultado de la historia; por supuesto, la residencia, aunque desde la ley y los modelos nacionalistas se usa como condición del derecho a la ciudadanía, en realidad, si la misma se mira como apego a una localidad, esa sola actitud no puede ser comprendida prescindiendo de las relaciones sociales que alberga; pero, además, ese tipo de vínculos se reproducen más allá de la localidad, lo cual resulta más claro cuando desde el extranjero se ejerce de manera organizada el compromiso activo de incidir en el destino de las comunidades de origen e incluso, se procesan alianzas y se fomenta la negociación sobre distintas iniciativas de desarrollo social.
En las líneas que siguen se pone en el centro la lucha por la justicia social, a partir de la cual se busca avanzar hacia las relaciones de reconocimiento y de solidaridad en la sociedad. En el decurso de la exposición, ha de reconocerse la necesidad de hacer avanzar el pensamiento social trascendiendo el enfoque de la lucha de clases o el paradigma del individualismo egoísta propio de la rational choice así como los enfoques que reconocen derechos condicionados por la ciudadanía, primero, porque el reconocimiento general de derechos no tiene por qué guiarse solamente por el enfoque clasista, en el segundo, porque el ser humano no reduce su acción social y sus relaciones a la competencia encarnizada de unos contra otros, y tercero, porque la ciudadanía, así como históricamente reconoció derechos a unos, negó esos mismos derechos a otros. Finalmente, hemos de probar que la negación o la desposesión de derechos es parte del modelo de la democracia liberal. Pero eso no es todo: la modernización clásica, si bien es cierto que se fortaleció promoviendo los ideales universales de libertad, igualdad y justica, hoy en día esa modernidad se ha transformado tanto que en ella se procesa, por un lado, la reivindicación de derechos y por otro, se avanza hacia el renacer de las ideologías fundamentalistas que excluyen de derechos a vastas minorías; la prueba más contundente es la que reconoce desde la ley la necesidad de las acciones afirmativas sobre derechos a los grupos vulnerables, las que compensan la exclusión social, pero, al mismo tiempo sujetan objetiva y subjetivamente a vastos sectores sociales a esas mismas condiciones de discriminación donde incluso el discriminado y/o excluido reconoce y termina por aceptar como una fatalidad (Touraine, 2000: 41).
Una vez que lo anterior haya sido dibujado, se pasará a su problematización aplicándolo al campo de la migración internacional, pero, abarcando simultáneamente a los países de recepción y de origen. De esta manera se pretende clarificar la lucha por los derechos de los migrantes y sus obstáculos, cuyos ámbitos son la sociedad, el derecho y la moral. Durante la lectura se advertirá que plantear así las cosas conlleva hacia una reformulación teórica de este complejo campo, lo cual se irá clarificando al tiempo que se problematiza.
Lucha por el reconocimiento de los derechos
Axel Honneth propone el concepto de lucha por reconocimiento de derechos “…como la herramienta conceptual más adecuada para desentrañar las experiencias sociales de injusticia y para comprender la fuente motivacional de las luchas sociales” (Pereira, 2010: 323); entonces, el reconocimiento de derechos debe estar asociado históricamente a las luchas por la justicia y a la movilización de la conciencia con ese mismo objetivo.
Según Honneth (1997) el desarrollo de las sociedades ha de reconocerse como una lucha por el reconocimiento de los derechos que en cada momento de la historia se alcanza como parte de las relaciones morales que regulan la vida social. Este autor afirma convincentemente que nos hemos inclinado a considerar el desarrollo social desde la lucha de clases o bien desde la mirada instrumentalista y aunque él no niega que desde ambas ópticas se logró avanzar en el conocimiento de la sociedad moderna, en realidad la parte moral ha estado descuidada. Según este autor, Hegel y Mead se encuentran entre las excepciones; del primero rescata un esquema de joven Hegel trascrito en el periodo de Jena y que con posterioridad dio forma en sus estudios sobre el derecho; en tanto que Mead lo hizo avanzar desde el campo de lo psíquico; encontrando en ambos autores un estímulo para retomar y reformular sus ideas.
Los conflictos sociales y su superación, según este autor, están motivados por la negación del reconocimiento de las personas o bien por la desposesión de derechos. Esta es una tesis que se puede aplicar a la lucha por los derechos de los migrantes internacionales.
…Los sentimientos de injusticia y las experiencias de menosprecio, en que puede apoyarse la explicación de las luchas sociales, ya no sólo aparecen como motivos de la acción, sino que son interrogados acerca del papel que se le atribuye en el desarrollo de las relaciones de reconocimiento… (Honneth, 1997: 203).
Planteado así el problema, su solución conduce a reconocer y superar los obstáculos que limitan el despliegue de las potencialidades humanas. En esta aseveración se parte de la idea de que “…los procesos del cambio social deben explicarse en referencia a pretensiones normativas, estructuralmente depositadas en las relaciones de reconocimiento recíproco…” (Honneth, 1997: 8). Y es que la negación de derechos conduce al ultraje, desprecio y por tanto a la desvalorización, aspectos que, al llegar a la conciencia por quien las padece, de encontrar condiciones adecuadas o un contexto favorable podrían conducir colectivamente a exigir cambios de la sociedad cuya fuerza transformadora está en la razón y en la moral. Esta afirmación pone el acento en la necesidad de conducirnos por lo que el autor denomina “el reconocimiento recíproco” de la sociedad, abarcando el respeto y la autorrealización; es decir, la solidaridad y la singularidad personal. Respecto a las relaciones de reciprocidad han de ser valoradas antes como un “intercambio de favores”, encaminadas a enfrentar grupalmente la persecución y la negación de derechos como sucede con los migrantes internacionales que, ante la adversidad que emprenden, se brindan ayuda entre sí, se proporcionan información estratégica durante el desplazamiento dentro del territorio nacional, el cruce de las fronteras, la recepción, el hospedaje, la búsqueda de empleo en el destino, además de poner a su disposición la densa red de relaciones comunitarias que establecen en el destino. Entonces, si pensamos en una sociedad que reconozca derechos, su trama empieza en la confianza intrafamiliar, y de ésta, pasa a las interacciones comunitaria de persona a persona. Por supuesto, si esa interacción se reduce a una comunidad local o incluso a un grupo étnico de inmigrantes, como con frecuencia sucede en el destino, no tendrá oportunidad de incidir en los cambios sociales si no logra niveles superiores de organización, además de involucrar a otros sectores con capacidad transformadora. Esta es una experiencia en la que he insistido puntualmente al considerar la importancia de las rede sociales y la interacción que éstas desencadenan entre los migrantes cuando a través de su liderazgo logran avanzan más allá de las mismas hasta alcanzar el nivel de las asociaciones y de sus redes.
Desde otro campo, el concepto de autorrealización de Honneth está emparentado con la concepción de Tener y Ser de Erick Fromm. La persona enriquece su espíritu, es decir, se humaniza no porque acumule riquezas sino porque desarrolla su capacidad para desprenderse de las motivaciones egoístas, desarrollando su capacidad para amar y para dar (Fromm, 2011). Estas cualidades requieren no sólo de una racionalidad, sino de un estar haciendo, en el sentido de comprometerse plenamente con uno mismo y con sus semejantes. Es decir, el ser humano, en tanto ser social se humaniza al abandonar el egoísmo y el egocentrismo; eso que en la ciencia económica se conoce como individualismo; pero también, cuando el deseo del Tener es trascendido por el deseo del Ser. Ahora bien, si el amor, el derecho y la solidaridad son el gradiente de la autorrealización, entonces lo son asimismo de la felicidad. De igual forma, el desarrollo humano sólo se consigue cuando se logra armonizar el amor, el derecho y la solidaridad. Desde esta triada, es posible reconocer la “reificación o la conciencia enajenada”; es decir, no toda experiencia ha de ser englobada como desarrollo de la sociedad; por tanto, Tener, en el sentido amplio de poseer bienes, acumular poder y prestigio no es compatible con la felicidad que deviene del desarrollo del Ser (Fromm, 2011). Dicho en otras palabras: la felicidad y el desarrollo se corresponden genuinamente con la justicia. Según Honneth, el reconocimiento de la existencia de las injusticias choca con el objetivo superior de una sociedad moral, el cual consiste en el “logro exitoso de la autorrelalización”. Este objetivo puede conseguirse cuando las personas reconocen a los otros; es decir, la realización propia se consigue reconociendo a los demás. Esto es, independientemente del origen étnico, racial o nacional, el ser humano se descubre como tal cuando reconoce al otro como ser humano. Entonces, el ser humano se realiza como tal reconociendo que el otro tiene los mismos derechos por el hecho de ser parte de la humanidad. El ser humano se humaniza sólo cuando se reconoce como ser humano y sólo puede reconocerse como tal cuando se reconoce en el Nosotros social; alcanzado este punto, supera la contradicción egoísta entre los intereses de las personas y los intereses de la colectividad. Pero, para que esto no se reduzca a la racionalidad contrafáctica, es decir, a la existencia condicionada por su mera posibilidad, sino como parte del actuar humano que busca abrir camino, recojo aquí, en palabras de Luther King, el sueño comprometido en la lucha moral en contra de la segregación racial de los afroamericanos en Estados Unidos:
A cien años del alba, debemos admitir la verdad cruel: los negros no son libres. A cien años, la vida de los negros yace sujeta por los grilletes de la segregación, por las cadenas de la discriminación. A cien años, los negros habitan ínsulas paupérrimas en medio del mar de la prosperidad material. A cien años, los negros languidecen en los rincones de la sociedad y viven el destierro dentro de la tierra que los vio nacer. Estamos aquí para dar fe del horror… (Luther King, 2000: 5-6).
Esas son palabras de coraje, de denuncia, de horror por las injusticias que vivía y aún vive la población afroamericana en Estados Unidos, y sin embargo, el camino elegido en la lucha de Luther King no fue la venganza, sino la justicia, tal y como actualmente lo postula Honneth; pues ésta, no es otra cosa que el reconocimiento de los derechos de toda la sociedad:
Debo decir algo a mi pueblo que aquí está, a las puertas del palacio de la justicia. Nosotros no debemos cometer actos culpables en esta búsqueda del lugar que nos corresponde. Que no saciemos nuestra sed de libertad bebiendo de la copa del odio y la hiel (Luther King, 2000: 7).
“En todo momento debemos mantener nuestra lucha en la liza de la dignidad y la disciplina. Que nuestra protesta creadora no degenere en violencia física. Que nos elevemos hasta las magníficas alturas en que la fuerza del cuerpo se junta con la del alma. Que la disposición insólita que anima a los negros de la nación no nos haga desconfiar de todos los blancos de la patria, pues, como da fe su presencia ante nosotros, muchos entre nuestros hermanos claros (blancos) han sabido que su corazón que su destino y el nuestro están atados y que su libertad está amarrada para siempre con la nuestra… (Luther King, 2000: 7-8. El paréntesis es mío).
Martin Luther King en Estados Unidos, igual que Mahatma Gandhi en la India, enarbolaron la lucha por el reconocimiento de los derechos en sus respectivos países sujetándose a los principios morales y de justicia social. Con esto, independientemente de las trabas que cualquier sociedad forje e imponga, pretendo simplemente indicar la necesidad de una retórica alternativa a los enfoques individualistas y egoístas, que se abra paso a partir del desarrollo moral que ha alcanzado la civilización, orientándose por los principios más sublimes que forman parte de los procesos de la humanización, como lo son el reconocimiento recíproco y la solidaridad:
Digámoslo en voz alta: me puedes quitar la vida, pero no me puedes quitar mi derecho a vivir; puedes quitarme mi libertad, pero no mi derecho a ser libre; puedes quitarme las ganas de ser feliz, puedes evitar que busque la felicidad, pero no puedes quitarme mi derecho a ser feliz (Luther King, 2000: 77).
Es decir, se puede desposeer de derechos a las personas, pero, esos son derechos que no desaparecen porque forman parte de la persona misma. En la reciprocidad está implícita la convicción intersubjetiva de dar y de recibir, sin embargo, el principio ético que antecede a cada relación de reciprocidad es el de dar desinteresadamente, y ese principio conduce a otro como respuesta, el de recibir; aunque éste de ninguna forma está condicionado, justo esto es lo que da cuenta de la autenticidad de la solidaridad. Si la fórmula no es genuina, entonces se pierde su contenido humano: la interacción intersubjetiva y la ética que le es afín; por eso aquí se reafirma la necesidad de otro paradigma alterno que ha de poner en el centro el desarrollo moral alcanzado por la sociedad; es decir, los principios que la sociedad ha alcanzado para sí misma. En ese esquema se podría replicar que las personas necesitan de acceso a la información y de un cierto nivel educación que les permita darse cuenta de que, tienen derecho a tener derechos, e incluso, que podrían no saberlo; Honneth responde que, a pesar de ello, sus derechos ya son parte del desarrollo de la sociedad, pues “vivir sin derechos individuales, significa, para el miembro de la sociedad, no tener ninguna oportunidad para la formación de su propia autoestima” (Honneth, 1997: 147). Entonces, la educación abre la puerta para informarnos y asumirnos como seres con derechos; sin embargo, la educación está asimismo condicionada por el avance de la sociedad.
La negación y desposesión de derechos
El término Estado de excepción, da cuenta de una misma realidad, si se quiere con variaciones en su causa e intensidad, con denominaciones, como: “estado de necesidad”, “estado de emergencia”, “estado de sitio”, “ley marcial” y “concentración de poderes supremos” (Agamben, 2005). Tradicionalmente se cree que el estado de excepción, por ser de excepción, no es permanente ni tiene forma jurídica; sin embargo, según Agamben (2005) el estado de excepción es en realidad y desde el derecho un estado de emergencia permanente, propio de las democracias occidentales, lo que pasa es que se le ha asociado a la guerra civil, la insurrección, la resistencia y las pandemias. Una segunda idea certera es que el estado de excepción se ubica entre el límite de la política y el derecho. Desde este punto de vista, el estado de excepción sólo se hace visible si se reflexiona desde el significado que tiene la política en su sentido pleno.
La primera manifestación del estado de emergencia en contra de los inmigrantes es la suspensión de derechos; una vez que eso se hace, no existe ley, razón e instancia, que los haga valer. Por esta vía podemos evaluar las políticas públicas en su extensión e intensidad. En una democracia y durante el estado de excepción, la ley se mantiene vigente, pero no es aplicable para quienes tienen suspendidos sus derechos; este criterio, aunque cambie de matices, ha de considerarse permanente. Ejemplos de ello: las estadísticas oficiales de Estados Unidos vienen registrando deportaciones de delincuentes sin serlo, de igual manera se niega el estatus de refugiado con el mismo argumento de que son delincuentes y se deporta de manera expedita; es decir, sin derecho a ser oído y juzgado por un juez. Que no es nuevo, eso es cierto; pero nadie puede negar el fuerte sentido estigmatizador del discurso político. Puede ser probado que los deportados no son delincuentes mostrando el tipo de faltas administrativas; pero, si no se lucha en contra de los criterios con que se juzga a los inmigrantes, aunque las faltas administrativas no sean delitos, constituyen el criterio de ley aplicable para la suspensión de derechos; entonces, una senda probable de éxito radica en probar la necesidad de una ley que al mismo tiempo se corresponda con la justicia social. Este criterio también es aplicable a la negación de derechos de igualdad entre hombres y mujeres, a las políticas de segregación racial, etc. El otro camino es el de la lucha social permanente, cuyo objetivo movilizador ha de ser adecuado desde distintos frentes. Recuérdese las grandes movilizaciones de millones de inmigrantes el 1º de mayo de 2006 en ciudades como Chicago, Los Angeles, Dallas, Nueva York, Phoenix, Washington, etc. cuya principal demanda fue la regularización de los inmigrantes. Un aspecto novedoso de esta movilización fue la conjunción de inmigrantes de distintos grupos étnicos, como asiáticos, europeos, latinos e incluso anglo y afroamericanos, quienes en sus marchas ondearon las banderas de sus respectivos países juntamente con la bandera estadounidense. Existen varios antecedentes históricos de esa gran movilización que abarcan un amplio periodo desde 1960 con el movimiento chicano por los derechos civiles y las luchas de los trabajadores del campo por mejores salarios, vivienda digna y acceso a la salud, véase a Santa María, (2007). A esa experiencia movilizadora podemos agregar la reciente lucha electoral que en los medios de comunicación se reconoció como un voto anti-Trump; es decir, en contra de la discriminación, el racismo y la persecución. Ahora bien, si se lucha contra la discriminación y la exclusión social es porque las mismas niegan derechos que no tienen razón frente a los principios generalizadores alcanzados por la sociedad.
Carl Schmitt (2009), desde un enfoque conservador problematizó desde la segunda década del Siglo XX la contigüidad política entre el estado de excepción y soberanía, aspecto que aquí interesa destacar por lo que sucede con los inmigrantes. El texto de Teoría Política de este autor, aunque se escribió inspirado por el estado nazi, por su temática, resulta relevante para reflexionar sobre las políticas públicas que el presidente Donald Trump implementó en Estados Unidos bajo el discurso retórico de proteger su territorio de la invasión de los migrantes, y es que para él los inmigrantes son invasores que ponen en peligro la sociedad estadounidense. Donald Trump es ese personaje que a través de decretos buscó convertirse en un ejecutivo de plenos poderes respecto de los inmigrantes. En este caso no se trata de poderes cedidos por los poderes legislativos y judicial de su país, sino de poderes de facto, respaldados por una parte importante de la sociedad estadounidense, con lo cual logró despertar los sentimientos nativistas preexistentes, los cuales, una vez liberados de toda contención, se convirtieron en discurso de campaña. Agamben (2005) ejemplifica que ante el atentado del 11 de septiembre de 2001 que culminó con el derrumbe de las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York, el “Senado de Estados Unidos acordó poner bajo custodia al extranjero que fuera sospechoso de actividades que pusieran en peligro la seguridad nacional…” (Agamben, 2005: 26) Sobre esta base el presidente George Bush expió la orden militar para la detención indefinida de los no ciudadanos sospechosos de terroristas, los cuales fueron señalados simplemente como “detenidos”. Así los talibanes detenidos no eran:
…Ni prisioneros ni acusados, sino solamente detainees (detenidos), ellos son objeto de una pura señoría de hecho, de una detención indefinida no sólo en sentido temporal, sino también en cuanto a su propia naturaleza, dado que ésta está del todo sustraída a la ley y al control jurídico (Agamben, 2005: 27; el paréntesis es mío).
Esta clasificación que emana de la ley misma conduce a negar cualquier protección de la ley como sucedió con la persecución sistemática en el territorio estadounidense de los inmigrantes árabes y musulmanes, violando la privacidad de la población y atentando contra los derechos de todos aquellos que fueran sospechosos.
Para Schmitt, en tanto que el estado de excepción se establece de facto, éste no tiene la necesidad de ley alguna. Por tanto, cuando la inmigración es catalogada como un peligro a la seguridad nacional se hace necesario la emisión de un decreto sobre la emergencia; entonces, esta narrativa de poder bastó para justificar la retórica de su necesidad. Donald Trump lo supo desde que en 2016 fue candidato a presidente y actuó en consecuencia respaldándose en la retórica nativista y antiinmigrante, preparando con ello la conciencia social sobre le necesidad de declarar la situación de emergencia en la zona fronteriza con México; afortunadamente los congresistas demócratas y una buena parte del sistema judicial estadounidense no reconocieron la legitimidad y legalidad de esa estrategia; sin embargo, su discurso revitalizó los sentimientos nativistas más radicales y eso es justo lo que en tanto conciencia social sigue siendo un peligro que pasó de ser latente a una seria amenaza a la que hay que atender seriamente; pero, no se puede enfrentar con éxito si no se le comprende.
Como método, Agamben (2005) propone investigar, por un lado, la relación “entre el derecho público y el hecho político” y por otro, la relación entre el “orden jurídico y la vida” “… Sólo si el velo que cubre esa zona incierta es removido podremos comprender lo que se pone en juego en la diferencia entre lo político y lo jurídico y entre el derecho y lo viviente”. Se trata de dos dimensiones analíticas, la primera se sitúa propiamente en el nivel del Estado, mientras que la segunda se ubica en el dislocamiento de la relación clásica entre el Estado y las personas. En la perspectiva planteada, Agamben echa mano del concepto de “guerra civil legal”, justo para indagar las similitudes que el estado de excepción presenta con la guerra civil, la insurrección y la resistencia. Es una paradoja concebir al estado de excepción como una forma violenta del poder estatal, en donde temporalmente se concentra todo el poder en el ejecutivo de un país, mientras que la guerra civil legal se transforma en una forma civil permanente de un Estado. Lo característico en ambos casos consiste en que lo jurídico se deja escapar, y, sin embargo, el estado de emergencia está contemplado en las Constituciones de las democracias de occidente al autorizar al Poder Ejecutivo a la concentración absoluta del poder; una vez que esto sucede, la ley se ve interrumpida; entonces, toda ley general señala que no hay ley superior a ella y sin embargo, es capaz de disolver sus mandatos con todo y sistema judicial al ordenar la concentración de poderes en el Poder Ejecutivo.
Cuando los derechos que les corresponden a las personas les son negados en la sociedad moderna, como la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la salud, la educación, el trabajo, etc. se produce una desposesión similar a la muerte, en donde sólo queda el cuerpo inerme, cuya diferencia en ambos casos consiste en reconocer la existencia de un cuerpo viviente, pero carente de derechos. Para analizar este proceso de despersonalización o desposesión de derechos Agamben ha tenido que crear un nuevo concepto llamado nuda vida cuyo contenido es el de un ser que ha sido reducido por el Estado a puro cuerpo abarcando la desaparición de las instancias institucionales para su defensa. Ese tipo de vida es orgánica, existe como cualquier ser vivo transformado en un cuerpo dócil que es desposeído de su capacidad de decidir por sí mismo; es decir, se trata de una persona que ha sido despersonalizada, desposeído de esa cualidad humana. Esto es lo que sucede en el secuestro que identifica a las organizaciones criminales y que culmina con la extracción de los órganos o con la eliminación de la vida, pero también con la pérdida de la patria potestad de los hijos arrebatados a los inmigrantes en Estados Unidos que son estigmatizados por el Estado de delincuentes y dados en adopción a terceros desconocidos.
La historia de la humanidad está llena de tantas injusticias en los cuales los seres humanos han sido despersonalizados y desposeídos de todo derecho en nombre de Dios, la nación, la ley o los valores supremos. La historia nos revela actos atroces cuando los hombres libres capturados fueron convertidos en esclavos; en tanto esclavos dejaron de ser personas jurídicas, seres vivientes sin derechos; los nativos conquistados fueron a su vez considerados “salvajes sin alma” para justificar su exterminio; Tenamaxtle, líder nativo de los caxcanes, frente al Rey de España enumeró las atrocidades a que eran sometidos por los españoles:
Tenamaxtli dio a conocer al emperador las vejaciones, escenas de muerte, persecuciones, todo género de crueldades y abusos; es cierto que lo hizo frente al Derecho Medieval que consideraba carente de capacidad jurídica y de todo derecho a los infieles salvajes, en donde se habían discutido los derechos de los indios y, con razonamientos luchó contra la Justicia Ordinaria en Valladolid, España; su vida y su esfuerzo se deben tomar como emblemáticas. El clamor que levantó con sus actos y palabras hace que le corresponda un lugar en el elenco de quienes han luchado por lo que a muchos les parece imposible alcanzar. El destacado investigador Miguel León Portilla, lo llamó, en una obra suya que trata de este personaje: primer guerrillero de América, defensor de los derechos humanos
Cuando esto sucedía, el poder de la Corona y las creencias religiosas a su servicio se encargaron de justificar esos hechos. La mejor manera de comprender su significado está en la expresión de que los indígenas mexicanos eran “salvajes sin alma”; es decir, para los conquistadores no eran personas. Las atrocidades de estos ejemplos históricos resultan nítidas para comprender toda justificación cuando el ser humano se reduce a sólo cuerpo, pero, existen otros hechos o procesos en los cuales la línea divisoria no es tan clara, como sucede con los inmigrantes, sólo que en este caso la discriminación está albergada en los conceptos de nacionalidad y ciudadanía. En efecto, los inmigrantes que no logran el estatus de ciudadanos el Estado no les reconoce derechos plenos; no obstante, aunque el Estado reconozca esos derechos, la sociedad no siempre está dispuesta a mantener relaciones de igualdad entre nativos e inmigrantes. Hay que considerar que, en el campo de la migración internacional, por mucho tiempo hemos estado atrapados en categorías teóricas que nos han limitado en la comprensión de estos asuntos; sin embargo, el concepto mismo de ciudadanía se ha venido transformando en la medida que su contenido se ha ampliado. Aun así, la amplitud ha seguido limitada a los derechos de los nacionales, por lo que, al negar derechos a los inmigrantes, lo que hace es acentuar las asimetrías y el menosprecio de quienes no lo son.
Los derechos de ciudadanía
En la sociedad moderna, a pesar del reconocimiento de la igualdad ante la ley, la libertad y la justicia, no todos tienen los mismos derechos. Los derechos plenos están mediados antes por el reconocimiento del derecho a la ciudadanía. Aunque se afirma que la nacionalidad es la que brinda el reconocimiento a la ciudadanía, la historia nos ha enseñado que se puede ser nacional de un país y no contar con derechos plenos como ocurrió en México con el derecho al ejercicio del sufragio de las mujeres y asimismo con el derecho a votar y ser votado por parte de los connacionales que residen en el extranjero, por señalar sólo dos ejemplos cercanos. Incluso, aunque desde 2006 los migrantes mexicanos pueden votar para presidente de la república, ese derecho está aún lleno de candados que terminan por limitar el voto extraterritorial.
A diferencia de los enfoques sobre la crítica a la modernidad clásica, Honneth (1997) vino a revolucionar el pensamiento social al señalar que la historia de la humanidad está basada en la lucha por el reconocimiento de los derechos como personas. Por supuesto, la ciudadanía es una forma de reconocimiento por parte del Estado, en ese sentido se basa en un esquema de inclusión, pero, como desde la ciudadanía no se reconocen derechos a todos por igual, este reconocimiento es asimismo excluyente. Para Honneth (1997) el reconocimiento de derechos por parte de la sociedad debe ser general, ha de perseguir la realización y la felicidad de los miembros de la sociedad; es decir, el reconocimiento de derechos es un acto de justicia y de armonía congruente con el desarrollo humano que favorece la solución de conflictos en el marco de la modernidad. Se trata de un tipo de ciudadanía ética, cuyos miembros se ven asimismo como parte de una sociedad moral, pero, con frecuencia se retrocede cuando estos elementos se confunden con la acción racional de tipo instrumental (Weber, 1984) en la cual se pone en el centro de la balanza el cálculo del beneficio, la acumulación de bienes e incluso, la posesión de poder.
En las líneas que siguen se pretende problematizar el concepto de Estado/nación con relación al reconocimiento de derechos a sus nacionales, negando esos mismos derechos o parte de ellos a otros grupos sociales. En seguida se hace un breve rastreo del concepto de Estado/nación y se confronta con la historia de la formación, integración, desintegración y reintegración de las naciones. Por otro lado, se busca señalar las limitaciones que sobre esta base se erigen para justificar la exclusión de derechos. Se trata de una temática de mediación teórica que, servirá para entender cómo los países de origen y destino utilizan los mismos criterios nacionales respecto de los inmigrantes y migrantes retornados, según corresponda en cada caso.
Alcances del Estado/nación
El Estado-nación es una construcción política que antecede con mucho al proyecto de la modernidad clásica y que con ésta se fue consolidando al regular los derechos y las obligaciones de los miembros en sus territorios. Pero también es un modelo de sociedad que abarca las relaciones del Estado con sus connacionales y de éstos con aquél; sin embargo, el ser ciudadano no siempre ha abarcado derechos generalizados; todavía existen grandes minorías que siguen excluidas socialmente. En el terreno sociológico y político se aduce que el modelo tradicional de Estado que corresponde a la modernidad clásica unifica los sentimientos nacionales de quienes son sus miembros. Esta es una de las manifestaciones más importantes del modernismo universalista, homogeneizador y uniformador que no deja margen a la expresión de la diversidad de la vida social, y que en el terreno político se convierte en esquemas cerrados de la actuación política y social (Harvey, 2012).
En su forma clásica, y desde sus inicios en Europa, esta manera de pensar está basada en los principios de libertad, justicia y protección de los ciudadanos (Marshall, 1950); principios que el Estado debe garantizar a sus miembros en su territorio. De esta manera, el Estado se erige desde el nativismo radical como una institución protectora de sus ciudadanos; esta es la razón por la que, desde antes de la modernidad, la nación se convirtió en un contenedor identificado con el Estado, el territorio, la ley, la cultura, el idioma y la religión (Weber, 1984: 324-327 y 678-682). Sin embargo, si desde su significado se problematiza el concepto de nación, podríamos preguntarnos si con la presencia de los inmigrantes se llega a poner en predicamento la solidaridad, la unidad nacional, la heterogeneidad étnica, las diferencias económicas regionales, los sentimientos nacionales, el uso del idioma oficial, las costumbres y los recuerdos vinculados a la historia, las creencias religiosas, el respeto de las normas jurídicas e instituciones, la unidad política particular, etc. En efecto, a pesar de la globalización económica nada de eso sucede, ni está por suceder. Lo que si se prueba es el hecho de mostrar la insuficiencia del modelo clásico de Estado-nación que antecede al pensamiento que resultó de la Ilustración.
Según ese modelo de sociedad, se reconoce desde lo jurídico que los miembros del Estado-nación son aquellos que nacieron en su territorio (ius solis), los descendientes de un ciudadano nacional (ius sanginis) o ambas combinaciones. Este es el modelo de nacionalidad y ciudadanía que se instituyó confrontándose con el Estado feudal y monárquico, y aunque el proceso dio origen a una revolución social al liberar a los trabajadores de las ataduras señoriales, también contribuyó a la relativización de la identidad de las regiones y comunidades al instaurar con preponderancia la unidad nacional, cerrando el camino a la diversidad espacial, étnica y social, la que a pesar de todo se mantiene y no pocas veces es fuente de conflictos (Harvey, 2012). Con el tiempo, particularmente con la globalización económica y con el crecimiento de la migración internacional, ese modelo se desmembró y dejó de corresponderse con la realidad, principalmente en lo que compete a circunscribirse sólo a un mismo territorio y limitándose a sus residentes. Y es que la pertenencia a un Estado nacional abarca a los residentes y no residentes, nativos de un territorio, aunque se encuentren en el extranjero, y a quienes adquirieron la nacionalidad por otros medios. Subrayar esta parte es importante porque históricamente en ella se anidan las concepciones justificantes sobre quiénes deben y o no gozar de derechos plenos, lo cual ha marginado a minorías sociales, como sucedió con las etnias y lo experimentaron por mucho tiempo la población afroamericana en Estados Unidos y actualmente lo viven en ese país los inmigrantes, que son residentes temporales, residentes permanentes e indocumentados.
Integración de los migrantes en el origen y destino
Tradicionalmente el nacionalismo clásico planteó que los inmigrantes en las sociedades de destino debían asimilarse a la sociedad que los recibe (Gordon, 1964). Presentado el panorama desde el interés de la problemática de la integración en el destino y la reintegración social de los migrantes en el origen, existen conceptos y métodos de investigación que históricamente surgieron de las ciencias naturales y que luego fueron retomados y aplicados acríticamente a las ciencias sociales. Su uso no está carente de distorsiones, así, aunque existen elementos comunes, lo natural y lo social requieren entre sí de métodos y conceptos distintos (Giddens, 1993; Schutz, 2003). Así, en las ciencias naturales, el concepto de la asimilación se refiere al proceso de descomposición molecular de los alimentos en sus componentes más simples, para luego ser transportados y absorbidos a nivel celular; este es el caso de las proteínas, las cuales son descompuestas en aminoácidos y éstos a su vez son separados en sus elementos químicos: carbono, hidrógeno y oxígeno a fin de formar distintas combinaciones y nuevos enlaces que dan origen a otros aminoácidos y a su vez nuevos conglomerados proteínicos, etc. Este concepto trasladado a lo social y aplicado a los migrantes internacionales que cambian de residencia habitual de un país hacia otro, fomenta un modelo funcionalista de pensamiento que supone que la cultura, valores y experiencias de las personas son asimiladas pasivamente por una segunda cultura que el individuo hace suya, la que se cree es superior:
Desde la perspectiva de la sociedad dominante el proceso de inmigración deshoja a los individuos de sus anteriores culturas, y les capacita para convertirse en ciudadanos estadounidenses, transparentes, justo como tú y yo, «gente sin una cultura». Este proceso, llamado a menudo aculturación (aunque deculturación parece más apropiado), produce los ciudadanos posculturales de la nación Estado… Los inmigrantes, o en cualquier caso sus hijos y nietos fueron aparentemente absorbidos por la cultura nacional que borra su pasado significativo (su autobiografía, historia, herencia, lengua y todo lo demás llamado bagaje cultural… (Rosaldo, 2000:235).
La cultura dominante del Estado nacional es la que pretende que los inmigrantes sean vaciados subjetivamente de todo proceso de socialización e identidad y en su lugar se implante una resocialización sobrepuesta: se trata de un proceso violento de conversión social donde el modelo de poder nacional es el de una persona que ha de transitar hacia la referencia-pertenencia y membresía de otra sociedad que no es la suya. De manera similar al fanatismo religioso, para el nativista radical, en el terreno de la ley este tipo de inmigrantes adquieren el estatus de ciudadanos porque pasan exitosamente la prueba del proceso de conversión que garantizará la lealtad al nuevo Estado. Apegándonos al significado coloquial, la sociedad de recepción se “come” al inmigrante y “lo absorbe” culturalmente. Este significado es el mismo que está detrás del concepto utilizado en la conquista de un país por otro, imponiendo su cultura, utilizando incluso la violencia hasta llegar al exterminio físico y cultural. Por tanto, la asimilación social lleva implícito un proceso de deculturación en el cual el inmigrante no sólo se insertará de manera integral a los usos y costumbres de la sociedad receptora, en la que consecuentemente se supone perderá sus lazos de pertenencia y a la larga también su identidad como originario de otro país; sino que, además, se espera una transferencia de lealtad única al nuevo país de residencia mediante la adopción de una nueva identidad nacional; sobre este modelo existen diversos matices, pero todos conducen a la misma solución. Ese proceso de conversión autoritaria ideada por el Estado es asimismo esperado por la sociedad y por sus estructuras de reproducción hasta llegar al nivel de las personas. Hoy en día es fácil reconocer que la implementación de las políticas de absorción y asimilación fracasan al convertirse en prácticas de exclusión social y en comportamientos sociales de persecución y crueldad encubiertos y alimentados por el nacionalismo radical.
Cuando desde la política pública se observa el fracaso de la llamada “asimilación” se acentúa esta exigencia, incriminando con ferocidad a los inmigrantes de ser los responsables de poner en peligro la estabilidad social y la cultura de nacional (Huntington, 1997). Esto fue lo que ganó preminencia en Estados Unidos a través de la retórica que promovió el expresidente Donald Trump como “situación de emergencia” en la zona fronteriza con México o como un atentado a la “seguridad nacional” a tal grado que, desde el Ejecutivo en funciones se buscó concentrar máximos poderes a fin de “proteger” al país incluso de los más vulnerables, es decir, de los llamados “menores migrantes no acompañados”, mismos que a través del malabarismo mágico fueron presentados como una amenaza a la sociedad estadounidense (Moctezuma, 2018). Este tipo de retórica está emparentada con el estado de excepción que al mismo tiempo se asume como parte de un estado democrático y nacionalista. Empero, pensar que los inmigrantes en el país de acogida han de ser asimilados socialmente es tan aberrante que implica vaciar de contenido su conciencia para que olviden lo que son, a la manera en que se “formatea” el disco duro de una computadora para que quede vacía y así poder “cargar” otros programas, actualizando sus funciones.
Una segunda modalidad más tolerante que se presenta actualmente como alternativa, se basa en el respeto a la diversidad cultural y a partir de ello se reconoce en la cultura de los inmigrantes un derecho y a veces hasta un aporte para el país receptor. Esta versión, aunque con mayor apertura a lo diverso, su tolerancia se basa nuevamente en la existencia del predomino de la cultura nacional; es también de corte nacionalista, por tanto, a diferencia de quienes consideran que se trata de dos modelos diferentes de política migratoria, en realidad sólo se refiere a dos modalidades de nacionalismo que se alternan según sea la dinámica económica. La primera versión es la que se aplica como política de Estado durante los periodos de crisis económicas y la segunda se implementa durante las fases de auge:
En tiempos de crisis la impotencia de los migrantes como mercancía los hace blanco favorito de problemas coyunturales, como el aumento del desempleo. Los migrantes son convertidos entonces en los “chivos expiatorios” de problemas económicos y sociales como desempleo o criminalidad. Al culpar a los migrantes de problemas internos del sistema, la responsabilidad de los grupos dominantes en el surgimiento de dichos problemas se desplaza hacia un factor externo: los inmigrantes (Bustamante, 1979).
Esta tesis certera adquiere mayor consistencia si se observa que los Estados nacionales en tiempos de crisis endurecen sus políticas nativistas de control, e incluso, promueven leyes y programas para la más estricta vigilancia de los inmigrantes en su territorio y desarrollan políticas para responsabilizarlos de las crisis (Bustamante, 1981 y 1983). Sobre esa misma base se señala erróneamente que los migrantes no pagan impuestos y reciben servicios proporcionados por el Estado, ocupan los puestos de trabajo de los nativos y no se “asimilan” a la sociedad; todo eso los incrimina socialmente, conduciendo a los ciudadanos a pensar que los inmigrantes que residen en Estados Unidos o intentan ingresar deben ser capturados, perseguidos y expulsados como criminales sin ningún derecho. Al respecto, en las sesiones correspondientes a la Primera Generación del Programa de Doctorado en Ciencias Sociales (1994-1997), el Dr. Bustamante, nuestro profesor, comentaba sus hallazgos hemerográficos al revisar los artículos publicados sobre los inmigrantes en los periódicos más importantes de Estados Unidos; decía que, un resultado constante fue la exacerbación de los sentimientos nativistas y xenofóbicos durante los periodos de crisis económica. Entonces, esto no es nuevo, pero se ha recrudecido en la administración del expresidente Donald Trump. La pandemia del Covid-19 lo exacerbó al mostrar que los inmigrantes indocumentados no contaban con derecho a la salud.
Existe una tercera modalidad de la “asimilación” la cual se ha utilizado para clasificar a los hijos de los inmigrantes en los países de destino; esta se le conoce como asimilación segmentada (Portes y Rumbaut, 2001) la cual reconoce que los descendientes nacidos en Estados Unidos o que inmigran siendo menores se asimilan como segmento social discriminado, como trabajadores en los puestos laborales que son rechazados por los nativos o como grupos marginados en las poblaciones urbanas (Portes y Rumbaut, 2001). De cualquier forma, esta tercera versión de la asimilación de los inmigrantes recoge las características de este segmento social, pero, igual que los dos modelos anteriores, sigue aún atada a la perspectiva del modelo propio del Estado-nación. En realidad, lo que se requiere es crear otro tipo de conceptos a fin de dar cuenta de los cambios que las sociedades vienen enfrentando desde años atrás.
El aspecto central que aquí interesa subrayar sobre la pretendida asimilación social es que este concepto se utiliza como sinónimo de integración plena de los inmigrantes a la sociedad receptora. En rigor, desde la necesidad del reconocimiento de derechos, esta manera de proceder es humana y teóricamente injustificada. Contrario a esa “cultura” es posible postular que los inmigrantes se integren a la sociedad de destino, pero no necesariamente se asimilen; e incluso se adapten sin asimilarse e integrarse. Entonces, asimilación, integración y adaptación constituyen tres modalidades de pertenencia que los inmigrantes experimentan en las sociedades de recepción, las cuales varían con el tiempo, pero, no existe una secuencia de conversión de una hacia otra u otras. No vayamos lejos: los indígenas en México son mexicanos, pero, siguen siendo blanco de discriminación, rechazo y exclusión por los propios connacionales. Por lo demás, un principio de la democracia señala que una sociedad democrática debe sentirse orgullosa por la diversidad de lo que une y no por la homogenización de lo que representa. Esa es la senda que con el tiempo hemos de recorrer. Mientras que la diversificación conduce hacia un encuentro permanente de tolerancia, la homogenización conlleva hacia la diferenciación y exclusión. En efecto, es perfectamente posible la cohesión de un Estado nacional reconociendo la existencia de ciudades cosmopolitas como New York, Chicago, San Francisco y Los Angeles en donde todos los días las personas viven encuentros culturales, lingüísticos y religiosos de distinto tipo y nivel, los cuales no tienen por qué ser estigmatizados (Rosaldo, 2000).
Paradójicamente, desde los países de origen el modelo de la asimilación basado en el nacionalismo existe y asume asimismo significados no menos lesivos. El emigrante que cambia de residencia habitual para establecerse en otro país, y que desde el modelo nacionalista erróneamente se le llamó “migrante definitivo” por mucho tiempo no tuvo ningún derecho a tomar decisiones para su país de origen; de manera similar, dos de los constitucionalistas mexicanos más destacados con relación al voto extraterritorial de los mexicanos en el extranjero en los 90´s subrayaron que:
Después de varios años de insistir, todo indica que se dará el voto a ese muy abundante grupo de mexicanos. Con todo el respeto que merecen, no coincidimos con que se les permita votar fuera de México. No se trata de menoscabar los derechos de los que viven fuera, sino de no afectar los de quienes viven dentro (Carpizo y Valadés, 1998: 23).
En efecto, esta idea de ambos constitucionalistas derivó de la ideología encubierta en el concepto de migrante definitivo y que en los hechos se transformó en una fuerte resistencia hacia el ejercicio extraterritorial de los derechos ciudadanos, lo cual, en plena vigencia de la sociedad global, aún hoy en México cuenta con amplios sectores sociales que se resisten a reconocerla plenamente; su compatibilidad en ambas posiciones aún se refugia en la ideología de la defensa de los “principios e ideales supremos” de la sociedad nacional y en el prejuicio de evitar a toda costa las “amenazas externas”, un ejemplo ilustrativo de ello fue todo el debate entre académicos y activistas frente a la postura de los intelectuales orgánicos, aduladores del nacionalismo mexicano que se vivió entre el interregno de la década de 1990 y la primera década del siglo XXI sobre el ejercicio de los derechos políticos de los mexicanos en el extranjero. Si se analiza con cuidado, este es el contenido también de todo nativismo y fundamentalismo radical basado en el fanatismo atado a los principios sagrados de la nación, cuyo sacrificio y defensa de éstos no tiene límite; se ahí deriva su radicalismo feroz.
Existe un segundo problema no advertido por sus finos matices y que con frecuencia en los países de inmigración conduce a confusiones: el reconocimiento de las sociedades pluri o multiculturales. En efecto, cuando se reconoce y acepta la pluriculturalidad se tolera asimismo la diversidad cultural de las personas, sin embargo, su fundamento último es nuevamente el de un modelo de pensamiento en el que implícitamente se espera que la sociedad evolucione hacia la homogenización social. El enfoque multiculturalista supone que se puede “abrazar” libremente una cultura para “soltarla” y “abrazar” otra como un derecho de elección y de libertad (Bauman, 2002), pero este modelo sigue basado en la supremacía de una cultura sobre las otras, si no fuera así el supuesto sería distinto, pues sería posible abrazar sin problemas dos culturas a la vez, por tanto, ese modelo sigue aún basado en un esquema nacionalista de dominación.
La integración social simultanea
Otro embrollo que hay que desenredar con cautela es el uso indiferenciado entre el concepto de simultaneidad y pluralismo cultural que a menudo se oculta y erróneamente se confunde en el transnacionalismo vulgar. De alguna manera esto ya ha sido señalado antes. Mientras que el primero se refiere a la existencia de una cultura de tipo transnacional, el segundo da cuenta de la existencia de varias culturas nacionales, un crisol que tensa las identidades y que problematiza la pertenencia en el sentido de lealtad a un sólo país.
La simultaneidad de relaciones a distancia es el concepto más fecundo del transnacionalismo, pero también es el que más se presta a su distorsión. Comencemos indicando que el enfoque estructuralista centrado en la geografía de la comunidad físicamente localizada, es incapaz de reconocer y observar las relaciones sociales que sus miembros migrantes producen y reproducen más allá del espacio inmediato; y a la inversa: las perspectivas teóricas centradas en las sociedades de destino no consiguen reconocer en su seno la presencia de la vida de la comunidad de origen, y es que a diferencia de este dualismo, origen y destino (en plural) están entrelazados, más no fusionados. A ello debemos agregar que el concepto de relaciones sociales que más se utiliza es aquel que está mediado por el capital; entonces, lo que ese enfoque destaca son las relaciones fetichistas (Marx, 1975: 89); sin embargo, las relaciones sociales en muchos casos son relaciones directamente sociales forjadas entre las personas mismas, que éstas estén mediadas por las cosas, el dinero o el capital, o se establezcan de manera directa es otra cosa muy distinta.
Más allá del párrafo anterior, lo que interesa subrayar es que el transnacionalismo pone en duda la supuesta aculturación que la migración provoca en los migrantes y que se expresa en el rompimiento de los vínculos de éstos con las sociedades de origen. Así, si su matriz cultural, con todo y cambios se mantiene; entonces resulta cuestionable la pretendida política pública y social de la asimilación de los inmigrantes en el lugar de destino. Una vez cuestionado el modelo anterior, la opción lógica pero aún insuficiente es el reconocimiento de la sociedad multicultural. Entonces, como propuesta alternativa es preciso avanzar de ésta hacia el establecimiento de relaciones simultaneas entre el origen y el destino, buscando probar al mismo tiempo la “sobrevivencia de distintos cursos de vida” entre dos o más sociedades y culturas (Rouse, 1989). Podemos avanzar un poco más, e indagar la transición de la producción- reproducción hacia la reproducción-reformulación de ambas culturas; la cual indicará elementos que permanecen y la adquisición de otros nuevos.
Pensar las cosas de la forma no tradicional requiere de poner en práctica toda la imaginación posible y mostrar una apertura y sensibilidad capaz de decodificar aquello que se presenta ante nuestros ojos pero que requiere ser reinterpretado. Para ilustrarlo: Estados Unidos posee varias ciudades cosmopolitas como Los Angeles y Nueva York, donde todos los días los inmigrantes de distintas naciones y lenguas tienen encuentros permanentes y sostenidos, cuyas fronteras culturales y lingüísticas han dejado de ser barreras para el desempeño de la vida social en esos microespacios.
Cuando en los últimos años de su vida Michael de Certeau enseñaba en San Diego, decía que en California la mezcla de inmigrantes mexicanos, colombianos, noruegos, rusos, italianos y del Este de los Estados Unidos hacía pensar que «la vida consiste en pasar constantemente fronteras… (García Canclini, N., 1989: 293).
Veamos este ejemplo más de cerca: el 22 de mayo de 2019 observé en la Ciudad de San Leandro, California un acontecimiento que me sorprendió. Una menor de 9 años, hija de una madre inmigrante que es parte de la membresía y la comunidad de migrantes sainaltenses que estudié en los años noventa, participó en un ballet de danza, mismo que organizó el “D. C. Dance Center” de San Leandro, California y que se presentó ante un numeroso público diverso que se dio cita en Parrot St. de esa ciudad. Ese día intervinieron varios equipos de bailarinas cuyo desenlace abarcó géneros como: “zumba”, “hip hop”, “ballet”, “tap” y “combo”. Yo era un observador más en un público multiétnico y lingüístico cuya presencia tan disímil me inquietaba; repentinamente me sentí sorprendido al observar en escenario a un equipo multiétnico de niñas bailarinas que incluían a una asiática descendiente de japoneses, luego se presentaron otros más. Fue ante ese acontecimiento que me percaté que en los grupos de bailarinas había afroamericanas, anglos, latinas y asiáticas. Esta experiencia, aunque no es generalizable, tiene un alto valor social porque presenta a una sociedad civil comprometida con la cultura de inclusión, pero más claramente de la presencia de simultaneidad cultural. Ese ambiente constituye un medio para el encuentro y la interacción entre adultos y menores de distintas nacionalidades y orígenes étnicos como vía que hace posible el desenvolvimiento de una integración exitosa de los inmigrantes en las sociedades de destino, quienes comparten la danza sin que tengan que renunciar y verse cuestionados culturalmente a sus orígenes. En efecto, las diferencias étnicas también son culturales y lingüísticas y sin embrago, el inglés es el idioma que hace posible que se puedan comunicar los padres con los y las docentes del “D. C. Dance Center”. Un aspecto que resalta es la intensa interacción observada entre los menores, particularmente cuando son del mismo grupo de bailarinas; por ejemplo, una niña se equivocó al bailar y terminó llorando, esto generó reacciones de solidaridad entre las participantes, incluyendo la maestra instructora y los padres. Este centro de danza es sin duda, un proyecto diseñado a partir de una cultura incluyente y de respeto, misma que constituye la antítesis del discurso nativista angloamericano. Por cierto, espero que esto aclare que desde otra lógica y como respuesta a las tensiones entre dos o más culturas, oponer un nacionalismo a otro no puede más que conducir al fracaso.
Lo que las personas internalizan en su curso de vida, desde niños hasta su madurez proviene más allá de la cultura de una nación. Mucho de lo que consideramos nacional lo es sólo en parte. El ser humano siendo nacional, es al mismo tiempo una criatura universal de la sociedad de su época. Si la globalización está en todos lados, también se le localiza en lo local. La sociedad no es una cápsula o un contenedor cerrado en que habitan los seres humanos. Ese tipo de nacionalismo dañino hace mucho que dejó de existir. Entonces, lo que originalmente internalizamos en la conciencia se alimenta de varias fuentes culturales y sociales. Este es uno de los aspectos frecuentemente incomprendidos por los críticos de todos los matices que siguen atados al denominado nacionalismo metodológico (Glick Schiller, Nina, 2008), quienes por supuesto, están atrapados en la trilogía: Estado, territorio y políticas públicas.
El saldo del nacionalismo
Desde la tradición teorética de occidente de construir conceptos modelo, la nación y la ciudadanía son categorías polisémicas difíciles de reconocer en la realidad; en efecto, Marx y Weber dos clásicos de las ciencias sociales contribuyeron decisivamente a esa tradición. Marx analizó la dinámica del capitalismo inglés, pero sus aportes, como lo afirma en el primer prólogo del Tomo 1 de El Capital, condujeron al descubrimiento de sus tendencias generales (Marx, 1975: 7). Uno de los autores que mejor comprendió su método y razonamiento fue Rosdolsky (1978) quien clarificara que El Capital de Marx está construido sobre la base de conceptos promedio o lo que Marx llamó el capital en general, donde Inglaterra le sirve de modelo de sociedad; entonces no se trata de una investigación sobre el capitalismo inglés, sino sobre las tendencias generales del capitalismo; plantear las cosas de esta manera resulta clave a fin de no confundir el objeto y el nivel de la reflexión. Otro de los tópicos que aclara el propio Marx en su Epílogo a la Segunda Edición del Tomo 1 es que la investigación y exposición no sigue la misma secuencia histórica en su esquema de pensamiento: “…La investigación debe apropiarse pormenorizadamente de su objeto, analizar sus distintas formas de desarrollo y rastrear su nexo interno. Tan sólo después de consumada esa labor, puede exponerse adecuadamente el movimiento real…” (Marx, 1975: 19) Entonces, los conceptos tendenciales no hacen más que expresar la forma ideal con los cuales, a través del proceso de abstracción se reproduce lógicamente la sociedad; por tanto, su aplicación directa a contextos específicos conduce a quedar atrapados en la lógica general o en la lógica del modelo (Bourdieu, 1991). Sobre esta tradición de Occidente, Weber (1984) dejó claro asimismo la necesidad de construir conceptos tipo ideales en donde el comportamiento de la acción racional algunas veces aparece como una desviación respecto de su promedio. Probablemente en esto Weber se inspiró en Marx, pues a menudo lo leía, aunque su influencia haya terminado en la elaboración de otra teoría (Lowith, 2007).
Entonces el concepto de estado nación, tal y como se ha presentado hasta aquí es una construcción basada en un modelo puro ideal que simplifica la realidad social; por supuesto, así como la literatura dominante lo forjó, requiere de la reelaboración de mediaciones teóricas a fin de poder tratar en lo concreto los temas de la migración internacional.
La Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS) nacida en 1922 no era una nación, sino un bloque de cuatro repúblicas multiétnicas, abarcando lenguas y culturas claramente diferenciadas, integrada por la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, la República Socialista Federativa Soviética de Ucrania, la República Socialista Federativa Soviética de Bielorrusa y la República Socialista Federativa Soviética de Transcaucasia (Cuenca, Toribio, 1999). En este caso, además de destacar las diferencias de legua y cultura es conveniente llamar la atención sobre un hecho clave: la URSS se integró como una unidad federativa de cuatro repúblicas, lo que indica la sobrevivencia de distintas naciones multiétnicas como parte de un Estado. Estas a su vez, no eran homogéneas, como así lo prueba la desintegración de República Socialista Federativa Soviética de Transcaucasia que terminó dividida en tres nuevas repúblicas: Armenia, Georgia y Azerbaiyán. Que su sistema de gobierno haya evolucionado hacia un férreo control centralista es otra parte de la historia. La URSS en 1991, antes de disolverse, estaba integrada por quince repúblicas: Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Estonia, Georgia, Kazajistán, Kirguistán, Letonia, Lituania, Moldavia, Rusia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán.1 Lo interesante es que su disolución en 1991 hizo posible la reconstrucción de las antiguas naciones. Esto significa que después de medio siglo de un control estatal férreo, aun así, sobrevivió la pertenencia cultural a las antiguas naciones; por supuesto, se trata de una reformulación de ese pasado y no necesariamente de un retroceso en el tiempo.
En el mismo sentido en 1963 se formó la República de Yugoslavia por Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Macedonia y Serbia.2 Croacia y Eslovenia se separaron de Yugoslavia en 1991 y a ellas le siguieron el resto de las repúblicas.3
Actualmente, la Unión Europea, fundada sobre la base de varios Estados nacionales, reconoce derechos a sus residentes cuando éstos pertenecen a la Unión, quienes pueden migrar libremente de un país a otro; lo más insólito es que sus residentes, independientemente de su origen nacional tienen la facultad de elegir las autoridades locales, lo que significa derechos parciales de ciudadanía. Otro ejemplo es la nación española, cuyas contradicciones internas presionan por su independencia; por lo demás, Cataluña reúne todo para convertirse en un nuevo estado: una burguesía fuerte, un poderoso centro financiero, una ciudad capital, una lengua, una cultura, una bandera y un fuerte sentimiento de pertenencia, etcétera.
Existen otros ejemplos históricos que terminan por cuestionar la idea que se tiene sobre la relación Estado y nación. Los judíos fueron considerados desde los escritos bíblicos como un pueblo perseguido y disperso en diáspora. Igualmente, los gitanos por mucho tiempo han sido considerados una nación sin territorio, los palestinos son refugiados en la Franja de Gaza, cuyo reconocimiento por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) no deja de llamar la atención. Entonces, afirmar, que una nación es igual a un Estado, un territorio, una lengua y una cultura no deja de ser una reducción empobrecedora; esto mismo pasa cuando se señala que la ciudadanía se levanta sobre la base de la nacionalidad. Es una necesidad deconstruir estos procesos, cuyas historias son distintas y evitar la identificación mecánica entre nacionalidad y ciudadanía.
La paradoja consiste en reconocer que, a pesar de la diversidad de estados, e incluso, de procesos de integración de estados o de desintegración y reintegración de los mismos, todo lo señalado conduce a reconocer que el concepto de Estado-nación sigue siendo una fuerza movilizadora, cohesionadora o una comunidad imaginaria cuyos confines son difíciles de precisar (Anderson, 1983). Es imaginada porque "aun los miembros de la nación más pequeña no llegarán a conocer nunca a la mayoría de sus connacionales, ni se toparán con ellos… sin embargo, en la mente de cada uno de ellos vive la imagen de su comunión" (Anderson, 1983, :15, citado por Jiménez Montiel, 1993). Es imaginada como limitada porque "ninguna nación se imagina a sí misma como coextensiva a la humanidad" (Anderson, 1983: 16; citado por Jiménez Montiel, 1993). Es imaginada como soberana "porque el concepto surgió en una época en que el Iluminismo y la Revolución estaban erosionando la legitimidad de los reinos…" (Anderson, 1983: 16; citado por Jiménez Montiel, 1993). Y, finalmente, es imaginada como una comunidad porque “independientemente de la desigualdad actual y de la explotación que pueden prevalecer en su seno, la nación se concibe siempre como una profunda camaradería horizontal” (Anderson, 1983: 16; citado por Jiménez Montiel, 1993).
El comunitarismo y la comunalidad
Contrario a lo que se afirma: la sociedad moderna no es capaz de establecer la relación capital/trabajo en todos los rincones del orbe. En los países y más allá de los mismos, su heterogeneidad regional y local prueban esta tesis. Si desde la extensión por siglos de la economía dominante esto no ha sucedido, tampoco es posible que el Estado y sus leyes consigan lo que el capital no ha alcanzado. En los llamados países subdesarrollados aún observamos regiones enteras donde predomina la economía de subsistencia y las relaciones comunitaristas, las cuales se resisten a desaparecer. En toda América Latina existen vastos territorios con una proporción alta de poblaciones indígenas y campesinas que erróneamente se creyó que desaparecerían por las leyes del mercado. En un contexto rural como éste, frente a la globalización, el comunitarismo ofrece la dulzura de cohesión que el Estado no garantiza (Bauman, 2002), y aunque la Nación se reconozca plural, no deja de ser anónima, mientras que el comunitarismo funciona más como una nación particular y local, con sus leyes y su cultura forjada bajo la forma de usos y costumbres. Dice Bauman al respecto “Alan Touraine pedía que distinguiéramos dos fenómenos (o dos programas) que se confunden demasiado a menudo en detrimento del debate público: multiculturalismo y multicomunitarismo”: (Bauman, 2002).
El pluralismo cultural no se puede alcanzar si no es descomponiendo las comunidades definidas por su relación con una sociedad, una autoridad, una cultura. Es necesario rechazar la idea de una sociedad multicomunitaria para poder defender la idea de una sociedad multicultural (Touraine, citado en Bauman, 2002).
Este autor se refiere, asimismo, en otra parte a la desmodernización, justo porque la globalización ha desgarrado la relación que existía entre la vida social y la economía; unidad que se persiguió históricamente como la utopía de la modernidad y que en la actualidad ha generado tanta incertidumbre que ha conducido a afirmar las identidades y pertenencias de grupo, lo cual contradice la lógica de una ciudadanía universal (Touraine, 2000).
Ambos párrafos son correctos, pero la historia habla asimismo en sentido inverso: es necesario rechazar la idea de una sociedad homogénea o multicultural basada en una cultura dominante para poder forjar la idea de una sociedad multicomunitarista; sobre este manto hay que ver la persistencia de las comunidades indígenas; las que, por cierto, a pesar de estar sometidas a muchas presiones sociales, económicas y políticas, no existen visos de que vayan a ser absorbidas hasta desaparecer; por supuesto, esto no niega la existencia de cambios.
A diferencia de la pertenencia al Estado-nación, para el comunalismo atribuido a las comunidades originarias, no tiene pleno valor la referencia de ser parte de una comunidad imaginaria; como condición se requiere haber nacido en un determinado territorio o el compartir una misma lengua y religión, pero ello no es suficiente. Estos elementos adquieren su verdadero significado cuando esta identidad colectiva evoluciona hacia la membresía activa, reconociendo y al mismo tiempo participando en las decisiones que se toman sobre los usos y costumbres de una comunidad particular. El comunalismo acentúa claramente el Ser/haciendo sobre el sentir/perteneciendo; solamente bajo esta fórmula se reconoce la ciudadanía comunalista (distinta a la comunitarista) e incluso de corte transnacional; por tanto, quien haya nacido en una comunidad indígena pero no cumpla con sus obligaciones no conseguirá ser un ciudadano pleno. El comunitarismo se refiere a las relaciones comunitarias de los pueblos originarios de una determinada región; a menudo, esos pueblos tienen sus propias fronteras territoriales y éstas son fuente de conflicto frente a otros pueblos colindantes; pero, el comunalismo cuenta con agentes competentes que han aprendido a resolver sus conflictos territoriales y a reproducirse de manera multiespacial y trasnacional. En otra parte he comentado como el Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (FIOB) con sede en California se reconoce como una organización de comunidades indígenas, cuyas diferencias y conflictos territoriales en Oaxaca no han impedido construir un frente común de organizaciones en el extranjero.
Centrando la atención en la transnacionalidad más desarrollada que practican los migrantes indígenas organizados en Estados Unidos, un aspecto permanente entre los mixtecos, zapotecos, etc. es que toda iniciativa de las organizaciones (membresía y ciudadanía comunitaria) tiene como referente obligado a la comunidad; es decir a la fuerza de un Nosotros localizado.
Actualmente, entre las comunidades indígenas de los migrantes organizados, el sistema de prestación de servicios, así como los usos y costumbres son tan fuertes que los propios líderes de estas organizaciones son condicionados extraterritorialmente por las decisiones que se toman en las asambleas de la comunidad de origen. Asimismo, debemos reconocer que no necesariamente se trata de decisiones impuestas, ya que los migrantes, en tanto miembros de la comunidad suelen asumir esos procesos en la distancia como suyos, y es que en realidad son parte de la ciudadanía indígena transnacional. Besserer (2004) llamó la atención sobre estos temas considerando que se trata de un transnacionalismo de los migrantes que tiene como peculiaridad la comunidad al centro; es decir, a diferencia de la ciudadanía sustantiva de las organizaciones de migrantes mestizos provenientes del norte y centro de México, buena parte de su accionar gira alrededor de la fuerza de la comunidad y de su cultura. Otro aspecto vinculado a las organizaciones de los migrantes indígenas es el de la membresía de varias organizaciones de tipo comunitario. En efecto, el Frente Indígena de Organizaciones Binacionales (FIOB) contó en su formación con dos tipos de estructuras: las comunidades indígenas y las organizaciones, quizás esto fue lo que definió que se reconociera asimismo como un frente de organizaciones y no como una asociación de clubes sociales, y de que su membresía estuviese ligada a sus grupos étnicos y no a una membresía estatal como sucede con las organizaciones de michoacanos, jaliscienses, nayaritas, zacatecanos, etcétera.
Los migrantes organizados extraterritorialmente en comunidades indígenas se conciben primero como mixtecos, zapotecos, mixes, triquis, chinantecos, purépechas, etc., y sólo después de esa identidad primigenia (Giménez, 1993) se reconocen como oaxaqueños y mexicanos. En algunos casos su identidad como mexicanos está muy distante. Se trata de un Nosotros basado fuertemente en la comunidad étnica pues, en el caso de los migrantes indígenas, la identidad está dirigida mayormente a lo local, y es que su naturaleza étnica les provee de la fuerza para desarrollar una identidad propia e inmediata. Esto también coincide con la tesis de que entre los indígenas el Nosotros comunitario está más afirmado… (Moctezuma, 2015).
En las sociedades indígenas de México, el Nosotros es más afirmado respecto del mundo mestizo (Elías, 1990:180-182), Se trata de un Nosotros sedimentado fuertemente en la comunidad étnica pues, en el caso de los migrantes indígenas, la identidad está dirigida mayormente a lo local, y es que su naturaleza étnica les provee de la fuerza para desarrollar una identidad propia e inmediata. Esto coincide asimismo con la tesis de que entre los indígenas el Nosotros comunitario está más afirmado que en las sociedades occidentales, por ello, la organización migrante hace las veces de la comunidad extraterritorial, donde los confines comunitarios entre mixtecos, zapotecos, mixes, chinantecos, triquis, etc. no desaparecen, al contrario, con todo y sus deferencias éstos se afirman sin que conduzcan a su disolución.
Integración y reintegración de los migrantes de retorno y de sus hijos
El aspecto último que aquí interesa sobre el retorno de los migrantes y su reintegración en las sociedades de origen consiste en subrayar que estos conceptos se razonan y se elaboran de manera similar al de integración de los inmigrantes a la sociedad receptora. En estricto sentido, esta manera de proceder no se justifica teóricamente.
En los estudios de la migración internacional el retorno de migrantes se sigue presuponiendo como un proceso sin dificultades respecto de la reintegración social, comunitaria, laboral y familiar en el país y comunidad de origen. Este enfoque resultó cuestionado a partir de 2008 cuando el retorno de migrantes a México se masificó en sólo dos años.
Paradójicamente, desde los países de origen el modelo de la asimilación basado en el nacionalismo también existe y asume significados distorsionados. El emigrante que cambia de residencia habitual con todo y descendientes de Estados Unidos a México, como sucede actualmente con el retorno, encuentra asimismo dificultades y resistencias para su plena integración y/o reintegración social, comunitaria, escolar y familiar, tanto del Estado como de la sociedad; esto mismo es válido para dimensiones como el derecho a la educación y a la salud. Como hemos de comprender, esto es aún más complejo en las comunidades indígenas de los migrantes.
Considerando estas objeciones ¿por qué México ha de apegarse al modelo de la asimilación propuesta para los países de inmigración como política aplicada a los migrantes de retorno y a sus descendientes? Como en este caso se trata de migrantes que retornan al lugar de origen, se postula en automático su integración; sin embargo, cuando los migrantes han pasado un tiempo considerable en el destino, como sucede cuando cambian la residencia habitual de México a Estados Unidos, con el retorno se enfrentan al mismo dilema: el segundo cambio de residencia habitual, pero ahora en sentido inverso, de Estados Unidos a México. Entre mayor sea el tiempo transcurrido ese dilema resultará más complejo. Es cierto, se regresa al mismo espacio, pero, como el retorno se ha prolongado, el migrante percibe inmediatamente los desajustes: está en el mismo espacio de donde partió, pero socialmente éste ya no es igual. Esta es la expresión directa de una dificultad para reintegrarse; pero, además, regresa a la sociedad de origen con el estigma del fracaso, el cual a veces pesa tanto como cuando se vive un duelo.
La siguiente disyuntiva, como se dijo antes, es que el nuevo retorno es también de tipo familiar; por lo que, la integración a la comunidad o a la sociedad abarca a los hijos menores, adolescentes y jóvenes. Cuando estos ya han absorbido la socialización básica de la sociedad que los vio nacer, la experiencia es similar a lo que sucedió a los padres cuando arribaron a aquel país. Pero, además, los hijos no son realmente parte del retorno migrante, sino una consecuencia de ello, pues recuérdese que, la mayoría de ellos nacieron en Estados Unidos y por primera vez emigran hacia México; la conclusión es obvia: es un error mayúsculo simplificar el enfoque de la asimilación e integración y decidir aplicarlo sin más a la migración de retorno; pero, además, generalmente no se tiene conciencia de que este mismo esquema es el que orienta tanto las políticas de recepción como los comportamientos sociales.
Ahora bien, en el caso de los descendientes, sean menores, adolescentes o jóvenes, éstos requieren ser atendidos en educación, salud, etc. Si desde la política educativa no se proponen políticas adecuadas, lo primero que sucede es la frustración y en seguida el fracaso: a) los hijos de los migrantes retornados desean regresar a Estados Unidos, b) permanecen en la comunidad, pero se mantienen socialmente aislados y marginados. En ambos casos, la unidad familiar termina por no integrarse plenamente a México; por supuesto, las consecuencias no se hacen esperar. Hasta ahora, la más visible es la fragmentación familiar en donde unos se quedan en México y otros regresan a Estados Unidos.
Un segundo aspecto que dificulta su integración social es que el retorno de los migrantes, en su mayoría arriban a sus comunidades de origen y son alojados en las viviendas de sus padres. Esta situación se torna más difícil cuando los hijos “nacidos en otro país” están en edad escolar y buscan integrase a las escuelas públicas de México. Estos dos aspectos los hemos observado, en Zacatecas y Michoacán, es decir, en dos de las entidades de mayor tradición migratoria.
Llamo la atención en el problema de la reintegración de los migrantes retornados y la integración de sus descendientes porque de fracasar en su intento, es posible que tengamos como resultado el desmembramiento de las familias, la remigración de los hijos a Estados Unidos y un crecimiento en la conflictividad familiar, además de otros desajustes sociales; veamos por qué.
La cultura dominante de todo estado nacional pretende que los migrantes retornados sean vaciados subjetivamente de todo proceso de socialización adquirida en la sociedad de destino. Este proceso será más violento subjetivamente cuando una persona haya permanecido por un margen mayor de tiempo en la sociedad de recepción; además, el migrante como resultado de sus experiencias suele experimentar cambios culturales que le dificultarán integrarse, más si formó un hogar como una persona de otra nacionalidad, cuya identidad es distinta a la identidad mexicana, lo cual sucede con mayor frecuencia con los hijos. Por tanto, la asimilación social lleva implícito un proceso violento en donde se espera que el migrante retornado se reinserte de manera integral y pasiva a los usos y costumbres de la sociedad que nuevamente lo recibe, en donde además se supone renunciará con todo y sus hijos a su pasado reciente. Coloquialmente ello es similar a haber vivido sin conciencia, en “estado de coma” durante el tiempo de residencia habitual en otro país. Hoy en día es fácil reconocer que la implementación de las políticas de absorción y asimilación fracasan al convertirse en prácticas de exclusión y discriminación social. Entonces, desde los países de origen, el modelo de la asimilación basado en el nacionalismo existe y asume asimismo significados no menos lesivos para sus connacionales respecto de los países de recepción; en este caso se dirá: “es cierto, eres mexicano, pero eres diferente a nosotros, así que si pretendes reintegrarte tendrás que aceptar y someterte a nuestra cultura” Como paradoja, su fundamento, igual que en Estados Unidos se refugia en la ideología de la defensa de los “principios e ideales supremos” de la sociedad nacional.
Conclusión
La lucha por los derechos pone en el centro la ética, y, ésta, la justicia; sólo así se logra abrazar firmemente los derechos de todos los marginados y marginadas; ámbitos en los que se ubican los migrantes. En esa lucha hay que enfrentar las fronteras sociales, culturales, políticas y legales que han creado las naciones, los estados y todas las estructuras e instituciones que pretenden naturalizar la discriminación y la exclusión social. Ciertamente, en el siglo XIX la lucha de clases señaló un camino liberador acotado, desalentando con ello la lucha por los derechos de los grupos subalternos, como el derecho a la igualdad entre hombres y mujeres, la lucha por la diversidad sexual, la lucha por la sobrevivencia humana, los derechos humanos, los derechos de los migrantes, los derechos supremos de los menores, etc., además resistirse a reconocer la fuerza de la ideología cuando ésta se convierte en un poder material que moldea las conciencias e impone su voluntad.
En la modernidad clásica, la negación y la exclusión de derechos presenta múltiples manifestaciones, una de ellas está contenida en el concepto de ciudadanía que como lo muestrea su origen, reconoce derechos a unos y niega derechos a otros. La evolución misma del ejercicio de los derechos de ciudadanía lo confirma. Asimismo, el nacionalismo de todos los matices que le corresponde está atado a los conceptos de ciudadanía y soberanía. Nada resulta más pernicioso que enfrentar un nacionalismo contra otro, como sucede cuando en los países de destino se estimula desde las políticas de Estado; esta misma observación resulta válida en los países de origen cuando, sin medir sus consecuencias se importa y aplica mecánicamente ese modelo a los migrantes de retorno y a sus descendientes.